5/31/16

Quien no vive para servir, no sirve para vivir


El Papa en Santa Marta


Valentía femenina, capacidad de ir al encuentro de los demás, mano tendida en señal de ayuda, solicitud... Y sobre todo alegría, de esa que llena el corazón y da a la vida sentido y dirección nuevos.

Todo esto podemos descubrirlo en el Evangelio de hoy (Lc 1,39-56) que narra la visita de María a Santa Isabel. Texto que, junto a las palabras del Profeta Sofonías en la Primera lectura (3,14-18) y de San Pablo en la Segunda (Rm 12,9-16), dibujan una liturgia llena de alegría, que viene como soplo de aire fresco a llenar nuestra vida. ¡Qué cosa más fea esos cristianos con la cara torcida, esos cristianos tristes! Muy feo, porque no son plenamente cristianos. Creen que lo son, pero no lo son en plenitud. El mensaje cristiano es de alegría y, en esa atmósfera de alegría, la liturgia de hoy nos da como un regalo, del que yo quisiera subrayar sólo dos cosas: primero, una actitud; segundo, un hecho.

La actitud es el servicio. Un servicio, el de María, que se realiza sin dudar. María, dice el Evangelio, fue aprisa, y eso a pesar de estar encinta y correr el riesgo de caer en manos de bandidos a lo largo del camino. Esta chica de dieciséis o diecisiete años, no más, era valiente. Se levanta y va, sin excusas. ¡Valentía de mujer! Las mujeres valientes que hay en la Iglesia son como la Virgen. Son esas mujeres que sacan adelante su familia, esas mujeres que llevan adelante la educación de sus hijos, que afrontan tantas adversidades, tanto dolor, que cuidan a los enfermos… ¡Valientes!: se levantan y sirven, ¡sirven! El servicio es un signo cristiano. ¡Quien no vive para servir, no sirve para vivir! Servicio con alegría; esa es la actitud que yo quería subrayar. Hay alegría y también servicio. Siempre para servir.

El acto es el encuentro entre María y su prima. Estas dos mujeres se encuentran y lo hacen con alegría; ¡ese momento es toda una fiesta! Si aprendiéramos este servicio de ir al encuentro de los demás, ¡cómo cambiaría el mundo! El encuentro es otro signo cristiano. Una persona que dice ser cristiana y no es capaz de ir al encuentro de los demás no es totalmente cristiana. Tanto el servicio como el encuentro requieren salir de uno mismo: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona. Con ese servicio de María, con ese encuentro, se renueva la promesa del Señor, se realiza en el presente, en este presente. Y precisamente –como hemos escuchado en la primera lectura: El Señor tu Dios, en medio de ti–, el Señor está en el servicio, el Señor está en el encuentro.

No encerrarse en la jaula de la ley

El Papa ayer en Santa Marta


Hoy nos movemos entre dos actitudes: el encorsetamiento de la ley, que todo lo delimita, y el soplo liberador de la profecía, que nos lleva más allá de los límites. En la vida de fe, el exceso de confianza en la norma puede ahogar el valor de la memoria y el dinamismo del Espíritu. Jesús, en el Evangelio de hoy (Mc 12,1-12), se lo demuestra a escribas y fariseos  –que quieren hacerlo callar– con la parábola de los viñadores homicidas. Contra el dueño, que para ellos plantó, confiándosela, una viña bien organizada, los campesinos contratados deciden rebelarse, apaleando y matando uno a uno a los siervos que el dueño les envía a reclamar la cosecha que le corresponde. El culmen del drama es el asesinato del único hijo del dueño, acto que podría suponer –piensan equivocadamente los agricultores– quedarse ellos con toda la herencia.
Matar a los siervos y al hijo –imagen de los profetasy de Cristo– muestra la imagen de un pueblo encerrado en sí mismo, que no se abre a las promesas de Dios, que no espera en las promesas de Dios. Un pueblo sin memoria, sin profecía y sin esperanza. A los jefes del pueblo, en concreto, les interesa levantar una muralla de leyes, un sistema jurídico cerrado, y nada más.La memoria no les interesa. ¿La profecía? ¡Mejor que no vengan los profetas! ¿Y la esperanza? Bueno, ¡alguno la verá! Es el sistema por el que legislan: doctores de la ley, teólogos que siempre van por la casuística y no permiten la libertad del Espíritu Santo; no reconocen el don de Dios, el don del Espíritu, sino que lo encierran, porque no permiten la profecía ni la esperanza.Ese es el sistema religioso al que Jesús habla. Un sistema de corrupción, de mundanidad y de concupiscencia, como dice San Pedro en la Primera Lectura (1P 1,1-7).
En el fondo, Jesús mismo fue tentado de perder la memoria de su misión, de no dar sitio a la profecía y preferir la seguridad en lugar de la esperanza, que fue la esencia de las tres tentaciones padecidas en el desierto. Así pues,Jesús, que conoce en sí mismo la tentación, reprocha a esa gente: Vosotros recorréis medio mundo para hacer un prosélito y cuando lo halláis, lo hacéis esclavo (cfr. Mt 23,15). Ese pueblo tan organizado, esa Iglesia tan organizada… ¡hace esclavos! Y así se entiende la reacción de Pablo cuando habla de la esclavitud de la ley y de la libertad que te da la gracia (cfr. Gal 4,3ss.). Un pueblo es libre, una Iglesia es libre cuando tiene memoria, cuando deja sitio a los profetas, cuando no pierde la esperanza.
La viña bien organizada es la imagen del pueblo de Dios, la imagen de la Iglesia y también la imagen de nuestra alma, que el Padre cuida siempre con tanto amor y tanta ternura. Rebelarse a Él es, como para los viñadores homicidas, perder la memoria del don recibido de Dios, mientras que para recordar y no errar el camino es importante volver siempre a las raíces. ¿Yo tengo memoria de las maravillas que el Señor ha hecho en mi vida? ¿Tengo memoria de los dones del Señor? ¿Soy capaz de abrir el corazón a los profetas, es decir a quien me dice: esto no va, debes ir allá; adelante, arriésgate? Eso hacen los profetas. ¿Estoy abierto a eso o estoy temeroso y prefiero encerrarme en la jaula de la ley? En definitiva, ¿tengo esperanza en las promesas de Dios, como tuvo nuestro padre Abraham, que salió de su tierra sin saber a dónde iba, solo porque esperaba en Dios? Nos vendrá bien hacernos estas tres preguntas.

