6/29/10

La Iglesia en el mundo es una inmensa fuerza renovadora


Homilía del Papa durante las Vísperas de la Solemnidad de san Pedro y san Pablo



Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las Primeras Vísperas entramos en la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo. Tenemos la gracia de hacerlo en la Basílica Papal dedicada al Apóstol de los Gentiles, recogidos en oración ante su Tumba. Por ello, deseo orientar mi breve reflexión en la perspectiva de la vocación misionera de la Iglesia. En esta dirección van la tercera antífona de la salmodia que hemos rezado y la lectura bíblica. Las dos primeras antífonas están dedicadas a Pedro, la tercera a san Pablo, y dice: “Tu eres el mensajero de Dios, Pablo apóstol santo: anunciaste la verdad en el mundo entero”. Y en la Lectura breve, tomada del discurso inicial de la Carta a los Romanos, Pablo se presenta como “llamado el Apóstol, y elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios” (Rm 1,1) La figura de Pablo – su persona y su ministerio, toda su existencia y su duro trabajo por el Reino de Dios – están completamente dedicadas al servicio del Evangelio. En estos textos se advierte un sentido de movimiento, donde el protagonista no es el hombre, sino Dios, el soplo del Espíritu Santo, que empuja al Apóstol por los caminos del mundo para llevar a todos la Buena Noticia: las promesas de los profetas se han cumplido en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Saulo ya no existe, existe Pablo, aún más, existe Cristo que vive en él (cfr Gal 2,20) y quiere llegar a todos los hombres. Por tanto si la fiesta de los Santos Patronos de Roma evoca la doble tensión típica de esta Iglesia, a la unidad y a la universalidad, el contexto en que nos encontramos esta tarde nos llama a privilegiar la segunda, dejándonos, por así decirlo, “arrastrar” por san Pablo y por su extraordinaria vocación.
El Siervo de Dios Giovanni Battista Montini, cuando fue elegido Sucesor de Pedro, en plena celebración del Concilio Vaticano II, eligió llevar el nombre del Apóstol de los gentiles. Dentro de su programa de actuación del Concilio, Pablo VI convocó en 1974 la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la evangelización del mundo contemporáneo, y casi un año después publicó la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, que se abre con estas palabras: “El compromiso de anunciar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, animados por la esperanza pero, al mismo tiempo, a menudo, turbados por el miedo y por la angustia, es sin duda un servicio hecho no sólo a la comunidad cristiana, sino también a toda la humanidad” (n. 1). Impresiona la actualidad de estas expresiones. Se percibe en ellas toda la particular sensibilidad misionera de Pablo VI y, a través de su voz, el gran anhelo conciliar a la evangelización del mundo contemporáneo, anhelo que culmina en el Decreto Ad gentes, pero que permea todos los documentos del Vaticano II y que, antes aún, animaba los pensamientos y el trabajo de los Padres conciliares, reunidos para representar de modo más tangible que nunca la difusión mundial alcanzada por la Iglesia.
No hay palabras para explicar cómo el Venerable Juan Pablo II, en su largo pontificado, desarrolló esta proyección misionera, la cual – hay que recordar siempre – responde a la misma naturaleza de la Iglesia, la cual, con san Pablo, puede y debe repetir siempre: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9,16). El Papa Juan Pablo II representó “en vivo” la naturaleza misionera de la Iglesia, con los viajes apostólicos y con la insistencia de su Magisterio sobre la urgencia de una “nueva evangelización”: “nueva” no en los contenidos, sino en el empuje interior, abierto a la gracia del Espíritu Santo que constituye la fuerza de la ley nueva del Evangelio y que renueva siempre a la Iglesia; “nueva” en la búsqueda de modalidades que correspondan a la fuerza del Espíritu Santo y que sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones; “nueva” porque es necesaria incluso en países que ha recibieron el anuncio del Evangelio. A todos es evidente que mi Predecesor dio un impulso extraordinario a la misión de la Iglesia, no solo – repito – por las distancias que recorrió, sino sobre todo por el genuino espíritu misionero que le animaba y que nos dejó en herencia en el alba del tercer milenio.
Recogiendo esta herencia, pude afirmar, al inicio de mi ministerio petrino, que la Iglesia es joven, abierta al futuro. Y lo repito hoy, cerca del sepulcro de san Pablo: la Iglesia es en el mundo una inmensa fuerza renovadora, no ciertamente por sus fuerzas, sino por la fuerza del Evangelio, en el que sopla el Espíritu Santo de Dios, el Dios Creador y redentor del mundo. Los desafíos de la época actual están ciertamente por encima de las capacidades humanas: lo están los retos históricos y sociales, y con mayor razón los espirituales. Nos parece a veces a nosotros los Pastores de la Iglesia revivir la experiencia de los Apóstoles, cuando miles de personas necesitadas seguían a Jesús, y Él preguntaba: ¿qué podemos hacer por toda esta gente? Ellos entonces experimentaban su impotencia. Pero precisamente Jesús les había demostrado que con la fe en Dios nada es imposible, y que pocos panes y peces, bendecidos y compartidos, podían saciar a todos. Pero no había – y no hay – sólo hambre de alimento material: existe un hambre más profunda, que sólo Dios puede saciar. También el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo. Por esto Juan Pablo II escribió: “La misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia, está aún muy lejos de su cumplimiento”, y añadió: “una mirada en conjunto a la humanidad demuestra que esta misión está aún en sus inicios y que debemos empeñarnos con todas las fuerzas en su servicio” (Enc. Redemptoris missio, 1). Hay regiones del mundo que aún esperan una primera evangelización; otras, que la recibieron, necesitan un trabajo más profundo; otras aún en las que el Evangelio echó raíces durante muchos siglos, dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en la que en los últimos siglos – con dinámicas complejas – el proceso de secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia.
En esta perspectiva, he decidido crear un nuevo Organismo, en la forma de “Consejo Pontificio”, con la tarea principal de promover una renovada evangelización en los países donde ya resonó el primer anuncio de la fe y están presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están viviendo una progresiva secularización de la sociedad y una especie de “eclipse del sentido de Dios”, que constituyen un desafío a encontrar los medios adecuados para volver a proponer la perenne verdad del Evangelio de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, el reto de la nueva evangelización interpela a la Iglesia universal, y nos pide también proseguir con empeño en la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos. Un signo elocuente de esperanza en este sentido es la costumbre de las visitas recíprocas entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla con ocasión de las fiestas de sus respectivos santos patronos. Por esto acogemos hoy con renovada alegría y reconocimiento la Delegación enviada por el Patriarca Bartolomé I, al cual dirigimos el saludo más cordial. Que la intercesión de los santos apóstoles Pedro y Pablo obtenga a la Iglesia entera fe ardiente y valor apostólico, para anunciar al mundo la verdad de la que todos tenemos necesidad, la verdad que es Dios, origen y fin del universo y de la historia, Padre misericordioso y fiel, esperanza de vida eterna. Amén.

6/28/10

Dios, “Persona viva y cercana que nos ama y pide ser amada”


Benedicto XVI ayer durante el rezo del Ángelus



¡Queridos hermanos y hermanas!
Las lecturas bíblicas de la santa Misa de este domingo me dan la oportunidad de retomar el tema de la llamada de Cristo y de sus exigencias, tema al que me referí también hace una semana, con motivo de las Ordenaciones de los nuevos presbíteros de la Diócesis de Roma. En efecto, quien tiene la suerte de conocer un joven o una chica que deja su familia de origen, los estudios o el trabajo para consagrarse a Dios, sabe bien de lo que se trata, porque tiene delante un ejemplo vivo de respuesta radical a la vocación divina. Ésta es una de las experiencias más bellas que se hacen en la Iglesia: ver, tocar con la mano la acción del Señor en la vida de las personas; experimentar que Dios no es una entidad abstracta, sino una Realidad tan grande y fuerte como para llenar de una manera superabundante el corazón del hombre, une Persona viva y cercana, que nos ama y pide ser amada.
El evangelista Lucas nos presenta a Jesús que, mientras camina por el camino, directo a Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente jóvenes, que prometen seguirlo donde quiera que vaya. Con ellos Él se muestra muy exigente, advirtiéndoles que “el Hijo del hombre -es decir Él, el Mesías- no tiene donde reclinar su cabeza”, es decir que no tiene una casa propia estable, y que quien escoge trabajar con Él en el campo de Dios ya no puede echarse atrás (cfr Lc 9,57-58.61-62). A otro en cambio Cristo mismo le dice: “Sígueme”, pidiéndole un corte neto con los vínculos familiares (cfr Lc 9,59-60). Estas exigencias pueden parecer demasiado duras, pero en realidad expresan la novedad y la prioridad absoluta del Reino de Dios que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo. En última instancia, se trata de esa radicalidad que le es debida al Amor de Dios, al cual Jesús mismo obedece primero. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como “caminar según el Espíritu” (cfr Gal 5,16). “Cristo nos ha liberado por la libertad!” -escribe el Apóstol- y explica que esta nueva forma de libertad adquirida para nosotros por Cristo consiste en estar “al servicio los unos de los otros” (Gal 5,1.13). ¡Libertad y amor coinciden! Al contrario, obedecer al propio egoísmo conduce a rivalidades y conflictos.
Queridos amigos, llega a término el mes de junio, caracterizado por la devoción al Sagrado Corazón de Cristo. Precisamente en la fiesta del Sagrado Corazón renovamos con los sacerdotes del mundo entero nuestro compromiso de santificación. Hoy querría invitar a todos a contemplar el misterio del Corazón divino-humano del Señor Jesús, para sacar agua de la fuente misma del Amor de Dios. Quien fija su mirada en ese Corazón atravesado y siempre abierto por amor a nosotros, siente la verdad de esta invocación: “Sé tú, Señor, mi único bien” (Salmo resp.), y está listo para dejarlo todo por seguir al Señor. Oh María, que has correspondido sin reservas a la divina llamada, ruega por nosotros!
Cuatrocientos mil sacerdotes y, sin embargo, un único Sacerdote

Cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Québec



"Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús" (Hechos 1, 13-14)

Queridos amigos:

El Santo Padre Juan Pablo II amaba particularmente esta escena de los Hechos de los Apóstoles. Se sumergía literalmente en contemplación, en la conciencia de pertenecer a este misterio con toda la Iglesia y de modo especial con los sacerdotes. Desde el Cenáculo de Jerusalén, él les dirigía este mensaje:
Desde este lugar santo me surge espontáneamente pensar en vosotros en las diversas partes del mundo, con vuestro rostro concreto, más jóvenes o más avanzados en años, en vuestros diferentes estados de ánimo: para tantos, gracias a Dios, de alegría y entusiasmo; y para otros, de dolor, cansancio y quizá de desconcierto. En todos quiero venerar la imagen de Cristo que habéis recibido con la consagración, el «carácter» que marca indeleblemente a cada uno de vosotros. Éste es signo del amor de predilección, dirigido a todo sacerdote y con el cual puede siempre contar, para continuar adelante con alegría o volver a empezar con renovado entusiasmo, con la perspectiva de una fidelidad cada vez mayor" (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo del año 2000).
Este mensaje formulado en el cenáculo de Jerusalén, la ciudad santa por excelencia, nos interpela en esta primera basílica mariana de la cristiandad y en esta hora bendita del Año Sacerdotal. Nos recuerda el amor de predilección que nos eligió y nos reúne en oración en el cenáculo, como los Apóstoles permanecieron en oración con María después de la Resurrección, en la espera de que se cumpliera la promesa del Señor: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hechos 1, 8).
San Ireneo de Lyón describe esta fuerza del Espíritu que ha atravesado los siglos:
"El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios. A su vez, el Señor lo ha donado a la Iglesia, enviando al Paráclito sobre toda la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado Satanás como un rayo" (Contra las herejías).
El día de mi ordenación sacerdotal, después de la imposición de manos, yo quedé impresionado por una palabra de San Pablo para el resto de mis días: "Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús" (Fil. 3, 12). Ordenado sacerdote en 1968, comencé mi ministerio en una atmósfera de contestación general que habría podido hacer desviar o incluso interrumpir mi carrera, como ocurrió en aquel período para muchos sacerdotes y religiosos. La experiencia misionera, la amistad sacerdotal y la cercanía de los pobres me ayudaron a sobrevir a la agitación de los años postconciliares.
Hoy somos testigos de la irrupción de una ola de contestación sin precedentes sobre la Iglesia y el sacerdocio, tras la revelación de escándalos de los que debemos reconocer la gravedad y reparar con sinceridad las consecuencias. Pero más allá de las necesarias purificaciones merecidas por nuestros pecados, también hay que reconocer en el momento presente una abierta oposición a nuestro servicio de la verdad y también los ataques desde el exterior y desde el interior que buscan dividir a la Iglesia. Nosotros rezamos juntos por la unidad de la Iglesia y por la santificación de los sacerdotes, estos heraldos de la Buena Noticia de la salvación.
En el auténtico espíritu del Concilio Vaticano II, nos recogemos en la escucha de la Palabra de Dios, como los padres conciliares que nos han dado la Constitución Dei Verbum: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn.1, 2-3).
Queridos amigos, una gran figura sacerdotal nos acompaña y nos guía en esta meditación, el santo Cura de Ars, declarado patrono de todos los sacerdotes, por la gracia de Dios y la sabiduría de la Iglesia.
San Juan María Vianney confesó a la Francia arrepentida, desgarrada y atormentada por la Revolución y de lo que allí surgió. Fue un sacerdote ejemplar y un pastor lleno de celo. Puso la oración en el corazón de la vida sacerdotal. "Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con Él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada". "Oh Dios mío, si mi lengua no pudiera decir que te amo en cada instante, quiero que mi corazón te lo repita tantas veces cuantas respiro".
Estamos aquí, en gran número, en esta Basílica, con María, madre de Jesús y madre nuestra. Juntos "adoramos al Padre en espíritu y en verdad por la mediación del Hijo que hace descender sobre el mundo, de parte del Padre, las bendiciones celestiales" (San Cirilo de Alejandría). A través de la fe, estamos unidos a todos los sacerdotes del mundo en comunión fraterna, bajo la guía de nuestro Santo Padre el Papa Benedicto XVI, a quien agradecemos desde lo profundo del corazón por haber convocado este Año Sacerdotal.
El misterio del sacerdocio
La Iglesia Católica cuenta hoy con 408.024 sacerdotes distribuidos en los cinco continentes. 400.000 sacerdotes: es mucho y es poco para más de mil millones de católicos. 400.000 sacedotes y, sin embargo, un solo Sacerdote, Jesucristo, el único medidador de la Nueva Alianza, aquel que presentó "súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión" (Heb. 5, 7).
A causa de la desobediencia, el hombre pecador ha perdido desde los orígenes la gracia de la filiación divina. Es por eso que los hombres nacen privados de la gracia original. Era necesario que esta gracia fuese restaurada por la obediencia de Jesucristo: "Aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Heb 5).
Este único y gran Sacerdote está en la cima del calvario como un nuevo Moisés, sosteniendo el combate de las fuerzas del amor contra las fuerzas del mal. Con los brazos clavados a la cruz de nuestras iglesias, pero los ojos abiertos como el crucifijo de San Damián, Él pronuncia sobre la Iglesia, sobre el mundo y sobre el universo entero, la gran Epíclesis.
Luego, en cada Eucaristía, la inmensa epíclesis de Pentecostés escucha y corona la invocación de la cruz. Cristo, con los brazos extendidos entre cielo y tierra, recoge todas las miserias y todas las intenciones del mundo. Él transforma en ofrenda agradable todo el dolor, todos los rechazos y todas las esperanzas del mundo. En un único Acto de Amor infinito, Él presenta al Padre el trabajo de los hombres, los sufrimientos de la humanidad y los bienes de la tierra. En Él, "todo está cumplido". El sacrificio de amor del Hijo satisface todas las exigencias de amor de la Nueva Alianza. Su descenso a los infiernos, hasta las profundidades extremas de la noche, hace resonar la Palabra de Dios, la Palabra del Padre, que proclama hasta los confines del universo: "Tú eres mi Hijo muy amado, en ti tengo puesta toda mi predilección" (Mc 1, 11).
De este modo, el Padre responde a la oración del Hijo: "Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera" (Jn 17, 5). No pudiendo negar nada a su Hijo, el Padre hace descender sobre él el don último de la gloria, el don del Espíritu Santo, según la palabra de san Juan Evangelista y la interpretación que da de ella san Gregorio de Nisa.
De aquí el Evangelio de Dios proclamado por Pablo a los Romanos, "acerca de su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, nacido de la estirpe de David según la carne, y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). Resurrección de Cristo: revelación suprema del misterio del Padre, confirmación de la gloria del Hijo, fundamento de la creación y de la salvación.
La Iglesia de Dios lleva este Evangelio de Dios a todo el mundo desde sus orígenes, en el poder del Espíritu Santo. De esto, nosotros somos testigos.
Queridos hermanos sacerdotes, la Iglesia es el sacramento de la salvación. En ella, nosotros somos el sacramento de este gran Sacerdote de los bienes presentes y futuros. Hemos nacido del intercambio de amor entre las Personas divinas y el Cristo-Sacerdote ha puesto sobre nosotros su celestial y gloriosa impronta. Habitados y poseídos por Él, elevamos a Dios Padre la súplica y el grito de la humanidad sufriente. Por Él, con Él y en Él, en comunión con el pueblo de Dios, reconocemos el misterio que nos es propio y damos gracias a Dios.
400.000 sacerdotes y, sin embargo, un único Sacerdote. Por el poder del Espíritu Santo, el Resucitado une a sí ministros de su Palabra y de su ofrenda. Por medio nuestro, Él permanece presente como el primer día y aún más que en el primer día ya que ha prometido que nosotros haríamos cosas más grandes. Cristo iba al encuentro de sus hermanos y sus hermanas caminando hacia la Cruz. Nosotros, sus ministros, vamos hacia nuestros hermanos y hermanas en su Nombre y en su poder de Resucitado. Nosotros estamos aferrados a Cristo, plenitud de la Palabra, y enviados por todos los caminos del mundo sobre las alas del Espíritu.
"Por lo tanto - escribe Benedicto XVI -, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz" (Audiencia general, 14 de abril de 2010).
El Espíritu Santo garantiza nuestra unidad de ser y de obrar con el Único Sacerdote, aunque sigamos siendo 400.000. Él es quien hace de la multitud una sola grey, un solo Pastor. Ya que si el sacramento del sacerdocio es multiplicado, el misterio del sacerdocio permanece único e idéntico, como las hostias consagradas son múltiples pero único e idéntico es el Cuerpo del Hijo de Dios presente en ellas.
Benedicto XVI señala las consecuencias espirituales y pastorales de esta unidad: "Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna»" (Audiencia general, 14 de abril de 2010).
Que nosotros podamos, queridos amigos, conservar una conciencia viva de actuar in persona Christi, en la unidad de la Persona de Cristo. Sin esto, el alimento que ofrecemos a los fieles pierde el gusto del misterio y la sal de nuestra vida sacerdotal se vuelve insípida. Que nuestra vida conserve el sabor del misterio y, por eso, sea en primer lugar una amistad con Cristo: "Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas" (Jn. 21, 15). Vivida en este amor, la misión del sacerdote de apacentar las ovejas será entonces realizada en el Espíritu del Señor y en la unidad con el Sucesor de Pedro.
El Espíritu Santo, la Virgen María y la Iglesia
Busquemos ahora el secreto y desconocido fundamento de la santidad sacerdotal allí donde convergen todos los misterios del sacerdocio: en la intimidad espiritual de la Madre del Hijo en la que reina el Espíritu de Dios.
Sobre las agua de la creación primordial, el Espíritu aletea y hace surgir el orden y la vida. El salmista se hace eco de esta maravilla cantando: "Oh Señor, nuestro Dios, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (Sal 8, 2). A lo largo de toda la historia de la salvación, el Espíritu desciende sobre patriarcas y profetas, reuniendo al Pueblo elegido en torno a la Promesa y a las "diez Palabras" de la Alianza. El profeta Isaías se hace eco de esta historia santa: "¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia!" (Is 52, 7).
En la casa de Nazareth, el Espíritu cubre a la Virgen con su sombra para que dé a luz al Mesías. María adhiere con todo su ser: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Ella acompaña al Verbo encarnado en el curso de su vida terrena; camina con Él en la fe, a menudo sin comprender, sin dejar nunca de otorgar el asentimiento sin condiciones y sin límites que había dado de una vez para siempre al Ángel de la Anunciación.
Bajo la cruz está de pie, en silencio, aceptando sin comprender la muerte de su Hijo, asistiendo dolorosamente a la muerte de la Palabra de vida que había dado a luz.
