5/16/24

Solemnidad de Pentecostés

Evangelio del domingo

Evangelio (Jn 20, 19-23)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Comentario al Evangelio

Ha llegado Pentecostés: la fiesta por excelencia del Espíritu Santo. Hoy, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina que lleva a cabo su tarea santificadora de manera silenciosa y discreta, irrumpe con toda la fuerza de su poder para recordarnos que es Él el que hace la Iglesia.

La escena que nos presenta el evangelio de san Juan no deja de ser paradójica. Nos encontramos en el anochecer del Domingo de Resurrección. Por las narraciones de los cuatro evangelistas, sabemos que aquel día fue frenético: idas y venidas desde el sepulcro, personas que aseguran haber visto al Señor, los de Emaús que van desolados y vuelven jubilosos, llantos, abrazos, estupor. Y, sobre todo, alegría, mucha alegría. Los testimonios —La Magdalena, Pedro, Cleofás— son suficientes para que los discípulos incrédulos al menos duden de su incredulidad.

Y, sin embargo, a esas personas las encontramos ahora encerradas por miedo.

La historia de la humanidad ha cambiado para siempre: Cristo ha resucitado. No obstante, el cambio que se había de operar en los apóstoles estaba por hacerse: todavía conservaban los rezagos de ese temor que los hizo abandonarlo en el Calvario. Tiemblan ante la idea de correr la misma suerte.

Así, mientras en los corazones de los que ama se entremezclan esos sentimientos, Jesús Resucitado se aparece en medio de ellos.

Para nuestra vida cristiana, es muy importante que nos fijemos con atención en los gestos del Señor. En particular, esta escena es clave para comprender cómo responde Dios frente a nuestros miedos, que muchas veces son el obstáculo que nos impide corresponder a su gracia.

Jesús hace cuatro cosas: les da la paz, les pide que levanten la mirada para que contemplen sus llagas, les da la misión, y con ella, la posibilidad de perdonar los pecados.

Es maravilloso ver cómo el Señor responde frente al temor: con una vocación. La llamada de Dios, que incluye siempre el sentido de misión, es en sí misma la respuesta a nuestras propias debilidades y cobardías.

Jesús no espera que sus apóstoles se conviertan en hombres valientes para después enviarlos. Los envía justamente cuando están asustados: porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo que reciben en ese momento.

La Iglesia se hizo, se hace y se hará por la acción del Paráclito. Nuestra tarea no es otra que dejarnos guiar por Él. Por eso no caben ni las inhibiciones ni la vanagloria.

A partir de entonces, la vida de los apóstoles se resumirá en proclamar por todos los sitios que Jesús es el Señor. Pero como dice san Pablo en la segunda lectura, para poder afirmar eso necesitamos al Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). No podemos dar un solo paso en la vida espiritual, ni siquiera el más sencillo, sin la asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso decimos en la secuencia previa a la proclamación del Evangelio en la Misa de hoy: Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro.

Esta Solemnidad es una ocasión estupenda para pedir con fe una renovación de nuestra vida espiritual y para interceder por los cristianos del mundo entero. Al convocar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él llamó “un nuevo Pentecostés” en la Iglesia. Esa expresión, nuevo Pentecostés, podría servirnos como un anhelo que diariamente marque el paso de nuestro trato con el Espíritu Santo.

Para eso, podemos acudir a María, protagonista indispensable de lo que celebramos hoy, para que de Ella aprendamos a decir hágase a cada moción del Espíritu Santo. La Virgen también se turbó frente a la presencia y el anuncio del Ángel (cfr. Lucas 1, 29). Sin embargo, no fundamentó su respuesta en la inquietud que sentía: la fundamentó en la seguridad de que era Dios quien la llamaba.

Así se hace la Iglesia, así se han portado los santos, y así espera el Espíritu Santo que vivamos nosotros. Solos no podemos, pero con Él sí.

Fuente: opusdei.org

El noble oficio de la educación

Eduardo Baura

Jaime Buhigas nos regala un precioso canto a la educación que entusiasmará y revitalizará a todos los que aman la educación

Para un amante de la lectura y del continuo aprendizaje, la reseña de libros es un auténtico regalo de la Providencia. No solo porque permite convertir en trabajo lo que de hecho es un placer, sino también porque el hecho de estar al corriente de lo que se va publicando brinda la opción de dar con auténticas joyas que de otra manera nunca se conocerían, o que, con suerte, acabarían al fondo de esa siempre creciente lista de libros pendientes.

El noble oficio de la educación, de Jaime Buhigas, es uno de esos casos, quizá el más notable que un servidor recuerda desde que se dedica a estos menesteres. Si tuviera que recomendar un libro, uno solo, a un profesor, de la edad y condición que fuera, o a un futuro maestro, sin duda este sería el elegido.

Recogiendo la tradición de las composiciones epistolares, la obra se divide en dieciocho cartas dirigidas a profesores y alumnos de las diferentes etapas de la educación escolar, así como a otros actores de la enseñanza como los padres, el personal «no docente», la dirección del colegio, los inspectores escolares e incluso la misma ministra de educación.

En todas las cartas, Buhigas demuestra tanto un amplio conocimiento de la escuela, fruto de su dilatada experiencia como docente, como una sensibilidad nada frecuente, que le permite identificar la esencia y la belleza del papel que juega cada uno de esos protagonistas de la educación. Por ello, la recomendación de leer este libro puede hacerse extensiva a profesores de otras etapas de la enseñanza y, más allá, a toda persona interesada en la labor educativa.

Porque, en realidad, esta obra no es otra cosa que un canto, de una belleza y una profundidad inusitadas, a la profesión docente, a esa educación artesanal y cuidadosa que el autor no cesa de reivindicar, y que, por mucho que algunos se empeñen, ninguna innovación metodológica o tecnológica serán capaces nunca de sustituir ni emular.

No se trata, nos advierte Buhigas en el prólogo, de caer en un discurso retrógrado ni de negar las necesarias mejoras que deben introducirse en el ámbito educativo. Consiste, más bien, en reivindicar el Arte –con mayúsculas– de enseñar y aprender. Un oficio que el autor define como «artesanal, detenido, fiable, humano, ceremonioso», que repara en los detalles y las formas, que huye de la aceleración rampante hoy día y que se centra en los dos pilares de la educación, a saber: la transmisión del conocimiento y el encuentro humano.

Ante la imposibilidad de explicar con detenimiento las numerosas ideas sugerentes que nos regala el autor, nos limitaremos a reseñar tan solo dos reflexiones que se antojan especialmente atinadas en los tiempos que corren.

