3/31/15

Jueves Santo - Ciclo B

P. Antonio Rivero, L.C.


Textos: Ex 12, 1-8. 11-14; 1 Co 11, 23-26; Jn 13, 1-15



Idea principal: Tanto los gestos y acciones, como las palabras y silencios de Jesús son cuasi  “sacramentos” de Cristo que realizan lo que significan y demuestran la seriedad y sublimidad del momento.

Síntesis del mensaje: Con la Misa de hoy damos por concluida la Cuaresma e iniciamos el Triduo Pascual, que abarcará los tres días siguientes: Viernes, Sábado y Domingo. Tradicionalmente en la mañana de este Jueves, se celebraba la misa de reconciliación de los que durante la Cuaresma habían hecho el camino de los “penitentes”. La misa de hoy recuerda la institución de la Eucaristía, el mandamiento del amor fraterno y la institución del ministerio sacerdotal.

Puntos de la idea principal:
En primer lugarlos gestosPrimer gesto: Jesús se levanta de la misa, se quita el manto, toma la toalla, se la ciñe, pone agua en la jofaina y lava los pies de los discípulos. Todas estas acciones son señal visible de un significado invisible, portador de la gracia divina aquí y ahora para nosotros. Con ese primer gesto, Jesús estaba entregando a su Iglesia el mandamiento de la caridad fraterna y del servicio eclesial; todos somos hermanos y con la misma dignidad. Segundo gesto del Jueves Santo: el pan y el vino que Él consagra, convirtiéndolos en su Cuerpo glorioso y en su Sangre bendita para nuestra transformación en Él y alimento para el camino. Tercer gesto: impone las manos a los doce discípulos, haciéndoles sus sacerdotes, continuadores de sus misterios de salvación. Y éstos, a su vez, deberán seguir esa cadena, prolongando el sacerdocio de Cristo por todos los rincones de la tierra, a quienes Dios llamó a tan sublime vocación.

En segundo lugarlas palabras que realizan lo que significan, pues son eficaces.  Primera palabra: “Amaos los unos a los otros, como Yo os amé”, imperativo que podemos vivir con la gracia de Cristo. Segunda palabra: “Tomad y comed…tomad y bebed”, imperativo que transformó en realidad lo que había sigo una figura en la Pascua judía; Cristo será el Cordero de Dios y en cada Eucaristía hacemos presentes la nueva cena pascual inaugurada por Cristo en ese Jueves Santo, pues cada vez que se celebre este rito se recordará la muerte del Señor hasta el día de su venida. Tercera palabra: “Haced esto en conmemoración mía”; palabra esta que la Iglesia siempre meditó y en la que fundamentó el sacramento del Orden Sacerdotal, por el que un hombre de carne y hueso es configurado con Cristo Cabeza y Pastor, a quien con su ministerio sacerdotal hacen visible a Cristo en la comunidad.
Finalmentelos silencios. ¡Cuántos silencios en esa noche santa del Jueves Santo! Silencio del alma y de su voluntad para no gritar al Padre ante la Pasión que se avecinaba y que su Padre quiso para redimirnos. Silencio de los sentimientos que en esos momentos estaban convulsionados ante la traición de Judas, la resistencia de Pedro, el abandono del resto de los apóstoles, la prisión y la agonía…sentimientos que tenía que controlar, sublimar. Silencio de sus pasiones irascibles, sometidas todas a la fuerza y bálsamo del amor. Silencio de los ojos para ver a todos con los ojos misericordiosos del Padre, sin odio, sin reproches; sólo derramarían lágrimas y manifestaban un velo de tristeza. Silencio de la boca, para sólo pronunciar esas palabras sacramentales, y guardar sus palabras de queja, para crucificarlas en la cruz el Viernes Santo. Silencio de los pies para no ir en busca de consuelos humanos, sino postrarse en el suelo en oración al Padre.

Para reflexionar: ¿Agradezco todos los días el don de la Eucaristía, del Sacerdocio y del Mandamiento de la caridad? ¿Vivo la Eucaristía cada día con más fervor y me compromete a ser yo Eucaristía para mis hermanos mediante el sacrificio de mi vida? ¿Trato a todos los hombres y mujeres como hermanos en Cristo y los trato como trataría a Cristo? ¿Rezo todos los días por los sacerdotes y les agradezco el servicio insustituible que realizan en bien de mi alma?

Para rezar: Señor, gracias por el don de la Eucaristía, que te comamos y te asimilemos con alma limpia. Gracias, por el mandamiento de la caridad fraterna que cura nuestros egoísmos y ambiciones. Gracias, por darnos sacerdotes según tu corazón; guárdalos en la fidelidad a ti y a la Iglesia.

3/30/15

'Difundamos la ternura de Dios'

El Papa ayer en el Ángelus



"Al final de esta celebración, saludo con afecto a todos vosotros aquí presentes, en particular a los jóvenes. Queridos jóvenes, os exhorto a proseguir vuestro camino tanto en las diócesis, como en la peregrinación a través de los continentes, que os llevará el próximo año a Cracovia, patria de san Juan Pablo II, iniciador de las Jornadas Mundiales de la Juventud. El tema de aquel gran Encuentro: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», encaja bien con el Año Santo de la Misericordia. Dejaros llenar de la ternura del Padre, ¡para difundirla a vuestro alrededor!
Y ahora nos dirigimos en oración a María nuestra Madre, para que nos ayude a vivir con fe la Semana Santa. También Ella estaba presente cuando Jesús entró en Jerusalén aclamado por la multitud; pero su corazón, como aquel del Hijo, estaba dispuesto al sacrificio.
Aprendamos de Ella, Virgen fiel, a seguir al Señor también cuando su camino lleva a la cruz.
Confío a su intercesión a las víctimas del desastre aéreo del pasado martes, entre las que había también un grupo de estudiantes alemanes".
Al término de estas palabras, el Pontífice rezó la tradicional oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae...

Homilía del Papa en la celebración del Domingo de Ramos


"En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: «Se humilló a sí mismo». La humillación de Jesús.
Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, el que debe ser del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo el Libro del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.
En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será «santa» también para nosotros.
Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la «roca» de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.
Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la «condición de siervo». En efecto, la humildad quiere decir servicio, significa dejar espacio a Dios despojándose de uno mismo, «vaciándose», como dice la Escritura. Este «vaciarse» es la humillación más grande.
Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito... Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y con él, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.
En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, un sin techo...
Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy, hay muchos. No reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar, en verdad, de «una nube de testigos»: los mártires de hoy.
Durante esta semana, emprendamos también nosotros con decisión este camino de la humildad, con mucho amor a Él, nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros".

