En las historias de tres padres hay más, mucha más humanidad (y más virilidad) que en todos los delirios martiriales y paradisiacos de los asesinos y sus simpatizantes
Las imágenes difundidas en los días siguientes a los atentados de Barcelona han ido sacando a la luz historias fragmentarias de personas corrientes, cuyo anonimato las convierte en más universales si cabe. Algunas de esas historias tuvieron su final aquella tarde aciaga, otras son de desconocidos que cuidaron los unos de los otros o que se deben la vida o la de sus familiares entre sí.
Es como si los antiguos torrentes de agua y lodo procedentes de tormentas y que dieron lugar y nombre a las ramblas, hubieran sido suplantados por una riada oscura de odio y metal que arrambló con todo lo sostenido apenas superficialmente, dejando violentamente expuestos los estratos del subsuelo de nuestras vidas.
De un lado el odio y el rencor sinuoso de una furia religiosa insuflada por un adulto probablemente acomplejado y herido, pero plenamente responsable y consciente: el mal con toda su libre y abominable gratuidad. Y en la flor de la vida unos muchachos convertidos al venenoso entusiasmo de la muerte, “martiricidas” sedientos de un paraíso cuya puerta confundieron con la del infierno. Todos ellos, una vez muertos los que no se dejaron apresar, están ya donde merecen: donde no pueden hacer más daño.
Del otro lado las víctimas que no pudieron salvarse y las que se salvaron, sus familias, sus allegados y los que les defendieron y cuidaron. Todos los demás deberíamos saber que participamos tanto de las fuentes oscuras de las que surgieron los deseos de matar, como de la inocencia de las víctimas y de la generosidad a veces valerosa de los que les socorrieron. No hay nada en unos u otros que no sea humano, aunque no todo haga honor al hombre.
Las cámaras del interior de un comercio dejaron ver a través de un balcón cómo los peatones corrían huyendo de la furgoneta blanca que cruzó tras ellos como una exhalación negra. Apenas unas décimas de segundo antes la filmación muestra la imagen de un joven que escapó por muy poco. Su imagen no pasa desapercibida porque empuja una silleta de niño. Su vida y la del pequeño estuvieron al filo de ese abismo que muestra la vulnerable fragilidad de la vida y, sobre todo, la de aquellos que cuidamos. En este caso fue un abismo abierto tras ellos por el intento de otro hombre de matarlos a granel, sin siquiera conocerlos ni saber de ellos salvo que todavía amaban la vida que él ya odiaba. Ese joven padre ya no podrá borrar de su interior la sombra de espanto con la que corrió para ponerse a salvo con el niño, y que aquellas imágenes ponen en el corazón de todo el que las ve.
Entre los que no pudieron esquivar al monstruo blanco y fanático, está un joven italiano que se puso en la trayectoria del asesino con el mismo empujón con el que sacó de ella a su hijo. Esta vez ambos no podían correr la misma suerte y el que podía decidir lo hizo para salvar al chiquitín. Seguramente lo hizo en un acto reflejo, casi instintivo, pero que, tal vez por ello, puso al descubierto una profundidad que cada cual desconoce de sí mismo, y que nadie nos debería obligar a conocer: que somos capaces de preferir la vida de los que amamos a la propia. Trágicamente, el joven padre acertó, pues con ese instintivo empujón puso a salvo −junto a su hijo− justo lo que el homicida quería matar porque ya lo había extirpado de sí mismo: todo lo valerosa y noblemente humano del hombre.
Sin embargo, ese niño no quedará del todo indemne, pues llevará siempre la invisible cicatriz del padre al que apenas conoció y al que otros hombres hicieron elegir entre su vida y la suya. Tendrá que decidir −como todos, pero quizás prematuramente− si rendirse al miedo y al rencor, narcotizarse con el olvido, o abrirse a la vida y al recuerdo agradecido de su padre para llevar una vida digna.
La tercera historia es la de un turista inglés que nada más participar de la estampida y el terror desconcertado de todos, vio inmóvil en el suelo el cuerpo solitario de un niño pequeño. Se acercó y comprobó que había muerto o estaba muriendo en ese mismo instante. Los policías le gritaban que se pusiera a salvo y abandonara el lugar todavía no asegurado. Pero no lo hizo. Permaneció sobre el cuerpo inerte del pequeñín tal y como lo captaron las imágenes difundidas por todo el mundo. Más tarde dijo que le recordaba a su propio hijo y que no podía dejarlo morir así, solo y abandonado sobre el suelo.
En las historias de esos tres padres hay más, mucha más humanidad (y más virilidad) que en todos los delirios martiriales y paradisiacos de los asesinos y sus simpatizantes, aunque los proclamen a millones y desde hace siglos.
Pero como la vida puede ser tan terrible que solo se la puede asimilar contándola en historias, este holocausto de sangre me ha recordado ese otro de ficción que cuenta McCarthy en su novela La carretera: en un mundo devastado por una hecatombe nuclear, y en el que los supervivientes envilecidos se dan caza entre sí, un hombre anónimo porque el autor no le da otro nombre que el de “hombre”, cuida de su hijo pequeño al que no se nombra de otro modo que como el “chico”.
Juntos huyen con un carro de supermercado que les sirve de balsa en un naufragio que es más moral que físico. En un determinado momento alguien les roba sus pocas viandas para sobrevivir pero el padre reduce al ladrón y se venga. Entonces el hijo le suplica que le devuelva algo de lo recuperado para que pueda comer y el padre le grita: “tú no eres el que tiene que preocuparse por todo”. Pero el niño le replica, “sí, sí que lo soy”. Y es que ser padre, o ser hijo, o ambas cosas, es decir, ser hombre es, en efecto, ser responsable de todos sin exclusión.
Ese es el subsuelo que solo las ramblas de la vida nos dejan ver cuando lo arroyan todo, en este caso con el torrente del mal hecho libre y ferozmente para desgracia de los demás.