6/28/18

Virtud vs virtuosismo en educación


¿Cuál es la finalidad prioritaria de la educación? ¿Preparar a nuestros hijos para alcanzar el éxito en un sentido mundano? ¿Debe principalmente abrir el camino a una carrera remunerativa?...
¿O preparar a nuestros hijos para alcanzar el éxito en un sentido distinto al mundano, enseñándoles a ser santos? ¿Debe principalmente abrir el camino del cielo? En cuanto padres cristianos, probablemente coincidiremos en que la finalidad prioritaria de la educación es enseñar a nuestros hijos lo que implica ser santos, pero estoy seguro de que la mayoría de nosotros confía en que nuestros hijos también serán capaces en algún momento de buscarse el sustento por sí mismos y de que este objetivo, aunque secundario, debe también formar parte de su educación. No es, pues, con un “o esto o lo otro”, sino con un “esto y lo otro”, como disponemos las cosas en su justo orden.
Sin embargo, si la finalidad prioritaria de la educación es alcanzar la salvación en el cielo, como algo distinto de la riqueza mundana, entonces tenemos que enseñar a nuestros hijos la diferencia entre ser bueno y ser el mejor. Lo paradójico es que ser bueno es mejor que ser el mejor, y ser el mejor no siempre es lo mejor que se puede ser.
Quizá un ejemplo práctico puede ayudar, y más si se trata de un ejemplo personal.
Nuestra hija está aprendiendo a tocar el piano. Aprende porque es bueno para ella saber tocar un instrumento musical. Sin duda ella va mejorando su habilidad musical, pero sería aún mejor si practicase más. Sin embargo, como padres, nos preocupa mucho más su crecimiento en la virtud que su virtuosismo. Ella necesita tiempo para el resto de sus estudios; tiempo para colaborar en la educación de su hermano con necesidades especiales; tiempo para leer; tiempo para jugar; tiempo para rezar; tiempo para estar con sus amigas; tiempo para estar con nosotros. Todo ello le quita tiempo de practicar al piano. Aprendiendo a “saber de todo” está abocada a no ser una maestra en nada. Y así debe ser. Si la especialización en un área lleva a descuidar otras áreas igualmente importantes, eso va en perjuicio del progreso del niño en conocimiento y experiencia de muchas cosas que son necesarias para crecer en la virtud.
En el corazón de este concepto de educación se encuentra otra paradoja tan aparentemente desconcertante como la paradoja de que lo mejor no siempre es lo mejor. Esta otra paradoja fue acuñada por Chesterton. Consiste en que todo lo que merece hacerse, merece hacerse mal. Es una paradoja tan contra-intuitiva que estamos tentados de pasar del desconcierto a la irritación, considerándola un puro dislate.
Obviamente, algo que merece hacerse, merece hacerse bien. ¿Cómo puede alguien sugerir que debería hacerse mal? ¿En qué estaba pensando el habitualmente sagaz Chesterton cuando soltó ese sinsentido disfrazado de paradoja?
Si queremos responder a estas preguntas tenemos que dar un paso atrás para poder entender lo que Chesterton decía realmente. Al decir que algo que merece hacerse merece hacerse mal, Chesterton no estaba diciendo que no merezca hacerse bien. No estamos ante un escenario “o esto o lo otro”. Es un escenario “esto y lo otro”. Algo que merece hacerse merece hacerse mal y merece hacerse bien. De hecho, merece hacerse mal porque merece hacerse bien. Y he ahí el núcleo de la paradoja: es imposible hacer algo bien hasta que lo hayas hecho mal. Salvo que estés preparado para hacerlo mal, nunca lo harás bien. Como dice el refrán, la práctica hace al maestro.
Y lo que es verdad sobre tocar el piano es verdad sobre cosas más importantes, como crecer en la virtud. Necesitamos practicar la fe, aunque sea mal, porque hacerlo mal merece hacerse. Es infinitamente mejor que no hacerlo en absoluto, por mal que lo hagamos. Por supuesto, debemos intentar hacerlo mejor; de hecho, siempre debemos intentar hacerlo mejor. Y sin embargo, al hacer las cosas mejor no debemos intentar ser “el mejor”, porque nunca podremos ser “el mejor”. Dios es el Mejor. Nosotros solo podemos mejorar haciéndonos más parecidos al Mejor, sabiendo que nunca podemos ser el Mejor. He ahí el camino de la virtud, que trasciende relativas trivialidades como el virtuosismo.

“El país depende también de ti”