Una de ellas es la apasionada defensa que Buhigas realiza del profesor veterano, una figura que ha ido perdiendo la autoridad y el respeto de los que disfrutaba no hace tanto para convertirse, cada vez más, en una pieza prescindible en las instituciones educativas, relegada a menudo a una posición secundaria y contemplada por no pocos de sus colegas con una indisimulada condescendencia. Para el autor, los profesores a punto de jubilarse son un auténtico tesoro, algo que defiende con un bello párrafo que debería enmarcarse en todos los centros educativos: «Puede que no tengan ni el entusiasmo ni los conocimientos para manejar con soltura las nuevas tecnologías. No lo necesitan. Han visto mucho. Han conocido mucho. Han educado mucho. Ven mucho más hondo cuando miran de frente al alumno. Tienen las certezas del viejo artesano que guarda su experiencia en el tacto de sus manos»

La segunda idea es la reivindicación, hoy más urgente que nunca, de que todo profesor, sea de la etapa que sea, debe ser ante todo una persona culta, caracterizada por su inquietud y su deseo de seguir aprendiendo. Solo si los alumnos ven en él ese amor por el conocimiento y esa convicción de la necesidad de transmitirlo, dicho profesor logrará plantar en ellos la semilla de la curiosidad y el deseo de aprender. Gracias a ello, se estará logrando el fin último de la educación: enseñar a aprender, que es, como nos recuerda el autor, «una de las labores más nobles y elevadas a las que puede aspirar el ser humano».

Fuente: eldebate.com

Mensaje del Prelado del Opus Dei

Mns. Fernando Ocáriz


 Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El próximo día 19 celebraremos la solemnidad de Pentecostés, una ocasión para hacer especial memoria de la venida visible del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. Bajo la forma de un fuego purificador y de un viento impetuoso, el Paráclito dio a los apóstoles una nueva sabiduría, un nuevo amor y un valiente impulso evangelizador.

A la vez, esa fiesta es una oportunidad para meditar, agradecer y abrir nuestras almas a la acción del Espíritu Santo, Amor infinito. Él, con la gracia santificante, nos va identificando más y más con Cristo y, en Cristo, nos hace más y más hijos de Dios Padre.

Como preparación a la fiesta de Pentecostés, nos puede ayudar meditar de nuevo durante los próximos días este texto de san Pablo: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “Abbá, Padre”» (Rm 8, 14-15). Me vienen inmediatamente al pensamiento, y seguro que a muchos de vosotros también, estas palabras de nuestro Padre, en las que relataba un acontecimiento que tuvo lugar en un tranvía de Madrid el 16 de octubre de 1931: «Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater!» (Carta 9-I-1959).

Así nació, en el corazón de san Josemaría, el sentido de la filiación divina como fundamento del espíritu de la Obra. Filiación que se continúa necesariamente en la correspondiente fraternidad en la Iglesia –y en la Obra como pequeña parte de la Iglesia– y en el impulso apostólico.

Todo esto y mucho más sobre el Espíritu Santo y la filiación divina lo habréis leído y meditado tantas veces. Pero no nos cansemos de contemplar y agradecer esta realidad sobrenatural. Podemos procurar vivirla con renovada esperanza, para que, con la ayuda del Señor, nuestro ser hijas e hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo lo podamos vivir también, cada vez más, en el amor fraterno y en el servicio a los demás.

Como os recuerdo con frecuencia, cuento con la oración de cada una y de cada uno, cor unum et anima una (Hch 4, 32) –es cosa de todos– por el estudio en curso sobre nuestros Estatutos. A principio de este mes tuvo lugar una primera reunión de cuatro miembros del Dicasterio y cuatro canonistas del Opus Dei, tres profesores y una profesora. Está prevista una segunda reunión de este tipo a finales de junio y seguramente se continuará ya después del verano. Se trata de perfilar, del mejor modo posible, los Estatutos de la Obra, siguiendo la indicación dada por el Papa de “tutelar el carisma” (Ad charisma tuendum), es decir salvaguardando sus elementos esenciales (carácter secular y principalmente laical, unidad de vocación entre laicos –hombres y mujeres– y sacerdotes, etc.). La solemnidad de Pentecostés nos ayuda a confiarnos a la acción del Paráclito también a través de estos trabajos, al tiempo que los vivimos, cada uno y como familia, con ese espíritu de filiación del que os hablaba más arriba.

El próximo día 25 tendrá lugar, si Dios quiere, la ordenación sacerdotal de veintinueve hermanos vuestros de la Obra: que estén también muy presentes en nuestra oración durante estos próximos días.

Celebraremos Pentecostés en medio del mes de mayo. Quizá nos ayude considerar que la santísima Virgen, en cuanto medianera de toda gracia, es –en expresión de san Andrés de Creta– «la madre de quien proviene sobre todos el Espíritu» (Homilía mariana II).

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre


Roma, 15 de mayo de 2024

5/15/24

Vicios y virtudes

 El Papa en la Audiencia General


Catequesis 19. La caridad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy vamos a hablar de la tercera virtud teologal, la caridad. Las otras dos, recordamos, eran la fe y la esperanza: hoy hablaremos de la tercera, la caridad. Es el culmen de todo el itinerario que hemos recorrido con las catequesis sobre las virtudes. Pensar en la caridad ensancha inmediatamente el corazón, la mente corre hacia las inspiradas palabras de San Pablo en la Primera Carta a los Corintios. Como conclusión de ese maravilloso himno, San Pablo cita la tríada de las virtudes teologales y exclama: “En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor” (1 Co 13,13). Pablo dirige estas palabras a una comunidad que distaba mucho de ser perfecta en el amor fraterno: los cristianos de Corinto eran más bien pendencieros, había divisiones internas, había quienes pretendían tener siempre la razón y no escuchaban a los demás, considerándolos inferiores. A ellos Pablo les recuerda que la ciencia engríe, mientras que la caridad edifica (cf. 1 Co 8,1). A continuación, el Apóstol recoge un escándalo que afecta incluso al momento de mayor unidad de una comunidad cristiana, a saber, la "Cena del Señor", la celebración de la Eucaristía: incluso allí hay divisiones, y hay quien aprovecha para comer y beber excluyendo a los que no tienen nada (cf. 1 Co 11,18-22). Frente a esto, Pablo pronuncia un juicio severo: "Así pues, cuando se reúnen, lo suyo ya no es comer la cena del Señor" (v. 20): ustedes tienen otro ritual, que es pagano. No es la cena del Señor.   

Quién sabe, tal vez nadie en la comunidad de Corinto pensara que había pecado y aquellas duras palabras del Apóstol sonaban un poco incomprensibles para ellos. Probablemente todos estaban convencidos de que eran buenas personas y, al ser interrogados sobre el amor, habrían respondido que el amor era, sin duda, un valor muy importante para ellos, al igual que la amistad y la familia. Incluso hoy en día, el amor está en boca de muchos, está en la boca de muchos; en la boca de muchos "influencers" y en los estribillos de muchas canciones. Se habla tanto del amor, pero ¿qué cosa es el amor?

"¿Pero el otro amor?", parece preguntar Pablo a sus cristianos de Corinto. No el amor que sube, sino el que baja; no el que quita, sino el que da; no el que aparece, sino el que está oculto. A Pablo le preocupa que en Corinto -como también entre nosotros hoy- haya confusión y que, de la virtud teologal del amor, la que viene solo de Dios, en realidad no haya ni rastro. Y si incluso de palabra todos aseguran que son buenas personas, que aman a su familia y a sus amigos, en realidad saben muy poco del amor de Dios. 

