2/29/12


¿Por qué ayunar?

«Ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una “terapia” para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios»


      El Papa se plantea el porqué de una tradición de la cuaresma: “¿qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento?”

Una de las tres "prácticas penitenciales"

      Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual). En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr.Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

También se ayunaba en el Paraíso

      Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que “el ayuno ya existía en el paraíso”, y “la primera orden en este sentido fue dada a Adán”. Por lo tanto, concluye: “El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia” (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar “para humillarnos —dijo— delante de nuestro Dios” (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: “A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos” (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.

Enseñanzas de Jesús y los primeros cristianos

      En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que “ve en lo secreto y te recompensará” (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de “no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”, con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.
      La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: “El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica” (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

Ayuno y cuidado del cuerpo

      En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una “terapia” para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios. En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no “vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos” (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).

El verdadero beneficio del ayuno

      La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía “retorcidísima y enredadísima complicación de nudos” (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad del ayuno, escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura” (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.
      Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: “Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc. Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
      Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: “Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia – Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención”.
      Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. Enc. Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en “tabernáculo viviente de Dios”. Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.

2/28/12


Sencillez y rectitud de las intenciones


Lo que hace poderosa a la persona es servir con sencillez al otro, abandonando las propias defensas y abriéndose a lo que influye desde la personalidad, renunciando a someter la voluntad del otro

      Un dicho de la antigua China dice: “Cuanto menos intenciones tenga alguien, más poderoso es”. Esto, según Guardini, no se refiere al objetivo que, lógicamente, debe tener toda acción. «Pero es algo diferente cuando quien actúa no se dirige simplemente a la otra persona ni al asunto, sino que se refiere a sí mismo, quiere cobrar valor, y busca ventajas». Lo que, efectivamente, es muy común.

En las relaciones con las personas

      En las relaciones con las personas, lo ideal —continúa Guardini en su Ética para nuestro tiempo— sería dirigirnos a ellas con sencilla disponibilidad, sin buscar producir cierta impresión, ser envidiado, salir adelante. Pero, por el contrario —añade—, cuántas veces se alaba para ser alabado, se sirve para ser servido; y con ello se toma al otro no por lo que es sino por lo que nos aporta.
      Y cuando nosotros vemos esto en otros, nos hace cautos, precavidos, recelosos. Impide la libre comunicación, que es condición para la autenticidad de las relaciones humanas.
      Naturalmente, observa este autor, dependemos de los demás en nuestras relaciones; así que no sólo es correcto sino necesario tratar de conseguir algo de ellas. Pero esto no debe estropear los encuentros entre las personas, donde la actitud no debe quedar determinada por otra finalidad u otra intención que estar con esa persona y centrarse en la conversación o en la diversión, o en lo que sea.
      «Sólo a partir de eso se hace posible lo grandioso humano: la auténtica amistad, el auténtico amor, la clara camaradería en el trabajo, la limpia ayuda en la necesidad». Eso es lo que hace poderosa a la persona: servir con sencillez al otro, abandonando las propias defensas y abriéndose a lo que influye desde la personalidad, renunciando a someter la voluntad del otro.
      Por tanto, lo que importa más es «la autenticidad de la vida misma, de la verdad del pensamiento, de la limpieza de la voluntad de obrar, de la pureza de la disposición de ánimo». Con otras palabras —diríamos por nuestra parte—, se trata de la rectitud de intención, y del rechazo a las “segundas intenciones”.

Rectitud de las intenciones en el trabajo

      Algo similar tendría que suceder en nuestra relación con el trabajo. Guardini pone el contraejemplo del estudiante que, con frecuencia sólo trabaja con vistas al examen. Claro que eso es su derecho, pero no puede determinarlo todo.
      Trabajar bien tiene que ver con la sencilla actitud de servir. Sirve, dice nuestro autor, quien «hace el trabajo que es importante en cada ocasión y en el momento. Está entregado a él interiormente, y lo hace tal como quiere ser hecho. Vive en él y con él, sin segundas intenciones ni miradas laterales».
      Y esto, señala, es hoy una actitud que parece ir escaseando. «Las personas que hagan sus cosas en pura entrega, porque son valiosas, porque son bellas, parecen ser raras». La acción suele desviarse por la intención del provecho o del éxito, y así se estropea. En cambio, servir a lo que hacemos es lo que nos libera y produce no sólo el mejor resultado de la obra, sino a la vez la alegría de una tarea creativa, que enriquece también interiormente.

Rechazar el "yo falso" y dejar crecer el "yo verdadero"

      Así, prosigue Guardini, se «abre el camino a la última autenticidad del hombre, esto es, el altruismo». Consiste en rechazar el “falso yo” (el “para mí” omnipresente que busca disfrutar, implantar y dominar), y dejar que viva el yo verdadero, el que corresponde a la verdad de la persona. Este yo verdadero «no mira a sí mismo, pero está ahí. También se percibe, pero en la conciencia de una libertad, de una apertura, de una indestructibilidad, que vienen de dentro».
      Es lo que los maestros de la vida interior llaman el desprendimiento: ser capaz de estar ahí “sin acentuarse”. Y así se puede llegar a ser poderoso sin esforzarse, a no tener codicia ni miedo, a irradiar. Es lo que consigue el santo: «En torno a él, las cosas entran en su verdad y su orden».

Abrirse a Dios y a sus intenciones

      Por este camino se abre también la persona a lo esencial, a Dios. Y ella misma, al hacerse permeable a Dios, se convierte en puerta por la que «irrumpe en el mundo el poder de Dios, y puede establecer verdad, orden y paz».
      Pero, se pregunta Guardini, ¿acaso Dios no tiene sus “intenciones”, sus planes con los que gobierna el mundo en lo que llamamos su “providencia” (su propia agenda, como se dice ahora)?
      Cierto, responde. Pero eso no tiene que ver con “intenciones” que transcurran al margen de lo auténtico, sino con la sabiduría. Y la sabiduría lleva a todas las criaturas, según su condición (a la persona, respetando su libertad) hacia su perfección y en relación con las demás. Así se va construyendo un tapiz que nosotros sólo vemos por el reverso, como en un amasijo de hilos y colores. Pero un día, al fin del tiempo, en el juicio, veremos las figuras y los porqués.
      Por eso, cabría concluir, la autenticidad del cristianismo subraya la rectitud de la intención en todo: en las relaciones con los demás, en el trabajo y especialmente en relación a Dios. Cuando se actúa sólo “cara a Dios” se va consiguiendo la sencillez y la rectitud de la intención. Se busca servir a su gloria, es decir, que su amor se manifieste en todo lo que hacemos. Y nada más.

