6/26/25

San Josemaría: al servicio del don recibido en la Iglesia

Mons. Fernando Ocáriz

(Artículo  publicado en el semanal "Die Tagespost" )

Han pasado 50 años desde el fallecimiento de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Para quienes tuvimos la gracia de vivir en Roma -en su misma casa- en 1975, este medio siglo parece muy breve. Verle dejar este mundo de un día para otro -mientras desarrollaba normalmente su misión de pastor y fundador- acrecentó el impacto de su muerte. Ya entonces nos dábamos cuenta de que el “Padre”, como solíamos llamarle familiarmente, era un apoyo sólido en la vida y en la alegría de muchos católicos de su tiempo.

Desde un apasionado amor a Cristo y una fuerte experiencia de qué significa ser hijo de Dios, redescubrió y predicó durante toda su vida algunos mensajes hoy ya ampliamente difundidos en la Iglesia y la sociedad, más allá de la institución que él fundó: la búsqueda de la santidad -el encuentro con Cristo- en las circunstancias ordinarias de trabajo, familia y relaciones sociales, la amistad personal como vía de convivencia y evangelización, el valor de la libertad y del pluralismo, el protagonismo del laicado en la misión de la Iglesia y en la vivificación de la sociedad contemporánea, entre otros.

Al valorar el tiempo transcurrido, es fácil reparar en las muchas iniciativas educativas y sociales en favor de toda clase de personas que, impulsadas por sus enseñanzas, se han materializado alrededor del mundo. Sin embargo, diría que el efecto más trascendente del ejemplo y el mensaje de san Josemaría es que ha inspirado a cientos de miles de personas a acercarse a Cristo a través de las actividades comunes y corrientes de cada día. Se reconoce en esto una sintonía con lo que el papa Francisco calificó como los “santos de la puerta de al lado”, que realizan un influjo profundo a su alrededor, muchas veces sin llamar la atención: con la naturalidad de los que están cerca de Dios e irradian su amor a manos llenas.

De la mano de los papas

En nuestro tiempo, el carisma que san Josemaría recibió de Dios se sigue multiplicando en historias de vida, actitudes, gestos, iniciativas. Para ahondar en el núcleo de su mensaje en servicio de la Iglesia, me valdré de algunas consideraciones realizadas por los últimos papas, a modo de hilo conductor. En primer lugar, el entonces Patriarca de Venecia, después Juan Pablo I, señalaba: “Escrivá, con el Evangelio, ha dicho constantemente: Cristo no quiere de nosotros solamente un poco de bondad, sino mucha bondad. Pero quiere que lo consigamos no a través de acciones extraordinarias, sino con acciones comunes” (Gazzettino di Venezia, 25-VII-1978).

Desde que san Josemaría comenzó a difundir su mensaje en 1928, afirmaba que para encontrar a Cristo y evangelizar el mundo no era necesario cambiar de lugar, de profesión o ambiente, ni realizar acciones extraordinarias, sino poner el amor de Dios en las acciones comunes. Se trata, sobre todo, de una transformación interior en Cristo, que implica el corazón por completo, que llena toda el alma (Mt 22, 37; Lc 10, 27). Como le gustaba repetir, “en la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria” (Conversaciones, n. 116). En continuidad con esta idea, lo que se necesita para recorrer este camino -nos animaba- “no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado” (Surco, n. 795).

Por su parte, san Juan Pablo II definió a Josemaría Escrivá, en el día de su canonización, como el “santo de lo ordinario”. En otra ocasión, añadía que había recordado al mundo contemporáneo “el valor cristiano que puede adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno” (14-X-1993).

Un ideal de servicio, un heroísmo posible

En un mundo sofisticado, en el que la interconexión digital y la inteligencia artificial imponen anónimamente sus reglas en el ámbito profesional -como destaca un reciente documento de la Conferencia episcopal alemana-, el mensaje de san Josemaría nos recuerda que ese trabajo es medio de unión con Dios y de ayuda al prójimo, como lugar en el que confluyen la caridad y la justicia. Lejos de las lógicas del éxito, el ideal cristiano del trabajo se expresa en el servicio a los demás, ese es el mejor parámetro del ejercicio profesional de un cristiano.

Durante una misa de acción de gracias por la beatificación, el entonces cardenal Ratzinger (después Benedicto XVI) afirmaba que “Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: (…) la santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión” (19-V-1992). Santificar las circunstancias ordinarias no quiere decir que desaparecerán los defectos personales o que todo en la vida irá bien; san Josemaría decía con frecuencia que él hacía el papel de hijo pródigo muchas veces al día. Esto también es parte de la vida ordinaria: afrontar las limitaciones personales y confiar en la misericordia de Dios, evitando que el pecado nos encierre en nosotros mismos.

El servicio al prójimo a través del propio oficio se manifiesta en un personaje habitualmente inadvertido de la parábola del buen samaritano: el posadero. Su tarea queda en un segundo plano frente al gesto impresionante del viajero caritativo. El posadero sólo actúa con profesionalidad. Y, sin embargo, su aportación es fundamental. Nos recuerda que el ejercicio de cualquier tarea profesional es un servicio a quienes padecen necesidad y que todo trabajo honesto contiene, si aprendemos a descubrirla, una dimensión de caridad.