5/30/16

La Sagrada Escritura proclama la misericordia de Dios

La Sagrada Escritura destaca con fuerza que la presencia de Dios en medio de su pueblo está garantizada por el favor que misteriosamente Israel ha encontrado a los ojos de Dios, y no por la fidelidad de Israel, un pueblo obstinado y de dura cerviz (Ex 34, 9)

El cardenal Robert Sarah comienza una nueva serie de artículos para PALABRA, sobre la misericordia divina en la Sagrada Escritura, siguiendo el orden cronológico de la Biblia: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento.
La carta a los Hebreos afirma: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos” (Heb 1, 1-2).
Esta fundamental afirmación de la Sagrada Escritura puede ser aplicada a la revelación de Dios en general, pero nos concierne también de manera específica si queremos fijar nuestra mirada y nuestra atención en uno de los atributos de Dios: el de su misericordia. En otras palabras, no sería posible en absoluto concebir, y aún menos hablar de Dios como de un Padre, sin escuchar lo que nos ha dicho y mostrado su Hijo único Jesucristo. La persona del Padre, tal como se desprende del Evangelio de Jesús, es ante todo la de un Padre misericordioso; por emplear otros términos, podemos afirmar que la revelación del Padre, lleno de misericordia, es el contenido esencial del Evangelio, de la Buena Nueva proclamada por Cristo.

Misericordia y encarnación

Sin embargo, el Hijo no solamente ha transmitido esta revelación por medio de sus enseñanzas, aunque éstas sean radicalmente superiores a toda otra revelación de Dios. Es la persona misma de Jesús la que nos revela, de una manera perfecta y definitiva, la naturaleza de Dios Padre, pues: “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser” (Heb 1, 3). Podemos igualmente decir con san Pablo que en Cristo “habita la plenitud de la divinidad corporalmente, y por él […] habéis obtenido vuestra plenitud” (Col 2, 9-10). Si es justo afirmar que misericordia y compasión son las credenciales del Padre para el mundo, podemos igualmente afirmar que en un cierto sentido la encarnación del Hijo eterno es “la encarnación de la misericordia del Padre”. Es en el Cuerpo de Cristo, es decir, en su Carne, donde hemos conocido la misericordia infinita del Padre que, por amor a nosotros, los hombres, no ha dispensado a su Hijo único, sino que lo ha enviado y lo ha entregado por todos, para que tengamos la vida en abundancia, la vida eterna (cfr. Jn 3, 16).
A la luz de estas reflexiones, varios textos del cuarto Evangelio y las cartas de san Juan adquieren una nueva profundidad. Cuando Juan, con insistencia, se detiene a describir “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos” (1 Jn 1, 1), es posible parafrasearle y decir: “en Cristo hemos oído la misericordia de Dios, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos tocado con nuestras manos”.
Veamos ahora la misericordia de Dios, tal como la testimonia la Sagrada Escritura. Seguiremos el orden cronológico de la Biblia, subdividiendo la presentación de estas consideraciones en dos partes: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.

Las entrañas de misericordia de Dios

En el Antiguo Testamento se utilizan diversas palabras para expresar la misericordia de Dios. Encontramos principalmente una: raamîm. Concentra una gran riqueza de sentido, y su contenido nos ayudará a comprender la respuesta de Dios al pecado de su pueblo, así como la revelación progresiva de su misericordia. En razón de esta misericordia, Dios permanecerá siempre fiel a su alianza, como atestigua el libro del Deuteronomio: “El Señor, tu Dios, es un Dios compasivo (‘el raum); no te abandonará, ni te destruirá, ni olvidará la alianza que juró a tus padres” (Dt 4, 31).
Lejos de ser superficial o simplemente emotivo, este amor misericordioso brota de lo más íntimo de su ser. En hebreo, son principalmente dos los términos que expresan la misericordia divina: esed y raamîm. Mientras el primero expresa más la fidelidad paternal, el segundo designa más bien el aspecto maternal de la misericordia. El término hebreo raamîm, que significa literalmente “entrañas de misericordia”, indica el sentimiento interior. Como sabemos, viene del término reem, que designa el útero, el vientre materno; por tanto, está ligado al aspecto maternal del amor, a la idea de la transmisión de la vida y del cuidado del niño, que permite a la madre proveer a sus necesidades para que crezca, apuntando siempre a ideales elevados, y sin rebajar jamás las exigencias de la Palabra de Dios y de sus mandamientos. Raamîm designa también la riqueza de los sentimientos de una madre hacia el hijo de sus entrañas: afecto, ternura, amor, compasión, gratuidad. Por eso es elocuente la exclamación del profeta Isaías: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49, 15).
Antes de detenernos en el texto del libro del Éxodo en el que Dios se autoproclama “misericordioso”, evoquemos otros pasajes del Pentateuco donde aparece este atributo divino.

Siempre dispuesto a perdonar

En el episodio del Génesis donde Yahvé confía a su amigo Abraham su intención de destruir Sodoma y Gomorra, el autor yahvista de los capítulos 18-19 muestra, con ayuda de una descripción muy viva, que hay en Dios una benevolencia, una paciencia y una misericordia impensables, tanto que cada vez que Abraham vuelve a tomar la palabra, casi se avergüenza de insistir de nuevo; en cada ocasión se despierta en él el miedo a suscitar la cólera divina; pero, para su gran sorpresa, descubre que Yahvé está dispuesto todavía a perdonar aunque el número de justos hipotéticos continúa disminuyendo, hasta llegar solamente a diez: e incluso en este caso Dios está dispuesto a conceder su perdón. A la petición de Abraham que le pregunta: “¿No perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?” (Gen 18, 24), Dios responde: “Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos” (cfr. Gen 18, 26). Estas “negociaciones de misericordia” (como las llama la Biblia de Jerusalén en la nota al versículo Gen 18, 24) se detienen en el número de diez justos; pero, no obstante, sabemos por el profeta Jeremías que Dios hubiera estado dispuesto a perdonar a Jerusalén si no hubiera encontrado más que a un solo justo: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo lo perdonaré” (Jer 5, 1). Este texto puede ser interpretado como una alusión profética a Cristo, el único Justo, gracias al cual Dios nos ha perdonado.
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
.

