12/31/12


TODO ES GRACIA: La encarnación redentora de Cristo, episodio único en la historia, determina el sentido pleno del tiempo


Juan del Río Martín

El significado del tiempo para una persona no viene dado por el número de años que transcurren desde su nacimiento hasta su óbito (cf. Sab 4,8). El tiempo no es sólo algo físico, sino que también se percibe en su vertiente psicológica, moral y espiritual. El cristianismo, desde sus inicios, rechazó los ciclos eternos que planteaban los griegos, porque la Encarnación Redentora de Jesucristo es un episodio único e irrepetible en la historia humana, que determina el sentido pleno del tiempo. Pero aquel acontecimiento salvador tuvo su arranque en la misma Creación del Universo y su final tendrá lugar en el último día (cf. Col 1,15-23). Todo año nuevo participa de ese hecho real, donde la eternidad divina se hace tiempo de los hombres.
La fe en este Misterio, ilumina al hombre para hacer una lectura del tiempo desde la gracia recibida en el Bautismo. Cada ser humano ha de responder a lo que acontece en su vida y su entorno, es decir, a su actuación libre y responsable. Estas fechas son propicias para hacer un examen personal de conciencia sobre cómo hemos empleado nuestro tiempo, qué papel ha jugado Dios en estos meses, cuáles son las obras buenas que hemos hecho y cómo debemos fomentarlas en el futuro, cuáles son los defectos que hemos de evitar, a quién debemos perdonar y reparar. Este discernimiento nos ayudará a conocernos a nosotros mismos y a descubrir lo sucedido como un tiempo de gracia y misericordia.
Ahora bien, percibimos la valoración de nuestro tiempo según somos. El que anda en negocios humanos dice que el tiempo es oro. Para quien vive en el hedonismo es amarga la brevedad de la vida. En cambio, los cristianos afirmamos que el tiempo es un don del Creador y, a la vez, una responsabilidad del hombre, que lo ha de llenar de obras de amor a Dios y al prójimo. Las virtudes hacen bueno cualquier día, los vicios lo hacen malo. A nadie se la prometido nunca un día de mañana: sólo tenemos asegurado el presente que trae “su propia preocupación” (Mt6,34). La actitud que debe dominar nuestro caminar es la de vigilancia, porque no sabemos “ni el día ni la hora” en que todo terminará (cf. Mt 24, 42-44).
El año que finaliza está marcado por las privaciones económicas de muchos, por conflictos familiares y sociales que han dejado un reguero de víctimas de todo tipo. Los meses venideros se presentan duros en lo económico, lo financiero y lo político. Benedicto XVI, en un reciente artículo en el Financial Times, afirmaba: “El nacimiento de Cristo nos desafía a repensar nuestras prioridades, nuestros valores, nuestro modo de vivir. Y mientras la Navidad es sin duda un tiempo de gran alegría, es también una ocasión de profunda reflexión, más aun, es un examen de conciencia (…) Los cristianos no deben escapar del mundo; por el contrario, deben comprometerse en él. Pero su participación en la política y en la economía debe trascender cada forma de ideolología” (20.12.2012).
No debemos dejarnos llevar por un pesimismo inoperante y desesperanzador. Hay un proverbio español que dice: “no hay mal que por bien no venga”. ¿Qué podemos aprender de esta profunda crisis que padecemos? Que la familia, a pesar de tantos olvidos y ataques de los políticos, está siendo la gracia que ampara a muchos que están viviendo el paro o la precariedad. Que se ha incrementado la generosidad, solidaridad y caridad hacia los más desfavorecidos. Que se vuelve a apreciar la sencillez y la coherencia como las formas más bellas de vivir una vida sana, mientras que crece la hostilidad hacia la opulencia de los corruptos que lleva al desastre a la sociedad. Frente al frenesí del individualismo egoísta y placentero, se ve más necesario cada día unir fuerzas para construir el bien común y educar en la virtud de hacer el bien y evitar el mal, como única base para una ética comprometida con la dignidad del hombre, de todos los hombres.
En definitiva: estos tiempos de crisis están desmontando racionalmente la autosuficiencia de hombre contemporáneo. También nos están situando más a los cristianos en lo esencial, que es Cristo, principio y fin de todos los tiempos. Al final, hemos de convencernos cada día más de que: “¡Todo es gracia!” (G. Bernanos, Diario de un cura rural).

12/30/12


RECEMOS PARA QUE CADA NIÑO SEA SOSTENIDO POR EL AMOR DE SU PADRE Y DE SU MADRE


El Papa durante el Ángelus


¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy es la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En la liturgia, el pasaje del evangelio de Lucas nos presenta a la Virgen María y a san José, que fieles a la tradición, suben hasta Jerusalén para la Pascua, junto a Jesús que tenía doce años. La primera vez que Jesús entró en Templo del Señor fue a los cuarenta días después de su nacimiento, cuando sus padres habían ofrecido "un par de tórtolas o dos pichones" (Lc. 2,24) por él, que era el sacrificio de los pobres. "Lucas, cuyo evangelio está lleno de toda una teología de los pobres y de la pobreza, sugiere que la familia de Jesús estaba considerada entre los pobres de Israel; nos hace entender que entre ellos podía madurar el cumplimiento de la promesa" (L'infanzia di Gesù, 96).
Jesús hoy está de nuevo en el Templo, pero esta vez tiene un papel diferente, que lo involucra en primera persona. Cumple así, con María y José, la peregrinación a Jerusalén según lo prescrito en la Ley (cf. Ex 23,17; 34,23ss) --a pesar de que aún no había cumplido el decimotercer año de edad--. Una señal de la profunda religiosidad de la Sagrada Familia. Sin embargo, cuando sus padres vuelven hacia Nazaret, sucede algo inesperado: Él, sin decir nada, se queda en la ciudad. Durante tres días, Maria y José lo buscan y lo encuentran en el Templo, hablando con los maestros de la Ley (cf. Lc. 2,46-47); y cuando le piden explicaciones, Jesús dice que no tienen de qué asombrarse, porque aquel es su lugar, es su casa, con el Padre, que es Dios (cf. L’infancia di Gesù, 143).
"Él –escribe Orígenes--, declara estar en el templo de su Padre, aquel Padre que nos ha revelado y del cual dice que es el Hijo» (Homilías sobre el Evangelio de Lucas, 18, 5). La preocupación de María y José por Jesús, es la misma de cualquier padre que educa a un hijo, lo introduce a la vida y a la comprensión de la realidad. Hoy en día, por lo tanto, es necesario hacer una oración especial al Señor por todas las familias del mundo.
Imitando a la Sagrada Familia de Nazaret, los padres deben preocuparse seriamente por el crecimiento y la educación de sus propios hijos, a fin de que maduren como hombres responsables y ciudadanos honestos, sin olvidar nunca que la fe es un precioso regalo con el cual alimentar a los propios hijos, incluso con el ejemplo personal . Al mismo tiempo, recemos para que cada niño sea acogido como un don de Dios, sea sostenido por el amor tanto el padre como de la madre, a fin de poder crecer como el Señor Jesús "en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc. 2,52). El amor, la lealtad y la dedicación de María y José sean un ejemplo para todas las parejas cristianas, que no son solo los amigos o los dueños de la vida de sus hijos, sino los guardianes de este don incomparable de Dios. Que el silencio de José, hombre justo (cf. Mt. 1,19), y el ejemplo de María, que guardaba todo en su corazón (cf. Lc. 2,51), nos haga entrar en el misterio pleno de la fe y de la humanidad de la Sagrada Familia. Deseo que todas las familias cristianas vivan en la presencia de Dios con el mismo amor y con la misma alegría de la familia de Jesús, María y José.

