5/31/18

Medjugorje


El Papa designa visitador apostólico


En la mañana del martes, 31 de mayo de 2018, la Santa Sede ha dado a conocer este nombramiento a través de un comunicado de prensa.
El recién designado Visitador Apostólico es Mons. Henryk Hoser, sacerdote de la Sociedad del Apostolado Católico y arzobispo-obispo emérito de Varsovia-Praga (Polonia).
Encargo pastoral
Se trata de un encargo “exclusivamente pastoral” –señala la Santa Sede– en continuidad con la misión del Enviado especial de la Santa Sede a la parroquia de Medjugorje, confiada a Mons. Hoser el 11 de febrero de 2017, y completada por él en los últimos meses.
La misión del Visitador Apostólico tiene la finalidad de “asegurar un acompañamiento estable y continuo de la comunidad parroquial” de Medjugorje y de los fieles que van allí en peregrinación, cuyas necesidades requieren una atención particular, se puede leer en el comunicado del Vaticano.
En 2010, el Papa Benedicto XVI creó una Comisión Internacional de Investigación dentro de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La responsabilidad de pronunciarse sobre estas presuntas apariciones que habrían comenzado en 1981, pasó de la jurisdicción del obispo local a la de la congregación romana.
En junio de 2015, el propio Papa Francisco anunció en una conferencia de prensa desde Sarajevo en la que expuso que los hallazgos de la investigación le habían sido presentados recientemente.
Con Anne Kurian

5/30/18

El sello del Espíritu



El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, siguiendo con el tema de la Confirmación, hoy deseo resaltar la «íntima conexión de este sacramento con toda la iniciación cristiana» (Sacrosanctum Concilium, 71).
Antes de recibir la unción espiritual que confirma y refuerza la gracia del Bautismo, los confirmandos son llamados a renovar las promesas hechas un día por sus padres y padrinos. Ahora son ellos los que profesan la fe de la Iglesia, dispuestos a responder «creo» a las preguntas del Obispo; dispuestos, en concreto, a creer «en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que hoy [les] será comunicado de un modo singular por el sacramento de la Confirmación, como fue dado a los Apóstoles el día de Pentecostés» (Rito de la Confirmación, n. 26).
Como la venida del Espíritu Santo requiere corazones recogidos en oración (cfr. Hch 1,14), después de la oración silenciosa de la comunidad, el Obispo, manteniendo las manos extendidas sobre los confirmandos, suplica a Dios que infunda en ellos su Santo Espíritu Paráclito. Uno solo es el Espíritu (cfr. 1Cor 12,4), pero viniendo a nosotros trae consigo riqueza de dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y santo temor de Dios (cfr. Rito de la Confirmación, nn. 28-29). Hemos oído el pasaje de la Biblia con esos dones que trae el Espíritu Santo. Según el profeta Isaías (11,2), esas son las siete virtudes del Espíritu infundidas en el Mesías para el cumplimento de su misión. También san Pablo describe el abundante fruto del Espíritu que es «amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia» (Gal 5,22-23). El único Espíritu distribuye los múltiples dones que enriquecen la única Iglesia: es el Autor de la diversidad, y al mismo tiempo el Creador de la unidad. Así el Espíritu da todas esas riquezas que son diversas, y del mismo modo hace la armonía, es decir, la unidad de todas las riquezas espirituales que tenemos los cristianos.
Por tradición recibida de los Apóstoles, el Espíritu que completa la gracia del Bautismo es comunicado mediante la imposición de las manos (cfr. Hch 8,15-17; 19,5-6; Hb 6,2). A ese gesto bíblico, para expresar mejor la efusión del Espíritu que invade a cuantos la reciben, se añadió en seguida una unción con óleo perfumado, llamado crisma[1], que sigue en uso hasta hoy, tanto en Oriente como en Occidente (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1289).
El aceite −el crisma− es sustancia terapéutica y cosmética, que entrando en los tejidos del cuerpo cura las heridas y perfuma los miembros; por estas cualidades fue tomado en la simbología bíblica y litúrgica para expresar la acción del Espíritu Santo que consagra e inunda al bautizado, embelleciéndolo con carismas. El Sacramento se confiere mediante la unción del crisma en la frente, realizada por el Obispo con la imposición de la mano y mediante las palabras: «Recibe por esta señal el Don del Espíritu Santo»2[2]. El Espíritu Santo es el don invisible otorgado y el crisma es el sello visible. Recibiendo en la frente la señal de la cruz con el óleo perfumado, el confirmado recibe una impronta espiritual indeleble, el “carácter”, que lo configura más perfectamente a Cristo y le da la gracia de extender entre los hombres el “buen olor de Cristo” (cfr. 2Cor 2,15).
Volvamos a escuchar la invitación de San Ambrosio a los recién confirmados. Dice: «Recuerda que has recibido el sello espiritual […] y conserva lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado, te ha confirmado Cristo Señor y ha puesto en tu corazón como prenda el Espíritu» (De mysteriis 7,42: CSEL 73,106; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1303). El Espíritu es un don inmerecido, que debemos acoger con gratitud, dejando sitio a su inagotable creatividad. Es un don para proteger con primor y secundar con docilidad, dejándonos plasmar, como la cera, por su ardiente caridad, «para reflejar a Jesucristo en el mundo de hoy» (Gaudete et exsultate, 23).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos venidos de Francia y de otros países francófonos. Saludo en particular a los estudiantes de Estrasburgo y a los jóvenes de Niza, Aviñón y Seix. Queridos hermanos y hermanas, os invito a acoger en vosotros con agradecimiento los dones del Espíritu Santo, «para reflejar a Jesucristo en el mundo de hoy». Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la Audiencia de hoy, especialmente a los provenientes de Inglaterra, Escocia, Corea, Indonesia, Singapur, Australia y Estados Unidos de América. Agradezco a los atletas coreanos su exhibición: ha sido una demostración de voluntad de paz: ¡una representación de las dos Coreas juntas! ¡Ha sido un mensaje de paz para toda la humanidad! Gracias. Dirijo un saludo particular, asegurando mi recuerdo en la oración, a las Hermanas Felicianas que celebran su Capítulo General. Sobre todos vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo. Dios os bendiga.
Me alegra recibir a los peregrinos de lengua alemana. El Espíritu Santo es el gran don que el Señor nos da. Es importante que todos los fieles reciban el sacramento de la confirmación, para vivir plenamente la gracia del bautismo y para ser auténticos testigos de Cristo en el mundo. Que el Espíritu Santo nos colme con la abundancia de sus dones.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Los animo a acoger y custodiar con gratitud y docilidad este hermoso regalo que nos da Dios, que es su Espíritu, de modo que el fuego de su amor plasme en nosotros la imagen de Jesús para poder ser discípulos misioneros en el mundo de hoy. Que el Señor los bendiga. Muchas gracias.
Con gran afecto saludo a los peregrinos de lengua portuguesa, en particular a los grupos brasileños venidos de Criciúma, Imbuí y Trindade y también al «Colégio Horizonte» de Vila Nova de Gaia. A todos deseo una conciencia cada vez mayor y una escucha fiel del Espíritu Santo, el dulce Huésped de vuestras almas, para que os haga fuertes en la fe y valientes en el testimonio cristiano. Sobre vosotros y vuestras familias descienda la Bendición del Señor.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los provenientes del Medio Oriente. Queridos hermanos y hermanas, en la Confirmación Dios Padre nos ha marcado, Cristo nos ha confirmados y ha puesto en nuestros corazones, como prenda, el Espíritu. Protejamos ese don con primor y dejémonos plasmar, como la cera, por su ardiente caridad, para reflejar a Jesucristo en el mundo de hoy. El Señor os bendiga.
Doy mi cordial bienvenida a los peregrinos polacos. Que vuestra estancia en Roma os confirme en la fe, en la esperanza y en la caridad. Dirijo un saludo particular a todos los que este sábado participarán en el Encuentro de los Jóvenes en Lednica, para reflexionar sobre las palabras del Señor Jesús: “Yo estoy con vosotros todos los días”. Me alegro por la iniciativa. Queridos jóvenes, estad seguros, Él os ve como un tesoro precioso para el mundo. Al mismo tiempo, también vosotros fijad la mirada en el rostro del Hijo de Dios, donde quiera que os encontréis y en cualquier cosa que os toque hacer. Solo entonces podréis ver cómo sois de verdad. Dadle vuestra mente, vuestras manos, vuestro cuerpo, para que, gracias a vosotros, pueda llegar a cualquiera que pase necesidad. Celebrando en Lednica el Centenario de la recuperación de la independencia de vuestra Patria, como solía hacer San Juan Pablo II, besad también en mi nombre la tierra polaca. Os encomiendo a la protección de María Reina de Polonia, y de corazón os bendigo.
Dirijo una cordial bienvenida a los fieles de lengua italiana. Me alegra recibir a los Participantes en el Capítulo General de las Hermanas de San Felice da Cantalice; a los Sacerdotes y Seminaristas de los Colegios y Convictorios Romanos, a los Diáconos del Pontificio Colegio Urbano en Roma; a las Religiosas del Colegio Misionero Mater Ecclesiaeen Castel Gandolfo y al Grupo del Ordo Viduarum. Saludo a las Parroquias de Oppido Lucano y de Furci; a la Asociación Roller House de Osimo, acompañada por el Obispo, Monseñor Claudio Giuliodori; a la Escuela Mariscales y Brigadieres de los Carabineros de Velletri; a la Asociación “El espíritu del planeta” y a la Fundación Instituto Castelli de Brescia.
Un pensamiento especial para los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. Mañana concluíamos el mes mariano. La Madre de Dios sea vuestro refugio en los momentos alegres, y también en los más difíciles, y sea la guía de vuestras familias, para que sean un hogar doméstico de oración, de mutua comprensión y de don.