5/29/16

Invita a los niños a rezar por la paz junto a sus coetáneos sirios

El Papa en el Ángelus


Al concluir la santa misa en la plaza de San Pedro, con motivo del Jubileo de los diáconos, el papa Francisco que vestía los paramentos del Tiempo ordinario, rezó el ángelus desde la explanada delante de la basílica, donde se celebró la eucaristía y dirigió unas palabras a los miles de fieles allí presentes.
«Al concluir esta celebración quiero dirigirles un especial saludo a ustedes, queridos diáconos, que han venido de Italia y de otros países. ¡Gracias por vuestra presencia aquí, pero sobre todo por vuestra presencia en la Iglesia!
Saludo a todos los peregrinos, en particular a la Asociación europea de los históricos Schützen; a los participantes del “Camino del Perdón” promovido por el Movimento Celestiniano; y a la Asociación Nacional para la tutela de las energías renovables, empeñados en una obra de educación para cuidar la creación.
Recuerdo también la Jornada Nacional del Alivio, finalizada a ayudar a las personas a vivir bien la fase final de la existencia terrena, como la peregrinación tradicional que se realiza hoy en Polonia, en el santuario mariano de Piekary: la Madre de la Misericordia apoye a las familias y a los jóvenes que están en camino hacia la Jornada Mundial de Cracovia.
El próximo miércoles 1° de junio, con motivo de la Jornada Internacional del Niño, las comunidades cristianas de Siria, sea católicas que ortodoxas, vivirán una oración especial por la paz, que tendrá como protagonistas justamente a los niños. Los niños sirios invitan a los niños de todo el mundo a unirse por sus oraciones por la paz.
Invocamos por estas intenciones la intercesión de la Virgen María, mientras le confiamos la vida y el ministerio de todos los diáconos del mundo».

‘No somos los dueños de nuestro tiempo’


Homilía del Papa en el Jubileo de los Diáconos



«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí.
En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios.
Servidor abierto a la sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera del horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece.
El servidor no se aferra a sus horarios, me hace mal al corazón cuando veo en las parroquias el horario de tal hora a tal hora, después no  están las puertas abiertas, no hay cura, no hay diácono, no hay laico que reciba a la gente, esto hace mal. Descuidar los horarios, tener este coraje de descuidar los horarios.  Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que es curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador.
Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre.
La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos, cuando el diácono es humilde y servidor y no juega a evitar a los curas, no, es manso.

Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, oír amor llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: recibirlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, en   casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y nunca retar, nunca. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo.
Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón curado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro.
Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos pueden pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida.
Y al servir en la celebración eucarística, allí se encontrará la presencia de Jesús, que se entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy”.

5/28/16

Liberales y libertinos

Los primeros liberales supieron −con una lucidez que han desechado los libertarios actuales− que una sociedad libre sólo es sostenible si la mayoría de sus ciudadanos son virtuosos
Twitter me ha sacado de mi aislamiento (@fjconpe) y me ha sumergido en la impetuosa corriente del “debate” en 140 caracteres. Se repite una pauta: condescendientes libertarios se burlan de mis opiniones, que defino como “liberal-conservadoras”, alegando que el liberalismo conservador es un oxímoron (curiosamente, el mismo ataque me llega desde posiciones conservadoras duras). “Te opones al aborto, al matrimonio gay, a los vientres de alquiler, a la pornografía… Te preocupa que cada vez menos gente se case y más gente se divorcie, que cada vez más niños se eduquen sin uno de sus padres biológicos. ¿Y tienes la desfachatez de llamarte “liberal”? Un liberal respeta la libertad de la gente para organizar su vida privada como quiera. Un liberal no impone sus valores a los demás”.
Me temo que la versión del liberalismo representada por esas andanadas ha llegado a convertirse en la generalmente aceptada, tanto por los defensores como por los enemigos del liberalismo: cada uno debe tener la máxima libertad, limitada sólo por la libertad de los demás, muy especialmente en el terreno amoroso-familiar.

El liberalismo clásico no concibió la
libertad como un fin en sí mismo, sino
como un instrumento para la
realización de los verdaderos fines del
hombre

Quien conozca la historia de las ideas sabe, sin embargo, que el liberalismo no fue históricamente eso. En realidad, el libertarianismo postmoderno-amoral de mis críticos de Twitter habría escandalizado a los liberales clásicos. Sintetizando en una cápsula lo que requeriría muchas páginas: el liberalismo clásico no concibió la libertad como un fin en sí mismo, sino como un instrumento para la realización de los verdaderos fines del hombre, identificados con la práctica de la virtud, el cultivo de la “areté” o excelencia, la “vida buena”, el cumplimiento de las mejores potencialidades contenidas en la naturaleza humana (y en eso el liberalismo clásico entroncaba con la tradición aristotélico-tomista, de la que es en realidad un desarrollo moderno).
Fredéric Bastiat es una figura central, indiscutible, de la tradición liberal. Pues bien, él escribió en Armonías económicas: “Cuando una opinión pública extraviada honra lo despreciable y desprecia lo honorable, castiga la virtud y recompensa el vicio, promueve lo perjudicial y desincentiva lo útil, aplaude la falsedad y esconde la verdad bajo la indiferencia o el insulto, la nación abandona la senda del progreso y sólo podrá ser restaurada por las terribles lecciones de la catástrofe”.