2/27/12



La corrección fraterna


      La corrección fraterna es una advertencia que el cristiano dirige a su prójimo para ayudarle en el camino de la santidad. Es un instrumento de progreso espiritual que contribuye al conocimiento de los defectos personales —con frecuencia inadvertidos por las propias limitaciones o enmascarados por el amor propio—; y en muchas ocasiones, es también condición previa para enfrentarse a esos defectos con la ayuda de Dios y mejorar, por tanto, en la vida cristiana.

1. Una tradición de raigambre evangélica

      La corrección fraterna posee una profunda entraña evangélica. Jesús exhorta a practicarla en el contexto de un discurso sobre el servicio a los más pequeños y el perdón sin límites: “Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano”. Él mismo corrige a sus discípulos en diversas ocasiones según nos muestran los evangelios: les amonesta ante el brote de envidia que manifiestan al ver a uno que expulsaba demonios en nombre de Jesús; reprende a Pedro con firmeza porque su modo de pensar no es el de Dios sino el de los hombres; encauza la ambición desordenada de Santiago y Juan, enmendando con cariño su equivocada comprensión sobre el reino que anuncia, al tiempo que reconoce las valientes disposiciones de los hermanos para “beber su cáliz”.
      A partir de la enseñanza y del ejemplo de Jesús, la corrección fraterna ha pasado a ser como una tradición de la familia cristiana vivida desde el inicio de la Iglesia, una obligación de amor y de justicia al mismo tiempo. Entre los consejos de San Pablo a los cristianos de Corinto está el de “exhortarse mutuamente” (exhortamini invicem). Numerosos pasajes del Nuevo Testamento testimonian el desvelo de los pastores de la Iglesia al corregir los abusos que se estaban infiltrando en alguna de las primeras comunidades cristianas. San Ambrosio, testigo de la práctica de la corrección fraterna, escribe en el siglo IV: “Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto [...] Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor, aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro de los Proverbios las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de los aduladores (Pr 27, 6)”. Y también San Agustín advierte sobre la grave falta que supondría omitir esa ayuda al prójimo: “Peor eres tú callando que él faltando”.

2. Una necesidad del cristiano

      El fundamento natural de la corrección fraterna es la necesidad que tiene toda persona de ser ayudada por los demás para alcanzar su fin, pues nadie se ve bien a sí mismo ni reconoce fácilmente sus faltas. De ahí que esta práctica haya sido recomendada también por los autores clásicos como medio para ayudar a los amigos. Corregir al otro es expresión de amistad y de franqueza, y rasgo que distingue al adulador del amigo verdadero. A su vez, dejarse corregir es señal de madurez y condición de progreso espiritual: “el hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta con impaciencia al consejero” (Admoneri bonus gaudet; pessimus quisque rectorem asperrime patitur).
      El cristiano precisa del favor que sus hermanos en la fe le hacen con la corrección fraterna. Junto a otras ayudas imprescindibles —la oración, la mortificación, el buen ejemplo—, esa práctica —ya presente en la Sabiduría del pueblo hebreo— constituye un medio fundamental para alcanzar la santidad, contribuyendo así a la extensión del Reino de Dios en el mundo: “Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la admite, va por falso camino”.

3. Corregir por amor

      La corrección fraterna cristiana nace de la caridad, virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Al ser la caridad el “vínculo de la perfección” y la forma de todas las virtudes, el ejercicio de la corrección fraterna es fuente de santidad personal en quien la hace y en quien la recibe. Al primero le ofrece la oportunidad de vivir el mandamiento del Señor: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado”; al segundo le proporciona las luces necesarias para renovar el seguimiento de Cristo en aquel aspecto concreto en que ha sido corregido.
      “La práctica de la corrección fraterna que tiene entraña evangélica es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives”. La corrección fraterna no brota de la irritación ante una ofensa recibida, ni de la soberbia o de la vanidad heridas ante las faltas ajenas. Sólo el amor puede ser el genuino motivo de la corrección al prójimo. Como enseña San Agustín, “debemos, pues, corregir por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto: «si tu hermano pecare contra ti, repréndelo estando a solas con él». ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente”.

4. Un deber de justicia

      Los cristianos tienen el deber de corregir fraternalmente a sus prójimos como una exigencia grave de la virtud de la caridad. En el Antiguo Testamento encontramos ejemplos en los que Yahvé recuerda esa obligación a los profetas, como es el caso de la advertencia a Ezequiel: “A ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela sobre la casa de Israel: escucharás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte. Si digo al impío: «Impío, vas a morir», y no hablas para advertir al impío de su camino, este impío morirá por su culpa, pero reclamaré su sangre de tu mano. Pero si tú adviertes al impío para que se aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú habrás salvado tu vida”. La misma idea aparece en el Nuevo Testamento. El Apóstol Santiago señala: “Si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se convierta de su extravío, salvara el alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados”Y San Pablo considera la corrección fraterna como el medio más adecuado para atraer a quien se ha apartado del buen camino: “Si alguno no obedece lo que decimos en esta carta [...] no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a un hermano”. Ante las faltas de los hermanos no cabe una actitud pasiva o indiferente. Mucho menos vale la queja o la acusación destemplada: “Aprovecha más la corrección amiga que la acusación violenta; aquella inspira compunción, esta excita la indignación”.
      Si todos los cristianos necesitan de esa ayuda, existe un deber especial de practicar la corrección fraterna con quienes ocupan determinados puestos de autoridad, de dirección espiritual, de formación, etc. en la Iglesia y en sus instituciones, en las familias y en las comunidades cristianas. Quien hace cabeza necesita esa ayuda con mayor urgencia por la mayor responsabilidad que desempeña, pues “nadie que ha encendido una lámpara, la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la coloca sobre un candelero para que los que entran vean la luz”. Del mismo modo, los que desempeñan tareas de gobierno o formación adquieren una responsabilidad específica de practicarla. En este sentido enseña San Josemaría: “Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados”.