Un don recibido proyectado al futuro

En Ad charisma tuendum, el papa Francisco recordaba que “el don del Espíritu recibido por san Josemaría” impulsa a llevar a cabo “la tarea de difundir la llamada a la santidad en el mundo, a través de la santificación del trabajo y de los compromisos familiares y sociales”. Se trata de un mensaje proyectado al futuro y universal: para todas las personas, en cualquier lugar y tiempo. Todos podemos ser amigos de Dios, porque “la Trinidad se ha enamorado del hombre” (Es Cristo que pasa, n. 84). Y desde esta amistad “contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana. (...) Así contribuiremos a quitar esta angustia, este temor por un futuro de rencores fratricidas, y a confirmar en las almas y la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión, el trato, el amor” (Carta n. 3, n. 38a).

A cincuenta años de su fallecimiento, el mensaje de san Josemaría está vivo en nuestros corazones y nos invita a servir a Dios, a la Iglesia y a la sociedad. Ojalá sepamos custodiar este mensaje, encarnarlo con alegría y ponerlo al servicio de las necesidades de nuestros contemporáneos. Con el papa León XIV, los cristianos deseamos construir “una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad”.

Fuente: opusdei.org

6/25/25

Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza.

El Papa en la Audiencia General

Ciclo de catequesis II. La vida de Jesús. Las curaciones. 11. La mujer hemorroísa y la hija de Jairo. «No temas, solo ten fe» (Mc 5,36) 

Queridos hermanos y hermanas,

hoy también meditamos sobre las curaciones de Jesús como señal de esperanza. En Él hay una fuerza que nosotros también podemos experimentar cuando entramos en relación con su Persona.

Una enfermedad muy difundida en nuestro tiempo es el cansancio de vivir: la realidad nos parece demasiado compleja, pesada, difícil de afrontar. Y entonces nos apagamos, nos adormecemos, con la ilusión que al despertarnos las cosas serán diferentes. Pero la realidad va afrontada, y junto con Jesús podemos hacerlo bien. A veces nos sentimos bloqueados por el juicio de aquellos que pretenden colocar etiquetas a los demás.

Me parece que estas situaciones puedan cotejarse con un pasaje del Evangelio de Marcos, donde se entrelazan dos historias: aquella de una niña de doce años, que yace en su lecho enferma a punto de morir; y aquella de una mujer, que, precisamente desde hace doce años, tiene perdidas de sangre y busca a Jesús para sanarse (cfr Mc 5,21-43).

Entre estas dos figuras femeninas, el Evangelista coloca al personaje del padre de la muchacha: él no se queda en casa lamentándose por la enfermedad de la hija, sino sale y pide ayuda. Si bien sea el jefe de la sinagoga, no pone pretensiones argumentando su posición social. Cuando hay que esperar no pierde la paciencia y espera. Y cuando le vienen a decir que su hija ha muerto y es inútil disturbar al Maestro, él sigue teniendo fe y continúa esperando.

El coloquio de este padre con Jesús es interrumpido por la mujer que padecía flujo de sangre, que logra acercarse a Jesús y tocar su manto (v. 27). Con gran valentía esta mujer ha tomado la decisión que cambia su vida: todos seguían diciéndole que permanezca a distancia, que no se deje ver. La habían condenado a quedarse escondida y aislada.  A veces también nosotros podemos ser víctimas del juicio de los demás, que pretenden colocarnos un vestido que no es el nuestro. Y entonces estamos mal y no logramos salir de eso.

Aquella mujer emboca el camino de la salvación cuando germina en ella la fe que Jesús puede sanarla: entonces encuentra la fuerza para salir e ir a buscarlo. Al menos quiere llegar a tocar sus vestidos.

Alrededor de Jesús había una muchedumbre, muchas personas lo tocaban, pero a ellos no les pasó nada. En cambio, cuando esta mujer toca a Jesús, se sana. ¿Dónde está la diferencia? Comentando este punto del texto, San Agustín dice – en nombre de Jesús –: «La multitud apretuja, la fe toca» (Sermones 243, 2, 2). Y así: cada vez que realizamos un acto de fe dirigido a Jesús, se establece un contacto con Él e inmediatamente su gracia sale de Él. A veces no nos damos cuenta, pero de una forma secreta y real la gracia nos alcanza y lentamente trasforma la vida desde dentro.

Quizás también hoy tantas personas se acercan a Jesús de manera superficial, sin creer de verdad en su potencia. ¡Caminamos la superficie de nuestra iglesia, pero quizás el corazón está en otra parte! Esta mujer, silenciosa y anónima, derrota a sus temores, tocando el corazón de Jesús con sus manos consideradas impuras a causa de la enfermedad. Y he aquí que inmediatamente se siente curada. Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Mc 5,34).