En una sociedad liberal la virtud
personal es más imprescindible que en
una autoritaria, para que los
ciudadanos hagan uso responsable de
su libertad

Así pues, los liberales clásicos creían en la virtud y le concedían una extraordinaria importancia. No sólo porque el sentido último de la libertad estriba en la elección voluntaria del bien (una libertad dedicada al vicio es una libertad fracasada). También porque los primeros liberales supieron −con una lucidez que han desechado los libertarios actuales− que una sociedad libre sólo es sostenible si la mayoría de sus ciudadanos son virtuosos. Los fundadores de EE.UU. −la primera democracia liberal− hablaban siempre de “libertad ordenada”: en una sociedad liberal la virtud personal es más imprescindible que en una autoritaria, para que los ciudadanos hagan uso responsable de su libertad. Por eso Montesquieu sostuvo que el principio motor de la república (la sociedad abierta) es la virtud, de la misma forma en que el temor lo es en el despotismo y el honor hereditario en la monarquía. Y por eso James Madison afirmó en el ensayo 55 del Federalista que “el gobierno republicano presupone la existencia de estas cualidades [virtuosas] en un grado más alto que cualquier otro sistema de gobierno”. La sociedad libre no es viable si los ciudadanos no cultivan virtudes como el respeto a la ley, el cumplimiento de la palabra dada, la laboriosidad, la moderación, el espíritu de autosuficiencia económica, la capacidad de aplazar la gratificación…
El libertario de guardia dirá que todas esas son “virtudes cívicas”, distintas de las virtudes privadas, e insistirá en que todo verdadero liberal debe respetar “el derecho de cada uno a conducir su vida privada-familiar como crea oportuno”. Pero los liberales clásicos no habrían admitido esa separación estricta entre la esfera privada y la pública. Ellos sabían que las virtudes cívicas se aprendían en la familia: daban por supuesto que la sociedad libre requiere familias sólidas, capaces de cumplir adecuadamente su función provisora y educativa. De ahí que Locke, padre del liberalismo, insistiera en la estabilidad familiar (“la unión del hombre y la mujer debe persistir […] mientras sea necesaria para proteger a los hijos”) y afirmara que “el apareamiento inseguro, fácilmente alterable” haría inviable a la sociedad (Ensayo sobre el gobierno civil, 79-80). Y de ahí que John Adams, segundo presidente de EE.UU., afirmara que “el fundamento de la moral nacional debe ser puesto en las familias”. El primero, George Washington, había ido más lejos al proclamar que el “gobierno nacional” existe, entre otras cosas, “para promover la práctica de la verdadera religión y de la virtud”. Washington, Adams, Madison… ese hatajo de trabucaires.
Con la perspectiva de dos siglos, hoy sabemos que aquellos primeros liberales acertaron en sus intuiciones. En efecto, la familia es un microcosmos educativo irremplazable, en el que se aprenden las virtudes y se forman los ciudadanos responsables. Por eso la descomposición familiar −divorcios, volatilidad de las relaciones, monoparentalidad, etc.− tiene efectos tan negativos en la maduración de los niños, como demuestran numerosos estudios. En las familias monoparentales, reconstituidas, etc., son notablemente más altas las tasas de trauma emocional infantil, fracaso escolar, abuso sexual, comportamiento disruptivo, drogadicción, alcoholismo, delincuencia juvenil…

El resultado de la descomposición
familiar y de la incorrecta maduración
de los niños es el crecimiento del
Estado

Y el resultado de la descomposición familiar y de la incorrecta maduración de los niños es… el crecimiento del Estado. El Estado acude a llenar (siempre imperfectamente) el vacío dejado por las familias fracturadas, asumiendo las funciones que éstas ya no pueden asumir. Lo que no haga la familia lo hará el Estado con sus subsidios y servicios sociales. A más inestabilidad familiar, más Estado. Un estudio norteamericano calculó que la ruptura familiar suponía en EE.UU. 112.000 millones de dólares anuales de gasto público adicional. ¿Y no era la expansión del Estado el summum malum para un liberal? La fragilidad creciente de las familias –celebrada por nuestros libertarios como una manifestación de la libertad personal- le hace el juego al Leviatán.
Me temo que Locke, Montesquieu, Adam Smith, Kant, Constant, Tocqueville, Bastiat, Lincoln, no habrían estado de acuerdo con el dogma “liberal” contemporáneo: “que cada uno haga con su vida privada lo que quiera, mientras no vulnere la libertad de los demás”. Pero es que eran todos unos reaccionarios, oiga.

5/27/16

Convivencias maritales, no matrimonios

Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel 

Obispo de San Cristobal de las Casas

VER
¡Cuánto nos han criticado a los obispos que hemos expresado nuestro rechazo a la propuesta de modificar la Constitución, para equiparar las uniones entre personas del mismo sexo con el matrimonio formado por una mujer y un hombre!
Es casi seguro que los diputados aprobarán la iniciativa que les mandó el ejecutivo federal, pues son pocos los valientes y coherentes que defiendan sus principios. Muchos se pliegan al poder reinante y sólo miran su futuro personal, más que al bien de la comunidad.
La mayoría del pueblo mexicano es creyente en la Palabra de Dios, la que no admite ese tipo de relaciones. Los diputados y senadores son delegados del pueblo. ¿Lo toman en cuenta para legislar, o sólo en las elecciones? Quizá no haga falta organizar foros, porque muchas veces están amañados y manipulados, sino valorar, en conciencia, qué es conforme con el sentir de la mayoría de los mexicanos. Sin despreciar los derechos de grupos minoritarios, ¡no ofendan a su pueblo, a su origen, a sus propios padres!
El Presidente de la República se ampara en las decisiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que ha declarado inconstitucional la negativa a casar por lo civil a personas del mismo sexo; pero no toma en cuenta que esta Corte no es de Justicia, sino sólo de legalidad, de constitucionalidad. Liberó a los asesinos de Acteal; ¿eso es justicia? ¡Eso es sólo legalidad, no justicia! Permite que una pareja homosexual adopte niños; ¿eso es justo? ¡Eso es sólo legalidad, no justicia! Los niños, para crecer integralmente sanos en esta sociedad, necesitan la figura masculina y femenina. Ese es un derecho de los niños, no una discriminación a los homosexuales. Eso no es homofobia; es respeto a la naturaleza humana. Eso no es cuestión de creencias; eso es antropología, psicología y sociología.
PENSAR
El Papa Francisco, en su reciente Exhortación La alegría del amor, dice: “Otro desafío surge de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender (género), que niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer. La identidad humana viene determinada por una opción individualista, que también cambia con el tiempo. Es inquietante que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a ciertas aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un pensamiento único que determine incluso la educación de los niños… De este modo, la vida humana, así como la paternidad y la maternidad, se han convertido en realidades componibles y descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o de las parejas. Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en el pecado de pretender sustituir al Creador. Somos creaturas, no somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada”.
ACTUAR
Se pueden encontrar otras formas legales para proteger los derechos de las minorías, sin vulnerar la naturaleza de la familia. Si dos personas del mismo sexo quieren cohabitar sexualmente, son libres de hacerlo, aunque moralmente no sea bien aceptado. Llámenles “bodas igualitarias”, “convivencias maritales”, “uniones en sociedad conyugal”, “sociedades en convivencia”, o de otra forma, pero no “matrimonios”, pues no lo son. Proteger derechos de los llamados gay a compartir sus bienes y asegurar herencias, se puede lograr con un simple convenio entre personas, de cualquier sexo.
Diputados: ¡Sean libres, y no se sientan maniatados por el poder federal! ¡Sean sabios, humanistas, democráticos, no legalistas! ¡No quieran alterar la naturaleza humana!