Felipe Arizmendi Esquivel

Obispo Emérito de San Cristóbal de las Casas

VER
El próximo domingo 1 de julio es muy importante para el país, pues elegiremos al presidente de la República, senadores, diputados federales, gobernadores y diputados locales en algunos Estados, y a muchos presidentes municipales. Las campañas electorales en los medios han sido fastidiosas, pero ya vamos a descansar de ellas. La expectativa general es quién ganará. Y esto es más trascendente que ganar un partido del mundial de futbol.
Muchos ciudadanos desean que triunfe su candidato, porque esperan que su situación personal pueda mejorar. Se dejan impresionar por las propagandas y por los ofrecimientos que todos hacen, como si fueran dioses que todo lo pueden cambiar, o mesías redentores, en cuyas manos estaría la salvación del país. No se dan cuenta de que ni Dios, que es omnipotente, cambia todo, no porque no pueda, sino porque respeta nuestra libertad para seguir o no seguir sus planes, para trabajar o no por su Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Ni Jesucristo nos quita nuestra libertad para pecar, a pesar de que él sea perfecto en todo y haya vencido el pecado y la corrupción. Ni el Papa, que anhela que todos seamos santos, puede evitar que algunos creyentes vayamos por otros caminos. Ni el obispo, ni el párroco, ni el pastor protestante, a pesar de que luchen por la conversión evangélica de la comunidad, pueden evitar que algunos de sus integrantes sean corruptos, ladrones, asesinos, lobos con piel de oveja, narcos, mentirosos, infieles, etc. ¿Son más poderosos y eficientes los candidatos, los gobernantes, los políticos, que Dios? Claro que no. Aún más; ni los padres de familia pueden garantizar que sus hijos se portarán siempre bien, pues hay muchas influencias que los contaminan, a pesar de los consejos y las normas de casa. ¿Qué candidato puede garantizar que se va a acabar la corrupción y la maldad en el país? Ni que todos los mexicanos fuéramos sus muñequitos a quienes pueden mover a su gusto.
Hay que ser realistas y no hacerse ilusiones. No olvidemos procesos electorales de otros años. La corrupción, la violencia, la inseguridad se cuelan por todas partes, y su eliminación no depende sólo de un proyecto político. Tu familia, tu municipio, tu Estado, tu país, dependen también de ti, y no sólo de quien gane una elección en cualquier nivel. Si tú no cambias, tu alrededor inmediato no cambia. Si tú no trabajas, tu situación no va a mejorar. Si cada quien asumimos nuestra responsabilidad, las cosas pueden cambiar.
PENSAR
El Consejo de Presidencia de nuestra Conferencia Episcopal acaba de emitir un documento para estos últimos días previos a las elecciones, y entre otras cosas nos dice:
“Las elecciones son sin duda un momento especial para expresar de manera crítica, responsable e informada nuestro derecho sobre quién nos debe gobernar, es decir, sobre quién debe coordinar los esfuerzos, para que entre todos -sociedad y gobierno-, podamos construir el bien común que México necesita.
El actual proceso electoral ha generado polarización y encono no sólo entre los candidatos sino entre algunos de sus seguidores, que en muchas ocasiones parecieran privilegiar más la pasión que la razón, más la descalificación que el argumento, más el deseo de destruir al adversario que la construcción de puentes de cara a un México reconciliado. Es preciso entender que las propuestas de gobierno que han presentado los candidatos, deben estar acompañadas de la más firme voluntad por lograr consensos y acuerdos que no sólo den viabilidad política a las ideas, sino que coadyuven a la reconciliación social.
La paz se construye paso a paso, día a día. Todos debemos convertirnos en sembradores de paz. Hoy más que nunca México necesita vivir en un clima de paz para poder caminar y seguir construyendo hacia delante.
Es una obligación moral ejercer nuestro derecho al voto. Todos debemos participar en este importante ejercicio de responsabilidad cívica: jóvenes y adultos, mujeres y hombres, habitantes de zonas urbanas y rurales. En las condiciones actuales el abstencionismo no nos ayuda a madurar como ciudadanos llamados a construir una democracia más sólida. Ejerzamos el derecho que tenemos para votar en conciencia, por el partido o el candidato de nuestra preferencia que mejor represente el máximo bien posible.
Es urgente construir un mejor México con más oportunidades de desarrollo humano integral para todos. Sin embargo, actualmente existen importantes tensiones sociales que han conducido a divisiones, resentimientos y violencias. Las fuerzas meramente humanas nunca alcanzan para volver a reunir los corazones, para reconciliar a las familias, para hacer concordia entre los pueblos”.
ACTUAR
Participemos con nuestro voto el próximo domingo, porque sí influye en los resultados, pero no nos hagamos ilusiones falsas. Ni el mejor candidato puede cambiar toda la realidad, aunque él sea una buena persona; también depende de lo que tú seas y hagas. Pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine para tomar una sabia decisión al votar.