[1] He aquí un pasaje de la oración de bendición del crisma: «te pedimos, Señor, que te dignes que santificar con tu bendición este óleo, y que, con la cooperación de Cristo, tu Hijo, de cuyo nombre le viene a este óleo el nombre de crisma, le infundas en él la fuerza del Espíritu Santo con la que ungiste a los sacerdotes, reyes, profetas y mártires […] haz que los consagrados por esta unción, libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de tu divina presencia exhalen el perfume de una vida santa» (Bendición de los óleos, n. 22).
[2] La fórmula “recibir el Espíritu Santo” - “el don del Espíritu Santo” se encuentra en Jn 20,22, Hch 2,38 y 10,45-47.

5/29/18

Llamada a la santidad

El Papa en Santa Marta


En la Primera Lectura (1Pe 1,10-16) San Pedro nos invita a caminar hacia la santidad: “El que os llamó es santo; como él, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque dice la Escritura: «Seréis santos, porque yo soy santo»”. Es la llamada a la santidad, que es la llamada normal, la llamada a vivir como cristiano. Es decir, que vivir como cristiano es lo mismo que decir “vivir como santo”. Muchas veces pensamos en la santidad como algo extraordinario, como tener visiones y oraciones elevadísimas, y otros piensan que ser santo significa tener cara de estampita. ¡No! Ser santos es otra cosa. Es caminar en santidad. ¿Y qué es caminar en santidad? Pedro lo dice: “estad interiormente preparados para la acción, controlándoos bien, a la expectativa del don que os va a traer la revelación de Jesucristo”. Caminar en santidad consiste en caminar hacia la gracia que viene a nuestro encuentro, a la expectativa del don, en tensión hacia el encuentro con Jesucristo. Es como cuando se camina hacia la luz: a veces no se ve bien el camino porque la luz nos deslumbra. Pero no nos equivocamos porque vemos la luz y sabemos el camino. En cambio, cuando se camina con la luz a la espalda, se ve bien la senda: pero, en realidad, ante nosotros hay sombra, no luz.
Para caminar hacia la santidad, además, es necesario ser libres y sentirse libres. Porque hay tantas cosas que esclavizan. Pedro dice: “no os amoldéis más a los deseos que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia”. También Pablo en la Primera Carta a los Romanos dice: “no os conforméis”, que significa no caer en los esquemas. Esa es la traducción correcta de este consejo –no entrar en los esquemas del mundo, no caer en el modo de pensar mundano, en el modo de pensar y de juzgar que te ofrece el mundo, porque eso te quita la libertad. Y para ir a la santidad, hay que ser libres: con la libertad de ir mirando la luz, de ir avanzando. Y cuando volvemos, como dice aquí, al modo de vivir que teníamos antes del encuentro con Jesucristo, o cuando volvemos a los esquemas del mundo, perdemos la libertad. En el Libro del Éxodo se ve que muchas veces el pueblo de Dios no quiso mirar adelante, a la salvación, sino volver atrás. Se quejaban y recordaban la buena vida que llevaban en Egipto, donde comían cebollas y carne. En los momentos de dificultad, el pueblo vuelve atrás, pierde la libertad: es verdad que comían cosas buenas, ¡pero en la mesa de la esclavitud! En los momentos de la prueba, siempre tenemos la tentación de mirar atrás, de mirar los esquemas del mundo, a los esquemas que teníamos antes de empezar el camino de la salvación: sin libertad. Y sin libertad no se puede ser santos. La libertad es la condición para poder caminar mirando la luz. No caer en los esquemas de la mundanidad: caminar adelante, mirando la luz que es la promesa, con esperanza; esa es la promesa, como el pueblo de Dios en el desierto: cuando miraban adelante iban bien; cuando les venía la nostalgia, porque no podían comer las cosas buenas que les daban allí, se equivocaban y olvidaban que allí no tenían libertad.
El Señor llama a la santidad de todos los días. Y hay dos parámetros para saber si estamos en camino hacia la santidad: primero si miramos la luz del Señor con la esperanza de encontrarlo y, luego si, cuando vienen las pruebas, miramos adelante y no perdemos la libertad refugiándonos en los esquemas mundanos, que te prometen todo y no te dan nada.
“Seréis santos, porque yo soy santo”: es el mandato del Señor. Por eso, pidamos la gracia de entender bien qué es el camino de la santidad: camino de libertad, pero en tensión de esperanza hacia el encuentro con Jesús. Y también a entender bien qué es caer en los esquemas mundanos que todos teníamos antes del encuentro con Jesús.