Educar la fe en familia

Nota de los obispos españoles para la Jornada de la Sagrada Familia

Con el lema “Educar la fe en familia” los obispos, movidos por nuestro deber de pastores, invitamos a todos los fieles a reflexionar sobre la vital importancia de la familia en la “educación de la fe”. Asimismo, recordamos la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre, de un modo especial en este Año de la fe.

Desde la primera evangelización la transmisión de la fe, en el transcurso de las generaciones, ha encontrado un lugar natural en la familia. Hoy asistimos a una desvalorización del papel de la familia en este campo, debido a múltiples factores. No podemos dar por supuesto la vivencia de la fe cristiana en muchos hogares cristianos con las consecuencias que ello conlleva en la asimilación de la fe por parte de los hijos. Por esto queremos animar a las familias a ocupar su puesto en la transmisión de la fe, a pesar de las dificultades y crisis por las que atraviesan.

La nueva evangelización debe ir dirigida de manera primera y prioritaria a la familia, como la realidad a la que más han afectado los cambios sociales y la poca valoración de la fe.
La fe, don de Dios, se nos infunde en el Bautismo, en cuya celebración los padres piden para sus hijos «la fe de la Iglesia». Este es el signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación.

La iniciación cristiana, que comprende el Bautismo, la Confirmación, la Penitencia y la Eucaristía, toma una especial relevancia en la familia, «iglesia doméstica», comunidad de vida y amor, por ser donde surge la vida de la persona y esta es amada por sí misma. La familia vive dicha fe y participa también en la fe de sus hijos en las diversas etapas de formación y desarrollo de la vida cristiana. Así, el primer fundamento de una pastoral familiar renovada es la vivencia intensa de la iniciación cristiana.

Los padres apoyan a los hijos y caminan con ellos mientras realizan el aprendizaje de la vida cristiana y entran gozosamente en la comunión de la Iglesia para ser en ella adoradores del Padre y testigos del Dios vivo. La familia, de este modo, se convierte en el primer transmisor de la fe, y esta crece cuando se vive como consecuencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo.

La familia es el ámbito natural donde es acogida la fe y la que va a contribuir de una manera muy especial a su crecimiento y desarrollo. En ella se dan los primeros pasos de la educación temprana de la fe y los hijos aprenden las primeras oraciones. También experimentan el amor a la Virgen, a Jesucristo, y es donde por primera vez oyen hablar de Dios y aprenden a quererlo viviendo el testimonio de sus padres.

Este testimonio de los padres, en la continua y progresiva educación familiar, marca un tenor de vida en todos los ámbitos de la existencia humana. Se desarrolla en la catequesis familiar, la introducción a la oración -«la oración es el alimento de la fe» dice Juan Pablo II-, la lectura meditada de la Palabra de Dios y en la práctica sacramental de la familia, en sintonía y colaboración con la comunidad parroquial.

Así, la familia es el “lugar” privilegiado donde se realiza la unión de «la fe que se piensa» con «la vida que se vive» a partir del despertar religioso.


La fe, al igual que la familia, es compañera de vida que nos permite distinguir las maravillas de Dios a lo largo de nuestro caminar. Como la familia, la fe está presente en las diversas etapas de nuestra existencia (niñez, adolescencia, juventud…), así como en los momentos difíciles y en los alegres. De esta forma la fe va acompañándonos siempre en todas las circunstancias de la vida familiar. La familia camina con sus hijos en esos importantes momentos  en los que se va fraguando su madurez y porvenir.
Cuando la vivencia y experiencia cristiana se ha tenido en la familia puede que se atraviese por momentos de crisis, pero lo que se ha vivido de niño vuelve a renacer y a tener un peso específico en la fe adulta.

No se puede pensar en una nueva evangelización sin sentirnos responsables del anuncio del Evangelio a las familias y sin ayudarles en la tarea educativa. La familia está inmersa en un proceso gradual de educación humana y cristiana que permite tener como centro la vocación al amor. A la familia le corresponde el deber grave y el derecho insustituible de educar y cuidar este momento inicial de la vocación al amor de los hijos. Esto se realiza en un ambiente sencillo y normal, el hogar, donde, de una manera connatural se va formando la personalidad humana y cristiana de los hijos. A esta educación contribuyen también las entidades educativas, el testimonio de los padres y hermanos, el contacto con otras familias, la pertenencia a la comunidad cristiana parroquial, y a grupos o movimientos cristianos.

La familia, en su afán educador, ayuda a todos sus miembros a que vivan como verdaderos cristianos, capaces de configurar cristianamente la sociedad. De igual modo la familia, con total respeto a cada de sus hijos, debe ayudarles a que, en su momento, puedan descubrir sus respectivas vocaciones. En este sentido la familia protege y anima la vocación a la vida sacerdotal y consagrada.

En todo caso, los obispos reiteramos una vez más que el mundo necesita hoy de manera urgente el testimonio creíble de familias que, iluminadas por la fe, sean capaces de «abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios»8 y ser fermento de nuestra sociedad.
Implorando la protección de María, Madre de la Sagrada Familia, os animamos en este Año de la fe a profundizar en un mayor conocimiento de nuestra fe y que esta transforme la vida de nuestras familias, les abra el camino hacia una plenitud de significado, las renueve, llene de alegría y de esperanza fiable.

30 de diciembre de 2012, festividad de la Sagrada Familia



''SIN LA VERDAD DEL MATRIMONIO, EL ORGANISMO VIVO, QUE ES LA SOCIEDAD, SE DESINTEGRARÍA''