Los cristianos de la antigüedad tenían varias palabras griegas para definir el amor. Finalmente, surgió la palabra "ágape", que normalmente traducimos por "caridad". Porque, en realidad, los cristianos son capaces de todos los amores del mundo: también ellos se enamoran, más o menos como le ocurre a todo el mundo. También experimentan la bondad de la amistad. Asimismo, experimentan el amor a la patria y el amor universal a toda la humanidad. Pero hay un amor más grande, un amor que viene de Dios y se dirige a Dios, que nos empuja a amar a Dios, a convertirnos en sus amigos, y nos impulsa a amar al prójimo como Dios lo ama, con el deseo de compartir la amistad con Dios. Este amor, por causa de Cristo, nos lleva a donde humanamente no iríamos: es amor por los pobres, por lo que no es amable, por los que no nos quieren y no son agradecidos. Es amor por lo que nadie amaría; incluso por el enemigo. Incluso por el enemigo. Esto es "teologal", esto viene de Dios, es obra del Espíritu Santo en nosotros. 

Jesús predica, en el Sermón de la Montaña: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen bien solo a los que les hacen bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6,32-33). Y concluye: "Por el contrario, amen a sus enemigos - nosotros estamos acostumbrados a hablar mal de los enemigos- hagan el bien y presten sin esperar nada, con generosidad, y será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos” (v. 35). Recordemos esto: “amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada”. No lo olvidemos.

En estas palabras, el amor se revela como una virtud teologal y toma el nombre de "caridad". El amor es caridad. Enseguida nos damos cuenta de que es un amor difícil, incluso imposible de practicar si no se vive en Dios. Nuestra naturaleza humana nos hace amar espontáneamente lo que es bueno y bello. En nombre de un ideal o de un gran afecto podemos incluso ser generosos y realizar actos heroicos. Pero el amor de Dios va más allá de estos criterios. El amor cristiano abraza lo que no es amable, ofrece el perdón- cuan difícil es perdonar: cuanto amor hace falta para perdonar: El amor cristiano bendice a los que maldicen, y estamos acostumbrados ante un insulto, una maldición, a responder con otro insulto, con otra maldición. Es un amor tan audaz que parece casi imposible, y sin embargo es lo único que quedará de nosotros. El amor es la “puerta estrecha” por la que debemos pasar para entrar en el Reino de Dios. Porque al atardecer de la vida no seremos juzgados por el amor genérico, sino juzgados precisamente por la caridad, por el amor que hemos dado concretamente. Y Jesús nos dice esto tan bello: "En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25,40). Esta es la cosa bella, la cosa grande del amor. ¡Adelante y ánimo!.

Fuente: vatican.va

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que aumente nuestra caridad y nos conceda un corazón abierto, un corazón generoso para no ser indiferentes ante las necesidades de los demás. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra reflexión de hoy es sobre la caridad, tercera virtud teologal; es decir: la fe, la esperanza y la caridad son virtudes teologales. Y con esto completamos nuestras catequesis sobre las virtudes. La caridad proviene de Dios, nos encamina hacia Él; la caridad nos permite amarlo, llegar a ser sus amigos, a la vez que nos capacita para amar al prójimo como Dios lo ama.

La caridad de Cristo, como nos lo recuerda en las bienaventuranzas, nos apremia a ocuparnos de los hermanos más pequeños, más relegados. Se trata de un amor concreto, de un amor intrépido, que abraza incluso lo que no es amable; un amor que perdona, olvida, bendice y se entrega sin medida.

Esta virtud es la “puerta estrecha” que nos permitirá llegar al cielo; será el único criterio de juicio, pues “al atardecer de nuestra vida seremos examinados en el amor”. Como lo sabemos, al final sólo permanecerá la caridad.

«Imaginar un futuro distinto para nuestros ancianos»

Paloma López Campos


En su mensaje para la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, el Papa Francisco resalta la fidelidad de Dios a todos sus hijos, jóvenes y ancianos. El Santo Padre asegura que Dios “no descarta ninguna piedra, al contrario, las más ‘viejas’ son la base segura sobre las que se pueden apoyar las piedras ‘nuevas’ para construir todas juntas el edificio espiritual”.

Con sus palabras, el Pontífice pone de nuevo en el centro a los ancianos, algo que hace con mucha frecuencia pues está convencido de que “envejecer es signo de bendición”. En la Biblia, dice Francisco con ocasión de la jornada, vemos que “Dios sigue mostrándonos su misericordia, siempre, en cada etapa de la vida, y en cualquier condición en la que nos encontremos”.

Sin embargo, frente a la fidelidad de Dios se encuentra el abandono del hombre. Advierte el Papa que “con mucha frecuencia la soledad es la amarga compañera de la vida de los que como nosotros son mayores y abuelos”. El Santo Padre, recordando su etapa como obispo de Buenos Aires, menciona que cuando visitaba las residencias de ancianos podía observar “las pocas visitas que recibían esas personas; algunos no veían a sus seres queridos desde hacía muchos meses”.

Confrontación entre jóvenes y ancianos

Esta soledad es la consecuencia de muchos factores. El Papa menciona, entre otros, la emigración, las guerras y las falsas creencias en algunas culturas, que acusan a los mayores “de recurrir a la brujería para quitar energías vitales a los jóvenes”. Este, dice el Santo Padre, “es uno de esos prejuicios infundados, de los que la fe cristiana nos ha liberado, que alimenta persistentes conflictos generacionales entre jóvenes y ancianos”.

Pero es un error pensar que esa idea no existe “en las sociedades más avanzadas y modernas”. Francisco sostiene que “hoy en día está muy extendida la creencia de que los ancianos hacen pesar sobre los jóvenes el costo de la asistencia que ellos requieren”. Sin embargo, el Pontífice advierte de que esto “se trata de una percepción distorsionada de la realidad”. El Papa manifiesta que “la contraposición entre las generaciones es un engaño y un fruto envenenado de la cultura de la confrontación”.

El problema, afirma el obispo de Roma en su mensaje, es que cuando perdemos de vista el valor de cada uno, “las personas se convierten en una mera carga onerosa”. Esta creencia se extiende tanto que los mayores la acaban aceptando “y llegan a considerarse como un peso, deseando ser los primeros en hacerse a un lado”.

Una cultura en la que quepan todos

Ante esta situación, el Papa advierte de la trampa del individualismo, que está impregnado de esa mentalidad de confrontación. Al verse uno mismo ya anciano, “teniendo necesidad de todo”, se encuentra solo, “sin ninguna ayuda, sin tener a alguien con quien poder contar. Es un triste descubrimiento que muchos hacen cuando ya es demasiado tarde”.

Frente a la cultura imperante, el Santo Padre propone el ejemplo bíblico de Rut, que se queda junto a su suegra Noemí. Ella “nos enseña que a la súplica ‘¡no me abandones!’ es posible responder ‘¡no te abandonaré!’. Su historia nos permite “recorrer un camino nuevo” e “imaginar un futuro distinto para nuestros ancianos”.