3/29/15

Quinto centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús

Carta del Papa a la Orden de los Carmelitas Descalzos



"Al Revdmo. P. Saverio Cannistrà
Prepósito general de la Orden de los Hermanos Descalzos
de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo
Querido Hermano:
Al cumplirse de los quinientos años del nacimiento de santa Teresa de Jesús, quiero unirme, junto con toda la Iglesia, a la acción de gracias de la gran familia del Carmelo descalzo –religiosas, religiosos y seglares– por el carisma de esta mujer excepcional.
Considero una gracia providencial que este aniversario haya coincidido con el año dedicado a la Vida Consagrada, en la que la Santa de Ávila resplandece como guía segura y modelo atrayente de entrega total a Dios. Se trata de un motivo más para mirar al pasado con gratitud, y redescubrir “la chispa inspiradora” que ha impulsado a los fundadores y a sus primeras comunidades (cf. Carta a los Consagrados, 21 noviembre 2014).
¡Cuánto bien nos sigue haciendo a todos el testimonio de su consagración, nacido directamente del encuentro con Cristo, su experiencia de oración, como diálogo continuo con Dios, y su vivencia comunitaria, enraizada en la maternidad de la Iglesia!
1. Santa Teresa es sobre todo maestra de oración. En su experiencia, fue central el descubrimiento de la humanidad de Cristo. Movida por el deseo de compartir esa experiencia personal con los demás, escribe sobre ella de una forma vital y sencilla, al alcance de todos, pues consiste simplemente en “tratar de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida 8,5). Muchas veces la misma narración se convierte en plegaria, como si quisiera introducir al lector en su diálogo interior con Cristo. La de Teresa no fue una oración reservada únicamente a un espacio o momento del día; surgía espontánea en las ocasiones más variadas: “Cosa recia sería que sólo en los rincones se pudiera traer oración” (Fundaciones 5, 16). Estaba convencida del valor de la oración continua, aunque no fuera siempre perfecta. La Santa nos pide que seamos perseverantes, fieles, incluso en medio de la sequedad, de las dificultades personales o de las necesidades apremiantes que nos reclaman.
Para renovar hoy la vida consagrada, Teresa nos ha dejado un gran tesoro, lleno de propuestas concretas, caminos y métodos para rezar, que, lejos de encerrarnos en nosotros mismos o de buscar un simple equilibrio interior, nos hacen recomenzar siempre desde Jesús y constituyen una auténtica escuela de crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.
2. A partir de su encuentro con Jesucristo, Santa Teresa vivió “otra vida”; se convirtió en una comunicadora incansable del Evangelio (cf. Vida 23,1). Deseosa de servir a la Iglesia, y a la vista de los graves problemas de su tiempo, no se limitó a ser una espectadora de la realidad que la rodeaba. Desde su condición de mujer y con sus limitaciones de salud, decidió –dice ella– “hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo” (Camino 1,2). Por eso comenzó la reforma teresiana, en la que pedía a sus hermanas que no gastasen el tiempo tratando “con Dios negocios de poca importancia” cuando estaba “ardiendo el mundo” (Camino 1,5). Esta dimensión misionera y eclesial ha distinguido desde siempre al Carmelo descalzo.
Como hizo entonces, también hoy la Santa nos abre nuevos horizontes, nos convoca a una gran empresa, a ver el mundo con los ojos de Cristo, para buscar lo que Él busca y amar lo que Él ama.
3. Santa Teresa sabía que ni la oración ni la misión se podían sostener sin una auténtica vida comunitaria. Por eso, el cimiento que puso en sus monasterios fue la fraternidad: “Aquí todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (Camino 4,7). Y tuvo mucho interés en avisar a sus religiosas sobre el peligro de la autorreferencialidad en la vida fraterna, que consiste “todo o gran parte en perder cuidado de nosotros mismos y de nuestro regalo” (Camino 12,2) y poner cuanto somos al servicio de los demás. Para evitar este riesgo, la Santa de Ávila encarece a sus hermanas, sobre todo, la virtud de la humildad, que no es apocamiento exterior ni encogimiento interior del alma, sino conocer cada uno lo que puede y lo que Dios puede en él (cf. Relaciones 28). Lo contrario es lo que ella llama la “negra honra” (Vida 31,23), fuente de chismes, de celos y de críticas, que dañan seriamente la relación con los otros. La humildad teresiana está hecha de aceptación de sí mismo, de conciencia de la propia dignidad, de audacia misionera, de agradecimiento y de abandono en Dios.
Con estas nobles raíces, las comunidades teresianas están llamadas a convertirse en casas de comunión, que den testimonio del amor fraterno y de la maternidad de la Iglesia, presentando al Señor las necesidades de nuestro mundo, desgarrado por las divisiones y las guerras.
Querido hermano, no quiero terminar sin dar las gracias a los Carmelos teresianos que encomiendan al Papa con una especial ternura al amparo de la Virgen del Carmen, y acompañan con su oración los grandes retos y desafíos de la Iglesia. Pido al Señor que su testimonio de vida, como el de Santa Teresa, transparente la alegría y la belleza de vivir el Evangelio y convoque a muchos jóvenes a seguir a Cristo de cerca.
A toda la familia teresiana imparto mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 28 de marzo de 2015
FRANCISCUS"

Semana Santa

'Palabra y Vida' del arzobispo de Barcelona Lluís Martínez Sistach



En la Semana Santa que iniciamos hoy nos adentramos en el misterio central de la fe cristiana. Este misterio consiste en que Jesucristo, entregado a la muerte para nuestra redención, resucita al tercer día.
"Jesucristo no jugó con su muerte, como tampoco lo hizo con su vida", decía el cardenal Bergoglio -hoy papa Francisco- en unos ejercicios espirituales que dio siendo arzobispo de Buenos Aires. Los textos han sido recogidos en el libro Mente abierta, corazón creyente (Ediciones Claretianas).
Con mente abierta y con corazón creyente -ambas cosas- somos invitados a entrar en la celebración de la Semana Santa, contemplando el final del camino terrenal del Señor y lo que nos dice san Pablo en los textos de la liturgia de hoy: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo [...], y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz ".
Jesús mantiene su libertad y hace donación de su vida en libertad, fiel al designio del Padre. Su libertad es tal que acepta tanto el designio del Padre -ser entregado- como las circunstancias y personas concretas que lo llevarán a la cruz y a la muerte. Resplandece así la dignidad de Cristo, que nos lleva a exclamar con el libro del Apocalipsis: "Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, el saber, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza". San Pablo añadirá: "Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre".
En el fundamento de toda dignidad -decía el cardenal Bergoglio a sus ejercitantes- encontramos siempre libertad y abandono. Jesucristo asume libremente en la noche oscurade Getsemaní su anonadamiento, que llega hasta la muerte en cruz. Jesús no pudo tener la satisfacción final de morir dando testimonio del verdadero significado de su existencia ante su pueblo. Lo pudo hacer a los suyos, al grupo reducido y asustado de sus seguidores.
El seguimiento de Jesús en su camino de despojamiento y de cruz lleva al discípulo a avanzar en este mismo camino por amor a su Señor. Muchos santos nos recuerdan que sin participar de la aniquilación de Cristo no estamos en el buen camino sino en el camino de lo que el Papa llama la "mundanidad espiritual" o la "tentación empresarial" de la evangelización. Esto me hace recordar a la filósofa Edith Stein, que sería la gran carmelita descalza santa Benedicta de la Cruz, conducida a la fe por la lectura de la vida de santa Teresa de Jesús. Ella fue una de las más profundas estudiosos del pensamiento de san Juan de la Cruz y glosó admirablemente, en su pensamiento y en su vida como judía inmolada en Auschwitz, esa sentencia cristiana que dice "Salve, o crux, spes unica": "Salve, oh cruz, nuestra única esperanza".

