6/30/12


'¡LA VIRGEN SANTA CONDUZCA A TODOS LOS CREYENTES EN CRISTO A LA META DE LA PLENA UNIDAD!'


El Papa ayer en el rezo del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos con alegría la solemnidad litúrgica de los santos apóstoles Pedro y pablo, una fiesta que acompaña la historia bimilenaria del Pueblo cristiano. Ellos son llamados columnas de la Iglesia naciente. Testigos insignes de la fe, han dilatado el Reino de Dios con sus diversos dones y, a ejemplo del divino Maestro, han sellado con sangre su predicación evangélica. Su martirio es signo de unidad de la Iglesia, como dice san Agustín: "U solo día es consagrado a la fiesta de los dos apóstoles. Pero también ellos eran una sola cosa. Aunque fueron martirizados en días diferentes, eran una sola cosa. Pedro precedió, Pablo siguió" (Disc. 295, 8: PL 38, 1352).
Del sacrificio de Pedro son signo elocuente la Basílica Vaticana y esta Plaza, tan importantes para la cristiandad. También del martirio de Pablo quedan huellas significativas en nuestra ciudad, especialmente en la Basólica a el dedicada en la Via Ostiense. Roma lleva inscritos en su historia los signos de la vida y de la muerte gloriosa del humilde Pescador de Galilea y del Apóstol de las Gentes, que justamente se ha elegido como protectores. Haciendo memoria de su luminoso testimonio, recordamos los inicios venerando de la Iglesia que en Roma cree, ora y anuncia a Cristo Redentor. Pero los santos Pedro y Pablo brillan no sólo en el cielo de Roma, sino en el corazón de todos los creyentes que, iluminados por su enseñanza y su ejemplo, en todo el mundo caminan por la vía de la fe, de la esperanza y de la caridad.
En este camino de salvación, la comunidad cristiana, sostenida por la presencia del Espíritu del Dios vivo, se siente animada a proseguir fuerte y serena por el camino de la fidelidad a Cristo y el anuncio de su Evangelio a los hombres de todo tiempo. En este fecundo itinerario espiritual y misionero se sitúa también la entrega del palio alos arzobispos metropolitanos, que he realizado esta mañana en la Basílica. Un rito siempre elocuente, que pone de relieve la íntima comunión de los pastores con el sucesor de Pedro y el profundo vínculo que nos liga a la tradición apostólica. es un doble tesoro de santidad, en el que se funden la unidad y la catolicidad de la Iglesia: un tesoro valioso a redescubrir y vivir con renovado entusiasmo y constante empeño.
¡Queridos peregrinos, llegados aquí de todo el mundo! En este día de fiesta, oramos con las expresiones de la Liturgia oriental: "Alabados sean Pedro y Pablo, estas dos grandes luces de la Iglesia; ellos brillan en el firmamento de la fe". En este clima, deseo dirigir un especial pensamiento a la Delegación del Patriarcado de Constantinopla que, como cada años, ha venido para participar en nuestras tradicionales celebraciones. ¡La Virgen Santa conduzca a todos los creyentes en Cristo a la meta de la plena unidad!
Posteriormente el papa se dirigió a los distintos grupos lingüísticos. A los peregrinos de habla hispana les dijo: "Saludo a los fieles de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los venidos de Argentina, Guatemala, México, Perú y Venezuela, que acompañan con su afecto y oración a los arzobispos metropolitanos que acaban de recibir el palio en esta solemnidad de san Pedro y san Pablo. Que el ejemplo y la intercesión de los Apóstoles ayude a la Iglesia a dar en la hora presente un fiel y audaz testimonio del Evangelio de la salvación. Que Dios os bendiga".

'SÓLO EL SEGUIMIENTO DE JESÚS CONDUCE A LA NUEVA FRATERNIDAD'


Homilía en la Capilla Papal en la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo


Señores cardenales, Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, Queridos hermanos y hermanas:
Estamos reunidos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma. Están aquí presentes los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, que acaban de recibir el palio, y a quienes va mi especial y afectuoso saludo. También está presente, enviada por su santidad Bartolomé I, una eminente delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que acojo con reconocimiento fraterno y cordial. Con espíritu ecuménico me alegra saludar y dar las gracias a The Choir of Westminster Abbey, que anima la liturgia junto con la Capilla Sixtina. Saludo además a los señores embajadores y a las autoridades civiles: a todos les agradezco su presencia y oración.
Como todos saben, delante de la Basílica de San Pedro, están colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles Pedro y Pablo, fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de Pedro y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la Basílica de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la vida y del martirio de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe ha adquirido un significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta ciudad los consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo, la pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma. Se puede pensar también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del tema de la hermandad: es decir, mientras que la primera pareja bíblica de hermanos nos muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata a Abel, Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a pesar de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad: aquí se encuentra el primer mensaje fundamental que la solemnidad de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en la búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico y el Obispo de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán - non praevalebunt -, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is22,22). La llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio, tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora la humanidad entera.
Queridos hermanos, como recordaba al principio, la tradición iconográfica representa a san Pablo con la espada, y sabemos que ésta significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero, leyendo los escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de la espada se refiere a su misión de evangelizador. Él, por ejemplo, sintiendo cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la gloria y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual de la Iglesia.
Queridos Metropolitanos: el palio que os he impuesto, os recordará siempre que habéis sido constituidos en para el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la verdad, la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia del único Espíritu. Que la Santa Madre de Dios nos guíe y nos acompañe siempre en el camino de la fe y de la caridad. Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.

