10/31/12


EL JUICIO FINAL DE LA CAPILLA SIXTINA CUMPLE 500 AÑOS

H. Sergio Mora

Este miércoles 31 de octubre Benedicto XVI preside el canto de las vísperas en la Capilla Sixtina, allí donde en otra celebración lo hizo hace medio siglo atrás el papa Julio II, al descubrir los frescos realizados por Miguel Angel Buonarrotti.
A las vísperas participan además del papa, cardenales, obispos y diversas autoridades. El oficio es cantado por el coro de la Capilla Pontificia Musical Sixtina y será transmitida en directa por el Centro Televisivo Vaticano.
La capilla palatina del Palacio Apostólico fue reconstruida por iniciativa del papa Sixto IV, Fancesco della Rovere, de quien tomó el nombre a partir del proyecto presentado en 1473 y concluido en el 1481, siendo dedicada a María Asunta en los Cielos. Contiene una serie de frescos de famosos artistas del Renacimiento, como Pietro Perugino, Pinturicchio, Domenico Ghirlandaio, Luca Signorelli, Piero di Cosimo y Sandro Botticelli.
Entretanto los más famosos de los 1.100 metros cuadrados de frescos son los diversos que se encuentran en la bóveda y en particular sobre el altar “El del Juicio Final”, considerado una visualización de la teológica Divina Comedia, del poeta florentino Dante Alighieri. Otro papa della Rovere, Julio II, le comisionó a Miguel Ángel la obra realizada entre 1508 y 1512, a pesar de la resistencia del artista que era fundamentalmente escultor.
No faltaron polémicas por los desnudos pintados por Miguel Ángel, no sólo en esa época, sino a través de los siglos. Fue un discípulo suyo Daniele da Volterra, a quien le comisionaron pintar algunos paños que cubrieran los particulares más discutidos.
Entre las novedades que coinciden con este aniversario referente a la Capilla Sixtina, figura una visita virtual tipo 3D que se puede realizar entrando en la página web del Vaticano, con músicas polifónicas que allí canta el coro pontificio de dicha capilla y que merece ser visto.
Un trabajo que seguramente puede ser calificado como un modelo de comunicación de lo sacro, ayudándose con las nuevas tecnologías, tema que ha sido muy retomado en el reciente sínodo sobre la nueva evangelización.
La animación 3D fue realizada durante dos años por estudiantes y profesores de la Universidad Villanova de Estados Unidos a quienes se les concedió un permiso durante cinco noches para registrar las diversas obras de la Sixtina.
La Capilla está ubicada en el recorrido de los Museos Vaticanos, y cada año pasan por allí cinco millones de personas, con días pico que reciben hasta treinta mil turistas. Por lo que el director de los Museos Vaticanos, Antonio Paolucci en entrevista al diario italiano La Repubblica ó que “la presencia masiva de visitantes podría provocar daños a causa del polvo, de la presión antrópica, del anhídrido carbónico y de la temperatura excesiva que amenazan el microclima de la Capilla Sixtina".
Entre las alternativas figuraría una casi imposible: limitar el número de visitantes, si bien la instalación de un nuevo sistema climatizador no más tarde del 2013, podrá resolver el problema.
La capilla ha tenido diversas restauraciones, la última concluida en 1999 le devolvió el color a una obra que había quedado casi en blanco y negro. El director de los Museos precisó que por el momento no es necesaria otra restauración puesto que "las obras dirigidas por el maestro Gianluigi Colalucci fueron impecables”.
En la ocasión Tv2000 transmite a las 13,05 y a las 23.05 horas de Italia, un documental exclusivo en el que explican los frescos de Miguel Angel, el director de los Museos, Paolucci; el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo para la Cultura; el restaurador de los frescos, Colalucci, y el autor del documental, Nino Criscenti.

10/30/12


MIGRACIONES: PEREGRINACIÓN DE FE Y ESPERANZA


Mensaje del Papa con motivo de la 99 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado

Queridos hermanos:
El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et Spes, ha recordado que «la Iglesia avanza juntamente con toda la humanidad» (n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (ibíd,1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios Pablo VI, que llamó a la Iglesia «experta en humanidad» (Enc. Populorum Progressio, 13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó que la persona humana es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por Cristo mismo» (Enc. Centesimus Annus, 53). En mi Encíclica Caritas in Veritate he querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que «toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre» (n. 11), refiriéndome también a los millones de hombres y mujeres que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración. En efecto, los flujos migratorios son «un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional» (ibíd., 62), ya que «todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (ibíd.).
En este contexto, he querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2013 al tema «Migraciones: peregrinación de fe y esperanza», en concomitancia con las celebraciones del 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y de los 60 años de la promulgación de la Constitución apostólica Exsul Familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está comprometida en vivir el Año de la Fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la nueva evangelización.
En efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón de muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la «desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con ellas «podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Enc. Spe Salvi, 1).
En el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal de la Iglesia se realiza en diversas directrices. Por una parte, la que contempla las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de los sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí se concretan las operaciones de auxilio para resolver las numerosas emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos, asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Pero, por otra parte, la Iglesia no deja de poner de manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen las acciones de acogida que favorecen y acompañan una inserción integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados en el nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa, esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial atención y cuidado a esta dimensión precisamente: ésta es su tarea más importante y específica. Por lo que concierne a los fieles cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la atención de las nuevas comunidades, mientras que por lo que se refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras cosas, mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en la vida de la comunidad eclesial local. La promoción humana está unida a la comunión espiritual, que abre el camino «a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Carta ap.Porta Fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al encuentro con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable.
Con respecto a los emigrantes y refugiados, la Iglesia y las diversas realidades que en ella se inspiran están llamadas a evitar el riesgo del mero asistencialismo, para favorecer la auténtica integración, en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar del otro, asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que emigran llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, no buscan solamente una mejora de su condición económica, social o política. Es cierto que el viaje migratorio a menudo tiene su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los familiares y de los bienes que, en cierta medida, aseguraban la supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la vida en un país extranjero. En verdad, los que emigran alimentan la esperanza de encontrar acogida, de obtener ayuda solidaria y de estar en contacto con personas que, comprendiendo las fatigas y la tragedia de su prójimo, y también reconociendo los valores y los recursos que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos materiales con quien está necesitado y desfavorecido. Debemos reiterar, en efecto, que «la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber» (Enc. Caritas in Veritate, 43). Emigrantes y refugiados, junto a las dificultades, pueden experimentar también relaciones nuevas y acogedoras, que les alienten a contribuir al bienestar de los países de acogida con sus habilidades profesionales, su patrimonio sociocultural y también, a menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades de antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a conocer la Iglesia.
Es cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar --como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et Spes en el nº 65- es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos. Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son el resultado de la precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de su migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y privación de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.
En este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración irregular, un asunto más acuciante en los casos en que se configura como tráfico y explotación de personas, con mayor riesgo para mujeres y niños. Estos crímenes han de ser decididamente condenados y castigados, mientras que una gestión regulada de los flujos migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras, al endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la adopción de medidas que desalienten nuevos ingresos, podría al menos limitar para muchos emigrantes los peligros de caer víctimas del mencionado tráfico. En efecto, son muy necesarias intervenciones orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo de los países de origen, medidas eficaces para erradicar la trata de personas, programas orgánicos de flujos de entrada legal, mayor disposición a considerar los casos individuales que requieran protección humanitaria además de asilo político. A las normativas adecuadas se debe asociar un paciente y constante trabajo de formación de la mentalidad y de las conciencias. En todo esto, es importante fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento y de cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que están al servicio del desarrollo integral de la persona humana. Desde la óptica cristiana, el compromiso social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et Spes, 41).
Queridos hermanos emigrantes, que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la confianza y la esperanza en el Señor que está siempre junto a nosotros. No perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer su rostro en los gestos de bondad que recibís en vuestra peregrinación migratoria. Alegraos porque el Señor está cerca de vosotros y, con Él, podréis superar obstáculos y dificultades, aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen. De hecho, «la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (Enc.Spe Salvi, 49).
Encomiendo a cada uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de segura esperanza y de consolación, «estrella del camino», que con su maternal presencia está cerca de nosotros cada momento de la vida, y a todos imparto con afecto la Bendición Apostólica.
Ciudad del Vaticano, 12 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI

10/29/12


JESÚS MAESTRO, CAMINO, VERDAD Y VIDA


Padre José Antonio Pérez, ssp

El último domingo de octubre, la Familia Paulina celebra la solemnidad de Jesucristo Maestro, la visión cristológica propuesta por el beato Santiago Alberione como la más adecuada no solo para las modernas formas de apostolado, entre ellas la de la comunicación social, sino también para los hombres y mujeres de hoy que viven en la cultura de la comunicación.
Jesús Maestro, centro absoluto de la vida y la misión
El beato Santiago Alberione explicó repetidamente el sentido de la espiritualidad centrada en Cristo Maestro: “Esta devoción nose reduce simplemente a la oración o a algún canto, sino queenvuelve a toda la persona... Nuestra devoción al Maestro divino se debe aprender para luego aplicarla al trabajo espiritual, al estudio, al apostolado y a toda la vida religiosa... Debe partir de la oración y extenderse a toda la vida apostólica, porque el fruto de nuestro apostolado es proporcional a esto: presentar a Jesucristo camino, verdad y vida. Sólo si se entiende en este sentido la devoción a Jesús Maestro será de gran ventaja espiritual y responderá a las necesidades espirituales del hombre”.
Por tanto, la devoción a Jesús Maestro no es un conjunto de conocimientos abstractos, o una serie de prácticas, sino un estilo de vida, una forma de pensar, de razonar y de actuar: un modo de ser. Es el estilo peculiar de santidad y apostolado que Dios ha revelado al beato Santiago Alberione. Decía en 1957: “Seamos agradecidos a la Providencia de Dios que nos ha concedido la inmensa riqueza de comprender mejor a Jesucristo... El espíritu paulino consiste en esto... No es una frase bonita, no es un consejo: es la esencia de la Congregación; ¡es ser o no ser paulinos…!”.
Una hermosa doctrina que debe transformarse en vida
Este es un desafío que no puede quedarse en una hermosa reflexión. A veces sucede que estamos convencidos de que el sentido de la vida cristiana consiste en “cristificarse”, pero en la práctica no logramos traducir este ideal en realidad vivida. En este sentido, merece recordarse una conferencia de monseñor Bruno Forte en 1984, aplicación más o menos explícita de la enseñanza del beato Santiago Alberione, a partir de la doctrina del “Cristo integral” como se encuentra en la experiencia de san Pablo.
Monseñor Forte afirmaba que bajo la insistencia del padre Alberione en la figura de Jesús Maestro, está el problema moderno de la singularidad de Jesucristo: solo él es la Palabra de Dios para nosotros, solo a su escuela debemos acudir, no hay otros maestros... El Maestro es él, es él a quien debemos seguir. La insistencia del Fundador en Jesús Maestro es la respuesta que da el Evangelio a quienes quieren proponer otros maestros, otros señores fuera el único Maestro y Señor que es Jesucristo.
En cambio, el problema subyacente a la reflexión sobre Jesús camino, verdad y vida es el de lacontemporaneidad de Cristo. ¿Cómo y dónde podemos hacer experiencia de él? ¿Cómo y dónde Cristo es para nosotros el camino para ir al Padre, la verdad que ilumina el sentido de nuestra vida, la vida misma de nuestro vivir? ¿Cómo conseguir que quien vivió a tanta distancia de siglos sea ahora el Maestro, camino, verdad y vida?
El problema consiste en lograr que el acontecimiento de la salvación, Cristo muerto y resucitado, sea hoy para nosotros, en el presente de nuestra experiencia, quien nos alcanza y transforma nuestra vida.
Jesucristo es para nosotros camino, verdad y vida
El beato Alberione ve articularse el encuentro de Jesús con el discípulo en el momento del conocimiento (verdad para la mente), en el momento de la decisión (camino para la voluntad), y en el momento de la acogida experiencial (vida para el corazón). Según cada uno de estos momentos, podemos preguntarnos: ¿en qué sentido, cómo y dónde Jesús se nos hace presente para ser nuestra verdad, nuestro camino y nuestra vida? Sería largo reflexionar sobre las respuestas prácticas a esta triple pregunta... Baste recordar que este proceso se realiza por el Espíritu.
Pero hay algunos lugares concretos donde el Espíritu actúa en nosotros de manera especial: Jesús Verdad (profeta, maestro, fidelidad del amor de Dios) se nos hace presente especialmente en la Palabra de Dios, en los signos de los tiempos (acontecimientos, palabras, eventos...), y finalmente en la historia del amor (cf. Mt 25, 35ss), el “sacramento del hermano”.
Jesús Camino (pastor, rey) se hace presente en la Iglesia, semilla del Reino, pueblo en camino, y también en el camino de la liberación, porque Cristo está presente dondequiera que se trabaja por la libertad. Jesús Vida se nos hace presente en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, lugar concreto donde la vida del Maestro fluye en la vida del discípulo; y en las historias de sufrimiento, lugar del amor, donde la gracia de Dios puede hacernos encontrar la vida plena.
En la base de la nueva evangelización
Acabamos de concluir el Sínodo de los Obispos.Todo el ámbito de la nueva evangelización ha sido descrito en las intervenciones de los padres sinodales. En un artículo deL’Osservatore Romano (22-23.10.2012), se leía: “La nueva evangelización se consigue en la medida en que, en la Iglesia, se revitaliza la fe vivida ante todo como experiencia personal de Jesús de Nazaret”. Seguramente no habrá ninguna renovación si no partimos de una re-conversión personal al Centro absoluto, que es Jesucristo; y no habrá nueva evangelización si no en la medida en que se reavive la fe como experiencia personal de Jesús, Divino Maestro.
La evangelización no es un “oficio” que puede ser compatible con una escasa identidad espiritual. Sin “cristificación” no hay “predicación” auténtica, afirma el padreSilvio Sassi, Superior general de la Sociedad de San Pablo, en su carta anual a la Familia Paulina.
La identificación con Cristo es la premisa indispensable para anunciar al mundo la buena noticia. La esencia del espíritu aprendido de san Pablo es: todo el Cristo para toda la persona en todos los aspectos de la vida. Este es el secreto de una vida plenamente lograda desde el punto de vista humano, cristiano y misionero.