Mientras tanto, llevaron a aquel padre la noticia que su hija había muerto. Jesús le dice: «¡No temas, basta que creas!» (v. 36). Luego fue a su casa y, viendo que todos lloraban y gritaban, dijo: «La niña no está muerta, sino que duerme» (v. 39). Luego entra donde está la niña, le toma la mano y le dice: «Talitá kum», “¡Niña, levántate!”. La muchacha se levanta y se pone a caminar (cfr vv. 41-42). Aquel gesto de Jesús nos muestra que Él no solo sana toda enfermedad, sino que también despierta de la muerte. Para Dios, que es Vida eterna, la muerte del cuerpo es como un sueño. La muerte verdadera es aquella del alma: ¡de esta debemos tener miedo!

Un último detalle: Jesús, luego de haber resucitado a la niña, dice a los padres que le den de comer (cfr v. 43). Esta es otra señal muy concreta de la cercanía de Jesús a nuestra humanidad. Podemos también entenderlo en sentido más profundo y preguntarnos: ¿cuándo nuestros muchachos se encuentran en crisis y tienen necesidad de nutrición espiritual, sabemos dársela? ¿Y cómo podemos hacerlo si nosotros mismos no nos nutrimos del Evangelio?

Queridos hermanos y hermanas, en la vida hay momentos de desilusión y de desánimo, y hay también la experiencia de la muerte. Aprendamos de aquella mujer, de aquel padre: vamos hacia Jesús: Él puede sanarnos, puede hacernos renacer. ¡Jesús es nuestra esperanza!
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Saludos 

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los sacerdotes y seminaristas provenientes de España, México, Puerto Rico, Ecuador, Colombia, El Salvador, Venezuela. En la vida hay momentos de desilusión, de desaliento e incluso de muerte. Aprendamos de aquella mujer y de aquel padre: vayamos a Jesús. Él puede sanarnos, puede devolvernos la vida. ¡Él es nuestra esperanza! Muchas gracias.
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Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy meditamos sobre las curaciones que Jesús realizó como signo de esperanza. El Evangelio que hemos escuchado nos presenta dos historias: la de una mujer enferma desde hace doce años y la de una niña que está por morir.

La mujer, considerada impura y condenada al aislamiento, se atreve a acercarse a Jesús en silencio, convencida de que basta tocar su manto para sanar. Aunque muchos tocaban a Cristo entre la muchedumbre, sólo ella fue curada. ¿Por qué? Porque lo tocó con fe. Quizás también hoy muchos se acercan a Jesús de manera superficial. Entramos en nuestras iglesias, pero nuestro corazón se queda afuera. Esta mujer, silenciosa y anónima, venció sus miedos y tocó el corazón de Jesús con manos que todos juzgaban impuras. Y el Señor la sanó a causa de su fe.

El padre de la niña tampoco se rinde ante la noticia de la muerte. Jesús le dice: «No temas, sólo ten fe». Entra en la casa, toma a la niña de la mano y la vida vuelve. Es inmensa la fuerza de una fe sincera, que toca a Jesús con confianza —aun desde la debilidad— porque deja que sus benditas manos actúen. Cuando la fe es verdadera, se confirma nuestra esperanza. La gracia de Cristo actúa y nos es devuelta la vida.

Fuente: vatican.va

6/24/25

Natividad de San Juan Bautista

Teresa Vallés

Solemnidad de la Natividad de san Juan Bautista, Precursor del Señor, que, estando aún en el seno materno, al quedar lleno del Espíritu Santo exultó de gozo por la próxima llegada de la salvación del género humano. Su nacimiento profetizó la Natividad de Cristo el Señor, y su existencia brilló con tal esplendor de gracia, que el mismo Jesucristo dijo no haber entre los nacidos de mujer nadie tan grande como Juan el Bautista.

Origen de la fiesta
La Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte. En el caso de San Juan Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento. San Juan, el Bautista, fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María, embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según el Evangelio.
Esta fiesta conmemora el nacimiento "terrenal" del Precursor. Es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que es motivo de mucha alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y preparar la próxima llegada del Mesías, o sea, de Jesús. Fue una de las primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a aplicar el mensaje de Juan.

El nacimiento de Juan BautistaI

sabel, la prima de la Virgen María estaba casada con Zacarías, quien era sacerdote, servía a Dios en el templo y esperaba la llegada del Mesías que Dios había prometido a Abraham. No habían tenido hijos, pero no se cansaban de pedírselo al Señor. Vivían de acuerdo con la ley de Dios.