6/28/12


JESÚS EDIFICÓ UNA IGLESIA PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS

Jesús Álvarez SSP

Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Él les dijo: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo. Jesús le respondió: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos.” (Mt 16, 13-19).
Jesús hace un sondeo sobre la opinión que de Él tiene la gente y sobre la que ellos tienen. Pedro, con decisión, toma por primero la palabra para confesar, ante sus condiscípulos, la fe en la divinidad y en la misión salvadora de Jesús. Más tarde, en previsión de las negaciones de Pedro en la noche de la pasión, Jesús le dijo: “Y tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos”.
La autoridad en la Iglesia no se identifica con el poder, los privilegios, el prestigio, los atuendos, al estilo de las autoridades políticas, sino que se realiza en el amor de gratitud a Dios y en el amor salvífico para con el prójimo. Por eso Jesús dijo a Pedro: “¿Me amas, Pedro?... Apacienta mis ovejas y mis corderos”. Solamente en unión con Cristo resucitado presente, la autoridad eclesiástica --como también los simples fieles--, puede realizar la obra de salvación.“Separados de mí, no pueden hacer nada”.
Los puestos de servicio en la Iglesia deberían ocuparlos, no los que tienen más títulos y más prestigio, sino quienes mejor viven en unión real con Cristo, Cabeza de la Iglesia, y en el amor salvífico al pueblo de Dios, a imitación del Buen Pastor. Jesús constituye a Pedro como príncipe y servidor de su Iglesia, sin más privilegios que el de ser el primero en hacerse el último y servidor de todos, y en dar la vida por la salvación de los hombres, como el Maestro. El “Siervo de los siervos de Dios”.
Cristo le asegura a Pedro y a sus sucesores que las fuerzas del mal no prevalecerán contra su Iglesia, porque Él permanece con ellos y con nosotros hasta el fin del mundo, a pesar de los escándalos e infidelidades de algunos pastores y fieles, pues nuestra fe no se fundamenta ni en los sacerdotes, ni en los obispos, ni en los cardenales, siquiera y tampoco en el papa, sino solo en Cristo resucitado presente en su Iglesia, guiada infaliblemente por Él mediante los pastores.
La Iglesia sufrió, sufre y sufrirá persecuciones, martirios –como los que sufren hoy los cristianos en muchas naciones--, calumnias, divisiones internas y escándalos --que son lo más doloroso--, y que hoy tal vez más que nunca, está soportando con esperanza.
La opinión pública suele considerar como Iglesia solo a la jerarquía y al clero; modo de pensar que comparten, por ignorancia, muchos católicos. La verdadera Iglesia fundada por Jesús sobre Pedro, la constituyen el pueblo de Dios que, guiado por sus pastores en nombre del Salvador, camina hacia el Reino eterno, con Cristo resucitado a la cabeza. Si se excluye aunque sea una sola de esas tres realidades, ya no hay Iglesia de Jesús, sino otro ente ajeno a la Iglesia.
Cristo concede a Pedro, y en él a los demás apóstoles de entonces y de todos los tiempos, la misión de la misericordia: o sea, el poder de perdonar los pecados. La Iglesia católica no es la Iglesia del pecado, sino la Iglesia del perdón de los pecados y de los pecadores convertidos, como Pedro y Pablo. San Pablo decía: “Como Pedro fue capacitado para evangelizar a los judíos, así yo he sido capacitado para evangelizar a los paganos”. Ambos asumieron la misma misión de Cristo y con Él: la salvación de los hombres para gloria del Padre, aunque en distintos campos y con estilos diferentes. Si bien con algún desencuentro, superado ejemplarmente por la valentía de Pablo y la humildad de Pedro. Ambos grandes amigos entre sí, fieles seguidores de Cristo, y columnas de la Iglesia.Share on facebook
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'IMITAR A DIOS SIGNIFICA SALIR DE SÍ MISMO, DARSE EN EL AMOR'