El Espíritu la tiene en este sí "nupcial" que desposa el destino del Cordero inmolado. La Virgen de los dolores es la Esposa del Cordero. En ella y por ella, toda la Iglesia es asociada al sacrificio del Redentor. En ella y por ella, en la unidad del Espíritu, toda la Iglesia es bautizada en la muerte de Cristo y participa en su resurrección.
Estamos aquí con ella en el cenáculo, nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, nacidos de su maternidad espiritual y animados por la fe en la victoria de la Palabra sobre la muerte y el infierno. Estamos aquí para implorar con un solo corazón la venida del Reino de Dios, la revelación de los hijos de Dios y la glorificación de todas las cosas en Dios (cfr. Rm 8, 19).
Nuestra santidad sacerdotal en y con Cristo está envuelta en la unidad de la Madre y del Hijo, en la unión indisoluble del Cordero inmolado y de la Esposa del Cordero. No olvidemos que la sangre redentora del Sumo Sacerdote proviene del seno inmaculado de María que le ha dado vida y que se ofrece con Él. Esta sangre purísima nos purifica, esta sangre de Cristo "que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios" (Heb 9, 14).
"Todas las buenas obras juntas - escribe el Cura de Ars - no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación: es el sacrificio que el hombre hace de su vida a Dios; pero la Misa es el Sacrificio que Dios ofrece al hombre de Su Cuerpo y de Su Sangre"
La grandeza y la santidad del sacerdote derivan de esta obra divina. Nosotros no ofrecemos a Dios una obra humana; nosotros ofrecemos Dios a Dios. "¿Cómo puede ser esto?", podríamos preguntar con María, haciéndonos eco de la pregunta que ella hizo al Ángel. "Nada es imposible para Dios" (Lc 1, 37) fue la respuesta dada a la Virgen con el signo tangible de la fecundidad de Isabel. Recibamos y hagamos nuestra esta respuesta, con María, para que "no vivamos ya para nosotros mismos sino para Él, que por nosotros murió y resucitó" (Plegaria Eucarística IV). "Nada es imposible para Dios". El Evangelio nos dice en otro punto: "Todo es posible para el que cree" (Mc. 9, 23).
"Los sacerdotes están en una relación de especial alianza con la santísima Madre de Dios - escribe San Juan Eudes -. Así como el eterno Padre la ha hecho partícipe de su divina paternidad, del mismo modo dona a los sacerdotes formar a este mismo Jesús en la santa Eucaristía y en el corazón de los fieles. Así como el Hijo la ha hecho cooperadora en la obra de la redención del mundo, así los sacedotes son sus cooperadores en la obra de la salvación de las almas. Así como el Espíritu Santo la ha asociado en aquella obra maestra que es el misterio de la Encarnación, así se asocia a los sacerdotes para una continuación de este misterio en cada cristiano mediante el bautismo...".
Virgen María, Mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve! En tu santa compañía, Madre de misericordia, nosotros bebemos de la fuente del amor. Nuestros corazones sedientos y nuestras almas inquietas tienen acceso, a traves de ti, a la habitación nupcial de la Nueva Alianza. "He aquí que los sacerdotes, al poseer una alianza tan estrecha y una conformidad tan maravillosa con la Madre del supremo Sacerdote - añade San Juan Eudes -, tienen vínculos especialísimos de amor hacia ella, de honrarla y de revestirse de sus virtudes y sus disposiciones. Entrad en el deseo de tender a esto con todo vuestro corazón. Ofrecéos a ella y pedidle que os ayude con fuerza".
Epíclesis sobre el mundo
"Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva" (Jn. 4, 10). El Espíritu del Señor es un agua viva, un soplo vital, pero es también un fuerte viento que sacude la casa, una alegre paloma portadora de paz, un fuego que arde, una luz que rompe las tinieblas, una energía creadora que cubre con su sombra a la Iglesia.
De un extremo al otro de las Sagradas Escrituras, el Dios de la Alianza se revela como un Esposo que quiere donar todo y donarse a sí mismo, a pesar de los límites y los errores de la humanidad pecadora, su Esposa. El Dios celoso y humillado no se cansa de buscar a la esposa vagabunda e idólatra hasta el día bendito de las bodas del Cordero. Es por eso que la esperanza del don de Dios nunca falla: "El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven!», y el que escucha debe decir: « ¡Ven!». Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida" (Ap 22, 17).
Sí, Padre, nosotros te damos gracias porque Tú ya derramas tu agua viva sobre la tierra en el corazón de los más pobres entre los pobres, gracias a la incansable dedicación de todas estas almas consagradas que hacen de su existencia un sacramento de tu amor gratuito.
Oh, Padre de todas las gracias, por la luz inaccesible en la que habitas y en la que somos introducidos por el Espíritu, con Jesús y María, nosotros te pedimos consumirnos en la unidad consagrándonos en la verdad.
Infunde tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre toda carne, el Espíritu de verdad que regenera la fe, el Espíritu de libertad que resucita la esperanza, el Espíritu de amor que hace a la Iglesia santa, creíble, atrayente y misionera.
¡Venga tu Reino! Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Tu voluntad salvífica realizada en tu Hijo crucificado y glorificado se realice también en nosotros, sacerdotes de la Nueva Alianza, y en las almas confiadas a nuestro ministerio.
"Con el Espíritu Santo - escribe san Basilio el Grande - llega nuestra readmisión al Paraíso, el retorno a la condición de hijos, la audacia de llamar a Dios Padre, el llegar a ser partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la luz, el compartir la gloria eterna".
"Si, por lo tanto, queréis vivir del Espíritu Santo - escribe san Agustín -, conservad la caridad, amad la verdad, desead la unidad, y alcanzaréis la eternidad".
Nosotros, pobres pecadores, llevamos dentro las heridas de la humanidad desgarrada por los crímenes, por las guerras y por las tragedias. Nosotros confesamos los pecados del mundo en su crudeza y en su miseria con Jesús crucificado, convencidos de que la gracia y la verdad hacen libres. Nosotros confesamos los pecados en la Iglesia, sobre todo aquellos que son motivo de escándalo y de alejamiento de los fieles y de aquellos que no creen.
Por encima de todo, nosotros confesamos, Señor, tu Amor y tu Misericordia que se irradia desde tu corazón eucarístico y por la absolución de los pecados que nosotros damos a los fieles.
El Santo Padre nos los ha recordado abundantemente en todo el desarrollo de este Año Sacerdotal:
"Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32)". (Discurso a los participantes en un curso sobre fuero interno, 10 de marzo de 2010).
San Juan María Vianney nos lo repite a su manera:
"El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!"
En el altar del Sacrificio, en unión con María, ofrecemos a Cristo al Padre y nos ofrecemos nosotros mismos con Él. Somos conscientes, queridos amigos, de que al celebrar la Eucaristía no realizamos una obra humana sino que ofrecemos Dios a Dios. ¿Cómo puede ser esto?, se podría objetar. Es posible mediante la fe, ya que la fe nos da a Dios. La fe nos da también a Dios. De alguna manera, nosotros disponemos de Dios como Él dispone de nosotros. Aquel que los filósofos designan como el Totalmente Otro y el Inaccesible por excelencia ha querido nacer y vivir entre nosotros, hombre entre los hombres, en virtud de una Sabiduría que es escándalo para los judíos y locura para los paganos (cfr. 1 Cor 1, 23). En su divina compañía, nos asemejamos a veces a niños despreocupados y rebeldes que se acercan a tesoros, prontos a derrocharlos como si nada fuese.
¡Qué abismo es el misterio del sacerdocio! ¡Qué maravillas el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial! Estos misterios sacramentales remiten finalmente al misterio del Dios uno y trino. La ofrenda sacrificial de Cristo redentor es, en el fondo, la eterna Eucaristía del Hijo que responde al Amor del Padre en nombre de toda la creación. Nosotros estamos asociados a este misterio por el Espíritu de nuestro bautismo que nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1, 4). El Espíritu hace que los bautizados vivan de la filiación divina y que los sacerdotes resplandezcan por la paternidad divina; los dos se unen en una común epíclesis que irradia sobre el mundo la alegría del Espíritu. "Para que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste" (Jn. 17, 21).
Reunidos en el Cenáculo, invocando al Espíritu Santo con María, en comunión fraterna, oramos por la unidad de la Iglesia. El escándalo permanente de la división de los cristianos, las recurrentes tensiones entre clérigos, laicos y religiosos, la laboriosa armonización de los carismas, la urgencia de una nueva evangelización, todas estas realidades piden sobre la iglesia y sobre el mundo un nuevo Pentecostés.
Un nuevo Pentecostés, en primer lugar, sobre los obispos y sus sacerdotes para que el Espíritu de santidad recibido con la ordenación produzca en ellos nuevos frutos, en el espíritu auténtico del Concilio Vaticano II. El decreto Presbyterorum Ordinis ha definido la santidad sacerdotal partiendo de la caridad pastoral y de las exigencias de unidad del presbyterium:
"La caridad pastoral exige que los presbíteros, para no correr en vano, trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo" (PO 14).
Actualmente, como en los orígenes de la Iglesia, los desafíos de la evangelización están acompañados por la prueba de las persecuciones. Recordemos que la credibilidad de los discípulos de Cristo se mide en el amor recíproco que les permite convencer al mundo (cfr. Jn. 13, 35; Jn. 16, 8). "Más aún - dice san Pablo a los Romanos -, nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom. 5, 3-5).
Acción de gracias Trinitaria
Queridos amigos, demos gracias a Dios por el don insigne del sacerdocio de la Nueva Alianza. Desde el momento en que somos asociados al sacrificio del Cordero inmolado, nosotros entramos en contacto con la plenitud de la fe que abre los misterios de la vida eterna. Junto con María dejémonos llevar por el Espíritu con el coro de los ángeles en la alabanza de la gloria del Dios tres veces santo. "Que Él nos transforme en ofrenda permanente" (Plegaria Eucarística III).
"Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios, y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti". San Juan María Vianney, patrono de todos los sacerdotes, nos guíe en el seguimiento de Cristo por el camino de la intimidad con el Padre en el gozo del Espíritu Santo, nos conserve en la alegría del servicio de Dios.
Siguiendo su ejemplo, amemos a Dios con todo nuestro corazón en la unidad del Espíritu Santo y amemos también a la Iglesia que es su morada en la tierra:
"Recibimos también nosotros - escribe san Agustín - el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si somos compañeros en la caridad, si nos alegramos de poseer el nombre de católico y la fe católica. Creedlo, hermanos: en la medida en que uno ama a la Iglesia, posee el Espíritu Santo".
El Siervo de Dios Juan Pablo II resumía en dos palabras su existencia sacerdotal en el seguimiento de Cristo: Don y Misterio. Don de Dios, Misterio de comunión. Sus grandes brazos abiertos para abrazar al mundo entero permanecen grabados en nuestra memoria. Son para nosotros el ícono de Cristo, Sacerdote y Pastor, remitiendo sin cesar nuestro espíritu a lo esencial, el Cenáculo, donde los Apóstoles con María esperan y reciben el Espíritu Santo, en la alegría y en la alabanza, en nombre de la humanidad entera. ¡Amén!

