12/31/10

El hombre es, por naturaleza y vocación, un ser religioso

P. Alex Barbosa de Brito

Porque proviene de Dios y hacia Él camina; el hombre solo vive una vida plenamente humana si vive libremente su relación con Dios. El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en el cual encuentra su felicidad: "Cuando esté enteramente en Vos, nunca más habrá dolor y prueba; repleta de Vos por entero, mi vida será verdadera" (San Agustín, Conf. 10,28,39)

Por naturaleza, porque teniendo sed de lo infinito, nunca se satisface enteramente con las criaturas que se le presentan por los sentidos, por ser éstas relativas e finitas. El hombre tiene sed natural de algo absoluto y trascendente que lo tome por entero, en todas sus potencias, y en la propia esencia misma de su alma de modo eterno e infinito.

Por vocación, pues si el mismo Dios creó la humanidad con este instinto que la estimula a buscarlo es porque de hecho desea que lo haga, visto ser propio de la Sabiduría Divina no hacer nada sin una finalidad. Este deseo de lo absoluto en el hombre constituye, por tanto, un llamado puesto en su propia naturaleza, siendo una señal infalible de su vocación religiosa.

Llevando en consideración lo dicho arriba, se vuelve fácil comprender lo que es afirmado en el párrafo siguiente: "El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en el cual encuentra su felicidad". (CATECISMO, 2001: 26)

He aquí lo que dice a este respecto Santo Tomás:

La beatitud última y perfecta, no puede estar sino en la visión de la divina esencia, para la evidencia de lo que dos cosas se deben considerar. La primera es que el hombre no es perfectamente feliz, mientras le resta algo para desear y buscar. La segunda es que la perfección es relativa a la naturaleza de su sujeto. Ahora, el sujeto del intelecto es la esencia, y es, la esencia de las cosas, como dice Aristóteles. Por donde, la perfección del intelecto está en la razón directa de su conocimiento de la esencia de una cosa. De un intelecto, pues, que conoce la esencia de un efecto sin poder conocer, por él, lo que la causa esencialmente es, no se dice que alcanza la causa en sí misma, aunque pueda, por el efecto, saber si ella existe. Por donde, permanece naturalmente en el hombre el deseo de también saber lo que es la causa, después de conocido el efecto y de sabido que tiene causa. Y tal deseo es el de admiración y provoca la indagación, como dice Aristóteles. [...] Si, pues, el intelecto humano, conociendo la esencia de un efecto creado, solamente sabe que Dios existe, su perfección tampoco no alcanzó la causa primera. Y así, tendrá su perfección por la unión con Dios como el objeto en que solo consiste la beatitud del hombre conforme ya se dijo. (AQUINO, I-II Q. 3, A. 8, REP, 1980: 1057)

Entretanto, aunque Dios haya creado la humanidad con tales anhelos naturales, éstos son insuficientes para producir de un modo perfecto esta relación, por la incapacidad de la naturaleza humana, sumada por las consecuencias del pecado original. Es lo que afirma el Doctor Angélico respecto a la Doctrina Sagrada:

Para la salvación del hombre, es necesaria una doctrina, conforme a la revelación divina, más allá de las filosóficas, investigadas por la razón humana. Porque, primeramente el hombre es por Dios ordenado a un fin que le excede la comprensión racional [...]. Ahora, el fin debe ser previamente conocido por los hombres, que para él tienen que ordenar las intenciones y actos. De suerte que, para la salvación del hombre, fue preciso, por divina revelación, hacer conocidas ciertas verdades superiores a la razón. Pero también, en aquello que de Dios puede ser investigado por la razón humana, fue necesario ser el hombre instruido por la revelación divina. Porque la verdad sobre Dios, elaborada por la razón, por pocos llegaría a los hombres, después de largo tiempo y de mezcla con muchos errores. (AQUINO, I Q. 1, A1, REP, 1980: 2)

Se hace necesaria, por tanto, una intervención de la propia Divinidad, revelándose en su Misterio Trinitario como afirma el Catecismo (2001: 27):

Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre de modo alguno puede alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (Cf. Conc. Vaticano I: DS 3015). Por una decisión totalmente libre, Dios se revela y se dona al hombre. Lo hace revelando su misterio, su proyecto benevolente, que concibió desde toda la eternidad en Cristo en pro de todos los hombres. Revela plenamente su proyecto enviando a su Hijo bien amado, Nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo.

A respecto de la finalidad de esta Revelación, he aquí lo que agrega la misma obra:

Dios, que "habita una luz inaccesible" (1Tm 6,16), quiere comunicar su propia vida divina a los hombres, creados libremente por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (Cf. Ef 1,4-5). Al revelarse, Dios quiere tornar a los hombres capaces de responderle, de conocerlo y de amarlo bien, más allá de lo que serían capaces por sí mismos. (CATECISMO, 2001: 28).

Como se observa en el trecho arriba, el fin de la Revelación consiste en el hecho de que el hombre participe de la propia vida divina, con los debidos auxilios de Dios, para que sea capaz de llevar a cabo tanto más allá de sus fuerzas. Esa vida divina hace que la naturaleza humana se vuelva íntimamente unida a Dios, a través de la adopción filial, por medio de Jesucristo.

El motivo de la Revelación es el amor de Dios: "Por amor, Dios se reveló y se donó al hombre". (CATECISMO, 2001: 32).

¿Cuál debe ser la respuesta del hombre a ese amor que Dios le manifiesta por la Revelación? La encontraremos nuevamente en el Catecismo (2001: 48): "La respuesta adecuada a esta invitación es la fe. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios".

Tal fe, como fundamento de la santidad, trae como consecuencia el actuar correctamente, como está en el Catecismo (2001: 468): "Quien cree en Cristo se vuelve Hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma, propiciándole seguir el ejemplo de Cristo. Ella lo torna capaz de actuar correctamente y de practicar el bien".

Y el efecto de esta fe, puesta en obras de perfección, solo puede ser lo que viene en seguida, en el mismo trecho: "En unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. Madurada en la gracia, la vida moral florece en vida eterna en la gloria del cielo". (CATECISMO, 2001: 468).

Redacción (Jueves, 30-12-2010, Gaudium Press) Como resultado de dicho anteriormente, se torna evidente que la Revelación es un llamado a la santidad pronunciado por el propio Dios, y tal llamado se dirige a la universalidad de los hombres y mujeres:

Que quede bien claro que todos los fieles, cualquiera sea su posición en la Iglesia o en la sociedad, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. La santidad promueve una creciente humanización. Que todos pues se esfuercen, en la medida del don de Cristo, para seguir sus pasos, tornándose conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, consagrándose de corazón a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. La historia de la Iglesia muestra cómo la vida de los santos fue fecunda, manifestando abundantes frutos de santidad en el pueblo de Dios. (LUMEN GENTIUM, 2007: 223)

En Cristo Jesús somos todos llamados a pertenecer a la Iglesia y, por la gracia de Dios, a alcanzar la santidad. (LUMEN GENTIUM,2007: 231)

La finalidad para la cual la Iglesia propone algunos de estos fieles que alcanzaron la plenitud de la vida cristiana, y ya recibieron el premio de la bienaventuranza eterna a la veneración pública, está en el siguiente hecho, expresado en los textos abajo:

Al canonizar a ciertos fieles, esto es, al proclamar solemnemente que estos fieles practicaron heroicamente las virtudes y vivieron fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad que está en sí y sustenta la esperanza de los fieles proponiéndolos como modelos e intercesores. (CATECISMO, 2001: 238)

De hecho, los que alcanzaron la patria y están presentes en el Señor, por él, con él y en él interceden continuamente junto al Padre. Hacen valer los méritos que obtuvieron por el único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, por haber servido en todo al Señor y completado en su propia carne la pasión de Cristo, en favor del cuerpo, que es la Iglesia. Su fraternidad útil es así un precioso auxilio para nuestra debilidad. [...]

La Iglesia también siempre creyó que los apóstoles y mártires de Cristo que, derramando su sangre, dieron el testimonio supremo de fe y de amor, están particularmente unidos a nosotros. Por eso los venera con particular distinción, juntamente con la santa Virgen María y los santos ángeles, implorando piadosamente el auxilio de su intercesión. A ellos se unen inmediatamente los que imitaron más de cerca la castidad y la pobreza de Cristo, seguidos de todos aquellos que se santificaron por la práctica de las virtudes cristianas y cuyo carisma los recomienda a la piadosa devoción y a la imitación de los fieles.