El Papa ayer en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra oración está formada, como hemos visto el miércoles pasado, de silencio y de palabra, de canto y de gestos que implican a toda la persona: desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy me gustaría hablar de una de los más antiguos cantos o himnos de la tradición cristiana, que san Pablo nos presenta en lo que es, en cierto sentido, su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Es, por cierto, una carta que dicta el Apóstol en la cárcel, tal vez en Roma. Él se siente cercano a la muerte, porque dice que su vida la ofrece como una libación (cf. Fil. 2,17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su integridad física, san Pablo, en todo el escrito, expresa la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la muerte no como una pérdida sino como una ganancia. En el último capítulo de su Carta hay una fuerte invitación a la alegría, característica fundamental de nuestro ser cristianos y de nuestro orar. San Pablo escribe: "Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén alegres" (Fil. 4,4). Pero ¿cómo se puede regocijar ante una sentencia de muerte inminente? ¿De dónde o mejor dicho, de quién san Pablo obtiene la serenidad, la fuerza, el coraje de ir al encuentro de su martirio, y del derramamiento de su sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana llama carmen Christo, el canto para Cristo, o más comúnmente llamado "himno cristológico"; un canto en el cual se centra toda la atención en los "sentimientos" de Cristo, es decir, en su modo de pensar, y en su actitud concreta y vivida. Esta oración comienza con una exhortación: "Tengan entre ustedes los mismos sentimientos que Cristo" (Fil. 2,5). Estos sentimientos se presentan en los versículos sucesivos: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se trata solo y únicamente de seguir el ejemplo de Jesús, como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y de actuar. La oración debe conducir a un conocimiento y a una unión en el amor cada vez más profundos con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por Él. El ejercicio de esto, aprender los sentimientos de Jesús, es el camino de la vida cristiana.
Ahora quisiera referirme brevemente a algunos elementos de este canto, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios, y abarca toda la historia humana: del estar en la condición de Dios, a la encarnación, a la muerte de cruz y a la exaltación en la gloria del Padre está implícito también el comportamiento de Adán, del hombre desde el inicio. Este himno a Cristo parte de su ser en morphe tou Theou, dice el texto griego, es decir, del estar "en la forma de Dios", o mejor dicho en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su "ser como Dios" para triunfar o para imponer su supremacía, no lo considera como una posesión, un privilegio, un tesoro que celar. Más bien, "se despojó", se anonadó a sí mismo, asumiendo, dice el texto griego, la morphe doulos, la "forma de esclavo", la realidad humana marcada por el sufrimiento, la pobreza, la muerte; se ha asemejado plenamente a los hombres, excepto en el pecado, de modo que se comporta como un servidor dedicado al servicio de los demás. En este sentido, Eusebio de Cesarea --siglo IV--, dice: "Él tomó sobre sí la fatiga de los miembros que están sufriendo. Ha hecho suyas nuestras simples enfermedades. Él sufrió y trabajó por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la humanidad" (La dimostrazione evangelica, 10, 1, 22). San Pablo continúa definiendo el marco "histórico" en el que se hizo este abajamiento de Jesús "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte" (Fil. 2,8). El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, y ha realizado un camino en completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el sacrificio supremo de su vida. Aún más, el Apóstol especifica "hasta la muerte, y muerte de cruz". En la cruz, Cristo Jesús alcanzó el mayor grado de humillación, ya que la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: mors turpissima crucis, escribe Cicerón (cf. In Verrem, V, 64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre ha sido redimido y la experiencia de Adán se ha invertido: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretende ser como Dios con sus propias fuerzas, ponerse en el lugar de Dios, y así pierde la dignidad original que se le había dado. Jesús, al contrario, estaba "en la condición de Dios", pero se ha abajado, se ha sumergido en la condición humana, en la plena fidelidad al Padre, para redimir al Adán que está en nosotros, y para restituir al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres destacan que Él se hizo obediente, restituyendo a la naturaleza humana, a través de su humanidad y obediencia, aquello que se había perdido por la desobediencia de Adán.
En la oración, en la relación con Dios, abrimos la mente, el corazón, la voluntad a la acción del Espíritu Santo para entrar en esa misma dinámica de vida, como afirma san Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: "La acción del Espíritu nos quiere transformar por la gracia, en una copia perfecta de su humillación" (Lettera Festale 10, 4). La lógica humana, sin embargo, busca a menudo la realización de sí mismo en el poder, en el dominio, en los medios poderosos. El hombre todavía quiere construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar a la altura de Dios mismo, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización está en el conformar la propia voluntad humana a la del Padre, en el vaciarse del propio egoísmo, para llenarse del amor, de la caridad de Dios y así llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo permaneciendo encerrado en sí, afirmándose en sí mismo. El hombre se encuentra solo saliendo de sí mismo, solo si salimos de nosotros mismos nos encontramos. Y si Adán quería imitar a Dios, esto en sí mismo no es malo, pero se equivocó en la idea de Dios. Dios no es uno que solo quiere la grandeza. Dios es amor que se entrega desde ya en la Trinidad, y luego en la creación. E imitar a Dios significa salir de sí mismo, darse en el amor.
En la segunda parte de este "himno cristológico" de la Carta a los Filipenses, el sujeto cambia; ya no es Cristo, sino es Dios Padre. San Pablo insiste en que precisamente, por la obediencia a la voluntad del Padre, "Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre" (Fil. 2,9). Aquel que se ha abajado profundamente, tomando la condición de esclavo, ha sido exaltado, elevado por encima de todas las cosas por el Padre, que le dio el nombre de Kyrios, "Señor," la suprema dignidad y el señorío. Frente a este nuevo nombre, por cierto, que es el mismo nombre de Dios en el Antiguo Testamento, "toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: que ‘Cristo Jesús es Señor’, para gloria de Dios Padre" (vv. 10-11). El Jesús que se exalta es el de la Última Cena, que se quita las vestiduras, se ciñe la cintura con una toalla, se inclina a lavar los pies a los apóstoles y les pregunta: "¿Comprenden lo que he hecho por ustedes? Ustedes me llaman ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros" (Jn. 13,12-14). Es importante recordar esto siempre en nuestra oración y en nuestra vida: "el ascenso hasta Dios está en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y por lo tanto la fuerza verdaderamente purificadora, que hace al hombre capaz de percibir y de ver a Dios"(Gesù di Nazaret, Milano 2007, p. 120).
El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece dos claves importantes para nuestra oración. La primera es la invocación: "Señor", dirigida a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre: Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos "dominadores" que la quieren dirigir y orientar. Por ello, se debe tener una escala de valores en los que la primacía le pertenece a Dios, para decir con san Pablo: "Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor" (Fil. 3,8). El encuentro con el Señor resucitado nos ha hecho comprender que él es el único tesoro por el que vale la pena consumir la propia existencia.
La segunda indicación es la postración, el "ponerse de rodillas" en la tierra y en el cielo, recordando las palabras del profeta Isaías, con la que indica la adoración que todas las criaturas deben a Dios (cf. 45,23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en la oración, expresan una actitud de adoración ante Dios, aún con el cuerpo. De ahí la importancia de hacer este gesto no por la costumbre y con prisa, sino con una conciencia profunda. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él, conscientes de que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración fijamos nuestra mirada en el crucifijo, nos detenemos en adoración ante la Eucaristía con frecuencia, para hacer entrar nuestra vida en el amor de Dios, que se humilló a sí mismo con humildad para elevarse hasta Él. Al inicio de la catequesis nos preguntábamos cómo san Pablo podría alegrarse ante el riesgo inminente de su martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo es posible debido a que el apóstol nunca ha quitado la mirada de Cristo, hasta imitarlo conforme a la muerte "tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Fil. 3,11). Al igual que san Francisco ante el crucifijo, decimos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y discernimiento para hacer tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).