Un día, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, quien se sobresaltó y se llenó de miedo. El Árcangel Gabriel le anunció que iban a tener un hijo muy especial, pero Zacarías dudó y le preguntó que cómo sería posible esto si él e Isabel ya eran viejos. Entonces el ángel le contestó que, por haber dudado, se quedaría mudo hasta que todo esto sucediera. Y así fue.
La Virgen María, al enterarse de la noticia del embarazo de Isabel, fue a visitarla. Y en el momento en que Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de júbilo en su vientre. Éste es uno de los muchos gestos de delicadeza, de servicio y de amor que tiene la Virgen María para con los demás. Antes de pensar en ella misma, también embarazada, pensó en ir a ayudar a su prima Isabel.
El ángel había encargado a Zacarías ponerle por nombre Juan. Con el nacimiento de Juan, Zacarías recupera su voz y lo primero que dice es: "Bendito el Señor, Dios de Israel".
Juan creció muy cerca de Dios. Cuando llegó el momento, anunció la venida del Salvador, predicando el arrepentimiento y la conversión y bautizando en el río Jordán.
La predicación de Juan Bautista
Juan Bautista es el Precursor, es decir, el enviado por Dios para prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto, es el último profeta, con la misión de anunciar la llegada inmediata del Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella. Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a Herodes: "No te es lícito tenerla". La hija de Herodías, en el día de cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la cabeza de JuanBautista que estaba en la cárcel.
¿Qué nos enseña la vida de Juan Bautista?
Nos enseña a cumplir con nuestra misión que adquirimos el día de nuestro bautismo: ser testigos de Cristo viviendo en la verdad de su palabra; transmitir esta verdad a quien no la tiene, por medio de nuestra palabra y ejemplo de vida; a ser piedras vivas de la Iglesia, así como era el Papa Juan Pablo II.
Nos enseña a reconocer a Jesús como lo más importante y como la verdad que debemos seguir. Nosotros lo podemos recibir en la Eucaristía todos los días.
Nos hace ver la importancia del arrepentimiento de los pecados y cómo debemos acudir con frecuencia al sacramento de la confesión.
Podemos atender la llamada de Juan Bautista reconociendo nuestros pecados, cambiando de manera de vivir y recibiendo a Jesús en la Eucaristía.
El examen de conciencia diario ayuda a la conversión, ya que con éste estamos revisando nuestro comportamiento ante Dios y ante los demás.

Fuente: catholic.net

Corpus Christi. Cristo vive en medio de nosotros

Haddy Bello D.

Muchos sueñan con ganar la lotería o un gran premio, buscan ese golpe de suerte que les cambie la vida. Otros quisieran presenciar un milagro o ver con sus propios ojos cómo se transforma la hostia durante la consagración. Sin embargo, pocos se dan cuenta de que ya han ganado algo infinitamente más valioso que cualquier lotería, y que el milagro eucarístico más extraordinario ocurre cada día, cada domingo, en cada misa que se celebra. Ese milagro se presenta de la manera más sencilla: en un pequeño pedazo de pan. Allí, Dios se entrega una y otra vez por cada uno de nosotros cuando el sacerdote pronuncia las palabras de Jesús: “Éste es mi cuerpo… entregado por ustedes” (Lc 22,19).

El acceso a la eternidad, inaugurado con la pasión, muerte

y resurrección de Cristo, se actualiza cada

vez que celebramos la Eucaristía.

No necesitamos esperar la segunda venida de Jesús ni el Juicio Final para participar del Banquete celestial. Como nos recuerda el Catecismo, “por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna” (CEC 1326). Por lo tanto, la Eucaristía no es una acción simbólica ni un rito mágico, tampoco una promesa para el futuro. Es el sacrificio de Cristo en sentido literal, no un mero ofrecimiento de alimento espiritual (cf. Ecclesia de Eucharistia, 13). Jesús está verdadera y corporalmente presente en el sacramento del altar. Es esa presencia real la que nos transforma personalmente y nos configura cada vez más íntimamente a Él, en cuerpo y alma.

La Eucaristía no es una acción simbólica ni un rito

mágico, tampoco una promesa para el futuro. Es el sacrificio de

Cristo en sentido literal, no un mero ofrecimiento de alimento espiritual.

La Fiesta del Corpus Christi fue instituida en agosto de 1264 por el Papa Urbano IV, mediante la bula Transiturus de hoc mundo, que significa “a punto de pasar de este mundo”. El título evoca uno de los momentos más decisivos de la vida de Jesús: cuando “poco antes de su Pasión, en la Última Cena, instituyó, en memoria de su muerte, el sumo y magnífico sacramento de Su Cuerpo y Su Sangre, dándonos el Cuerpo como alimento y la Sangre como bebida” (Bula citada). Una de las ideas centrales que presenta el Papa es la manera peculiar en que Cristo eligió permanecer entre nosotros: a través del alimento. ¿No resulta sorprendente su elección?

Cinco razones que pueden ayudar a comprender la iniciativa divina son:

Primero, el pan y el vino eran alimentos sencillos y accesibles en tiempos de Jesús, como lo siguen siendo hoy. Es una opción consecuente con su estilo de vida, desde la sencillez del pesebre hasta la desnudez de la cruz.

Segundo, la comida posee una fuerza especial: une, reúne y convoca. Esa dinámica constituye la esencia misma de la celebración eucarística. La misa es, fundamentalmente, compartir el amor, tal como lo vive eternamente la comunidad divina.

Tercero, la Encarnación y la Eucaristía van de la mano como dos manifestaciones de un mismo misterio: son acciones vivas y concretas de la presencia de Dios entre nosotros, que revelan su voluntad más íntima de nutrirnos y darnos su propia vida.