"Partir el pan’ es el símbolo de la identidad de Cristo y de los cristianos"

Homilía del Papa en la festividad de Corpus Christi

“‘Haced esto en memoria mía’ (1Co 11,24.25). El apóstol Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto, refiere por dos veces este mandato de Cristo en el relato de la institución de la Eucaristía. Es el testimonio más antiguo de las palabras de Cristo en la Última Cena.
«Haced esto». Es decir, tomad el pan, dad gracias y partidlo; tomad el cáliz, dad gracias y distribuidlo. Jesús manda repetir el gesto con el que instituyó el memorial de su Pascua, por el que nos dio su Cuerpo y su Sangre. Y este gesto ha llegado hasta nosotros: es el «hacer» la Eucaristía, que tiene siempre a Jesús como protagonista, pero que se realiza a través de nuestras pobres manos ungidas de Espíritu Santo.
«Haced esto». Ya en otras ocasiones, Jesús había pedido a sus discípulos que «hicieran» lo que él tenía claro en su espíritu, en obediencia a la voluntad del Padre. Lo acabamos de escuchar en el Evangelio. Ante una multitud cansada y hambrienta, Jesús dice a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). En realidad, Jesús es el que bendice y parte los panes, con el fin de satisfacer a todas esas personas, pero los cinco panes y los dos peces fueron aportados por los discípulos, y Jesús quería precisamente esto: que, en lugar de despedir a la multitud, ofrecieran lo poco que tenían.
Hay además otro gesto: los trozos de pan, partidos por las manos sagradas y venerables del Señor, pasan a las pobres manos de los discípulos para que los distribuyan a la gente. También esto es «hacer» con Jesús, es «dar de comer» con él. Es evidente que este milagro no va destinado sólo a saciar el hambre de un día, sino que es un signo de lo que Cristo está dispuesto a hacer para la salvación de toda la humanidad ofreciendo su carne y su sangre (cf. Jn 6,48-58). Y, sin embargo, hay que pasar siempre a través de esos dos pequeños gestos: ofrecer los pocos panes y peces que tenemos; recibir de manos de Jesús el pan partido y distribuirlo a todos.
Partir: esta es la otra palabra que explica el significado del «haced esto en memoria mía». Jesús se ha dejado «partir», se parte por nosotros. Y pide que nos demos, que nos dejemos partir por los demás. Precisamente este «partir el pan» se ha convertido en el icono, en el signo de identidad de Cristo y de los cristianos. Recordemos Emaús: lo reconocieron «al partir el pan» (Lc 24,35). Recordemos la primera comunidad de Jerusalén: «Perseveraban […] en la fracción del pan» (Hch 2,42). Se trata de la Eucaristía, que desde el comienzo ha sido el centro y la forma de la vida de la Iglesia.
Pero recordemos también a todos los santos y santas –famosos o anónimos–, que se han dejado «partir» a sí mismos, sus propias vidas, para «alimentar a los hermanos». Cuántas madres, cuántos papás, junto con el pan de cada día, cortado en la mesa de casa, se parten el pecho para criar a sus hijos, y criarlos bien. Cuántos cristianos, en cuanto ciudadanos responsables, se han desvivido para defender la dignidad de todos, especialmente de los más pobres, marginados y discriminados. ¿Dónde encuentran la fuerza para hacer todo esto? Precisamente en la Eucaristía: en el poder del amor del Señor resucitado, que también hoy parte el pan para nosotros y repite: «Haced esto en memoria mía».
Que el gesto de la procesión eucarística, que dentro de poco vamos a hacer, responda también a este mandato de Jesús. Un gesto para hacer memoria de él; un gesto para dar de comer a la muchedumbre actual; un gesto para «partir» nuestra fe y nuestra vida como signo del amor de Cristo por esta ciudad y por el mundo entero”.