6/25/10

La vocación de la clausura no es mérito propio


Homilía del Papa en el Monasterio de Santa María del Rosario de Monte Mario



Queridas hermanas:
Dirijo a cada una de vosotras las palabras del Salmo 124 (125), que acabamos de rezar: “Colma de bienes, Señor, a los buenos y a los rectos de corazón" (v. 4). Os saludo sobre todo con este augurio: está sobre vosotras la bondad del Señor. En particular, saludo a vuestra Madre Priora, y le agradezco de corazón las amables expresiones que me ha dirigido en nombre de la comunidad. Con gran alegría acogí la invitación a visitar este Monasterio, para poder detenerme con vosotras a los pies de la imagen de la Virgen acheropita de san Sixto, ya protectora de los monasterios romanos de Santa María in Tempulo y de San Sixto.
Hemos rezado juntos la Hora Media, una pequeña parte de esta Oración Litúrgica que, como claustrales, marca los ritmos de vuestras jornadas y os hace intérpretes de la Iglesia-Esposa, que se une, de forma especial, con su Señor. Para esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación cotidiana en el Sacrificio Eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y llena de frutos, no sólo en orden al camino de santificación y de purificación, sino también respecto a ese apostolado de intercesión que lleváis a cabo por toda la Iglesia, para que pueda aparecer pura y santa en presencia del Señor. Vosotras, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación esta puede obtener en la Iglesia.
Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar en el que poder morar en el Señor; esta es para vosotros la Nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor para alabar el nombre del Señor (cfr Sal 121,4). Sed agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin mérito alguno vuestro. Con Isaías podéis afirmar “el Señor me plasmó desde el seno materno" (Is 49,5). Antes aún de que nacieseis, el Señor había reservado para Sí vuestro corazón para poderlo llenar de su amor. A través del sacramento del Bautismo habéis recibido en vosotras la Gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente. La forma de vida contemplativa, que de las manos de santo Domingo habéis recibido en la modalidad de la clausura, os coloca, como miembros vivos y vitales, en el corazón del cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y como el corazón hace circular la sangre y mantiene con vida al cuerpo entero, así vuestra existencia escondida con Cristo, entretejida de trabajo y de oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para cada hombre al que el Señor redimió con su Sangre.
Es a esta fuente inagotable a la que vosotras os acercáis con la oración, presentando en presencia del Altísimo las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos en dificultad, la vida descarriada de cuantos se alejan del Señor. ¿Cómo no moverse a compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida suceda el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el Reino de Dios se instaure en el corazón del cada hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio (cfr Ep. 130, 18-20); por ello, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón permanece pie, no deja nunca de desear y eleva siempre a Dios el himno de alabanza.
Reconoced por ello, queridas hermanas, que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos personales de oración, vuestro corazón sigue siendo guiado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestros corazones su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger al mismo Dios (cfr In O. Ev. tr. 40, 10). ¡Este es el horizonte de la peregrinación terrena! ¡Esta es vuestra meta! Por esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y en la renuncia a los bienes terrenos: para desear por encima de todo ese bien que no tiene igual, esa perla preciosa que merece la renuncia a cualquier otro bien para entrar en posesión suya.
Que podáis pronunciar cada día vuestro "sí" a los designios de Dios, con la misma humildad con que dijo su “si” la Virgen Santa. Ella, que en el silencio acogió la Palabra de Dios, os guíe en vuestra consagración virginal diaria, para que podáis experimentar en el ocultamiento la profunda intimidad vivida por Ella con Jesús. Invocando su protección maternal, junto con la de santo Domingo, santa Catalina de Siena y de los tantos santos y santas de la Orden Dominica, os imparto a todas una especial Bendición Apostólica, que extiendo de buen grado a las personas que se confían a vuestras oraciones.
Europa debe respetar la libertad religiosa


Declaración de la Conferencia Episcopal Española



DECLARACIÓN SOBRE LA EXPOSICIÓN
DE SÍMBOLOS RELIGIOSOS
CRISTIANOS EN EUROPA

Junto con otras conferencias episcopales y diversas instancias tanto estatales como sociales de todo el Continente, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, reunida cuando se espera una próxima resolución de la Corte europea sobre la exposición de símbolos religiosos en las escuelas estatales, desea subrayar la importancia de la cuestión para las convicciones religiosas de los pueblos y para las tradiciones culturales de Europa.
Gracias precisamente al cristianismo, Europa ha sabido afirmar la autonomía de los campos espiritual y temporal y abrirse al principio de la libertad religiosa, respetando tanto los derechos de los creyentes como de los no creyentes. Esto se ve más claro en nuestros días, cuando otras religiones se difunden entre nosotros al amparo de esa realidad.
La presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones y no pretende excluir a nadie. Al contrario, es expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad y como sostén para los que sufren y los necesitados, sin distinción de fe, raza o nación.
En la cultura y en la tradición religiosa cristianas, la cruz representa la salvación y la libertad de la humanidad. De la cruz surgen el altruismo y la generosidad más acendrados, así como una sincera solidaridad ofrecida a todos, sin imponer nada a nadie.
En consecuencia, las sociedades de tradición cristiana no deberían oponerse a la exposición pública de sus símbolos religiosos, en particular, en los lugares en los que se educa a los niños. De lo contrario, estas sociedades difícilmente podrán llegar a transmitir a las generaciones futuras su propia identidad y sus valores. Se convertirían en sociedades contradictorias que rechazan la herencia espiritual y cultural en la que hunden sus raíces y se cierran el camino del futuro. Ponerse en contra de los símbolos de los valores que modelan la historia y la cultura de un pueblo es dejarle indefenso ante otras ofertas culturales, no siempre benéficas, y cegar las fuentes básicas de la ética y del derecho que se han mostrado fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona.
El derecho a la libertad religiosa existe y se afirma cada vez más en los países de Europa. En algunos de ellos se permiten explícitamente otros símbolos religiosos, sea por ley o por su aceptación espontánea. Las iglesias y las comunidades cristianas favorecen el diálogo entre ellas y con otras religiones y actúan como parte integrante de sus respectivas realidades nacionales. En cuanto a los símbolos, existe en Europa una variedad de leyes y una diversa evolución social y jurídica positiva que debe ser respetada en el marco de una justa relación entre los Estados y las Instituciones europeas.
Sólo en una Europa en la que sean respetadas a la vez la libertad religiosa de cada uno y las tradiciones de cada pueblo y nación, podrán desarrollarse relaciones adecuadas entre las religiones y los pueblos, en justicia y en libertad.