3/28/15

En busca del significado del matrimonio cristiano

Conferencia del Cardenal Kurt Koch, publicada parcialmente por L’Osservatore Romano el pasado 25 de febrero, donde afronta algunos desafíos de la familia en nuestros días: miedo al compromiso, falta de hijos, incertidumbre sobre el futuro. Con reflexiones del Papa Francisco y de Benedicto XVI, analiza brevemente el origen de esas situaciones y cómo pueden abordarse en el próximo Sínodo de la familia, en octubre de 2015.
El significado de matrimonio y de familia conforme a la creación, se transparenta de forma clarísima en el hecho de que la realidad matrimonial ha sido elevada, en la fe cristiana, al rango de sacramento y se caracteriza, por tanto, por la fidelidad e indisolubilidad. Esta visión de fe, a la que se refiere el Concilio Vaticano II con el concepto clave de amor cristiano, está hoy expuesta a una erosión particular, como demuestra un número de separaciones superior a la media, y hace necesario profundizar en las causas de la actual crisis del matrimonio y la familia.
El problema más profundo hay que identificarlo en la generalizada y creciente incapacidad de las personas para tomar decisiones vinculantes y definitivas. Según esta mentalidad moderna, que el Papa Francisco llama de forma apropiada con el término de cultura de lo provisional, las decisiones definitivas y la fidelidad ya no se enumeran entre los valores primarios, porque los hombres son más inconstantes en sus relaciones y, al mismo tiempo, más deseosos de relaciones.
Parece que hoy los hombres ya no parten de querer algo definitivo; sucede más bien lo contrario, o sea que se considera, al comenzar, la eventualidad de un fracaso. La fe cristiana, en cambio, está convencida de que quien permanece fiel al “sí” pronunciado a otro ser humano, no cristalizará, sino que aprenderá de forma cada vez más profunda a abrirse al “tú” y, al hacerlo, a alcanzar la propia libertad.
Ante este fenómeno, la Iglesia debe afrontar el desafío pastoral de cómo salir al encuentro de tantos cristianos divorciados y vueltos a casar. Frente a este problema, la percepción pública respecto al sínodo de obispos se ha concentrado en la cuestión de saber si y en qué condiciones dichos cristianos pueden y deben ser admitidos a los sacramentos. Personalmente, estoy convencido de que solo se hallarán respuestas útiles a esta espinosa cuestión si se tiene el valor de llamar a las cosas por su nombre. Reflexionando, se llega a la conclusión de que la pastoral del matrimonio debe concentrarse hoy cuidadosamente en una buena preparación al matrimonio −una especie de catecumenado matrimonial−, equivalente al viejo noviazgo.
En la visión cristiana, el amor conyugal entre hombre y mujer no puede limitarse a sí mismo y girar exclusivamente en torno a sí, sino que debe salir de sí mismo a través de los hijos y para los hijos; solo a través del hijo el matrimonio se convierte en familia. El amor entre hombre y mujer y la trasmisión de la vida humana, por tanto, son inseparables. Con los hijos, a los padres se les confía la responsabilidad del futuro, de modo que el futuro de la humanidad pasa de manera fundamental por la familia. Como dice el cardenal Kaspersin familia, no hay futuro, sino envejecimiento de la sociedad; un riesgo ante el cual se encuentran actualmente las sociedades occidentales.
Este proceso tiene lugar porque las personas, sobre todo en Europa, ya no quieren tener hijos. El motivo más profundo que está en la base de que muchos, hoy día, no quieran arriesgarse a traer hijos al mundo, es que, para ellos, el futuro es totalmente incierto, lo que les lleva a preguntarse, con preocupación, cómo es posible exponer una nueva vida a un futuro desconocido. Ciertamente, los hombres solo pueden trasmitir la vida humana con responsabilidad, si no trasmiten solo la vida biológica, sino la vida en un sentido pleno, o sea, en un sentido que resiste la crisis de la vida y lleva en sí una esperanza que se revela más fuerte que cualquier incerteza de futuro. Los hombres trasmiten la vida y la entregan a un futuro aún desconocido, solo si penetran en el misterio de la vida de modo nuevo y reconocen que el único capital confiable para el futuro es el hombre mismo.
Al considerar a sus hijos como el bien más valioso de la familia, los padres cristianos lanzan una señal profética en contra de la caída de nacimientos, que está cada vez más difundida en las sociedades europeas, y que debemos considerar un invierno demográfico, signo de falta de confianza en la vida y de esperanza en el futuro.
Parece, pues, evidente que preguntarse sobre la familia equivale a interrogarse sobre el mismo hombre, y que la actual discusión sobre la institución familiar representa también un ataque al concepto cristiano de persona humana, como justamente diagnosticó ya en los años ochenta, el entonces cardenal Joseph Ratzinger, declarando: La lucha respecto al hombre es vista hoy, en amplia medida, como lucha pro o contra la familia. O, como subrayó el Papa Francisco en su reciente visita a Filipinas: Toda amenaza a la familia es una amenaza a la sociedad misma. Precisamente el modo en que se percibe la familia revela el modo en que el hombre se percibe a sí mismo en la sociedad contemporánea.
Con la familia, la apuesta es alta para el hombre y para la sociedad. El sínodo de obispos del próximo otoño tendrá que afrontar importantes desafíos que solo podrá recoger si proclama el Evangelio del matrimonio y de la familia como el alegre anuncio de la fidelidad conyugal entre dos personas, y que el cuidado recíproco del amor y la trasmisión de la vida que se sigue no constituyen una amenaza o un límite a la libertad humana, sino su realización más auténtica. Si la más alta posibilidad de la libertad humana consiste en la capacidad de tomar decisiones definitivas, entonces logrará ser libre solo quien sepa también ser fiel, y podrá ser fiel de verdad solo el que es libre. La fidelidad es, en efecto, el precio que cuesta la libertad, y la libertad es el premio que vence la fidelidad.

3/27/15

'Oriente y Occidente frente al misterio de la salvación'

Quinta predicación de cuaresma del Padre Cantalamessa 



Con esta meditación concluimos nuestra vuelta de reconocimiento por la fe común de Oriente y Occidente, y la concluimos con lo que nos afecta más directamente, el problema de la salvación: es decir, como los ortodoxos y el mundo latino han comprendido el contenido de la salvación cristiana.

Es, probablemente, el campo en el cuál es más necesario, para nosotros latinos, dirigir la mirada a Oriente, para enriquecernos y en parte corregir nuestra manera difusa de concebir la redención realizada por Cristo. Tenemos la suerte de hacerlo en esta capilla donde la obra de Cristo y el misterio de la salvación ha sido representada por el arte del padre Rupnik, según la concepción que ha tenido de ello la Iglesia de Oriente y la iconografía bizantina.

Partimos de una conocida presentación de la distinta forma de entender la salvación entre Oriente y Occidente que se lee en el Dictionnaire de Spiritualité y que sintetiza la opinión dominante en los ambientes teológicos:

“El fin de la vida para los cristianos griegos es la divinización, el de los cristianos de Occidente es la santidad […]. El Verbo se ha hecho carne, según los griegos, para devolver al hombre la semejanza perdida con Dios en Adán y divinizarlo. Según los latinos, Él se ha hecho hombre para redimir a la humanidad […] y para pagar la deuda que se debe a la justicia de Dios”.