La verdadera alegría del cristiano

El Papa ayer en Santa Marta


Las lecturas de hoy nos hablan de la verdadera alegría del cristiano. Lo acabamos de ver en la primera carta de San Pedro apóstol (1,3-9), donde dice que “os alegráis con un gozo inefable”; y en el Evangelio de Marcos (10,17-27), donde se narra la historia del joven rico, que no fue capaz de renunciar a sus propios intereses, “y se marchó pesaroso”. Otros evangelios dicen que “se fue triste”.
Un verdadero cristiano no puede estar pesaroso ni triste. Ser hombre y mujer de alegría significa ser hombre y mujer de paz, significa ser hombre y mujer de consuelo. La alegría cristiana es como el aliento del cristiano. Un cristiano que no esté alegre en su corazón no es un buen cristiano. Es como la respiración, como el modo de expresarse del cristiano: la alegría. Pero no es algo que se compre o que yo consiga con mi esfuerzo personal, no: es fruto del Espíritu Santo. El que hace la alegría en el corazón es el Espíritu Santo.
La roca sólida sobre la que se apoya la alegría cristiana es la memoria: porque no podemos olvidar lo que ha hecho el Señor por nosotros, regenerándonos a nueva vida, como dice San Pedro: “nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo”: la esperanza de lo que nos espera, que es el encuentro definitivo con el Hijo de Dios.
Memoria y esperanza son los dos componentes que permiten a los cristianos vivir en la alegría, pero no con una alegría vacía, de jolgorio, sino una alegría donde el primer grado es la paz. La alegría no es vivir de risa en risa. No, no es eso. La alegría no es ser divertido. Tampoco es eso. Es otra cosa. La alegría cristiana es la paz, la paz que están en las raíces, la paz del corazón, la paz que solo Dios nos puede dar. Eso es la alegría cristiana. Y no es fácil de conservar esa alegría.
El mundo contemporáneo desgraciadamente se contenta con una cultura no alegre, una cultura donde se inventan muchas cosas para divertirnos, tantos pedacitos de “buena vida”, pero que no satisfacen plenamente. Porque la alegría no es algo que se compre en el mercado, es un don del Espíritu, y vibra también en el momento de la turbación, en el momento de la prueba. Hay una inquietud buena y otra que no es tan buena, esa que busca seguridad por todas partes, la que busca el placer como sea. El joven del Evangelio tenía miedo de que si dejaba las riquezas no sería feliz. La alegría, el consuelo: nuestro aliento de cristianos.

5/28/18

Libre mercado

La idea de que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad
El libre mercado es una institución muy importante por su capacidad de obtener resultados eficientes en la producción de bienes y servicios. Históricamente, el mercado ha dado prueba de saber iniciar y sostener, a largo plazo, el desarrollo económico (cf. Pontificio Consejo Justicia y PazCompendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 347).
Se puede afirmar que en muchas circunstancias «el libre mercado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 34).
Tanto es así que, en frase de un conocido empresario, hablar de la economía de mercado es una redundancia, porque la economía es el mercado. La doctrina social de la Iglesia aprecia las seguras ventajas que ofrece el libre mercado, tanto para utilizar mejor los recursos, como para agilizar el intercambio de productos. Como expresión de la libertad, estos mecanismos, «sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 40).
Es preciso reconocer que «Un mercado verdaderamente competitivo es un instrumento eficaz para conseguir importantes objetivos de justicia: moderar los excesos de ganancia de las empresas; responder a las exigencias de los consumidores; realizar una mejor utilización y ahorro de los recursos; premiar los esfuerzos empresariales y la habilidad de innovación; hacer circular la información, de modo que realmente se puedan comparar y adquirir los productos en un contexto de sana competencia» (Pontificio Consejo Justicia y PazCompendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 347).
Sin embargo el libre mercado no puede juzgarse prescindiendo del bien singular de las personas y del bien común de la sociedad. «La utilidad individual del agente económico, aunque legítima, no debe jamás convertirse en el único objetivo. Al lado de ésta, existe otra, igualmente fundamental y superior, la utilidad social, que debe procurarse no en contraste, sino en coherencia con la lógica de mercado. Cuando realiza las importantes funciones antes recordadas, el libre mercado se orienta al bien común y al desarrollo integral del hombre, mientras que la inversión de la relación entre medios y fines puede hacerlo degenerar en una institución inhumana y alienante, con repercusiones incontrolables» (Pontificio Consejo Justicia y PazCompendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 348).
La doctrina social de la Iglesia, reconociendo al mercado la función de instrumento insustituible de regulación del sistema económico, pone en evidencia la necesidad de su ordenación moral y jurídica. La idea de que se pueda confiar sólo al mercado el suministro de todas las categorías de bienes no puede compartirse, porque se basa en una visión reductiva de la persona y de la sociedad (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 34). Existe el riesgo de una «idolatría» del mercado, que haría de él un bien absoluto. No tiene capacidad de satisfacer importantes exigencias humanas, que requieren bienes que, «por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 40). Hay bienes humanos de gran relevancia, que ni se compran ni se venden.
«El mercado asume una función social relevante en las sociedades contemporáneas, por lo cual es importante identificar sus mejores potencialidades y crear condiciones que permitan su concreto desarrollo. Los agentes deben ser efectivamente libres para comparar, evaluar y elegir entre las diversas opciones» (Pontificio Consejo Justicia y PazCompendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 350).
La libertad económica, debe estar regulada por un apropiado marco jurídico, capaz de ponerla al servicio de la libertad humana integral: «La libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. Cuando aquélla se vuelve autónoma, es decir, cuando el hombre es considerado más como un productor o un consumidor de bienes que como un sujeto que produce y consume para vivir, entonces pierde su necesaria relación con la persona humana y termina por alienarla y oprimirla» (San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 39).
Hay que entender esta regulación jurídica no como una amenaza sino como una defensa del libre mercado, que ponga coto a los monopolios y oligopolios, y al abusivo afán de lucro.