Los ancianos, tesoro de la Iglesia

El Papa aprovecha su mensaje de la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores para agradecer “a todas esas personas que, aun con muchos sacrificios, han seguido efectivamente el ejemplo de Rut y se están ocupando de un anciano, o sencillamente muestran cada día su cercanía a parientes o conocidos que no tienen a nadie”.

Francisco concluye animando a los católicos a estar cerca de los mayores y a reconocer “el papel insustituible que estos tienen en la familia, en la sociedad y en la Iglesia”. Además, da su bendición a los “queridos abuelos y mayores, y a cuantos los acompañan”, prometiendo su oración por ellos y pidiendo que también recen por él.

IV Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores

Este 2024 la IV Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores se celebra el 28 de julio. El lema elegido por el Papa Francisco es «En la vejez no me abandones», tomado del Salmo 71. El Pontífice ha centrado muchas veces el foco en los ancianos a lo largo de su pontificado, asegurando que la ancianidad «es una estación para seguir dando frutos».

Identificándose él mismo como un hombre mayor en multitud de ocasiones, el Santo Padre celebró la primera jornada de este tipo en 2021, y cada año trata de animar a la Iglesia entera a valorar la aportación de los abuelos y de los mayores a la sociedad y a la fe.

Fuente: 0mnesmag.com

5/13/24

En busca del paraíso terrenal

Juan Luis Selma

De algún modo anhelamos la perfección celestial, la felicidad eterna, el cielo, buscándola en la tierra

Tomás Moro se planteó la existencia de Utopía -el país idílico- en su Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía. Etimológicamente, utopía puede proceder del griego outopia (no lugar, como, de hecho, lo tradujo Francisco de Quevedo). Ese sitio ideal, esa república perfecta, según demuestran los hechos, no se encuentra en este mundo.

Hoy celebramos la Ascensión del Señor a los cielos. Él, que se hizo hombre como nosotros, que trabajó con manos de hombre y amó con corazón de hombre, sube a los cielos para prepararnos un lugar, para hacernos sitio. Aunque somos de la tierra, nuestro destino está en el cielo. Verdad que olvidamos constantemente, creyentes, agnósticos y ateos. Buscamos el cielo, el paraíso aquí abajo. Todo lo que queremos tiene que ser bueno, perfecto: la mujer o el marido, los hijos, el trabajo, la casa, hasta los vecinos tienen que ser idílicos. El físico, la salud, el tiempo. De algún modo anhelamos la perfección celestial, la felicidad eterna, el cielo, buscándola en la tierra.

Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”. Es el relato de la Ascensión.

Me llama la atención las palabras del ángel: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”. Es una invitación a trabajar, a construir un mundo mejor, a llevar a cabo lo que Cristo inició: “hacer nuevas todas las cosas”. Si queremos un mundo mejor, seamos nosotros mejores, comencemos la reforma reformándonos.

Acabo de hablar con un chico que dice que, cuando algo le sale mal, le echa la culpa a Dios y me pregunta por qué le pasa eso. Esto nos sucede a todos, siempre la culpa es de otro. Así tranquilizamos, anestesiamos, la conciencia: buscamos un culpable por fuera. Lo honrado sería que, al ver algo que no funciona, nos preguntáramos qué podríamos hacer para solucionarlo.

El paraíso, desde la entrada del pecado en el mundo, es un paraíso perdido. Una buena familia hay que pelearla, lo mismo que un buen matrimonio, la amistad, el trabajo… Los que saben de campo son conscientes de que Jauja no existe; como dice el salmo: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”. Con el sudor de la frente se gana el pan de cada día y se construye la ciudad, la casa, el hogar.

Aunque aquí abajo las cosas cuestan, no hay que olvidar la promesa del cielo. Esa felicidad completa, absoluta, duradera, la encontraremos. Estamos en camino, somos viandantes. Sabemos que en esta morada reina la imperfección, pero que también la alcanzaremos. Los que creemos en el cielo no lo podemos olvidar. No vivamos como criaturas sin fe, sin esperanza. Hay una gran diferencia entre quien sabe que no ha de morir, que vivirá para siempre, y aquellos que, por no creer en el más allá, todo lo tienen que alcanzar ya.

Los creyentes no podemos mundanizarnos, vivir como si todo lo tuviéramos que lograr en la tierra, sin dejar nada para el paraíso. La vida terrena es un aperitivo de lo que será la eterna. Hay que saber esperar, dejar algo para luego, no vivir en el todo ya y para mí. Dice Camino: “El cielo: -ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman-. ¿No te empujan a luchar esas revelaciones del apóstol?”

Saber esperar es ser justos, honrados, sacrificados, pensar en los demás. Nos podríamos preguntar en qué se distingue nuestra vida de creyentes de las de los paganos. En algo se tienen que notar nuestras creencias. Así lo entendían los primeros cristianos, como relata la Epístola a Diogneto (s. II): “Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos”.

Buscamos ir al paraíso haciendo de la tierra un pedacito, un anticipo del cielo. Sigue diciendo san Josemaría: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Pero hay que luchar y amar, tener paciencia y contar con la cruz: la contrariedad, incomprensión, enfermedad… Si se llevan por amor, no son tan pesadas.

Fuente: https://www.eldiadecordoba.es

5/12/24

Llevar a cabo las obras del amor

 El Papa en el Regina Caeli


Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Y ahora, quiero desear un feliz domingo a los muchachos de Génova.

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Solemnidad de la Ascensión del Señor. El Evangelio de la Misa afirma que Jesús, después de haber encomendado a los apóstoles la tarea de continuar su obra, «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19). Así dice el Evangelio: «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios».

El regreso de Jesús al Padre se nos presenta no como un alejamiento de nosotros, sino sobre todo como un modo de precedernos hacia la meta, que es el cielo. Como cuando en la montaña se sube hacia la cima: se camina, con fatiga, y finalmente, en un recodo del sendero, el horizonte se abre y se ve el panorama. Entonces todo el cuerpo vuelve a encontrar la fuerza para afrontar la última subida. Todo el cuerpo – brazos, piernas y todos los músculos – se tensa para llegar a la cumbre.

Y nosotros, la Iglesia, somos precisamente ese cuerpo que Jesús, ascendido al Cielo, arrastra consigo como una “soga”. Es Él quien nos desvela y nos comunica, con su Palabra y con la gracia de los Sacramentos, la belleza de la Patria hacia la que nos encaminamos. Del mismo modo también nosotros, sus miembros, – somos nosotros miembros de Jesús – subimos con alegría junto a Él, la cabeza, sabiendo que el paso de uno es un paso para todos, y que nadie debe perderse ni quedar atrás porque somos un cuerpo solo.  (cf. Col 1,18; 1 Cor 12,12-27).

Escuchemos bien: Paso a paso, peldaño a peldaño, Jesús nos muestra el camino. ¿Cuáles son esos pasos a dar? El Evangelio hoy dice: “Anunciar el Evangelio, bautizar, expulsar a los demonios, enfrentar a las serpientes, sanar a los enfermos” (cf. Mc 16,16-18); en resumen, llevar a cabo las obras del amor: dar la vida, llevar la esperanza, mantenerse alejado de todo mal y mezquindad, responder al mal con el bien, estar cerca de quien sufre. Esto es el “paso a paso”. Y cuanto más hacemos esto, más nos dejamos transformar por el Espíritu, más seguimos su ejemplo y más, como en la montaña, sentimos que el aire en torno a nosotros se vuelve ligero y limpio, el horizonte amplio y la meta cerca, las palabras y los gestos se convierten en buenos, la mente y el corazón se agrandan, respiran.

Entonces podemos preguntarnos: ¿Está vivo en mí el deseo de Dios, el deseo de su amor infinito, de su vida que es vida eterna? ¿O estoy un poco aplanado y anclado a las cosas pasajeras, o al dinero, o al éxito, o a los placeres? Y mi deseo del Cielo, ¿me aísla, me cierra o me lleva a amar a los hermanos con ánimo grande y desinteresado, a sentirlos compañeros de camino hacia el Paraíso?

Que María nos ayude, ella que ya llegó a la meta, a caminar juntos con alegría hacia la gloria del Cielo.

Después del Regina Caeli

Queridos hermanos y hermanas:

Mientras celebramos la Ascensión del Señor Resucitado, que nos hace libres y nos quiere libres, renuevo mi llamamiento en favor de un intercambio general de todos los prisioneros entre Rusia y Ucrania, asegurando la disponibilidad de la Santa Sede para favorecer cualquier esfuerzo en ese sentido, sobre todo por los que están gravemente heridos y enfermos. Y continuemos rezando por la paz en Ucrania, en Palestina, en Israel, en Myanmar... Recemos por la paz.

Se celebra hoy la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, sobre el tema «Inteligencia artificial y sabiduría del corazón». Solo recuperando una sabiduría del corazón podemos interpretar las exigencias de nuestro tiempo y redescubrir el camino hacia una comunicación plenamente humana. ¡Nuestro agradecimiento a todos los operadores de la comunicación por su trabajo!

Hoy en muchos países se celebra la fiesta de la madre; pensemos con reconocimiento en todas las madres, y recemos también por las madres que se han ido al Cielo. Y confiemos a las madres a la protección de María, nuestra madre celestial. ¡Y para todas las madres un gran aplauso!

Saludo a los peregrinos de Roma y de diversas partes de Italia y del mundo, en particular a los procedentes de Hungría y de Malta; a los estudiantes del Colégio de São Tomás de Lisboa; a las bandas musicales de Austria y Alemania, que rinden homenaje a la memoria del Papa Benedicto XVI. ¡Tocan bien! Saludo, además, a los fieles de Pesaro, Cagliari, Giulianova Lido, y a los de Ponti sul Mincio que han venido en bicicleta; a los donantes de sangre AVIS, a la Asociación “Giovane Montagna” de Turín, a los muchachos de la Confirmación de Génova y a las personas afectadas de fibromialgia, en el Día dedicado a esta patología.

Agradezco a quienes han organizado la exposición fotográfica “Changes”, “Cambios”, instalada bajo la Columnata de la Plaza de San Pedro. Fotógrafos de todo el mundo relatan la belleza de nuestra casa común, un regalo del creador que estamos llamados a custodiar. ¡Os invito a visitar esta exposición!

Os saludo a todos vosotros, y a los muchachos de la Inmaculada. Os deseo a todos un feliz domingo y a los genoveses, ¡buen viaje! Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!.

Fuente: vatican.va

5/11/24

Ascensión del Señor

 Solemnidad de la Ascensión del Señor. (Ciclo B)

Evangelio (Mc 16, 15-20)

Y les dijo: — Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará. A los que crean acompañarán estos milagros: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes con las manos y, si bebieran algún veneno, no les dañará; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados. El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban.

Comentario al Evangelio

Cuarenta días después de la Resurrección, Jesucristo vuelve a reunirse con sus discípulos, los hombres y mujeres que le habían acompañado a lo largo de los tres últimos años, sus amigos íntimos.

Salen de Jerusalén camino de Betania. Atraviesan las calles y plazas de la ciudad y se dirigen al monte de los olivos.

En un momento dado, Jesús se para, los reúne en torno a él y les da un último mandato: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura”. Les mira y elevándose se despide bendiciéndoles.

Ellos, llenos de alegría, vuelven a la ciudad santa y desde allí comienzan a predicar la buena nueva por todo el mundo.

Ahora bien, ¿cómo es posible que unos hombres y mujeres atemorizados, sin grandes cualidades, se lancen a semejante aventura? ¿Cómo es posible que vuelvan a Jerusalén llenos de alegría, si Jesucristo acaba de despedirse de ellos?

Lo lógico hubiera sido que estuvieran más desconcertados y más tristes. El mundo en el que viven no ha cambiado, Jesús se ha ido definitivamente y además les ha encargado una tarea aparentemente irrealizable. Deben ser testigos del amor de Dios por los hombres, testigos de su pasión, muerte y resurrección. Empezando por Jerusalén, la ciudad que lo ha condenado a muerte, el lugar del fracaso. Hasta los confines del mundo. Ese mundo alejado de Dios.

Y sin embargo, todo eso no les llena ni de desconcierto ni de tristeza. Todo lo contrario.

¿Por qué para ellos es un orgullo ser discípulos de Cristo? ¿Por qué no es una carga esa tarea?

Porque Jesucristo es su amigo íntimo, porque saben que Él está con ellos, que Él es fiel a sus promesas. Han aprendido a fiarse de Él. No ponen su confianza en ellos, ni en sus fuerzas, ni en sus capacidades.

La Ascensión del Señor no es un “adiós”, un “hasta luego”, sino, paradójicamente, un “me quedo”. Ellos se fían de la promesa hecha por Jesucristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No dudan de su presencia en ellos y, de modo central, en la Eucaristía.

Ellos no se sienten gran cosa, conocedores de sus miserias, debilidades, falta de talento y capacidades. Pero saben que Cristo ha resucitado, que su Amor es más poderoso. Han aprendido que es Dios quien da el crecimiento. De ahí su alegría y entusiasmo.

Una alegría que se traduce en un abrirse en abanico para llevar ese Amor hasta el último rincón del mundo. Los discípulos del Señor eran hombres y mujeres a los que Dios confió todos los hombres. Y esa tarea les colmó de una alegría aún mayor.

Su vida estuvo llena de sufrimientos y dificultades. Pero siempre vivieron en la alegría del Señor. Reflejaban en su rostro la gloria del Señor: el brillo de su rostro enamorado.

Al igual que a los discípulos que estuvieron con Jesucristo el día de su Ascensión, Jesucristo nos reúne cada día en su corazón. Estamos bajo la protección de sus manos, en la inmensidad de su Amor. Y quiere servirse de cada uno para dar al mundo esa alegría verdadera que le falta. Quiere que seamos testigos de lo que hemos visto y oído, de sus llagas, de su Amor. Que con Él nada se pierde: trabajo, descanso, familia, amigos, pasado, presente, futuro, en Él todo adquiere eternidad.