6/27/18

‘No tengas miedo de caminar por el mundo’


«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). Estas palabras de san Pablo expresan la altísima vocación a la que estamos llamados: ser hijos de Dios. En efecto, si −como relata el libro del Génesis− en el origen, el hombre recibió la vida por el soplo de Dios (cfr. Gen 2,4), Jesucristo nos ha enviado de Dios Padre el Espíritu Santo, que nos lleva a una existencia nueva, en la que podemos reconocer el rostro del Padre y exclamar: «¡Abbá, Padre!» (cfr. Rm 8,15).
¡Cuántas veces meditó san Josemaría sobre estas palabras que nos propone la Misa de hoy! Un día de 1931, sintió que el Espíritu Santo las había puesto en su corazón y que brotaban de sus labios mientras estaba en un tranvía de Madrid. Él mismo recuerda que, durante un largo tiempo, estuvo repitiendo por las calles "¡Abbá, Padre!". El Paráclito grabó en su alma una nueva y más profunda certeza de saberse hijo de Dios y comprendió el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual. Se abría ante su mirada un panorama entusiasmante. ¡Somos hijos de Dios en Cristo!; partícipes de la filiación eterna del Unigénito de Dios Padre.
Hoy podemos preguntarnos si, como nos sugiere san Pablo, la conciencia de ser hijos de Dios informa, empapa, todas las dimensiones de nuestra vida. Considerar frecuentemente, con fe, nuestra filiación divina, nos ayudará a recorrer con esperanza, día a día, a pesar de nuestra debilidad, el camino hacia la identificación con Cristo, hacia la santidad, como nos dice san Josemaría: «Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día» (Es Cristo que pasa, n. 75).
¿Sentimos la libertad y confianza que nos ofrece nuestro ser hijas e hijos de Dios? Pues no hemos recibido «un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor» (Rm 8,15): el temor al fracaso, que a veces congela los esfuerzos para emprender nuevas iniciativas de servicio a los demás; el temor a perder las falsas seguridades que dan la comodidad y el egoísmo; el temor, en definitiva, a adentrarnos en ese mar maravilloso de la vida de oración que promete, junto con muchas alegrías, una existencia de entrega, en la que no faltarán «los padecimientos del tiempo presente» que, sin embargo, «no son comparables con la gloria futura» (Rm, 8,18).
El Señor nos dice como a Pedro: «Guía mar adentro» (Lc 5,4). Que es como si nos dijera: confía en tu verdad más íntima, el ser hijo de Dios, y no tengas miedo de caminar por el mundo que, a veces, se presenta como un mar revuelto. En efecto, puede ser que las cosas no marchen como idealmente habíamos previsto, que en el trabajo nos encontremos con el revés en un proyecto, que alguna persona querida dé la espalda a Dios, que se presenten, en fin, sucesos inesperados o adversos… Y se pueden insinuar en nuestra mente las respuestas de Pedro: «hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5,5), «apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). En esos momentos, cuánto ayuda hacer un buen rato de oración, y oír como dirigido realmente también a nosotros a Jesús que nos dice "¡No temas!» (Lc 5,10).
El Papa Francisco nos dice a cada uno: «La santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cfr. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: 'Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor’» (Ex. Ap. Gaudete et exsultate, n. 15).
El Espíritu Santo nos enseña a vivir como hijos de Dios, y nos impulsa a que ayudemos a descubrir esta verdad a las personas que encontramos en el camino de nuestra vida. Todos escuchamos, con los Apóstoles, la voz imperiosa y estimulante de Jesús: «echad la red para la pesca» (Lc 5,4). Una pesca, a la que a todos los cristianos estamos llamados: ayudar a muchas personas a secundar la acción del Espíritu Santo que, en Cristo, les lleve a Dios Padre. Y esto en la vida ordinaria: en la familia, en el trabajo, en las relaciones de amistad y de vecindad... Por ejemplo, cuando los padres y madres toman en sus brazos a un hijo pequeño que se ha caído y se ha hecho daño, y lo rodean con su cariño, le están transmitiendo el amor de Dios Padre, «del cual −como escribe san Pablo− toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra» (Ef 3,15). En esos y en otros muchos momentos, los padres son instrumento de los cuidados de nuestro Padre Dios.
También entre amigos se puede realizar esa maravilla: por ejemplo, cuando se escucha con atención, con verdadero interés y afecto, a alguien en dificultad, y se le apoya con oración y, si es el caso, con un oportuno consejo, entonces se está ayudando a recordar que no está solo, que tiene un Padre en el Cielo y hermanos en la tierra.
Para concluir, podemos hacer propia la petición de la oración que rezaremos después de la Comunión: «los sacramentos que hemos recibido en la fiesta de san Josemaría, fortalezcan en nosotros el espíritu de hijos adoptivos para que, fielmente unidos a tu voluntad, recorramos con alegría el camino de la santidad». En este camino, encontraremos siempre a nuestra Madre, Santa María, que nos acompaña.