Cuarto, el contexto festivo del Banquete comunica la alegría profunda del Evangelio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos invitan a sentarnos a su mesa y a participar de su vida eterna, no mañana, sino hoy.

Quinto, Jesús redime la transgresión original de Adán y Eva. Su intención es que, así como la humanidad fue sepultada en la ruina por el alimento prohibido, vuelva a la vida verdadera por un alimento bendito (cf. Bula citada). El mismo Cristo lo explica: “Yo soy el pan de vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,48-51).

El acceso a la eternidad, inaugurado con la pasión, muerte y resurrección de Cristo, se actualiza cada vez que celebramos la Eucaristía. Solo necesitamos abrir los ojos del corazón para contemplar el misterio de su presencia entre nosotros.

En cada misa, en cada comunión, el milagro más grande se repite: Dios que se hace alimento para que nosotros podamos vivir eternamente.

¿Cómo puedo cultivar una mirada más contemplativa que me permita reconocer el milagro cotidiano de la Eucaristía? ¿De qué manera mi participación en la Eucaristía transforma mis relaciones familiares, comunitarias y sociales? ¿Hay coherencia entre el amor que recibo en la comunión y el amor que ofrezco a los demás? Si Jesús eligió hacerse presente a través del alimento, ¿qué me dice esto sobre su forma de amar? ¿Qué revela esta elección sobre el estilo de vida cristiano al que estoy llamado/a?

“Cristo está presente corporalmente en el sacramento del altar y en

virtud de la Eucaristía reconfigura en su cuerpo a todo el que la

recibe, de modo que la comunidad de los creyentes unida en la

Iglesia constituye el cuerpo de Cristo en el más literal

de los sentidos”. Edith SteinNaturaleza, libertad y gracia, 116-117.

Fuente: uc.cl


6/23/25

Alimentar el amor

Juan Luis Selma

Hay realidades importantes que no vienen solas: hay que cultivarlas, cuidarlas, protegerlas; la falta de riego las agosta. Con el calor que está haciendo, nos puede pasar que descuidemos el riego de una maceta. Al poco tiempo -escasos días- encontraremos la planta muerta. Ha sido un pequeño descuido, sí, pero suficiente.

Mientras los católicos de este país celebramos fiestas importantes -hoy la del Corpus Christi-, vemos cómo se va caldeando el ambiente social y político. Estamos divididos, totalmente polarizados. Vemos las cosas evidentes desde ópticas muy distintas. Ya no hay diálogo ni confianza. ¿Hemos volado todos los puentes? El difunto papa Francisco afirmaba que la tercera guerra mundial ha estallado. El mundo sufre, la paz se esfuma, las claras injusticias cada vez encuentran mayores disfraces: lo justo aparece como injusto, como derecho, mientras el mal es aplaudido como bien.

Pero hay esperanza. Dios acampa entre nosotros; es como el mantenedor de un edificio que va reparando un sinfín de averías. No para, no se cansa, no tiene amor propio ni soberbia y, aunque lo echamos de nuestras vidas, hogares, espacios… sigue ahí, no se marcha. El amor no se cansa.

El pueblo hebreo, en su larga travesía por el desierto, era alimentado diariamente con el maná bajado del cielo. En su recolección había unas serias limitaciones: cada persona debía recoger solo lo necesario para un día, aproximadamente un gómer por cabeza. Si alguien intentaba guardar más de lo indicado, el maná se echaba a perder y criaba gusanos. El maná no caía en sábado (Shabat), día sagrado de descanso. Por eso, el sexto día debían recoger el doble y, curiosamente, esa porción extra no se descomponía. Y, por último, el maná aparecía con el rocío de la mañana y debía recogerse antes de que el sol lo derritiera.

La eucaristía es nuestro maná, nuestro alimento. Es la que conserva el amor, lo acrecienta y alimenta. Sin ella, todo se torna desértico, sin vida. Es también quien realiza la unidad. Decía san Juan Pablo II que la Iglesia vive de la eucaristía. La imagen de un pan compuesto por la suma de muchos granos de trigo estimula a sumar, a unir fuerzas, a desaparecer personalmente en pos de un bien mayor.

Nos dice san Pablo: “Hermanos: yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que, a mi vez, os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Por nuestras ciudades y pueblos hoy procesiona no una imagen, sino el mismo Jesús, escondido bajo la apariencia de pan. Él es nuestro alimento, su presencia es una bendición: pasa mirándote, amándote, redimiéndote.

Correspondamos a su amor acompañándole en la procesión, visitando el sagrario. Decía san Josemaría: “Y Él se esconde viniendo bajo el aspecto del Pan y del vino, se esconde en las especies sacramentales. Decidle muchas veces, con un acto de fe que os salga de dentro: Señor, creo que estás ahí realmente presente, con tu cuerpo, con tu sangre, con tu alma, con tu divinidad. Señor, sé que vives, que estás ahí escondido por Amor. Yo vendré a hacerte un rato de compañía todos los días”.