6/24/10

Santo Tomás, maestro de vida

El Papa en la Audiencia General día 23

 

Queridos hermanos y hermanas:

Quisiera hoy completar, con una tercera parte, mis catequesis sobre santo Tomás de Aquino. Aún a más de setecientos años de distancia de su muerte, podemos aprender mucho de él. Lo recordaba también mi predecesor, el papa Pablo VI, quien, en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del séptimo centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: “Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?”. Y respondía así: “la confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, como él lo defendió, expuso, abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana" (Enseñanzas de Pablo VI, XII[1974], pp. 833-834). Y, en el mismo día, en Aquino, refiriéndose siempre a santo Tomás, afirmaba: “todos, cuantos somos hijos fieles de la Iglesia, podemos y debemos, al menos en alguna medida, ser sus discípulos" (Ibid., p. 836).

Pongámonos también nosotros en la escuela de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae. Ésta quedó incompleta, y con todo es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de un razonamiento compacto, en el que la aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe procede con claridad y profundidad, entretejiendo preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que viene de la Sagrada Escritura y de los Padre de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que son a menudo también preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la fe, resplandece y se nos hace accesible a nosotros, a nuestra reflexión. Este esfuerzo, sin embargo, de la mente humana – recuerda el Aquinate con su propia vida – está siempre iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede también comprender lo que dicen.

En la Summa de Teología, santo Tomás parte del hecho de que hay tres formas diversas del ser y de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas, por lo que todas las criaturas proceden y dependen de Él; después Dios está presente a través de su Gracia en la vida y en la actividad del cristiano, de los santos; finalmente, Dios está presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, y operante en los sacramentos, que brotan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta monumental obra (cfr. Jean-Pierre Torrell, La «Summa» di San Tommaso, Milano 2003, pp. 29-75), una búsqueda con “mirada teológica” de la plenitud de Dios (cfr. Summa Theologiae, Ia, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, e ilustrada por el mismo Doctor Communis – santo Tomás – con estas palabras: “El fin principal de la sagrada doctrina es el de hacer conocer a Dios, y no sólo en sí mismo, sino también en cuanto que es principio y fin de las cosas, y especialmente de la criatura racional. En el intento de exponer esta doctrina, trataremos en primer lugar de Dios; en segundo lugar, del movimiento de la criatura hacia Dios; y en tercer lugar, de Cristo, el cual, en cuanto hombre, es para nosotros camino para ir a Dios" (Ibid., I, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios será todo en todos.

La primera parte de la Summa Theologiae indaga por tanto sobre Dios en sí mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte encontramos también una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto que salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su amor. Por una parte somos un ser creado, dependiente, no venimos de nosotros mismos; por la otra, tenemos una verdadera autonomía, de modo que somos no solo algo aparente – como dicen algunos filósofos platónicos – sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.

En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, empujado por la Gracia, en su aspiración a conocer y a amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. En primer lugar, el Autor presenta los principios teológicos del actuar moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la Gracia de Dios a través de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, como también la ayuda que es ofrecida también por la ley moral. Por tanto el ser humano es un ser dinámico que se busca a sí mismo, intenta ser él mismo y busca, en este sentido, realizar actos que le construyen, le hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la Gracia y la propia razón, la voluntad y las pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás delinea la fisionomía del hombre que vive según el Espíritu y que se convierte, así, en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales – fe, esperanza y caridad – seguidas del agudo examen de más de cincuenta virtudes morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales – la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Termina después con la reflexión sobre las diversas vocaciones en la Iglesia.

En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo – el camino y la verdad – por medio del cual podemos volver a unirnos a Dios Padre. En esta sección escribe páginas hasta ahora no superadas sobre el Misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo después un amplio tratado sobre los siete Sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades de la creación, nos toca así en lo más íntimo.

Hablando de los Sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el Misterio de la Eucaristía, por el que tuvo una grandísima devoción, hasta el punto de que, según sus antiguos biógrafos, acostumbraba a acercar su cabeza al Tabernáculo, como para oír palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una obra suya de comentario a la Escritura, santo Tomás nos ayuda a entender la excelencia del Sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: "Siendo la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a Jesucristo que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, no siendo este otra cosa que la aplicación en nosotros de la Pasión del Señor" (In Ioannem, c.6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y otros santos celebraban la Santa Misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y gratitud.

Queridos hermanos y hermanas, en la escuela de los santos, ¡enamorémonos de este Sacramento! ¡Participemos en la Santa Misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales, alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la Gracia divina! ¡Entretengámonos de buen grado y con frecuencia, de tu a tu, en compañía del Santísimo Sacramento!

Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como en la Summa Theologiae, también la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma, predicó en la iglesia de Santo Domingo el Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones fue recogido y conservado: son los Opúsculos en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi del todo a la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho, en la catequesis y en la predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, no deberían faltar nunca estos argumentos fundamentales: lo que nosotros creemos, y ahí está el Símbolo de la fe; lo que nosotros rezamos, y ahí está el Padre Nuestro y el Ave María; y lo que nosotros vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, y ahí está la ley del amor de Dios y del prójimo y los Diez Mandamientos, como explicación de este mandato del amor.

Quisiera proponer algún ejemplo del contenido, sencillo, esencial y convincente, de la enseñanza de santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un germen de vida eterna; la vida recibe una orientación segura, y nosotros superamos ágilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque hace caer en algo que no cae bajo la experiencia de los sentidos, santo Tomás ofrece una respuesta muy articulada, y recuerda que esta es una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocer todo. Sólo en el caso en que pudiésemos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar las verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible vivir, observa santo Tomás, sin confiar en la experiencia de los demás, allí donde no llega el conocimiento personal. Es razonable por tanto tener a Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: estos eran pocos, sencillos y pobres, afligidos con motivo de la Crucifixión de su Maestro; y sin embargo muchas personas sabias, nobles y ricas se convirtieron a la escucha de su predicación. Se trata, en efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al que difícilmente se puede dar otra respuesta razonable, si no la del encuentro de los Apóstoles con el Señor Resucitado.

Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, llega a reforzarse; la esperanza se eleva más confiada, al pensamiento de que el Hijo de Dios vino entre nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su propia divinidad; la caridad se reaviva, porque no hay signo más evidente del amor de Dios por nosotros, como ver al Creador del universo hacerse él mismo criatura, uno de nosotros. Finalmente, considerando el misterio de la Encarnación de Dios, sentimos inflamarse nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Poniendo un sencillo pero eficaz ejemplo, santo Tomás observa: “Si el hermano de un rey estuviese lejos, ciertamente ansiaría poder vivir cerca de él. Y bien, Cristo es nuestro hermano: debemos por tanto desear su compañía, ser un solo corazón con él" (Opúsculos teológico-espirituales, Roma 1976, p. 64).

Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que esta es en sí perfecta, teniendo las cinco características que una oración bien hecha debería tener: abandono confiado y tranquilo; conveniencia de su contenido, porque – observa santo Tomás – “es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno pedir o no, desde el momento en que tenemos dificultad frente a la selección de los deseos" (Ibid., p. 120); y después orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad.

Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su reposo, porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en Ella, las tres divinas Personas inhabitan y encuentran delicia y alegría en vivir en su alma llena de Gracia. Por su intercesión podemos obtener toda ayuda.

Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en todo caso, refleja los elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros decimos: "Oh beatísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios..., yo confío a ti corazón misericordioso toda mi vida... Obtenme, o Dulcísima Señora mía, caridad verdadera, con la que pueda amar con todo el corazón a tu santísimo Hijo y a tí, después de él, sobre todas las cosas, y al prójimo en Dios y por Dios”.

El escándalo hipócrita

Moseñor Jesús Sanz Montes

En el Evangelio de este domingo se agrupan varias escenas de Jesús con sus discípulos, mientras van dirigiéndose camino de Jerusalén. Un camino que conducía a una meta difícil pero insalvable porque era el final de la vida humana del Señor. Como estribillo en este final de trayecto, aparece lo que en realidad ha sido la constante de toda la existencia de Jesús: ser anunciador e inaugurador del Reino de Dios.

La vida de todo discípulo de Jesús siempre será un camino, un subir a Jerusalén, en cuya andanza lo determinante y lo decisivo será el seguimiento de Alguien, la pertenencia a Él, la adhesión a su Persona, la escucha de su Palabra, la vivencia de su misma Vida. La vida cristiana, no es, por tanto, una organización, una estrategia, una programación moralista, ni un marketing religioso. La vida cristiana ha sido y es una pertenencia a Jesucristo, vivida como peregrinos y caminantes, mientras vamos subiendo a la Jerusalén eterna. Por esta razón era improcedente por parte de los discípulos, mandar al fuego a los que no acogieron a Jesús, cuando ellos a su vez también le rechazaban al  estar aplazando su seguimiento cuando les invitó a seguirle.

Nosotros, discípulos al fin, acaso podamos caer igualmente en una vivencia cristiana intolerante de los otros, cuando tantas veces tenemos demasiadas excusas para vivir un seguimiento de Jesús que se haga pertenencia real de nuestro corazón al Suyo. Ojalá que no permanezcamos indiferentes ante tantos rechazos del Señor (los que a Él mismo le hacen y los que puedan hacer a los que ha vinculado a su destino: los pobres, los marginales, los enfermos, los ancianos, cualquier persona nacida o no nacida), pero la mejor manera de mostrar nuestro dolor por esos rechazos no es la venganza en cualquiera de sus formas -como les sucedió a los acompañantes de Jesús en este evangelio-, sino nuestra acogida cordial y grande del Señor y de cuantos Él ama. Sería hipócrita escandalizarnos e indignarnos por tantos desmanes como pueden suceder en nuestro mundo, si a nuestra medida y en nuestra proporción nos sucede a nosotros también.

La actitud justa de quien ve en otros la fuga y el desprecio hacia el Señor, no es pedir fuego sobre ellos, sino seguirle a donde Él diga "sígueme", pertenecerle cada vez más desde nuestro lugar en la Iglesia y en el mundo.