6/27/12



El camino cristiano: libertad y vida plena


La vida cristiana es salir de sí mismo y vivir para los demás − Un camino de vida plena − Renuncia al pecado para vivir en libertad − La fe como Vida, Cristo como camino − Una vida nueva: bautismo y libertad

      En su meditación ante la asamblea eclesial de Roma en San Juan de Letrán, el 11 de junio, Benedicto XVI ha explicado por qué no es suficiente conocer la doctrina de Jesús, sino que es necesario ser bautizados (cf. Mt 28, 19).
      La reflexión tiene dos grandes partes. La primera desarrolla el significado y las consecuencias del bautismo. La segunda analiza la estructura del rito bautismal. A lo largo de su discurso, el Papa va señalando importantes implicaciones para la vida cristiana en la actualidad.
La vida cristiana es salir de sí mismo y vivir para los demás
      Entrando en el sentido del bautismo, destaca el hecho de que bautizar “en nombre del Padre” significa la “inmersión” del bautizado en la vida de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo). Y por tanto, la llamada a ser testigos del Dios vivo (cf. Mt 22, 31-32).
      Esto tiene varias consecuencias. La primera, señala el Papa, la cercanía, «la prioridad, la centralidad de Dios en nuestra vida». Por tanto, hemos de tener en cuenta esta presencia de Dios y vivir realmente en su presencia.
      Segunda, no somos nosotros los que nos hacemos cristianos. Lo explica Benedicto XVI: «Así como yo no me doy la vida, sino que la vida me es dada (…), así también el ser cristiano me es dado (…)». Y esto, el que no nos hacemos a nosotros mismos cristianos, sino que somos hechos cristianos por Dios, «implica ya un poco el misterio de la cruz: sólo puedo ser cristiano muriendo a mi egoísmo, saliendo de mí mismo».
      De lo anterior se sigue, según el Papa, que al estar inmerso en Dios, estoy unido a mis hermanos y hermanas, que también están unidos a Él; así salgo de mi aislamiento y quedo inmerso en la comunión con los otros. Es decir: «Ser bautizados nunca es un acto “mío” solitario, sino que siempre es necesariamente un estar unido con todos los demás, un estar en unidad y solidaridad con todo el Cuerpo de Cristo, con toda la comunidad de sus hermanos y hermanas». El bautismo rompe así mi aislamiento, y esto es clave para el cristiano.
      Cuarta y última consecuencia. Puesto que Dios es un Dios vivo y Dios de vivos (cf. Mt 22, 32), el bautismo es una primera etapa de la resurrección, entramos para siempre en la inmortalidad, en la vida indestructible de Dios.
Un camino de vida plena
      La segunda parte es un análisis del rito sacramental, su “materia” y su “palabra”. Ante todo, el Papa considera que el bautismo se realiza a través de la imposición del agua —materia del sacramento—. Esto es importante pues expresa que «el cristianismo no es algo puramente espiritual, algo solamente subjetivo, del sentimiento, de la voluntad, de ideas, sino que es una ‘realidad cósmica’».
      En cuanto a “la palabra” del bautismo, se presenta de tres formas: renuncias, promesas e invocaciones. Según Benedicto XVI, no se trata solamente de palabras sino de un camino de vida, al que decimos “sí” y que se extiende a toda nuestra existencia.
      El Papa se fija en las tres “renuncias”: al mal, al pecado y a Satanás. Primero, se renuncia al mal“a la pompa del diablo”, como se decía en los primeros siglos: «La pompa del diablo eran sobre todo los grandes espectáculos sangrientos, en los que la crueldad se convierte en diversión». Además esto significaba renunciar a «un tipo de cultura, de un ‘way of life’, de un estilo de vida, en el que no cuenta la verdad sino la apariencia, no se busca la verdad sino el efecto, la sensación, y, bajo el pretexto de la verdad, en realidad se destruyen hombres, se quiere destruir y considerarse sólo a sí mismos vencedores». En resumen, es una renuncia muy real, «la renuncia a un tipo de cultura que es una anticultura, contra Cristo y contra Dios. A esto le llama el evangelio de San Juan “este mundo”, no en el sentido del mundo creado o del hombre, sino de un modo de vivir que “se impone como si fuera este el mundo”» Así que «estar bautizados significa sustancialmente emanciparse, liberarse de esta cultura».
      Esto se cumple también en la vida actual: «También hoy conocemos un tipo de cultura en la que no cuenta la verdad; aunque aparentemente se quiere hacer aparecer toda la verdad, cuenta sólo la sensación y el espíritu de calumnia y de destrucción. Una cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es, en realidad, una máscara para confundir, para crear confusión y destrucción. Contra esta cultura, en la que la mentira se presenta con el disfraz de la verdad y de la información, contra esta cultura que busca sólo el bienestar material y niega a Dios, decimos “no”», porque es una cultura que intenta ponerse por encima de Dios, una cultura del mal.
Renuncia al pecado para vivir en libertad
      Otra renuncia es la renuncia al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios. «Hoy libertad y vida cristiana, observancia de los mandamientos de Dios, van en direcciones opuestas; ser cristianos sería una especie de esclavitud; libertad es emanciparse de la fe cristiana, emanciparse —en definitiva— de Dios».