Al contemplar la vida de aquellos que siguieron fielmente a Cristo, somos estimulados a considerar, bajo una nueva luz, la búsqueda de la ciudad futura. En medio de las innúmeras veredas de este mundo, aprendemos el camino correcto para llegar a la santidad, que consiste en la perfecta unión con Cristo, según el estado y la condición de cada uno. Dios manifiesta con claridad a los hombres su presencia y su rostro a través de la vida de aquellos que, iguales a nosotros en la humanidad, fueron transformados de manera más perfecta según la imagen de Cristo. Por ellos, Dios nos habla, nos da una señal de su reino y nos atrae a la verdad del Evangelio, por una inmensa cantidad de testigos. (LUMEN GENTIUM, pp. 233-234)

Entretanto, esta santidad, que es en su esencia la misma en todos aquellos que de ella participan, manifiesta formas accidentales diferentes en la diversidad de los santos. Esta verdad la vimos expresada en el trecho del documento "Lumen Gentium", en el cual se percibe una jerarquía y alteridad de santidades a través de la enumeración sintética de las diversas clases de santos veneradas por la Iglesia.

Es lo que encontramos en Saint-Laurent (1997: 47):

Reina entre los santos una admirable variedad. La virtud de un rey, como San Luis IX, no es igual a la de un mendigo voluntario, como San Bento José Labre. La perfección de un viejo, como el gran San Antonio del Desierto, no es la de un joven, como San Estanislao Kostka. La santidad de un laico, no es la de un sacerdote o de un obispo. Cada uno de estos héroes sublimes de la vida cristiana tiene su propia fisionomía sobrenatural.

Existe, por tanto, además de una vocación a la santidad que se refiere a la generalidad de los hombres, un llamado específico para cada uno, un modo de ser santo diverso para cada familia de almas y para cada ser humano en su individualidad.

Para finalizar citaremos un bello pasaje sobre este asunto del P. Garrigou-Lagrange, en el cual se da una definición de santidad bastante clara y expresiva, haciéndola una consecuencia lógica de la vivencia profunda y radical de la fe, de la cual procede el amor a Dios y al prójimo:

Se puede juzgar la vida normal de la santidad a través de dos puntos de vista bien diferentes:

- Uno, focalizando nuestra naturaleza...

- Pero también tomando como referencia los misterios sobrenaturales de la morada de la Santísima Trinidad en nosotros, de la Encarnación redentora y de la Eucaristía.

Ahora, este último punto de vista es el único que representa el juicio de la sabiduría, per "altissimam causam"; el otro modo es por la ínfima causa [...].

Si es verdad que la Santísima Trinidad habita en nosotros, que el Verbo se hizo carne, que se ofrece sacramentalmente por nosotros cada día, en la Misa y se da a nosotros como alimento, si todo esto es real, solamente los santos que viven de esa presencia divina por conocimiento casi experimental frecuente, y por un amor siempre creciente, en medio de las oscuridades y dificultades de la vida, solamente estos santos están enteramente en orden. Y la vida de íntima unión con Dios, lejos de presentarse, en lo que tiene de esencial, como cosa extraordinaria en sí, aparece como la única normal.

Antes de llegar a esta unión, somos como personas todavía medio adormecidas, que no viven suficientemente del tesoro inmenso que nos fue dado, y de las gracias siempre nuevas concedidas a los que quieren seguir generosamente a Nuestro Señor.

Por santidad entendemos una unión íntima con Dios, esto es, una gran perfección de amor de Dios y del prójimo, perfección que permanece siempre en la vida normal, pues el precepto del amor no tiene límites.

Para precisar aún más, diríamos que la santidad es el preludio normal inmediato de la vida en el Cielo, preludio que es realizado o en la Tierra, antes de la muerte, o en el Purgatorio, y que supone que el alma está perfectamente purificada, capaz de recibir la visión beatífica.

También percibimos en el extracto de arriba que la condición normal de la naturaleza humana es la santidad, pues, si por orden entendemos la recta disposición de las cosas según su naturaleza y de acuerdo con determinado fin, debemos inferir que el verdadero orden para una persona humana está en la unión con Dios, su causa y su finalidad.

12/29/10

La presencia del Vaticano en Internet cumple 15 años

Nueva frontera de la misión en el “continente digital”

 En el  día de Navidad se ha celebrado el décimo quinto aniversario de la presencia de la Santa Sede en Internet, que tuvo lugar con la publicación en la red del mensaje del papa Juan Pablo II con motivo de la Navidad de 1995 en el recién nacido portal www.vatican.va
La Santa Sede no sólo está celebrando este aniversario con un especial matasellos especial de Correos Vaticanos, sino también con el estudio de nuevos proyectos que garanticen una nueva presencia del Papa y del Vaticano, como dice precisamente el diseño filatélico "Usque ad ultimum Terrae", "hasta los confines de la Tierra".
El Servicio Internet Vaticano (antigua Oficina Internet de la Santa Sede), una de las tres oficinas de la Dirección de Telecomunicaciones del Estado de la Ciudad del Vaticano, vive este trabajo con la conciencia y la responsabilidad de ser "los brazos, las piernas, las manos digitales del Santo Padre" en la evangelización del nuevo "mundo digital", de esta "nueva cultura digital", dirigida a los "migrantes digitales y a los nativos digitales", como señala Benedicto XVI en sus últimos mensajes para las jornadas mundiales de las comunicaciones sociales.
La página  www.vatican.va, que establemente se encuentra entre las diez mil más visitadas en el mundo, según explica monseñor Lucio Adrián Ruiz, sacerdote argentino a cargo de la Oficina, es la prueba de que en estos quince años, en los que Internet ha cambiado la geografía social del planeta, "la Iglesia, en su cabeza, en su punto central, ha estado presente en este cambio cultural desde el inicio, no como quien toma o persigue un tren que ya ha pasado, sino como quien forma parte de quienes lo ponen en movimiento".
En estos días navideños, las páginas en Internet de Radio Vaticano (www.radiovaticana.org) y del Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales (www.pope2you.net), en colaboración con el Centro Televisivo Vaticano, están emitiendo por primera vez en alta definición las celebraciones navideñas de Benedicto XVI, en sinergia con el Servicio Internet del Vaticano.
No sólo Vatican.va  
De hecho, como advertía monseñor Ruiz en una entrevista publicada el 12 de agosto por la edición italiana de "L'Osservatore Romano", cuando se habla de la presencia de la Santa Sede en Internet no hay que pensar sólo en el sitio www.vatican.va, sino en toda la familia de las páginas web ".va", que garantiza la presencia oficial de la Sede Apostólica.
Entre estos sitios, por ejemplo, se encuentran www.vaticastaate.va  (la página web de la Ciudad del Vaticano) y www.resources.va (una página dedicada a la respuesta de la Iglesia a la crisis de los abusos sexuales).
"Desde este año, comenzarán a ver la luz otros muchos sitios de varios organismos de la Curia Romana, que formarán parte de la familia '.va', es decir, una representación y presencia virtual de lo que uno encuentra en la realidad virtual, cuando visita en Roma a la Sede Apostólica", anuncia el responsable.
"Vatican.va lo consideramos como una especie de ventana virtual del Papa en la red, como la del Ángelus, que permite al pontífice asomarse a Internet, recorrer las autopistas digitales, hacer escuchar su propia voz y su propia presencia en todo el mundo. Una ventana que permite, en cierto sentido, el ejercicio del ministerio petrino, de padre y maestro universal, en la red Internet".
"Por este motivo, al igual que en los Ángelus de la plaza de San Pedro no hay espacios de diálogo con quien viene a encontrar y escuchar el Papa, del mismo modo en nuestro sitio no está prevista la interactividad con los usuarios: no es un chat, ni una red social, ni se ha abierto una dirección de correo electrónico para escribirle", añade.
 Pastoral y teología en la red "Hay motivos prácticos y teológicos al mismo tiempo. Por lo que se refiere a los primeros, basta pensar en cuánta gente querría interactuar con el Papa en Internet, lo que haría imposible la gestión de una mole de trabajo de esta magnitud; por lo que se refiere a las razones teológicas, hay que tener en cuenta que al pontífice le corresponde la misión universal, mientras que la personal, el contacto con cada persona, corre a cargo de los sacerdotes y obispos, cuyo papel hay que valorar para no correr el riesgo de suprimir la riqueza de la Iglesia, que tiene toda una jerarquía de ministerios y carismas".
"Ahora bien, esto no significa que no nos demos cuenta de la necesidad de actualizar el lenguaje, de hacerlo comprensible a los usuarios de Internet de hoy, que ha cambiado tanto desde que la página vio la luz por vez primera. Por este motivo, estamos estudiando una renovación no sólo gráfica, sino también estructural, que permitirá disfrutar del contenido, es más, de la presencia virtual del Papa, de una mejor manera", añade el responsable.