Dios siempre escucha el lamento de sus hijos y los libera


El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta audiencia será como la del miércoles pasado. En el Aula Pablo VI hay tantos enfermos  para que estén mejor, para que estuvieran más cómodos. Pero seguirán la audiencia con la pantalla gigante y también ellos con nosotros; es decir no hay dos audiencias. Hay una sola. Saludemos a los enfermos del Aula Pablo VI. Y sigamos hablando de los mandamientos que, como dijimos, más que mandamientos son las palabras de Dios a su pueblo para que camine bien: palabras amorosas de un Padre.
Las diez Palabras empiezan así: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre” (Ex 20: 2). Este comienzo sonaría extraño con las leyes verdaderas y propias que siguen. Pero no es así.
¿Por qué esta proclamación que Dios hace de sí mismo y de la liberación? Porque se llega al Monte Sinaí después de atravesar el Mar Rojo: el Dios de Israel primero salva, luego pide confianza. [1] Es decir: el Decálogo comienza con la generosidad de Dios. Dios no pide nunca sin haber dado antes. Nunca. Primero salva, después da, luego pide. Así es nuestro Padre, Dios bueno.
Y entendemos la importancia de la primera declaración: “Yo soy el Señor tu Dios”. Hay un posesivo, hay una relación, una pertenencia mutua. Dios no es un extraño: es tu Dios. [2] Esto ilumina todo el Decálogo y también revela el secreto de la acción cristiana, porque es la misma actitud de Jesús que dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9). Cristo es el amado del Padre y nos ama con ese amor. Él no comienza desde sí mismo, sino desde el Padre. A menudo nuestras obras fracasan porque partimos de nosotros mismos y no de la gratitud. Y quién empieza por sí mismo: ¿Dónde llega? ¡Llega a sí mismo! Es incapaz de hacer camino, vuelve a sí mismo. Es precisamente esa actitud egoísta que la gente bromeando dice: “Esa persona es yo, mí, me, conmigo”. Sale de sí mismo y vuelve a sí mismo.
La vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso. Los cristianos que solo siguen “deberes” denotan que no tienen una experiencia personal de ese Dios que es “nuestro”.  Yo debo hacer esto, eso y lo otro… Solamente deberes. ¡Pero te falta algo! ¿Cuál es el fundamento de este deber? El fundamento de este deber es el amor de Dios Padre, que primero da y luego manda. Anteponer la ley a la relación no ayuda al camino de la fe. ¿Cómo puede un joven desear ser cristiano, si partimos de obligaciones, compromisos, coherencias y no de la liberación? ¡Pero ser cristiano es un camino de liberación! Los mandamientos te liberan de tu egoísmo y te liberan porque el amor de Dios te lleva hacia delante. La formación cristiana no se basa en la fuerza de voluntad, sino en la aceptación de la salvación, en dejarse amar: primero el Mar Rojo, luego el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo, después en el Sinaí le dice lo que tiene que hacer. Pero ese pueblo sabe que hace esas cosas porque ha sido salvado por un Padre que lo ama.
La gratitud es un rasgo característico del corazón visitado por el Espíritu Santo; para obedecer a Dios, primero debemos recordar sus beneficios. San Basilio dice: “Quien no deja que esos beneficios caigan en el olvido, está orientado hacia la buena virtud y hacia toda obra de la justicia” (Reglas breves, 56). ¿A dónde nos lleva todo esto? A ejercitar la memoria: [3] ¡Cuántas cosas bellas ha hecho Dios por cada uno de nosotros! ¡Qué generoso es nuestro Padre Celestial! Ahora me gustaría proponeros un pequeño ejercicio: que cada uno, en silencio, responda para sí. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Esta es la pregunta. En silencio cada uno de nosotros responda. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Y esta es la liberación de Dios. Dios hace tantas cosas bellas y nos libera.
Y sin embargo, alguno puede sentir que aún no ha tenido una verdadera experiencia de la liberación de Dios. Puede suceder. Podría ser que uno mire en su interno y encuentre solo sentido del deber, una espiritualidad de siervos y no de hijos. ¿Qué hacer en este caso? Lo que hizo el pueblo elegido. Dice el libro del Éxodo: “Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos y acordóse Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob… Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció”(Ex 2,23-25). Dios piensa en mí.
La acción liberadora de Dios al comienzo del Decálogo – es decir, de los Mandamientos- es la respuesta a este lamento. No nos salvamos solos, pero de nosotros puede salir un grito de ayuda: “Señor, sálvame, Señor enséñame el camino, Señor, acaríciame, Señor, dame un poco de alegría”. Esto es un grito que pide ayuda. Esto depende de nosotros: pedir que nos liberen del egoísmo, del pecado, de las cadenas de la esclavitud. Este grito es importante, es oración, es conciencia de lo que todavía está oprimido y no liberado en nosotros. Hay tantas cosas que no han sido liberadas en nuestra alma, “Sálvame, ayúdame, libérame”. Esta es una hermosa oración al Señor. Dios espera ese grito porque puede y quiere romper nuestras cadenas; Dios no nos ha llamado a la vida para estar oprimido, sino para ser libres y vivir con gratitud, obedeciendo con alegría a Aquel que nos ha dado tanto, infinitamente más de lo que nosotros podremos darle. Es hermoso esto ¡Que Dios sea siempre bendito por todo lo que ha hecho, lo que hace y lo que hará en nosotros!
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[1] En la tradición rabínica hay un texto iluminador sobre el tema: “¿Por qué las diez palabras no fueron proclamadas al comienzo de la Torá? […] ¿Con qué se puede comparar? A un hombre que, asumiendo el gobierno de una ciudad, preguntó a los habitantes: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”. Pero ellos respondieron: “¿Qué bien nos has hecho para que pretendas reinar sobre nosotros?”. Entonces, ¿qué hizo? Les construyó muros defensivos y un canal para abastecer a la ciudad con agua; luego combatió guerras por ellos. Y cuando volvió a preguntar: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”, le respondieron: “Sí, sí”. Así  el Lugar sacó a Israel de Egipto, dividió el mar por ellos, hizo bajar sobre ellos el maná y subir el agua del pozo, les llevó codornices y finalmente luchó por ellos en la guerra contra Amaleq. Y cuando les preguntó: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”, respondieron: “Sí, sí” “(El don de la Torá Comentario sobre el decálogo de Ex 20 en Mekilta R. Ishamael, Roma 1982, p 49.)
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[2] Cf. Benedicto XVI, Lett. Enc. Deus caritas est, 17: ” La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría”