TODOS LOS HOMBRES TIENEN EL DERECHO DE CONOCER A JESUCRISTO


El Papa en la Misa de clausura del Sínodo
Venerables hermanos, ilustres señores y señoras, queridos hermanos y  hermanas:
El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar relevante en la estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al final de la sección llamada «viaje a Jerusalén», es decir, la última peregrinación de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde el valle del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo lugar a las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista, salía «de Jericó con sus discípulos y bastante gente» (10, 46); gente que, poco después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a Jerusalén. Bartimeo, cuyo nombre, como dice el mismo evangelista, significa «hijo de Timeo», estaba precisamente sentado al borde del camino pidiendo limosna. Todo el Evangelio de Marcos es un itinerario de fe, que se desarrolla gradualmente en el seguimiento de Jesús.
Los discípulos son los primeros protagonistas de este paulatino descubrimiento, pero hay también otros personajes que desempeñan un papel importante, y Bartimeo es uno de éstos. La suya es la última curación prodigiosa que Jesús realiza antes de su pasión, y no es casual que sea la de un ciego, es decir una persona que ha perdido la luz de sus ojos. Sabemos también por otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41).
Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de Marcos, está puesto como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama y le pregunta qué quiere de él, responde: «Maestro, que pueda ver» (v. 51). Bartimeo representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de hecho – al igual que la del publicano en el templo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador» (Lc 18,13) – ha entrado en la tradición de la oración cristiana.
En el encuentro con Cristo, realizado con fe, Bartimeo recupera la luz que había perdido, y con ella la plenitud de la propia dignidad: se pone de pie y retoma el camino, que desde aquel momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la misma que Jesús recorre. El evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero en él nos muestra quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue a Jesús «por el camino» (v. 52).
San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación muy particular sobre la figura de Bartimeo, que puede resultar también interesante y significativa para nosotros. El Santo Obispo de Hipona reflexiona sobre el hecho de que Marcos, en este caso, indica el nombre no sólo de la persona que ha sido curada, sino también del padre, y concluye que «Bartimeo, hijo de Timeo, era un personaje que de una gran prosperidad cayó en la miseria, y que ésta condición suya de miseria debía ser conocida por todos y de dominio público, puesto que no era solamente un ciego, sino un mendigo sentado al borde del camino.
Por esta razón Marcos lo recuerda solamente a él, porque la recuperación de su vista hizo que ese milagro tuviera una resonancia tan grande como la fama de la desventura que le sucedió» (Concordancia de los evangelios, 2, 65, 125: PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.
Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona caída en la miseria desde una condición de «gran prosperidad», nos hace pensar; nos invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para nuestra vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta perspectiva, Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han perdido una gran riqueza, han «caído en la miseria» desde una alta dignidad –no económica o de poder terreno, sino cristiana –, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia.
Son las numerosas personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir nuevamente sus ojos y mostrarles el camino. Es significativo que, mientras concluimos la Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos proponga el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos de modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.
La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se refiere, en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe estar más animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La primera corresponde a los sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha reafirmado la necesidad de acompañar con una catequesis adecuada la preparación al bautismo, a la confirmación y a la Eucaristía.
También se ha reiterado la importancia de la penitencia, sacramento de la misericordia de Dios. La llamada del Señor a la santidad, dirigida a todos los cristianos, pasa a través de este itinerario sacramental. En efecto, se ha repetido muchas veces que los verdaderos protagonistas de la nueva evangelización son los santos: ellos hablan un lenguaje comprensible para todos, con el ejemplo de la vida y con las obras de caridad.
En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente conectada con la misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo. En el transcurso de las reflexiones sinodales, se ha subrayado también que existen muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde los habitantes, muchas veces sin ser plenamente conscientes, esperan con gran expectativa el primer anuncio del Evangelio. Por tanto es necesario rezar al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia un renovado dinamismo misionero, cuyos protagonistas sean de modo especial los agentes pastorales y los fieles laicos.
La globalización ha causado un notable desplazamiento de poblaciones; por tanto el primer anuncio se impone también en los países de antigua evangelización. Todos los hombres tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto corresponde el deber de los cristianos, de todos los cristianos – sacerdotes, religiosos y laicos -, de anunciar la Buena Noticia.
Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas pero que no viven las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales se ha puesto de manifiesto que estas personas se encuentran en todos los continentes, especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les dedica una atención particular, para que encuentren nuevamente a Jesucristo, vuelvan a descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas religiosas en la comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales tradicionales, siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos nuevos, usando asimismo nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo, proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que tiene como fundamento a Dios que es Amor.
En varias partes del mundo, la Iglesia ya ha emprendido dicho camino de creatividad pastoral, para acercarse a las personas alejadas y en busca del sentido de la vida, de la felicidad y, en definitiva, de Dios. Recordamos algunas importantes misiones ciudadanas, el «Atrio de los gentiles», la Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor, Buen Pastor, bendecirá abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo por su Persona y su Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada la vista gracias a Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales seguramente había otros que, como él, habían sido curados por el Maestro. Así son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser curados por Dios, mediante Jesucristo.
Y su característica es una alegría de corazón, que dice con el salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3). También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor, Redemptor hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento, haciendo nuestra una oración de san Clemente de Alejandría: «Hasta ahora me he equivocado en la esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me iluminas, oh Señor, encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de ti, me hago tu coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por hermano.
Cancelemos, pues, continúa san Clemente de Alejandría, cancelemos el olvido de la verdad, la ignorancia; y removiendo las tinieblas que nos impiden la vista como niebla en los ojos, contemplemos al verdadero Dios…; ya que una luz del cielo brilló sobre nosotros sepultados en las tinieblas y prisioneros de la sombra de muerte, [una luz] más pura que el sol, más dulce que la vida de aquí abajo» (Protrettico, 113, 2- 114,1). Amén.

10/28/12


CIEGOS QUE VEN Y VIDENTES CIEGOS


Jesús Álvarez (Evangelio del Domingo 30º del T.O./B)

Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un limosnero ciego se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo). Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar:¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Varias personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llámenlo. Llamaron, pues, al ciego diciéndole: Vamos, levántate, que te está llamando. Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús. Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego respondió: Maestro, que vea. Entonces Jesús le dijo: Puedes irte; tu fe te ha salvado. Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino”(Marcos 10, 46-52)
La ceguera en tiempos de Jesús --y también hoy en muchos casos--, condena a los pacientes a una vida dura, pobre y marginada. Y en los países pobres no tienen otra salida que mendigar o morir de hambre en la angustia de sus tinieblas.
Sin embargo, también se dan muchos casos de ciegos que saben aprovechar su deficiencia visual como ocasión para aumentar su visión mental y espiritual, e incluso ganarse la vida con su trabajo. En ese sentido me decía un amigo que en un accidente perdió la vista y a su esposa, el encanto de sus ojos: "Desde que estoy ciego, veo mucho mejor".
Como hay una ceguera física, así hay una ceguera mental por falta de formación, cultura, información, comunicación, inercia. Hay una ceguera espiritual, que consiste en el desconocimiento de Dios y del destino eterno de la vida: incapacidad para ver más allá de lo material e inmediato. Es la peor ceguera y miseria.
La multitud que seguía a Jesús iba buscando luz y sentido eterno para su vida.Sin embargo, entre los que entonces se juntaban con él y entre los que hoy aparentan seguir a Jesús, hay quienes ven la esperanza de su vida en lo destinado a perecer. El Hijo de Dios y su plan de salvación no entran en sus mezquinos planes egoístas. Asisten a celebraciones religiosas, y luego ignoran a Cristo vivo presente en la Eucaristía, en la Biblia, en la creación, en los que sufren y en la propia vida. Se “ciegan” ante el amor de Dios y el amor al prójimo, y por tanto se cierran a la salvación.
A casi nadie de los que acompañaban a Jesús le interesaba el horrible sufrimiento del pobre ciego. Solo Jesús sintió compasión e interés por él. ¿No sucede hoy lo mismo con tantos que se profesan cristianos, católicos, pero pasan indiferentes y cierran los ojos del rostro y del corazón ante el sufrimiento de multitud de hermanos? Incluso de hermanos con los conviven cada día. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Sólo quien se reconoce ciego y pobre, puede desear, pedir y recibir la curación de su ceguera. Creer en Jesús no es cuestión solo de palabras, doctrinas, ideas y rezos o ritos, sino fundamentalmente de hechos, de adhesión amorosa a Él allí donde se manifiesta: Eucaristía, Biblia, prójimo, naturaleza...
“¡Señor, que yo vea!”, tiene que ser también hoy el grito sincero de cada uno de nosotros. Supliquemos que se nos abran los ojos del rostro para contemplar y agradecer las maravillas de la creación, que es transparencia de Dios; y ante los que sufren, que son presencia del Crucificado.
Que se nos abran los ojos de la mente, para conocer la verdad que nos hace libres e hijos de Dios. Que se nos abran los ojos de la fe, para ver y vivir el sentido profundo y eterno de nuestra vida y podamos alcanzar el feliz destino eterno, ayudando a otros a conquistar ese mismo destino maravilloso.
“¡Señor Jesús, que yo vea!” Dame la fe que te permita curarme.