6/22/10

“Con el Año Sacerdotal Benedicto XVI nos exhorta a una profunda renovación interior”

Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei (Entrevista de Francisco Pastor)


El actual prelado del Opus Dei ha visitado Valencia en siete ocasiones, las dos primeras, en 1972 y 1975 acompañando a San Josemaría. En febrero de 2010 acudió a Valencia invitado por el arzobispo monseñor Carlos Osoro, para pronunciar una conferencia sobre el fundador del Opus Dei por el Año Sacerdotal. En este contexto monseñor Javier Echevarría ha concedido una entrevista a nuestra publicación Paraula-Iglesia en Valencia.
Benedicto XVI convocó el Año Sacerdotal que ha llegado a su término. ¿Cuáles son los grandes retos que se presentan al sacerdocio en nuestro tiempo? ¿Qué reflexiones se realizan dentro de la Prelatura del Opus Dei al respecto?
Pienso que el reto más importante, y que resume cualquier otro, es la necesidad de que los sacerdotes luchemos por ser santos: que dejemos actuar a Dios en nosotros y a través de nuestro ministerio. De hecho, Benedicto XVI, en la convocatoria del Año Sacerdotal, nos exhorta a una profunda renovación interior, que contribuya a difundir las magnalia Dei, las maravillas divinas, a toda la humanidad, con las palabras y las obras.
El mensaje de San Josemaría invita a los sacerdotes a santificarse en el ejercicio de su ministerio, que está al servicio del sacerdocio común de todos los fieles. Entre tantos desafíos, en este marco, está el de aprender cada día a celebrar bien la Santa Misa: aprender de nuevo, descubriendo que es el centro de nuestra vida, que en el altar somos Cristo. De ahí la necesidad de ser humildes, para que sólo Dios se luzca.
El Derecho canónico fija en 25 años la edad mínima para el sacerdocio, sin embargo da la impresión aparente que los sacerdotes de la prelatura se ordenan a mayor edad. ¿Puede indicarnos algo al respecto?
La llamada al Opus Dei no saca a nadie de su sitio: quien la recibe, como cualquier otra persona, es alguien que tiene que trabajar para ganarse la vida; además, ha de procurar convertir ese trabajo en camino de santidad. Esto no impide que algunos fieles de la Obra, al cabo de unos años, acepten con libertad y alegría la llamada al sacerdocio, para servir ministerialmente a los fieles de la Prelatura y a todas las almas: en una palabra, a la Iglesia. Los sacerdotes del Opus Dei suelen ordenarse después de unos años de ejercicio profesional. Han sido médicos, profesores, empleados, etc., y después, o bien en una fase intermedia, interrumpiendo por algún tiempo su vida laboral, han dedicado unos años también a la formación requerida para el sacerdocio.
En décadas pasadas, parece que muchos seminarios menores han cerrado sus puertas, sin embargo muchos sacerdotes mayores formados en dichos centros tienen un gran sentimiento de gratitud hacia la formación que recibieron en ellos. ¿Cuál es su experiencia al respecto?
El Opus Dei no ha tenido nunca seminarios menores, ni los tendrá, también por lo que acabo de decirle: los sacerdotes incardinados en la Prelatura deben proceder de sus propios fieles laicos, después de algún tiempo de ejercicio de una profesión civil. Pero esos seminarios pueden ser muy buenos para las diócesis. Así lo veía San Josemaría, que animaba a los Obispos en este sentido. Recuerdo que aconsejaba que los estudios que allí se realizaran fueran útiles y válidos para una eventual carrera universitaria, y que se evitara un ambiente cerrado.
Comprendo perfectamente el sentimiento de gratitud de muchos sacerdotes, que hablan del seminario menor como del lugar en el que han crecido en formación humana y en intimidad con el Señor.
San Josemaría es conocido mundialmente por ser el fundador del Opus Dei, pero antes ejerció labores como sacerdote de las diócesis de Zaragoza y luego de Madrid. De esa labor, quizás no tan divulgada, ¿puede destacar algún hecho o experiencia?
San Josemaría, al poco de ordenarse en 1925, se hizo cargo de la parroquia de Perdiguera, un pueblo de la provincia de Zaragoza. El párroco estaba ausente por una enfermedad grave. Allí tuvo sus primeras experiencias pastorales sin la ayuda de otro sacerdote más experimentado. Puso toda su ilusión humana y sobrenatural en ese encargo. Recordó siempre con mucho cariño esa época, y sentía una profunda admiración por el trabajo escondido de tantos párrocos de pueblos y aldeas.
Desde el primer día, vio claro que debía dedicar tiempo al confesonario y cuidar delicadamente la liturgia, así como la piedad popular, mediante el rezo del rosario por la tarde o la hora santa de los jueves. Dedicó particular atención a la catequesis con los niños y a la preparación de las primeras comuniones. Y cultivó una preocupación especial por los enfermos. Los visitaba con frecuencia y, aunque no estuviesen graves, si le pedían sacramentos, siempre los atendía. Además, movilizó a la población para limpiar la iglesia: la casa del Señor debía destacar también por su pulcritud. Trabajó también en la parroquia de otro pequeño pueblo. Me consta que agradeció constantemente al Señor esas oportunidades de servir a las almas. Igualmente, en Zaragoza atendió a innumerables personas, de todos los ambientes, dejando un rastro de amor a la Iglesia.
Cuando llegó a Madrid, en 1927, conoció con más asiduidad otra realidad, la de la miseria urbana: la de las chabolas de los barrios extremos. También a esta realidad dedicó solícitamente sus desvelos pastorales, como capellán del Patronato de Enfermos: muchas veces, de modo heroico.
No todas las personas tienen la oportunidad de haber conocido y haberse relacionado con un santo. Puede explicarnos, con detalle, su relación personal con San Josemaría.
Considero una bendición de Dios haber sido su secretario personal desde 1953 hasta su fallecimiento en 1975. Le acompañaba también en sus abundantes viajes y veía cómo quería a toda la gente. Era un verdadero padre, para mí y para las demás personas que encontraba, en primer lugar para quienes tenía más cerca. Le podría comentar, por ejemplo, cómo me atendía cuando estaba enfermo, o cómo se interesaba si me veía preocupado por algo. Aunque fue hombre de gran corazón, esa paternidad no tenía sólo una explicación humana: procedía de una sobrenatural participación de la paternidad divina, que le llevaba a sentir como propias las tristezas o alegrías de sus hijos. Me sorprendía también su capacidad de querer a los que le habían atacado públicamente.
Monseñor, usted ha dicho en alguna ocasión que un hecho que demuestra el interés por la religión también en este siglo, es que la Biblia sigue siendo uno de los libros más editados del mundo. La obra ‘Camino’ también cuenta con millones de ejemplares en todo el mundo, un auténtico bestseller. ¿Por qué cree que ‘Camino’ ha ayudado y sigue ayudando a tantas personas? ¿Cuál es su cita predilecta de esta obra?
Supongo que lo sabe, pero la primera edición de ‘Camino’ se imprimió precisamente en Valencia, en 1939.
Pienso que el interés de tantas personas y —diría— la ‘utilidad’ en sus vidas, provienen del hecho de que se trata de puntos cortos e incisivos, y de que su autor se encontraba muy cerca de Dios y procuraba transmitir su propia experiencia cristiana. ‘Camino’ ayuda a hacer oración porque es a la vez muy humano y muy sobrenatural. Si se mira bien, aunque muchos puntos no lo manifiesten explícitamente, todos son cristocéntricos: ‘Camino’ es un encuentro con Jesús, Dios y hombre, el verdadero Camino.
No tengo ningún punto preferido.
Para muchos lectores de ‘Camino’ ha sido una sorpresa encontrarse después con otros dos libros de estructura similar, ‘Surco’ y ‘Forja’. Hace poco, me hablaba un amigo de lo mucho que ‘Forja’ le había acercado al Señor en la oración.
Dentro de la gran diversidad de movimientos y realidades de la Iglesia, a veces da la impresión de que algunos ponen especial énfasis en la gracia de Dios, en abandonarse al mismo, en el perdón continuo y en la misericordia incesante divina, mientras que otros ponen más énfasis en la voluntad, en el afán de perfección personal, en la continua superación como esfuerzo personal, y en la exigencia diaria. ¿Pueden correr unos el riesgo de esforzarse en hacer crecer sus talentos personales y otros en no confiar en la gracia del Espíritu? ¿Cómo deben conjugarse la voluntad y la gracia?
Hay muchos caminos en la Iglesia. Todos tienen como fin la vida en Cristo. Siempre se conjugan la gracia de Dios y el concurso de la correspondencia humana, nuestra respuesta libre al amor divino. Me viene a la mente una afirmación de San Josemaría: cuando una luz se enciende en servicio del Señor, hemos de llenarnos siempre de alegría.
Por otro lado, en esta pequeña parte de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei, erigida por Juan Pablo II, formada por el prelado, su presbiterio y numerosos hombres y mujeres, laicos de toda condición social, el fundamento de la vida espiritual radica en el sentido de la filiación divina, en sabernos hijos de Dios. Y a la vez tenemos que vivir la responsabilidad personal de luchar por ser santos en medio del mundo, especialmente en el trabajo profesional y en los demás aspectos de la vida ordinaria.
¿Cuál es su lema episcopal? ¿Por qué lo eligió?
‘Deo omnis gloria’ (para Dios toda la gloria). Es una frase que San Josemaría usaba con frecuencia y que expresa muy bien cuál es el afán que hemos de proponernos todos.
Monseñor, su libro ‘Getsemaní’ (Editorial Planeta-Testimonio) lleva por subtítulo ‘Orar con Jesús’. Va usted sacando luz a todas y cada una de las palabras de los Evangelios sobre uno de los momentos más trascendentales de Jesús. Getsemaní, es el momento entre la Eucaristía y la Cruz. En dichos momentos que usted disecciona extrae múltiples lecciones para la vida actual, pero uno cree ver una constante: la importancia de la oración diaria y continua como mandato del propio Jesús. Hay muchos cristianos que siguen los preceptos dominicales y sin embargo confiesan que no encuentran momentos para la oración diaria ¿Qué les diría?
Sencillamente, que hablar personalmente con el Señor a diario es una maravilla. Los tiempos de oración son ratos de paz y de gozo, y una necesidad del alma, aunque a veces suponga esfuerzo. ¡Necesitamos estar a solas con Él! En esto coincide la vida y la enseñanza de todos los santos. Para seguir a Jesús, hay que conocerle y tratarle. Es cierto que a veces el alma en la oración se encuentra árida, como muda, o bien está distraída, pero a Dios nuestro afán de recurrir a Él le resulta siempre grato, también en esos casos de más dificultad.
Para eso, les aconsejaría que consideren que Dios está presente y nos habla: que tomen con esta disposición una página del Evangelio, que se metan en la escena como un personaje más y que se dirijan personalmente a Jesús.
Si me permite la broma, monseñor, le diría que en su libro ‘Getsemaní’ “se le nota que es usted del Opus Dei”: con mucha delicadeza pero también con claridad realiza muchas alusiones a los “apóstoles adormecidos” que pese a sus buenas intenciones caen en una parálisis o inactividad. Una de las aportaciones del Opus Dei —que comparte con otras realidades eclesiales— a la Iglesia es el especial activismo de sus miembros. ¿Por qué hay tantos cristianos adormecidos en su vida de oración y en sus obras? ¿Qué consejo les daría a aquellos párrocos que se ven incapaces de despertar las obras de sus feligreses?
El Opus Dei quiere difundir el Evangelio, la vida y las enseñanzas de Jesucristo, y ayudar a vivir como los primeros cristianos. La responsabilidad apostólica no es propiamente activismo. Nace del trato con Dios y de la amistad desinteresada —verdadera caridad— con los demás. En la vida sobrenatural, es difícil medir el dinamismo y realizar comparaciones. Para llevar la luz de Dios a las almas, resulta esencial el trabajo de los laicos, desde su profesión y situación familiar y social, si tratan de ser “contemplativos en medio del mundo”, como decía San Josemaría; pero imagine también, por ejemplo, con qué potencia contribuye a la santificación del mundo la oración y el sacrificio escondido de las almas consagradas en los conventos de clausura.
Todos podemos adormecernos, si descuidamos la vida sacramental y no nos esforzamos en la oración diaria, si no somos coherentes en el trabajo profesional, en la vida familiar y en las relaciones sociales, si no nos empeñamos por estudiar y formarnos en el contenido de nuestra fe. El consejo que daría a esos párrocos —me lo doy a mí mismo— es que secunden las orientaciones de su Obispo, que sigan celebrando la Eucaristía con piedad, que recen mucho, que cuiden de los pobres y de quienes sufren y que no se desanimen: que no duden en invitar a los jóvenes a pensar en una posible llamada al sacerdocio. Y siempre con fe, con esperanza, con optimismo sobrenatural y humano.
Valencia cuenta con una parroquia dedicada a San Josemaría, cuenta con diversos centros educativos vinculados al Opus Dei. ¿Qué relevancia tiene Valencia para la Obra?
La Providencia divina dispuso que Valencia fuese la primera ciudad del mundo a la que San Josemaría decidió extender el mensaje del Opus Dei, tras su fundación en Madrid. Aquí tuvo grandes amigos, como don Antonio Rodilla y el Siervo de Dios don Eladio España. Poco antes de morir, en su última visita a Valencia, afirmó que amaba con especial predilección a esta ciudad. Explicaba que, en 1936, cuando había planeado que miembros del Opus Dei fuesen a París y Valencia, estalló la guerra civil y, con pena, pospuso esos planes. Pero nada más terminar la contienda, se puso en marcha el primer centro del Opus Dei en Valencia, en la calle Samaniego, muy cerca de la redacción de la revista que usted dirige.
Monseñor Javier Echevarría