[3] Ver Homilía en la Misa en S. Marta, 7 de octubre de 2014: “[¿Qué significa rezar?] Es recordar ante Dios nuestra historia. Porque nuestra historia [es] la historia de su amor por nosotros ». Cf. Dichos y hechos de los padres del desierto Milán 1975, p. 71: “El olvido es la raíz de todo mal”.

6/26/18

San Josemaría Escrivá de Balaguer


«Fundador del Opus Dei. Juan Pablo II lo denominó el santo de la vida ordinaria. Piadoso desde la infancia, creció bajo el amparo de María. Fue un intrépido apóstol. Pudo ver en vida cómo su obra recibía la estima de papas y prelados» 
«Cristo no nos pide un poco de bondad, sino mucha bondad. Pero quiere que lleguemos a ella no a través de acciones extraordinarias, sino con acciones comunes, aunque el modo de ejecutar tales acciones no debe ser común»,decía el fundador del Opus Dei, un hombre que no ha dejado a nadie indiferente; no lo hizo en vida, ni después de traspasar las fronteras del cielo. Le han escoltado luces y sombras. Sin embargo, fue un aragonés noble, sencillo, que iba creciendo sin otro afán que abrir surcos en su acontecer para llenarlos de Dios, un apóstol que no cesó de evangelizar a tiempo y a destiempo, una persona con un carisma innegable que tuvo la gracia de llegar al corazón de la gente, un apasionado de Cristo y de María, fiel a la Iglesia.
Nació en Barbastro, Huesca, España, el 9 de enero de 1902, y tuvo en su hogar la primera escuela de fe. Envuelto en ternura, se nutrió con la piedad que le inculcaron sus padres. Se percibe en su vida el influjo del remanso de paz y de cariño que vistió su cuna. La promesa materna de llevarlo ante la Virgen al santuario de Torreciudad, le rescató de una previsible muerte a sus 2 años. Inquieto, enredado a veces en infantiles rabietas y escudado en su timidez, escuchaba de su madre sentencias de gran valor espiritual: «Josemaría, vergüenza sólo para pecar».Los ecos de la sabiduría que tuvo cerca se aprecian en «Camino», que ha alumbrado espiritualmente a muchas generaciones.
Vivió la dolorosa pérdida de tres hermanos. Sus ojos infantiles, aturdidos por las desgracias, le hacían temer su propia muerte, pero su madre le tranquilizaba recordándole que a él le protegía la Virgen. En su adolescencia la familia se trasladó a Logroño por haber quebrado el comercio que regentaban en Barbastro. Era muy observador y en las gélidas navidades de 1917 se percató de la presencia de un carmelita que caminaba descalzo por la nieve llevado de su amor a Dios. Las huellas que fue dejando impregnaron su espíritu de un irresistible deseo de ofrecer su vida. Abrió las puertas de su corazón y por ellas penetró la vocación al sacerdocio. Sus padres le apoyaron. Cursó estudios en Logroño y en Zaragoza, donde el cardenal Soldevilla, que apreció sus virtudes y cualidades, le designó inspector del seminario.
En 1923 inició la carrera de derecho. Solía acudir a la basílica del Pilar haciendo confidente a la Virgen de todas sus cuitas. Su padre murió en 1924, y al año siguiente fue ordenado sacerdote. Su primer destino fue Perdiguera. Allí en su breve estancia realizó una edificante labor pastoral dejando un recuerdo inolvidable en los fieles, labor también manifiesta en la parroquia zaragozana de san Pedro Nolasco, entre otras. Tenía don de gentes y gran sentido del humor.
En 1927 fue autorizado a culminar su preparación en Madrid, y comenzó a impartir clases de derecho en una academia. Los destinatarios de su apostolado fueron, además de los enfermos del patronato regido por las Damas Apostólicas, moradores de barrios de la periferia: modestas familias; un entorno cuajado de carencias y marcado por el dolor. Esta vertiente no colmaba del todo sus anhelos. De su interior brotaba la urgencia de llevar el evangelio por doquier. El 2 de octubre de 1928 en la iglesia de los Paules vio la inmensidad de un camino de santidad fraguado en la vida ordinaria al que todos eran llamados. Cada uno desde su lugar de trabajo se convertiría en heraldo para los demás de esa verdad que es Cristo, siempre al servicio de la Iglesia. Adelantándose al Concilio Vaticano II, recordó la invitación universal a la santidad, algo inusual en la época. Poco a poco, a través de amigos, profesores, estudiantes y sacerdotes fue constituyéndose el Opus. Rosario, misa y comunión diarias, oración, lecturas espirituales, disciplinas…, conformaban el ideario a seguir. Comenzó con varones, y a partir febrero de 1930 lo hizo extensivo a las mujeres. Un ingeniero argentino se afilió a la Obra y tras él fueron llegando otros miembros. En agosto de 1931, a través de una moción divina percibida mientras oficiaba la misa, entendió que «los hombres y mujeres de Dios» izarían «la Cruz con la doctrina de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».
Los inicios no fueron fáciles. Se refugiaba en la oración y ofrecía sus mortificaciones. Sufrió la pérdida de tres de los integrantes principales, y tuvo que volver al punto de partida. Mientras, iba adentrándose en los senderos de la mística, invadido de amor por el Padre, conciencia filial que forma parte del carisma que dio a la fundación. Hacía partícipes de sus sueños apostólicos a los estudiantes de Dya, academia fundada por él, animándoles a leer la vida de Cristo y a meditar en su Pasión.
Entre 1934 y 1935 trasladó este centro docente a una de las calles principales madrileñas, donde escribió Consideraciones Espirituales, el conocido «Camino» que vería la luz como tal en 1939. La Guerra Civil le puso en peligro de muerte; tuvo que refugiarse en un psiquiátrico y padeció incontables penalidades. Huyó a Barcelona y a Andorra. Luego pasó por Pamplona y se estableció en Burgos; allí dio nuevo impulso a la Obra. En 1939 volvió a Madrid. Comenzó a impartir numerosos retiros espirituales, y en 1941 surgieron sus detractores cargados con dardos de incomprensión, maledicencia, calumnias y falsedades, carcomidos por la envidia. En 1944 se ordenaron los primeros sacerdotes.
En 1946 viajó a Roma buscando la aprobación que le concedió Pío XII; luego se entrevistaría con Juan XXIII y con Pablo VI. La Obra se extendió por el mundo, alumbrada por él con su palabra, oración y penitencia, amparado en Cristo y en María, viajando incansablemente dentro y fuera de España. Gozó del apoyo de los pontífices y de muchos prelados. Padecía diabetes, y al final sufrió severas cataratas. Murió en Roma el 26 de junio de 1975. Juan Pablo II lo beatificó 17 de mayo de 1992 y lo canonizó el 6 de octubre del año 2002, denominándole el santo de la vida ordinaria.

“¿Cómo poder tocar hoy a Cristo y sanar?”

Antonio Rivero, L.C. 


DOMINGO 13 DEL TIEMPO ORDINARIO -  Ciclo B
Textos: Sap 1, 13-15; 2, 23-24; 2 Co 8, 7.9.13-15; Mc 5, 21-43