DESCUBRIR LA GRANDEZA DE CRISTO NUESTRO SUMO SACERDOTE, LLENO DE COMPASIÓN

Pedro Mendoza (Segunda lectura dominical, T.O.30ºB)

"Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo. Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón. De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec". Heb 5,1-6
Comentario
En el pasaje de la segunda lectura de este domingo el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece la descripción del Sumo Sacerdote, señalando primero las cualidades y el oficio del Sumo Sacerdote terreno, y luego mostrando cómo Cristo tiene estas cualidades y este oficio. El autor de la carta a los Hebreos formula la definición de Sumo Sacerdote basándose en los datos del Antiguo Testamento, pero releyéndolos en la experiencia de Cristo: es a partir de Él, de cuanto ha hecho para eliminar el pecado y reconducir el hombre a Dios, que el autor relee el Antiguo Testamento y encuentra el sentido profundo de esta institución. En su definición destaca tres características esenciales del sacerdote: es elegido entre los hombres para cuidar sus relaciones con Dios (v.1a); hace ofrendas por los pecados y comparte la miseria humana (vv.1b-3); recibe directamente su investidura de Dios (v.4).
En primer lugar, es seleccionado de entre los hombres y por el bien de los hombres (v.1a). En la definición de sacerdote encaja ante todo su origen humano: "todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios..." (v.1a). El sacerdote no viene de otro mundo, sino que "es tomado" de entre los hombres, es uno de ellos y lleva en sí todo el espesor de la experiencia humana. La inmersión en la experiencia humana en el Antiguo Testamento era considerada como un límite y un obstáculo que el sacerdote tenía que superar para poder ponerse en contacto con la divinidad; aquí en cambio el ser hombre como todo los demás es visto como una condición indispensable para el sacerdocio. Con la humanidad del sacerdote va al mismo tiempo su estar de la parte de los hombres. Él es constituido "en favor de los hombres", es decir tiene que preocuparse de su bien; su campo de acción son "las cosas que conciernen a Dios": tiene que favorecer la justa relación de los hombres con Dios.
En segundo lugar, intercede con sus ofrendas y comparte la miseria humana (vv.1b-3). El empeño del sacerdote en favor de los hombres destaca su tarea principal: él es constituido "...para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo" (vv.1b-3). En el campo delicado e importante de las relaciones con Dios el sacerdote tiene que ofrecer "dones y sacrificios por los pecados". Se pone en primer plano el carácter expiatorio de los sacrificios ofrecidos a Dios. A pesar de su dignidad, el Sumo Sacerdote está circundado de "debilidad": justo por esto no puede no tener la connatural capacidad de "compasión hacia los ignorantes y extraviados" (v.2). La solidaridad de Cristo con la humanidad y su miseria es total, menos en el pecado. Su solidaridad se manifiesta en su encarnación, que comporta el escándalo de la muerte de cruz (cf. vv.7-10).
La tercera característica del sacerdocio es la llamada divina (v.4). Una nota que reclama también el Antiguo Testamento: "nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón" (v.4). En el concepto mismo de sacerdocio está incluida la idea de una mediación entre el hombre y Dios (cf. 5,1). Por ello es lógico que el mediador tiene que ser grato a Dios: mucho mejor por tanto si es Dios mismo quien lo elige y lo llama, como ocurrió en la elección de Aarón, hermano de Moisés, y de sus hijos (cf. Ex 28,1). La vocación de Aarón se extiende a todos los sacerdotes del Antiguo Testamento, quienes pueden ejercer este oficio en cuanto descendientes del que lo ha recibido en primer lugar.
Después de haber dado una definición de Sumo Sacerdote inspirada ya en el comportamiento de Cristo, el autor no tiene dificultad en mostrar cómo sólo en Él tal definición se aplica de modo pleno. En cuanto a la llamada divina, señala que, como Aarón, Cristo ha sido llamado también directamente por Dios al sacerdocio: "De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec" (vv.5-6). Para demostrar la vocación sacerdotal de Cristo el autor se apela a dos textos del Antiguo Testamento interpretados en clave mesiánica: Sal 2,7 y Sal 110,4. En realidad solamente el segundo habla del Mesías como "sacerdote", mientras que el primero se refiere sencillamente al Mesías como "Hijo de Dios". El autor ha juntado estos dos textos para hacerlos más probadores: Cristo en efecto es Sumo Sacerdote justamente en cuanto que es el Hijo de Dios (cf. 1,1-4), semejante en todo a los hombres sus hermanos (cf. 2,14-18). De esta lectura resulta que la vocación de Cristo nace de su misma identidad, reconocida y proclamada por Dios: en otras palabras, para Cristo el ser sacerdote deriva de lo que Él "es" realmente delante de Dios y de una misión que desde el principio le pertenece. El sacerdocio de Cristo, aunque se perfecciona en la oblación de la cruz, abraza de hecho toda su existencia terrena, comenzando desde el momento de su encarnación (cf. 10,5-7).
Aplicación
Descubrir la grandeza de Cristo nuestro Sumo Sacerdote, lleno de compasión.
La liturgia de la Palabra de este domingo nos invita a descubrir una característica distintiva del amor de Dios para con nosotros, su compasión. En el Evangelio vemos a Cristo que, ante los reclamos del ciego de nacimiento de Jericó, se compadece de él, lo cura de su ceguera y le da el don de la fe que salva. El profeta Jeremías, en la primera lectura, nos ofrece un discurso semejante: ahí es el Señor que, en su grande amor por su pueblo que sufre el destierro, promete el retorno a la patria y una vida próspera en ella. La carta a los Hebreos, por su parte, resalta, como una de las notas fundamentales de Cristo Sumo Sacerdote, la solidaridad y la capacidad suya de compadecerse por la humanidad.
La primera lectura, tomada del profeta Jeremías (31,7-9), nos recuerda cómo en el Antiguo Testamento Dios se muestra siempre solícito y disponible para escuchar las oraciones de su pueblo, incluso cuando es un pueblo pecador, que merece el castigo. Dios se muestra siempre compasivo y, después del castigo del exilio, conduce de nuevo a su pueblo a su patria. Sus promesas nunca caen en el olvido, las mantiene y lleva fielmente a cumplimiento, porque Él permanece siempre un "padre para Israel" y "Efraím es su primogénito" (31,9). A través de esas promesas de ayuda y de consolación para con su pueblo, señaladas por el profeta Jeremías, se expresa toda la bondad de Dios para con nosotros.
En el Evangelio de este domingo (Mc 10,46-52) resplandece esa compasión de Cristo para con los más necesitados. Aquel ciego de nacimiento de Jericó, que se encontraba en una situación sumamente penosa, de impotencia y de total dependencia de los demás, fue objeto de particular compasión por parte de Cristo, quien se cruzó por su camino. El ciego tiene una gran confianza en Cristo. Reconoce en Él al Hijo de David y, al mismo tiempo, ve en Él toda la compasión del Padre y toda la eficacia de la acción divina. Ante los ruego de ese ciego Cristo obra el milagro de la curación no sólo de su cuerpo sino también de su alma, pues infunde y ratifica en él la fe que salva.
En la segunda lectura, el autor de la carta a los Hebreos nos habla de esas notas distintivas del Sumo Sacerdote, por medio de las cuales elabora la definición del mismo (5,1-6). Todas ellas se encuentran realizadas en modo pleno en Cristo. Pone de particular relieve la característica de la solidaridad de Cristo y de su compasión por cada hombre para ayudarle a salir de su ignorancia y del error y conducirlo así a formar parte del grupo de sus seguidores y del nuevo pueblo de Dios.