Nuevos retos"Vatican.va contiene 500.000, es decir, ¡medio millón!", explica monseñor Ruiz. Entre sus nuevos proyectos, anuncia, "vamos a ampliar la sección de los papas, incluyendo a todos los sucesores de Pedro, tratando de publicar los documentos principales de cada uno de manera que pueda seguirse el hilo conductor del magisterio pontificio en línea".
Por lo que se refiere a los idiomas, las novedades principales afectan a la ampliación de información y documentación en chino.
"Se está proyectando la posible apertura del ruso y el árabe, pero en cuestiones de idiomas el problema está en la falta de personal a disposición", reconoce.
"Estamos trabajando en el archivo de vídeo del Papa: crearemos una página con una colección de todos los vídeos presentes en el sitio. Desde agosto de 2009, ofrecemos el streaming transmitido por el Centro Televisivo Vaticano de cada uno de los eventos y actividades del pontífice: Ángelus, audiencias generales, homilías, viajes...".

La página web www.vatican.va recibe una media de un millón de hits al día cuando no hay eventos extraordinarios. Los países de los que procede el mayor número de visitas son por orden estadístico: Estados Unidos, Italia, España, Alemania y Brasil, seguidos de Corea del Sur, México, Canadá, Francia y China.
Las palabras más registradas por el motor de búsqueda de www.vatican.va son "vatican", "vaticano", "catholic", "romano", "osservatore", "church", "santa".

El misterio de la estrella de Belén

Emílio Portugal Coutinho

En las Sagradas Escrituras nos encontramos a Dios muchas veces comunicarse a los hombres por medio de señales en la naturaleza: la brisa de la tarde en el Paraíso, el arco iris después del diluvio, la zarza ardiente, la diáfana nube de San Elías, etc... Y en su propio nacimiento, Él quiso usar de una señal en el cielo, la Estrella de Belén.
Este hecho es narrado únicamente por un evangelista: San Mateo.
En verdad, en aquella época se admitía que el nacimiento de personas importantes estaba relacionado con ciertos movimientos de los astros celestiales.
Así, se decía de Alejandro Magno, Julio César, Augusto, y hasta filósofos como Platón tuvieron su estrella, aparecida en el cielo cuando ellos vinieron al mundo.
Mucho se ha hablado respecto de la estrella aparecida a los tres Reyes Magos, guiándolos hasta el lugar bendito en donde el Salvador había de nacer. Y no han faltado hombres de ciencia que han intentado encontrar una explicación natural para ese suceso sobrenatural, centro de la historia humana. No tenemos la pretensión de hacer un compendio científico a este respecto, pero no deja de tener cierto interés conocer, aunque sea de modo sumario, las principales tentativas de solucionar este enigma.
Una de las primeras teorías surgidas era que ese astro habría sido el planeta Venus. Cada 12 meses, poco antes de nacer el sol, él aparece diez veces más claro que la más brillante de las estrellas: la Sirius. Pero ese ya era, entonces, un fenómeno muy conocido por los pueblos de Oriente y, por tanto, para los Reyes Magos nada tendría de extraordinario.
Otra hipótesis surgió de un astrónomo reconocido en los medios científicos del siglo XVI: Johannes Kepler.
Intentó demostrar con sus largos estudios que ese astro no era sólo uno, sino la conjunción de dos planetas: Júpiter y Saturno. Cuando ellos se sobreponen, suman sus respectivos brillos. Un fenómeno de esos fue observado por él en 1604 y pudo producir un efecto semejante al que nos cuenta la Biblia. A partir de ahí, Kepler defendió su teoría.
Existen tres problemas al hacer esta afirmación: primero, esa conjunción dura apenas algunas horas, y la estrella que apareció a los Reyes Magos fue visible durante semanas; segundo, Júpiter y Saturno nunca se funden completamente en una única estrella. A simple vista, siempre se podrían distinguir dos cuerpos; tercero, a menos que la fecha del nacimiento del Niño Jesús esté muy mal calculada, tal conjunción sólo podía tener lugar tres años después.
Hay quien dice que la estrella fue, en verdad, un meteoro especialmente brillante. Pero un meteoro sólo puede durar algunos segundos, y sería muy forzado creer que esos pocos segundos de visibilidad bastarían para guiar a los Reyes Magos en un viaje a través de kilómetros, en un desierto inhabitable, y que al llegar a Belén, apareciera otro meteoro semejante, indicando el lugar exacto donde estaba el Niño Dios.
Orígenes, Padre de la Iglesia, nacido en Alejandría, Egipto, llegó a reconocer que la estrella de Belén era un cometa. Algunos cometas llegan a ser centenares de veces mayores que la tierra, y su luz puede dominar el firmamento durante semanas.
Incluso, algunos sustentan que San Mateo había quedado tan impresionado con el cometa Halley, visto en los cielos en el año 66 d.C., o por el testimonio de los más antiguos cristianos que lo habían visto en el año 12 a.C., que lo incluyó en la historia. Otros afirman que fue el propio Halley la estrella de Belén. Pero debemos reconocer que las dos fechas citadas están muy apartadas del nacimiento de Jesús para ser unidas a él. Y según los datos catalogados, no hay mención de ningún otro cometa que haya sido observado a simple vista entre los años 7 a.C. y 1 d.C., período en el cual se acepta haber nacido el Mesías. Además, lo habitual es que en la antigüedad fueran anunciadores de desgracias y no de beneficios.
Una última hipótesis científica es que habría sido una "Nova". Existen ciertas estrellas que explotan de tal forma que su luz aumenta centenares de veces en pocas horas. Son las llamadas "Novas", o "Supernovas", dependiendo de la intensidad de la explosión.
Se calcula que cada mil años, aproximadamente, una estrella se transforma en Supernova, siendo ese fenómeno visible durante varios meses, incluso durante el día.
Sin embargo, ya no se cree en esa hipótesis, pues tales explosiones, debido a su magnitud, aún después de siglos, dejan trazos inconfundibles en el espacio, como manchas estelares, etc. Entretanto, hasta hoy no se descubrió ningún indicio de tal fenómeno ocurrido en ese periodo histórico.
Si bien que las diversas tentativas de explicación científica no hayan dado respuestas satisfactorias al respecto del misterio de la estrella de Belén, eso en nada disminuye el mérito de los esforzados estudiosos, que con recta intención buscan desvelar los enigmas de la naturaleza.
Dejando de momento esas hipótesis de lado, volvamos nuestros ojos a otro aspecto de la cuestión: el campo teológico, donde se considera que la estrella era la realización de la profecía del Antiguo Testamento: "Una estrella avanza desde Jacob, un cetro se levanta de Israel" (Num 24, 17).
Algunos teólogos defienden que San Mateo hizo una interpretación de las tradiciones de la época, refiriéndose al astro no como una estrella en el sentido literal, sino como símbolo del nacimiento de un personaje importante.
Pero Santo Tomás, el doctor angélico, ya pensó en eso en su época y resolvió la cuestión en la Suma Teológica (III q. 36 a. 7), usando cinco argumentos de San Juan Crisóstomo:
1º.- Esta estrella siguió un camino de norte a sur, que no es lo común en las estrellas.
2º.- Ella aparecía no solo de noche, sino también durante el día
3º.- Algunas veces ella aparecía y otras, se ocultaba.
4º.- No tenía un movimiento continuo: avanzaba cuando era preciso que los magos caminasen, y se detenía cuando ellos debían detenerse, como la columna de nubes en el desierto.
5º.- La estrella mostró el parto de la Virgen no sólo permaneciendo en lo alto, sino también descendiendo, pues no podía indicar claramente la casa si no estuviese cercana a la Tierra.
Pero si ese astro no fue propiamente una estrella ¿qué era?
Según el propio Santo Tomás, todavía citando al Crisóstomo, podría ser:
1º.- El Espíritu Santo así como apareció en forma de paloma sobre Nuestro Señor en su Bautismo, también apareció a los Reyes Magos en forma de estrella.
2º.- Un ángel, el mismo que apareció a los pastores, apareció a los Reyes Magos en forma de estrella.
3º.- Una especie de estrella creada aparte de las otras, no en el cielo sino en la atmósfera próxima a la tierra, y que se movía según la voluntad de Dios.
Como solución al misterio de la estrella de Belén, Santo Tomás afirmaba ser más probable y correcta esta última alternativa.
De cualquier forma, tenemos la seguridad de que esa estrella continúa brillando, no solo en lo alto de los árboles de Navidad, sino principalmente en el alma de cada cristiano al conmemorar la Luz nacida en Belén para iluminar los caminos de la Humanidad.