El bien del otro

Querer el bien del otro consiste en ayudarle a que se desarrolle como persona, en presentarle los bienes culturales, profesionales, personales o espirituales que le están esperando para hacer de él o ella mejor persona y en invitarle a luchar por ellos
Como prueba de lo poco que hemos cambiado los seres humanos en los últimos siglos, una de las definiciones de amor que ha tenido más aceptación en la historia del pensamiento tiene una antigüedad de más de 2.300 años: “amar es querer el bien del otro en cuanto otro”. Y se la debemos, cómo no, a Aristóteles.
Querer el bien del otro es, en efecto, lo propio del amor, pero no basta. Es una premisa necesaria pero no suficiente. Con un ejemplo se ve enseguida. Había previsto un plan especial con mi mujer esta noche y me llama a media tarde diciéndome que su madre no se encuentra bien, que tiene que ir a cuidarla y que, si no la ve bien, tendrá que quedarse a dormir con ella, que me llama en un rato y me dice. Tras la llamada, yo deseo intensamente la inmediata curación de mi suegra, incluso rezo por ella. Quiero su bien, diría Aristóteles, pero por no en cuanto ella (por razón de ella) sino en cuanto yo (por razón de mí). Es decir, su bien es un medio para conseguir el mío. Probablemente, Kant añadiría aquí que, al no tratar a mi suegra como un fin en sí misma, sino como un medio, la estoy degradando como persona, lo que también me hace a mí indigno de esta condición. ¡Qué barbaridad! ¿Todo esto solo por querer estar con mi mujer?
Es normal que nuestras intenciones no sean siempre puras, sino que estén transidas de emociones e intereses propios, pues, como dijo Enrique Rojas, nadie que no sea una almeja piensa en el vacío emocional. No hay que preocuparse. Son reacciones humanas. Pero también es humano, incluso más, enmendarlas y, aunque la primera reacción pueda tener un tinte egocéntrico, se puede enderezar rectificando la intención. No pasa nada, es un buen ejercicio que nos irá perfeccionando como personas. Con la suegra a lo mejor no es tan fácil, pero no hay que desesperar, todo es posible… En mi caso, por ejemplo, sí era fácil. Y lo sigue siendo, porque, desde que está en el Cielo, solo hago que pedirle ayuda.
Pero la definición de Aristóteles da mucho más juego. ¿Qué es querer el bien de otro? Hay muchos amores que se quedan en la persona del otro, lo cual está muy bien, pero hay que trascenderla. No solo hay que amar a la persona sino también los bienes (se entiende que me refiero preferentemente a bienes espirituales) que está llamada a poseer. Su bien y sus bienes.
Los amores que se detienen en la persona y se encierran en ella corren el riesgo de transformarse en amores posesivos y de acabar viendo al otro como una pertenencia. Esta actitud está detrás de muchos actos de violencia matrimonial o de pareja. Y nuestros jóvenes están especialmente expuestos porque la sociedad les presenta con demasiada frecuencia una parodia de amor que consiste en la posesión inmediata del cuerpo como un objeto de placer, sin contemplar a la persona en toda su profundidad.
Querer el bien del otro consiste, por el contrario, en ayudarle a que se desarrolle como persona, en presentarle los bienes culturales, profesionales, personales o espirituales que le están esperando para hacer de él o ella mejor persona y en invitarle a luchar por ellos. Es animarle y empujarle, si hace falta, a alcanzar las grandes cotas que Dios tiene pensadas para ella. Es allanarle en lo posible el camino de su desarrollo personal sin renunciar a mostrarle sus carencias y puntos de mejora. Es confiar en él o ella en todo lo que haga. Y es pensar siempre en su bien antes que en el nuestro, sabiendo que su crecimiento personal será nuestra mayor conquista, pues, si nuestra naturaleza y nuestro destino es el amor, cuanto más amemos más nos amaremos.

5/27/18

Un “océano de amor”

El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy, domingo después de Pentecostés, celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Una fiesta para contemplar y alabar el misterio del Dios de Jesucristo, que es uno en la comunión de tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para celebrar con asombro siempre nuevo al Dios-Amor, que nos ofrece su vida gratuitamente y nos pide que la divulguemos en el mundo.
Las lecturas bíblicas de hoy nos hacen comprender que Dios no quiere revelarnos que Él existe, sino que Él es el “Dios con nosotros”, cercano a nosotros, que nos ama, que camina con nosotros, está interesado en nuestra historia personal y se ocupa de todos, empezando por los más pequeños y los más necesitados. Él “es Dios allá arriba en los cielos” pero también “aquí abajo en la tierra” (Dt 4:39).
Por lo tanto, no creemos en una entidad distante, ¡no! En una entidad indiferente, ¡no! sino, al contrario, en el Amor que creó el universo y engendró un pueblo, se hizo carne, murió y resucitó por nosotros, y en tanto que  Espíritu Santo, transforma todo y conduce todo a su plenitud.
San Pablo (Rm 8: 14-17), quien personalmente experimentó esta transformación hecha por el Dio de Amor, nos comunica su deseo de ser llamado Padre, o más bien “Papá” – Dios es “nuestro Papá” -, con la confianza total de un niño que se abandona en los brazos de quien le dio la vida. Al actuar en nosotros, el Espíritu Santo – nuevamente recuerda al Apóstol – se asegura de que Jesucristo no se reduzca a un personaje del pasado, no, sino que lo sentimos cercano, nuestro contemporáneo, y que hacemos la experiencia de la alegría de ser hijos amados por Dios. Finalmente, en el Evangelio, el Señor resucitado promete permanecer con nosotros para siempre. Y es precisamente por su presencia y la fuerza de su Espíritu que podemos cumplir serenamente la misión que nos confía. ¿Cuál es esta misión? Anunciar su Evangelio y testimoniar a todos ellos y así dilatar la comunión con Él y la alegría que de Él se deriva. Al caminar con nosotros, Dios nos llena de alegría y la alegría es un poco el primer idioma del cristiano.
Por lo tanto, la fiesta de la Santísima Trinidad nos hace contemplar el misterio un de Dios que constantemente crea, redime y santifica, siempre con amor y por amor, y que da a cada criatura que lo acoge reflejar un rayo de su belleza, de su bondad y de su verdad. Siempre ha elegido caminar con la humanidad y formar un pueblo que sea una bendición para todas las naciones y para todas las personas, sin excluir a nadie. El cristiano no es una persona aislada, pertenece a un pueblo: este pueblo que Dios forma. No puede haber cristianos sin esta pertenencia ni esta comunión. Somos su pueblo, el pueblo de Dios.
Que la Virgen María nos ayude cumplir con alegría la misión de testimoniar al mundo, sediento de amor, que  el sentido de la vida es precisamente el amor infinito y concreto del Padre, el Hijo y del Espíritu Santo