5. Disposiciones necesarias para hacerla y para recibirla

      La «comunión de los santos» entre los que —unidos a Cristo muerto y resucitado— vivimos aún peregrinos en este mundo, tiene en la corrección fraterna una de sus manifestaciones más genuinas. Todos los cristianos formamos en Cristo una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad. Por eso, el ejercicio habitual de la corrección fraterna viene estimulado en el cristiano al tomar conciencia de su responsabilidad en la santidad de los demás, o sea, de su deber de colaborar a que cada bautizado persevere en el lugar donde ha sido llamado por Dios para santificarse. Esta conciencia se hace cada vez más viva fomentando de modo ordinario las disposiciones de solicitud hacia el prójimo, es decir, por medio de un “sano prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás”.
      Otra actitud igualmente necesaria es estar dispuestos a vencer las dificultades que puedan presentarse: 1) una visión excesivamente humana y poco sobrenatural que lleve a pensar que no merece la pena hacer esa corrección; 2) el temor a contristar al corregido; 3) considerar que la propia indignidad impide corregir al otro, a quien se considere mejor capacitado o dispuesto; 4) juzgar que es inoportuno corregir cuando uno mismo posee —incluso de modo más acentuado— el defecto que ha de advertir en el otro; 5) pensar que ya no es posible una efectiva mejora en el corregido, o que esa corrección ya se hizo anteriormente sin aparentes resultados. Estos conflictos suelen proceder, en último término, de los respetos humanos, del temor a quedar mal o de un excesivo espíritu de comodidad. Se disipan fácilmente si está viva la conciencia habitual de la comunión de los santos y, por tanto, de la lealtad debida a la Iglesia y a sus pastores, a sus instituciones y a todos los hermanos en la fe.
      Para recibir con fruto la corrección fraterna, el corregido debe actualizar con frecuencia sus deseos de santidad para ver en la advertencia recibida una gracia divina ordenada a la mejora en la fidelidad a Dios y en el servicio a los demás. El ejercicio de la virtud de la humildad le dispondrá adecuadamente para acoger las correcciones con agradecimiento, y le permitirá escuchar la voz de Dios sin endurecer el corazón.

6. Modo de hacerla y de recibirla

      De los consejos concretos de Jesús y de otras enseñanzas evangélicas sobre la caridad se desprenden algunos rasgos característicos del modo en que ha de practicarse la corrección fraterna: visión sobrenatural, humildad, delicadeza y cariño.
      Por ser una advertencia con una finalidad sobrenatural —la santidad del corregido—, conviene que quien corrige discierna en la presencia de Dios la oportunidad de la corrección y la manera más prudente de realizarla (el momento más conveniente, las palabras más adecuadas, etc.) para evitar humillar al corregido. Pedir luces al Espíritu Santo y rezar por la persona que ha de ser corregida favorece el clima sobrenatural necesario para que la corrección sea eficaz.
      Es oportuno también que la persona que corrige considere con humildad en la presencia de Dios su propia indignidad y se examine sobre la falta que es materia de la corrección. San Agustín aconseja hacer ese examen de conciencia, pues con frecuencia percibimos con facilidad en los demás precisamente los puntos que más nos faltan a nosotros mismos: “Cuando tengamos que reprender a otros, pensemos primero si hemos cometido aquella falta; y si no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla. O si la hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no la cometamos. Y entonces tengamos presente la común fragilidad, para que la misericordia, y no el rencor, preceda a aquella corrección”.
      La delicadeza y el cariño son rasgos distintivos de la caridad cristiana y también, por tanto, de la práctica de la corrección fraterna. Para asegurar que esa advertencia es expresión de la caridad auténtica, importa preguntarse antes de hacerla: ¿cómo actuaría Jesús en esta circunstancia con esta persona? Así se advertirá más fácilmente que Jesús corregiría no sólo con prontitud y franqueza, sino también con amabilidad, comprensión y estima. San Josemaría enseña en este sentido: “La corrección fraterna, cuando debas hacerla, ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios”. Una muestra concreta de delicadeza será hacer la advertencia a solas con el interesado, prescindiendo de todo aquello —comentarios o bromas— que pueda perturbar el clima sobrenatural en el que la corrección se realiza.
      Al practicar la corrección fraterna ha de evitarse la posible tendencia al anonimato. Esta inclinación desaparece en el que corrige cuando, con la gracia de Dios, hace un acto concreto de lealtad y piensa en la comunión de los santos. La lealtad le llevará a corregir a la cara, sin fingimientos ni rebajas, con la franqueza de quien busca el bien del otro y la santidad de la Iglesia. La necesaria firmeza en la corrección no es incompatible con la amabilidad y la delicadeza: quien corrige ha de ser como una “maza de acero poderosa, envuelta en funda acolchada”.
      La virtud de la prudencia desempeña un papel importante como guía, regla y medida del modo de hacer —y también al recibir— la corrección fraterna. “La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo”. Por eso, una norma de prudencia, sellada por la experiencia, es pedir consejo a una persona sensata (el director espiritual, el sacerdote, el superior, etc.) sobre la oportunidad de hacer la corrección. Esta consulta, lejos de ser acusación o denuncia, constituye un ejercicio sabio de la virtud de la caridad que busca evitar que alguien sea corregido de la misma materia por varias personas, y ayuda al que corrige a madurar en sus juicios y formar la propia conciencia; en definitiva, a ser “almas de criterio”. La prudencia llevará también a no corregir con excesiva frecuencia sobre un mismo asunto, pues debe contarse con la gracia de Dios y con el tiempo para la mejora de los demás.
      Las materias que son objeto de corrección fraterna abarcan todos los aspectos de la vida del cristiano, pues todos ellos constituyen su ámbito de santificación personal y del apostolado de la Iglesia. Cabe señalar de modo general los siguientes puntos: 1) hábitos contrarios a los mandamiento de la ley de Dios y a los mandamientos de la Iglesia; 2) actitudes o comportamientos que chocan con el testimonio que un cristiano está llamado a dar en la vida familiar, social, laboral, etc.; 3) faltas aisladas cometidas, en el caso de constituir un grave menoscabo para la vida cristiana del interesado o para el bien de la Iglesia.
      Al recibirla, importa saber mantener una actitud adecuada que se resume en estos aspectos: visión sobrenatural, humildad y agradecimiento. Al recibir la corrección, es razonable que la persona corregida acepte la corrección con agradecimiento, sin discutir ni dar explicaciones o excusas, pues ve en el que corrige a un hermano que se preocupa por su santidad. En los casos en que ante una corrección brote la irritación o el disgusto del fondo del alma, convendrá meditar las palabras de San Cirilo: “La reprensión, que hace mejorar a los humildes, suele parecer intolerable a los soberbios”. La prudencia aconseja en esos casos meditar en la presencia de Dios sobre la corrección recibida para penetrar todo su sentido; y, en el caso de no entenderla, para pedir consejo a una persona prudente (el sacerdote, el director espiritual, etc.) que le ayude a comprenderla en todo su alcance.