Homilía del Cardenal Antonio María Rouco Varela


Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridas Familias:
1. La Fiesta de la Sagrada Familia nos reúne hoy, de nuevo, en este año que concluye, el 2012, crítico y doloroso por tantos motivos, para dar gracias a Dios por nuestras familias enraizadas en la fe en Jesucristo, el Redentor del hombre, y pedirle por el bien de la familia cristiana, verdadera “esperanza para hoy”. ¿La única sólida esperanza? Si contemplamos la realidad social y cultural que la envuelve y lo fugaces e inoperantes que son las alternativas que se proponen para salir de la crisis de verdadera y honda humanidad que la caracteriza, no cabe duda alguna: sólo la familia concebida y vivida en la plenitud de su verdad, como la enseña el lenguaje inequívoco e indestructible de la naturaleza humana, despeja el horizonte de la esperanza para el hombre y la sociedad de nuestro tiempo. ¿Pero cuál es y cómo se conoce la plenitud de esa verdad y cuáles son las vías para comprenderla y realizarla venciendo los obstáculos económicos, sociales, culturales, jurídicos y políticos tan formidables que se interponen en su camino? La respuesta es muy sencilla: cuando se la busca con humilde sinceridad en la escucha de la Palabra de Dios y en la vivencia fervorosa de la celebración del Sacramento de la Eucaristía, especialmente en el día en que la Iglesia trae a la memoria renovada y actual de sus hijos el Misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, en cuyo seno nació, se educó y se cobijó el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. En ella se abrió e inició la verdadera y definitiva historia de la salvación del mundo. Una historia que ninguna crisis, aunque suponga e incluya los mayores y más horrendos pecados del hombre, podrá jamás interrumpir y, menos, anular.
2. Por eso, en esta nueva Solemnidad de la singular Familia surgida de una intervención de Dios Padre, sobrenaturalmente única, en un determinado momento del curso histórico de la humanidad elegido y predestinado por Él, hemos invitado a las familias cristianas a encontrarse en “los atrios del Señor” con no menor anhelo y gozo que sentía el salmista al “consumirse” su alma y retozar su corazón y su carne cuando estaba en el Templo de la Antigua Alianza, anticipo de “la Morada de Dios con los hombres”,  realizada ahora sacramentalmente en su Iglesia extendida por todos los rincones de la tierra. Sí, precisamente por esta razón tan divina y tan humana, los hermanos Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos, venidos de toda España y de otras Diócesis Europeas, y, no en último lugar, el Prefecto del Pontificio Consejo para la familia, los sacerdotes concelebrantes, los diáconos, los seminaristas y los numerosos fieles consagrados y laicos, unidos por los vínculos de la familia cristiana, nos reunimos esta radiante mañana del Domingo de la Sagrada Familia en la madrileña Plaza de Colón, evocadora de  tantos memorables encuentros eclesiales, formando la gran Familia de los Hijos de Dios, para profesar ante el mundo, a la luz de la Palabra divina y actualizando eucarísticamente el Misterio de nuestra Redención, la fe en la Verdad de la Familia cristiana reflejada, posibilitada y fundada de modo pleno y definitivo en la Sagrada Familia de Nazaret: en la Familia de Jesús, José y María.
3. Es bueno recordar esta Verdad atendiendo a las enseñanzas luminosas del Concilio Vaticano II en este Año de la Fe convocado por nuestro Santo Padre Benedicto XVI en el cincuenta aniversario de su solemne apertura, el 11 de octubre del año 1962. Ya entonces, en la delicada coyuntura histórica de tener que consolidar sobre fiables y firmes fundamentos éticos y espirituales un orden jurídico internacional nuevo para una humanidad sumida hacía apenas dos décadas en una trágica contienda mundial, se hacía urgente actualizar la doctrina de la fe sobre la verdad eterna del matrimonio y de la familia. ¡Hoy, quizá, mucho más! El Concilio define el matrimonio (podríamos decir), como “la íntima comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias (que) se establece con la alianza… es decir, con un consentimiento personal irrevocable… Por su propio carácter natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación… Cristo, el Señor ha bendecido abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y construido a semejanza de su unión con la Iglesia… Así, el hombre y la mujer, por la alianza conyugal, ‘ya no son dos, sino una sola carne’ (Mt 19,6)” (GS, 48).
Queridas Familias: Esta Verdad del matrimonio cristiano es la verdad de vuestras vidas. Es la verdad del fundamento de toda sociedad que quiere y trata de edificarse de modo justo, solidario, profundamente humano y fecundo. ¡Es su futuro! Ignorarla y, más aún, despreciarla es poner en juego su misma viabilidad histórica. Sin la verdad del matrimonio, el organismo vivo, que es la sociedad, se desintegraría. Se pondría en peligro el hombre mismo. “Con el rechazo de estos lazos (los de la familia vivida en su verdad plena) desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana”, recordaba el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones de la Navidad, el pasado 21 de diciembre. Decae además, la dimensión de la fraternidad igualmente vital para la digna configuración de la sociedad.
4. Pero, aún más, la familia cristiana es la célula primera del organismo sobrenatural que es la Iglesia. Lo fue en esa primera y fundamental Familia de Jesús, María y José, que está en la base no sólo de la historia “cronológica” de la Iglesia, sino en su misma entraña teológica como la gran Familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. La Iglesia engendra, cría y educa a sus hijos por la Palabra de la Fe y por el Bautismo, con el concurso inestimable e imprescindible de la familia creyente. Como ocurrió con Jesús en la Sagrada Familia de Nazareth. Después de haberse quedado en el templo, ocupado con “las cosas de su Padre”, sabiendo y consciente de que su edad de lo permitía, bajó con sus padres María y José a Nazareth había estado angustiados por la aparente desaparición del hijo− “y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,51-52). Así es necesario que ocurra siempre. La familia cristiana es el lugar primero −e insustituible, en principio− para que los hijos nazcan y crezcan en la Fe en Jesucristo, el Salvador del hombre. La“comunidad familiar”, nacida de la carne y de la sangre, santificada por la gracia del Sacramento, fundada, experimentada y vivida como fruto de la donación incondicional del amor en Cristo, es el marco fundamental para que nazca, madure y se forme el hombre, ¡la persona humana!, en toda su dignidad de “hijo de Dios”. En esa comunidad de vida y de amor, que es la familia cristiana, es donde los niños y los jóvenes pueden aprender “en vivo” ese “amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”: para saber que “lo somos”, como nos lo recuerda San Juan en su primera Carta (1 Jn 3,1). No importa que el mundo no nos conozca, incluso, que nos rechace. En el fondo de esas posturas negadoras de la verdad de la familia cristiana está operante el hecho social de no querer conocerle a Él. Consecuentemente, al no aceptar el mandamiento de Dios de “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo”, la sociedad actual en muchos de los sectores más influyentes que la componen, no comprenderá su significado implícito de “que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó” (1 Jn 3,24). Con lo cual, se ciegan las vías para una auténtica y duradera renovación social. Profesar la fe en la Verdad de la Familia Cristiana −¡la verdad de Dios que vosotros, queridas familias cristianas, queréis hacer realidad fiel en vuestras vidas, siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazareth!−, no sólo es vital para vuestro futuro y el de vuestros hijos sino, también para el futuro de la sociedad y de la Iglesia; más aún, para el futuro de la humanidad. No hay duda: ¡Vosotros sois la esperanza para hoy!
5. ¡Sed fuertes! Sed valientes en la fidelidad y en la renovación constante de vuestro amor −¡amor fecundo!− como esposos y padres de familia. Seamos fuertes y valientes todos con vosotros en la Comunión de la Iglesia: los Pastores −Obispos y presbíteros−, los consagrados y todos los fieles laicos. Sería una gravísima responsabilidad pastoral y apostólica dejaros solos en esta situación tan dramática, producida por una crisis que os afecta muy directamente en lo económico; pero, sobre todo, en el reconocimiento social, cultural y jurídico que se os debe. Una crisis moral y espiritual que surge y se plantea en sus orígenes como una “crisis de fe” con pocos precedentes en la historia de Europa y de España. En esta hora histórica, el apoyo de toda la Iglesia,  encabezada, guiada y alentada por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, es una de las primeras exigencias pastorales del Año de la Fe. ¿Es que alguien puede ser tan cómodo o tan iluso que se permita hablar de “nueva evangelización” o de “Misión” −en Madrid, España, Europa, o en el mundo− sin el compromiso fuerte y valiente de las familias cristianas con la trasmisión de la Fe en Cristo, en “el Dios que es Amor”, a las nuevas generaciones? Hemos oído el bellísimo mensaje del Santo Padre antes de iniciar la Santa Misa. Nos ha evocado sus enseñanzas en el V Encuentro Mundial de las Familias, que tuvo lugar en Valencia los días 8  y 9 de julio del 2006 con el lema: La transmisión de la fe en la familia”. Decía el Papa: “Este encuentro da nuevo aliento para seguir anunciando el Evangelio de la familia, reafirmar su vigencia e identidad basada en el matrimonio abierto al don generoso de la vida, y donde se acompaña a los hijos en su crecimiento corporal y espiritual. De este modo se contrarresta un hedonismo muy difundido, que banaliza las relaciones humanas y las vacía de su genuino valor y belleza” (Discurso en el Encuentro Festivo y Testimonial, 8 de julio de 2006). Se podría añadir: que las priva de la luz de la fe: la única que permite clarificarlas, dignificarlas y convertirlas en cauce de auténtico amor.
6. Amor que una a los hombres como hijos de Dios en la familia, en la sociedad y, por supuesto, en la Iglesia. El amor que hará posible terminar con esas dramáticas situaciones que se derivan de la extrema facilidad con que se llega al divorcio, se rompen las familias y se somete a sus miembros más débiles, a los niños, a una dolorosísima tensión interior que tantas veces los destruye por dentro y por fuera. El amor dispuesto al socorro y a la ayuda sacrificada y generosa de las familias entre si y entre sus miembros en las circunstancias tan frecuentes y dolorosas del paro, de las dificultades económicas, morales y espirituales. Un amor, que, perseverantemente vivido al calor y con la fuerza de la fe cristiana, hará posible terminar con la estremecedora tragedia del aborto practicado masivamente desde los años setenta del pasado siglo en la práctica totalidad de los países europeos, incluida España, al amparo de una legislación, primero despenalizadora del mismo y, luego, legitimadora. ¿Hay esperanza para afrontar victoriosamente estos tremendos desafíos planteados al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo?
7. ¡Sí! En la familia cristiana que persevera en la oración dentro del hogar, unida a la plegaria litúrgica de la Iglesia; que sabe confiarse al amor de María, la Madre de Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, desposada con José, Madre de la Iglesia y Madre nuestra: ¡Amor siempre dispuesto a acoger y a escuchar las súplicas de los hijos! Acogidos a ese amor maternal de la Virgen Santísima, invocada en Madrid como Virgen de la Almudena y en España bajo riquísimas y populares advocaciones, las familias cristianas serán y son la esperanza para hoy.
Amén.