Trataremos de ver donde se funda esta visión distinta y qué hay de verdad en la forma en la que se presenta.

1.Los dos elementos de la salvación en la Escritura

Ya en las profecías del Antiguo Testamento que anuncian “la nueva y eterna alianza” se nota la presencia de dos elementos fundamentales: uno negativo que consiste en la eliminación del pecado y del mal en general, y uno positivo que consiste en el regalo de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo; en otras palabras, en el destruir las obras del hombre y en el reedificar, o restaurar, en él la obra de Dios. Un texto claro, en este sentido, es el siguiente de Ezequiel:

“Os rociaré con agua pura, y quedaréis purificados. Os purificaré de todas vuestras impurezas y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo: os arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis mis preceptos, y que observéis y practiquéis mis leyes. Habitareis en la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi Pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 25-27).

Hay algo que Dios vendrá a quitar al hombre: la iniquidad, el corazón de piedra, y algo que vendrá a dar al hombre: un corazón nuevo, un espíritu nuevo. En el Nuevo Testamento estos dos componentes son evidentes. Desde el inicio del Evangelio, Juan Bautista presenta a Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” pero también como “el que bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1, 29, 33). En los sinópticos prevalece el aspecto de la redención del pecado. En ellos, Jesús se aplica, en más de una ocasión, la suerte del Siervo de Yahvé que toma sobre sí mismo y expía los pecados del pueblo (cfr. Is 52, 13 - 53,9); en la institución de la Eucaristía, Él habla de su sangre derramada “por la remisión de los pecados” (Mt 26,28).

Este aspecto también está presente en Juan, unido, precisamente, al tema del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. En su Primer Carta, Jesús es presentado como “la víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2). Sin embargo, el elemento positivo está más acentuado en Juan. Con el Verbo hecho carne, ha venido al mundo la luz, la verdad, la vida eterna y la plenitud de toda gracia (cfr. Jn 1, 16). El fruto principal de la muerte de Jesús no es la expiación de los pecados, sino en el don del Espíritu (cfr. Jn 7, 39; 19, 34).

En san Pablo vemos estos dos elementos en perfecto equilibrio. En la Carta a los Romanos, que podemos considerar la primera exposición razonada de la salvación cristiana, en primer lugar destaca lo que Cristo, con su muerte de cruz (Rm 3, 25), ha venido a eliminar del hombre y esto es: la muerte (Rm 5), el pecado (Rm 6) y la ley (Rm 7), y después, en el capítulo octavo, expone todo el esplendor de lo que Cristo, con su muerte y resurrección, ha procurado al hombre, y eso es el Espíritu Santo y con ello la filiación divina, el amor de Dios y la certeza de la glorificación final. Los dos elementos están presentes en el corazón mismo del Kerygma. Jesús, se lee, “ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado por nuestra justificación” (Rm 4, 25), donde por “justificación” no se entiende solo la remisión de los pecados, sino lo que se dice después en el texto: gracia, paz con Dios, fe, esperanza, amor de Dios derramado en los corazones (Rm 5, 1-5).

Como siempre, en el pasaje de la Escritura a los Padres de la Iglesia, se asiste a una recepción distinta de estos dos elementos. Según la opinión común, resumida por Bardy en el texto citado, Oriente ha privilegiado el elemento positivo de la salvación: la deificación del hombre y el restauración de la imagen de Dios; Occidente ha privilegiado el elemento negativo, la liberación del pecado. La realidad es mucho más compleja, y solamente si se aclara se podrá facilitar la comprensión recíproca.

Primero vamos a corregir algunas generalizaciones que hacen parecer las dos visiones de la salvación más distantes entre ellas de lo que son en realidad. Sobre todo, no hay que sorprenderse si en el ámbito latino no encontramos algunos conceptos centrales para los griegos, como el de “divinización” y de “restauración de la imagen de Dios”. Estos no aparecen como tales en el Nuevo Testamento que es la única fuente común, también si representan una forma exquisitamente bíblica de entender la salvación. El mismo término theosis, divinización, suscitaba reservas por el uso que se hacía de el en el lenguaje pagano y en el de la Roma imperial (apotheosis).

Los latinos expresaron el efecto positivo del bautismo con el concepto paulino de la filiación divina. Según san Juan de la Cruz, en el alma cristiana, se cumplen, por gracia, las operaciones que suceden, por naturaleza, en la Trinidad:una doctrina no alejada de la ortodoxa de la deificación, sino basada en la afirmación juaniana de la inhabitación de la Trinidad (Jn 14,23).

Otra observación. No es del todo verdad que la soteriología ortodoxa se resume en la visión ontológica de la divinización y la latina en la teoría jurídica de san Anselmo, de la expiación debida al pecado. La idea de sacrificio por el pecado, de redención, de pago de una deuda (incluso, en algunos casos, ¡de un rescate pagado al diablo!) está presente en san Atanasio, en san Basilio, en san Gregorio Niseno y en el Crisóstomo, no menos que en sus contemporáneos latinos. Para esto basta consultar una buena reconstrucción del pensamiento cristiano de los orígenes.Un texto entre los muchos es este de Atanasio que también es uno de los más decididos partidarios de la tesis de la divinización:

“Quedaba aún por pagar la deuda que todos debíamos, ya que todos estábamos condenados a muerte, y esta fue la causa principal de su venida entre nosotros. Es por esto que, después de haber revelado su divinidad con sus obras, le quedaba por ofrecer el sacrificio por todos, cediendo el templo de su cuerpo a la muerte por todos”.

Para estos antiguos Padres griegos, el misterio pascual de Cristo es aún parte integrante y camino a la divinización. Lo es aún en época bizantina. Para Nicolás Casabilas, existían dos muros que impedían la comunicación entre Dios y nosotros: la naturaleza y el pecado. “El primero fue eliminado por el Salvador con su encarnación, el segundo con la crucifixión, ya que la cruz destruye el pecado”.

Solo en algún caso, vemos afirmarse en el interior de la Ortodoxia, la idea de una salvación del género humano realizada en raíz en la encarnación misma del Verbo, entendida como asunción no de una humanidad particular, sino como la naturaleza humana presente en cada hombre, a la manera del universal platónico. En un caso extremo, la divinización sucede incluso antes del bautismo. Escribe san Simeón el Nuevo Teólogo:

“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado para subir al cielo. Entonces, después de haberme creado y poco a poco haberme hecho crecer, tu, también en tu santo bautismo de la nueva creación, me has renovado y adornado con el Espíritu Santo”.

Hasta aquí, por lo tanto, las diversas teorías sobre la salvación no son así netamente divididas entre Oriente y Occidente, como frecuentemente se querría hacer creer. En cambio donde la diferencia es neta y constante, desde el inicio hasta hoy, es en el modo de entender el pecado original y por lo tanto el efecto primario del bautismo. Los orientales no han entendido nunca el pecado original en el sentido de una verdadera “culpa” hereditaria, sino como la transmisión de una naturaleza herida e inclinada al pecado, como una pérdida progresiva de la imagen de Dios en el hombre, debida no solo al pecado de Adán, sino al de todas las generaciones siguientes.