      Hoy, continúa explicando, se considera que Dios es demasiado grande para que yo lo pueda ofender. Esto «parece verdad, pero no es verdad» porque «en Cristo crucificado vemos que Dios se hizo vulnerable» hasta la muerte. Por tanto, «el amor de Dios es vulnerabilidad, el amor de Dios es interés por el hombre, el amor de Dios quiere decir que nuestra primera preocupación debe ser no herir, no destruir su amor, no hacer nada contra su amor, porque de lo contrario vivimos también contra nosotros mismos y contra nuestra libertad». También por eso, «en realidad, esta aparente libertad en la emancipación de Dios se transforma inmediatamente en esclavitud de tantas dictaduras de nuestro tiempo, que se deben acatar para ser considerados a la altura de nuestro tiempo».
      Y finalmente, apunta el Papa, en el bautismo se renuncia a Satanás, al “no” que él representa frente a Dios, y que «coordina todas estas actividades y se quiere ser dios de este mundo (…). Pero no es Dios, es sólo el adversario, y nosotros no nos sometemos a su poder; nosotros decimos “no” porque decimos “sí”, un “sí” fundamental, el “sí” del amor y de la verdad».
La fe como Vida, Cristo como camino
      Pues bien, evoca Benedicto XVI, estas tres renuncias, en el antiguo rito del bautismo se acompañaban de tres inmersiones en el agua como símbolo de la muerte, «de un “no” que realmente es la muerte de un tipo de vida y resurrección a otra vida». Y esto era seguido de la confesión de la fe en el Padre omnipotente, en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre y en el Espíritu Santo, con toda su acción en la historia y en la Iglesia, comunión de los santos. Y todo se desarrollaba no simplemente como una fórmula sino como un diálogo.
      Esto es signo de que «la profesión de la fe no es sólo algo para comprender, algo intelectual, algo para memorizar —ciertamente, también es esto—; toca también el intelecto, toca también nuestro vivir, sobre todo». Y esto le parece muy importante: «Es un diálogo de Dios con nosotros, una acción de Dios con nosotros, y una respuesta nuestra; es un camino».
      Continúa el Papa concretando esto en relación con Cristo y la vida cristiana: «La verdad de Cristo sólo se puede comprender si se ha comprendido su camino. Sólo si aceptamos a Cristo como camino comenzamos realmente a estar en el camino de Cristo y podemos también comprender la verdad de Cristo». Porque «la verdad que no se vive no se abre; sólo la verdad vivida, la verdad aceptada como estilo de vida, como camino, se abre también como verdad en toda su riqueza y profundidad». Y concluye diciendo que la vida cristiana es comunión de camino con Dios, con Cristo. «Y así estamos en comunión con la verdad: viviendo la verdad, la verdad se transforma en vida, y viviendo esta vida encontramos también la verdad».
Una vida nueva: bautismo y libertad
      ¿Y el agua? El agua significa que el bautismo no sólo es una ceremonia, un rito antiguo, un lavado. Es mucho más. En primer lugar el agua es símbolo del mar, del paso (liberador) por el mar Rojo, y también de la muerte y de la cruz: «es muerte a una cierta existencia, y renacimiento a una nueva vida». También el agua bautismal es símbolo de la fuente vital, pues «toda vida viene también del agua, del agua que viene de Cristo como la verdadera vida nueva que nos acompaña a la eternidad».
      Termina Benedicto XVI con una palabra sobre el bautismo de los niños. Hoy surge con frecuencia la pregunta de si se puede imponer la religión a un niño, o esperar a que él escoja. Esto, señala el Papa, muestra que «ya no vemos en la fe cristiana la vida nueva, la verdadera vida, sino que vemos una opción entre otras, incluso un peso que no se debería imponer sin haber obtenido el asentimiento del sujeto». Pero la realidad es distinta: «La vida misma se nos da sin que podamos nosotros elegir si queremos vivir o no».
      ¿Es justo, entonces, dar la vida sin pedir permiso al interesado? Benedicto XVI entiende que dar la vida «sólo es posible y es justo si, con la vida, podemos dar también la garantía de que la vida, con todos los problemas del mundo, es buena, que es un bien vivir, que hay una garantía de que esta vida es buena, que está protegida por Dios y que es un verdadero don». Y esa garantía, explica aquí, es el bautismo, como anticipación del “sí” de Dios que protege y justifica la vida. Por eso el bautismo de los niños no va contra la libertad; y es precisamente necesario para justificar el bien de la vida, que consiste en vivir en ese gran “sí” de Dios.
      En efecto. De un lado, Dios llama a todos al bautismo, que introduciendo en la vida cristiana significa y realiza, como acabamos de ver, la vida humana solidaria y plena. Por eso mismo y a la vez, los cristianos tenemos un deber especial de colaborar para que se mejoren las condiciones de vida, como signo de que la dignidad de la vida humana pide un cierto desarrollo tanto material como espiritual. En ese marco, adquirimos, también, desde el bautismo, el compromiso de anunciar ese gran “sí”que Dios ha dado, en Cristo, a la vida humana. Un sí que pide nuestra apertura a Dios y a los demás.