COMO LA SAMARITANA EN EL POZO


Mensaje de los Padres Sinodales al Pueblo de Dios

Hermanos y hermanas:
“Gracia a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm 1, 7). Obispos de todo el mundo, invitados por el Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI, nos hemos reunido para reflexionar juntos sobre “la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” y, antes de volver a nuestras Iglesias particulares, queremos dirigirnos a todos vosotros, para animar y orientar el servicio al Evangelio en los diversos contextos en los que estamos llamados a dar hoy testimonio.
1. Como la samaritana en el pozo.
Nos dejamos iluminar por una página del Evangelio: el encuentro de Jesús con la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre junto a un pozo con un cántaro vacío, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, aquel que sólo puede dar significado pleno a la existencia. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Es urgente orientar bien la búsqueda, para no caer en desilusiones que pueden ser ruinosas.
Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?” - muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

2. Una nueva evangelización.
Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No se trata de comenzar todo de nuevo, sino – con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: “¡Ay de mí si non anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16) - de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra. Por pequeñas o grandes que sean, éstas son el fruto de la entrega de tantos misioneros y de no pocos mártires, de generaciones de testigos de Jesús, de los cuales guardamos una memoria agradecida.
Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, “principalmente a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la Iglesia viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social”. (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012)

3. El encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia.
Antes de entrar en la cuestión sobre la forma que debe adoptar esta nueva evangelización, sentimos la exigencia de deciros, con profunda convicción, que la fe se decide, sobre todo, en la relación que establecemos con la persona de Jesús, que sale a nuestro encuentro. La obra de la nueva evangelización consiste en proponer de nuevo al corazón y a la mente, no pocas veces distraídos y confusos, de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y, sobre todo a nosotros mismos, la belleza y la novedad perenne del encuentro con Cristo. Os invitamos a todos a contemplar el rostro del Señor Jesucristo, a entrar en el misterio de su existencia, entregada por nosotros hasta la cruz, ratificada como don del Padre por su resurrección de entre los muertos y comunicada a nosotros mediante el Espíritu. En la persona de Jesús se revela el misterio de amor de Dios Padre por la entera familia humana. Él no ha querido dejarla a la deriva de su imposible autonomía, sino que la ha unido a si mismo por medio de una renovada alianza de amor.
La Iglesia es el espacio ofrecido por Cristo en la historia para poderlo encontrar, porque Él le ha entregado su Palabra, el bautismo que nos hace hijos de Dios, su Cuerpo y su Sangre, la gracia del perdón del pecado, sobre todo en el sacramento de la Reconciliación, la experiencia de una comunión que es reflejo mismo del misterio de la Santísima Trinidad y la fuerza del Espíritu que nos mueve a la caridad hacia los demás.
Hemos de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, -“Mirad como se aman” (Tertulliano, Apologetico, 39, 7) – atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la Eucaristía dominical. Justo en las celebraciones litúrgicas la Iglesia muestra su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el significado del Evangelio. 
Es nuestra tarea hoy el hacer accesible esta experiencia de Iglesia y multiplicar, por tanto, los pozos a los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida. De esto son responsables las comunidades cristianas y, en ellas, cada discípulo del Señor. Cada uno debe dar un testimonio insustituible para que el Evangelio pueda cruzarse con la existencia de tantas personas. Por eso, se nos exige la santidad de vida.

4. Las ocasiones del encuentro con Jesús y la escucha de la Escritura
Algunos preguntarán cómo llevar a cabo todo esto. No se trata de inventar nuevas estrategias, casi como si el Evangelio fuera un producto para poner en el mercado de las religiones sino descubrir los modos mediante los cuales, ante el encuentro con Jesús, las personas se han acercado a Él y por Él se han sentido llamadas y adaptarlos a las condiciones de nuestro tiempo. 
Recordamos, por ejemplo, cómo Pedro, Andrés, Santiago y Juan han sido llamados por Jesús en el contexto de su trabajo, cómo Zaqueo ha podido pasar de la simple curiosidad al calor de la mesa compartida con el Maestro, cómo el centurión pide la intervención del Señor ante la enfermedad de una persona cercana, como el ciego de nacimiento lo ha invocado como liberador de su propia marginación, como Marta y María han visto recompensada su hospitalidad con su propia presencia. Podemos continuar aún recorriendo las páginas de los Evangelios y encontrando tantos y tantos modos en los que la vida de las personas se ha abierto, desde diversas condiciones, a la presencia de Cristo. Y lo mismo podemos hacer con todo lo que la Escritura nos dice de la experiencia misionera de los apóstoles en la Iglesia naciente.
La lectura frecuente de la Sagrada Escritura, iluminada por la Tradición de la Iglesia que nos la entrega y la interpreta auténticamente, no sólo es un paso obligado para conocer el contenido mismo del Evangelio, esto es, la persona de Jesús en el contexto de la historia de la salvación, sino que, además, nos ayuda a hallar espacios nuevos de encuentro con Él, nuevas formas de acción verdaderamente evangélicas, enraizadas en las dimensiones fundamentales de la vida humana: la familia, el trabajo, la amistad, la pobreza y las pruebas de la vida, etc.

5. Evangelizarnos a nosotros mismos y disponernos a la conversión
Queremos resaltar que la nueva evangelización se refiere, en primer lugar, a nosotros mismos. En estos días, muchos obispos nos han recordado que, para poder evangelizar el mundo, la Iglesia debe, ante todo, ponerse a la escucha de la Palabra. La invitación a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión.
Sentimos sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Somos plenamente conscientes, nosotros los Obispos los primeros, de no poder estar nunca a la altura de la llamada del Señor y del Evangelio que nos ha entregado para su anuncio a las gentes. Sabemos que hemos de reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales. Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización.
Si esta renovación fuese confiada a nuestras fuerzas, habría serios motivos de duda, pero en la Iglesia la conversión y la evangelización no tienen como primeros actores a nosotros, pobres hombres, sino al mismo Espíritu del Señor. Aquí está nuestra fuerza y nuestra certeza, que el mal no tendrá jamás la última palabra, ni en la Iglesia ni en la historia: “No se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo” (Jn 14, 27), ha dicho Jesús a sus discípulos.
La tarea de la nueva evangelización descansa sobre esta serena certeza. Nosotros confiamos en la inspiración y en la fuerza del Espíritu, que nos enseñará lo que debemos decir y lo que debemos hacer, aún en las circunstancias más difíciles. Es nuestro deber, por eso, vencer el miedo con la fe, el cansancio con la esperanza, la indiferencia con el amor.
6. Reconocer en el mundo de hoy nuevas oportunidades de evangelización
Este sereno coraje sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser resembrada la semilla de la Palabra para que vuelva a dar fruto. 
No hay lugar para el pesimismo en las mentes y en los corazones de aquellos que saben que su Señor ha vencido a la muerte y que su Espíritu actúa con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión - aquella que viene de la certeza de que la verdad siempre vence - nos acercamos a este mundo y queremos ver en él una invitación del Resucitado a ser testigos de su nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos. 
Sabemos que en el mundo debemos afrontar una batalla contra “los Principados y las Potencias” y “los espíritus del mal” (Ef 6,12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no nos atemorizan. Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la presencia del Evangelio. También las migraciones - aún con el peso del sufrimiento que conllevan, y con las que queremos estar sinceramente cercanos, con la acogida propia de los hermanos - son ocasiones, como ha sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus formas. La secularización y la crisis del primado de la política y del Estado piden a la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aún en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera que requiere una respuesta adecuada.
Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra fe en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre. No somos nosotros quienes para conducir la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: “La primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo introduciéndonos en esta iniciativa divina, sólo implorando esta iniciativa divina, podemos nosotros también llegar a ser –con él y en él- evangelizadores”. (Benedicto XVI, Meditación de la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 8 octubre 2012)