Con el símbolo Niceno – Constantinopolitano todos profesan “un solo bautismo para la remisión de los pecados”, pero para los Orientales el bautismo no tiene principalmente la finalidad de quitar el pecado original (en los niños, esta finalidad no la tiene en absoluto), sino la de liberar al hombre de la potencia del pecado en general, recuperar la imagen de Dios perdida y insertar a la criatura en el Nuevo Adán que es Cristo. Esta diversa perspectiva se refleja, por ejemplo, en la imagen que se tiene de la Virgen María. En Occidente, ella es vista como la “Inmaculada”, es decir, concebida sin pecado (macula) original, hasta la definición dogmática de tal título; en Oriente, el título correspondiente es el de Panhagia, la Toda Santa.

2. Una comparación asimétrica

No tengo necesidad de detenerme mucho más sobre el modo occidental de concebir la salvación obrada por Cristo, porque esto nos es más familiar. Digamos solo que aquí se asiste a una singular paradoja. Aquel que fue, durante todo el cristianismo, el cantor por excelencia de la gracia, que mejor que todos ha puesto en evidencia su novedad respecto a la ley y su absoluta necesidad para la salvación, que ha identificado tal don con el Donador mismo que es el Espíritu Santo, ha sido también quien, por circunstancias históricas, ha contribuido mayormente a restringir su campo de acción.

La polémica con los pelagianos ha empujado a san Agustín a poner en evidencia, de la gracia, sobre todo su aspecto de preservación y de curación del pecado, la llamada gracia preveniente, adyuvante, sanante. Su doctrina del pecado original, como verdadera culpa hereditaria, transmitida en el acto de la generación sexual, ha hecho que el bautismo fuera visto principalmente como liberación del pecado original.

Ni Agustín ni otros después de él han callado nunca los otros bienes del bautismo: filiación divina, inserción en el cuerpo de Cristo, don del Espíritu y muchos otros magníficos dones. Sin embargo, el hecho es que, en el modo de administrarlo y en la opinión general, el aspecto negativo de liberación del pecado original siempre ha prevalecido sobre aquel positivo del don del Espíritu Santo (este último asignado más bien al sacramento de la confirmación). También hoy, si se le pregunta a un cristiano medio qué significa estar en “gracia de Dios” o vivir “en gracia”, la respuesta casi segura es: vivir sin pecados mortales en la conciencia.

Es el contragolpe inevitable de todas las herejías, el de empujar a la teología a concentrar momentáneamente el interés en un punto de la doctrina, en detrimento de la totalidad. Es un hecho normal que se nota en tantos momentos del desarrollo del dogma. Es aquel que empujó a algunos autores alejandrinos al límite del monofisismo para oponerse al nestorianismo, y viceversa. ¿Qué es lo que ha hecho la ruptura momentánea del equilibrio, en el caso de Agustín, tan diferente y tan duradera en el tiempo? La respuesta es sencilla: ¡su solitaria estatura y autoridad!

Hubo, después de él, quien propuso una explicación diferente y más cercana a la de los griegos, Juan Duns Escoto (1265 – 1308). La finalidad primaria de la Encarnación no fue para él la redención del pecado, sino la recapitulación de todo en Cristo, “en vista del cual todo ha sido creado” (Col 1, 15 ss.); la finalidad es la unión, en Cristo, de la naturaleza divina con la humana.La Encarnación, por lo tanto, hubiera existido incluso si Adán no hubiera pecado. El pecado de Adán solo ha determinado la modalidad de esta recapitulación, haciendo de ella una recapitulación “redentora”.

Pero la voz de Escoto permaneció aislada y solo recientemente ha sido revalorizada por los teólogos. Aquella que se impuso fue otra voz, que no reequilibraba el pensamiento de Agustín, sino que lo exasperaba. Hablo de Lutero, quien también ha tenido el mérito, para toda la cristiandad, de poner nuevamente la palabra de Dios, la Escritura, en el centro y por encima de todo, incluso de las palabras de los Padres, que siguen siendo palabras de hombres. Con él, la diferencia en comparación con Oriente, en el modo de entender la salvación, llega a ser realmente radical. A la teoría de la divinización del hombre se contrapone ahora la tesis de una justicia imputada extrínsecamente por Dios que deja también al bautizado como “justo y pecador” a la vez: pecador en sí mismo, justo a los ojos de Dios.

Pero dejemos de lado este ulterior desarrollo que merece un discurso aparte. Volviendo a la comparación entre Ortodoxia e Iglesia católica, hay que destacar un hecho que, a los ojos de algunos autores ortodoxos, ha hecho parecer en el pasado nuestra concepción de la salvación y de la vida cristiana, distinta, en casi todos los puntos, de la de ellos. Se trata de una asimetría de fondo presente en la confrontación. En Oriente, teología, espiritualidad y mística están unidas; no se concibe una teología que no sea también mística, es decir, experiencial. La reconstrucción de la posición ortodoxa está hecha teniendo en cuenta a teólogos, como los Capadocios, el Damasceno, Máximo el Confesor, pero también a movimientos espirituales, como los Padres del desierto, el hesicasmo, el monacato, el palamismo, la Filocalia, y autores místicos como Simeón el Nuevo Teólogo, Serafín de Sarov, y otros.

Desgraciadamente, esto no ha sucedido en Occidente donde, también en la enseñanza, la mística y la espiritualidad han ocupado, especialmente con la llegada de la Escolástica, un lugar distinto de la dogmática e, incluso, la mezcla de las dos cosas ha sido vista con recelo. La confrontación entre Oriente y el Occidente latino daría lugar a resultados muy diferentes y mucho menos conflictivos, si se tuviera en cuenta los muchos movimientos espirituales y autores místicos católicos, en los cuales la salvación cristiana no es teorizada, sino vivida.

En los tres libros, ya citados una vez,que más han contribuido a dar a conocer en Occidente la “teología mística” del Oriente cristiano, solo en uno se encuentran dos menciones (ambas tendencialmente negativas) de san Juan de la Cruz. Sin embargo, con el tema de la “noche oscura”, él, como varios otros en Occidente, se coloca en la línea de la visión de Dios en la tiniebla de san Gregorio Niseno. Ninguna mención se hace del monacato occidental, de san Francisco de Asís y de su espiritualidad positiva y cristocéntrica; de escritos místicos como la “Nube del no-conocimiento”, tan en sintonía con el apofatismo de la teología oriental. Pero esto, repito, es más culpa nuestra que de los autores orientales, si de culpa se puede hablar. Somos nosotros los que hemos obrado la nefasta separación entre teología y espiritualidad y no se puede pedir a los demás que hagan una síntesis que todavía ni siquiera nosotros hemos intentado hacer.

3. Una oportunidad para Occidente

Volvamos al juicio de Bardy por donde empezamos: Oriente, dice, tiene una visión más optimista y positiva del hombre y de la salvación; Occidente una visión más pesimista. Querría mostrar como, también en este caso, la regla de oro, en el diálogo entre Oriente y Occidente, no es la del aut – aut, sino la del et – et. Si la doctrina oriental, con su altísima idea de la grandeza y de la dignidad del hombre como imagen de Dios, ha puesto de manifiesto la posibilidad de la Encarnación, la doctrina occidental, con la insistencia en el pecado y la miseria del hombre, ha puesto de relieve su necesidad. Un discípulo tardío de Agustín, Blaise Pascal, observaba:

“El conocimiento de Dios sin el de nuestra miseria produce orgullo. El conocimiento de nuestra miseria sin el conocimiento de Dios produce desesperación. El conocimiento de Jesucristo constituye el punto medio, porque en Él encontramos a la vez a Dios y nuestra miseria”.