También nos ha elegido y nos ha confiado a todos los hombres: a nuestros padres, hermanos, familiares, amigos, compañeros de trabajo, la humanidad entera.

El apostolado es una consecuencia lógica de la alegría de estar con Jesús. Como enseña san Josemaría, “el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás. La vida interior supone crecimiento en la unión con Cristo, por el Pan y la Palabra. Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas.

Ellas nos necesitan. Necesitan de nuestra alegría para que, a través de ella, descubran a Jesús en sus vidas. En nuestro quehacer cotidiano, en nuestras miradas limpias, en nuestras conversaciones llenas de comprensión, en nuestros afanes por servir, comprender, animar y perdonar, Jesucristo resucitado se hace presente llenándolo todo de su alegría. Este mundo, no tan distinto del mundo de los hombres y mujeres que acompañaron al Señor, necesita de cristianos que lleven en su rostro ese brillo de un Dios enamorado.

Fuente: opusdei.org


La familia en el ojo del huracán

José Antonio García-Prieto Segura


«No tenga miedo, añadía, porque ‘quien trabaje por la santidad del matrimonio y de la familia será siempre combatido y odiado de todas formas, porque este es el punto decisivo (…) Sin embargo, Nuestra Señora ya ha aplastado su cabeza’» (carta de Santa Lucia)

El 13 de mayo, nueva conmemoración de la Virgen de Fátima, me ha suscitado recuerdos en torno a la familia. A primera vista poco tiene que ver el mensaje de Fátima con la institución familiar; sin embargo, curiosas coincidencias han hecho que estas dos realidades se den la mano. Las expongo seguidamente y el lector verá si desea sacar alguna conclusión.

Era el 13 de mayo de 1981 cuando el papa Juan Pablo II, en la plaza de san Pedro, se disponía a comenzar la audiencia ante innumerables fieles. Herido por los disparos de Alí Agciá y trasladado urgentemente al Policlínico Gemelli, el encuentro quedó suspendido. El texto que ya no leería se conserva entre los documentos magisteriales. La esencia del Discurso, preparado con motivo del 90º aniversario de la Encíclica “Rerum novarum”, era sobre el empeño de la Iglesia por las cuestiones sociales. Pero en la parte final había una referencia explícita y directa a la familia; Juan Pablo II habría concluido la Audiencia con estas palabras del texto:                                                          

“Deseo anunciaros ahora que, con el fin de responder adecuadamente a las expectativas sobre problemas concernientes a la familia, expresadas por el Episcopado del mundo entero (…), he considerado oportuno instituir el "Pontificio Consejo para la Familia" que sustituirá al Comité para la Familia”. Quería potenciar así los esfuerzos con el fin de “promover la pastoral de la familia y el apostolado específico en el campo familiar, (…) para que se ayude a las familias cristianas a cumplir la misión educativa, evangelizadora y apostólica a que están llamadas.” Y continuó:

“Además, he decidido fundar en la Pontificia Universidad Lateranense (…), un ''Instituto internacional de Estudios sobre matrimonio y familia" que comenzará su actividad académica el próximo octubre. (…). Será un lugar donde la verdad sobre el matrimonio y la familia se estudien a fondo a la luz de la fe y con la contribución también de las distintas ciencias humanas.

“Pido a todos que acompañen con la oración estas dos iniciativas que quieren ser un signo más de la solicitud y estima de la Iglesia hacia la institución matrimonial y familiar, y de la importancia que ésta le atribuye en orden a su propia vida y a la vida de la sociedad.” El terrible atentado contra la vida del Papa acalló su voz y quedaron silenciadas esas dos importantes iniciativas. Si el Maligno estuvo en la raíz de aquellos disparos, a él habría que atribuir haber silenciado la importancia de la familia.

Con todo, la fecha formal de creación del Instituto fue ese día 13 de mayo. El cardenal Caffarra recibió el encargo de ponerse al frente de la Institución y entiendo que algo debió intuir para relacionar Fátima con las familias, porque enseguida se comunicó con sor Lucia, la vidente de la Virgen. En efecto:  pasados los años, el 16 de febrero de 2008, en una entrevista en Tele Radio Padre Pío -publicada al mes siguiente en “La Voce di Padre Pio”-, decía Caffarra:

           “Al inicio de este trabajo escribí una carta a Sor Lucia de Fátima a través de su obispo (…) recibí una larga carta con su firma. Inexplicablemente, aunque no esperaba una respuesta, porque sólo le pedía oraciones, me llegó a los pocos días una larguísima carta autógrafa, ahora en los archivos del Instituto».       

           En esa carta Sor Lucía había escrito que el enfrentamiento final entre el Señor y el reino de Satanás será sobre la familia y sobre el matrimonio. «No tenga miedo, añadía, porque ‘quien trabaje por la santidad del matrimonio y de la familia será siempre combatido y odiado de todas formas, porque este es el punto decisivo (…) Sin embargo, Nuestra Señora ya ha aplastado su cabeza’».

El Cardenal Caffarra continuaba: «Se advertía también hablando con Juan Pablo II que este era el nudo (la familia), porque se tocaba la columna que sostiene la Creación, la verdad sobre la relación entre el hombre y la mujer y entre las generaciones. Si se toca la columna central todo se viene abajo” (La Voce di Padre Pío, marzo 2008).

Desgraciadamente, ese pilar central de la vida y de toda la creación que es la familia, sigue sufriendo ataques desde múltiples frentes; cada uno, a su manera, trata de debilitar la firmeza de esta institución, Así, por ejemplo: un feminismo radicalizado que, entre otras cosas, ve el matrimonio como pura convención social; o la confrontación artificial y exasperada que se promueve entre varón y mujer, fruto amargo de la semilla sembrada por Simone de Beauvoir en su libro “El segundo sexo”, de 1949; o también hoy día, y con auténtico empeño digno de mejor causa, la ideología de género que lleva a la introducción de nuevos modelos de familia, en la que lo femenino y lo masculino campan a su antojo y se abren a múltiples opciones.

El papa Francisco ha salido al paso de esos ataques; el año pasado en una entrevista para “La Nación”, decía: “La ideología de género, en este momento, es de las colonizaciones ideológicas más peligrosas (…) Porque diluye las diferencias; y lo rico de los hombres y de las mujeres y de toda la humanidad es la tensión de las diferencias. (…) La cuestión del género va diluyendo las diferencias y haciendo un mundo igual: todo romo, todo igual. Y eso va contra la vocación humana” (Entrevista para “La Nación”, de Argentina, 12-III-23). Se entiende que se refiere a una tensión positiva, diferenciadora, abierta a frutos beneficiosos.