Idea principal: El contacto de Cristo nos sana y nos salva.
Síntesis del mensaje: Siguen los milagros con que Jesús demuestra su condición divina. Si el domingo pasado calmaba la tempestad del lago, hoy se nos presenta como señor y liberador de la enfermedad y de la muerte. Y sólo con un toque“Grande es el poder de Cristo, poder que no sólo habita en su alma, sino que del alma pasa al cuerpo, y del cuerpo redunda hasta el propio vestido” (San Hilario). Para ser curados de la enfermedad o de la muerte es necesario que seamos tocados por Cristo (hija de Jairo) o que nosotros lo toquemos con la fe y confianza (mujer hemorroísa).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Dios se hizo hombre para entrar en contacto con nosotros[1]. Dios descendió hasta nosotros para poder tocarnos a nosotros y para que nosotros pudiéramos tocarlo a Él. El contacto con Cristo es nuestra salud: “Toda la gente quería tocarlo porque salía de él una fuerza que sanaba a todos”. La Encarnación fue justamente ese intento de Dios para tocar a la humanidad y sanarla, porque estaba herida por el pecado; pecado que provocó la enfermedad y la muerte. Las correrías apostólicas de Cristo durante su vida pública no fueron otra cosa que el grande deseo de tocar a los hombres con su Palabra confortadora, su gesto y su mirar misericordioso y sus milagros maravillosos que sanaban cuerpo y alma. La sangre que derramó en Getsemaní y en el Calvario purificó y fecundó nuestro suelo, sembrando la vida divina en nuestros corazones.
En segundo lugar, sabemos por el evangelio que no todos supieron tocar a Jesús ni se dejaron tocar por Jesús. Algunos sumos sacerdotes, fariseos y escribas quisieron tocar a Jesús desde su envidia e inquina, y no permitieron que la fuerza salvadora y sanadora de Cristo entrara en sus almas y las curase de su soberbia y orgullo. También hubo reyes –Herodes- y procuradores –Pilato- que intentaron tocar a Jesús sólo desde la razón de Estado; y nada consiguieron. Muchos de los que a Él acudían le quisieron tocar exteriormente sólo por pura curiosidad o conveniencia; a éstos tampoco les llegó la radiación del poder salvador de Cristo. Pero sabemos que hubo también bastantes que se acercaron a Cristo con la fe y la confianza, como Jairo y la hemorroísa, mujer considerada impura por sus semejantes hebreos, pues sufría de un extraño flujo desde hacía años.Y, ¿qué pasó? Obtuvieron la salud del cuerpo y del alma.
Finalmente, preguntémonos: ¿cómo y dónde podemos hoy tocar a Cristo y ser tocados por Él, y así ser curados? Hoy podemos tocar a Cristo en los sacramentos, en el hermano pobre que está en las periferias existenciales y en el hermano que vive a tu lado, en tu familia. Primero, en los sacramentos: en la Eucaristía tocamos ese Pan de vida que nos tonifica, nos alimenta, nos santifica. En la confesión tocamos a ese Cristo Médico que nos perdona, nos alienta, nos cura las llagas que dejó el pecado. En los demás sacramentos tocamos a Cristo que con su gracia bendice y eleva el matrimonio al nivel sobrenatural, haciendo a esos esposos reflejo fiel y fecundo de Cristo y la Iglesia; hace de ese hombre “otro Cristo”, un ministro ungido y consagrado; en la unción de enfermos, ese toque es todavía más visible y trepidante cuando el sacerdote derrama el óleo consagrado sobre la frente y las manos del enfermo. Segundo, podemos tocar a Cristo en nuestro hermano pobre que está en las periferias, como nos dice el Papa Francisco; tocarle con nuestra caridad misericordiosa, atenta y generosa, sin asco ni recelo. Y finalmente, podemos tocar a Cristo en ese prójimo que está a mi lado: mi esposo, mi esposa, mis hijos, mis parientes, amigos y vecinos…con la sonrisa, el perdón, el gesto servicial, la palabra amable, la palmadita en la espalda…
Para reflexionar: Así que si nosotros también queremos ser curados, toquemos por la fe la orla de Cristo. La hemorroísa del evangelio de hoy soy yo, que tantas veces se me va la vida a chorros, desangrándome por las calles y las plazas, buscándome a mí mismo, en lugar de amar a los que salen a mi encuentro; inmisericorde, enjuiciando, condenando… viviendo de las apariencias, del dinero, del ego. Yo soy esa mujer impura, esa mujer necesitada del perdón de Dios.
Para rezarSeñor, ten misericordia de mí, que soy un pecador. Tócame con tu gracia divina y cúrame. Aumenta mi fe para acercarme a tus sacramentos donde te toco en lo profundo de mi alma. Que con mi caridad lleve tu toque divino a mis hermanos.

6/25/18

Líderes con alma

6/24/18

“¿Sé percibir las consolaciones del Espíritu?”

El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Natividad de San Juan Bautista. Su nacimiento es el evento que ilumina la vida de sus padres Isabel y Zacarías, e involucra a familiares y vecinos en alegría y asombro. Estos ancianos padres habían soñado y preparado ese día, pero ahora ya no lo esperaban: se sentían excluidos, humillados, decepcionados. No tenían hijos. Confrontados al anuncio del nacimiento de un hijo (ver Lc 1, 13), Zacarías permaneció incrédulo, porque las leyes naturales no se lo permitían; estaban viejos, mayores; como resultado, el Señor lo hizo callar durante todo el tiempo de gestación (ver v. 20). Es una señal. Pero Dios no depende de nuestra lógica y nuestras limitadas capacidades humanas. Debemos aprender a confiar y a guardar silencio frente al misterio de Dios y a contemplar con humildad y silencio su obra, que se revela en la historia y que a menudo excede nuestra imaginación.
Y ahora que el evento tiene lugar, ahora que Isabel y Zacarías experimentan que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37), su alegría es grande. La página del Evangelio de hoy (Lc 1,57-66.80) anuncia el nacimiento y luego se centra en el momento de imponer el nombre del niño. Isabel elige un nombre extraño a la tradición familiar y dice: “Se llamará Juan” (v 60), don gratuito y desde ahora inesperado porque Juan significa “Dios ha hecho gracia”. Y este niño será un heraldo, un testigo de la gracia de Dios para los pobres que esperan su salvación con humilde fe. Zacarías confirma inesperadamente la elección de este nombre al escribirlo en una tabla, porque estaba en mudo, y “de inmediato su boca se abrió y su lengua se aflojó, y habló normalmente, bendiciendo a Dios” (v. 64).
Todo el evento del nacimiento de Juan el Bautista está rodeado por una alegre sensación de asombro, sorpresa y gratitud: la gente se apodera del santo temor de Dios “y de todas estas cosas se hablaba en toda la región montañosa de Judea”. (v. 65). Hermanos y hermanas, el pueblo fiel tiene la intuición de que algo grande ha sucedido, aunque sea humilde y escondido, y se pregunta: “¿Qué será este niño?” (V. 66).  El pueblo fiel de Dios es capaz de vivir la fe con alegría, con un sentimiento de asombro, de sorpresa y de gratitud.
Miremos estas gentes que hablaban bien de esta cosa maravillosa, de este milagro del nacimiento de Juan, y lo hicieron con alegría, estaban contentos, con una sensación de asombro, sorpresa y gratitud. Y mirando esto, preguntémonos: ¿cómo está mi fe? ¿Es una fe gozosa, o es siempre la misma fe, una fe “plana”? ¿Tengo un sentido de maravilla cuando veo las obras del Señor, cuando escucho acerca de la evangelización o la vida de un santo, o la cantidad de gente buena que veo: siento la gracia, internamente, ¿o no se mueve nada en mi corazón? ¿Puedo percibir las consolaciones del Espíritu o estoy cerrado? Vamos a preguntar a cada uno de nosotros, en un examen de conciencia: ¿cómo está mi fe? Es gozosa? ¿Está abierta a las sorpresas de Dios? Porque Dios es el Dios de las sorpresas. ¿He “probado” en el alma ese sentido de maravilla que otorga la presencia de Dios, este sentimiento de gratitud? Pensemos en estas palabras, que son el alma de la fe: alegría, asombro, sorpresa y gratitud.
Que la Santísima Virgen nos ayude a comprender que en cada persona humana está la huella de Dios, la fuente de vida. Ella, Madre de Dios y Madre nuestra, nos hace cada vez más conscientes de que en la generación de un niño los padres actúan como colaboradores de Dios. Una misión verdaderamente sublime que hace de cada familia un santuario de vida y que cada nacimiento de un hijo despierta la alegría, asombro y gratitud.