Para Agustín, San Anselmo, Lutero, la insistencia sobre la gravedad del pecado era una forma diferente de poner de manifiesto la grandeza del remedio obtenido por Cristo. Acentuaban "la abundancia de pecado", para exaltar "la sobreabundancia de la gracia" (cfr. Rm 5, 20). En ambos casos, la clave de todo es la obra de Jesús, vista por los orientales, por así decirlo, desde la derecha y desde la izquierda por los occidentales. Las dos instancias eran legítimas y necesarias. Frente a la explosión de “mal absoluto” en la Segunda Guerra Mundial, alguien señaló que había traído el olvido de esta amarga verdad sobre el hombre, después de dos siglos de confianza ingenua en el progreso imparable del hombre.

¿Dónde está, entonces, la laguna señalada por nuestra soteriología, por la cual necesitamos, como ya dije, mirar hacia Oriente? Está en el hecho de que, de esta manera la gracia, por muy exaltada que sea, ha terminado, en la práctica, por ser reducida a su única dimensión negativa de remedio del pecado. Incluso el grito audaz del Exultet pascual: “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal y tan grande Redentor!”, mirándolo bien, no sale de la perspectiva del pecado y la redención.

Es precisamente en este punto, gracias a Dios, que asistimos a un cambio que podríamos llamar de época. Todas las Iglesias de Occidente, o nacidas de ellas, desde hace más de un siglo, son atravesadas por una corriente de gracia que es el movimiento pentecostal y las diversas renovaciones carismáticas derivadas del mismo en las Iglesias tradicionales. No es, en realidad, un movimiento en el sentido corriente de este término. No tiene un fundador, una regla, una espiritualidad propia; tampoco tiene las estructuras de gobierno, sino solo para la coordinación y el servicio. Es, de hecho, una corriente de gracia que debería difundirse por toda la Iglesia y dispersarse en ella como una descarga eléctrica en la masa, y luego, al límite, desaparecer como un fenómeno en sí mismo.

No se puede ignorar por más tiempo, o considerar marginal, un fenómeno que, de manera más o menos profunda, ha llegado a cientos de millones de creyentes en Cristo en todas las denominaciones cristianas y decenas de millones solo en la Iglesia Católica. Recibiendo por primera vez, el 19 de mayo de 1975, a los responsables de la Renovación Carismática Católica en la Basílica de San Pedro, el beato Pablo VI, en su discurso, la definió como “una oportunidad (chance) para la Iglesia y para el mundo”.

El teólogo Yves Congar, en su ponencia en el Congreso Internacional de Pneumatología, celebrado en el Vaticano con ocasión del XVI centenario del Concilio Ecuménico de Constantinopla del 381, al hablar de los signos del despertar del Espíritu Santo en nuestra época, dijo:

“¿Cómo no situar aquí la corriente carismática, más conocida como la Renovación en el Espíritu? Se ha propagado como el fuego que corre sobre las malezas. Es mucho más que una moda... Por un aspecto, sobre todo, se asemeja a un movimiento de despertar: por el carácter público y verificable de su acción que cambia la vida de las personas... Es como un rejuvenecimiento, una frescura y unas nuevas posibilidades en el seno de la antigua Iglesia, nuestra madre”.

Lo que, en este momento, me gustaría destacar es un punto preciso: ¿en qué sentido y de qué forma se puede decir que esta realidad es una oportunidad para la Iglesia católica y las Iglesias nacidas de la Reforma? Esto es lo que pienso al respecto: permite remontar la pendiente y restituir a la salvación cristiana el rico y apasionante contenido positivo, que se resume en el don del Espíritu Santo. El fin principal de la vida cristiana aparece en verdad, como decía san Serafín de Sarov, “la adquisición del Espíritu Santo”. San Juan Pablo II, en un discurso ante los responsables de la Renovación Carismática Católica, en 1998, dijo:

“El movimiento carismático católico, […] como un nuevo Pentecostés, ha suscitado en la vida de la Iglesia un extraordinario florecimiento de asociaciones y movimientos, particularmente sensibles a la acción del Espíritu. […] ¡Cuántos fieles laicos han podido experimentar en su vida la sorprendente fuerza del Espíritu y de sus dones! ¡Cuántas personas han redescubierto la fe, el gusto por la oración, la fuerza y la belleza de la palabra de Dios, traduciendo todo esto en un generoso servicio a la misión de la Iglesia! ¡Cuántas vidas han cambiado totalmente!”.

No digo que entre las personas que se identifican con esta “corriente de gracia” todos vivan estas características, pero sé por experiencia que todos, hasta los más sencillos, saben de que se trata y aspiran a conseguirlas en sus vidas. La misma imagen externa que se da de la vida cristiana es diferente: es un cristianismo alegre, contagioso, que no tiene nada del pesimismo sombrío que Nietzsche le reprochaba. El pecado no se trivializa porque uno de los primeros efectos de la venida del Paráclito en el corazón del hombre es el de “convencerlo del pecado” (cfr. Juan 16, 8). Lo sé yo que debo a una experiencia así mi sufrida y reluctante rendición a esta gracia, ¡hace treinta y ocho años!

No se trata de unirse a este “movimiento” - o a algún movimiento -, sino de abrirse a la acción del Espíritu, en cualquier estado de vida que uno se encuentre. El Espíritu Santo no es monopolio de nadie, mucho menos del movimiento pentecostal y carismático. Lo importante es no permanecer fuera de la corriente de gracia que atraviesa, bajo diversas formas, toda la cristiandad; ver en ella una iniciativa de Dios y una oportunidad para la Iglesia, y no una amenaza o una infiltración ajena al catolicismo.

Una cosa puede echar a perder esta oportunidad, y viene, por desgracia, desde su propio interior. La Escritura afirma la primacía de la obra santificadora del Espíritu sobre su actividad carismática. Basta leer de corrido 1 Corintios 12 y 13, sobre los diversos carismas y sobre la vía mejor de todas que es la caridad. Sería comprometer esta oportunidad, si el énfasis sobre los carismas, y en particular sobre algunos de ellos más llamativos, terminase por prevalecer sobre el esfuerzo de una vida auténtica “en Cristo” y “en el Espíritu”, basada en la conformación con Cristo y por tanto en la mortificación de las obras de la carne y la búsqueda de los frutos del Espíritu.

Espero que el próximo retiro mundial del clero, organizado en junio aquí en Roma, en preparación del 50º aniversario de la Renovación Carismática Católica en el 2017, sirva para reafirmar con fuerza esta prioridad, sin dejar de alentar por todos los medios el ejercicio de los carismas, tan útiles y necesarios, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, “para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”.