12/29/12


''Un grito de Dios al que sólo El puede responder''

Nieves San Martín

Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, en su libro “La infancia de Jesús”, aborda la cuestión de la matanza de los inocentes que la Iglesia conmemora hoy, 28 de diciembre. El papa describe la figura de Herodes, tal como la han descrito los historiadores. Interpreta el relato de Mateo a la luz también de la doctrina judía y la Biblia. Encuentra dos diferencias cruciales entre el relato de la matanza de los niños hebreos en Egipto y el relato del evangelista. Y concluye con una enseñanza que todavía hoy una madre que ha perdido un hijo puede aplicarse. El grito de Raquel es un grito del mismo Dios al que sólo El puede responder.
El saber por lo Magos de un pretendiente al trono debió de poner en guardia a Herodes, afirma Ratzinger-Benedicto XVI. “Visto su carácter, estaba claro que ningun escrúpulo le habría frenado”, afirma.
“Es cierto –afirma el papa- que no sabemos nada sobre este hecho por fuentes que no sean bíblicas, pero, teniendo en cuenta tantas crueldades cometidas por Herodes, eso no demuestra que no se hubiera producido el crimen. En este sentido, Rudolf Pesch cita al autor judío Abraham Shalit: 'La creencia en la llegada o el nacimiento en un futuro inmediato del rey mesiánico estaba entonces en el ambiente. El déspota suspicaz veía por doquier traición y hostilidad, y una vaga voz que llegaba a sus oídos podía fácilmente haber sugerido a su mente enfermiza la idea de matar a los niños nacidos en el último período. La orden por tanto nada tiene de imposible” (en Pesch, p.72)”.
“La realidad histórica del hecho --añade--, sin embargo, es puesta en tela de juicio por un cierto número de exegetas fundándose en otra consideración: se trataría aquí del motivo, ampliamente difundido, del niño regio perseguido, un motivo que, aplicado a Moisés en la literatura de aquel tiempo, habría encontrado una forma que se podía considerar como modelo para este relato sobre Jesús. No obstante, los textos citados no son convincentes en la mayoría de los casos y, además, muchos de ellos son de una época posterior al Evangelio de Mateo. La narración más cercana, temporal y materialmente, es la haggadah de Moisés, transmitida por Flavio Josefo, una narración que da un nuevo giro a la verdadera historia del nacimiento y el rescate de Moisés”.
Recuerda que el Libro de Éxodo relata que el faraón, ante el aumento numérico y la importancia creciente del pueblo hebreo decidió tomar la medida drástica que todos conocemos.
La haggadah, sin embargo, lo cuenta de manera diferente: “los expertos en la Escritura habían vaticinado al rey que en aquella época iba a nacer un niño de sangre judía que, una vez adulto, destruiría el imperio de los egipcios, haciendo a su vez poderosos a los israelitas. En vista de esto, el rey había ordenado arrojar al río y matar a todos los niños judíos inmediatamente después de nacer. Pero al padre de Moisés se le habría aparecido Dios en sueños, prometiendo salvar al niño (cf. Gnilka, p. 34s). A diferencia de la razón aducida en el Libro del Éxodo, aquí se debe exterminar a los niños judíos para eliminar con seguridad también al niño anunciado: Moisés”.
Todo lo cual, según el papa, acerca la narración a Jesús, Herodes y los niños inocentes asesinados.
“Sin embargo --precisa--, estas similitudes no son suficientes para presentar el relato de san Mateo como una simple variante cristiana del haggadah de Moisés. Las diferencias entre los dos relatos son demasiado grandes para ello. Por otra parte, las Antiquitates de Flavio Josefo se han de colocar muy probablemente en un tiempo posterior al Evangelio de Mateo, aunque la historia en sí misma parece indicar una tradición más antigua”.
Joseph Ratzinger afirma que también Mateo retoma la historia de Moisés para facilitar una interpretación del evento. Ve la clave de comprensión de su relato en las palabras del profeta Oseas: “Desde Egipto llamé a mi hijo” (Os 11,1). Para el evangelista, el profeta habla aquí de Cristo: él es el verdadero Hijo. Es a él a quien el Padre ama y llama desde Egipto.
“La breve narración de la matanza de los inocentes, que viene a continuación del pasaje sobre la huida a Egipto –explica el pontífice--, la concluye Mateo de nuevo con una palabra profética, esta vez tomada del Libro del profeta Jeremías: “Se escucha un grito en Ramá, gemidos y un llanto amargo: Raquel, que llora a sus hijos, no quiere ser consolada, pues se ha quedado sin ellos” (Jr31,15; Mt 2,18).
“En Mateo –afirma- hay dos cambios respecto al profeta; en los días de Jeremías, el sepulcro de Raquel esta localizado en los confines benjaminista-efraimita, es decir, hacia el reino del norte, hacia la región de las tribus de los hijos de Raquel, cercano, por cierto, al pueblo original del profeta. Ya durante la época veterotestamentaria, la ubicación del sepulcro se había desplazado hacia el sur, a la región de Belén, y allí la localizaba también Mateo”.
“El segundo cambio –señala- es que el evangelista omite la profecía consoladora del retorno; queda sólo el lamento. La madre sigue estando desolada. Así, en Mateo, la palabra del profeta –el lamento de la madre sin la respuesta consoladora- es como un grito de Dios, una petición de la consolación no recibida y todavía esperada; un grito al que efectivamente sólo Dios mismo puede responder, porque la única consolación verdadera, que va más allá de las meras palabras, sería la resurrección. Sólo en la resurrección se superaría la injusticia, revocado el llanto amargo: 'pues se ha quedado sin ellos'. En nuestra época histórica sigue siendo actual el grito de las madres a Dios, pero la resurrección de Jesús nos refuerza al mismo tiempo en la esperanza del verdadero consuelo”, concluye Joseph Ratzinger-Benedicto XVI.

12/28/12


FAMILIA, VOCACIÓN DE AMOR Y DESTINO ETERNO


Jesús Álvarez SSP Evangelio de la Sagrada Familia/C

Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser.  Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos. Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda. Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas. Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía:"Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos."El les contestó:"¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?"Pero ellos no comprendieron esta respuesta. Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres”.(Lc 2, 41-52)
La fiesta de la Sagrada Familia es la fiesta de todas las familias, pues toda familia es sagrada, por ser templo donde Dios-Amor crea nuevas vidas a través del amor de los padres. El amor no vive ni se agota en el placer ni en los bienes materiales --que son dones de Dios para gozar y compartir con orden y gratitud al servicio del amor y de la vida--, sino que es un amor que abarca la mente, la voluntad y el corazón.
La familia está al servicio de la persona, de su misión en la vida y de su destino eterno. Los hijos son un don de Dios y le pertenecen. Solo Dios es el origen de la vida y dueño absoluto de los hijos. Los padres son solo cauces de la vida de sus hijos. Por eso Jesús, a los doce años, sin contar con sus padres, se quedó en el templo para cumplir la voluntad de su Padre. Y también la Virgen María, a los trece, dio su SÍ al ángel, sin consultar a sus padres ni a los sacerdotes.
Jesús, el Hijo de Dios, quiso nacer en una familia, pues la familia unida en el amor es el ambiente insustituible para el crecimiento sano y feliz de los hijos y de los padres. Para la persona humana no existe bien más gratificante que un hogar donde se vive la fe, donde padres e hijos se aman en Cristo.
La gran mayoría de las enfermedades psíquicas, morales, espirituales y físicas tienen a menudo su origen en la falta de amor en el hogar, y en la disolución de la familia. El verdadero amor y la unión familiar son la mejor medicina preventiva contra las enfermedades físicas, morales, psíquicas y espirituales.
En la Sagrada Familia no fue todo milagro y rosas sin espinas; hubo miedo, persecución, destierro, pérdida de Jesús, escasez de pan, enfermedad y muerte de san José. Pero el amor verdadero los conservó unidos a Dios Padre y entre sí, con lazos cada vez más fuertes. Ese fue el gran secreto de su felicidad en el tiempo y en la eternidad.
No hay amor verdadero sin sufrimiento; y el sufrimiento sin amor, es infierno en la tierra. Pero el amor convierte la tierra en cielo, aún en medio del sufrimiento, que se hace fuente de felicidad eterna. La familia es templo de Dios con destino de cielo ya en la tierra, a la espera de reintegrarse en la Familia Trinitaria, que es su origen y su destino.
¿De qué vale haber tenido hijos e hijas, si al final se pierden para siempre?
Donde hay amor, allí está Dios Amor, que sostiene a sus hijos en el sufrimiento y se lo convierte en fuente de salvación. Y de la misma muerte hace surgir la vida por la resurrección, puerta de la Casa eterna de la Familia Trinitaria.

12/27/12


SAN ESTEBAN: LLENO DEL ESPÍRITU SANTO, MODELO DE TODO EVANGELIZADOR


El Papa ayer en el Ángelus




Queridos hermanos y hermanas:
Todos los años, el día después de Navidad, la liturgia celebra la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. El libro de los Hechos de los Apóstoles lo presenta como un hombre lleno de gracia y de Espíritu Santo (cf. Hch. 6,8-10;7,55); en él se cumple plenamente la promesa de Jesús anunciada en el texto evangélico de hoy, a saber, que los creyentes llamados a dar testimonio en circunstancias difíciles y peligrosas, no serán abandonados ni estarán indefensos: el Espíritu de Dios hablará a través de ellos (cf. Mt. 10,20).
El diácono Esteban, de hecho, obró, habló y murió animado por el Espíritu Santo, dando testimonio del amor de Cristo hasta el sacrificio extremo. Al primer mártir se le describe, en su sufrimiento, como perfecta imitación de Cristo, cuya pasión la replica hasta en los detalles. La vida de san Esteban está totalmente determinada por Dios, conformada a Cristo, cuya pasión se repite en él; en el momento final de la muerte, de rodillas, hace suya la oración de Jesús en la cruz, confiándose en el Señor (cf. Hch. 7,59) y perdonando a sus enemigos: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (v. 60). Lleno del Espíritu Santo, mientras sus ojos estaban por extinguirse, fijó su mirada en "Jesús de pie a la diestra de Dios" (v. 55), Señor de todo y que todo lo atrae a Sí.
En el día de san Esteban, también nosotros estamos llamados a fijar la mirada en el Hijo de Dios, que en la atmósfera alegre de la Navidad contemplamos en el misterio de su Encarnación. Con el Bautismo y la Confirmación, con el don precioso de la fe alimentada por los sacramentos, especialmente de la Eucaristia, Jesucristo nos ha unido a Él y quiere continuar en nosotros, con la acción del Espíritu Santo, su obra de salvación que redime todo, mejora, eleva y conduce al cumplimiento. Dejarse ganar por Cristo, como lo hizo san Esteban, es abrir la propia vida a la luz que la convoca, la dirige y la hace caminar por la senda del bien, el camino de una humanidad según el diseño del amor de Dios.
Finalmente, san Esteban es un modelo para todos los que quieren servir a la nueva evangelización. Él demuestra que la novedad del anuncio no consiste ante todo en el uso de métodos o técnicas originales, que por cierto tienen su utilidad, sino en el estar llenos del Espíritu Santo y dejarse guiar por Él. La novedad del anuncio está en la profundidad de la inmersión en el misterio de Cristo, en la asimilación de su palabra y de su presencia en la Eucaristia, de tal modo que Él mismo, Jesús vivo, pueda hablar y actuar a través de su enviado. En esencia, el evangelizador se vuelve capaz de llevar a Cristo a los demás con eficacia cuando vive de Cristo, cuando la novedad del Evangelio se manifiesta en su propia vida.
Pidamos a la Virgen María, para que la Iglesia, en este Año de la Fe, vea cómo se multiplican los hombres y mujeres que, como san Esteban, saben dar un testimonio valiente y convencido del Señor Jesús.

12/26/12


Navidad, corazón del mundo



Tal vez no nos atrevamos más que a “ser” la mula y el buey (que dan algo de calor en aquél ambiente pobre e inhóspito); o un perrillo fiel con una mancha negra que le cubre parcialmente un ojo, y que vigila sin pestañear…

      El origen de “el Belén” o “el Nacimiento”, como se llama entre nosotros, parece que se remonta a San Francisco de Asís, que revivió el nacimiento de Jesús en la cueva de Greccio en 1223. Después se extendería por toda Europa la costumbre de representar el Misterio de la Navidad con figurillas más o menos artísticas. Actualmente es muy popular en España y en los países de habla hispana.

      Sin duda son costumbres emparentadas con el Belén las “pastorelas” de los países latinoamericanos ─sobre todo México─. Son pequeñas piezas de teatro, herederas de los “autos sacramentales” que los españoles llevaron en la evangelización primera. Todas cuentan la misma historia: la historia real de la Navidad, pero mezclada con acontecimientos actuales, no sin cierta dosis de buen humor y una chispa de ironía.

      En Oriente es muy conocido el icono de la Navidad, que viene a ser un Belén pintado, aparentemente sobrio, pero muy sugerente si se mira de cerca. Todo él es una montaña sobre la que se sitúan de un lado los ángeles (algunos en posición de adoración: otros llevan una túnica, para que como dice San Pablo “nos revistamos” de Cristo, de sus virtudes). Por otro lado vienen los Reyes magos. La Trinidad envía desde lo alto el rayo del Espíritu Santo, que se condensa en una estrella sobre la cueva oscura de Belén: el mundo que necesita a Dios.

      En ese pesebre está aquél Niño para el que no hubo lugar en la posada, como pidiendo posada en nuestro corazón, y también para los forasteros, los inmigrantes, los “sin techo”. Sorprendentemente, el Niño no está envuelto en pañales, sino embalsamado para su sepultura, porque va a morir en una Cruz. Ha querido bajar a lo doloroso y oscuro del mundo, hasta “los infiernos” de la increencia, el miedo y la desesperanza, como Sol de la Verdad, luz que brilla en la tiniebla.

      La Virgen, recostada junto al pesebre, mira al espectador, invitándole a “entrar” en el Misterio. Abajo a la izquierda, San José, meditando; frente a él un personaje que suele interpretarse como el demonio, en un intento de apartarle de su misión. Al otro lado, dos mujeres lavando un niño, como para asegurarnos que Jesús necesita los cuidados normales de un pequeño. Con frecuencia se distingue a un anciano que se identifica con el profeta Isaías, el que anunció la encarnación del Hijo de Dios. En los flancos, dispersos por doquier, pastores, animales, vegetación…
      Todo queda transformado por esa luz dorada de la gloria que viene de lo alto y que al mismo tiempo parece surgir desde dentro de cada personaje. Es la Revelación del anonadamiento amoroso de Dios, representado como fruto de la religiosidad popular de los cristianos orientales desde hace muchos siglos.

La fe viene por el oído y también por la vista

      Dice San Pablo que la fe viene “por el oído”, es decir, por la predicación, por el anuncio del Evangelio. Pero importa mucho que los hechos que fundamentan la fe entren asimismo por los ojos. San Juan dice: «Lo que hemos visto con nuestros ojos os lo anunciamos».

      También el árbol de Navidad puede ser un signo cristiano: embellecido con guirnaldas y espumillones, hojas de acebo y cintas rojas, campanillas, cascabeles, lucecillas y regalos. Y coronado con la estrella de Belén. Todo él, símbolo del árbol de la Vida que es Jesús. Él es el verdadero regalo que Dios nos da. Nuestra pequeñez propiamente no podría darle nada. Paradójicamente podemos dar el “todo” de nuestra vida, en tantos detalles diarios con los que nos rodean.

Construir el Belén en nuestra vida

      Y es que, en realidad, las figuras del Belén, los personajes de las “pastorelas” o de los iconos orientales de la Navidad,somos cada uno, en las circunstancias de su vida, hoy y ahora. Para los niños es más fácil “meterse en el Belén”, por su imaginación más viva. Hay que enseñarles que esas figuras de barro o de plástico no son meras representaciones. Somos nosotros mismos.

      Podemos, sobre todo, querer tomar en brazos al Niño para mecerle o decirle cosas. Aprender de él ─recordó Benedicto XVIen 2009─, de su humildad, de su pobreza; querer llevarle ─antes que los pastores y los Reyes Magos─ pequeños regalos, sobre todo ser mejores, portarnos mejor. O hablar con María para felicitarla, y ayudar en su trabajo a José. Alabamos y damos gracias a Dios Padre en las alturas cantando el “gloria”, como los ángeles; llevamos al Niño un corderillo sobre los hombros, un poco de queso, leche o miel, algo de ropa, porque hace frío…, como cantan los villancicos populares. Los pastores ─evocaba también el Papa─ reciben el signo de un «niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre», como cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres «en quienes Él se complace» (Lc 2,12-14).

      Tal vez no nos atrevamos más que a “ser” la mula y el buey (que dan algo de calor en aquél ambiente pobre e inhóspito); o un perrillo fiel con una mancha negra que le cubre parcialmente un ojo, y que vigila sin pestañear. O simplemente el riachuelo que pasa, o algunas piedras y arena del desierto. Y las luces que se apagan y se encienden ─nuestra libertad para seguir a Dios─, menos la del Portal que está siempre encendida, porque la ha encendido Dios, que ha posado allí su estrella: la gran luz del amor que viene del Espíritu Santo y que quiere hacerse vida desde dentro del corazón de las personas. La estrella de Belén nos muestra a Dios que se ha hecho niño pequeño ─dicen los santos─ para que nos atrevamos a tratarle.
Volver a ser pequeños

      Pero podría ser que nos mantengamos en nuestras casas, un poco al margen de todo lo que está sucediendo, iluminados a medias. Más o menos distraídos en un quehacer rutinario, interrumpido por un consumismo frenético que “desgasta” en lo material porque no tiene otras cosas más importantes que ofrecer. Porque no se da cuenta de que la Navidad es el acontecimiento que da sentido a la vida de cada persona y a la historia del mundo.

      Claro que para entender este “nacimiento” hay que cambiar, hacerse pequeños, volver a nacer uno mismo… ¿No es eso lo que hace Dios, o mejor, lo que ha hecho de una sola vez, pero de manera que tiene un valor siempre actual, y nos invita a participar de esa infancia que todo lo puede?

      Frente a un modo de “poner” y “vivir” el nacimiento de Dios en la tierra que muchos juzgarán sin duda de “ingenuo”─porque lo hace “vida” propia la inocencia de los niños─, está “la noche” de los que no saben o no quieren saber. Una noche que dura siglos, pero que debemos acortar en estos días; con la alegría que precede a la fiesta ─¡que Dios nace es la razón de nuestra alegría y por tanto la causa de la fiesta!─ y con la atención especial a los que nada tienen para dar, porque ellos mismos son “los pobres del Belén” en carne y hueso; pero quizá por su pobreza son más capaces que otros de reconocer al Dios hecho hombre.

      «Miremos ─nos invitaba el Papa─ el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan, y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra de Dios». También está Dios en la historia de cada persona. Incluso de aquellas que lo ignoran. «Para alegrarnos ─ha dicho Benedicto XVI─, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un Dios cercano, que calienta nuestro corazón, y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en la cabaña o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo» (Angelus, 13-XII-2009).