7. Los frutos de la corrección fraterna

      Son numerosos los beneficios de la práctica de la corrección fraterna, tanto para el que la recibe como para el que la hace. Como acción concreta de la caridad cristiana tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Supone además el ejercicio de muchas virtudes: la caridad, la humildad, la prudencia; mejora la formación humana haciendo a las personas más corteses; facilita el trato mutuo entre las personas, haciéndolo más sobrenatural y, a la vez, más agradable en el aspecto humano; encauza el posible espíritu crítico negativo, que podría llevar a juzgar con sentido poco cristiano el comportamiento de los demás; impide las murmuraciones o las bromas de mal gusto sobre comportamientos o actitudes de nuestro prójimo; fortalece la unidad de la Iglesia y de sus instituciones a todos los niveles, contribuyendo a dar mayor cohesión y eficacia a la misión evangelizadora; garantiza la fidelidad al espíritu de Jesucristo; permite a los cristianos experimentar la firme seguridad de quienes saben que no les faltarán la ayuda de sus hermanos en la fe: “El hermano ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada”.

2/26/12


EL SEÑOR QUISO SUFRIR LA TENTACIÓN PARA ENSEÑARNOS CON SU EJEMPLO


El Papa en el Ángelus de hoy.

¡Queridos hermanos y hermanas!:
En este primer domingo de Cuaresma, encontramos a Jesús que, después de haber recibido el bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista (cf. Mc. 1,9), es tentado en el desierto (cf. Mc. 1,12-13). La narración de san Marcos es concisa, desprovista de detalles que leemos en los otros dos evangelios de Mateo y de Lucas. El desierto del que se habla tiene diversos significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el "lugar" de la debilidad del hombre, donde no existe apoyo ni seguridad, donde la tentación se hace más fuerte. Pero también puede indicar un lugar de refugio y amparo, como lo fue para el pueblo de Israel, escapado de la esclavitud egipcia, donde se puede experimentar de una manera especial la presencia de Dios. Jesús "permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás." (Mc. 1,13). San León Magno comenta que "el Señor ha querido sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y enseñarnos con su ejemplo" (Tractatus XXXIX, 3 De ieiunio quadragesimae: CCL 138 / A Turnholti, 1973, 214-215) .

¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de la Imitación de Cristo, "el hombre nunca está totalmente libre de la tentación, mientras viva... pero con la paciencia y con la verdadera humildad nos haremos más fuertes que cualquier enemigo." (Liber I, c. XIII , Ciudad del Vaticano 1982, 37); la paciencia y la humildad para seguir todos los días al Señor, aprendiendo a construir nuestra vida no fuera de él o como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la vida verdadera. La tentación de quitar a Dios, de poner orden solos en sí mismos y en el mundo, contando solo con las propias capacidades, ha estado siempre presente en la historia del hombre. 
Jesús proclama que "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca"(Mc. 1,15), anuncia que en él sucede algo nuevo: Dios habla al hombre de una manera inesperada, con una cercanía única, concreta, llena de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre a tomar sobre sí el pecado, para vencer el mal y traer a la persona al mundo de Dios. Pero este anuncio está acompañado de la obligación de corresponder por un regalo así de grande. De hecho, Jesús añade: "Conviértanse y crean en el Evangelio" (Mc. 1,15); es una invitación a tener fe en Dios y a adecuar cada día de nuestras vidas a su voluntad, dirigiendo todas nuestras acciones y pensamientos hacia el bien. El tiempo de Cuaresma es el momento preciso para renovar y mejorar nuestra relación con Dios mediante la oración diaria, los actos de penitencia, las obras de caridad fraterna.
Roguemos fervientemente a la Santísima Virgen María, que acompañe nuestro camino cuaresmal con su protección y nos ayude a inculcar en nuestros corazones y en nuestra vida las palabras de Jesucristo, para convertirnos a Él. Encomiendo también a vuestras oraciones, la semana de ejercicios espirituales que esta tarde empezaré con mis colaboradores de la Curia Romana.

 “Busca la paz y corre tras ella”. 