7. Evangelización, familia y vida consagrada
Desde la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de las generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. En ella - con un rol muy significativo desarrollado por las mujeres, sin que con esto queramos disminuir la figura paterna y su responsabilidad - los signos de la fe, la comunicación de las primeras verdades, la educación en la oración, el testimonio de los frutos del amor, han sido infundidos en la vida de los niños y adolescentes en el contexto del cuidado que toda familia reserva al crecimiento de sus pequeños. A pesar de la diversidad de las situaciones geográficas, culturales y sociales, todos los obispos del Sínodo han confirmado este papel esencial de la familia en la transmisión de la fe. No se puede pensar en una nueva evangelización sin sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles en la tarea educativa. 
No escondemos el hecho de que hoy la familia, que se constituye con el matrimonio de un hombre y una mujer que los hace “una sola carne” (Mt 19,6) abierta a la vida, está atravesada por todas partes por factores de crisis, rodeada de modelos de vida que la penalizan, olvidada de las políticas de la sociedad, de la cual es célula fundamental, no siempre respetada en sus ritmos ni sostenida en sus esfuerzos por las propias comunidades eclesiales. Precisamente por esto, nos vemos impulsados a afirmar que tenemos que desarrollar un especial cuidado por la familia y por su misión en la sociedad y en la Iglesia, creando itinerarios específicos de acompañamiento antes y después del matrimonio.en las formas más penosas de atey son un signo de esta fuente de vida plena para los hombres en la sociedad. Las muchas y siempr Queremos expresar nuestra gratitud a tantos esposos y familias cristianas que con su testimonio continúan mostrando al mundo una experiencia de comunión y de servicio que es semilla de una sociedad más fraterna y pacífica.
Nuestra reflexión se ha dirigido también a las situaciones familiares y de convivencia en las que no se muestra la imagen de unidad y de amor para toda la vida que el Señor nos ha enseñado. Hay parejas que conviven sin el vínculo sacramental del matrimonio; se extienden situaciones familiares irregulares construidas sobre el fracaso de matrimonios anteriores: acontecimientos dolorosos que repercuten incluso sobre la educación en la fe de los hijos. A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación.
La vida familiar es el primer lugar en el cual el Evangelio se encuentra con la vida ordinaria y muestra su capacidad de transformar las condiciones fundamentales de la existencia en el horizonte del amor. Pero no menos importante es, para el testimonio de la Iglesia, mostrar como esta vida en el tiempo se abre a una plenitud que va más allá de la historia de los hombres y que conduce a la comunión eterna con Dios. Jesús no se presenta a la mujer samaritana simplemente como aquel que da la vida sino como el que da la “vida eterna” (Jn 4, 14). El don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio de que el sentido último de nuestra vida va más allá de este mundo y se encuentra en aquella comunión plena con Dios que esperamos en el final de los tiempos. 
De este sentido de la vida humana más allá de lo terrenal son particulares testigos en la Iglesia y en el mundo cuantos el Señor ha llamado a la vida consagrada, una vida que, precisamente porque está dedicada totalmente a él, en el ejercicio de la pobreza, la castidad y la obediencia, es el signo de un mundo futuro que relativiza cualquier bien de este mundo. Que de la Asamblea del Sínodo de los Obispos llegue a estos hermanos y hermanas nuestros la gratitud por su fidelidad a la llamada del Señor y por la contribución que han hecho y hacen a la misión de la Iglesia, la exhortación a la esperanza en situaciones nada fáciles para ellos en estos tiempos de cambio y la invitación a reafirmarse como testigos y promotores de nueva evangelización en los varios ámbitos de la vida en que los carismas de cada instituto los sitúa. 

8. La comunidad eclesial y los diversos agentes de la evangelización
La obra de la evangelización no es labor exclusiva de alguien en la Iglesia sino del conjunto de las comunidades eclesiales, donde se tiene acceso a la plenitud de los instumentos del encuentro con Jesús: la Palabra, los sacramentos, la comunión fraterna, el servicio de la caridad, la misión.
En esta perspectiva emerge sobre todo el papel de la parroquia como presencia de la Iglesia en el territorio en el que viven los hombres, “fuente de la villa”, como le gustaba llamarla a Juan XXIII, en la que todos pueden beber encontrando la frescura del Evangelio. Su función permanece imprescindible, aunque las condiciones particulares pueden requerir una articulación en pequeñas comunidades o vínculos de colaboración en contextos más amplios. Sentimos, ahora, el deber de exhortar a nuestras parroquias a unir a la tradicional cura pastoral del Pueblo de Dios las nuevas formas de misión que requiere la nueva evangelización. Éstas, deben alcanzar también a las variadas formas de piedad popular.
En la parroquia continúa siendo decisivo el ministerio del sacerdote, padre y pastor de su pueblo. A todos los presbíteros, los obispos de esta Asamblea sinodal expresan gratitud y cercanía fraterna por su no fácil tarea y les invitamos a unirse cada vez más al presbiterio diocesano, a una vida espiritual cada vez más intensa y a una formación permanente que los haga capaces de afrontar los cambios sociales.
Junto a los sacerdotes reconocemos la presencia de los diáconos así como la acción pastoral de los catequistas y de tantas figuras ministeriales y de animación en el campo del anuncio y de la catequesis, de la vida litúrgica, del servicio caritativo, así como las diversas formas de participación y de corresponsabilidad de parte de los fieles, hombres y mujeres, cuya dedicación en los diversos servicios de nuestras comunidades no será nunca suficientemente reconocida. También a todos ellos les pedimos que orienten su presencia y su servicio en la Iglesia en la óptica de la nueva evangelización, cuidando su propia formación humana y cristiana, el conocimiento de la fe y la sensibilidad a los fenómenos culturales actuales. 
Mirando a los laicos, una palabra específica se dirige a las varias formas de asociación, antiguas y nuevas, junto con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Todas ellas son expresiones de la riqueza de los dones que el Espíritu entrega a la Iglesia. También a estas formas de vida y compromiso en la Iglesia expresamos nuestra gratitud, exhortándoles a la fidelidad al propio carisma y a la plena comunión eclesial, de modo especial en el ámbito de las Iglesias particulares.
Dar testimonio del Evangelio no es privilegio exclusivo de nadie. Reconocemos con gozo la presencia de tantos hombres y mujeres que con su vida son signos del Evangelio en medio del mundo. Lo reconocemos también en tantos de nuestros hermanos y hermanas cristianos con los cuales la unidad no es todavía perfecta, aunque han sido marcados con el bautismo del Señor y son sus anunciadores. En estos días nos ha conmovido la experiencia de escuchar las voces de tantos responsables de Iglesias y Comunidades eclesiales que nos han dado testimonio de su sed de Cristo y de su dedicación al anuncio del Evangelio, convencidos también ellos de que el mundo tiene necesidad de una nueva evangelización. Estamos agradecidos al Señor por esta unidad en la exigencia de la misión.

9. Para que los jóvenes puedan encontrarse con Cristo
Nos sentimos cercanos a los jóvenes de un modo muy especial, porque son parte relevante del presente y del futuro de la humanidad y de la Iglesia. La mirada de los obispos hacia ellos es todo menos pesimista. Preocupada, sí, pero no pesimista. Preocupada porque justo sobre ellos vienen a confluir los embates más agresivos de estos tiempos; no pesimista, sin embargo, sobre todo porque, lo resaltamos, el amor de Cristo es quien mueve lo profundo de la historia y además, porque descubrimos en nuestros jóvenes aspiraciones profundas de autenticidad, de verdad, de libertad, de generosidad, de las cuales estamos convencidos que sólo Cristo puede ser respuesta capaz de saciarlos.
Queremos ayudarles en su búsqueda e invitamos a nuestras comunidades a que, sin reservas, entren en una dinámica de escucha, de diálogo y de propuestas valientes ante la difícil condición juvenil. Para aprovechar y no apagar la potencia de su entusiasmo. Y para sostener en su favor la justa batalla contra los lugares comunes y las especulaciones interesadas de las fuerzas de este mundo, esforzadas en disipar sus energías y a agotarlas en su propio interés, suprimiendo en ellos cualquier memoria agradecida por el pasado y cualquier planteamiento serio por el futuro. 
La nueva evangelización tiene un campo particularmente árduo pero al mismo tiempo apasionante en el mundo de los jóvenes, como muestran no pocas experiencias, desde las más multitudinarias como las Jornadas Mundiales de la Juventud, a aquellas más escondidas pero no menos importantes, como las numerosas y diversas experiencias de espiritualidad, servicio y misión. A los jóvenes les reconocemos un rol activo en la obra de la evangelización, sobre todo en su ambientes.