6/23/18

La Eutanasia supone una política de descarte de los enfermos dependientes


Ignacio Gómez Pérez
Observatorio Bioética - Universidad Católica de Valencia


La proposición de ley para despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido, presentada por el PSOE en el Congreso de los Diputados el pasado 3 de mayo, e impulsada por el Parlamento de Cataluña, supone “un paso de gigante en la pendiente resbaladiza que rige la aprobación de estas leyes, saltando directamente de las leyes de varias comunidades autónomas que regulan las actuaciones sanitarias al final de la vida, a una clara eliminación de la vida humana considerada inútil”.
En este sentido, la proposición de ley “constituye una clara política de descarte de los enfermos dependientes y de los que padecen un sufrimiento físico o psíquico insoportable, términos flexibles y fácilmente adaptables a múltiples circunstancias en función de quién los aplique”. La cuestión de fondo es “considerar que las personas en estas circunstancias tienen una vida sin valor”.
Frente al acto u omisión conducente a eliminar la vida de una persona en la fase final de su vida que implica la eutanasia, una alternativa éticamente válida son los llamados ‘cuidados paliativos’. Estos “proporcionan realmente una muerte digna como la persona que es todo paciente, por muy deteriorada que esté su salud”, de ahí que los cuidados paliativos sean “la respuesta ética y deontológica en las graves situaciones que se producen a veces en la fase terminal de la vida, y no la eliminación del sufridor cuando no se puede eliminar el sufrimiento”.
La sedación terminal paliativa, aceptada por la Iglesia católica desde Pío XII en 1957, da solución al dolor y sufrimiento refractario a otros tratamientos. Las asociaciones médicas nacionales y mundiales “apoyan estas medidas y rechazan la práctica de la eutanasia por los médicos, formados para curar a veces, mejorar otras, y consolar siempre, como dice el antiguo aforismo”.
En la Comunidad Valenciana, el Consell ha preparado, a su vez, una normativa también en el ámbito de la enfermedad terminal. Se trata del proyecto de ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de atención al final de la vida, que se encuentra de fase de tramitación en las Cortes Valencianas, y que fue presentado meses antes que la proposición de ley de ámbito nacional del PSOE. Ella contiene aspectos “positivos y otros que plantean dudas”. Entre estos últimos, se encuentra el que “se abre la puerta a la posibilidad de incurrir en desviaciones en otras disposiciones o reglamentos posteriores” basados en esa misma legislación. Así, por ejemplo, es que el proyecto de ley -que no hace una mención explícita del concepto de eutanasia ni de suicidio asistido- otorga al paciente una autonomía excesiva a la hora de determinar el tratamiento, pues, aunque el principio de autonomía del paciente es muy importante y totalmente lícito, como persona que es, lo que le da derecho a decidir sobre su salud, tal principio no debería ser llevado hasta el extremo de permitir al enfermo que acabe con su vida.
Según comenta el autor de este Informe, también en estas circunstancias hay que tener en cuenta un matiz religioso, al recordar que para la doctrina católica el ser humano “no es propietario de su vida sino administrador de ella”. “La vida nos la ha dado Dios a través de nuestros padres, no nos la hemos dado nosotros mismos, y no es nuestra, por tanto, no tenemos derecho a disponer de ella ni un solo minuto, y mucho menos los médicos”.
La calidad de vida
Otra cuestión que puede afectar a las normas que rigen la atención al final de la vida, guarda relación con el sufrimiento y la llamada calidad de vida. La calidad define el valor de las cosas, como un televisor que tiene buena imagen, y decimos entonces que es de calidad; pero “el valor de las personas se define por su dignidad, que es intrínseca por el hecho mismo de ser personas, independientemente de la calidad de su salud o de cualquier otra circunstancia”.
En cuanto a los aspectos positivos que tiene el proyecto de ley valenciano, cabe destacar la importancia que da el texto a la dignidad del paciente, al querer por ejemplo “garantizar su derecho a una habitación individual”. Tal pretensión contrasta con la situación en “algunos hospitales públicos valencianos”, donde todavía hay habitaciones con tres y cuatro pacientes, un entorno que “no es el mejor para fallecer”. Asimismo, es positivo que el proyecto de ley valenciano promueva los cuidados paliativos. La norma autonómica, de ser aprobada, prescribiría que estos cuidados sean instaurados en todos los hospitales y que se proporcionen también a los pacientes que los necesiten y que se encuentren en sus casas.
Otro aspecto elogiable es el hecho de que la normativa valenciana contemple la dimensión religiosa del paciente, algo que “otras leyes similares no contemplan”. Así, el proyecto de ley establece que se debe respetar la libertad del individuo en fase terminal en un hospital para solicitar asistencia religiosa, sea de la confesión que sea.
Otro de ellos es que el enfermo, aunque esté en su fase terminal, “tiene exactamente la misma dignidad que cuando trabajaba y hacía más próspera la sociedad con su labor”.
En suma, la normativa ha recogido valores que la Sociedad Española de Cuidados Paliativos o la Organización Médica Colegial de España “estaban defendiendo desde hace mucho tiempo”.