Monseñor Javier Echevarría nació en Madrid el 14 de junio de 1932.
Doctor en Derecho Civil y en Derecho Canónico. Ordenado sacerdote el 7 de agosto de 1955. Colaboró estrechamente con San Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien fue secretario desde 1953 hasta su muerte, en 1975.
En 1975, cuando Álvaro del Portillo sucedió a san Josemaría al frente del Opus Dei, Javier Echevarría fue nombrado secretario general. En 1982, con la erección del Opus Dei en prelatura personal, pasó a ser vicario general de la Prelatura.
Es miembro de la Congregación para las Causas de los Santos, del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica, y de la Congregación para el Clero. Ha participado en la Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre América (1997) y Europa (1999), así como en la Asamblea General ordinaria de 2001 y de 2005.
Tras su elección y nombramiento por Juan Pablo II como prelado del Opus Dei el 20 de abril de 1994, recibió de manos del Papa la ordenación episcopal el 6 de enero de 1995 en la basílica de San Pedro. Autor de libros como Memoria del beato Josemaría, Itinerarios de vida cristiana, Para servir a la Iglesia, Getsemaní, Eucaristía y vida cristiana y Vivir la Santa Misa.

Misión del Prelado

El prelado del Opus Dei dirige la misión del Opus Dei de difundir la llamada universal a la santidad y de promover el apostolado de los fieles de la Prelatura.
En la actualidad, forman parte de la Prelatura 88.904 fieles, de los que 1.972 son sacerdotes. El Opus Dei está presente en 67 países.
El gobierno del Opus Dei corresponde al Prelado, como Ordinario y Pastor propio de la Prelatura. Vela para que se sigan fielmente las disposiciones de la Santa Sede y para que se cumplan el derecho y las costumbres de la Prelatura.
Su autoridad se circunscribe a la tarea apostólica peculiar de la Prelatura. Los fieles del Opus Dei dependen del Prelado en lo que se refiere a la misión de la Prelatura, es decir, los compromisos espirituales, formativos y apostólicos que asumen libremente; y, como los demás fieles de su Diócesis, siguen a la jurisdicción del Ordinario del lugar en las materias que le competen. Los sacerdotes de la Prelatura dependen exclusivamente del Prelado

6/21/10

La misión de un obispo, mantener la unidad


Discurso del Papa a los obispos de Brasil en visita “ad Limina”



Queridos Hermanos en el Episcopado:

“Llamados a ser santos, junto con todos aquellos que en cualquier parte invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, Señor de ellos y nuestro. Llegue a vosotros la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 2-3). Con estas palabras, os acojo a todos vosotros, amados Pastores de Regional Leste 2 en visita ad Limina, y os saludo con gran afecto una conciencia del vínculo colegial que une al Papa con los obispos en vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz. Agradezco a monseñor Walmor las amables palabras con que interpretó vuestros sentimientos de homenaje a la Sede de Pedro e ilustró los desafíos y problemas que son objeto de vuestro empeño en bien de la grey que Dios os confió en los Estados de Espíritu Santo y Minas Gerais.
Veo que amáis profundamente a vuestras diócesis y también yo participo íntimamente de este amor vuestro, acompañándoos con la oración y la solicitud apostólica. La nuestra es una bella historia con inicio palpable en las Bulas expedidas por el Sucesor de Pedro para la ordenación episcopal y en aquel “Heme aquí” proferido por cada uno al inicio de la ceremonia de su consagración y consiguiente ingreso en el Colegio de los Obispos. De él comenzasteis a formar parte “en virtud d la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros” (Nota Explicativa Previa, anexa a la Const. dogm. Lumen gentium), volviéndoos sucesores de los Apóstoles con la triple función de enseñar, santificar y gobernar el pueblo de Dios.
En cuanto maestros y doctores de la fe, tenéis la misión de enseñar con audacia la verdad que se debe creer y vivir, presentándola de forma auténtica. Como os dije en Aparecida, “la Iglesia tiene la gran tarea de conservar y alimentar la fe del pueblo de Dios, y recordar también a los fieles (…) que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo” (Discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latino-Americano y del Caribe, 13/V/2007, 3). Ayudad, por tanto, a los fieles confiados vuestros cuidados pastorales a descubrir la alegría de la fe, la alegría de ser personalmente amados por Dios, que entregó a su Hijo para nuestra salvación. Como bien sabéis, creer consiste sobre todo en abandonarse a este Dios que nos conoce y ama personalmente, aceptando la Verdad que Él reveló en Jesucristo con la actitud que nos lleva a tener confianza en él como revelador del Padre. Queridos hermanos, tened gran confianza en la gracia y sabed infundir esta confianza en vuestro pueblo, para que la fe sea siempre guardada, defendida y transmitida en su pureza e integridad.
Como administradores del supremo sacerdocio, tenéis que procurar que la liturgia sea verdaderamente una epifanía del misterio, o sea, expresión de la naturaleza genuina de la Iglesia, que activamente presta culto a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. De todos los deberes de vuestro ministerio, “el más imperioso e importante es la responsabilidad en la celebración de la Eucaristía”, pues os compete “proveer para que los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, sobre todo en el domingo, que es el día en que la Iglesia – comunidad y familia de los hijos de Dios – descubre su peculiar identidad cristiana alrededor de los presbíteros” (Juan Pablo II, Exort. ap. Pastores gregis, 39). La tarea de santificar que recibisteis os impone también ser promotores y animadores de la oración en la ciudad humana, frecuentemente agitada, ruidosa y olvidada de Dios: debéis crear lugares y ocasiones de oración, donde en el silencio, en la escucha de Dios, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar y hacer experiencia viva de Jesucristo, que revela el rostro auténtico del Padre. Es preciso que las parroquias y lo santuarios, los ambientes de educación y sufrimiento, las familias, se vuelvan lugares de comunión con el Señor.
En fin, como guías del pueblo cristiano, debéis promover la participación de todos los fieles en la edificación de la Iglesia, gobernando con corazón de siervo humilde y pastor afectuoso, teniendo en vista la gloria de Dios y la salvación de las almas. En virtud del mandato de gobernar, el obispo está llamado también a juzgar y disciplinar la vida del pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales, a través de leyes, directrices y sugerencias, como está previsto por la disciplina universal de la Iglesia. Este derecho y deber es muy importante para que la comunidad diocesana permanezca unida en su interior y camine en sincera comunión de fe, de amor y de disciplina con el Obispo de Roma y con toda la Iglesia. Para eso, no os canséis de alimentar en los fieles el sentido de pertenencia a la Iglesia y la alegría de la comunión fraterna.
Al mismo tiempo, el gobierno del obispo solo será pastoralmente provechoso “si goza del apoyo de una buena credibilidad moral, que deriva de su santidad de vida. Tal credibilidad predispondrá las mentes a acoger el Evangelio anunciado por él en su Iglesia y también las normas que él establezca para el bien del pueblo de Dios” (Ibid., 43). Por eso, plasmado interiormente por el Espíritu Santo, que cada uno de vosotros se haga “todo para todos” (cf. 1 Cor 9, 22), proponiendo la verdad de la fe, celebrando los sacramentos de nuestra santificación y testimoniando la caridad del Señor. Acoged de corazón abierto a cuantos llamen a vuestra puerta: aconsejaos, confortaos y apoyaos en el camino de Dios, procurando guiar a todos hacia aquella unidad en la fe y en el amor de la cual, por voluntad del Señor, debéis ser principio y fundamento visible en vuestras diócesis (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 23).
¡Queridos hermanos en el Episcopado! Al concluir este encuentro nuestro, deseo renovar a cada uno de vosotros mis sentimientos de gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia con viva dedicación y amor. Por intercesión de la Virgen María, “ejemplo de ese afecto maternal del que deben estar animados todos cuantos cooperan en la misión apostólica que la Iglesia tiene de regenerar a los hombres” (Ibid., 65), invoco de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, sobre vuestro ministerio la abundancia de los dones y consuelos celestes y os concedo, extensiva a los sacerdotes y diáconos, a los consagrados y consagradas, a los seminaristas y a los fieles laicos de vuestras comunidades diocesanas, una particular Bendición Apostólica.
Ser sacerdote es conformarse a Cristo