10. El Evangelio en diálogo con la cultura y la experiencia humana y con las religiones.
La nueva evangelización tiene su centro en Cristo y en la atención a la persona humana, para hacer posible el encuentro con él. Pero su horizonte es tan ancho como el mundo y no se cierra a ninguna experiencia del hombre. Eso significa que ella cultiva, con particular atención, el diálogo con las culturas, con la confianza de poder encontrar en todas ellas las “semillas del Verbo” de las que hablaban los Santos Padres. En particular, la nueva evangelización tiene necesidad de una renovada alianza entre fe y razón, con la convicción de que la fe tiene recursos suficientes para acoger los frutos de una sana razón abierta a la trascendencia y tiene, al mismo tiempo, la fuerza de sanar los límites y las contradicciones en las que la razón puede tropezar. La fe no deja de contemplar los lacerantes interrogantes que supone la presencia del mal en la vida y la historia de los hombres, encontrando la luz de su esperanza en la Pascua de Cristo.
El encuentro entre fe y razón nutre el esfuerzo de la comunidad cristiana en el mundo de la educación y la cultura. Un lugar especial en este campo lo ocupan las instituciones educativas y de investigación: escuelas y universidades. Donde se desarrolla el conocimiento sobre el hombre y se da una acción educativa, la Iglesia se ve impulsada a testimoniar su propia experiencia y a contribuir a una formación integral de la persona. En este ámbito merecen una atención especial las escuelas y universidades católicas, en las que la apertura a la trascendencia, propia de todo itinerario cultural sincero y educativo, debe completarse con caminos de encuentro con la persona de Jesucristo y de su Iglesia. Vaya la gratitud de los obispos a todos los que, en condiciones muchas veces difíciles, desempeñan esta tarea.
La evangelización exige que se preste gran atención al mundo de la comunicaciones sociales, que son un camino, especialmente en el caso de los nuevos medios, en el que se cruzan tantas vidas, tantos interrogantes y tantas expectativas. Son el lugar donde en muchas ocasiones se forman las conciencias y se muestran los hechos de la propia vida y deben ser una oportunidad nueva para llegar al corazón de los hombres.
Un particular ámbito de encuentro entre fe y razón se da hoy en el diálogo con el conocimiento científico. Éste, por otro lado, no se encuentra lejos de la fe, siendo manifestación de aquel principio espiritual que Dios ha puesto en sus criaturas y que les permite comprender las estructuras racionales que se encuentran en la base de la creación. Cuando la ciencia y la técnica no presumen de encerrar la concepción del hombre y del mundo en un árido materialismo se convierten, entonces, en un precioso aliado para el desarrollo de la humanización de la vida. También a los responsables de esta delicada tarea se dirige nuestro agradecimiento.
Queremos, además, agradecer su esfuerzo a los hombres y mujeres que se dedican a otra expresión del genio humano: el arte en sus varias formas, desde las más antiguas a las más recientes. En sus obras, en cuanto tienden a dar forma a la tensión del hombre hacia la belleza, reconocemos un modo particularmente significativo de expresión de la espiritualidad. Estamos especialmente agradecidos cuando sus bellas creaciones nos ayudan a hacer evidente la belleza del rostro de Dios y de sus criaturas. La vía de la belleza es un camino particularmente eficaz de la nueva evangelización.
Más allá del arte, toda obra del hombre es un espacio en el que, mediante el trabajo, él se hace cooperador de la creación divina. Al mundo de la economía y del trabajo queremos recordar como de la luz del Evangelio surgen algunas llamadas urgentes: liberar el trabajo de aquellas condiciones que no pocas veces lo transforman en un peso insoportable con una perspectiva incierta, amenazada por el desempleo, especialmente entre los jóvenes, poner a la persona humana en el centro del desarrollo económico y pensar este mismo desarrollo como una ocasión de crecimiento de la humanidad en justicia y unidad. El hombre, a través del trabajo con el que transforma el mundo, está llamado a salvaguardar el rostro que Dios ha querido dar a su creación, también por responsabilidad hacia las generaciones venideras.
El Evangelio ilumina también las situaciones de sufrimiento en la enfermedad. En ellas, los cristianos están llamados a mostrar la cercanía de la Iglesia para con los enfermos y discapacitados y con los que con profesionalidad y humanidad trabajan por su salud.
Un ámbito en el que la luz de Evangelio puede y debe iluminar los pasos de la humanidad es el de la vida política, a la cual se le pide un compromiso de cuidado desinteresado y transparente por el bien común, desde el respeto total a la dignidad de la persona humana desde su concepción hasta su fin natural, de la familia fundada sobre el matrimonio de un hombre y una mujer, de la libertad educativa, en la promoción de la libertad religiosa, en la eliminación de las injusticias, las desigualdades, las discriminaciones, la violencia, el racismo, el hambre y la guerra. A los políticos cristianos que viven el precepto de la caridad se les pide un testimonio claro y transparente en el ejercicio de sus responsabilidades.
El diálogo de la Iglesia tiene su natural destinatario, finalmente, en los seguidores de las religiones. Si evangelizamos es porque estamos convencidos de la verdad de Cristo, y no porque estemos contra nadie. El Evangelio de Jesús es paz y alegría y sus discípulos se alegran de reconocer cuanto de bueno y verdadero el espíritu religioso humano ha sabido descubrir en el mundo creado por Dios y ha expresado en las diferentes religiones.
El diálogo con los creyentes de las diversas religiones quiere ser una contribución a la paz, rechaza todo fundamentalismo y denuncia cualquier violencia que se produce contra los creyentes y las graves violaciones de los derechos humanos. Las Iglesias de todo el mundo son cercanas desde la oración y la fraternidad a los hermanos que sufren y piden a quienes tienen en sus manos los destinos de los pueblos que salvaguarden el derecho de todos a la libre elección, confesión y testimonio de la propia fe.

11. En el año de la fe, la memoria del Concilio Vaticano II y la referencia al Catecismo de la Iglesia Católica.
En el camino abierto por la nueva evangelización podremos sentirnos a veces como en un desierto, en medio de peligros y privados de referencias. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de apertura del Año de la fe, ha hablado de una “«desertificación» espiritual” que ha avanzado en estos últimos decenios, pero él mismo nos ha dado fuerza afirmando que “a partir de esta experiencia de desierto, de este vacío, podemos nuevamente descubrir la alegría del creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se descubre el valor de aquello que es esencial para vivir” (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la apertura del Año de la fe, Roma 11 octubre 2012). En el desierto, como la mujer la samaritana, se va en busca de agua y de un pozo del que sacarla: ¡dichoso el que en él encuentra a Cristo!
Agradecemos al Santo Padre por el don del Año de la fe, preciosa entrada en el itinerario de la nueva evangelización. Le damos las gracias también por haber unido este Año a la memoria gozosa por los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, cuyo magisterio fundamental para nuestro tiempo se refleja en el Catecismo de la Iglesia Católica, repropuesto, a los veinte años de su publicación, como referencia segura de la fe. Son aniversarios importantes que nos permiten reafirmar nuestra plena adhesión a las enseñanzas del Concilio y nuestro convencido esfuerzo en continuar su puesta en marcha.

12. Contemplando el misterio y cercanos a los pobres
En esta óptica queremos indicar a todos los fieles dos expresiones de la vida de la fe que nos parecen de especial relevancia para incluirlas en la nueva evangelización. 
El primero está constituído por el don y la experiencia de la contemplación. Sólo desde una mirada adorante al misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sólo desde la profundidad de un silencio que se pone como seno que acoge la única Palabra que salva, puede desarrollarse un testimonio creíble para el mundo. Sólo este silencio orante puede impedir que la palabra de la salvación se confunda en el mundo con los ruidos que lo invaden.Vuelve de nuevo a nuestros labios la palabra de agradecimiento, ahora dirigida a cuantos, hombres y mujeres, dedican su vida, en los monasterios y conventos, a la oración contemplativa. Necesitamos que momentos de contemplación se entrecrucen con la vida ordinaria de la gente. Lugares del espíritu y del territorio que son una llamada hacia Dios; santuarios interiores y templos de piedra que son cruce obligado por el flujo de experiencias que en ellos se suceden y en los cuales todos podemos sentirnos acogidos, incluso aquellos que no saben todavía lo que buscan.
El otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: “Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt. 34 25, 40). 
A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un reflejo de como Jesús se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo.
El gesto de la caridad, al mismo tiempo, debe ser acompañado por el compromiso con la justicia, con una llamada que se realiza a todos, ricos y pobres. Por eso es necesaria la introducción de la doctrina social de la Iglesia en los itinerarios de la nueva evangelización y cuidar la formación de los cristianos que trabajan al servicio de la convivencia humana desde la vida social y política.