Dejemos que los hermanos ortodoxos disciernan si esta corriente de gracia está destinada sólo para nosotros, Iglesias de Occidente y nacidas de ellas, o si un nuevo Pentecostés es lo que incluso el Oriente cristiano, por otra razón, necesita. Mientras tanto, no podemos dejar de darles las gracias por haber cultivado y tenazmente defendido durante siglos un ideal de vida cristiana hermoso y rico, del cual toda la cristiandad se benefició, entre otras cosas mediante el instrumento silencioso del icono.

Hemos hecho nuestras reflexiones sobre la fe común de Oriente y Occidente, teniendo delante de nosotros, en esta capilla, la imagen de la Jerusalén celestial con santos ortodoxos y católicos reunidos en grupos mixtos, de tres en tres. Les pedimos que nos ayuden a realizar, en la Iglesia de aquí abajo, la misma comunión fraterna de amor que ellos viven en la Jerusalén celestial.

Agradezco al Santo Padre y a vosotros Venerables Padres, hermanos y hermanas, la amable atención y os deseo a todos una ¡Feliz Pascua!

3/26/15

El centro de la ley es el amor a Dios y al prójimo

El Papa en la homilía de este jueves


Catequesis del Papa en la audiencia de ayer


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Buenos días pero no una bonita jornada ¿eh?
Hoy la audiencia se lleva a cabo en dos lugares diferentes, como hacemos cuando llueve: vosotros aquí en la plaza, y muchos enfermos en el Aula Pablo VI que siguen la audiencia a través de las pantallas gigantes. Ahora, como un gesto de fraternal cortesía, les saludamos con un aplauso. ¡Y no es fácil aplaudir con el paraguas en la mano! ¿Eh?
En nuestro camino de catequesis sobre la familia, hoy es una etapa un poco especial: será una parada de oración.
El 25 de marzo en la Iglesia celebramos solemnemente la Anunciación, inicio del misterio de la Encarnación. El arcángel Gabriel visita a la humilde joven de Nazaret y le anuncia que concebirá y dará a luz al Hijo de Dios. Con este Anuncio, el Señor ilumina y refuerza la fe de María, como después hará también por su esposo José, para que Jesús pueda nacer en una familia humana. Esto es muy bonito: nos muestra profundamente el misterio de la Encarnación, así como Dios lo que ha querido, que comprende no solamente la concepción en el vientre de la madre, sino también la acogida en una verdadera familia. Hoy quisiera contemplar con vosotros la belleza de esta unión, de esta condescendencia de Dios; y podemos hacerlo recitando juntos el Ave María, que en la primera parte retoma precisamente las palabras que el ángel dirige a la Virgen. Rezamos juntos:
«Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la ahora de nuestra muerte. Amén»
Y ahora un segundo aspecto: el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación, en muchos países se celebra la Jornada por la Vida. Por esto, hace 20 años, san Juan Pablo II en esta fecha firmó la Encíclica Evangelium vitae. Para recordar tal aniversario hoy están presentes en la plaza muchos mienbros del Movimiento por la Vida. En la Evangelium vitae la familia ocupa un lugar central, en cuanto es el seno de la vida humana. La palabra de mi venerado predecesor nos recuerda que la pareja humana ha sido bendecida por Dios desde el principio para formar una comunidad de amor y de vida, en la que está confiada a la misión de la procreación. Los esposos cristianos, celebrando el sacramento del Matrimonio, se hacen disponibles a honrar esta bendición, con la gracia de Cristo, para toda la vida. La Iglesia, por su parte, se compromete solemnemente a cuidar de la familia que hace, como don de Dios para su misma vida, en las buenas y en las malas: la unión entre Iglesia y familia es sagrada e inviolable. La Iglesia, como madre, no abandona nunca a la familia, tampoco cuando está abatida, herida y mortificada de muchas formas. Ni siquiera cuando cae en el pecado, o se aleja de la Iglesia; siempre hará de todo para tratar de curarla y de sanarla, invitarla a la conversión y reconciliarla con el Señor.
Pues bien, si esta es la tarea, parece claro de cuánta oración necesita la Iglesia para ser capaz, en cada tiempo, para cumplir esta misión. Una oración llena de amor por la familia y por la vida. Una oración que sabe alegrarse con quien se alegra y sufrir con quien sufre.
Esto es lo que, junto con mis colaboradores, hemos pensado proponer hoy: renovar la oración por el Sínodo de los Obispos sobre la familia. Lanzamos de nuevo este compromiso hasta el próximo octubre, cuando tendrá lugar la Asamblea sinodal ordinaria dedicada a la familia. Quisiera que esta oración, como todo el camino sinodal, sea animada por la compasión del Buen Pastor por su rebaño, especialmente por las personas y las familias que por distintos motivos están “cansadas y agobiadas, como ovejas sin pastor”. Así, sostenida y animada por la gracia de Dios, la Iglesia podrá estar aún más comprometida, y aún más unida, con el testimonio de la verdad del amor de Dios y de su misericordia por las familias del mundo, ninguna excluida, tanto dentro como fuera del redil.
Os pido por favor que no falte vuestra oración. Todos - el Papa, los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos -  todos estamos llamados a rezar por el Sínodo. ¡Es necesario, no lo olvidéis!  Invito a rezar también a los que se sienten alejados, o que ya no están acostumbrados a hacerlo. Esta oración por el Sínodo de la familia es por el bien de todos. Sé que esta mañana os han dado una imagen y que la tenéis entre las manos. Tal vez esté un poco mojada… Os invito a conservarla y llevarla con vosotros, así en los próximos meses podéis recitarla a menudo, con santa insistencia, como nos ha pedido Jesús. Ahora la recitamos juntos:

Jesús, María y José,
en vosotros contemplamos
el esplendor del amor verdadero,
nos dirigimos con fe a vosotros,
Santa Familia de Nazaret
haced nuestras familias
lugares de comunión y cenáculos de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más en las familias haya
violencia, cerrazón y división:
quien haya sido herido o escandalizado
conozca pronto el consuelo y la sanación.
Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los Obispos
pueda volver a despertar en todos la conciencia
del carácter sagrado e inviolable de la familia
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, atended nuestra súplica. Amén.

3/25/15

"No seamos cristianos a medias"

El Papa en  Santa Marta


Si tenemos caprichos espirituales con Dios, y no somos capaces de aceptar el estilo divino, nos ponemos tristes, y acabamos murmurando. Es un error que hoy cometen tantos cristianos, como nos cuenta la Biblia que le pasó en su díaal pueblo judío, cuando fue salvado de la esclavitud de Egipto.

Acabamos de leer en el Libro de los Números (21,4-9) el episodio en que los judíos se rebelan, cansados de huir por el desierto, hartos del alimento “sin cuerpo” del maná, y empiezan a murmurar contra Moisés y contra Dios. Muchos acabarán mordidos por serpientes venenosas, y morirán. Solo la oración de Moisés, que intercede por ellos y levanta un estandarte con una serpiente símbolo de la Cruz en la que colgará Cristo (cfr. Jn 8,28)—, salvará del veneno a quien la mire. También entre los cristianos a veces nos encontramos un poco así, como envenenados ante el descontento de la vida. “Sí, es verdad, Dios es bueno, pero los cristianos… no tanto”. “Cristianos sí, pero…”. Son los que no acaban de abrir el corazón a la salvación de Dios, ¡siempre poniendo condiciones!: “sí, pero…; sí, sí, claro que quiero salvarme, pero… a mi modo...”. ¡Así se envenena el corazón!