5/26/18

¿Está suplantando la 'alegría de consumo' a la genuina alegría de vivir?

La genuina alegría de vivir es una satisfacción de tipo espiritual; es consecuencia de cierta plenitud de vida
Lo que nos produce alegría es la unión con el bien: “la alegría es el sabor del bien, porque alegrarse no es otra cosa que saborear espiritualmente la contemplación de un bien poseído o esperado” (V. García Hoz).
La alegría está relacionada con la felicidad; es un trampolín que nos acerca a ella. Está ligada, asimismo, al espíritu de servicio. R. Tagore lo expresa así: “Dormía y soñaba que la vida no era sino alegría. Me desperté y vi que la vida no era sino servicio. Serví y vi que el servicio era la alegría”.
En contraste con esa alegría de vivir natural, duradera, interiorizada y servicial, está extendiéndose mucho una “alegría” circunstancial, pasajera, narcisista, que se engendra en el exterior de la persona con la ayuda de todo tipo de estímulos artificiales, como el alcohol y la droga. No se pretende “ser alegre”, sino “ponerse alegre”. El resultado es siempre lo que se quería evitar: la tristeza.
Se cuenta que un hombre sumido en una profunda melancolía fue a visitar a un médico en busca de remedio. El médico comienza a sugerirle una lista de recursos para causarle alegría: viajes, aventuras, buena mesa, vinos,... El paciente le contesta que todo eso lo había tenido y no sirvió para salir de su tristeza.
Como remedio infalible, el doctor le aconsejó que fuera a visitar a un amigo muy optimista y animado, David Garrick. Era un gran actor del Siglo XVIII que había triunfado divirtiendo a la sociedad inglesa. El paciente le contestó al médico: ¡yo soy Garrick!
La conocida frase “necesito una copa” ya no es exclusiva de los adultos; actualmente la utilizan muchos adolescentes y jóvenes para ser más ocurrentes y atrevidos. Dicen que “se colocan” con unas copas para “romper el hielo” en las fiestas y estar alegres.
La verdad es otra: el alcohol es un depresivo; tras la breve euforia inicial llega la resaca seguida de un bajón de ánimo. Los jóvenes más sensatos piensan de otro modo: “No me parece bien tener que drogarse para divertirse”.
J.B. Torelló afirma que “la alegría como anestésico se ha trocado en mercancía; nuestra cultura industrial produce calculadamente un cierto tipo de alegría, que se consume igualmente según un plan perfectamente elaborado (…). El individuo, en esta civilización de consumo, se ve obligado a saltar de un placer a otro y a soportar prolongadas pausas de tensión y de descontento”.
El suicidio del famoso cómico Robin Williams hace pocos meses es otro ejemplo sobre el desenlace de la alegría artificial. Williams tuvo todo lo que el mundo podía ofrecerle para llenar su vida: dinero, poder, diversiones caras, fama. Sin embargo, lejos de satisfacerlo, le dejaba un vacío que lo llevó a dos fracasos matrimoniales, drogas, depresión, bancarrota y finalmente a la desesperación. Se ganó la vida haciendo reír a la gente. Exteriormente podía reír y bromear... pero sólo para intentar escapar −sin éxito− de su tristeza interior.
El consumo sin límite que se nos presenta actualmente como una fuente de alegría sólo es un espejismo. Muchas personas no son alegres porque fueron víctimas de esa quimera. Para evitar el engaño es fundamental forjar al homo gaudens desde la infancia, de forma que viva asentado en la alegría. El recurso más eficaz no es la instrucción, sino crear en la familia y en la escuela un ambiente de alegría con el testimonio de unos padres y profesores que transmiten la alegría de entregarse a los demás.
Los educadores que se esfuerzan por sonreír habitualmente, incluso cuando tienen un mal día, ayudan a los hijos o alumnos a estar contentos. Les enseñan a ver el lado positivo de cada suceso y a no perder la paz.
La alegría es una virtud, que, como todas, no se improvisa; es el resultado de un proceso de actos reiterados. Pero antes que el hábito está la actitud de la alegría, que implica tener ojos para el bien.
Gerardo Castillo Ceballos, Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra.