Homilía del Papa durante la ordenación de 14 nuevos presbíteros



Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridísimos ordenandos, queridos hermanos y hermanas:

Como obispo de esta diócesis estoy particularmente contento de acoger en el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y todos los presentes, doy las gracias al Señor por el don de estos nuevos pastores del Pueblo de Dios. Quisiera dirigiros un saludo particular a vosotros, queridísimos ordenandos: hoy estáis en el centro de la atención del Pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente representado por la gente que llena esta Basílica Vaticana: la llena de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de conmoción auténtica, de alegría humana y espiritual. En este Pueblo de Dios tienen un lugar particular vuestros padres y familiares, los amigos y compañeros, los superiores y educadores del Seminario, las distintas comunidades parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este momento, de tantísimas personas, humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños, los enfermos. Ellos os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su inocencia y de su sufrimiento.
Es, por tanto, toda la Iglesia de Roma la que hoy da gracias a Dios y reza por vosotros, que pone tanta confianza y esperanza en vuestro mañana, que espera frutos abundantes de santidad y de bien del ministerio sacerdotal. Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, ¡cuenta muchísimo con vosotros! La Iglesia os necesita a cada uno de vosotros, consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de cada hombre de encontrarse con Cristo, único y universal salvador del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría plena. Nos sentimos, por tanto, todos invitados a entrar en el “misterio”, en el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestros corazones con la Ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que se ha proclamado.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo le juzgan ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe, que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, de hecho, afirma: Tú eres el Cristo de Dios (cfr Lc 9,20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está ligada a un momento de oración: “Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él”, dice san Lucas (9,18). Es decir, los discípulos son involucrados en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y se les concede de este modo ver al Maestro en lo intimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del “ser con él”, del “estar con él” en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración, él esta llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación intima con el Señor viene aferrado por Él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un “permanecer con él” que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser la parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las “cosas que hacer” deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos “permanecer siempre con Él”.
Un segundo elemento quisiera subrayar del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección y hace seguir a este anuncio una enseñanza en relación al camino de los discípulos, que es un seguirlo a Él, el Crucificado, seguirlo por el camino de la cruz. Y agrega después -con una expresión paradójica – que ser discípulos significa “perderse a si mismo”, pero para reencontrarse plenamente a uno mismo (Cfr. Lc 9,22-24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio, no puede jamás representar un modo par alcanzar seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para un aumento del propio prestigio personal y el propio poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere ante todo realizar una ambición propia, alcanzar éxito propio será siempre esclavo de si mismo y de la opinión pública. Para ser considerado deberá adular; deberá decir aquello que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea en estos términos su propio ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás, sino solo a si mismo y, paradójicamente, termina por perderse a si mismo. El sacerdocio -recordémoslo siempre- se funda sobre el coraje de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, “inmersos” en esta voluntad, no solo no será cancelada nuestra originalidad, sino, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.
Queridos ordenandos, quisiera proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente ligado a este apenas expuesto: la invitación de Jesús de “perderse a sí mismo”, de tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. A vosotros hoy, con el sacramento del Orden, ¡os viene dado presidir la Eucaristía! A vosotros se os confía el sacrificio redentor de Cristo; a vosotros se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su donación de amor humilde y completo a la Iglesia su Esposa, sobre la Cruz. Es sobre ese leño donde el grano de trigo dejado caer por el Padre sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el diseño de Dios, esta donación de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a aquella potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del Cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento para la vida del mundo. Es algo que no puede sino llenar vuestro corazón de íntimo estupor, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado pasan a través de vuestras manos, vuestra voz, y vuestro corazón. ¡Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de Su presencia!
¡Cómo no rezar por tanto al Señor, para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os de la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir este ministerio con coherencia y generosidad, cada día. La gracia del presbiterado, que dentro de poco os será dada, os unirá íntimamente, estructuralmente, a la Eucaristía. Por eso, os pondrá en contacto en lo profundo de sus corazones con los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta el don total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestro camino con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras habla de la absoluta gratuidad del don, graba dentro del mismo ser una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os empuja a insertaros y a hacer surgir en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el amor mismo de donación de Cristo crucificado. Volvemos a escuchar la voz del apóstol Pablo, es más, en esta voz reconocemos aquella potente del Espíritu Santo: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo” (Gal 3,27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del Sacramento del orden, vosotros os revestís de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se dona totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.
Queridos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es el camino de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más fatigosas y áridas. Es más, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la sierva del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió el Hijo hasta los pies de la cruz en el supremo acto de amor, os acompañe cada día de vuestras vidas y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte, podréis ser felizmente fieles a la consigna que como presbíteros hoy os es dada: la de conformaros a Cristo Sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar a los hombres hasta el extremo.
La pérdida de la Confesión es la raíz de muchos males en la Iglesia


Cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia



¡Queridos hermanos!
Ciertamente no trataré de brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo.
En este camino, quisiera ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión.
1. Debemos convertirnos nuevamente en una "Iglesia en camino a los hombres" (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A esto nos debe mover el Espíritu Santo.
Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: "¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?", entonces siempre respondo: "¡Id a confesaros con ellos!". Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.
2. A las puertas de Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa, sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los "reflectores" de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la "Ecclesia" de Dios. Aún si - vista desde fuera - es sólo una pequeña y oprimida minoría, es impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de "recibir de las manos del Señor", en nuestra experiencia humana, se llama "conversión". La Iglesia es la "Ecclesia semper reformanda" y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un "semper reformandus" que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios misericordioso, que luego nos envía al mundo.
3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él". ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular.
4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse "en su casa" en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.
En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: "No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad" (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad?
5. Ahora debemos preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? "Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti" (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro abre los brazos como el padre del hijo pródigo: "su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó" (Lc 15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto a encontrar: "Y comenzó la fiesta" (Lc 15,24)? Si sabemos que esta fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué, entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué - y aquí hablo de un modo muy humano - somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre?
6. A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados (die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: "Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible - preguntémonos una vez más - que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.
7. El fin de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en el interior: "La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión". Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una vez más - porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior -, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer - y, al mismo tiempo, a descubrir - que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino.
8. El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida: "Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc. 15,32), dice el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa.
9. El hijo mayor, "el justo", ha vivido un cambio similar - así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor - no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores.
Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo" (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal.
10. Por eso, para mí, la madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente - al menos, en la frecuencia de una vez al mes - el sacramento de la Reconciliación. De hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse (Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de frecuencia de confesión, dice al Padre: "¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones", entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los hombres.
11. El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros, sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños.
12. Si nos falta en gran parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo: aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven "Cristo-activos". Y si, entonces, el sacerdote, siendo "Cristo-activo", se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán "infectadas" por su "Cristo-actividad". Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: "porque salía de él una fuerza que sanaba a todos" (Lc. 6,19).
13. Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos similares: "Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudar". Estoy profundamente convencido de que la gente tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona.
14. Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con urgencia: "¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!". Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo.
Probablemente, el más grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin embargo, me ha recordado también algo muy importante.
15. ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros.
¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo!