8/30/13

La mujer en la Iglesia. Sobre la ordenación sacerdotal como lo hacen otras confesiones no católicas.

     H. Sergio Mora 

Con frecuencia se oyen veces pidiendo más participación de la mujer no sólo en la vida eclesial ordinaria, sino en ministerios jerárquicos, con la posibilidad de la ordenación sacerdotal, como lo hacen algunas confesiones no católicas. Cerrarles esta puerta es juzgado como una discriminación, una cerrazón a los nuevos tiempos, un machismo que ya debería ser superado.
Es verdad que, en general, son las mujeres quienes más participan en las celebraciones, en las catequesis, en las diversas áreas de la pastoral social. Son quienes más se acercan al sacramento de la reconciliación. Son las más disponibles para muchas de las iniciativas parroquiales. Su presencia siempre ha sido significativa. Sin embargo, no es esto lo que se pide. Se exige la ordenación no tanto para el diaconado, sino para el presbiterado y el episcopado. No faltó algún despistado sacerdote, seducido por su propaganda mediática, que dijo que llegará el tiempo en que habrá una mujer como Papa.
Que las mujeres siempre han desarrollado variados servicios, todos lo constatamos. Mi abuela fue líder religiosa en mi pueblo, durante mi infancia. Una tía fue la única catequista del lugar. Sin ellas no habría vida y movimiento en muchas de nuestras parroquias. Todavía falta camino para avanzar en algunas poblaciones indígenas, pero poco a poco los varones van reconociendo que ellas también valen, que son inteligentes y que pueden servir en muchas tareas pastorales, indispensables para el crecimiento de la vida cristiana en las comunidades.
ILUMINACION
Al respecto, dijo el Papa Francisco en su vuelo de Brasil a Roma: Una iglesia sin las mujeres es como el Colegio Apostólico sin María. El papel de la mujer en la Iglesia no es sólo la maternidad, sino que es más fuerte: es como el icono de la Virgen, Nuestra Señora; ¡aquella que ayuda a crecer a la Iglesia! ¡Piensen que Nuestra Señora es más importante que los Apóstoles! ¡Es más importante! La Iglesia es femenina: es Iglesia, es esposa, es madre. No se puede entender una Iglesia sin las mujeres, pero mujeres que estén activas en la Iglesia, con sus perfiles, que llevan adelante. En la Iglesia, debemos pensar en la mujer en esta perspectiva de opciones arriesgadas, pero como mujeres. Esto se debería explicar mejor. Creo que no hemos hecho todavía una profunda teología de la mujer.
No se puede limitar al hecho de que haga de monaguillo, o sea la presidenta de Cáritas, la catequista... ¡No! Tiene que haber más, más profundamente, incluso más a nivel místico. Y, en relación con la ordenación de mujeres, la Iglesia ha hablado y dice: "No". Lo ha dicho Juan Pablo II, y con una declaración definitiva. Aquella puerta está cerrada, pero sobre esto quiero decir algo. Ya lo he dicho, pero lo repito. Nuestra Señora, María, era más importante que los apóstoles, que los obispos, los diáconos y presbíteros. La mujer, en la Iglesia, es más importante que los obispos y los presbíteros. ¿Cómo? Es lo que debemos tratar de explicar mejor, porque creo que falta una explicación teológica de esto”.
COMPROMISOS
Pastores y fieles debemos revisar nuestra apertura a esta mayor participación de las mujeres en los consejos parroquiales, en los centros de formación teológica, en la preparación de los futuros sacerdotes, en cargos pastorales no sólo parroquiales, sino también diocesanos e internacionales, etc.
Lamentamos que haya mujeres que se resisten a recibir la comunión eucarística de manos de una mujer, incluso de una religiosa, pero la aceptan sólo de manos de un sacerdote. Con paciencia y comprensión, hemos de educarles y educarnos en el plan de Dios para la mujer, que de ninguna manera es discriminatorio, aunque sí distribuye los servicios en forma diferenciada. Sólo a las mujeres confió la gran dignidad y el enorme servicio de ser madres.
En definitiva, como recordaba Juan Pablo II, "el único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cf. 1 Cor 12-13). Los más grandes en el Reino de los cielos no son los ministros, sino los santos" (22-V-1994). A ser santos hemos de aspirar todos, y es más santo quien más ama, quien más sirve a los demás.

8/29/13

Volver a encender el corazón



El pasaje de los discípulos de Emaús es como un icono, para leer el presente y el futuro de la misión de la Iglesia, de la nueva evangelización
      En su discurso a los obispos brasileños (en Río de Janeiro, 27-VII-2013) el Papa Francisco recurrió al pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13 ss). Y lo presentó como un icono para leer el presente y el futuro de la misión de la Iglesia, y de la nueva evangelización.
La desilusión
      Los discípulos de Emaús estaban escandalizados por el fracaso del Mesías, en el que habían confiado, y ahora aparecía irremediablemente vencido y humillado. Ese pasaje, señala el Papa, puede representarnos a nosotros si pensamos que hemos fracasado. O también «el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia −su Jerusalén− ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión».
      ¿Qué ha sucedido para que estos se vayan tristes? «Tal vez −apunta el Papa− la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido». Por otra parte, «tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones»; o «quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta» (cf. Documento de Aparecida, n. 225).
Valentía, cercanía, diálogo
      ¿Qué hacer, entonces? Esto propone el Papa: «Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en la noche de ellos. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarlos en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido». Valentía, cercanía, diálogo.
      Vuelve de nuevo la mirada a la realidad, ahora de la cultura y la sociedad: «La globalización implacable y la intensa urbanización, a menudo salvajes, prometían mucho. Muchos se han enamorado de sus posibilidades, y en ellas hay algo realmente positivo, como por ejemplo, la disminución de las distancias, el acercamiento entre las personas y culturas, la difusión de la información y los servicios».
      Pero no todo es positivo: «Por otro lado, muchos vivencian sus efectos negativos sin darse cuenta de cómo ellos comprometen su visión del hombre y del mundo, generando más desorientación y un vacío que no logran explicar. Algunos de estos efectos son la confusión del sentido de la vida, la desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un “nido”, la falta de hogar y vínculos profundos».
      Esta desintegración de la propia identidad y desarraigo social ha influido en los que abandonan los caminos de la Iglesia, junto con un ideal que quizá han visto como inalcanzable. De ahí el abandono, la soledad, con frecuencia el desahogo y el lamento, la infelicidad que muchos intentan acallar.
Una Iglesia que acompañe en el camino, acompañar a casa
      «Ante este panorama −continúa el Papa Francisco− hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía. Jesús le dio calor al corazón de los discípulos de Emaús». En esas palabras puede verse la clave de lo que hace falta por nuestra parte: saber leer todo con valentía. Esto es, saber nosotros efectuar un verdadero discernimiento también de lo que hemos de mejorar, y hacerlo con valentía: así nuestra autenticidad, con la ayuda del Espíritu Santo, será el medio de que Dios se sirva para encenderles el corazón.
      Pero… ¿somos capaces de hacer esto? Se pregunta el Papa: «¿Somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén?» Es decir, ahí donde están «nuestras fuentes: Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles...» ¿Somos capaces «de acompañar a casa?»«¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la fascinación por su belleza?».
Las fuentes de la belleza
      Importante esta apelación a la belleza de nuestras fuentes, como horizonte que hemos de redescubrir −primero nosotros mismos−, para invertir el camino de los que abandonan. ¿Pero dónde estará y cuál será esa belleza que puede fascinar?
      Veamos cómo lo expone el Papa: «Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto, algo más fuerte, algo más veloz». En realidad −explica− no hay nada más alto que la cruz de Cristo, donde se alcanza verdaderamente la altura de la Cruz; ese amor cuya fortaleza, bondad, verdad y belleza se esconden en aparente fragilidad; ese amor que, frente a lo que hoy nos atrae (internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas, etc.), arrastrados como estamos por el frenesí de la eficiencia, requiere en realidad de calma y escucha, de paciencia para reparar y construir.
      Es como si se nos dijera: para poder mostrar la belleza del amor de Dios −donde se encuentra la verdadera altura, la fortaleza y la fascinante “velocidad” de la vida−, necesitamos recordar y contemplar lo que Dios ha hecho y compartir serenamente, pacientemente, con los demás aquello que cada uno necesita.
      Así lo expresa el Papa, mientras nos propone aprender de la actitud del Señor con los discípulos de Emaús:«Recuperemos, la calma de saber ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder entrar en él».
      De este modo ellos podrán volver su sed hacia las fuentes que están en Jerusalén, es decir, en la Iglesia, que es mi Madre, nuestra Madre. Y comprenderán que «en ella hemos nacido», y que no están huérfanos (en este punto remite de nuevo alDocumento de Aparecida, n. 226).
      En suma, concluye el Papa Francisco: «Se necesita una Iglesia que vuelva a traer calor, a encender el corazón». Y que así,«también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo».
      Claramente −no haría falta decirlo−, en ese proceso que requiere como hemos visto, un verdadero discernimiento, todos habremos aprendido mucho sobre cómo debe ser la nueva evangelización.

Santa María de la Cruz (Juana) Jugan

Isabel Orellana Vilches


«Fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Injustamente postergada, alumbró su obra entregada a los pobres y a los enfermos. Por su labor humanitaria fue galardonada por la Academia Francesa con el premio Montyon»

Nació en Cancale, Francia, el 25 de octubre de 1792. Su padre era un honrado pescador en las costas de Terranova y un día el mar bravío lo engulló. Ella tenía cuatro años. Después fue de gran ayuda para su madre, que debía alimentar a todos los hijos; cuidaba un rebaño mientras rezaba y mantenía viva la presencia de Dios en su corazón. En 1810 obtuvo empleo como ayudante de cocina en casa de la vizcondesa de la Chouë. A los 18 años la cortejó un marinero. No quiso comprometerse entonces y al cumplir los 24 el enamorado insistió. Su madre juzgaba que el matrimonio sería ventajoso, pero a Juana le movía esta poderosa convicción: «Dios me quiere para Él. Él me guarda para una obra que no es aún conocida...». En 1816 participó en una «Misión». Y en medio de la oración brotó el afán de consagrarse a Dios y de asistir a los pobres por amor a Él, vinculada a la Tercera Orden del Corazón de la Madre Admirable, obra de san Juan Eudes. Comenzó a trabajar como ayudante de enfermería en el hospital «du Rosais» de Saint-Servan, hasta que en 1823 cayó enferma por causa de gran fatiga. Pero ya había hecho acopio de una excelente formación que iba a ayudarle en su misión, y mostrado gran sensibilidad para comprender y paliar el dolor ajeno. Convivió con Marie Lecoq doce años. Compartían el mismo ideal: misa diaria, oración, visitas a los pobres de la parroquia, y la formación catequética a los niños. Ella ayudó a Juana a restablecerse.
Lecoq murió en 1835. Pocos años más tarde, la santa alquiló una vivienda junto a François Aubert, que era conocida suya. Inició la fundación en el invierno de 1839 con la acogida de una anciana viuda, pobre, ciega y enferma de la que tenía referencia directa. La ubicó en su dormitorio portándola en sus brazos, y ella se mudó al granero. Las siguientes integrantes fueron Virginia, una joven de 17 años, que sanó gracias a sus cuidados, y otra persona mayor, soltera, que había servido gratuitamente a un matrimonio sin recursos y que no tenía a donde ir. La demanda crecía y pronto escaseó el espacio. Abnegada, generosa, llena de piedad y misericordia por los pobres desvalidos, los buscaba en barrios marginales y en toda clase de tugurios. En 1840 pusieron en marcha una asociación caritativa junto al vicario del lugar, Augusto Le Pailleur; éste sería su cruz. François tuvo en cuenta su avanzada edad, y prefirió quedarse en la retaguardia. Esta mujer, Juana y Magdalena Bourges, otra enferma cobijada en casa que la fundadora auxilió, fueron las primeras integrantes de las Hermanitas de los Pobres.
Para alimentar a tantas personas recogidas y a falta de ingresos, mendigaban. Lo habían hecho antes las ancianas, pero pidieron a Juana que las sustituyera. Y ella aceptó animada por un religioso de san Juan de Dios. Tuvo que vencerse y hacer un ímprobo esfuerzo, pero salió a la calle y plantó cara muchos desplantes y chanzas. Sufrió las inclemencias meteorológicas y la penalidad de los largos trayectos. Tenía dotes para la colecta, y obtenía no solo dinero sino también ayuda en especies. Un día le dieron una bofetada, y ella respondió mansamente: «Gracias; eso es para mí. ¡Pero ahora deme algo para mis pobres, por favor!». Una persona que poseía cuantiosos bienes juzgó que era suficiente con la notable cantidad que le entregó; no llevó bien que Juana volviese de nuevo en otra ocasión y la trató sin miramiento. Pero ella no se arredró. Le recordó que precisaban comer todos los días. El hombre, impresionado, se avergonzó y se convirtió en uno de sus benefactores. La santa también infundía el amor al trabajo a los ancianos, que ayudaban con lo que sabían hacer para costear los gastos.
En 1843 fue unánimemente reelegida superiora por sus compañeras. En 1845 la Academia Francesa le concedió el premio Montyon por su labor humanitaria; el dinero que le dieron lo invirtió en reparar un techo. También la logia masónica premió su labor con una medalla de oro que fundió para hacer un cáliz. Su fama crecía, aunque ella no la buscara. Sin embargo Le Pailleur tenía aspiraciones que no discurrían por el camino evangélico. Su intención era manejar a su antojo la fundación y pensando que no podría intervenir en ella si Juana estaba al frente, poco tiempo después de la elección, dando por inválida su designación, la relegó a la colecta sin más atribuciones. Como siempre, un santo obra milagros en la adversidad y arrebata las gracias con su virtud. Juana, que no perseguía el poder, obedeció y asumió con mansedumbre la decisión y las humillaciones que siguieron después, incluido el trato prepotente y altivo de la nueva y joven superiora.
Enviada a Rennes a mendigar, fundó allí en 1846 y luego abrió casas en distintos puntos del sur de Francia. Devotísima de san José, logró que los ancianos se encomendaran a él, y obtuvieran lo que pedían. En 1852 Le Pailleur, que le prohibió también pedir limosna, la envió a la casa fundadora. Allí permaneció cerca de tres décadas realizando tareas domésticas, completamente postergada, íntima y profundamente unida a Cristo, amando a los pobres, en quienes le veía: «No olviden nunca que el pobre es nuestro Señor». Desde el anonimato se ocupó de mantener en pie la Orden, impulsándola, gozándose íntimamente en su sencillez de los frutos que se cosechaban. ¡Qué corazón tan grande! Con sus propios matices, es la noble y conmovedora historia que late en las fundaciones porque quienes las impulsaron murieron día a día a sí mismos buscando únicamente la gloria de Dios. La obra fue aprobada por León XIII en marzo de 1879. El 29 de agosto de ese año ella murió en silencio, como hizo en las décadas de humano ostracismo mientras que su espíritu iba inundándose con la luz divina. Muchas de las hermanas supieron después que era la fundadora. Juan Pablo II la beatificó el 3 de octubre de 1982. Benedicto XVI la canonizó el 11 de octubre de 2009.

8/28/13

Algunas de las frases más destacadas del Papa en Brasil



Durante las Jornadas Mundiales de la Juventud, celebradas en Río de Janeiro, el Papa Francisco brindó numerosos mensajes a más de tres millones de personas
    
1. “No tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso: Jesucristo”.
2. “Seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de la realidad”.
3. “Tendamos la mano a quien se encuentra en dificultad, al que ha caído en el abismo de la dependencia".
4. “No es la liberalización del consumo de drogas… lo que podrá reducir la propagación y la influencia de la dependencia química”.
5. “No se dejen robar la esperanza”.
6. “No robemos la esperanza, más aún, hagámonos todos portadores de esperanza”.
7. “Nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague”.
8. “Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo”.
9. “Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo”.
10. “Queridos jóvenes, ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio interés”.
11. “Quiero lío en la diócesis”.
12. “Quiero que se salga afuera, quiero que la iglesia salga a la calle”.
13. “Las parroquias, las instituciones, son para salir, si no salen se convierten en una ONG, y la iglesia no puede ser una ONG”.
14. “Los obispos y sacerdotes deben ser pastores y no lobos rapaces”.
15. “Como muchos no son creyentes, les bendigo en silencio respetando su conciencia”.
16. “El odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida”.
17. “El dinero tiene que servir, no gobernar”.
18. “Hay que humanizar la economía”.
19. “Los jóvenes tienen que hacerse valer. Los jóvenes tienen que luchar por los valores”.
20. “Los viejos abran la boca... y enséñennos, transmítanos la sabiduría de los pueblos”.
21. “No licuen la fe en Jesucristo”.
22. "Jesús nos ofrece algo más grande que la copa del mundo. Nos ofrece la posibilidad de una vida fecunda y feliz,... y la vida eterna".
23. "Siempre hablen con Jesús. En las buenas y en las malas".
24. "Ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor".
25. "No balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús".
26. "Sean cristianos en serio, no cristianos a medio tiempo... no cristianos de fachada".
27. “Chicos y chicas, por favor, no se metan en la cola de la historia, sean protagonistas. Jueguen para adelante. Pateen para adelante”.
28. “Jóvenes: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague”.
29. “La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar”.
30. “Vayan sin miedo a servir. Sigan adelante y no tengan miedo”.
31. “La fe está viva cuando se comparte”.
32. “El Papa cuenta con Ustedes”.
33. “El mundo necesita a Cristo”.
34. “El mejor camino para evangelizar un joven es otro joven”.
35. “El casamiento sigue de moda”.
36. “Dar provoca mayor alegría que recibir”.
37. “Les pido que sean revolucionarios… tengan el coraje de ir contra la corriente. Tengan el coraje de ser felices”.
38. “A todos nos llama Dios pero hay un camino para cada uno”.
39. “No tengan miedo de lo que les pide Dios. Vale la pena decir sí. En él está la alegría”.
40. “Fue una experiencia inolvidable de fe”.

Intenciones de oración del Papa para el mes de septiembre

Redescubrir el silencio y saber escuchar a Dios y a los hermanos

La intención general que ha dado el papa Francisco para el apostolado de la oración es: “Para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a menudo abrumados por el bullicio, redescubran el valor del silencio y sepan escuchar a Dios y a los hermanos”.
Y la intención misionera es: “para que los cristianos perseguidos puedan testimoniar el amor de Cristo”.

San Agustín

«Obispo de Hipona, Padre y Doctor de la Iglesia. En medio de otros afanes persiguió incansablemente la verdad hasta que dio con ella, encarnada en Cristo. Su excepcional legado es insuperable»

Le guió siempre una sed insaciable por la verdad, y no admitió cualquiera. Es uno de los grandes Padres de la Iglesia; ha dejado tal estela en ella con su vida y con su ingente obra, que continúa siendo inigualado. Es un referente que hallan en la intersección de un mismo camino Oriente y Occidente. Nació en Tagaste el 13 de noviembre de 354. Tenía un hermano y una hermana. Educado en la fe por su madre santa Mónica, hasta sus 32 años no se convirtió. Antes de cumplir los 17 había emprendido un sendero peligroso que marcó varias décadas de su vida. Engendró un hijo en una relación irregular, defendió las herejías maniqueas, y se aferró a las glorias de este mundo. Su madre jamás claudicó, y al final obtuvo para él la gracia de la santidad. En las emblemáticas y profundas Confesiones de Agustín se detecta la grandeza de alma y la pureza de corazón que tenía, así como el alcance de su conversión que le confirió una extraordinaria sensibilidad para reflexionar en su pasado confrontándolo con la nueva visión de la vida y del mundo que le dio la fe. Veía el equívoco de ciertos castigos o tácticas pedagógicas recibidas en sus años de formación que luego se tornaron sombríos para su acontecer porque, al menos en su caso, surtieron un efecto contrario al perseguido.
Cuando partió a Cartago a finales del año 370 ya era un experto conocedor del latín. En su nuevo destino, la ambición y la vanidad estimularon más si cabe sus afanes por el estudio, y destacó en la retórica y en otras disciplinas. Allí se apasionó por el Hortensius de Cicerón que comenzó a abrir un sendero de luz en su búsqueda de la verdad. Fue también una época en la que cedió las puertas de su corazón a otras pasiones. Al tiempo que leía y estudiaba con denuedo formándose en la filosofía, las perniciosas compañías le iban conduciendo al abismo. Una de las preocupaciones que le acuciaban es el conocido «problema del mal», y entre la influencia maniquea y la oscuridad en la que malvivía no pudo hallar la respuesta óptima a esta antigua cuestión. No obstante le convenía mantenerse vinculado a esta corriente errónea por distintos motivos en parte relacionados también con su futuro profesional, pero también le permitía justificar la vida irregular que llevaba siguiendo las reglas del placer. Tras la muerte de su padre enfermó, y temiendo seguir sus pasos pensó en hacerse católico; hasta recibió instrucción para ello. Pero en cuanto sanó, se involucró con los maniqueos y prosiguió dando tumbos. Durante nueve años rigió la Escuela de Gramática y retórica que abrió en Tagaste y después retornó a Cartago. En el 383 se estableció en Roma temporalmente; el maniqueísmo, que no colmó sus aspiraciones dejándole insatisfecho, había quedado atrás.
De allí se trasladó a Milán para ocuparse de la cátedra de retórica que había obtenido. Era el lugar elegido por la providencia para dar respuesta a la insistente súplica de su madre por su conversión. Un prelado le aseguró: «es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»; le creyó a pies juntillas. Agustín fue fiel a la mujer con la que convivía hasta el año 385. Luego se desembarazó de ella. Al no querer desposarse con él, antes de marcharse a África su compañera dejó bajo su custodia al hijo común, Adeodato, nacido en el 372. Cuando conoció a san Ambrosio se suscitó en su corazón una profunda admiración por la sabiduría y rigor del obispo, y poco a poco fue adentrándose en el misterio del amor de Dios. Pese a todo, la virtud de la castidad se le resistía, y no terminaba de dar el paso hacia su conversión. Trataba de dilatarlo, diciendo: «Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo». Al conocer la vida de san Antonio vio que no tenía sentido demorar su respuesta a Cristo: «¿Qué estamos haciendo? –le decía a su estimado Alipio–. Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él».
Releyó con otra óptica el Nuevo Testamento, particularmente las cartas paulinas, y en doloroso e intenso debate interior rogaba la gracia de la conversión y su perdón. Un día oyó la voz de un niño que decía en una casa contigua: «toma y lee, toma y lee». Interpretando que debía acudir al Evangelio, lo abrió y leyó el pasaje de Rom 13,13-14. Instantáneamente se disiparon todas las tinieblas y se dio de bruces con esa verdad tan ansiada que había perseguido; comprendió que era Cristo. Después, henchido de amor, diría a ese Dios al que ya había entrañado: «Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte […]. Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera». El año 387 fueron bautizados Alipio, Agustín y su hijo Adeodato, que murió más tarde.
Tras la muerte de Mónica, que supuso un duro golpe para él, el santo vivió en África tres años entregado a la oración, al ayuno y la vida de penitencia, estado que mantuvo hasta el final. Fue ordenado sacerdote el año 391, y en el 395 lo designaron obispo de Hipona. Fundó un monasterio dedicado a los varones y otro a las mujeres. Predicaba y escribía defendiendo con bravura la fe católica. Humilde y desprendido, con toda sencillez reconocía que no era fácil la misión: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga». Fue azote de los herejes y dio una inmensa gloria a la Iglesia en sus treinta y cuatro años como prelado. Ha dejado un legado excepcional e insuperable con obras como Sobre la Ciudad de Dios y las Retractationes, entre otras. Poco antes de morir, estalló la guerra en el norte de África y atravesó momentos difíciles. Llegado el fin, escribió: «Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él». Falleció el 28 de agosto del 430. El 20 de septiembre de 1295 Bonifacio XIII lo proclamó Doctor de la Iglesia.

8/22/13

No puede haber paz sin diálogo

Palabras delPapa a los jóvenes de un colegio japonés

El Papa Francisco recibió hoy a un grupo de estudiantes y profesores del colegio japonés Seibu Gauken Bunri Junior High School, de Tokyo. En total fueron unos 200 estudiantes de 15 años y 15 profesores. En este breve encuentro en el patio de San Dámaso, el Santo Padre invitó a los jóvenes a encontrar a otras personas, a otras culturas, a crecer, a no aislarse, a emprender una aventura muy linda que es dialogar. Por que “no puede haber paz sin diálogo”.
Palabras del Papa a los estudiantes japoneses:¡Buenos días!
Se ve que entienden el italiano… ¡Les saludo!
Es un gusto para mí esta visita. Espero que para ustedes este viaje sea muy fructífero ya que conocer a otras personas, a otras culturas nos hace siempre mucho bien: Nos hace crecer.

 Y esto, ¿por qué? Porque si estamos aislados en nosotros mismos, tenemos sólo aquello que tenemos, no podemos crecer culturalmente. En cambio, si vamos a encontrar a otras personas, a otras culturas, otras formas de pensar, otras religiones, salimos de nosotros mismos y comenzamos aquella aventura tan bella que se llama “diálogo”.
El diálogo es muy importante para la propia madurez, porque al confrontarse con otra persona, con otras culturas, también al confrontarse sanamente con las otras religiones uno crece, madura.
Es verdad que existe un riesgo: que si uno se cierra al diálogo y se enoja, puede pelear y el peligro es el de pelear. Y eso no está bien, porque nosotros dialogamos para encontrarnos, y no para pelear.
Y ¿cuál es la actitud más profunda que debemos tener para dialogar y no pelear? La mansedumbre. La capacidad de encontrar personas, de encontrar culturas en paz. La capacidad de hacer preguntas inteligentes: “¿Por qué piensas que es así? ¿Por qué esta cultura es así?”.
Hay que escuchar a los otros y después hablar. Primero escuchar, luego hablar. Esto es mansedumbre. Y si tú no piensas como yo … “pero, sabes, yo pienso diferente, tú a mí no me convences, pero igual somos amigos; he escuchado como piensas y tú has escuchado como pienso”.
Y ¿saben una cosa?, ¿una cosa importante?, este diálogo es aquel que permite la paz. No puede haber paz sin diálogo. Todas las guerras, todas las luchas, todos los problemas que no se resuelven, que hay y existen es por falta de diálogo.
Cuando hay un problema, diálogo: aquello produce la paz. Y esto es lo que deseo a ustedes en este viaje de diálogo, que sepan dialogar… “Ah, cómo piensa esta cultura, que bello esto, esto no me gusta”, pero dialogando. Y así se crece. Les deseo esto y un buen viaje por Roma. Les deseo lo mejor para todos, para su escuela y sus familias: que Dios les bendiga a todos. Gracias. 

San Pío X

«Papa de la Eucaristía, gran reformador, celoso sacerdote y carismático pastor; un hombre sencillo y abnegado que asumió la altísima misión de regir a la Iglesia en medio de conmovedoras lágrimas, confesando su sentimiento de indignidad»

«Para alabar a Dios bien, no se necesita ser sabio», decía Giuseppe M. Sarto, segundo vástago de los diez nacidos en una humilde familia de Riese, Italia, donde nació el 2 de junio de 1835. Su padre, cartero, murió cuando él se hallaba en plena juventud, pero su madre, que hizo un ímprobo esfuerzo para poder darle adecuada formación, tendría la alegría de verle con el solideo cardenalicio; había visto crecer a su pequeño «Beppi» recordando por activa y por pasiva que sería sacerdote. Su excelente formación catequética le marcó. Precisamente la catequesis fue una de las líneas significativas de su pontificado porque sabía el bien que una preparación rigurosa reporta a la fe, especialmente a estas edades. Una beca del párroco le permitió seguir cursando estudios en Castelfranco Veneto, aunque para ello debía recorrer diariamente 8 km., una distancia que efectuaba a pie dos veces. Sus arduos sacrificios dieron resultado, y en 1850, con otra ayuda que recibió del obispo de Treviso, se trasladó al seminario de Padua. Fue ordenado previa dispensa en 1858. Durante nueve años ejerció como vicepárroco de Tombolo y en 1867 fue designado párroco de Salzano (diócesis de Treviso). Si en Tombolo había abierto una escuela nocturna para adultos, en Salzano y Treviso siguió en esta línea ocupándose de ellos y también de los jóvenes. Sufragó las obras de ampliación del hospital de esta ciudad, restauró la iglesia y mostró su generosidad y abnegación con los afectados por la epidemia de cólera. Desde 1875 a 1878 fue director espiritual y rector del seminario, canónigo, vicario general y capitular a la muerte del prelado Zanelli.
En noviembre de 1884 fue designado obispo de Mantua, una diócesis difícil, presa de divisiones entre el clero. En su ejercicio pastoral tuvo como punto de mira singular la formación de este colectivo. Impartió en el seminario teología moral y dogmática; era seguidor de la doctrina tomista. En 1893 León XIII lo nombró cardenal de San Bernardo alle Terme, y casi a renglón seguido patriarca de Venecia en un momento político complejo por los afanes de injerencia del gobierno italiano que hubiera querido influir en su nominación. En Venecia prosiguió con su apostolado, promovió el canto gregoriano, estableció la facultad de derecho canónico y se granjeó el afecto y el respeto de los fieles. Era un hombre sencillo y humilde, de inmenso corazón, sensible al sufrimiento de los pobres y enfermos. Luchó por amor a Cristo para superar sus debilidades, y huyó de cualquier atisbo de pompa y ostentación, despidiendo al servicio para ser atendido por sus hermanas. Siempre se sintió, y así aludía a su persona, como un «cardenal rural».
Muchas obras impulsó en Venecia hasta que en 1903, tras la muerte del papa León XIII, después de varias votaciones del cónclave fue elegido para sucederle. Inicialmente todo apuntaba al cardenal Rampolla, pero fue vetado por el emperador de Austria. Por eso, Giuseppe –que escogió el nombre de Pío en honor de los pontífices que habiéndolo elegido antes dieron su vida defendiendo la religión–, revocó la prebenda de los gobernantes para intervenir en nombramientos que debían regirse por la voluntad de Dios. Él mismo, abrumado por la altísima misión que se le encomendaba, y sintiéndose indigno, quiso rehusarla, sin poder contener sus lágrimas. Pero le hicieron ver que aceptando la elección cumplía la voluntad divina. Con el peso de la temblorosa soledad del que ha sido designado para regir la Iglesia, manifestó: «Acepto el pontificado como una cruz…»Creyó que Dios le daría las gracias precisas para ejercer el gobierno, como así fue. Desde el principio se propuso «renovar todas las cosas en Cristo». Hacia Él quería conducir al mundo entero, afligido al constatar que el hombre vivía de espaldas a Dios.
Era piadoso y firme; estaba lleno de caridad. Había demostrado sobradamente sus dotes para encauzar la vida espiritual de los fieles corrigiendo y animando, exhortando a todos a que dejasen penetrar en su espíritu el amor de Dios. Y en esa línea se mantuvo cultivando personalmente la oración, llevando por doquier la devoción por Cristo y por María, sin abandonar los estudios. Se ocupó de que la instrucción catequética llegase a los adultos –es autor de un catecismo–, y a los jóvenes en las escuelas y en la universidad, de la formación del clero, diseñó un nuevo programa de estudios para los seminarios, estableció el seminario regional (le preocupaba la santidad de los sacerdotes), impulsó la redacción de un nuevo Código de Derecho Canónico, creó el Pontificio Instituto Bíblico en Roma, emprendió una importante restauración del Vaticano, dio realce a las misiones en la Iglesia, etc. También fomentó la recepción de la comunión, que aconsejaba fuese diaria, impulsó la solemnidad de los Congresos Eucarísticos, (de ahí su reconocimiento como «papa de la Eucaristía»), promovió la música sacra y dio realce al canto gregoriano. Además, combatió las herejías y plantó cara al modernismo entre otras acciones encaminadas a preservar la pureza de la fe.
En el aspecto diplomático tuvo que lidiar con distintos gobiernos reacios a la Santa Sede. Vaticinó el estallido de la Primera Guerra Mundial y profundamente consternado manifestó:«Esta será la última aflicción que me mande el Señor. Con gusto daría mi vida para salvar a mis pobres hijos de esta terrible calamidad». Pocos días después de expresarse así, cayó gravemente enfermo. Murió el 21 de agosto de 1914. En su testamento escribió:«Nací pobre, he vivido en la pobreza y quiero morir pobre». En el funeral se resaltaron las tres virtudes características de su vida: pobreza, humildad y bondad. Pío XII lo beatificó el 3 de junio de 1951, y también lo canonizó el 29 de mayo de 1954.

8/20/13

Hacia la libertad

C. Ruiz Montoya 


 "Paradójicamente, la libertad alcanza su plenitud cuando elige servir", se dice en este texto sobre la libertad en la vida del cristiano, una libertad que madura en el amor a Dios

      Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, “no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Gal 4, 31)[1].
      Paradójicamente, la libertad alcanza su plenitud cuando elige servir. Por el contrario, la pretensión de una libertad absoluta, independizada de Dios y de los demás, sin nada que la limite, desemboca en un yo postrado ante el dinero, el poder, el éxito u otros ídolos, más o menos brillantes, pero caducos y sin valor.
      «La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros»[2].
      Necesitamos a los demás, no sólo por lo que recibimos de ellos, sino también porque estamos hechos para dar. No hay crecimiento personal con independencia de las necesidades de quienes nos rodean: el marido se realiza sirviendo a su mujer y a sus hijos, y lo mismo ocurre con la esposa; el abogado ejerce su profesión para servir al cliente y al bien común de los ciudadanos; el enfermo se pone en manos del médico y éste se tiene que acomodar al paciente...; ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve[3].
      El servicio que Cristo pide a sus discípulos no consiste sólo en dar algo, sino en darse uno mismo, en poner la libertad radicalmente en juego. Como ha escrito el Papa Benedicto XVI en su primera carta encíclica: «La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona»[4]. 
      Darme a mí mismo por completo, entregarme del todo, es sencillamente entregar mi libertad: entregarla por amor. Entregando la libertad por amor nos hacemos más capaces de amor y de entrega y, por tanto, más libres; éste es el juego de la donación personal: dar sin perder; más todavía: ganar dando. 
      Cuando la libertad se deposita enteramente en Dios, sin más garantías que buscar y hacer su voluntad, la ganancia es la identificación con Cristo, y la libertad se recupera a un nivel más profundo: como íntima libertad filial que ninguna circunstancia ni ningún poder pueden someter. Por Él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo, y vivir en Él[5]. 
Buscar a Cristo 
      «A cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida»[6]. Cada uno puede hacer de su vida una obra maestra de amor; con aciertos, errores, debilidades: no pasa nada. Lo importante es no perder de vista el faro, el sentido, Aquel en quien se alegra el corazón[7], el único que puede llenar la capacidad de amar, a quien radicalmente queremos orientar la libertad.
      Las elecciones particulares −emprender y desarrollar una profesión, establecer un horario, adquirir cualquier compromiso, grande o pequeño− apuntan, en último término, a un bien querido en sí mismo, no en función de otro. Ese bien que amamos de manera absoluta nos caracteriza más que cualquier otra cosa. 
      Este fin da sentido último a las pequeñas acciones de cada día, guía el comportamiento concreto, es el criterio que indica, en la duda, lo que conviene o no conviene hacer. 
      En definitiva, como dice Santo Tomás comentando a San Agustín, sólo hay dos bienes que pueden presentarse al hombre como absolutos y, por tanto, guiar el resto de las acciones: la gloria de Dios o la propia estima. «Como en el amor a Dios, el mismo Dios es el último fin al que se ordenan todas las cosas que se aman rectamente, así en el amor de la propia excelencia se encuentra otro último fin al que se ordenan también todas las cosas; pues el que busca abundar en las riquezas, en ciencia, o en honores, o cualesquiera otros bienes, por todo ello busca su propia excelencia»[8]
      Sólo Dios puede dar auténtica unidad de sentido a nuestros afanes y quehaceres: «nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti»[9]. Esta frase de San Agustín muestra el origen y el fin de la libertad creada, que es al mismo tiempo don y tarea. Dios nos ha dado la libertad para alcanzar la plenitud; y la plenitud es el resultado de elegir el Amor de Dios, buscando su voluntad en las grandes decisiones y en lo pequeño de cada día. 
      Uno de los lugares donde el Evangelio muestra la orientación de la existencia como fruto de las elecciones personales es el episodio del joven rico. La inquietud del corazón de ese hombre le empuja a buscar el camino de la auténtica felicidad. 
      No queriendo conformarse con menos, acude a quien tiene las respuestas definitivas, a Jesús: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?[10]. La contestación del Señor no es menos radical que la pregunta. Primero señala cuáles son los caminos incompatibles con lo que busca: no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio...[11].
      Después le indica la dirección que lleva a la paz y la alegría verdaderas: si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme[12]
      Esas palabras relativizan la importancia de todo lo que hasta entonces centraba el interés del joven. Su libertad tropieza con una alternativa no prevista, una llamada a ensanchar el horizonte de su vida. 
      No es que viviera mal; al contrario, tenía un prestigio social y moral que seguramente proporcionaba satisfacción a sus padres y educadores. Pero esto le parecía insuficiente, aspiraba a más..., y por eso se dirigió al Maestro. Sin embargo, ante el nuevo panorama que Jesús le abre, calla; sabe que el Maestro bueno tiene razón, más aún tras escuchar las misteriosas palabras que revelan de algún modo su divinidad: ¿Por qué me llamas bueno?, nadie es bueno sino uno solo, Dios.
      A pesar de todo, no es suficientemente libre para ponerse a disposición del Señor. La prudencia humana, el temor a perder algo valioso y quizá el afán de seguridad, le llevan a conformarse con lo que ya tiene; con la vana esperanza de que, sin aspirar a tanto como Jesús le propone, sin arriesgar su posición, su fama, su dinero y en definitiva su propio yo, tal vez podrá estar bien.
      Cuando se busca hacer el bien con poco amor difícilmente se encuentra el camino. En palabras de San Juan de la Cruz,«quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará»[13]; entonces la razón se complica en razonadas sinrazones[14] y el bien deja de hacerse o se retrasa. 
      Si el amor es muy débil la lucha se hace torpe, enredada por la maraña de muchas pequeñas ataduras, indecisa: cuando las razones de amor no son suficientes para hacer lo que Dios quiere, se buscan otras sinrazones para no hacerlo. 
      El corazón del joven no quedó satisfecho: a nadie satisface una respuesta a medias, ningún corazón humano se conforma con medianías; por eso se marchó triste[15].
Volver a Cristo 
      Perseverar en el amor no consiste en una lucha tensa por no fallar nunca. De ordinario ningún velero llega a puerto en línea recta, sino que trata de aprovechar los vientos que encuentra y corrige constantemente las desviaciones que detectan los instrumentos de navegación.
      Lo importante es saber a dónde se quiere llegar y permanecer vigilantes. Es necesario volver a entregar la libertad muchas veces, sobre todo si nos damos cuenta de que hemos comenzado a servir a otros señores[16]
      Para no perdernos, debemos examinar la actuación concreta a la luz de la vocación; ésta es como el faro divino que orienta la libertad. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar −en las nuevas situaciones de nuestra vida− la luz, el impulso de la primera conversión. Y ésta es la razón por la que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si hemos de convertirnos de nuevo[17]
      La falta de alegría es uno de esos indicadores que permiten descubrir cuándo la voluntad está perdiendo la orientación a Dios. Con la luz del Espíritu Santo podremos ver dónde está puesto el corazón, para rectificar lo que sea menester. 
      La parábola del hijo pródigo es la auténtica guía en el itinerario hacia la conversión. El punto de partida es el momento en el que el hijo advierte su indigencia material, y sobre todo espiritual −la falta de alegría−; pues toma conciencia de haber abusado de su libertad filial. 
      Comienza entonces a examinar su situación con objetividad. Mira dentro de sí, in se autem reversus[18], sin miedo a reconocer la dura verdad de los hechos. El panorama es de hambre, soledad, tristeza, falta de cariño... ¿Cómo he llegado a esta situación?, se preguntaría. Podría haber echado la culpa a la mala fortuna o al periodo de carestía que atravesaba la región. Sin embargo, se atreve a asumir sus decisiones anteriores sin esquivar la responsabilidad. 
      Ha sido él mismo, libremente, quien ha cambiado la fidelidad a su padre por el espejismo de una felicidad irreal. Fue madurando en él la idea de que los bienes que le correspondían, en este caso la herencia paterna, tendrían la capacidad de saciar sus ansias de bienestar, de realización personal. Su voluntad se había ido replegando hacia su pequeño tesoro: sus ambiciones, su diversión, su tiempo, su sensualidad, su pereza. 
      Fue la viva percepción de su penuria lo que le hizo reaccionar y darse cuenta de lo poco que valía por sí solo, de las crueles servidumbres a las que se había visto abocado sin su padre: ¡cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre![19]. 
      La casa del Padre: la Iglesia Santa de Dios, esta partecica de la Iglesia que es la Obra... Ha perdido el miedo a llamar a las cosas por su nombre, y el contacto con la verdad sobre sí mismo le encamina hacia la libertad: la verdad os hará libres[20].Ante la realidad de las cosas toma cuerpo la nostalgia del amor del Padre; es el viaje de regreso a casa. 
      Al hogar se debe tornar y retornar muchas veces en la vida porque es el lugar del reencuentro con nosotros mismos, donde redescubrimos lo que somos: hijos de Dios. La casa es también la conciencia, sagrario íntimo de la persona. Y el hijo pródigo, que con tanta determinación había exigido sus derechos, a la vista de la desnuda verdad sobre sí mismo, renuncia ahora a todo derecho. Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre[21].
      En la vuelta ya está incoada la alegría de la conversión. El arrepentimiento ha abierto la puerta a la esperanza y, en la decisión de regresar, la libertad ha recuperado su disposición hacia el amor. Pero además, el encuentro con el padre supera las mejores expectativas.
      El pobre corazón humano, humillado por sus faltas, se verá desbordado por la infinita misericordia del Amor: cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos[22].
      La libertad madura en el amor a Dios; la libertad filial no se contabiliza en un balance de aciertos y errores; los errores se convierten en aciertos, en ocasión de amar más, cuando sabemos rectificar y pedir perdón, con plena confianza en la misericordia de Dios. 
      Aprendamos a recomenzar de la mano de nuestro Padre: habréis observado en vuestro examen −a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma−, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz[23]
      No me perdáis la paz: este conmovedor ruego paterno va unido a una llamada a la contrición, que es lo más importante del examen de conciencia. San Josemaría abría su alma para darnos el alimento de su experiencia de trato con Dios.
      Ahora su experiencia es la bienaventuranza, y su participación en la paternidad de Dios es más intensa. Acudamos a su intercesión para alcanzar una contrición serena y filial; para que nos enseñe a hacer un examen contrito, que no quita la paz sino que la da. Cada acto de contrición es un recomenzar. ¡Qué paz confiere saber que, mientras hay vida, no hay fracasos definitivos! 
Vivir en Cristo 
      San Juan describe en el Apocalipsis a una multitud incontable ante el trono y ante el Cordero, vestidos de blanco y con palmas en las manos[24]. La palma es símbolo de la alegría y del triunfo: de la alegría de honrar a Dios y de la victoria de quienes le dan gloria para siempre. Podríamos decir, siguiendo esta imagen, que la palma de la libertad está en su orientación a Dios hasta llegar al triunfo definitivo de la santidad alcanzada.
      ¿Cómo lograremos tan preciosa conquista? El Concilio Vaticano II enseña que «la libertad del hombre, herida por el pecado, no puede conseguir esta orientación hacia Dios con plena eficacia si no es con la ayuda de la gracia»[25]
      Por eso Dios envió a su Hijo, que ha venido en nuestra ayuda para hacernos partícipes de su victoria en la Cruz y para que recibamos el don del Espíritu Santo. Nuestra libertad ha sido liberada en el Calvario: «para ser libres nos libertó Cristo. En Él participamos de la verdad que nos hace libres. El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el Apóstol, donde está el Espíritu, allí está la libertad. Ya desde ahora nos gloriamos de la libertad de los hijos de Dios»[26]
      Dios había prometido a su Pueblo un principio nuevo de vida, una ley escrita en el corazón que no sólo indicase la dirección sino que diese también las fuerzas para caminar por la senda del amor a Dios: os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis según mis preceptos, y guardaréis y cumpliréis mis normas[27]. 
      Esta promesa se hizo realidad con el envío del Espíritu Santo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado[28]. Sólo sobre este principio nuevo podremos construir una vida liberada de la esclavitud del egoísmo, una vida de hijos libres. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios[29].
      Que la voluntad se apoye sobre la roca sobrenatural de la filiación divina, y no sobre la arena de las propias fuerzas. Entonces se pueden vencer las propias limitaciones, superando los obstáculos desde la humildad, con la fuerza de Dios. 
      La voluntad sobrenaturalmente buena vive así endiosada, buscando hacer en todo la Voluntad de Dios. ¿Cómo? Mediante el olvido de sí, con la fortaleza de Cristo. Por eso −dice San Pablo−, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte[30]
      El sentido de la filiación divina es un fundamento realista para la libertad; enseña a recomenzar desde la verdad de la propia pequeñez, que es a la vez la grandeza de ser hijo amadísimo de Dios; es fuente de serenidad y de optimismo para la lucha. 
      El hijo de Dios se siente sostenido por la omnipotencia de un Padre que le quiere con sus defectos, al mismo tiempo que le ayuda a luchar contra ellos y le impulsa hacia la libertad.