12/28/10

¿Dónde está Dios?


Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel




VER

"Dios está con nosotros", dijo en días pasados, ya aprehendido, uno de los líderes de una organización a la que se considera una red de narcotraficantes y extorsionadores, a la que se atribuyen asesinatos de los más violentos e inhumanos. Con ocasión de la muerte reciente de uno de sus más altos jefes, a quien deseó "que Dios tenga en su santa gloria, dondequiera que se encuentre", alentó a sus seguidores a "no dejar las armas". Se sabe que este jefe distribuía Biblias y aparentaba ser muy religioso. Uno de sus seguidores pide "que Dios cuide a estos hombres que luchan por nosotros y nuestras familias". Nos preguntamos: ¿En verdad Dios está con ellos? ¿Dios está de acuerdo con lo que hacen? ¿Este es el camino que Jesús nos señala, en esta Navidad?
Por otra parte, estamos viviendo la bella tradición mexicana de las "posadas", nueve días previos a la Navidad en que se acompaña a los peregrinos José y María pidiendo posada para el Niño próximo a nacer. En su sentido más tradicional, se organizan, en los templos y en las casas, oraciones, lecturas bíblicas, santo Rosario, procesiones, letanías, piñatas y un alegre compartir fraterno, sobre todo para los niños. Sin embargo, otras posadas se convierten en juergas, con exceso de bebidas y bailes, con diversiones de toda índole, reduciendo todo a una convivencia entre amistades. En estas dos formas de celebrar la proximidad de la Navidad, ¿está Dios? En el primer caso, todo puede reducirse a un acto piadoso tradicional y que algunos participen sólo por interés de lo que se reparte, sin cambio de vida, sin amor y sin justicia en las familias y en las comunidades. En el otro caso, puede haber hasta degradaciones, vicios y pecados. El pretexto es el nacimiento de Jesucristo, pero El no aparece para nada. ¿Dónde está Dios?

JUZGAR

Dios es amor. El está donde hay amor. Hay amor donde hay justicia, paz, respeto y armonía. Por tanto, está en las personas que aman, que respetan a los demás, que ayudan a los otros, que se preocupan por los pobres y por los que sufren. Dios no está en quienes secuestran, torturan, trafican con droga y alcohol, extorsionan y se organizan para matar.
Dios está en las familias donde hay esfuerzo por amarse, comprenderse y respetarse; donde se desgastan unos por otros para que todos vivan dignamente; donde hay fidelidad, cariño, obediencia, trabajo, responsabilidades compartidas. Dios no está donde hay violencia intrafamiliar, infidelidades, desconfianzas, ofensas, indiferencia, falta de diálogo. Aunque se adorne con motivos navideños el hogar y se ponga el "nacimiento", sólo el amor familiar es un signo de la presencia de Dios.
Dios está en las comunidades, organizaciones, barrios, empresas y trabajos donde hay justicia, salarios justos, respeto a las divergencias, ayuda mutua y solidaridad, comprensión entre religiones, partidos y grupos; donde no hay bandas de asaltantes, vagos y destructores de lo ajeno. La paz es el signo de la presencia de Dios; es lo que le da gloria; no la violencia y la destrucción de los otros.

ACTUAR

Esforcémonos por dar a estos días navideños el sentido que Dios mismo le dio. El se encarnó, asumió nuestra naturaleza humana, para estar cerca de nosotros, para darnos su vida, para hacernos palpable el amor divino, para ser la luz que nos muestra el camino de la felicidad.
¿Quieres ser feliz, en estos días y siempre? ¿Quieres que Dios esté contigo? Ama, sirve, respeta, ayuda, dialoga y muestra tu bondad a tus familiares y a quienes no tienen calor de hogar. Escucha, da tu tiempo, tu servicio y tu atención a los tuyos, a tu comunidad, a los que pasan cualquier necesidad y a cuantos se sienten solos. Comparte con quienes casi de nada disfrutan, con tanta gente que sufre, con ancianos y presos, con migrantes y discapacitados. Entonces sí estará Dios contigo, en tu hogar, en tu comunidad, en tu Iglesia.
Participa en las celebraciones religiosas, en las tradicionales posadas, sobre todo en la Eucaristía, pero que no se queden sólo en bellas tradiciones, sino que transformen tu corazón, para que seas un sacramento vivo del amor de Dios. Sólo así El estará con nosotros.
Si el cristiano se comporta como cristiano, convence


Joaquín Navarro-Valls


Extractos de su conferencia en la clausura del XII Congreso “Católicos y vida pública”, que tuvo lugar en Madrid el pasado 19 de noviembre de 2010.
La situación contemporánea nos lleva inevitablemente a los orígenes de la cristiandad. Después de decenios, quizá siglos, en los que cristianos han tratado de defender las sociedades occidentales de la descristianización de la cultura, hoy, encontrándose en una situación que podríamos denominar neopagana, la fe no puede jugar a la defensiva. Ya no es una tradición que haya que salvaguardar, sino una perspectiva de vida futura que hay que recrear, construir… La pregunta no es si el cristianismo sabrá sobrevivir, sino si la fe cristiana podrá expandirse de nuevo como hace dos mil años.
      ¿Cómo comunicar al mundo de hoy la realidad cristiana? Los primeros cristianos sabían comunicar bastante bien sin licenciaturas en Ciencias de la Comunicación. Ni siquiera tenían una cultura particularmente elaborada, pero fueron ellos quienes vencieron la batalla cultural y comunicativa de entonces. Porque cuando el cristiano se comporta como cristiano, convence siempre. Una persona con convicciones posee una potencia infinitamente superior a la de quien tiene sólo intereses. El cristianismo, desde este punto de vista, es sobre todo un modo de vivir, que mientras vive y mientras goza la vida, la razona, la explica, hace evidente toda su congruencia interna...
      Hay que ir a Jesús de Nazaret. Pero sólo hay un camino que conduzca a Él: la conversación personal en los ámbitos sacramental y de la oración. Para la mayoría de nosotros la oración es una obligación.
      Para Juan Pablo II era otra cosa, no era nunca una obligación a determinadas horas del día, sino una necesidad. Esto sirve para ilustrar la raíz de la que crece toda la misión del cristiano: la unión con Quien da al cristiano su misión propia. Si no, no podemos hablar de misión del cristiano, sino de la misión de Joaquín Navarro o de Pepito. Si la misión me viene de otro, yo no puedo dejarme de la mano de ese otro.
Lo que tienen en común
      Juan Pablo II repitió en varias ocasiones que la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no del todo acogida, no completamente pensada, no fielmente vivida. Condensaba él en esas líneas toda su experiencia humana de creyente y de Pontífice, pero también de intelectual. Cuando, por ejemplo, el Génesis nos habla de la creación del hombre y de su semejanza divina, ese dato es capaz de engendrar toda una cultura, toda una antropología que ha de ser elaborada, madurada desarrollada de un modo racional y científico. Y es cultura aceptar que, como consecuencia de aquella semejanza, el rastro de Dios en el mundo somos nosotros mismos. Se hace también cultura cada vez que, en la vida ordinaria, tratamos a las personas en el único modo justo y consecuente con aquel dato de nuestro origen divino.
      He tenido el don de haber conocido a tres santos: a san Josemaría, al Siervo de Dios Juan Pablo II y a la Beata Madre Teresa. Para mí ha sido inevitable preguntarme si estas personas tan distintas tienen algo en común. La conclusión a la que he llegado es que lo común era el buen humor, un buen humor extraordinario, contagioso, que hacía reír hasta en ocasiones en las que parecía obligado llorar. Ese buen humor no era producto de una psicología festiva, sino que se apoyaba en algo mucho más consistente, que permea el carácter humano, convirtiendo al hombre en sembrador de alegría.
      Quien cree que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza no tiene motivo nunca de perder el buen humor. Ésa es la seguridad que no puede faltar en un cristiano que realiza su misión en el mundo de hoy, convencido de que el final es un happy end 