6/26/12


Congregación para la Educación Católica: ORIENTACIONES PASTORALES

Luca Marcolivio

Un documento resultado de siete años de reflexiones y esfuerzos pastorales para relanzar la centralidad del sacerdocio en la Iglesia católica. “Orientaciones Pastorales para la promoción de las Vocaciones al Ministerio Sacerdotal” es el título del texto realizado por la Congregación para la Educación Católica y la Obra Pontificia para las Vocaciones al Ministerio Sacerdotal.
El documento fue presentado este lunes en la Sala de Prensa vaticana por los tres máximos representantes de la citada congregación. El presidente, cardenal Zenon Grocholewski, explicó que el texto es fruto de varias asambleas plenarias del dicasterio desde 2005 hasta el pasado 25 de marzo, cuando, en el XX aniversario de la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, el papa Benedicto XVI autorizó su publicación.
Las Orientaciones Pastorales se subdividen en tres partes: la primera, analiza la situación de las vocaciones en todo el mundo; en la segunda, se presentan sintéticamente la identidad del ministerio sacerdotal y la relativa propuesta vocacional; en la tercera, se exponen una serie de sugerencias para la animación pastoral de las vocaciones sacerdotales.
Algunas de las razones que explican el descenso de vocaciones, sobre todo en Occidente, han sido señaladas en la caída demográfica y en la crisis de la familia, en la mentalidad secularizada y en el contexto cultural relativista, en las difíciles condiciones de vida y del ministerio del sacerdote, con el riesgo de la banalización y de la irrelevancia del papel del sacerdote en la sociedad.
Entre las condiciones necesarias para el relanzamiento de la vocación sacerdotal, el cardenal Grochololewski señaló la creación de “terreno fecundo de vida cristiana”, una “oración” constante, una “pastoral integrada”, un nuevo impulso de “evangelización” y “misionariedad”, un papel central para la familia, el “coherente y alegre testimonio de vida de los presbíteros”, el voluntariado en su función educativa y el valor de la escuela y la universidad.
Sobre la identidad del ministerio sacerdotal, reflexionó el secretario de la congregación, monseñor
Jean-Louis Bruguès OP, subrayando algunas degeneraciones y forzamientos de su papel, a partir de la “reducción a la competencia profesional”, hasta el “activismo exasperado” y la tendencia al aislamiento del que sufren muchos párrocos.
A nivel constructivo, hay que redescubrir la vocación y hacerse portavoz del Amor entre Dios y el hombre y la “relación viva y constante con Jesucristo”. El sacerdote debe por tanto encontrarse inmerso en una “profunda experiencia de vida comunitaria”, consciente de una “relación íntima de amor con el padre”, teniendo siempre presentes “figuras sacerdotales ejemplares” como, por ejemplo la de san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.
La tercera parte del documento, la relativa a las propuestas concretas sobre las vocaciones, fue ilustrada por monseñor A.Vincenzo Zani, subsecretario de la congregación. El prelado explicó que el primer lugar fértil para la vocación es la familia, seguida de la parroquia y de las varias formas eclesiales, con todos los instrumentos de oración, apostolado y discernimiento que estas ofrecen.
Durante la rueda de prensa, se mostraron las estadísticas relativas a las vocaciones a nivel mundial, en los últimos doce años.
Los adto0s confirman la caída de las vocaciones en Europa, su crecimiento en Asia y África y la sustancial estabilidad en América: mientras en los países latinoamericanos el curso oscilante es explicable con el proselitismo de las sectas y de las comunidades, en Estados Unidos, tras una fase de empañamiento debida a los escándalos de los abusos sexuales, el índice vocacional ha vuelto a subir en los últimos siete años.
Desde los Estados Unidos emerge una sorpresa bastante positiva: según dijo monseñor Bruguès, precisamente Boston –que al inicio del pasado decenio fue el epicentro de los escándalos ligados a la pedofilia- hoy puede enorgullecerse de uno de los seminarios más llenos y florecientes de Estados Unidos.
Tampoco en el secularizado viejo continente, en medio de tantas sombras, faltan las luces: en Europa del Este, las vocaciones están en recuperación, así como lo están algunos seminarios de España, e incluso en Francia y Holanda.
A este propósito, el cardenal Grocholewski citó el caso de una parroquia marsellesa, próxima al cierre por escasez de fieles (no más de una quincena en las celebraciones festivas), clamorosamente “resucitada” y hoy nutridísima, tras la llegada de un carismático sacerdote con un pasado de cabaretista.
En Europa, añadió el purpurado, la mentalidad materialista y relativista es uno de los principales obstáculos pero no el único. “El punto más importante –explicó- es la poca consideración de la identidad sacerdotal. Las vocaciones no son todas iguales, ni se puede meter al mismo nivel el papel de los laicos y el de los sacerdotes: cada uno tiene su papel y el sacerdote en particular no es necesario que sea experto, por ejemplo, en economía, basta que sea experto... en fe”.

6/25/12


'NO HAY NADA IMPOSIBLE PARA DIOS'


El Papa ayer en el Ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, 24 de junio, celebramos la solemnidad del Nacimiento de san Juan Bautista. Con excepción de la Virgen María, Juan el Bautista es el único santo del que la liturgia celebra el nacimiento, y lo hace porque está estrechamente relacionado con el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Desde el vientre materno, ya Juan es el precursor de Jesús: su concepción milagrosa se le anuncia a María como una señal de que "no hay nada imposible para Dios" (Lc. 1,37), seis meses antes del gran prodigio que nos da la salvación, la unión de Dios con el hombre por obra del Espíritu Santo. Los cuatro Evangelios dan gran relieve a la figura de Juan el Bautista, como un profeta que termina el Antiguo Testamento e inaugura el Nuevo, identificando en Jesús de Nazaret al Mesías, el Ungido del Señor. De hecho, será Jesús mismo el que hablará de Juan con estas palabras: "Este es de quien está escrito: He aquí, que yo envío mi mensajero delante de ti / que preparará tu camino por delante de ti. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él"(Mt. 11,10-11).
El padre de Juan, Zacarías --marido de Isabel, pariente de María-- era sacerdote del culto judío. Él no creyó de inmediato en el anuncio de una paternidad así inesperada, y por esto se mantuvo mudo hasta el día de la circuncisión del niño, al que él y su esposa dieron el nombre dado por Dios, es decir, Juan, que significa "el Señor da la gracia". Animado por el Espíritu Santo, Zacarías habló así de la misión de su hijo: "Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo / pues irás delante del Señor para preparar sus caminos, / y dar a su pueblo el conocimiento de la salvación / mediante el perdón de sus pecados" (Lc. 1,76-77). Todo esto se hizo evidente treinta años más tarde, cuando Juan comenzó a bautizar en el río Jordán, llamando al pueblo a prepararse, con aquel gesto de penitencia, a la inminente venida del Mesías, que Dios le había revelado durante su permanencia en el desierto de la Judea. Por esto fue llamado "Bautista", es decir, "Bautizador" (cf. Mt. 3,1-6).
Cuando un día Jesús mismo viene de Nazaret a ser bautizado, Juan se negó al principio, pero luego aceptó y vio al Espíritu Santo posarse sobre Jesús y oyó la voz del Padre Celestial que proclamaba a su Hijo (cf. Mt. 3,13-17). Pero su misión no estaba aún cumplida: poco tiempo después, se le pidió que precediera a Jesús también con una muerte violenta: Juan fue decapitado en la prisión del rey Herodes, y así dar testimonio pleno del Cordero de Dios, que antes había reconocido y señalado públicamente.
Queridos amigos, la Virgen María ayudó a su anciana pariente Isabel a llevar a término el embarazo de Juan. Que ella nos ayude a todos a seguir a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, que el Bautista anunció con gran humildad y celo profético.