5/26/16

Ética en la empresa

Para llevar a cabo un acompañamiento espiritual que sea serio, claro y provechoso
─ Un planteamiento serio de un acompañamiento espiritual en el trabajo de la empresa requiere conocer los problemas morales más frecuentes que se presentan en ellas
─ La Doctrina Social de la Iglesia afirma que es posible el perfeccionamiento personal y la santidad en el mundo de la empresa. Pero ciertos enfoques y conductas pueden también alejar de Dios. De ahí la conveniencia de un acompañamiento espiritual que ofrezca criterios claros de justicia y caridad, y sugiera modos de vivir la espiritualidad cristiana en ese ámbito.
El trabajo en la empresa ocupa un lugar muy importante en la vida de muchas personas, tanto en tiempo dedicado como en aspectos existenciales. Este trabajo puede llenar gran parte de la mente de quienes participan de sus actividades –a veces también fuera del horario laboral–; puede generar también estados de ánimo en uno u otro sentido; afecta a la familia, tanto en términos económicos como en aportación personal; es fuente continua de relaciones con otras personas –compañeros, clientes, jefes–; y, lo que es más importante, el trabajo en la empresa afecta a las relaciones con Dios.
En efecto, ciertos enfoques, actitudes y conductas en la empresa pueden alejar de Dios o, por el contrario, pueden llevar a santificar esas realidades, a dar testimonio cristiano y santificarse uno mismo. Se aplican aquí unas luminosas palabras del último Concilio:“Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación”. (Lumen Gentium, 41).
Todo ello lleva a afirmar que quienes, de diversos modos, trabajan en la empresa tienen necesidad de acompañamiento espiritual en aspectos relativos a esta faceta de su vida.
Un planteamiento serio de este acompañamiento espiritual en el trabajo de la empresa requiere conocer, aunque sea mínimamente, qué son y cómo funcionan las empresas, así como los problemas morales más frecuentes que se presentan en ellas.
De todo ello nos ocupamos a continuación, para concluir después con un conjunto de ideas que pueden ser útiles para un adecuado acompañamiento espiritual de personas en este ámbito empresarial.

La razón de ser de la empresa

La empresa tiene una razón de ser que le da legitimidad moral. Y esta razón de ser no es “ganar dinero”, sin más, como podría afirmarse desde una visión muy simplista de la empresa, y quizá un tanto cínica. La empresa debe ganar dinero por lo menos para sobrevivir, y también para crecer y seguir haciendo inversiones productivas y crear puestos de trabajo. Pero sólo “ganar dinero” –o dicho en términos más precisos “crear riqueza”– no es suficiente para dar legitimidad moral a la empresa. Eso también lo hacen y de modo muy eficaz las mafias de la droga.
La legitimidad de la empresa, como la de cualquier institución social, viene de su contribución al bien común. La Iglesia, como afirmaba san Juan Pablo II“reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común” (Centesimus Annus, 43). En esta línea, añadía que “la finalidad de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera” (cf.ibid., 35).
Por su parte, el Papa Francisco no ha dudado en hablar de la vocación del empresario, añadiendo que esta vocación “es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii gaudium, 203). Y en su última encíclica, el Papa actual, al tiempo que condenaba no pocos abusos empresariales, insistía en que la actividad empresarial “es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos” (Laudato si’, 129). La empresa dirigida con criterios éticos y cristianos contribuye ciertamente al bien común y, en definitiva, mejora el mundo de diversos modos: produce con eficacia bienes y servicios realmente útiles; proporciona puestos de trabajo dignos que permiten el desarrollo personal y el sostenimiento del trabajador y su familia; hace posible la actividad de otras empresas y profesionales; crea riqueza que en parte pasa a la sociedad como rentas, impuestos y quizá donaciones; innova y genera conocimientos que, de algún modo, contribuyen al bien de toda la sociedad; y da un cauce eficaz para hacer fructificar los ahorros.

La empresa actual

Quizá sea demasiado pretencioso hablar de la empresa actual en general, cuando en realidad cada empresa es un pequeño mundo. Pero sí cabe señalar algunas características y tendencias que pueden ayudar a entender un poco más cómo se articula la dirección de muchas empresas actuales.
La empresa se mueve entre cuatro polos: el mercado, el estado, las exigencias sociales y la cultura del entorno (a veces muy diversa, según sean los países y lugares en los que opera). El mercado canaliza la libre competencia llevada a cabo dentro de un marco jurídico. Las exigencias competitivas exigen un continuo esfuerzo por seguir vendiendo y mantener o aumentar los ingresos. El riesgo permanente que afrontan las empresas es no ver reducida su cuota de participación en el mercado o, incluso, ser eliminadas por falta de ventajas competitivas. Esto exige a las empresas buscar nuevas oportunidades, mantener y aun mejorar la relación calidad/precio, innovar, dar un servicio superior. Las leyes limitan también la acción empresarial, al tiempo que la sociedad presenta crecientes demandas (ética, responsabilidad empresarial, respeto al medio ambiente, contribuciones filantrópicas). La cultura es un cuarto polo que informa los anteriores, conformando ya sea demandas del mercado, regulaciones o expectativas sociales.
Todo lo anterior condiciona la actividad de la empresa, pero en el centro de tal actividad –y en permanente tensión con estos polos– están quienes gobiernan la empresa (consejo de administración), quienes la dirigen (directivos superiores e intermedios), los que aportan capital (accionistas) y quienes contribuyen con su trabajo.
La empresa actual suele encontrarse con fuertes presiones competitivas, situaciones difíciles derivadas de la crisis, necesidades de internacionalización con la consiguiente necesidad de viajes, a veces la exigencia de expatriar directivos y trabajadores de alta cualificación, relaciones sindicales no siempre razonables, leyes e impuestos exigentes. Todo ello, sin olvidar los requerimientos de accionistas e inversores que buscan obtener máximos beneficios o incrementar el valor de sus acciones. A todo ello hay que añadir la condición humana de quienes gobiernan o dirigen la empresa, de manera que en ellos pueden aparecer la codicia y el afán desmesurado de poder. Pero todos estos factores externos e internos, por lo general, no determinan completamente las decisiones y acciones de las personas involucradas en la empresa. Siempre existe cierta libertad en consejeros, directivos y empleados, que toman decisiones y actúan contando con su formación, experiencia y visión, así como con su conciencia moral, que no se pierde al entrar en la empresa.
Las empresas tienen modelos organizativos, procedimientos establecidos, sistemas gerenciales de evaluación, control y remuneración. Buscan una comunicación eficaz y lograr que todos en la empresa estén motivados para trabajar y alcanzar los objetivos propuestos. Además, en toda empresa hay cierto liderazgo con un estilo determinado que es clave para motivar y promover la cooperación. Todo ello puede ayudar al crecimiento de las personas o, por el contrario, influir en su deterioro moral. Esto último es particularmente relevante para el acompañamiento espiritual.
La Iglesia no tiene modelos de empresa ni entra, ni debe entrar, en aspectos técnicos o estratégicos de la dirección, pero a través de su doctrina social propone una visión de la empresa, al tiempo que ofrece principios, criterios y orientaciones morales basados en el Evangelio y la recta razón. Las diversas y ricas espiritualidades cristianas ofrecen, además, un bagaje interior que repercute en el modo de trabajar, dirigir y liderar empresas. Mons. Javier Echevarría habla de todo ello en un libro reciente publicado con un título significativo: Dirigir empresas con sentido cristiano (Eunsa, 2015). En él se habla de esta visión cristiana, así como de la justicia y de la caridad en el ámbito empresarial.