Si el cristiano se comporta como cristiano, convence


Joaquín Navarro-Valls


Extractos de su conferencia en la clausura del XII Congreso “Católicos y vida pública”, que tuvo lugar en Madrid el pasado 19 de noviembre de 2010.
La situación contemporánea nos lleva inevitablemente a los orígenes de la cristiandad. Después de decenios, quizá siglos, en los que cristianos han tratado de defender las sociedades occidentales de la descristianización de la cultura, hoy, encontrándose en una situación que podríamos denominar neopagana, la fe no puede jugar a la defensiva. Ya no es una tradición que haya que salvaguardar, sino una perspectiva de vida futura que hay que recrear, construir… La pregunta no es si el cristianismo sabrá sobrevivir, sino si la fe cristiana podrá expandirse de nuevo como hace dos mil años.
      ¿Cómo comunicar al mundo de hoy la realidad cristiana? Los primeros cristianos sabían comunicar bastante bien sin licenciaturas en Ciencias de la Comunicación. Ni siquiera tenían una cultura particularmente elaborada, pero fueron ellos quienes vencieron la batalla cultural y comunicativa de entonces. Porque cuando el cristiano se comporta como cristiano, convence siempre. Una persona con convicciones posee una potencia infinitamente superior a la de quien tiene sólo intereses. El cristianismo, desde este punto de vista, es sobre todo un modo de vivir, que mientras vive y mientras goza la vida, la razona, la explica, hace evidente toda su congruencia interna...
      Hay que ir a Jesús de Nazaret. Pero sólo hay un camino que conduzca a Él: la conversación personal en los ámbitos sacramental y de la oración. Para la mayoría de nosotros la oración es una obligación.
      Para Juan Pablo II era otra cosa, no era nunca una obligación a determinadas horas del día, sino una necesidad. Esto sirve para ilustrar la raíz de la que crece toda la misión del cristiano: la unión con Quien da al cristiano su misión propia. Si no, no podemos hablar de misión del cristiano, sino de la misión de Joaquín Navarro o de Pepito. Si la misión me viene de otro, yo no puedo dejarme de la mano de ese otro.
Lo que tienen en común
      Juan Pablo II repitió en varias ocasiones que la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no del todo acogida, no completamente pensada, no fielmente vivida. Condensaba él en esas líneas toda su experiencia humana de creyente y de Pontífice, pero también de intelectual. Cuando, por ejemplo, el Génesis nos habla de la creación del hombre y de su semejanza divina, ese dato es capaz de engendrar toda una cultura, toda una antropología que ha de ser elaborada, madurada desarrollada de un modo racional y científico. Y es cultura aceptar que, como consecuencia de aquella semejanza, el rastro de Dios en el mundo somos nosotros mismos. Se hace también cultura cada vez que, en la vida ordinaria, tratamos a las personas en el único modo justo y consecuente con aquel dato de nuestro origen divino.
      He tenido el don de haber conocido a tres santos: a san Josemaría, al Siervo de Dios Juan Pablo II y a la Beata Madre Teresa. Para mí ha sido inevitable preguntarme si estas personas tan distintas tienen algo en común. La conclusión a la que he llegado es que lo común era el buen humor, un buen humor extraordinario, contagioso, que hacía reír hasta en ocasiones en las que parecía obligado llorar. Ese buen humor no era producto de una psicología festiva, sino que se apoyaba en algo mucho más consistente, que permea el carácter humano, convirtiendo al hombre en sembrador de alegría.
      Quien cree que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza no tiene motivo nunca de perder el buen humor. Ésa es la seguridad que no puede faltar en un cristiano que realiza su misión en el mundo de hoy, convencido de que el final es un happy end 

Si el cristiano se comporta como cristiano, convence


Joaquín Navarro-Valls


Extractos de su conferencia en la clausura del XII Congreso “Católicos y vida pública”, que tuvo lugar en Madrid el pasado 19 de noviembre de 2010.
La situación contemporánea nos lleva inevitablemente a los orígenes de la cristiandad. Después de decenios, quizá siglos, en los que cristianos han tratado de defender las sociedades occidentales de la descristianización de la cultura, hoy, encontrándose en una situación que podríamos denominar neopagana, la fe no puede jugar a la defensiva. Ya no es una tradición que haya que salvaguardar, sino una perspectiva de vida futura que hay que recrear, construir… La pregunta no es si el cristianismo sabrá sobrevivir, sino si la fe cristiana podrá expandirse de nuevo como hace dos mil años.
      ¿Cómo comunicar al mundo de hoy la realidad cristiana? Los primeros cristianos sabían comunicar bastante bien sin licenciaturas en Ciencias de la Comunicación. Ni siquiera tenían una cultura particularmente elaborada, pero fueron ellos quienes vencieron la batalla cultural y comunicativa de entonces. Porque cuando el cristiano se comporta como cristiano, convence siempre. Una persona con convicciones posee una potencia infinitamente superior a la de quien tiene sólo intereses. El cristianismo, desde este punto de vista, es sobre todo un modo de vivir, que mientras vive y mientras goza la vida, la razona, la explica, hace evidente toda su congruencia interna...
      Hay que ir a Jesús de Nazaret. Pero sólo hay un camino que conduzca a Él: la conversación personal en los ámbitos sacramental y de la oración. Para la mayoría de nosotros la oración es una obligación.
      Para Juan Pablo II era otra cosa, no era nunca una obligación a determinadas horas del día, sino una necesidad. Esto sirve para ilustrar la raíz de la que crece toda la misión del cristiano: la unión con Quien da al cristiano su misión propia. Si no, no podemos hablar de misión del cristiano, sino de la misión de Joaquín Navarro o de Pepito. Si la misión me viene de otro, yo no puedo dejarme de la mano de ese otro.
Lo que tienen en común
      Juan Pablo II repitió en varias ocasiones que la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no del todo acogida, no completamente pensada, no fielmente vivida. Condensaba él en esas líneas toda su experiencia humana de creyente y de Pontífice, pero también de intelectual. Cuando, por ejemplo, el Génesis nos habla de la creación del hombre y de su semejanza divina, ese dato es capaz de engendrar toda una cultura, toda una antropología que ha de ser elaborada, madurada desarrollada de un modo racional y científico. Y es cultura aceptar que, como consecuencia de aquella semejanza, el rastro de Dios en el mundo somos nosotros mismos. Se hace también cultura cada vez que, en la vida ordinaria, tratamos a las personas en el único modo justo y consecuente con aquel dato de nuestro origen divino.
      He tenido el don de haber conocido a tres santos: a san Josemaría, al Siervo de Dios Juan Pablo II y a la Beata Madre Teresa. Para mí ha sido inevitable preguntarme si estas personas tan distintas tienen algo en común. La conclusión a la que he llegado es que lo común era el buen humor, un buen humor extraordinario, contagioso, que hacía reír hasta en ocasiones en las que parecía obligado llorar. Ese buen humor no era producto de una psicología festiva, sino que se apoyaba en algo mucho más consistente, que permea el carácter humano, convirtiendo al hombre en sembrador de alegría.
      Quien cree que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza no tiene motivo nunca de perder el buen humor. Ésa es la seguridad que no puede faltar en un cristiano que realiza su misión en el mundo de hoy, convencido de que el final es un happy end 