Nochebuena en Roma



Homilía del Papa durante la Misa del Gallo

   
    Queridos hermanos y hermanas
      Una vez más, como siempre, la belleza de este Evangelio nos llega al corazón: una belleza que es esplendor de la verdad. Nuevamente nos conmueve que Dios se haya hecho niño, para que podamos amarlo, para que nos atrevamos a amarlo, y, como niño, se pone confiadamente en nuestras manos. Dice algo así: Sé que mi esplendor te asusta, que ante mi grandeza tratas de afianzarte tú mismo. Pues bien, vengo por tanto a ti como niño, para que puedas acogerme y amarme.
      Nuevamente me llega al corazón esa palabra del evangelista, dicha casi de pasada, de que no había lugar para ellos en la posada. Surge inevitablemente la pregunta sobre qué pasaría si María y José llamaran a mi puerta. ¿Habría lugar para ellos? Y después nos percatamos de que esta noticia aparentemente casual de la falta de sitio en la posada, que lleva a la Sagrada Familia al establo, es profundizada en su esencia por el evangelista Juan cuando escribe: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). Así que la gran cuestión moral de lo que sucede entre nosotros a propósito de los prófugos, los refugiados, los emigrantes, alcanza un sentido más fundamental aún: ¿Tenemos un puesto para Dios cuando él trata de entrar en nosotros? ¿Tenemos tiempo y espacio para él? ¿No es precisamente a Dios mismo al que rechazamos? Y así se comienza porque no tenemos tiempo para Dios. Cuanto más rápidamente nos movemos, cuanto más eficaces son los medios que nos permiten ahorrar tiempo, menos tiempo nos queda disponible. ¿Y Dios? Lo que se refiere a él, nunca parece urgente. Nuestro tiempo ya está completamente ocupado. Pero la cuestión va todavía más a fondo. ¿Tiene Dios realmente un lugar en nuestro pensamiento? La metodología de nuestro pensar está planteada de tal manera que, en el fondo, él no debe existir. Aunque parece llamar a la puerta de nuestro pensamiento, debe ser rechazado con algún razonamiento. Para que se sea considerado serio, el pensamiento debe estar configurado de manera que la «hipótesis Dios» sea superflua. No hay sitio para él. Tampoco hay lugar para él en nuestros sentimientos y deseos. Nosotros nos queremos a nosotros mismos, queremos las cosas tangibles, la felicidad que se pueda experimentar, el éxito de nuestros proyectos personales y de nuestras intenciones. Estamos completamente «llenos» de nosotros mismos, de modo que ya no queda espacio alguno para Dios. Y, por eso, tampoco queda espacio para los otros, para los niños, los pobres, los extranjeros. A partir de la sencilla palabra sobre la falta de sitio en la posada, podemos darnos cuenta de lo necesaria que es la exhortación de san Pablo: «Transformaos por la renovación de la mente» (Rm 12,2). Pablo habla de renovación, de abrir nuestro intelecto (nous); habla, en general, del modo en que vemos el mundo y nos vemos a nosotros mismos. La conversión que necesitamos debe llegar verdaderamente hasta las profundidades de nuestra relación con la realidad. Roguemos al Señor para que estemos vigilantes ante su presencia, para que oigamos cómo él llama, de manera callada pero insistente, a la puerta de nuestro ser y de nuestro querer. Oremos para que se cree en nuestro interior un espacio para él. Y para que, de este modo, podamos reconocerlo también en aquellos a través de los cuales se dirige a nosotros: en los niños, en los que sufren, en los abandonados, los marginados y los pobres de este mundo.
      En el relato de la Navidad hay también una segunda palabra sobre la que quisiera reflexionar con vosotros: el himno de alabanza que los ángeles entonan después del mensaje sobre el Salvador recién nacido: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace». Dios es glorioso. Dios es luz pura, esplendor de la verdad y del amor. Él es bueno. Es el verdadero bien, el bien por excelencia. Los ángeles que lo rodean transmiten en primer lugar simplemente la alegría de percibir la gloria de Dios. Su canto es una irradiación de la alegría que los inunda. En sus palabras oímos, por decirlo así, algo de los sonidos melodiosos del cielo. En ellas no se supone ninguna pregunta sobre el porqué, aparece simplemente el hecho de estar llenos de la felicidad que proviene de advertir el puro esplendor de la verdad y del amor de Dios. Queremos dejarnos embargar de esta alegría: existe la verdad. Existe la pura bondad. Existe la luz pura. Dios es bueno y él es el poder supremo por encima de todos los poderes. En esta noche, deberíamos simplemente alegrarnos de este hecho, junto con los ángeles y los pastores.
      Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le niega, tampoco hay paz. Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo, sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso liberar antes a la humanidad de la religión para que se estableciera después la paz; el monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de intolerancia, puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la pretensión de la única verdad. Es cierto que el monoteísmo ha servido en la historia como pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una religión puede enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda, cuando el hombre piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo así de Dios su propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión de lo sagrado. Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia, no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces, ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del único Padre que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es querido, conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su situación, su dignidad es inviolable. En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es «Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad del pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de bondad que sigue brillando.
      Así pues, Cristo es nuestra paz, y ha anunciado la paz a los de lejos y a los de cerca (cf. Ef 2,14.17). Cómo dejar de implorarlo en esta hora: Sí, Señor, anúncianos también hoy la paz, a los de cerca y a los de lejos. Haz que, también hoy, de las espadas se forjen arados (cf. Is 2,4), que en lugar de armamento para la guerra lleguen ayudas para los que sufren. Ilumina la personas que se creen en el deber aplicar la violencia en tu nombre, para que aprendan a comprender lo absurdo de la violencia y a reconocer tu verdadero rostro. Ayúdanos a ser hombres «en los que te complaces», hombres conformes a tu imagen y, así, hombres de paz.
      Apenas se alejaron los ángeles, los pastores se decían unos a otros: Vamos, pasemos allá, a Belén, y veamos esta palabra que se ha cumplido por nosotros (cf. Lc 2,15). Los pastores se apresuraron en su camino hacia Belén, nos dice el evangelista (cf. 2,16). Una santa curiosidad los impulsaba a ver en un pesebre a este niño, que el ángel había dicho que era el Salvador, el Cristo, el Señor. La gran alegría, a la que el ángel se había referido, había entrado en su corazón y les daba alas.
      Vayamos allá, a Belén, dice hoy la liturgia de la Iglesia. Trans-eamus traduce la Biblia latina: «atravesar», ir al otro lado, atreverse a dar el paso que va más allá, la «travesía» con la que salimos de nuestros hábitos de pensamiento y de vida, y sobrepasamos el mundo puramente material para llegar a lo esencial, al más allá, hacia el Dios que, por su parte, ha venido acá, hacia nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de superar nuestros límites, nuestro mundo; que nos ayude a encontrarlo, especialmente en el momento en el que él mismo, en la Sagrada Eucaristía, se pone en nuestras manos y en nuestro corazón.