LOS OBISPOS VASCOS PIDEN A ETA QUE SE ARREPIENTA Y A LAS VÍCTIMAS QUE PERDONEN




1. Las bienaventuranzas nos muestran el testimonio de vida de quienes han sido renovados en Cristo. Entre ellas, se encuentra la que hace referencia a quienes construyen la paz: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Con la proclamación de las bienaventuranzas, la antigua ley ha sido culminada por la ley nueva del amor. 
Como afirma San Pablo, “el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Co 5, 17). Jesús inaugura y posibilita un nuevo modo de relación humana: el “ama al prójimo como a ti mismo” ha sido superado por el mandamiento nuevo: “amaos unos a otros como Yo os he amado”. Es más, el Señor nos dice que la nueva condición de hijos e hijas de Dios conlleva el amar a los enemigos y rezar por los que nos persiguen (cfr. Mt 5, 44).
 2. Jesús es consciente de que para amar de este modo nuevo, es necesaria la renovación profunda de la humanidad. Y así Él se humilló y se rebajó hasta la muerte, y una muerte de cruz. Cristo quiere descender a la profundidad del dolor y sufrimiento humano para, desde ahí, renovar radicalmente nuestra humanidad, haciendo brotar la vida desde el abismo del dolor y de la muerte: “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores” (Is 53, 4). Esta impresionante descripción que el profeta Isaías refiere al Siervo de Yahveh nos muestra el modo en que el Hijo de Dios, asumiendo nuestra carne, acoge en sí mismo todo mal y toda injusticia. Él no es ajeno a las oscuridades y dolores de la humanidad, sino que se hace solidario, hasta el extremo, de todo padecimiento e incluso de la misma muerte.
3. Isaías prosigue clamando con admiración: “Sus heridas nos han curado” (Is 53, 5). El misterio Pascual del Señor torna la herida en curación, el sufrimiento en gozo, la muerte en vida. De la herida abierta de Jesús muerto en la cruz brotan el agua y la sangre, la fuente de la vida, el surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna. De la profundidad del sepulcro surge el anuncio luminoso de la resurrección y se realiza el inicio de la nueva creación. Sus heridas asumieron las nuestras y de ellas, en Cristo, renace una nueva vida llena de vigor y de esperanza.
4. El primer día de la semana, estando los discípulos con las puertas cerradas, porque tenían miedo, se presentó Jesús, y les mostró las heridas, las manos y el costado. Queridos hermanos y hermanas. También hoy, aquí y ahora, el Señor quiere mostrarnos sus heridas para que nos llenemos de paz y esperanza. ¡Tus heridas nos han curado! Con Cristo es posible que el leño viejo y seco pueda reverdecer. Se nos ofrece la posibilidad de que el odio, la violencia y la división sean vencidos por el amor, el perdón y la reconciliación. Necesitamos ver esas manos y ese costado para emprender con decisión el camino de la reconciliación. En esas llagas de Jesús vemos, de modo particular, a quienes han sufrido brutalmente las heridas y la muerte causadas por el terrorismo y toda clase de violencia injusta. Cristo es la Víctima pascual, y en Él, las víctimas son abrazadas por el amor de Jesús y asociadas para siempre a su propia entrega, haciendo que su sangre no sea inútil. Su memoria, así como el acompañamiento a sus familias, constituyen una exigencia de la justicia, así como un testimonio perenne de gratitud y reconocimiento y un elemento ineludible para la reconciliación social.
5. Y les dijo: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz que Dios nos ofrece, es acogida por aquellos que reconocen sus faltas y sus pecados, por aquellos que abren su corazón a la gracia de la conversión. La paz, como don de Dios, secundada por la tarea humana, nace de un corazón nuevo, transformado por el Espíritu. “Sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados” (Jn 20, 22). Es el Espíritu Santo quien opera el cambio del corazón y el que posibilita la construcción de la paz. La paz procede originariamente de Dios, pero precisa de nuestra colaboración para que fructifique. Jesús nos invita a contemplar: “Ya ves, estaba muerto, pero ahora vivo” (Ap 1, 18). La muerte, en Jesús, se transforma en vida. Es la esperanza cierta que puede llenar de paz y serenidad a quienes han padecido en carne propia la herida profundamente injusta del terror y de la violencia. En Cristoencontramos nuestra paz y también el sufrimiento y la muerte encuentran un motivo para esperar y ser curados, restituyéndonos a la vida nueva de Dios.
6. Sólo el Cordero degollado es capaz de recibir el libro, abrir sus sellos y ver su contenido (cfr. Ap 5, 7). Cristo, el Cordero degollado, aparece vivo y de pie. Ello significa la verdad con capacidad de juzgar verazmente, pues conoce hasta la profundidad del corazón humano y de la historia. Él es la Verdad, una Verdad personal e imperecedera. Él arroja luz sobre nuestra historia y sólo desde Él podemos conocer la verdad de las cosas, superando visiones parciales y fragmentadas de una realidad tan dolorosa como la que hemos vivido. Con Él podemos volver la mirada sobre el relato de nuestra historia, y unidos a Él podremos reconocer el daño causado, valorar críticamente nuestras acciones y omisiones, restablecer la justicia y abrirnos al perdón y a la reconciliación.
7. “Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación” (2 Co 5, 18). En efecto, el ministerio de la reconciliación está en el corazón mismo de la misión de la Iglesia. Es un encargo que el Señor otorga a quienes ha reconciliado consigo por el Misterio pascual. Los cristianos de nuestras diócesis, acompañados por sus pastores, han realizado un largo recorrido en el servicio de la reconciliación, mediante múltiples y variadas iniciativas, con la conciencia de estar ejerciendo un ministerio fruto de la voluntad y el envío por parte de Dios, que al mismo tiempo responde a una necesidad de nuestra sociedad. “Nosotros actuamos como enviados de Cristo y en su nombre os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5, 20). El anuncio del perdón y de la misericordia de Dios, así como la exhortación a la conversión y el arrepentimiento, es esencial y permanente en la predicación de Jesús. La Iglesia tiene por cometido primordial anunciar esta gracia que exhorta a la conversión profunda y a acoger y ofrecer el perdón en el camino de la reconciliación.
8. En esta nueva etapa, la Iglesia quiere renovar su misión y compromiso de ser servidora de reconciliación. El anuncio por parte de ETA del final definitivo de toda actividad violenta ha sido acogido por nosotros y por la sociedad con satisfacción y esperanza, pero continuamos deseando y demandando su definitiva desaparición. Tras el cese de todo lo que amenaza la integridad física o moral de las personas, los senderos de la verdad y de la justicia constituyen el itinerario para una reconstrucción moral y social, que garantice una convivencia en paz, digna y respetuosa. Particularmente el arrepentimiento y el perdón son necesarios allí donde las agresiones del terrorismo y de toda clase de violencia o injusticia han abierto heridas profundas. Pedimos a Dios que quienes han dañado y ofendido al prójimo sientan su llamada al arrepentimiento verdadero y a la petición sincera de perdón.
9. Queridos hermanos y hermanas. Cristo nos enseña a perdonar y por el don del Espíritu se nos ofrece la capacidad de practicarlo. El perdón pedido y otorgado libera el corazón humano y nos hace semejantes a nuestro Padre misericordioso. Por eso, también rogamos a Dios que, a quienes han experimentado la agresión y todo tipo de violencia física o moral les conceda la gracia de poder ofrecer este perdón sanador y liberador que, sin anular las exigencias de la justicia, la supera.
10. El salmo 33 que hemos recitado nos anima a buscar la paz y correr tras ella. Gracias a Dios, en esta búsqueda hemos tenido y tenemos tantos compañeros de camino: instituciones, asociaciones, movimientos, iniciativas de diverso tipo, y tantos hermanos y hermanas, que se han empeñado con esfuerzo y constancia en lograr el fin de toda violencia y nos han invitado reiteradamente a recorrer el camino de la reconciliación. El Señor nos convoca a todos, instituciones y particulares, a colaborar en el afianzamiento de una cultura de la reconciliación y de la paz promoviendo e impulsando el encuentro, el diálogo y la reflexión, actuando con sabiduría. Aprendamos a vivir en el respeto y aprecio mutuos, más allá de nuestros condicionamientos ideológicos, sociales o políticos para encontrarnos respetuosamente con quienes piensan o viven de distinta manera que nosotros, en una sociedad que es plural y compleja pero que quiere vivir en paz y prosperidad, mirando al futuro con esperanza.
11. Sintámonos nuevamente enviados por el Señor a ser ministros de reconciliación, constructores de paz. El Espíritu Santo sigue derramando sus dones para que germine entre nosotros la paz como don de Dios, que requiere a su vez nuestro esfuerzo y colaboración. Que el Señor nos fortalezca y María nuestra Madre nos acompañe en esta hermosa y necesaria tarea. Como nos anunció el Señor resucitado: ¡Que la paz esté siempre con nosotros! AMEN.
+ Mario, obispo de Bilbao
+ Jose Ignacio, obispo de San Sebastián
+ Miguel, obispo de Vitoria