El pan bajado del cielo -la eucaristía, Cristo entregado por amor- es el maná que alimenta nuestro corazón, que lo ablanda, purifica y renueva. Es puro amor entregado. Vamos a alimentarnos de Él; así seremos capaces de amar y perdonar, de encontrar y valorar lo que nos une, de dialogar.

Gracias a Dios -decía Benedicto XVI-: “Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una primavera eucarística: ¡cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento”. De esa presencia escondida surgen nuevos matrimonios cristianos abiertos a la vida, se recomponen otros que estaban agrietados, nacen propósitos de perdón, de entrega a los demás, de reconciliación.

Si nos cuesta amar, si tenemos un corazón endurecido por el egoísmo y el pecado, acudamos a la fuente del amor: a Jesús sacramentado.

Fuente: eldiadecordoba.es

6/22/25

Corpus Domini

El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy, en muchos países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Domini, y el Evangelio narra el milagro de los panes y los peces (cf. Lc 9,11-17).

Para dar de comer a las miles de personas que acudieron a escucharlo y a pedirle curación, Jesús invita a los Apóstoles a que le presenten lo poco que tienen, bendice los panes y los peces y les ordena que los distribuyan entre todos. El resultado es sorprendente, no sólo cada uno recibe comida suficiente, sino que sobra en abundancia (cf. Lc 9,17).

El milagro, más allá del prodigio, es un “signo” y nos recuerda que los dones de Dios, incluso los más pequeños, crecen cuanto más se comparten.

Sin embargo, al leer todo esto en el día del Corpus Domini, reflexionamos sobre una realidad aún más profunda. Sabemos, en efecto, que en la raíz de todo compartir humano hay uno más grande que lo precede: el de Dios hacia nosotros. Él, el Creador, que nos dio la vida, para salvarnos pidió a una de sus criaturas que fuera su Madre, para asumir un cuerpo frágil, limitado, mortal, como el nuestro, poniéndose en sus manos como un niño. Así compartió hasta sus últimas consecuencias nuestra pobreza, eligiendo valerse, para redimirnos, precisamente de lo poco que podíamos ofrecerle (cf. Nicolás Cabásilas, La vida en Cristo, IV, 3).

Pensemos en lo bonito que es, cuando hacemos un regalo —quizás pequeño, acorde con nuestras posibilidades— ver que es apreciado por quien lo recibe; lo contentos que nos sentimos cuando comprobamos que, a pesar de su sencillez, ese regalo nos une aún más a quienes amamos. Pues bien, en la Eucaristía, entre nosotros y Dios, sucede precisamente esto, el Señor acoge, santifica y bendice el pan y el vino que ponemos en el altar, junto con la ofrenda de nuestra vida, y los transforma en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacrificio de amor para la salvación del mundo. Dios se une a nosotros acogiendo con alegría lo que le presentamos y nos invita a unirnos a Él recibiendo y compartiendo con igual alegría su don de amor. De este modo —dice san Agustín—, como el “conjunto de muchos granos se ha transformado en un solo pan, así en la concordia de la caridad se forma un solo cuerpo de Cristo” (cf. Sermón 229/A, 2).

Queridos hermanos, esta noche haremos la Procesión Eucarística. Celebraremos juntos la Santa Misa y luego nos pondremos en camino, llevando el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad. Cantaremos, rezaremos y, finalmente, nos reuniremos en la Basílica de Santa María la Mayor para implorar la bendición del Señor sobre nuestros hogares, nuestras familias y toda la humanidad. Partiendo desde el altar y el sagrario, que esta celebración sea un signo luminoso de nuestro compromiso de ser cada día portadores de comunión y paz los unos para los otros, en el compartir y en la caridad.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Continúan llegando noticias alarmantes desde Oriente Medio, sobre todo desde Irán. En este escenario dramático, que incluye a Israel y Palestina, corre el riesgo de caer en el olvido el sufrimiento diario de la población, especialmente de Gaza y los demás territorios, donde la necesidad de una ayuda humanitaria adecuada es cada vez más urgente.

Hoy más que nunca, la humanidad clama y pide la paz. Es un grito que exige responsabilidad y razón, y no debe ser sofocado por el estruendo de las armas ni por las palabras retóricas que incitan al conflicto. Todo miembro de la comunidad internacional tiene la responsabilidad moral de detener la tragedia de la guerra, antes de que se convierta en una vorágine irreparable. No existen conflictos “lejanos” cuando está en juego la dignidad humana.

La guerra no resuelve los problemas, sino que los amplifica y produce heridas profundas en la historia de los pueblos, que tardan generaciones en cicatrizar. Ninguna victoria armada podrá compensar el dolor de las madres, el miedo de los niños, el futuro robado.

¡Que la diplomacia haga callar las armas! ¡Que las naciones tracen su futuro con obras de paz, no con la violencia ni conflictos sangrientos!

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos. Me complace saludar a los Parlamentarios y a los Alcaldes aquí presentes con ocasión del Jubileo de los Gobernantes y de los Administradores.