12/27/10

De la nostalgia a la confianza en la familia


Salvador Bernal

La familia es más fuerte que todas las crisis, porque es el gran lugar del afecto, de la convivencia, de la fiesta: el sitio donde uno se siente bien, y se encuentra a sí mismo
En vísperas de la Navidad, fiesta familiar por excelencia, se ha difundido el informe de la Fundación SM sobre “Los jóvenes españoles 2010”. Lleno de contrastes, contiene abundantes temas de reflexión.
      Entre otros, confirma la tendencia que en cierto modo, se consolidó y creció desde el mayo de 1968, de ver con suspicacia y desconfianza las instituciones y, especialmente las organizaciones de carácter público. No se libra lógicamente la Iglesia.
      Confirma también el cambio de ritmo producido respecto de la familia. La afirmación de la personalidad llevó a una hipertrofia de la independencia: la gente joven quería dejar el hogar paterno lo antes posible para “vivir su vida”. Aun por entonces, las encuestas sociológicas reflejaban la nostalgia de las nuevas generaciones ante la propia familia.
      Ahora el enfoque es distinto, tal vez como consecuencia de una cierta desesperanza global en el futuro, del miedo al porvenir, de la incertidumbre ante la asunción de posibles compromisos. Por ahí se explica el tránsito de la nostalgia hacia la confianza.
      Según el informe de SM, el 63,9% de los encuestados piensa que “a la mayoría de la gente, le preocupa poco lo que les pasa a los que están a su alrededor”. Pero no lo ven como algo negativo, sino más bien normal, porque más de la mitad considera que lo mejor es no confiar demasiado en los otros. Lo que más les importa es la familia, la salud y los amigos.
      El estudio no quiere valorar comportamientos, sino intencionalidades. Por eso, afloran con relativa facilidad las contradicciones. Se afirma mayoritariamente que lo primero es la familia, pero alcanza 6,8 sobre 10 la aceptación de que una mujer sin relación estable decida tener un hijo. El individualismo de fondo se manifiesta en la actitud ante las rupturas matrimoniales: el 52% justifica en todos los casos el divorcio, y el 36,4 admite la infidelidad en algunos casos (menos mal que el 47,7% no la justifica nunca). Eso sí, el 73% rompería el vínculo con su pareja en caso de infidelidad.
      A pesar de todo, los jóvenes están a gusto en la propia familia, tal vez porque reciben mucho, sin grandes responsabilidades. Quizá esto explica que el 70% de los encuestados encuentre en su familia un “modelo democrático”, que sólo entra en conflicto ante la participación en las tareas domésticas, los resultados en los estudios o los horarios, especialmente nocturnos.
      La familia es más fuerte que todas las crisis, porque es el gran lugar del afecto, de la convivencia, de la fiesta: el sitio donde uno se siente bien, y se encuentra a sí mismo. A pesar de las profundas transformaciones culturales, no ha cambiado la imagen de pan, amor y fantasía de los años cincuenta. La familia sigue asociada a la alegría, a la risa, al descanso, a los llantos y caricias de los niños, de modo particular en Navidades. Las discusiones forman parte también de su encanto, como la intimidad o los recuerdos compartidos. Si no existiera la familia, habría que inventarla.
      Algo semejante sucede con el matrimonio, incluido el religioso. En la encuesta que comento, y a pesar de tantas noticias de prensa, se observa el deseo de encontrar el amor verdadero con vocación de permanencia, bendecido por la Iglesia. Porque, frente a quienes se angustian con el declive de la familia tradicional ante la promoción de otros modelos, también desde el ordenamiento jurídico, se impone aceptar la juvenil confianza en esa realidad imperecedera de la familia.
      No se puede olvidar que la liturgia católica dedica un día a la Sagrada Familia en el tiempo de Navidad. Dentro del misterio de lo espiritual, reconoce un hecho histórico: la Encarnación del Verbo, el Nacimiento de Jesús, sucede en una Familia. La irrupción de lo eterno en el tiempo es algo tan sencillo y real como el acogimiento de la segunda Persona de la Trinidad por unos padres humildes de Palestina. 

12/26/10

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
Basílica Vaticana
24 de diciembre de 2010

Queridos hermanos y hermanas
«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La Iglesia comienza la liturgia del Noche Santa con estas palabras del Salmo segundo. Ella sabe que estas palabras pertenecían originariamente al rito de la coronación de los reyes de Israel. El rey, que de por sí es un ser humano como los demás hombres, se convierte en «hijo de Dios» mediante la llamada y la toma de posesión de su cargo: es una especie de adopción por parte de Dios, un acto de decisión, por el que confiere a ese hombre una nueva existencia, lo atrae en su propio ser. La lectura tomada del profeta Isaías, que acabamos de escuchar, presenta de manera todavía más clara el mismo proceso en una situación de turbación y amenaza para Israel: «Un hijo se nos ha dado: lleva sobre sus hombros el principado» (9,5). La toma de posesión de la función de rey es como un nuevo nacimiento. Precisamente como recién nacido por decisión personal de Dios, como niño procedente de Dios, el rey constituye una esperanza. El futuro recae sobre sus hombros. Él es el portador de la promesa de paz. En la noche de Belén, esta palabra profética se ha hecho realidad de un modo que habría sido todavía inimaginable en tiempos de Isaías. Sí, ahora es realmente un niño el que lleva sobre sus hombros el poder. En Él aparece la nueva realeza que Dios establece en el mundo. Este niño ha nacido realmente de Dios. Es la Palabra eterna de Dios, que une la humanidad y la divinidad. Para este niño valen los títulos de dignidad que el cántico de coronación de Isaías le atribuye: Consejero admirable, Dios poderoso, Padre por siempre, Príncipe de la paz (9,5). Sí, este rey no necesita consejeros provenientes de los sabios del mundo. Él lleva en sí mismo la sabiduría y el consejo de Dios. Precisamente en la debilidad como niño Él es el Dios fuerte, y nos muestra así, frente a los poderes presuntuosos del mundo, la fortaleza propia de Dios.
A decir verdad, las palabras del rito de coronación en Israel eran siempre sólo ritos de esperanza, que preveían a lo lejos un futuro que sería otorgado por Dios. Ninguno de los reyes saludados de este modo se correspondía con lo sublime de dichas palabras. En ellos, todas las palabras sobre la filiación de Dios, sobre su designación como heredero de las naciones, sobre el dominio de las tierras lejanas (Sal 2,8), quedaron sólo como referencia a un futuro; casi como carteles que señalan la esperanza, indicaciones que guían hacia un futuro, que en aquel entonces era todavía inconcebible. Por eso, el cumplimiento de la palabra que da comienzo en la noche de Belén es a la vez inmensamente más grande y —desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra profética permitía intuir. Es más grande, porque este niño es realmente Hijo de Dios, verdaderamente «Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». Ha quedado superada la distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios no solamente se ha inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos; Él ha «descendido» realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para atraernos a todos a sí. Este niño es verdaderamente el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Su reino se extiende realmente hasta los confines de la tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía, Él ha hecho surgir realmente islas de paz. En cualquier lugar que se celebra hay una isla de paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los hombres la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía del poder. Él construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en cada generación. Pero también es cierto que no se ha roto la «vara del opresor». También hoy siguen marchando con estruendo las botas de los soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la «túnica empapada de sangre» (Is 9,3s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos, mendiga, por decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón. Esta alegría, sin embargo, es también una oración: Señor, cumple por entero tu promesa. Quiebra las varas de los opresores. Quema las botas resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas ensangrentadas. Cumple la promesa: «La paz no tendrá fin» (Is 9,6). Te damos gracias por tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo el dominio de tu verdad, de tu amor; el «reino de justicia, de amor y de paz».
«María dio a la luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7). San Lucas describe con esta frase, sin énfasis alguno, el gran acontecimiento que habían vislumbrado con antelación las palabras proféticas en la historia de Israel. Designa al niño como «primogénito». En el lenguaje que se había ido formando en la Sagrada Escritura de la Antigua Alianza, «primogénito» no significa el primero de otros hijos. «Primogénito» es un título de honor, independientemente de que después sigan o no otros hermanos y hermanas. Así, en el Libro del Éxodo (Ex 4,22), Dios llama a Israel «mi hijo primogénito», expresando de este modo su elección, su dignidad única, el amor particular de Dios Padre. La Iglesia naciente sabía que esta palabra había recibido una nueva profundidad en Jesús; que en Él se resumen las promesas hechas a Israel. Así, la Carta a los Hebreos llama a Jesús simplemente «el primogénito», para identificarlo como el Hijo que Dios envía al mundo después de los preparativos en el Antiguo Testamento (cf. Hb 1,5-7). El primogénito pertenece de modo particular a Dios, y por eso —como en muchas religiones— debía ser entregado de manera especial a Dios y ser rescatado mediante un sacrificio sustitutivo, como relata san Lucas en el episodio de la presentación de Jesús en templo. El primogénito pertenece a Dios de modo particular; está destinado al sacrificio, por decirlo así. El destino del primogénito se cumple de modo único en el sacrificio de Jesús en la cruz. Él ofrece en sí mismo la humanidad a Dios, y une al hombre y a Dios de tal modo que Dios sea todo en todos. San Pablo ha ampliado y profundizado la idea de Jesús como primogénito en las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: Jesús, nos dicen estas Cartas, es el Primogénito de la creación: el verdadero arquetipo del hombre, según el cual Dios ha formado la criatura hombre. El hombre puede ser imagen de Dios, porque Jesús es Dios y Hombre, la verdadera imagen de Dios y el Hombre. Él es el primogénito de los muertos, nos dicen además estas Cartas. En la Resurrección, Él ha desfondado el muro de la muerte para todos nosotros. Ha abierto al hombre la dimensión de la vida eterna en la comunión con Dios. Finalmente, se nos dice: Él es el primogénito de muchos hermanos. Sí, con todo, Él es ahora el primero de más hermanos, es decir, el primero que inaugura para nosotros el estar en comunión con Dios. Crea la verdadera hermandad: no la hermandad deteriorada por el pecado, la de Caín y Abel, de Rómulo y Remo, sino la hermandad nueva en la que somos de la misma familia de Dios. Esta nueva familia de Dios comienza en el momento en el que María envuelve en pañales al «primogénito» y lo acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera hermandad. Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia.
El Evangelio de Navidad nos relata al final que una multitud de ángeles del ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc2,14). La Iglesia ha amplificado en el Gloria esta alabanza, que los ángeles entonaron ante el acontecimiento de la Noche Santa, haciéndola un himno de alegría sobre la gloria de Dios. «Por tu gloria inmensa, te damos gracias». Te damos gracias por la belleza, por la grandeza, por tu bondad, que en esta noche se nos manifiestan. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios, de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría. Quien vislumbra a Dios siente alegría, y en esta noche vemos algo de su luz. Pero el mensaje de los ángeles en la Noche Santa habla también de los hombres: «Paz a los hombres que Dios ama». La traducción latina de estas palabras, que usamos en la liturgia y que se remonta a Jerónimo, suena de otra manera: «Paz a los hombres de buena voluntad». La expresión «hombres de buena voluntad» ha entrado en el vocabulario de la Iglesia de un modo particular precisamente en los últimos decenios. Pero, ¿cuál es la traducción correcta? Debemos leer ambos textos juntos; sólo así entenderemos la palabra de los ángeles del modo justo. Sería equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar exclusivo de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre respuesta de amor. Pero sería también errónea una interpretación moralizadora, según la cual, por decirlo así, el hombre podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el nacimiento de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta, no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente entretejidas entre sí. Así, esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada. No deja de buscarnos, de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir por nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra.
Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo... » (Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. Cantare amantis est, dice san Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre en un nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora, nosotros nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu gloria inmensa. Te damos gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez más personas que aman contigo y, por tanto, personas de paz. Amén.
Mensaje de Navidad