2/24/12


CONVERTIRNOS Y CREER EN LA BUENA NUEVA QUE CRISTO NOS ANUNCIA 


Pedro Mendoza (CUARESMA 1º, CICLO B)

"Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo, que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios, y le están sometidos ángeles, dominaciones y potestades". 1Ped 3,18-22
Comentario
El pasaje de la primera carta de san Pedro nos invita a contemplar el ejemplo de Cristo en su muerte y las promesas del bautismo.
En primer lugar, el autor de la carta presenta a Cristo que se ofrece en oblación por nuestros pecados. Una vez más (como en 2,21-25), al pintar la imagen del Crucificado, recurre a los cánticos del "siervo doliente" del profeta Isaías. Refiere la muerte del Señor en la cruz como un sacrificio por el pecado: "Es que quiso quebrantarle Yahveh con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá descendencia y vivirá largos días" (Is 53,10). En esta muerte de Cristo según la carne, vivida como  oblación, todo bautizado está llamado a descubrir su propia vocación y a estar dispuesto a poner su vida en la balanza de la justicia divina como víctima por el pecado, por las injusticias de los otros.
Como Cristo, el creyente en Él debe contar con la posibilidad de ser condenado a muerte, pero de ella resurgirá victorioso a nueva vida. Precisamente en la muerte comenzó la mayor actividad de Cristo. En el reino de Dios, este ajusticiado en la tierra comenzó a actuar y a "atraer a todos hacia sí" (Jn 12,32). También el cristiano, si llega a ser eliminado, ha de saber que entonces actuará todavía más, que con la muerte comienza para él una vida en el espíritu.
San Pedro, señalando el ejemplo de Cristo y su actividad llena de vida que comenzó con su muerte: "fue también a predicar a los espíritus encarcelados" (1Ped 3,19), pretende que sirva como modelo para quienes son llamados al martirio. Lo que sucedió en aquel intervalo de tiempo, en las horas que transcurrieron desde su muerte hasta su resurrección, lo describe el autor de la carta con imágenes tomadas de las representaciones del judaísmo tardío. La "cárcel" es un lugar que se ha de entender algo así como en el interior de la tierra, donde los espíritus caídos están encadenados: un lugar de castigo y de horror. Cristo descendió a este lugar para dar noticia de sí y de su muerte. Con esta imagen parece expresarse una doble verdad. Por un lado, la acción salvífica del Señor fue un hecho que abarcaba todos los ámbitos del mundo, que realizaba el juicio y la gracia de Dios. Y, por otro lado, Cristo es el testigo fiel, el mártir que tras su acción salvífica dio noticia de ella a todos los seres, incluso a los que tenían sentimientos hostiles a Dios.
Desarrollando más esta idea de la predicación, san Pedro pasa de los espíritus en general a determinados hombres desobedientes. Con esto evoca dos épocas de la historia de la salvación, en las cuales aguarda cada vez la paciencia de Dios ante el juicio: el tiempo que precede al diluvio y los últimos tiempos, los tiempos cristianos. Cuando todo estaba bajo la amenaza de quedar aniquilado por las olas de la cólera divina, se preparó un medio de salvación, un arca, una caja de madera. Como Noé en el diluvio obedeciendo a Dios se confió a aquel leño y se salvó, así también nuestra vida se asocia con el leño salvador de la cruz mediante el agua del bautismo y la buena voluntad de obedecer.
Ahora pasa san Pedro a hablar de las promesas del bautismo. Lo que hasta aquí sólo se podía deducir de insinuaciones, lo formula ahora el autor de la carta claramente: "a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo" (3,21). Lo que le interesa no son precisamente los acontecimientos de los tiempos de Noé, sino el hecho del bautismo. Pero conviene notar que lo que da la pauta no es la semejanza exterior que hay en el empleo del agua, sino la interior: en ambos casos se sometieron los hombres incondicionalmente a la obediencia a Dios.
Concluye san Pedro este pasaje retomando el ejemplo de Cristo triunfante (3,22). En un principio se había mostrado a Cristo como aquel que se sometió a los jueces de la tierra, que fue voluntariamente a la muerte y que utilizó su muerte para pregonar la obra salvadora de Dios. Ahora surge su imagen como la del rey que impera, cuyo "escabel" lo forman enemigos sometidos (Sal 110[109],1), que le están totalmente subordinados. Entre ellos designa en concreto a las "potestades", indicando con ello a los poderes políticos visibles, que están bajo el influjo de los poderes demoníacos invisibles. En efecto, los grandes de la tierra, sostenidos por el poder de Satán, son ante quienes ahora tiemblan los cristianos. Su consuelo consiste en que Cristo, desde su Pascua, triunfa sobre estos poderes.
Aplicación
Convertirnos y creer en la Buena Nueva que Cristo nos anuncia.
El primer domingo de Cuaresma, como nos recuerda el Evangelio, nos reclama a volver nuestra mirada al desierto donde se encuentra Cristo, disponiéndose con la oración, el ayuno y las buenas obras, para iniciar su vida pública. Se encuentra ahí también para someterse a la tentación y vencerla. Por eso las lecturas nos hablan de tentación, de conversión, de Buena Noticia y de bautismo. La primera lectura nos refiere la promesa y la alianza de Dios después del diluvio, se trata por tanto de una buena noticia después del desastre del diluvio. En la segunda lectura san Pedro nos habla de Jesús que después de la muerte va a predicar a los espíritus, y recuerda los días de Noé, es decir el diluvio y la salvación, haciendo notar que era una figura que anunciaba el bautismo, en el cual se realiza la conversión y la salvación.
La primera lectura (Gen 9,8-15) nos recuerda que el proyecto de Dios, que se ha manifestado en el Antiguo Testamento con el diluvio y la salvación de Noé, de su familia y de todos los seres vivientes, consiste en eliminar del mundo el mal y en consentir al hombre vivir una vida buena y hermosa. Resuena todavía el eco de la promesa de Dios, hecha al término del diluvio: "Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra [...] y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne". De este modo nos recuerda la voluntad salvífica de Dios que dirige y guía todos los acontecimientos de la historia. A este Dios que hace hasta lo imposible por salvarnos, debemos escuchar y acoger con docilidad en nuestras vidas.
El Evangelio (Mc 1,12-15), aunque de forma breve, nos presente esa realidad misteriosa de Cristo que se somete a la tentación para que, venciéndola, también nosotros podamos vencerla en Él. La preparación de Cristo al inicio de su vida pública no requiere conversión, pero en cuanto hombre siente la necesidad de una intensa preparación. Por eso se retira a orar, a ayunar y, de este modo, a abrirse a la voluntad del Padre. Nos enseña que para vencer en el combate espiritual de nuestra vida contra las fuerzas del mal es preciso prepararnos como Él. Acojamos la invitación de la Iglesia a hacer de este tiempo de Cuaresma, un tiempo de intensa preparación espiritual para nuestra misión junto a Cristo, que nos conducirá a la vivencia culmen de los misterios de nuestra Redención.
Como nos enseña san Pedro en la segunda lectura (1Ped 3,18-22), el evento extraordinario de la salvación después del diluvio era prefiguración de la salvación cristiana que se realiza por medio del bautismo. Así Cristo triunfante de la muerte, con su descenso a los infiernos, demuestra su victoria sobre las fuerzas del mal. Él lleva a cuantos yacían en ese valle de sombras, el anuncio de la salvación que nos ha obtenido. Precisamente, en virtud de la resurrección de Cristo, las aguas bautismales son fuente de vida nueva. A este Cristo que nos ha salvado y que nos llama a la conversión y a creer en la Buena Nueva respondámosle con un sí generoso y total.