El mejor defensor de la verdad, la justicia, la paz y el amor


 Felipe Arizmendi Esquivel

HECHOS
Es frecuente que, cuando los obispos abordamos las implicaciones sociales y políticas de nuestra fe, como es nuestro deber pastoral, saltan de inmediato voces reclamándonos que estamos invadiendo esferas que no nos corresponden, que violamos el Estado laico, que pretendemos imponer nuestra moral a todo el país, que deberíamos reducirnos a las ceremonias religiosas en el interior de los templos. De inmediato aducen la palabra de Jesús: Al César lo que es del César, como si ellos le hicieran mucho caso y nosotros desconociéramos su palabra, o como si ellos fueran muy conocedores del Evangelio y muy escrupulosos de que nosotros lo cumplamos. Ignorantes como son de lo que es la fe cristiana, se imaginan que es ajena a los avatares diarios del pueblo.
En un programa semanal de radio que tengo desde hace casi cinco años en una emisora comercial, al comentar que, según las estadísticas oficiales, ha disminuido el número de católicos, alguien me envió un mensaje diciéndome que esto se debe a que nosotros hablamos mucho de Iglesia liberadora; es decir, de una Iglesia que se preocupa por las injusticias estructurales, económicas, sociales y políticas, las denuncia y trata de formar las conciencias para que la fe no sea indiferente a la vida de la gente, a sus gozos y esperanzas, a sus dolores e inquietudes, como lo fueron el sacerdote y el levita que pasaron de largo ante el pobre malherido, tirado al borde del camino, y que fueron recriminados por Jesús. Otro mensaje, sin embargo, decía que se cambian de religión porque piensan salvarse con sólo levantar la mano, sin compromiso con los pobres.
CRITERIOS
Nuestra legislación civil, a pesar de los candados que todavía tiene para una más plena libertad religiosa, dice que “el Estado mexicano garantiza en favor del individuo, entre los derechos y libertades en materia religiosa, no ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa por la manifestación de ideas religiosas” (Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, Art. 2, e). Y aunque el artículo 14 prohíbe a “los ministros de culto asociarse con fines políticos, realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”, en lo cual concuerda con nuestro Código de Derecho Canónico (canon 287), el artículo 9 reconoce a las iglesias el derecho de “propagar su doctrina”. Hay imprecisión y contradicciones, pero algo de libertad se ha logrado.
La frase de Jesús: Al César lo que es del César, se complementa con otra: A Dios lo que es de Dios. Nosotros tenemos el deber de decir a los césares actuales que no son dioses; por tanto, no son dueños de la vida, de las leyes, de la familia, del poder; no son árbitros absolutos del bien y del mal, de la verdad y del error. Deben reconocer los derechos de Dios, que son la base de los derechos humanos, como dijo el papa Benedicto XVI a las autoridades civiles en Milán, recordándoles “una verdad central sobre la persona humana, que es fundamento sólido de la convivencia social: que ningún poder del hombre puede considerarse divino; por tanto, ningún hombre es amo de otro hombre… La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho de todos, un valioso derecho que el poder civil debe garantizar. Con todo, la libertad no significa arbitrio del individuo; más bien, implica la responsabilidad de cada uno. Aquí se encuentra uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, pero siempre en el respeto de los demás y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos” (2-VI-2012). Cuando un césar se siente dios, acaba por ser un dictador, que dispone de todo y de todos a su arbitrio.
PROPUESTAS
Demos a Dios el lugar que le corresponde en la economía, en la política, en la educación, en los medios informativos, y todos saldremos ganando, pues Dios no es enemigo de quien haya que defenderse, sino el mejor defensor de la verdad, la justicia, la paz y el amor; por tanto, el mejor defensor de la patria, de la sociedad, del ser humano. Si todos le hiciéramos caso, nuestro mundo sería un paraíso.

6/21/12


Fuerza de la oración 


y vida ordinaria



Como en otras ocasiones, Benedicto XVI nos invita a hacer nuestras esas actitudes auténticamente cristianas

      En la audiencia general del 13 de junio, Benedicto XVI ha presentado la fuerza de la oración cristiana, también en la vida ordinaria, a partir de un texto de san Pablo (cf. 2 Co 12, 1-10).
Dios actúa por medio de nuestra oración

      Para legitimar su apostolado, san Pablo subraya no sus realizaciones personales, sus esfuerzos y éxitos, sino la acción de Dios en él, por medio de la oración, y a través de él. San Pablo llegó a tener revelaciones extraordinarias, de modo que, en palabras de Benedicto XVI, «el Señor lo tomó totalmente, lo atrajo hacia sí, como lo había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión» (cf. Flp. 3, 12).