Exigencias morales

La doctrina social de la Iglesia, como señalaba Benedicto XVI, gira en torno a la caridad en la verdad, “un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral” (Caritas in veritate, 6).
Un primer criterio es actuar con justicia. Muchos de los problemas morales que surgen en la empresa tienen que ver con la justicia y, en relación con ella, con la veracidad. Veracidad en las relaciones empresariales, en primer lugar evitando el fraude (injustica con engaño) en todas sus formas.
El fraude puede aparecer en los productos producidos o distribuidos, ya sea utilizando la mentira, mediante formas engañosas en la información proporcionada al comprador o al consumidor, o bien ocultando información necesaria (falta de transparencia). En alguna ocasión hay fraudes flagrantes al falsificar documentos o utilizar facturas falsas, quizá para defraudar a Hacienda o a la Seguridad Social. Los fraudes pueden ocurrir también al no suministrar lo acordado, comprar o pedir un crédito falseando la solvencia para pagar o devolver el crédito. Otras veces hay promociones o publicidad engañosas que, sin decir mentiras evidentes, inducen a engaño a personas de buena fe. La manipulación contable sobrevalorando activos más allá de lo razonable y comúnmente aceptado o abusando de criterios de amortización y falsear pruebas para pasar revisiones, como el reciente caso de un fabricante de coches, son otros modos de actuación contrarios a la veracidad y la justicia.
Un aspecto crucial de la justicia es el cumplimiento de promesas y contratos. Y otro capítulo importante tiene que ver con la competencia desleal, que va desde el descrédito injustificado del competidor a prácticas bien conocidas que pervierten lo que la competencia tiene de aportación al bien común (proporcionar productos del modo más asequible posible). Incluyen abuso de posición dominante, acuerdos entre empresas de reparto de mercado, colusión de precios o cantidades ofrecidas entre competidores, rebajar momentáneamente los precios incluso por debajo del coste para hundir a un competidor pequeño y con el ánimo de subirlos después (dumping). Aunque todo esto se presta a una larga casuística en la que no podemos entrar aquí por falta de espacio.
Más importante aún, son las relaciones y el trato con las personas. Aunque es frecuente en el ámbito empresarial referirse a las personas como “recursos humanos”, las personas nunca son meros recursos. Es verdad que son recursos para el buen funcionamiento de la empresa y para obtener resultados, son mucho más. Son seres con dignidad y derechos innatos, cuya trato adecuado exige, como mínimo, un respeto incondicional a cada persona y un trato justo. Tratar a las personas con la indiferencia de un simple recurso o como un medio para satisfacer intereses no es éticamente aceptable y en modo alguno es cristiano.
Hay deberes elementales de justicia con los empleados derivados de leyes y contratos, pero la justicia va más allá. No todas las leyes son justas y lo acordado puede haberse obtenido de un modo abusivo. La justicia en la empresa exige, entre otras cosas, dar a cada uno lo suyo y eso afecta a acuerdos y a su cumplimiento, al modo de evaluar el desempeño en la empresa, en la distribución equitativa de beneficios y cargas, en no crear falsas expectativas ni manipular a las personas, en seguir un procedimiento justo para despidos o para reducción de personal. Todo ello sin olvidar la justicia exigida por el respeto a los derechos humanos que toda persona posee por ser persona.

Misericordia, servicio

Un segundo criterio derivado del “amor en la verdad” es la misericordia, manifestada en la empresas en el cuidado de las personas que cada uno tiene a su alrededor, en ser sensible a sus necesidades y tratar de ayudarles a resolver sus problemas y atender a sus legítimas demandas. El cuidado no es sólo una cuestión de empatía para sintonizar con los sentimientos de los otros, sino una cuestión de preocupación sincera y, en definitiva, de amor a los demás.
Un tercer criterio, muy importante, aunque aquí lo tratemos escuetamente, es ayudar a los demás a desarrollar sus capacidades, tanto profesionales como humanas. Esto exige espíritu de servicio. El trabajo es un gran lugar para el crecimiento personal, y encerrarse en uno mismo sin considerar cómo fomentar el desarrollo de los otros es una actitud egocéntrica que ni siquiera ayuda al propio desarrollo: el hombre “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, 24).
La justicia en su aspecto formal puede coincidir en gran medida con las exigencias legales. Pero la justicia no basta ni dentro ni fuera de la empresa si queremos vivir en cristiano. El cuidado y la preocupación por el desarrollo de los demás exige una mayor sensibilidad moral, que el acompañamiento espiritual puede fomentar.
Por último, pero también muy relevante, están las cuestiones ecológicas relacionadas con el cuidado de la “casa común”, en lo que tanto han insistido los últimos Papas y en particular el Papa Francisco (Laudato si’).