6/22/18

"Padre, pan, perdón."


Homilía del Papa en Ginebra



Padre, pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy. Tres palabras que nos llevan al corazón de la fe. 
«Padre» —así comienza la oración—. Puede ir seguida de otras palabras, pero no se puede olvidar la primera, porque la palabra “Padre” es la llave de acceso al corazón de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos en lenguaje cristiano. Rezamos “en cristiano”: no a un Dios genérico, sino a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho, Jesús nos ha pedido que digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez de “Dios del cielo que eres Padre”. Antes de nada, antes de ser infinito y eterno, Dios es Padre. 
De él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el origen de todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tanto la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos amados. Es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a Dios, nuestro Padre, y a los demás, nuestros hermanos. Es la oración del nosotros, de la Iglesia; una oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida al tú de Dios («tu nombre», «tu reino», «tu voluntad») y que se conjuga solo en la primera persona del plural: «Padre nuestro», dos palabras que nos ofrecen señales para la vida espiritual. 
Así, cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre nuestro», renovamos las raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a menudo desarraigadas. El «Padre nuestro» fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido; el miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien, porque en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos amados. Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que nos regenera juntos como familia.
No nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no existe ningún hijo sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en este mundo. Pero nos recordará también que no hay Padre sin hijos: ninguno de nosotros es hijo único, cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana. Diciendo «Padre nuestro» afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades que ofenden el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a actuar como hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni hacia el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla, como tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el pobre descartado. Esto es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos amemos con corazón de hijos, que son hermanos entre ellos. 
Pan. Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace falta pedir más: solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre todo la comida suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros. Por esto digo: ¡Ay de quien especula con el pan! El alimento básico para la vida cotidiana de los pueblos debe ser accesible a todos. 
Pedir el pan cotidiano es decir también: “Padre, ayúdame a llevar una vida más sencilla”. La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy para muchos está como “drogada”: se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, inmersos en una complejidad que nos hace frágiles y en una velocidad que fomenta la ansiedad. Se requiere una elección de vida sobria, libre de lastres superfluos. Una elección contracorriente, como hizo en su tiempo san Luis Gonzaga, que hoy recordamos. La elección de renunciar a tantas cosas que llenan la vida, pero vacían el corazón. Elijamos la sencillez del pan para volver a encontrar la valentía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente humana. Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan relaciones personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina de lo que nos rodea. Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la mesa, nos enseñaban a recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sencillo que tenemos cada día, protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y conservar.
Además, el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el alimento de nuestra vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra cotidianidad, nada vale. Pidiendo el pan suplicamos al Padre y nos decimos cada día: sencillez de vida, cuidado del que está a nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de nada. 
Perdón. Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de amargura, de resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado nos provoca, el rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro perdón como un regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario original al Padre nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola frase: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). El perdón es la cláusula vinculante del Padre nuestro. Dios nos libera el corazón de todo pecado, perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno otorgue una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obstáculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al Padre: “¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para poder hacerlo”. 
El perdón renueva, hace milagros. Pedro experimentó el perdón de Jesús y llegó a ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en Pablo después de haber sido perdonado por Esteban; cada uno de nosotros renace como una criatura nueva cuando, perdonado por el Padre, ama a sus hermanos. Solo entonces introducimos en el mundo una verdadera novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón, que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana. Perdonarnos entre nosotros, redescubrirnos hermanos después de siglos de controversias y laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos de corazón (cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su Espíritu. Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso, en la oración, en el encuentro fraterno, en la caridad concreta. Así seremos más semejantes al Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el Espíritu de la unidad.

6/21/18

“A morir, la lucha por el poder”

Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas


VER
¡Cómo se atacan los candidatos a puestos públicos, sobre todo los presidenciables! Tanto en los debates como en los spots publicitarios, se tiran a morir; quisieran desaparecer a los otros de la contienda, o al menos desdibujarlos para no dejarles opción de triunfo. En vez de valorar lo bueno que los demás puedan aportar al país con sus propuestas, descalifican todo lo que hagan o digan. Dicen que los otros son lo peor y que le iría muy mal al país si triunfan.
Por otra parte, son muy preocupantes los casos de candidatos que han sido asesinados, sea por intrigas internas de los partidos, sea porque se negaron a colaborar con narcos y con grupos criminales. Otros han renunciado a la posibilidad de seguir en la contienda electoral, por las mismas razones. Les han amenazado, a ellos y a sus familias, y prefieren no exponerse.
Ha habido casos en que esos grupos mafiosos exigen puestos en los futuros gobiernos, o unas cuotas mensuales que habrían de salir del erario público, como condición para dejarlos seguir en sus campañas. Pareciera que esos grupos dominan el escenario público, y por tanto también las elecciones. Sólo les importa el dinero por encima de todo, también por encima de sus conciencias, que han sido narcotizadas. No les importa ni su vida, ni su familia, ni el bien de la comunidad, sino sólo sus intereses económicos. El dinero del narco corrompe la democracia y todo lo que toca.
PENSAR
El Papa Francisco, en su reciente exhortación Gaudete et exultate, dice que la santidad consiste, básicamente, en vivir las bienaventuranzas propuestas por Jesús en el capítulo 5 del Evangelio de Mateo. Y comenta sobre dos de ellas:
“Felices los mansos, porque heredarán la tierra. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un burrito» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles.
Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.
Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad” (Nos. 71-74).
“Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.La justicia que propone Jesús no es como la que para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia. Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad” (No. 78, 79).
ACTUAR
Analiza quién de los candidatos vive y actúa conforme a estos criterios evangélicos. No te dejes seducir por la propaganda, ni por las encuestas. Reflexiona, dialoga con tus cercanos, ora al Espíritu Santo, y decide por el bien del país.