5/25/18

Belleza del matrimonio

El Papa en Santa Marta


La belleza del matrimonio es el tema de la homilía de hoy, ante varios matrimonios que celebraban el 50º y el 25º aniversario de bodas.
El Evangelio de San Marcos (10,1-12) cuenta la intención de los fariseos de poner a prueba a Jesús haciéndole una pregunta que cae en la casuística, esas preguntas de la fe que se pueden resumir en “se puede o no se puede”, donde la fe queda reducida a un sí o un no. Pero no el gran ‘sí’ o el gran ‘no’ de la primera lectura: “vuestro sí sea un sí y vuestro no un no” (Sant, 5,12), que es de Dios. No: ¿se puede o no se puede? Y la vida cristiana, según esta gente, está siempre en el ‘se puede’ y ‘no se puede’.
La pregunta se refiere al matrimonio, y quieren saber si es lícito o no a un marido repudiar a su mujer. Pero, Jesús va más allá, se remonta y llega hasta la Creación y habla del matrimonio, que quizá sea la cosa más hermosa que el Señor creó en aquellos siete días. “Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Es fuerte lo que dice el Señor, que habla de “una carne” que no se puede dividir. Jesús deja el problema de la separación y va a la belleza de la pareja, que debe ser una sola carne. No debemos quedarnos, como esos doctores, en un ‘se puede’, o ‘no se puede’ dividir un matrimonio. A veces hay una desgracia, y no funciona, y es mejor separarse para evitar una guerra mundial, pero eso es una desgracia. Vayamos a lo positivo.
Recuerdo a una pareja que celebraba los 60 años de matrimonio y les pregunté: “¿Sois felices?”, y los dos se miraron y sus ojos se llenaron de lágrimas por la emoción y respondieron: “¡Estamos enamorados!”. Es verdad que hay dificultades, problemas con los hijos o en la misma pareja, discusiones, peleas…, pero lo importante es que la carne permanezca unida, y se superan, se superan. No solo es un sacramento para ellos, sino también para la Iglesia, un sacramento que llama la atención: “¡Mirad que el amor es posible!”. El amor es capaz de hacer vivir enamorados toda una vida: en la alegría y en el dolor, con el problema de los hijos y con sus problemas…, pero siempre adelante. En la salud y en la enfermedad, siempre adelante. Esa es su belleza.
El hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios y el mismo matrimonio se vuelve así su imagen, y por eso es tan hermoso. El matrimonio es una predicación silenciosa para todos los demás, una predicación de todos los días. Es doloroso cuando eso no es noticia: los periódicos, los telediarios no toman eso como noticia. No, esa pareja, tantos años juntos… no es noticia. Sí es noticia el escándalo, el divorcio, los que se separan –a veces se deben separar, como he dicho, para evitar un mal mayor–. ¡Pero la imagen de Dios no es noticia! Y esa es la belleza del matrimonio. Son a imagen y semejanza de Dios. Y esa es nuestra noticia, la noticia cristiana. No es fácil la vida matrimonial y familiar, como dice Santiago apóstol, que habla de la paciencia. Quizá sea la virtud más importante en la pareja, tanto para el hombre como para la mujer. Pidamos pues al Señor que dé a la Iglesia y a la sociedad una conciencia más honda, más hermosa del matrimonio para que todos logremos comprender y contemplar que en el matrimonio está la imagen y semejanza de Dios.

Esclavos de las riquezas

El Papa ayer en Santa Marta



Dedicamos la Misa de hoy al noble pueblo chino que celebra a la Virgen de Sheshan, María Auxiliadora.
La epístola de Santiago (5,1-6), dice: “el jornal defraudado a los obreros (…) está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor”. Y yo repito lo que dice el apóstol a los ricos, no con medias palabras, sino diciendo las cosas con fuerza: “Vuestra riqueza está corrompida”. Y Jesús no dijo menos: “¡Ay de vosotros los ricos!”, en la primera invectiva después de las Bienaventuranzas en la versión de Lucas (6,24). “¡Ay de vosotros los ricos!”. Si uno hiciese hoy una homilía así, en los periódicos del día siguiente dirían: “¡Ese cura es comunista!”. ¡La pobreza está en el centro del Evangelio! La predicación sobre la pobreza está en el centro de la predicación de Jesús: “Bienaventurados los pobres” es la primera Bienaventuranza (Mt 5,3). Y el carnet de identidad con el que se presenta Jesús al volver a su pueblo, Nazaret, en la sinagoga, es: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres” (Lc 4,18). Pero siempre, en la historia, hemos tenido la debilidad de intentar eliminar esa predicación sobre la pobreza, creyendo que es algo social, político. ¡No! Es Evangelio puro, es Evangelio puro.
¿Por qué una predicación tan dura? Porque las riquezas son una idolatría, son capaces de seducción. Jesús mismo dice que “nadie puede servir a dos señores” (Mt 6,24): ¡o sirves a Dios o sirves a las riquezas! Da categoría de ‘señor’ a las riquezas, es decir, la riqueza te agarra y no te suelta, yendo contra el primer mandamiento: amar a Dios con todo el corazón. Además, las riquezas van también contra el segundo mandamiento, porque destruyen el trato armonioso entre los hombres, arruinan la vida, arruinan el alma. Acordaos de la parábola del rico Epulón –que solo pensaba en la buena vida, fiestas y vestidos lujosos– y del pobre Lázaro, que no tenía nada. Las riquezas nos quitan la armonía con los hermanos, el amor al prójimo, y nos vuelven egoístas. Santiago reclama el salario de los trabajadores que han cosechado en las tierras de los ricos y que no han sido pagados: alguno podrá confundir al apóstol Santiago con un sindicalista. Sin embargo, es el apóstol que habla bajo la inspiración del Espíritu Santo. Parece algo de hoy. También aquí, en Italia, para salvar los grandes capitales, se deja a la gente sin trabajo. Eso va contra el segundo mandamiento, y quien hace eso: “¡Ay de vosotros!”. No lo digo yo, sino Jesús. Ay de vosotros que abusáis de la gente, que explotáis el trabajo, que pagáis en negro, que no pagáis la aportación a las pensiones, que no dais vacaciones. ¡Ay de vosotros! Hacer ‘descuentos’, hacer trampas sobre lo que se debe pagar, sobre el salario, es pecado, es pecado. “No, padre, yo voy a Misa todos los domingos y voy a aquella asociación católica y soy muy católico y hago la novena de…”. ¿Pero no pagas? Esa injusticia es pecado mortal. No estás en gracia de Dios. No lo digo yo, lo dice Jesús, lo dice el apóstol Santiago. Por eso, las riquezas te alejan del segundo mandamiento, del amor al prójimo.
Las riquezas tienen la capacidad de hacerte esclavo. Por eso, animo a hacer un poco más de oración y un poco más de penitencia, no a los pobres sino a los ricos. No eres libre ante las riquezas. Para serlo, debes tomar distancia y rezar al Señor. Si el Señor te ha dado riquezas es para darlas a los demás, para hacer en su nombre tantas cosas buenas por los demás. Pero las riquezas tienen esa capacidad de seducirnos, y si caemos en esa seducción, somos esclavos de las riquezas.