Saludo particularmente a los fieles de Bogotá y Samupués, Colombia; también a aquellos venidos de Polonia, en especial a los alumnos y profesores de un Instituto técnico de Cracovia; a la banda musical de Strengberg, Austria, a los fieles de Hannover, Alemania; a los jóvenes de Confirmación de Gioia Tauro y a los chicos de Tempio Pausania.

A todos les deseo que pasen un feliz domingo. Y bendigo a aquellos que hoy participan activamente en la fiesta del Corpus Domini, ya sea con el canto, la música, los homenajes floreales, las artesanías y, sobre todo, con la oración y la procesión.

Muchas gracias a todos y feliz domingo.

Fuente: vatican.va

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO - Santa Misa, Procesión y Bendición Eucarística

Homilía del Papa

Queridos hermanos y hermanas, es hermoso estar con Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar lo atestigua, narrando que las multitudes permanecían horas y horas con Él, que hablaba del Reino de Dios y curaba a los enfermos (cf. Lc 9,11). La compasión de Jesús por quienes sufren manifiesta la amorosa cercanía de Dios, que viene al mundo para salvarnos. Cuando Dios reina, el hombre es liberado de todo mal. Sin embargo, incluso para aquellos que reciben la buena nueva de Jesús, llega la hora de la prueba. En aquel lugar desierto, donde las multitudes han escuchado al Maestro, cae la tarde y no hay nada para comer (cf. v. 12). El hambre del pueblo y la puesta del sol son signos de un límite que se cierne sobre el mundo, sobre cada criatura: el día termina, al igual que la vida de los hombres. Es en esta hora, en el tiempo de la indigencia y de las sombras, cuando Jesús permanece entre nosotros.

Justo cuando el sol se pone y el hambre crece, mientras los propios apóstoles piden despedir a la gente, Cristo nos sorprende con su misericordia. Él tiene compasión del pueblo hambriento e invita a sus discípulos a que se ocupen de él, porque el hambre no es una necesidad que no tenga que ver con el anuncio del Reino y el testimonio de la salvación. Al contrario, esta hambre está vinculada con nuestra relación con Dios. Sin embargo, cinco panes y dos peces no parecen suficientes para alimentar al pueblo, porque los cálculos de los discípulos, aparentemente razonables revelan, en cambio, su poca fe. Ya que, en realidad, con Jesús contamos con todo lo necesario para dar fuerza y sentido a nuestra vida.

En efecto, a la urgencia del hambre, Él responde con el signo del compartir: levanta los ojos, pronuncia la bendición, parte el pan y da de comer a todos los presentes (cf. v. 16). Los gestos del Señor no inauguran un complejo ritual mágico, sino que manifiestan con sencillez el agradecimiento hacia el Padre, la oración filial de Cristo y la comunión fraterna que sostiene el Espíritu Santo. Para multiplicar los panes y los peces, Jesús divide los que hay: sólo así hay suficiente para todos, es más, sobran. Después de haber comido ―hasta saciarse―, con lo que sobró, llenaron doce canastos (cf. v. 17).

Esta es la lógica que salva al pueblo hambriento: Jesús actúa según el estilo de Dios, enseñando a hacer lo mismo. Hoy, en lugar de las multitudes que aparecen en el Evangelio, hay pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma. Ante la miseria de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e injusticia. En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del hombre. Especialmente en este año jubilar, el ejemplo del Señor sigue siendo para nosotros un criterio urgente de acción y servicio: compartir el pan, para multiplicar la esperanza, proclama la venida del Reino de Dios.

Al salvar del hambre a las multitudes, Jesús anuncia que salvará a todos de la muerte. Este es el misterio de la fe, que celebramos en el sacramento de la Eucaristía. Así como el hambre es señal de nuestra radical indigencia vital, así también el partir el pan es signo del don divino de la salvación.

Queridos amigos, Cristo es la respuesta de Dios al hambre del hombre, porque su cuerpo es el pan de la vida eterna: ¡tomen y coman todos de él! La invitación de Jesús abarca nuestra experiencia cotidiana: para vivir, necesitamos alimentarnos de la vida, quitándosela a las plantas y a los animales. Sin embargo, comer algo exánime nos recuerda que también nosotros, por mucho que comamos, moriremos. En cambio, cuando nos alimentamos de Jesús, pan vivo y verdadero, vivimos para Él. Ofreciéndose sin reservas, el Crucificado Resucitado se entrega a nosotros, y de este modo descubrimos que hemos sido hechos para nutrirnos de Dios. Nuestra naturaleza hambrienta lleva la marca de una indigencia que es saciada por la gracia de la Eucaristía. Como escribe san Agustín, Cristo es, de verdad, «panis qui reficit, et non deficitpanis qui sumi potest, consumi non potest» (Sermo 130, 2), es decir, un pan que nutre y nunca falta; un pan que se puede comer pero que nunca se agota. La Eucaristía, en efecto, es la presencia verdadera, real y sustancial del Salvador (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1413), que transforma el pan en sí mismo, para transformarnos en Él. Vivo y vivificante, el Corpus Domini hace de nosotros, o sea, de la Iglesia misma, el cuerpo del Señor.