          La batalla continúa y el pasado 4 de mayo Francisco ha recibido en Roma a los responsables internacionales del movimiento “Equipes Notre-Dame”, comprometido con la defensa y promoción de las familias. En ese encuentro, ha vuelto a recordar que “la familia cristiana” atraviesa “una verdadera tormenta cultural en esta época de cambio y se encuentra amenazada y tentada en diversos frentes". (Discurso al “Movimento Équipes Notre-Dame”, 4-V-2024)

          Nada nuevo habré descubierto al lector en lo que mira a la grave situación de las familias, en todo el mundo, sean o no cristianas. Quizá algunos no supieran de esa conexión que he mencionado, entre Fátima y la situación que desde hace años atraviesa la institución familiar. Pero esa era mi intención: reavivar la conciencia de que el combate prosigue, y estamos llamados a defender la columna central de la sociedad, que es la familia, cada uno desde el lugar que ocupe en la sociedad, entre los círculos de amigos y conocidos que frecuente, y con los medios a su alcance. Y lejos de pensar que sea poco lo que pueda hacer, es preferible recordar el refrán: “Un grano no hace granero, pero ayuda a su compañero”.  

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com


5/10/24

Desde el corazón de María hacia Jesús

 Emilio Liaño


Que la Virgen sea nuestra madre significa que podemos entender nuestra relación con ella como lo hacen las madres y nos reorienta para que sepamos verdaderamente lo que Jesús quiere de nosotros.

Durante siglos, la Iglesia ha propuesto a la Virgen María como un refugio seguro para los cristianos. La Iglesia no ha cambiado de criterio en estos últimos tiempos, pero últimamente la devoción a María ha decaído en algunos países que solían tener una fuerte devoción mariana, con unas consecuencias que se dejan notar en estas sociedades.

El corazón maternal de María

No es una verdad desconocida que la Virgen María sea la madre de todos los cristianos, tal como así nos la dejó Jesucristo al pie de la Cruz. Esta es una verdad que todavía hoy muchos conocen, al menos teóricamente, con la salvedad de que tal vez, cada vez más sea eso, solo una verdad teórica.

Dios no se alegra con el sufrimiento de nadie y nunca lo quiere por sí mismo, sino solo como medio de expiación hacia algo mejor. Eso queda reflejado en que la justicia divina suele ser suavizada cuando descubre en el hombre la rectificación de su conducta como tuvo oportunidad de experimentar el rey David. La Virgen también procura esa disminución del sufrimiento en sus hijos aun cuando no elimina todos nuestros dolores que, no en vano, purifican nuestro corazón.

El malestar del pecado

Sin embargo, no todo dolor es purificador. El dolor, de hecho, no estaba en el plan primigenio de Dios sobre el hombre, y fue el pecado de Adán y Eva el que abrió esta caja.

La puerta del dolor en nuestra vida es el pecado, y el demonio trata de sacar partido de esta penosa consecuencia inyectando pesimismo y malestar en nuestra vida.

Realmente, quien quiere que suframos es el demonio no Dios. Dios quiere el sufrimiento como medio, una vez que el pecado ha abierto la puerta a la muerte. El demonio, sin embargo, quiere directamente nuestro mal, nuestra infelicidad. Por ello, cuando abrimos nuestro corazón al pecado, dejamos que entre la tristeza, el disgusto y todo aquello que nos apesadumbra. Es una pena que introduzcamos alegremente en nuestra vida a quien no tiene intenciones pacíficas sobre nosotros.

La barrera protectora del corazón de María

Ante esta situación trágica del hombre, que elige como amigo a quien no le quiere, el corazón de María se enternece porque nosoros seguimos siendo sus hijitos pequeños, aunque elijamos libremente nuestra penosa situación. Ella sabe bien la ignorancia y la debilidad de nuestro corazón que no sabe o no quiere mantenerse en el bien.

El alejamiento de nuestra sociedad respecto a Dios es bastante patente y la abundancia de pecado va seguida de tanto sufrimiento que no podemos eliminar a pesar de tanta tecnología, ciencia y que podamos hacer lo que queramos con total libertad. Por eso llama la atención tanta guerra, tantos asesinatos y tanta crispación que se torna en insultos y violencia.

María ve nuestro corazón abatido y no se queda indiferente. Ella no quiere que suframos a manos de nuestro enemigo, sino que tengamos la vida abundante que Dios nos ha regalado con su muerte en la Cruz.

María viene a nosotros con la intención de reconfortarnos, de poner paz donde hay tensiones y alegría donde hay tristeza. María viene solícita por sus hijos que lloramos, pero ella no puede hacer nada si despreciamos su trato. El poder maternal de María está inerme frente a la indiferencia de nuestro libre egoismo.

Son muchos los países que han gozado de la especial protección maternal de María, como es el caso de España. Entonces, la Virgen actuaba limitando enormemente la actuación del demonio. Este actuaba, pero su influencia y capacidad de provocar malestar estaba contenida en unos límites que nos salvaban de la desesperación de la eternidad y de nuestra propia vida.

Hoy, sin embargo, son tantos que ya no creen, no solo en Dios, sino ni siquiera en la felicidad en esta vida. Se celebra la muerte como una conquista, como un derecho; como si morir fuera una victoria. ¿Victoria sobre qué? Esta pregunta tiene difícil respuesta cuando se cree que después de la muerte solo nos sobreviene la nada.

Desgraciadamente hemos llegado a un punto muy lamentable en el que consideramos más positivo desaparecer, ir a la nada, después de nuestra muerte que vivir eternamente felices. La nada (futura) nos libra de nuestra culpa. Muerto el perro se acabó la rabia. Creo que esta actitud bastante extendida en nuestra sociedad es un buen exponente de la (escasa) felicidad de la que gozamos.

María, sin embargo, no nos deja solos, independientemente de donde nos hayamos querido meter, por muy lejos que estemos de Dios. Ella quiere nuestra felicidad que nos conduce a una eterna buenaventura. Su corazón sufre con nuestra desazón, y si la dejamos viene a curar nuestras heridas como una madre que no puede ver sufrir a sus hijos.

El corazón de María, este es el entorno que Dios ha previsto para el hombre en esta situación de pecado donde el dolor es inevitable. Ella nos lo hace más llevadero, y nos facilita ver y acoger la salvación que nos trae su Hijo.

La recta orientación hacia Jesús

María, con su corazón maternal, nos hace la vida más fácil, lima las dificultades y nos trae la alegría y la paz de Dios a nuestras vidas.

Pero aun más que proporcionarnos bienestar en nuestras vicisitudes, María siempre nos muestra con claridad que es lo que Dios quiere de sus hijos.

¿Qué esperaba Jesús de su madre? Amor. El amor tierno que una madre puede dar a su hijo. Ciertamente María proporcionó comida y ropa a Jesús, y un hogar agradable, aun en las circunstancias más desfavorables como pudieron ser las de Belén. María cumplió con sus obligaciones de madre y atendió con diligencia a su Hijo. Pero lo que Jesús le pidió por encima de cualquier otra cosa fue su amor que suplía el amor que las criaturas no le hemos querido dar.

De hecho, la comida y tantas atenciones eran la materialización de su amor (su amor hecho carne). Cuando esos cuidados maternales ya no fueron posibles, o solo se hacían de forma más esporádica, Jesús, sin embargo, nunca echó de menos el amor de su madre, porque ese amor creció en los detalles cotidianos, pero también en la lejanía de su separación.

Nuestra Madre nos proporciona bienestar en nuestra vida y, sobre todo, nos reorienta para que sepamos verdaderamente lo que Jesús quiere de nosotros. 