13. Una palabra a las Iglesias de las diversas regiones del mundo.
La mirada de los obispos reunidos en Asamblea sinodal abraza a todas las comunidades eclesiales presentes en todo el mundo. Una mirada de unidad, porque única es la llamada al encuentro con Cristo, pero sin olvidar la diversidad.
Una consideración particular, llena de afecto y gratitud, reservamos los obispos reunidos en el Sínodo a vosotros, cristianos de las Iglesias Orientales Católicas, herederos de la primera difusión del Evangelio, experiencia custodiada por vosotros con amor y fidelidad y a vosotros, cristianos presentes en el Este de Europa. Hoy el Evangelio se os repropone como nueva evangelización a través de la vida litúrgica, la catequesis, la oración familiar diaria, el ayuno, la solidaridad entre las familias, la participación de los laicos en la vida de la comunidad y al diálogo con la sociedad. En no pocos lugares vuestras Iglesias son sometidas a prueba y tribulaciones que dan testimonio de vuestra participación en la cruz de Cristo; algunos fieles están obligados a emigrar y, manteniendo viva la pertenencia a sus propias comunidades de origen, pueden contribuir a la tarea pastoral y a la obra de la evangelización en los países de acogida. El Señor continue bendiciendo vuestra fidelidad y que sobre vuestro futuro brillen horizontes de firme confesión y práctica de la fe en condiciones de paz y de libertad religiosa.
Nos dirigimos a vosotros, hombres y mujeres, que vivís en los países de África y resaltamos inenuestra gratitud por el testimonio que ofrecéis del Evangelio muchas veces en situaciones humanas muy difíciles. Os exhortamos a relanzar la evangelización recibida en tiempos aún recientes, a edificaros como Iglesia “familia de Dios”, a reforzar la identidad de la familia y a sostener la labor de los sacerdotes y catequistas, especialmente en las pequeñas comunidades cristianas. Afirmamos, por otra parte, la exigencia de desarrollar el encuentro del Evangelio con las antiguas y nuevas culturas. Dirigimos una llamada de atención al mundo de la política y a los gobiernos de los diversos países africanos para que, con la colaboración de todos los hombres de buena voluntad, se promuevan los derechos humanos fundamentales y el continente sea liberados de la violencia y los conflictos que lo atormentan.
Los obispos de la Asamblea sinodal os invitan a los cristianos de Norteamérica a responder con gozo a la llamada de la nueva evangelización, mientras admiramos como en vuestra joven historia vuestras comunidades cristianas han dado frutos generosos de fe, caridad y misión. También conviene reconocer que muchas de las expresiones de la cultura de vuestra sociedad están lejos del Evangelio. Se hace, pues, necesario una invitación a la conversión, de la que nace un compromiso que no os coloca fuera de vuestra cultura, sino que os llama a ofrecer a todos la luz de la fe y la fuerza de la vida. Mientras acogéis en vuestras generosas tierras a nueva población de inmigrantes y refugiados, estad dispuestos a abrir las puertas de vuestras casas a la fe. Fieles a los compromisos adquiridos en la Asamblea sinodal para América, sed solidarios con la América Latina en la permanente tarea de evangelización de vuestro continente.
El mismo sentimiento de gratitud dirige la Asamblea del Sínodo a las Iglesia de América Latina y el Caribe. Nos llama la atención en particular cómo se han desarrollado a través de los siglos en vuestro países formas de piedad popular fuertemente enraizadas en los corazones de tantos de vosotros, formas de servicio en la caridad y de diálogo con las culturas. Ahora, frente a los desafíos del presente, sobre todo la pobreza y la violencia, la Iglesia en Latinoamérica y en el Caribe es exhortada a vivir en un estado permanente de misión, anunciando el Evangelio con esperanza y alegría, formando comunidades de verdaderos discípulos misioneros de Jesucristo, mostrando con vuestro testimonio como el Evangelio es fuente de una sociedad justa y fraterna. También el pluralismo religioso interroga a vuestras Iglesias y les exige un renovado anuncio del Evangelio.
También a vosotros, cristianos de Asia sentimos la necesidad de dirigiros una palabra de fortalecimiento y exhortación. Vuestra presencia, a pesar de ser una pequeña minoría en el continente en el que viven casi dos tercios de la población mundial, es una semilla profunda, confiada a la fuerza del Espíritu, que crece en el diálogo con las diversas culturas, con las antiguas religiones y con tantos pobres. Aunque a veces está situada al margen de la vida social y en diversos lugares incluso perseguida, la Iglesia de Asia, con su fe fuerte, es una presencia preciosa del Evangelio de Cristo que anuncia justicia, vida y armonía. Cristianos de Asia, sentid la cercanía fraterna de los cristianos de los demás países del mundo, los cuales no pueden olvidar que en vuestro continente, en la Tierra Santa, nació, vivió, murió y resucitó el mismo Jesús.
Una palabra de reconocimiento y de esperanza queremos dirigir los obispos a las Iglesias del continente europeo, hoy en parte marcado por una fuerte secularización, a veces agresiva, y todavía hoy herido por los largos decenios de gobiernos marcados por ideologías enemigas de Dios y del hombre. Reconocemos vuestro pasado y también vuestro presente, en el cual el Evangelio ha creado en Europa certezas y experiencias de fe concretas y decisivas para la evangelización del mundo entero, muchas veces rebosantes de santidad: riqueza del pensamiento teológico, variedad de expresiones carismáticas, formas variadas al servicio de la caridad con los pobres, profundas experiencias contemplativas, creación de una cultura humanística que ha contribuido a dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción del bien común. Las dificultades del presentes no os pueden dejar abatidos, queridos cristianos europeos: éstas os deben desafiar a un anuncio más gozoso y vivo de Cristo y de su Evangelio de vida.
Los obispos de la Asamblea sinodal saludan, finalmente, a los pueblos de Oceanía, que viven bajo la protección de la Cruz del Sur, y les damos gracias por el testimonio del Evangelio de Jesús. Nuestra plegaria por vosotros es para que, como la mujer samaritana en el pozo, también vosotros sintáis viva la sed de una vida nueva y podáis escuchar la Palabra de Jesús que dice: “¡Si conocieras el don de Dios!” (Jn 4, 10). Comprometeos a predicar el Evangelio y a dar a conocer a Jesús en el mundo de hoy. Os exhortamos a encontrarlo en vuestra vida cotidiana, a escucharle y a descubrir, mediante la oración y la meditación, la gracia de poder decir: “Sabemos que este es verdaderamente el salvador del mundo” (Jn 4, 42).

14. La estrella de María ilumina el desierto
A punto de finalizar esta experiencia de comunión entre los obispos de todo el mundo y de colaboración con el ministerio del Sucesor de Pedro, sentimos resonar en nosotros el mandato de Jesús a sus apóstoles: “Id y haced discípulos de todos los pueblo [...]. Sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión de la Iglesia no se dirige a un territorio en concreto, sino que sale al encuentro de la pliegues más oscuros del corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades.
Esta presencia llena de gozo nuestros corazones. Agradecidos por el don recibido de él en estos días le dirigimos nuestro canto de alabanza: “Proclama mi alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 46.49). Las palabras de María son también las nuestras: el Señor ha hecho realmente grandes cosas a través de los siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos, con la certeza de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar la potencia de su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la nueva evangelización.
La figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: el don del Espíritu Santo, la cercanía de Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, la Estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.