5/24/18

El milagro

Estamos en una vorágine de cosas que pasan, de señores que hablan… y, de repente, recibes un mail que te recuerda lo que es importante y fundamental, y que está al alcance de cualquiera, aunque sea un milagro
Me escribe Juan, un amigo al que quiero mucho. Nos vemos poco, pero ahí está siempre y cuando me llama o me escribe, es un soplo de aire fresco.
Es más joven que yo, lo que no tiene ningún mérito, porque más joven que yo, cualquiera. Pero ya tiene una cierta edad, setenta y tantos o así.
Trabajaba en una empresa en la que intervine. Nos hicimos amigos. Y hasta ahora.
Veo por su carta que se ha desfogado. Como si llevase algo dentro y, de repente, lo hubiera sacado.
La ocasión ha surgido porque se está muriendo un amigo suyo, un poco mayor que él. No le conozco, pero, por la descripción, es un número uno.
Mi amigo dice:
Su vida ha sido aparentemente sin relieve. De profesión carpintero, sin muchas luces, sin más formación que la nacida de la reflexión personal (y por ello ha sido sabio, bueno y fiel) Pero ha sido una vida plena, en el cariño y fidelidad a su mujer, a sus hijos, a su trabajo, a sus amigos, a Dios. Como consecuencia, ha dejado un rastro de felicidad, de fidelidad, de trabajo bien hecho. Ha tenido sinsabores importantes, como el fracaso económico de su empresa, ha pasado necesidades económicas para dar estudios y formación a sus cuatro hijos. Pero siempre ha sabido sonreír, repartir el bien y la felicidad a manos llenas. Pegó su locura a su mujer, a sus hijos (que son unos puntales), y a tantos amigos, por lo menos a los que se dejaron…
Y luego, se pone a hablar de sí mismo:
No me importa decirlo: he sido un segundón, no he sido el más listo ni el más inteligente, pero he intentado ser de los más trabajadores y cuando echo la vista hacia mi vida, veo proyectos inacabados, pero también algunos cuajados, con errores, pero cuajados. Alguien me dijo “soñad y os quedaréis cortos” y se ha cumplido. La vida me ha zarandeado; algunas veces hasta me parece que me la han vivido, pero, entre tú y yo, y no se lo digas a nadie, creo que he dejado huella, quizás, seguro, menor de la que debía, pero ahí queda. El mérito ha sido de otros, empezando por mi mujer. Los errores son míos. Pero fíjate, que el que se siente orgulloso soy yo…
Me dice que está escribiendo su vida, una vida absolutamente normal, en la que ha habido luces y sombras, alegrías y tristezas, aciertos y desaciertos. Él le llama “la aventura de mi vida”.
Pero luego pasa a hablar del “milagro” de su vida.
Y me anima a escribir sobre la mía. Noto que me está diciendo que toda vida es una aventura, un milagro y que habría que escribir todas las vidas que él llama “muy normales”, de personas muy normales, “con las que nos ha tocado en suerte convivir”.
Lo que hacemos a diario, cosas pequeñas y normales. Las personas con las que nos encontramos, personas “pequeñas” (poco importantes) y que luchan por ser normales.
Y en ese entorno, entiendo que mi amigo me está “exigiendo” que sea normal, y, además, que lo cuente. Voy a intentar lo primero y dejaré lo segundo para cuando sea mayor.
He dicho al principio que cuando me escribe Juan, me parece que alguien ha abierto la ventana y ha entrado una bocanada de aire fresco. Ha vuelto a ocurrir. ¡Qué necesario es que haya muchos Juanes que te confiesen que su vida ha sido una aventura milagrosa!
Estamos −por lo menos, yo− en una vorágine de cosas que pasan, de señores que hablan, de sucesos con mucha frecuencia desagradables y… de repente, sin que venga a cuento, enciendes el ordenador como todos los días y aparece un mail que no es el de todos los días.
Y ese mail te recuerda lo que es importante y fundamental. Y más aún, resulta que eso, lo importante y lo fundamental, está al alcance de cualquiera.
Aunque sea un milagro.

5/23/18

“Ser dóciles al Espíritu Santo”

El Papa en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de la catequesis sobre el Bautismo, estos días que siguen a la solemnidad de Pentecostés nos invitan a reflexionar sobre el testimonio que el Espíritu suscita en los bautizados, poniendo sus vidas en movimiento, abriéndolas al bien de los demás. Jesús confió a sus discípulos una gran misión: “Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Estas son imágenes que nos hacen pensar en nuestro comportamiento, porque tanto la falta de sal como su exceso vuelven poco apetecible la comida, así como la ausencia y el exceso de luz nos impiden ver. El que puede hacernos realmente sal que da sabor y conserva de la corrupción y luz que ilumina el mundo es solo el Espíritu de Cristo. Y este es el don que recibimos en el Sacramento de la Confirmación o Crismación, sobre el que deseo detenerme y reflexionar con vosotros. Se llama “Confirmación” porque confirma el Bautismo y refuerza su gracia (véase Catecismo de la Iglesia Católica, 1289); así como “Crismación“, porque recibimos el Espíritu a través de la unción con el “crisma” –aceite mezclado con fragancias consagrado por el obispo – un término que se refiere a “Cristo”, el ungido del Espíritu Santo.
Renacer a la vida divina en el Bautismo es el primer paso. Por lo tanto es necesario que nos comportemos como hijos de Dios, es decir, que nos conformemos al Cristo que obra en la santa Iglesia, dejándonos involucrar en su misión en el mundo. Esto es lo que otorga la unción del Espíritu Santo: “ Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro” (véase Secuencia de Pentecostés). Sin la fuerza del Espíritu Santo no podemos hacer nada: el Espíritu es el que nos da fuerzas para ir adelante. Como toda la vida de Jesús estuvo animada por el Espíritu, así también la vida de la Iglesia y de cada uno de sus miembros está bajo la guía del mismo Espíritu.
Concebido por la Virgen por obra el Espíritu Santo, Jesús emprende su misión después de que, salido del agua del Jordán, es consagrado por el Espíritu que desciende y permanece sobre Él (cf Mc 1,10; Jn1:32). Él lo declara explícitamente en la sinagoga de Nazaret. ¡Es hermoso como se presenta Jesús, cual es el carnet de identidad de Jesús en la sinagoga de Nazaret! Escuchemos como hace: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva”(Lc4, 18). Jesús se presenta en la sinagoga de su pueblo como el Ungido, El que ha sido ungido por el Espíritu.
Jesús está lleno del Espíritu Santo y es la fuente del Espíritu prometido por el Padre (Jn 15, 26; Lc 24, 39; Hch 1, 8, 2.33). En realidad, en la noche de Pascua el Resucitado sopló sobre los discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22); y en el día de Pentecostés, la fuerza del Espíritu desciende sobre los Apóstoles de forma extraordinaria (véase Hechos 2: 1-4), como sabemos.
El “Respiro” de Cristo resucitado llena los pulmones de la Iglesia de vida y, en efecto, las bocas de los discípulos, “llenos del Espíritu Santo”, se abren para proclamar a todos las grandes obras de Dios (véase Hechos 2: 1-11).
Pentecostés – que celebramos el domingo pasado- es para la Iglesia  lo que para Cristo fue  la unción del Espíritu recibida en el Jordán; es decir, Pentecostés es  el impulso misionero a consumir la vida por la santificación de los hombres, para gloria de Dios. Si en todo sacramento obra el Espíritu, de manera especial es en la Confirmación en el cual “los fieles reciben como don el Espíritu Santo ” (Pablo VI, Const. ap., Divinae consortium naturae). Y en el momento de efectuar la unción, el obispo dice estas palabras: “Recibe al Espíritu Santo que te ha sido dado en don”: es el gran don de Dios, el Espíritu Santo. Y todos nosotros llevamos al Espíritu dentro. El Espíritu está en nuestro corazón, en nuestra alma. Y el Espíritu nos guía en la vida para que nos convirtamos en sal justa y luz justa para los hombres.
Si en el bautismo es el Espíritu Santo quien nos sumerge en Cristo, en la Confirmación es Cristo quien nos llena de su Espíritu, consagrándonos como testigos suyos, partícipes del mismo principio de vida y de misión, según el diseño del Padre celestial. El testimonio que dan los confirmados manifiesta la recepción del Espíritu Santo y la docilidad a su inspiración creativa. Yo me pregunto: ¿Cómo vemos que hemos recibido el Don del Espíritu? Si realizamos las obras del Espíritu, si pronunciamos palabras enseñadas por el Espíritu (véase 1 Cor2:13). El testimonio cristiano consiste en hacer solo y todo lo que el Espíritu de Cristo nos pide, otorgándonos la fuerza  para hacerlo.