Otra ideas para el acompañamiento

Sin buscar remedios técnicos ni entrar en soluciones concretas, el acompañamiento espiritual debe considerar la realidad empresarial y dar criterios claros y precisos, sin quedarse en vaguedades. Debe ayudar también a vivir las virtudes en el contexto empresarial y sugerir modos de vivir la espiritualidad cristiana en el lugar de trabajo.
Para quienes son emprendedores o se proponen serlo convendrá recordar, con el Papa Francisco, que ésta es una noble tarea. Al emprender se ponen en ejercicio talentos peculiares y se contribuye a crear puestos de trabajo y a servir a la sociedad. La Iglesia siempre ha defendido la libre iniciativa y el principio de subsidiariedad, también en la actividad económica.
Convendrá recordar la recta jerarquía de valores“No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Pero sí podemos servirnos del dinero para servir a Dios. En una empresa rectamente orientada, conseguir beneficios es instrumental, no el fin supremo. Buscar beneficios o ganancias personales es legítimo, pero nunca lo es la codicia que antepone tener más a ser mejor. Es importante compaginar esta búsqueda con el desprendimiento personal de los bienes materiales y con la generosidad en el buen uso de las riquezas adquiridas. En este sentido conviene recordar un sabio consejo de la Iglesia: “Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta” (Lumen Gentium, 42).
Conviene insistir en la unidad de vida. El Concilio Vaticano II constataba que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Gaudium et spes, 43). Esta afirmación sigue teniendo una gran actualidad y se puede dar en no pocos personas en el ejercicio de su actividad empresarial. A veces el ambiente tampoco ayuda. El domingo uno puede escuchar en la homilía la necesidad de amar a los demás y al día siguiente, en la reunión de empresa, dar oídos al valor supremo de los resultados con un lenguaje y unos modos que lleven a pensar en las personas como meros recursos. Por suerte, no siempre es así, pero la presión para conseguir objetivos empresariales no puede hacer perder de vista el valor intrínseco de las personas.
El sentido de la justicia debe estar presente en toda la actuación. Más arriba hemos hablado de deberes concretos de justicia en la actividad empresarial, y también de la necesidad de actuar más allá de la justicia, con una caridad que incluye la misericordia ante las necesidades ajenas. La caridad, empezando con la justicia, incluye también el trato habitual con las personas: desterrar la maledicencia, tener buenas maneras y esmerarse en el trato, tener paciencia…
Todas las virtudes encuentran su lugar en el trabajo en la empresa. La actitud de servicio, la lealtad a la palabra dada, la gratitud por los servicios recibidos, la fortaleza y en particular el coraje para actuar correctamente, la constancia en las tareas emprendidas, son virtudes especialmente recomendadas en el ámbito empresarial.
En el trabajo en la empresa puede haber grandes altibajos en la situación anímica debidos a la gran influencia por la valoración de logros y reconocimiento de la valía personal o de los objetivos alcanzados. Uno puede pasar del sentimiento de una gran satisfacción a la frustración. El acompañamiento espiritual ayudará a mantener la visión sobrenatural y a trabajar cara a Dios, con fe y con esperanza, más allá de los reconocimientos humanos. También a la hora de reconocer la cruz en el cumplimiento de los deberes del trabajo, en el trato con personas molestas o inoportunas en el ámbito empresarial, o al afrontar pequeños o grandes sinsabores, faltas de reconocimiento o actitudes indiferentes. Siempre en unión con Cristo Redentor, participando de su Cruz.
Un último apunte. Es evidente que las empresas no se crean para evangelizar, y si alguien quisiera utilizar los medios de la empresa para hacer proselitismo podría ser seriamente reprimido o incluso expulsado. Pero nada impide evangelizar, hacer apostolado con ocasión del trabajo en la empresa. La ejemplaridad y también la palabra en conversaciones privadas es medio de evangelización. En este sentido se puede recordar que los fieles laicos, “incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo” (Lumen gentium 35).

5/25/16

“Es un deber de todos proteger a los niños, sobre todos a los que están expuestos a un elevado riesgo de explotación, trata y conductas desviadas”

El Papa en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cfr. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: “que es necesario orar siempre sin desanimarse” (v. 1). Por lo tanto, no se trata de orar algunas veces, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que es necesario “orar siempre sin desanimarse”. Y pone el ejemplo de la viuda y el juez.
El juez es un personaje poderoso, llamado a emitir sentencias basándose en la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los jueces sean personas con temor de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (Cfr. Ex 18,21). Nos hará bien escuchar esto también hoy, ¡eh! Al contrario, este juez «no temía a Dios ni le importaban los hombres» (v. 2). Era un juez perverso, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta la Ley pero hacía lo que quería, según sus intereses. A él se dirigió una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Sus derechos tutelados por la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo personas solas e indefensas, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola está sin defensa y podían ignorarla, incluso no hacerle justicia; así como con el huérfano,  el extranjero, el migrante. ¡Lo mismo! En aquel tiempo era muy fuerte esto. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente importunando presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta perseverancia alcanza su objetivo. El juez, de hecho, en un cierto momento la compensa, no porque esté movido por la misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; simplemente admite: «Pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme» (v. 5).
De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda ha logrado convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuanto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche»; y además no «les hará esperar por mucho tiempo», sino actuará «rápidamente» (vv. 7-8).
Por esto Jesús exhorta a orar “sin desfallecer”. Todos sentimos momentos de cansancio y de desánimo, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez deshonesto, Dios escucha rápidamente a sus hijos, aunque si esto no significa que lo haga en los tiempos y en los modos que nosotros quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varita mágica! Esta nos ayuda a conservar la fe en Dios y a confiar en Él incluso cuando no comprendemos su voluntad. En esto, Jesús mismo – ¡que oraba tanto! – nos da el ejemplo. La Carta a los Hebreos recuerda que, así dice, «Él dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión» (5,7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús ha muerto en la cruz. No obstante la Carta a los Hebreos no se equivoca: Dios de verdad ha salvado a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero ¡el camino recorrido para obtenerla ha pasado a través de la misma muerte! La referencia a la súplica que Dios ha escuchado se refiere a la oración de Jesús en el Getsemaní. Invadido por la angustia oprimente, Jesús pide al Padre que lo libere del cáliz amargo de la pasión, pero su oración está empapada de la confianza en el Padre y se encomienda sin reservas a su voluntad: “Pero – dice Jesús – no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que más importa es la relación con el Padre. Es esto lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porque quien ora aspira ante todo a la unión con Dios, Amor misericordioso.
La parábola termina con una pregunta: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (v. 8). Y con esta pregunta estamos todos advertidos: no debemos desistir de la oración aunque no sea correspondida. ¡Es la oración que conserva la fe, sin ella la fe vacila! Pidamos al Señor una fe que se haga oración incesante, perseverante, como la de la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su llegada. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso. ¡Gracias!