Por eso, según las palabras del apóstol Pablo (cf. 1 Cor 10,17), el Concilio Vaticano II enseña que «la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico […]. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Const. dogm. Lumen gentium, 3). La procesión que comenzaremos dentro de poco es un signo de ese camino. Juntos, pastores y rebaño, nos alimentamos del Santísimo Sacramento, lo adoramos y lo llevamos por las calles. Al hacerlo, lo ofrecemos a la mirada, a la conciencia y al corazón de la gente. Al corazón de quien cree, para que crea más firmemente, y al corazón de quien no cree, para que se cuestione sobre el hambre que tenemos en el alma y sobre el pan que puede saciarla.

Fortalecidos por el alimento que Dios nos da, llevemos a Jesús al corazón de todos, porque Jesús incluye a todos en la obra de la salvación, invitando a cada uno a participar en su mesa. ¡Dichosos los invitados, que se convierten en testigos de este amor!

Fuente: vatican.va


6/21/25

Corpus Christi

Domingo del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (ciclo C)

Evangelio (Lc 9,11b-17)

En aquel tiempo, Jesús acogió a la gente, les hablaba del Reino de Dios, y sanaba a los que tenían necesidad.

Empezaba a declinar el día, y se acercaron los doce para decirle:

—Despide a la muchedumbre, para que se vayan a los pueblos y aldeas de alrededor, a buscar albergue y a proveerse de alimentos; porque aquí estamos en un lugar desierto.

Él les dijo:

—Dadles vosotros de comer.

Pero ellos dijeron:

—No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros y compremos comida para todo este gentío —había unos cinco mil hombres.

Entonces les dijo a sus discípulos:

—Hacedlos sentar en grupos de cincuenta.

Así lo hicieron, y acomodaron a todos.

Tomando los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos a sus discípulos, para que los distribuyeran entre la muchedumbre. Comieron hasta que todos quedaron satisfechos. Y de lo que sobró recogieron doce cestos de trozos.

Comentario al Evangelio

Los evangelios retratan con frecuencia a Jesús llevado de su inmenso amor por la gente, acogiendo a todos, predicando el Reino de Dios con paciencia y curando a los enfermos que le presentaban. En el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, Jesús también se preocupa de su indigencia material. Como explica el Papa Francisco, “su compasión no es un vago sentimiento; muestra en cambio toda la fuerza de su voluntad de estar cerca de nosotros y de salvarnos. Jesús nos ama mucho, y quiere estar con nosotros. Según llega la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y hambrientas y cuida de cuantos le siguen.

El milagro de la multiplicación, que todos los evangelistas quisieron consignar, fue un preludio del derroche de amor de Jesús en la Eucaristía. De hecho, la escena está cargada de significado eucarístico. Por un lado, Jesús alimentó a la muchedumbre en un lugar desierto. Con este acto de bondad rememoraba y actualizaba el amor providente de Dios narrado en el Éxodo, cuando alimentó a Israel con el misterioso maná que bajaba del cielo cada día (cfr. Ex 16,1ss.) como preludio del verdadero pan del cielo de la Eucaristía (cfr. Jn 6,30ss.).

Por otro lado, los gestos de Jesús sobre los panes −“levantó los ojos al cielo y pronunció la bendición sobre ellos, los partió y empezó a dárselos” (v. 16)−, recordaban los gestos que hacía el cabeza de familia en las casas de Israel y prefiguraban los gestos de la institución de la Eucaristía en la última cena (cfr. 1Co 11, 23-26; Mc 14,12-26; Mt 26,17-20 y Lc 22,7-39). Eran los mismos gestos de la fracción del pan que haría el resucitado, a la mesa, con los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,30). Los mismos gestos, en definitiva, que repiten los sacerdotes en cada Misa. El amor de Jesús mostrado aquella tarde de la multiplicación se extendería así en el espacio y el tiempo. En este sentido, Santa Teresita del Niño Jesús explicaba de modo sorprendente que “Dios no baja del cielo todos los días para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen, y Templo vivo de la adorable Trinidad”.

Con el milagro de la multiplicación, cerca de cinco mil personas quedaron saciadas e incluso sobró mucho: “doce cestos de trozos”. Este hecho, seguramente previsto por Jesús, además de reflejar el cuidado del Maestro por las cosas pequeñas, simbolizaba también la gran abundancia de los tiempos mesiánicos que anunciaron los profetas (cfr. Is 25,6; Sal 78,19-20), y anticipaba el sobreabundante amor de Jesús por los hombres, cumplido en el sacrificio de la cruz y perpetuado en la Eucaristía.

Por último, Jesús quiso hacer partícipes a los discípulos de su amor servicial por las muchedumbres. Por eso cuando ellos pretenden despedir a la gente, Jesús le dice: “dadles vosotros de comer”. Porque como dice el Papa Francisco “el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla. (…) Así que preguntémonos al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mí, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?”.

Fuente: opusdei.org