5/22/18

“Dios dio unos pasos para hacerse un Dios cercano”

ANTONIO RIVERO, L.C.

Solemnidad de la Santísima Trinidad Ciclo B
Textos: Deut 4, 32-34.39-40; Rm 8, 14-17; Mt 28, 16-20

Idea principal: Dios es un Dios cercano. A esta verdad los Padres de la Iglesia llamaban la condescendencia divina, un “bajarse Dios”, acomodarse a las capacidades del hombre. Y todo por amor.
Síntesis del mensaje: En este ciclo B se nos presenta a un Dios cercano a nuestra vida: que por amor gratuito ha hecho de Israel su pueblo elegido, que por amor paterno le ha dirigido su Palabra, que con amor firme lo ha liberado “con mano fuerte y brazo poderoso” de la esclavitud (1ª lectura), y que a los que estamos bautizados en su Nombre nos ha concedido ser hijos adoptivos suyos (2ª lectura) y nos ha lanzado por el mundo para enseñar esta verdad enseñada por Cristo (evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ese bajarse Dios a nosotros fue progresivo. Dice san Gregorio Nacianceno: “En el Antiguo Testamento se reveló claramente el Padre y comenzó a revelarse, en forma todavía velada y oscura, el Hijo. En el Nuevo Testamento, se reveló claramente el Hijo y comenzó a hacerse luz el Espíritu Santo. Ahora (en la Iglesia), el Espíritu habita entre nosotros y se revela abiertamente. De ese modo, por sucesivas conquistas y ascensiones, pasando de claridad en claridad, era necesario que la luz de la Trinidad brillase frente a ojos ya iniciados en la luz”(Oratio, 31, 26). San Agustín vio con más claridad este misterio: ese Dios que se acerca y condesciende con el hombre es Amor, es una Trinidad de Amor en la cual el Padre es el amante, el Hijo, el amado, y el Espíritu Santo, el amor (cf. De Trinitate, VIII, 10, 14; IX, 2, 2). La primera lectura nos da los gestos de amor de ese Dios: nos habla a través de los patriarcas, profetas; nos salva de la esclavitud. Él será la alegría para nosotros, con tal que guardemos su Palabra y sus mandamientos.
En segundo lugar, en la segunda lectura de hoy se nos da un paso más de este Dios cercano: es Padre amoroso y nosotros somos hijos en el Hijo. La analogía nos permite distinguir claramente entre nuestra filiación y la del Señor Jesús: Él es Hijo por naturaleza, nosotros lo somos por incorporación. La misma analogía, aunque imperfecta, no es una filiación ficticia, sino que es una “una participación real en la vida del Hijo único” (Catecismo de la Iglesia Católica, 460), “por lo que podemos “invocar a Dios Padre con el mismo nombre familiar que usaba Jesús: Abba” (San Juan Pablo II, Catequesis del 16 de diciembre, 1998). ¿Por qué es una filiación auténtica? Porque se ha realizado en nosotros un profundo cambio en nuestra naturaleza, una transformación ontológica que nos configura con el Señor Jesús y nos incorpora a su Cuerpo místico, que es la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1121; 1272-1273). Por un Don del Padre los que creemos en el Hijo único llegamos a ser verdaderamente hijos en el Hijo único (Jn 1,12), según la conmovida expresión del apóstol Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1).
Finalmente, en el evangelio se da el tercer paso de esta hermosa revelación de Dios. Dios es Trinidad. El Dios uno y simple, vive en tres Personas: el Padre, el Hijo, que tomó carne en Cristo, y el Espíritu Santo. La Trinidad significa que Dios no es un Dios solitario, sino una comunidad de amor. Dios es el amor hecho vida: amor como persona. El resto de lo que sabemos o podemos saber de Dios viene como consecuencia. Y en este evangelio, Cristo nos anuncia la misión que encomendó a la Iglesia. Es una misión triple: evangelizadora (“Id y haced discípulos”), celebrativa (“bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”) y vivencial (“enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”).
Para reflexionar: ¿Cómo experimento en mi vida el amor de la Santísima Trinidad? ¿Cómo trato cada día a la Trinidad Santa? ¿Con qué Persona divina tengo más intimidad: con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo? ¿A quién me asemejo más: al Padre en su ternura, al Hijo en su sabiduría, al Espíritu Santo en su bálsamo consolador?
Para rezar: Recemos con la beata Isabel de la Trinidad: “¡Oh Dios mío, trinidad adorable, ayúdame a olvidarme por entero para establecerme en ti! ¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Siento mi impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos lo movimientos de tu alma; que me sustituyas, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu propia vida. Ven a mí como adorador, como reparador y como salvador… ¡Oh fuego consumidor, Espíritu de amor! Ven a mí, para que se haga en mi alma una como encarnación del Verbo; que yo sea para él una humanidad sobreañadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre tu criatura; no veas en ella más que a tu amado en el que has puesto todas tus complacencias. ¡Oh mis tres, mi todo, mi dicha, soledad infinita, inmensidad en que me pierdo! Me entrego a vos como una presa; sepultaos en mi para que yo me sepulte en vos, en espera de ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas”.