CUARESMA: TIEMPO DE DIOS, TIEMPO DE LOS HOMBRES


Mons. Juan del Río Martín

El itinerario cuaresmal que se inaugura con el llamando miércoles de cenizas, nos conduce al núcleo esencial del cristianismo que es el Misterio Pascual. Cada año la Iglesia se renueva constantemente con la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que nos ha liberado del pecado y de la muerte eterna.
Benedicto XVI nos ofrece su Mensaje anual de la Cuaresma centrado en el texto de la carta a los Hebreo: “Fijémonos los unos en los otros para el estímulo de la caridad y las buenas obras” (10,24). Su planteamiento es muy original y su contenido es sapiencial. El trípode clásico de: oración, ayuno y limosna, es abordado desde la perspectiva de la virtud de la caridad, que se manifiesta en obras de reconocimiento de Dios y de aprecio hacia los hermanos.
Estamos ante todo en un tiempo dedicado al Señor. El cristiano lo primero que ha de hacer es “fijarse en Jesús”, mediante la intensificación del trato asiduo con Él, por la oración, la vida sacramental, y el desprendimiento en favor del prójimo al estilo del Maestro. Es necesario, que la existencia de cada uno de los bautizados esté centrada en Dios cómo único absoluto, como la única verdad que da razón de ser a nuestra vida. La Cuaresma es terapia del espíritu que nos purifica y nos capacita para que entremos en nuestra “bodega interior”, donde resuena la Palabra de vida eterna que nos dice: “Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu Señor” (Sal 44, 11-12). Sólo en el silencio orante sentimos la gracia de la conversión.
Desde esta experiencia del Dios vivo revelado en Cristo Redentor, se descubre la responsabilidad para con los hermanos, estableciendo relaciones caracterizadas por el cuidado recíproco, por la atención “del bien del otro y de todo su bien”. Esto quiere decir, que la Cuaresma es también tiempo dedicado a los hombres, no sólo porque estamos llamados a incrementar nuestras limosnas en favor de los más necesitados, sino porque debemos crecer en humanidad ante el indiferentismo que domina nuestra sociedad actual.
¿Cómo se hace esto? No en razón de una ideología o teoría sociológica sobre los pobres, sino viendo en el hermano menesteroso el rostro sufriente de Dios que reclama una respuesta concreta y generosa en: fraternidad, solidaridad, justicia, misericordia y compasión. La liturgia cuaresmal nos hace más sensibles a las necesidades corporales y espirituales de nuestros semejantes. Si eso no se diera, estaríamos en un culto vacío, y no “en espíritu y verdad” como pide el Evangelio (Jn 4, 19: Cf. Lc 10,30-32). Por eso afirma el Papa que: “la atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, morales y espirituales”.
No debemos quedarnos en una Cuaresma meramente asistencial, “que reduce la vida sólo a la dimensión terrena, olvidando la perspectiva escatológica”. El ejercicio de las buenas obras de estos días ha de ser integral: de “cuerpo y alma”. Es decir, practicando las Obras de Misericordia tanto corporales como espirituales. Por eso, la caridad también se ejercita cuando nos preocupamos por ejemplo de: corregir al hermano con humildad, de ayudarle a que recupere el buen camino, de animarlo para que persevere en la vida cristiana y pueda alcanzar salvación eterna. Convendría no olvidar que nuestra existencia personal y el mismo rostro de la Iglesia, está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como el mal. Así sucede que en la actualidad, para superar esta cultura secularista, es imprescindible el testimonio de la fe cristiana, que se manifiesta en las buenas obras.
La Cuaresma es una ocasión de gracia para caminar juntos en la santidad y en una caridad cada vez más fecunda. Para ello hay que rechazar una serie de tentaciones, como puedan ser: el creerse que uno ya está convertido, vivir en una tibieza espiritual, el no poner a disposición de los demás los talentos que el Señor nos ha regalado, el quedarse en lo puramente exterior de los medios e instituciones y no caminar al encuentro del Señor Resucitado.  