Fuente: omnesmag.org

5/08/24

Asegurar la conciencia

Juan Luis Selma

Cuando entramos en nuestro interior, en el sosiego de nuestro yo; cuando pensamos y reflexionamos, nos damos cuenta de nuestras carencias y riquezas

Como el tema que voy a tratar es un asunto complicado, he acudido a la IA, le he preguntado si tiene sentido hablar de la conciencia en el siglo XXI. La respuesta no tiene nada que envidiar a la de un buen gallego: “Lo siento, pero prefiero no continuar esta conversación. Aprecio tu comprensión y paciencia”. Lo más avanzado de nuestra civilización prefiere no entrar en “asuntos de conciencia”.

El honor y la fidelidad a la conciencia eran intocables hasta hace muy poco. De tal forma que, una vida sin honor no merecía vivirla y no tener conciencia era lo peor que nos podía pasar. ¿Qué está pasando? Estos días hemos visto cómo nuestros flamantes representantes se comportan como si no la tuvieran, ya sean derechos o zurdos. El presidente francés ha retirado el derecho a la objeción a los médicos ante el crimen del aborto, no les reconoce la libertad de evitar lo que piensan que es un mal. Su vecino más cercano juega con las nuestras.

La conciencia tiene mucho que ver con nuestro ser inteligente y libre. Nos damos cuenta de la calidad moral y ética de las acciones, de tal modo que podemos elegir el bien y evitar el mal. Sin conciencia no hay libertad. También esta preciosa cualidad está relacionada con nuestra interioridad, con la casa interior. No somos masa, rebaño; somos individuos, personas que poseen un rico mundo interior. Nos relacionamos con los demás, pero también lo debemos hacer con nosotros mismos.

Cuando entramos en nuestro interior, en el sosiego de nuestro yo; cuando pensamos y reflexionamos, nos damos cuenta de nuestras carencias y riquezas. Vemos si estamos contentos, si nos vamos realizando. Si nos hemos equivocado o si vamos por nuestro camino. Ese juicio sereno y sincero de la conciencia nos sitúa en la realidad. Es cono el GPS que te indica la meta a la que quieres llegar, que te corrige cuando te has perdido. Es una gran ayuda.

Pero, incluso los que creen en la conciencia, pueden tener una idea equivocada. En la Carta al duque de Norfolk, Newman describe lo que ha venido a convertirse en moneda corriente: “Cuando los hombres invocan los derechos de la conciencia, no quieren decir para nada los derechos del Creador ni los deberes de la criatura para con Él. Lo que quieren decir es el derecho de pensar, escribir, hablar y actuar de acuerdo con su juicio, su temple o su capricho, sin pensamiento alguno de Dios en absoluto… En estos tiempos, para la gran parte de la gente, el más genuino derecho y libertad de la conciencia consiste en hacer caso omiso de la conciencia.”

¿De qué conciencia nos está hablando Newman?: “La conciencia es la voz de Dios, mientras que hoy día está muy de moda considerarla, de un modo u otro, como una creación del hombre…; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino vicario de Cristo”.

Leemos estas preciosas palabras de Jesús: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Dios nos habla, nos muestra el camino, nos acompaña. Nos lleva a la verdad plena.

Hoy se asegura todo: la casa, el coche, la salud, las mascotas, los viajes, incluso “el buen tiempo de las vacaciones”. ¿Por qué no asegurar nuestra conciencia? Es un bien preciado. El mejor seguro es dejarle que escuche a Dios. Esta no es un mero conocimiento de nosotros mismos, del valor de nuestros actos; no es solamente el juicio práctico con el que aplicamos la ley general a nuestro actuar para obrar bien. Es un santuario íntimo en el que podemos hablar con Dios, escucharle.

Pío XII decía: "La conciencia es como un núcleo recóndito, como un sagrario dentro del hombre, donde tiene sus citas a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella". Si no queremos perderla, si queremos que acierte siempre, que no se deforme, que sea un seguro del bien obrar, de la felicidad, dejemos que Jesús nos hable. Él nos llama amigos y nos cuenta todo lo que su Padre le ha dado a conocer.

Este santuario no está exclusivamente en el alma, en el espíritu, es todo el hombre. Podemos escuchar a Dios en nuestro interior, pero también en los sentimientos y emociones, en el corazón y en todo el cuerpo. Todo nos habla de Dios si estamos atentos.

Fuenteeldiadecordoba.es


Las raíces y los higos

Teo Peñarroja

En el teatro vi Carta de una desconocida, de Stefan Zweig. La sala está a oscuras, con ese silencio como hacia dentro del terciopelo rojo y, sobre el escenario, la única actriz, en batín, bebe con parsimonia una botella de arsénico. Su hijo acaba de morir y ella quiere morirse, pero antes necesita escribirle una carta al hombre al que amó desde que se mudó a la puerta de enfrente cuando ella tenía doce años. Le cuenta casi con furia cómo lo espiaba de pequeña, cómo hizo lo indecible para captar su atención cuando su feminidad por fin extendió sus alas, cómo él se arrojó en sus brazos una noche, dos, tres, para luego fingir un viaje y no volver a verla. La mujer le cuenta que el difunto niño era fruto de una de esas ocasiones. Y le explica cómo, años después, volvieron a encontrarse en una sala de fiestas y se marcharon juntos. El clímax de la obra viene a la mañana siguiente, cuando él le desliza unos billetes en el bolso. Herida, en su huida se tropieza con el viejo mayordomo. «Vi en su mirada que me reconoció», grita —casi rebuzna— la actriz sobre las tablas. 

Ese cruce de miradas conjura todo el drama de la obra y, si me apuran, de nuestra sociedad líquida. El corazón de la desconocida se desboca no tanto por amor como por otra exigencia feroz: que la reconozcan. Ser alguien. No un rostro más entre los rostros, no. Alguien. 

Pienso en ese grito desesperado cada vez que paso por delante del taller de Paulo y me saluda; cuando Lourdes me da, con el pan, los buenos días; cuando Rita me pregunta en el ascensor si nos apañamos en el piso nuevo; cuando Laura le hace carantoñas a mi hija, que le recuerda a su nieto Juan Diego. Esos gestos diminutos, atrozmente humanos, inasequibles a las estadísticas, construyen un barrio, una ciudad, una vida. Forman parte de un verbo hoy denostado por los ciudadanos del mundoarraigar.

Estoy leyendo Echar raíces, de Simone Weil, un ensayo con una intuición urgente: necesitamos una sociedad donde las personas cuenten. Un árbol desarraigado no puede dar frutos. En cambio, una higuera al borde de una acequia, con sus raíces bien ancladas en sus cuatro palmos de tierra, da buena sombra y buenos higos y protege el suelo de riadas e inundaciones. Weil señala con lucidez que «echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro». 

En el tango tan sensual de esa pareja que se atrae y se repele —los tesoros del pasado, los presentimientos del futuro— se bosqueja una antropología. Y toda una propuesta política.

Fuente: Nuestro Tiempo