Muchas veces, también nosotros decimos que estamos hartos del estilo divino; no aceptamos el don de Dios con su estilo: ¡y ese es el pecado, ese es el veneno! No nos gusta el estilo de Dios, y eso nos envenena el alma, nos quita la alegría y no nos deja avanzar. Sin embargo, Jesús repara ese pecado subiendo al Calvario. Él mismo toma el veneno el pecado y es levantado sobre la tierra. Pues bien, esa tibieza del alma, ese ser cristianos a medias “cristianos sí, pero…”, ese entusiasmo inicial para seguir al Señor, y que luego nos deja descontentos, solo se cura mirando la Cruz, mirando a Dios que asume nuestros pecados: ¡mis pecados están ahí!
¡Cuántos cristianos mueren hoy en el desierto de su tristeza, de su murmuración, por no querer el estilo de Dios! Miremos la serpiente, el veneno, allí, en el cuerpo de Cristo el veneno de todos los pecados del mundo, y pidamos la gracia de aceptar los momentos difíciles, de aceptar el estilo divino de la salvación, de aceptar también ese alimento tan flojo del que se quejaban los judíos, de aceptar las cosas de Dios, de aceptar los caminos por los que el Señor me saca adelante. Que esta Semana Santa que empieza el domingonos ayude a salir de esa tentación de volvernos “cristianos sí, pero…”.

Misericordia, Pecado y Verdad


El anuncio del Año Santo trae de nuevo a la memoria, no solo la afirmación de que “todos somos pecadores”, cosa cierta por otro lado, pero demasiado genérica y general; sino la de la realidad del pecado personal, del que cada uno somos culpables, por el que cada uno hemos de pedir perdón personalmente a Dios, en el Sacramento de la Reconciliación

El
Papa Francisco acaba de anunciar la celebración de un Año Santo, que comenzará el próximo 8 de diciembre. Un Año Santo de la Misericordia. Será el Año Santo número 28, desde queBonifacio VIII comenzó estas celebraciones el año santo de 1300.
Y, lógicamente, un Año Santo no puede evitar hablar de las tres grandes palabras del título de estas letras: Misericordia,PecadoVerdad, palabras que deben ir siempre unidas, si no se quiere que lleguen a carecer totalmente de algún sentido.
Este próximo Año Santo llega en medio de un gran vacío cultural y espiritual en todo el Occidente, un vacío en el que el hombre se encuentra desenraizado, desorientado y desesperado, porque ha quemado sus raíces que lo vinculaban a las generaciones pasadas; sin encontrar ningún sentido al presente, salvo el del placer inmediato, que termina enseguida y no da sentido vital a nada; porque el egoísmo ha sustituido a la caridad, y así está la corrupción instalada en una sociedad deslabazada; porque no ve tampoco ningún futuro a la aventura humana, ante la caída paulatina de las ilusiones, de las utopías políticas, y la pérdida del horizonte de la Vida eterna. Vacío que ha afectado a toda la sociedad, también a un buen número de creyentes dentro de la Iglesia.
¿Qué vacío?, nos podemos preguntar cuando las playas están llenas, los espectáculos se suceden sin interrupción; los cruceros surcan el Mediterráneo, etc. etc. El filósofo polaco Leszek Kolakowski, fallecido hace años, publicó en 1999 un libro que, traducido al castellano y publicado en 2007, se llamó: “Por qué tengo razón en todo”. Título curioso, sin duda, y que es una colección de artículos en los que el autor, militante del partido comunista durante más de 35 años, y expulsado del partido por sus exámenes críticos de la situación, se enfrenta con las razones más hondas y fundamentales del fracaso de los proyectos de la Ilustración, del comunismo, del socialismo, que él mismo reconoce.
“Aunque el proyecto de crear al ‘hombre nuevo del socialismo’ nunca culminó con pleno éxito, la devastación espiritual, cultural y social no dejó por ello de ser inmensa”.
“Ya no necesitamos la distinción ente el bien y el mal proveniente de la tradición religiosa; ocupa su lugar la distinción entre lo que es políticamente justo y lo que no lo es, lo propio y lo impropio (…) En breves palabras, la tarea de los gobernantes consiste en proclamar desde su infalibilidad lo que es justo y lo que no lo es; de esta manera se instituye el reino de la moral”.
Y este vacío es el que la Iglesia quiere empezar a llenar anunciando el Año Santo, primer paso para que el hombre sea consciente de su existencia.
¿Cómo? Recordando al hombre esas tres palabras: MisericordiaPecadoVerdad.
La Misericordia de Dios se manifiesta en la Cruz
“La Cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consustancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre. El encuentro del pecado y de la muerte” (Juan Pablo II,Dives in misericordia, n. 8).
El Año Santo anuncia la paz y reza por la paz. Una paz que no se puede alcanzar jamás entre los hombres, si los hombres no tienen paz con Dios; y los hombres no tenderemos nunca paz con Dios si no reconocemos nuestros pecados, si no nos arrepentimos y pedimos perdón a Dios, que nos perdonará siempre; si no acudimos a la Misericordia de Dios, que se alegra de perdonarnos.
La Cruz nos manifiesta la realidad del Pecado, y el Amor con que Cristo nos redime. ¿Se situará el hombre de nuevo ante la Cruz y ante el Pecado, consciente del Amor de Dios, o continuará obstinado en eliminar de la conciencia la verdad “del bien y del mal”, que Dios ha puesto en el centro de nuestro yo, para que caminemos en su luz?
“El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados en nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La sociología y la psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal”.
Ratzinger no ha podido expresar mejor −ya en 1991−, y en pocas palabras, la realidad, que sigue hoy tan vigente como entonces en el mundo occidental.
El anuncio del Año Santo trae de nuevo a la memoria, no solo la afirmación de que “todos somos pecadores”, cosa cierta por otro lado, pero demasiado genérica y general; sino la de la realidad del pecado personal, del que cada uno somos culpables, por el que cada uno hemos de pedir perdón personalmente a Dios, en el Sacramento de la Reconciliación.
Continúan, aquí y allá, las matanzas de cristianos; no se ve que se esté poniendo límite alguno a las matanzas de inocentes en los abortorios. En los temas de familia seguimos actuando legislativamente contra la naturaleza y contra su Creador; y todavía la sociedad tiene la hipocresía de lamentarse de ver la corrupción de menores, cuando en las escuelas se les invita a vivir el sexo desde los 12 años. Y para que el hombre de hoy no se acuerde de estas barbaridades, de este vacío de muerte y de pecado, la obsesión de eliminar la presencia de la Cruz en lugares públicos no es más que una huida hacia adelante que aumenta la realidad del vacío vital que vivimos.
El Año Santo es también, y en primer lugar, una invitación a descubrir de nuevo la Verdad que llena de amor y de perdón la Misericordia: Cristo, Hijo de Dios hecho hombre. La Verdad que da sentido al hombre, al mundo, a la historia.
“Esta es propiamente la novedad específica del cristianismo: el Logos, la Verdad en persona, es a la vez también la reconciliación, el perdón que transforma más allá de nuestras capacidades e incapacidades personales” (Ratzinger).
“Al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia” (Papa Francisco, 17-III-2013).