      Vayamos allá, a Belén. Con estas palabras que nos decimos unos a otros, al igual que los pastores, no debemos pensar sólo en la gran travesía hacia el Dios vivo, sino también en la ciudad concreta de Belén, en todos los lugares donde el Señor vivió, trabajó y sufrió. Pidamos en esta hora por quienes hoy viven y sufren allí. Oremos para que allí reine la paz. Oremos para que israelíes y palestinos puedan llevar una vida en la paz del único Dios y en libertad. Pidamos también por los países circunstantes, por el Líbano, Siria, Irak, y así sucesivamente, de modo que en ellos se asiente la paz. Que los cristianos en aquellos países donde ha tenido origen nuestra fe puedan conservar su morada; que cristianos y musulmanes construyan juntos sus países en la paz de Dios.
      Los pastores se apresuraron. Les movía una santa curiosidad y una santa alegría. Tal vez es muy raro entre nosotros que nos apresuremos por las cosas de Dios. Hoy, Dios no forma parte de las realidades urgentes. Las cosas de Dios, así decimos y pensamos, pueden esperar. Y, sin embargo, él es la realidad más importante, el Único que, en definitiva, importa realmente. ¿Por qué no deberíamos también nosotros dejarnos llevar por la curiosidad de ver más de cerca y conocer lo que Dios nos ha dicho? Pidámosle que la santa curiosidad y la santa alegría de los pastores nos inciten también hoy a nosotros, y vayamos pues con alegría allá, a Belén; hacia el Señor que también hoy viene de nuevo entre nosotros. Amén.
* * *
Felicitación de Navidad del Papa y bendición “Urbi et Orbe”
«Veritas de terra orta est» – «La verdad ha brotado de la tierra» (Sal 85,12)
    Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, feliz Navidad a todos vosotros y vuestras familias.
      Expreso mi felicitación esta Navidad, en este Año de la fe, con estas palabras tomadas del Salmo: «La verdad brota de la tierra». En realidad, en el texto del Salmo las encontramos en futuro: «La verdad brotará de la tierra»; es un anuncio, una promesa, acompañada de otras expresiones que juntas suenan así: «La misericordia y la verdad se encontrarán, / la justicia y la paz se besarán; / la verdad brotará de la tierra, / y la justicia mirará desde el cielo; / el Señor nos dará la lluvia, / y nuestra tierra dará su fruto. / La justicia marchará ante él, / la salvación seguirá sus pasos» (Sal 85,11-14).
      Hoy, esta palabra profética se ha cumplido. En Jesús, nacido en Belén de la Virgen María, se encuentran realmente la misericordia y la verdad, la justicia y la paz se han besado; la verdad ha brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo. San Agustín explica con feliz concisión: «¿Qué es la verdad? El Hijo de Dios. ¿Qué es la tierra? La carne. Investiga de dónde nació Cristo, y verás que la verdad nació de la tierra… la verdad nació de la Virgen María» (En. in Ps. 84, 13). Y en un sermón de Navidad afirma: «Con esta festividad anual celebramos, pues, el día en que se cumplió la profecía: “La verdad ha brotado de la tierra, y la justicia ha mirado desde el cielo”. La Verdad que mora en el seno del Padre ha brotado de la tierra para estar también en el seno de una madre. La Verdad que contiene al mundo, ha brotado de la tierra para ser llevada por manos de una mujer… La Verdad a la que no le basta el cielo, ha brotado de la tierra para ser colocada en un pesebre. ¿En bien de quién vino con tanta humildad tan gran excelsitud? Ciertamente, no vino para bien suyo, sino nuestro, a condición de que creamos» (Serm. 185, 1).
      «A condición de que creamos». Ahí está el poder de la fe. Dios ha hecho todo, ha hecho lo imposible, se ha hecho carne. Su omnipotencia de amor ha realizado lo que va más allá de la comprensión humana, el Infinito se ha hecho niño, ha entrado en la humanidad. Y sin embargo, este mismo Dios no puede entrar en mi corazón si yo no le abro la puerta.
      Porta fidei. La puerta de la fe. Podríamos quedar sobrecogidos, ante nuestra omnipotencia a la inversa. Este poder del hombre de cerrarse a Dios puede darnos miedo. Pero he aquí la realidad que aleja este pensamiento tenebroso, la esperanza que vence el miedo: la verdad ha brotado. Dios ha nacido. «La tierra ha dado su fruto» (Sal 67,7). Sí, hay una tierra buena, una tierra sana, libre de todo egoísmo y de toda cerrazón. Hay en el mundo una tierra que Dios ha preparado para venir a habitar entre nosotros. Una morada para su presencia en el mundo. Esta tierra existe, y también hoy, en 2012, de esta tierra ha brotado la verdad. Por eso hay esperanza en el mundo, una esperanza en la que poder confiar, incluso en los momentos y en las situaciones más difíciles. La verdad ha brotado trayendo amor, justicia y paz.
      Sí, que la verdad brote para la población de Siria, profundamente herida y dividida por un conflicto que no respeta ni siquiera a los enfermos y cosecha víctimas inocentes. Una vez más hago un llamamiento para que cese el derramamiento de sangre, se faciliten las ayudas a los prófugos y a los desplazados y, a través del diálogo, se alcance una solución política al conflicto.
      Que la paz brote en la Tierra donde nació el Redentor, y él conceda a israelíes y palestinos la valentía de poner fin a tantos años de luchas y divisiones, y emprender con decisión la vía de la negociación.
      Que en los países del Norte de África, que atraviesan una profunda transición en la búsqueda de un nuevo futuro en particular en Egipto, la amada tierra bendecida por la infancia de Jesús─ los ciudadanos construyan juntos sociedades basadas en la justicia, el respeto de la libertad y la dignidad de cada persona.
      Que la paz brote en el vasto continente asiático. Que el Niño Jesús mire con benevolencia a los numerosos pueblos que habitan en aquellas tierras y, de modo especial, a cuantos creen en él. Que el Rey de la Paz dirija su mirada a los nuevos dirigentes de la República Popular China en el alto cometido que les espera. Expreso mis mejores deseos de que en esta misión se valore la contribución de las religiones, respetanto a cada una de ellas, de modo que puedan contribuir a la construcción de una sociedad solidaria, para bien de ese noble pueblo y del mundo entero.
      Que la Navidad de Cristo favorezca la vuelta de la paz en Malí y de la concordia en Nigeria, donde crueles atentados terroristas continúan causando víctimas, particularmente entre los cristianos. Que el Redentor ayude y consuele a los prófugos del Este de la República Democrática del Congo y conceda la paz a Kenia, donde sangrientos atentados han golpeado la población civil y los lugares de culto.
      Que el Niño Jesús bendiga a los numerosos fieles que lo celebran en Latinoamérica. Que haga crecer sus virtudes humanas y cristianas, sostenga a cuantos se han visto obligados a emigrar lejos de su familia y de su tierra. Que fortalezca a los gobernantes en su compromiso por el desarrollo y en la lucha contra la criminalidad.
      Queridos hermanos y hermanas, amor y verdad, justicia y paz se han encontrado, se han encarnado en el hombre nacido de María en Belén. Ese hombre es el Hijo de Dios, es Dios que ha entrado en la historia. Su nacimiento es un brote de vida nueva para toda la humanidad. Que todas las tierras sean una tierra buena, que acoge y hace brotar el amor, la verdad, la justicia y la paz. Feliz Navidad.