2/23/12


CUARESMA, CAMINO DE FE Y DE CONVERSIÓN

Audiencia del Papa en el Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis me gustaría detenerme brevemente sobre el tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Es un viaje de cuarenta días que nos llevará al Triduo Pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia, este era el momento en que los que habían oído y aceptado el mensaje de Cristo empezaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación a la fe que se realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de parte de los catecúmenos, es decir, de aquellos que querían ser cristianos y ser incorporados a Cristo en la Iglesia.
Posteriormente, también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a experimentar este camino de renovación espiritual, para conformar más la propia existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en las diferentes etapas del camino de la Cuaresma, enfatiza una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: es la redención no de algunos, sino de todos, al estar disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, tanto los que recorrían un viaje de fe como catecúmenos para recibir el bautismo, como los que se habían alejado de Dios y de la comunidad de fe y buscaban la reconciliación, o los que vivían su fe en plena comunión con la Iglesia, todos juntos sabían que el tiempo antes de la Pascua era un tiempo de metanoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en marcha ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.
Con una expresión que es típica en la liturgia, la Iglesia llama al período en el que hemos entrado hoy, «Cuaresma», es decir, un tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la sagrada escritura, nos introduce en un contexto espiritual específico. Cuarenta es, de hecho, el número simbólico con el que el Antiguo y el Nuevo Testamento representan los aspectos más destacados de la experiencia de fe del Pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico exacto, dividido por la suma de los días. Más bien indica una perseverancia paciente, una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decisiones maduras.
El número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé.Este hombre justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn. 7,4.12, 8.6). Después la siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex. 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años... No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años", dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt. 8,2.4). Los años de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re.19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl (Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam. 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo! “¡Oh, si escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10). 
En el Nuevo Testamento Jesús, antes de comenzar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt. 4,2): se alimenta de la palabra de Dios, que utiliza como un arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús recuerdan aquello que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días en que Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch. 1,3).
Con este recurrente número de cuarenta está descrito un contexto espiritual que se mantiene actual y válido, y la Iglesia, precisamente a través del periodo cuaresmal, intenta mantener el valor permanente y hacernos actual la eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene el propósito de  facilitar un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y, sobre todo, para aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados ​​en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto tienen actitudes y situaciones ambivalentes. Por un lado son la temporada del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando les hablaba al corazón, señalándoles siempre el camino a seguir. Dios se había hecho, por así decirlo, casa en medio de Israel, lo precedía en una nube o en una columna de fuego, proveía todos los días la comida haciendo bajar el maná, y haciendo surgir el  agua de la roca. Por lo tanto, los años pasados ​​por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a Él por parte del pueblo: el tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia también muestra otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: es también el tiempo de las tentaciones y de los mayores peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera regresar al paganismo y se construye sus propios ídolos, porque ve la necesidad de adorar a un Dios más cercano y tangible. Es también el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.
Esta ambivalencia, tiempo de la especial cercanía de Dios –tiempo del primer amor--, y tiempo de la tentación --la tentación de volver al paganismo--, la reencontramos en modo sorprendente en el camino terrenal de Jesús, por supuesto que sin ningún tipo de compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que se sacrifica a sí mismo y vive para los demás y se coloca entre los pecadores, para tomar sobre sí los pecados del mundo, Jesús va al desierto por cuarenta días para estar en unión profunda con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos aquellos ritmos de cuarenta días o años a los que me he referido. Esta dinámica es una constante en la vida terrenal de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima soledad con Él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de "desierto" y de encuentro especial con el Padre, Jesús está expuesto al peligro y se ve asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, que le ofrece otro camino mesiánico, lejos del plan de Dios, por que pasa a través del poder, el éxito, el dominio y no a través de la entrega total en la Cruz. Esta es la disyuntiva: un poder mesiánico, de éxito, o un mesianismo de amor, de don de sí.
Esta ambivalencia describe también la condición de la Iglesia peregrina en el "desierto" del mundo y de la historia. En este "desierto", ciertamente los creyentes tenemos la oportunidad de vivir una profunda experiencia de Dios que hace fuerte el espíritu, confirma la fe, nutre la esperanza, anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte por el sacrificio de amor en la Cruz. Pero el "desierto" es también el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el secularismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano del existir, sustrayéndole toda referencia a la trascendencia. Es este también el ambiente en el que el cielo sobre nosotros es oscuro, porque está cubierto por las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, incluso para la Iglesia de hoy, el tiempo del desierto puede transformarse en un tiempo de gracia, porque tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura, Dios puede hacer brotar el agua viva que refresca y restaura.
Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos llevarán a la Pascua de Resurrección, podemos encontrar un nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe cada situación de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que de las tinieblas el Señor hará surgir el día nuevo. Y si hemos sido fieles a Jesús y siguiéndolo por el camino de la cruz, el mundo luminoso de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría se nos devolverá: será el nuevo amanecer creado por Dios mismo. ¡Buen camino de Cuaresma a todos!