 

 Benedicto XVI, Papa



«La encarnación del Hijo de Dios es un acontecimiento que ha ocurrido en la historia, pero que al mismo tiempo la supera. En la noche del mundo se enciende una nueva luz, que se deja ver por los ojos sencillos de la fe, del corazón manso y humilde de quien espera al Salvador. Si la verdad fuera sólo una fórmula matemática, en cierto sentido se impondría por sí misma. Pero si la Verdad es Amor, pide la fe, el “sí” de nuestro corazón»
«Verbum caro factum est» – «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Queridos hermanos y hermanas que me escucháis en Roma y en el mundo entero, os anuncio con gozo el mensaje de la Navidad: Dios se ha hecho hombre, ha venido a habitar entre nosotros.
      Dios no está lejano: está cerca, más aún, es el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros. No es un desconocido: tiene un rostro, el de Jesús.
      Es un mensaje siempre nuevo, siempre sorprendente, porque supera nuestras más audaces esperanzas. Especialmente porque no es sólo un anuncio: es un acontecimiento, un suceso, que testigos fiables han visto, oído y tocado en la persona de Jesús de Nazaret. Al estar con Él, observando lo que hace y escuchando sus palabras, han reconocido en Jesús al Mesías; y, viéndolo resucitado después de haber sido crucificado, han tenido la certeza de que Él, verdadero hombre, era al mismo tiempo verdadero Dios, el Hijo unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn 1,14).
      «El Verbo se hizo carne». Ante esta revelación, vuelve a surgir una vez más en nosotros la pregunta: ¿Cómo es posible? El Verbo y la carne son realidades opuestas; ¿cómo puede convertirse la Palabra eterna y omnipotente en un hombre frágil y mortal? No hay más que una respuesta: el Amor. El que ama quiere compartir con el amado, quiere estar unido a él, y la Sagrada Escritura nos presenta precisamente la gran historia del amor de Dios por su pueblo, que culmina en Jesucristo.
      En realidad, Dios no cambia: es fiel a sí mismo. El que ha creado el mundo es el mismo que ha llamado a Abraham y que ha revelado el propio Nombre a Moisés: Yo soy el que soy… el Dios de Abraham, Isaac y Jacob… Dios misericordioso y piadoso, rico en amor y fidelidad (cf. Ex 3,14-15; 34,6). Dios no cambia, desde siempre y por siempre es Amor. Es en sí mismo comunión, unidad en la Trinidad, y cada una de sus obras y palabras tienden a la comunión. La encarnación es la cumbre de la creación. Cuando, por la voluntad del Padre y la acción del Espíritu Santo, se formó en el regazo de María Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, la creación alcanzó su cima. El principio ordenador del universo, el Logos, comenzó a existir en el mundo, en un tiempo y en un lugar.
      «El Verbo se hizo carne». La luz de esta verdad se manifiesta a quien la acoge con fe, porque es un misterio de amor. Sólo los que se abren al amor son cubiertos por la luz de la Navidad. Así fue en la noche de Belén, y así también es hoy. La encarnación del Hijo de Dios es un acontecimiento que ha ocurrido en la historia, pero que al mismo tiempo la supera. En la noche del mundo se enciende una nueva luz, que se deja ver por los ojos sencillos de la fe, del corazón manso y humilde de quien espera al Salvador. Si la verdad fuera sólo una fórmula matemática, en cierto sentido se impondría por sí misma. Pero si la Verdad es Amor, pide la fe, el “sí” de nuestro corazón.
      Y, en efecto, ¿qué busca nuestro corazón si no una Verdad que sea Amor? La busca el niño, con sus preguntas tan desarmantes y estimulantes; la busca el joven, necesitado de encontrar el sentido profundo de la propia vida; la busca el hombre y la mujer en su madurez, para orientar y apoyar el compromiso en la familia y en el trabajo; la busca la persona anciana, para dar cumplimiento a la existencia terrenal.
      «El Verbo se hizo carne». El anuncio de la Navidad es también luz para los pueblos, para el camino conjunto de la humanidad. El “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros, ha venido como Rey de justicia y de paz. Su Reino —lo sabemos— no es de este mundo, sin embargo, es más importante que todos los reinos de este mundo. Es como la levadura de la humanidad: si faltara, desaparecería la fuerza que lleva adelante el verdadero desarrollo, el impulso a colaborar por el bien común, al servicio desinteresado del prójimo, a la lucha pacífica por la justicia. Creer en el Dios que ha querido compartir nuestra historia es un constante estímulo a comprometerse en ella, incluso entre sus contradicciones. Es motivo de esperanza para todos aquellos cuya dignidad es ofendida y violada, porque Aquel que ha nacido en Belén ha venido a liberar al hombre de la raíz de toda esclavitud.
      Que la luz de la Navidad resplandezca de nuevo en aquella Tierra donde Jesús ha nacido e inspire a israelitas y palestinos a buscar una convivencia justa y pacífica. Que el anuncio consolador de la llegada del Emmanuel alivie el dolor y conforte en las pruebas a las queridas comunidades cristianas en Irak y en todo el Medio Oriente, dándoles aliento y esperanza para el futuro, y animando a los responsables de las Naciones a una solidaridad efectiva para con ellas. Que se haga esto también en favor de los que todavía sufren por las consecuencias del terremoto devastador y la reciente epidemia de cólera en Haití. Y que tampoco se olvide a los que en Colombia y en Venezuela, como también en Guatemala y Costa Rica, han sido afectados por recientes calamidades naturales.
      Que el nacimiento del Salvador abra perspectivas de paz duradera y de auténtico progreso a las poblaciones de Somalia, de Darfur y Costa de Marfil; que promueva la estabilidad política y social en Madagascar; que lleve seguridad y respeto de los derechos humanos en Afganistán y Pakistán; que impulse el diálogo entre Nicaragua y Costa Rica; que favorezca la reconciliación en la Península coreana.
      Que la celebración del nacimiento del Redentor refuerce el espíritu de fe, paciencia y fortaleza en los fieles de la Iglesia en la China continental, para que no se desanimen por las limitaciones a su libertad de religión y conciencia y, perseverando en la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, mantengan viva la llama de la esperanza. Que el amor del “Dios con nosotros” otorgue perseverancia a todas las comunidades cristianas que sufren discriminación y persecución, e inspire a los líderes políticos y religiosos a comprometerse por el pleno respeto de la libertad religiosa de todos.
      Queridos hermanos y hermanas, «el Verbo se hizo carne», ha venido a habitar entre nosotros, es el Emmanuel, el Dios que se nos ha hecho cercano. Contemplemos juntos este gran misterio de amor, dejémonos iluminar el corazón por la luz que brilla en la gruta de Belén.
      ¡Feliz Navidad a todos!