      En un segundo momento, san Pablo continúa diciendo que precisamente para que no caiga en la soberbia por las revelaciones recibidas, Dios permite que el apóstol lleve en sí una “espina”, un “aguijón” (cf. 2 Co 12, 7), una debilidad o flaqueza que le hace sufrir y pedir tres veces ser liberado de ella. Pero experimenta que Dios le responde: «Mi gracia te basta; que mi fuerza se realiza en la flaqueza» (v. 9).

A pesar de nuestras debilidades

      El Papa se admira de cómo san Pablo ha comprendido hasta el fondo lo que significa ser apóstol: se complace incluso en sus flaquezas, «es decir, no se enorgullece de sus acciones, sino de la actividad de Cristo que obra precisamente en su debilidad» (cf. vv. 9-10). San Pablo es consciente de ser un «siervo inútil», un «vaso de barro». En su oración se da cuenta de cómo debe afrontar todos sus sufrimientos, dificultades y persecuciones: «abriéndose con confianza a la acción del Señor». Porque hace oración comprende que «cuando uno experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no abandona, no te deja solo, sino que se convierte en apoyo y fuerza».

      Por eso, aunque Pablo ha pedido ser librado de esa “espina”, es como si Dios le respondiese: «No, eso es para ti. Tendrás la gracia suficiente para resistir y hacer lo que debe hacerse».

      Como en otras ocasiones, Benedicto XVI nos invita a hacer nuestras esas actitudes auténticamente cristianas. La profunda humildad y confianza de san Pablo en Dios es también fundamental en nuestra vida y ante nuestras debilidades. Y esa“respuesta” de Dios vale para nosotros: «El Señor no nos libera de los males, más bien nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones» (cf. vv. 16 y 17); pues aunque las dificultades sean grandes, comparadas con la grandeza del amor de Dios, parecen ligeras.

Humildad y confianza en Dios

      Humildad«En la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia para lo encomendado».

      Confianza en Dios: en las dos “revelaciones” que relata San Pablo (la primera con motivo de su conversión y la segunda como experiencia contemplativa, cf. Hch 9, 4 y 2 Co 12, 9), queda clara la enseñanza. «Solo la fe, el confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor ha sido la fuerza que acompañó a san Pablo en el enorme esfuerzo por difundir el Evangelio, y su corazón ha entrado en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de dirigir a otros hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros».

      «En la oración —invita el Papa— abrimos, por lo tanto, nuestro ánimo al Señor para que Él venga a habitar en nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio», así como por la encarnación del Hijo de Dios, ha «puesto su tienda» entre nosotros para iluminar y transforma nuestra vida y el mundo.

      Esto evoca la escena de la transfiguración en el monte Tabor (cf. Mc 9, 5 ss). Pero ahí también se aprende que«contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque nos atrae hacia él y rapta nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; tremendo porque pone al descubierto nuestra debilidad humana, nuestra deficiencia, el esfuerzo para superar al Maligno que amenaza nuestras vidas, esa espina también clavada en nuestra carne». Lo importante es que «En la oración, en la contemplación cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios» para vencer todas las dificultades (cf. Rm 8, 38-39).

      Es de notar la advertencia de Benedicto XVI «en un mundo donde hay el riesgo de confiar únicamente en la eficiencia y el poder de los medios humanos». Precisamente «en este mundo estamos llamados a redescubrir y dar testimonio del poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día en configurar nuestra vida a la de Cristo», que se hizo débil para manifestar el poder de Dios que también a nosotros nos hace vivir (cf. 2 Co 13,4).

Mística cristiana y vida ordinaria

      En la última parte de su audiencia, el Papa se refiere a la relación entre la mística cristiana y la vida ordinaria. Se ha dicho (A. Schweitzer) que Pablo era simplemente un místico. Pero la mística de San Pablo, señala el Papa, «no se fundamenta solo sobre la base de los acontecimientos extraordinarios que experimentó, sino también en la cotidiana e intensa relación con el Señor, que siempre lo ha sostenido con su gracia». Y añade: «La mística no lo ha alejado de la realidad, por el contrario, le dio la fuerza para vivir cada día para Cristo y para construir la Iglesia hasta el fin del mundo en ese momento».

      También para nosotros (y esto sin duda adquiere un relieve especial para los fieles laicos) «La unión con Dios no aleja del mundo, sino que nos da la fuerza para permanecer de tal modo, que se pueda hacer lo que se debe hacer en el mundo». También en la oración podemos quizá experimentar algunos momentos de más intensidad, en que notemos la presencia del Señor, «pero es importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios, especialmente en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios». Así, dice Benedicto XVI, solamente si estamos «aferrados al amor de Cristo»podremos afrontar como san Pablo las dificultades (cf. Flp. 4, 13). Y cuanto más espacio demos a la oración, más descubriremos «la fuerza concreta del amor de Dios», a pesar de la aridez, como testimonia la vida de la beata Madre Teresa de Calcuta.

      La conclusión es una insistencia sobre este punto: «La contemplación de Cristo en nuestra vida no nos saca —como he dicho— de la realidad, sino que nos hace aún más partícipes de las experiencias humanas, porque el Señor, atrayéndonos hacia sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano en su amor».

      Así es. Y la oración contemplativa, como predicaba San Josemaría, es no solamente posible sino necesaria, también para los cristianos llamados a la santidad en medio del mundo.