12/25/10

¿Qué celebramos en Navidad?


Juan Manuel de Prada



Hoy los cristianos nos entregamos a una fiesta que dista mucho de esa celebración vana que tratan de vendernos. Es la conmemoración de la reconciliación de Dios con el hombre

Chesterton escribió que celebramos un trastorno del universo, una inversión de nuestras categorías mentales. Adorar a Dios significaba hasta la Navidad elevar los ojos a un cielo inescrutable que nos sobrecogía con su inmensidad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa volver los ojos al suelo, incluso acostumbrarlos a la luz mortecina de una cueva, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas. Las manos que habían modelado las estrellas se convierten, de súbito, en unas manecitas diminutas; la grandeza infinita de Dios se torna fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre.
      Omnipotencia e indefensión, divinidad e infancia, que hasta entonces eran conceptos antípodas, se congregan de repente, formando una amalgama única que desafía las leyes físicas, que subvierte nuestras categorías mentales, que despatarra, en fin, el universo. A este despatarrarse del universo lo llamamos Navidad.

Pequeño entre los pequeños
      Nuestra fe, que para enfrentarse a la inmensidad misteriosa de Dios tenía que armarse de un telescopio, descubre de repente que requiere un microscopio para fijarse en ese Niño que manotea en el interior de una cueva. Dios, que habitaba el empíreo, se hace el más pequeño entre los pequeños; y tamaño cataclismo, que pone a prueba la capacidad de comprensión de los más sabios, es aceptado con naturalidad por los más sencillos.
      Son los pastores los que más prontamente adoran a ese niño nacido en una cueva; y lo hacen porque entienden —con esa intuición formidable que las gentes sencillas tienen para las cosas santas y sobrenaturales— que un Dios encumbrado en su trono de inaccesible majestad no puede ser el Dios que abrace su insignificancia.
      Su fe simplicísima, infantil si se quiere, ha soñado con un Dios como este, que acampe entre sus rebaños, que sea uno más entre ellos, padeciendo sus mismas zozobras, sus mismas necesidades elementales, su misma pobreza y laceria.
      Y, al acercarse a la cueva donde se ha consumado el prodigio, descubren que ese Dios hecho niño se amamanta a los pechos de su Madre, se refugia aterido en el regazo de su Madre, como cualquier niño en el mundo; y ese vínculo entre el Niño y la Madre acaba de completar el cataclismo de la Navidad: Dios deja de ser una entidad abstracta y autosuficiente, para convertirse en un Dios trémulo que se nutre y se cobija en una Madre, intercesora en nuestra relación con Él.
      Para hacerle una carantoña o un arrumaco, hay que acercarse a la Madre; para invocarlo, hace falta preguntar su nombre a la Madre; para cogerlo en brazos y achucharlo hay que solicitar permiso a la Madre.

Un trastorno universal
      Y este trastorno o cataclismo del universo que los pastores descubrieron alborozados es el mismo trastorno o cataclismo que los españoles hemos celebrado durante siglos, con la misma conmovida exultación de aquellos pastores.
      En la Navidad reconocemos la reconciliación de Dios con el hombre, reconocemos que nuestra humanidad —frágil, inerme, diminuta— ha sido revitalizada por ese retoño del tronco de David que quiso hacerse como uno de nosotros, que quiso que la excelsitud anidara en el barro con el que estamos hechos; y, como esa unidad de Dios con el hombre debe hacerse sensible, cantamos y reímos y montamos belenes y nos reunimos con nuestros familiares, rememorando que el Niño Dios fue acogido en una familia, como nosotros mismos lo fuimos.

La inocencia perdida
      Pero esa unidad sólo es posible en la fe y en la caridad; y tratar de reducirla a una unidad en la caridad (o en sus sucedáneos “solidarios”) es empeño inútil, o puro sentimentalismo huero, porque es tanto como privarla de su manantial originario.
      Por eso, tantos españoles sienten hoy, en medio de los regocijos navideños, una suerte de dolor sordo o sentimiento de amputación, que a veces se identifica con una nostalgia de la inocencia perdida; y por eso, cada vez más españoles, al reunirse con su familia en Navidad (o con el andrajo de familia que sobrevive, renqueante y entablillada, a los divorcios y demás catástrofes intestinas), se sienten como escindidos: porque el sentido originario de la fiesta (que es comunión de vidas y recepción de un don espiritual bajo el fundente de una misma fe) les ha sido arrebatado.
      Y, despojada de ese sentido originario, la Navidad deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en el aspaviento —disfrazado de algazara, atracón de turrones y vomitera nocturna— de quienes han dejado de beber en el único manantial del que brota la alegría perdurable.
      «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural», nos decía Chesterton. Quitadle a la Navidad su cataclismo sacro, ese despatarrarse del universo que trae el cielo a la tierra, y no encontraréis la verdadera fiesta, sino su remedo antinatural: consumismo bulímico, humanitarismo de pacotilla, torpe satisfacción de placeres primarios; correteos, en fin, de un gallo al que han arrancado la cabeza y que, mientras se desangra, bate las alas desesperadamente.

Frágil humanidad
       La Navidad es, ciertamente, una fiesta entrañable, porque Dios se mete en las entrañas de nuestra frágil humanidad; pero no es una fiesta pánfila o merengosa, como los falsificadores de la Navidad pretenden, atiborrándonos de sentimentalismos hueros.
      Ese cataclismo del universo que acaeció en una cueva de Belén, trastornando las jerarquías establecidas, no fue sólo celebrado por los pastores; también Herodes lo celebró... a su particular manera. Y la ira de Herodes, revolviéndose como un áspid contra ese Niño que viene a quitarle el cetro, es trasunto de la ira de otro monarca de rango superior, que había conseguido que la criatura humana se envileciese con el pecado, y que, con perplejidad y ofendido pasmo, descubre que, pese a todo, Dios le concede una segunda oportunidad, metiéndose en sus entrañas, utilizando su naturaleza frágil y manchada como recipiente de su divinidad.
      La nueva alianza de Dios con el hombre, que se sella en la Cruz, se inicia en el vientre de una mujer; y el vientre de la mujer, donde se gesta nuestra vida inerme, se convertirá desde entonces en el epicentro de una batalla que se inicia en la Navidad y que se alargará, por los sucesivos crepúsculos de la historia, hasta que esa alianza se cumpla en plenitud, allá al final de los tiempos, con la compleción de las promesas parusíacas.
      Hasta entonces, las campanas de Navidad seguirán resonando como cañonazos en la noche, porque ese cataclismo que acaeció en una cueva de Belén es una batalla sin cuartel: «Pongo eterna enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya».
Feliz y sacra Navidad a todos.