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JOQUIVESA

Encontrado en la "red" (Mateo 13:47-50)

5/31/23

La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente. Catequesis 15.

 El Papa en la Audiencia General


 Testigos:  El venerable Mateo Ricci

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos en estas catequesis hablando del celo apostólico, es decir, del celo que sienten los cristianos por llevar a cabo el anuncio de Jesucristo. Y hoy quisiera presentaros otro gran ejemplo de celo apostólico: hemos hablado de san Francisco Javier, de san Pablo, el celo apostólico de los grandes zelotes; hoy hablaremos de uno -italiano-, pero que fue a China: Matteo Ricci.

Natural de Macerata, en la región de Las Marcas, tras estudiar en colegios jesuitas y entrar él mismo en la Compañía de Jesús, entusiasmado por los informes de los misioneros que escuchaba, como tantos otros jóvenes que así lo sentían, pidió ser enviado a las misiones del Extremo Oriente. Después del intento de Francisco Javier, otros veinticinco jesuitas habían intentado sin éxito entrar en China. Pero Ricci y uno de sus compañeros se prepararon muy bien, estudiando cuidadosamente la lengua y las costumbres chinas, y finalmente consiguieron establecerse en el sur del país. Tardaron dieciocho años, con cuatro etapas por cuatro ciudades diferentes, antes de llegar a Pekín, que era el centro. Con perseverancia y paciencia, animado por una fe inquebrantable, Matteo Ricci pudo superar dificultades, peligros, desconfianzas y oposiciones. Basta pensar en aquella época, caminando o a caballo, tantas distancias… y él seguía adelante. Pero, ¿cuál era el secreto de Matteo Ricci? ¿Por qué camino le llevó su celo?

Siempre siguió el camino del diálogo y la amistad con todas las personas que encontraba, y esto le abrió muchas puertas para anunciar la fe cristiana. De hecho, su primera obra en chino fue un tratado sobre la amistad, que tuvo una gran resonancia. Para encajar en la cultura y la vida chinas, al principio vestía como los bonzos budistas, según la costumbre del país, pero luego se dio cuenta de que lo mejor era adoptar el estilo de vida y de vestir de los literatos, como vestían los profesores universitarios, los literatos: y se vistió así. Estudió a fondo sus textos clásicos, para poder presentar el cristianismo en diálogo positivo con su sabiduría confuciana y las costumbres de la sociedad china. A esto se le llama actitud de inculturación. Este misionero supo «inculturar» la fe cristiana en el diálogo, como los antiguos Padres con la cultura griega.

Su excelente formación científica despertó el interés y la admiración de los hombres cultos, empezando por su famoso mapamundi, el mapa de todo el mundo conocido entonces, con los distintos continentes, que reveló a los chinos por primera vez una realidad fuera de China mucho mayor de lo que habían pensado nunca. Les mostró que el mundo era más grande que China, y lo comprendieron, porque eran inteligentes. Pero los conocimientos matemáticos y astronómicos de Ricci y sus seguidores misioneros contribuyeron también a un fructífero encuentro entre la cultura y la ciencia de Occidente y Oriente, que viviría entonces una de sus épocas más felices, en el signo del diálogo y la amistad. De hecho, la obra de Matteo Ricci nunca habría sido posible sin la colaboración de sus grandes amigos chinos, como el famoso «Doctor Paolo» (Xu Guangqi) y el «Doctor Leone» (Li Zhizao).

Sin embargo, la fama de Ricci como hombre de ciencia no debe ocultar la motivación más profunda de todos sus esfuerzos: el anuncio del Evangelio. Siguió adelante con el diálogo científico, con los científicos, pero dando testimonio de su propia fe, del Evangelio. La credibilidad obtenida a través del diálogo científico le dio autoridad para proponer la verdad de la fe y la moral cristianas, de las que habla en profundidad en sus principales obras chinas, como El verdadero significado del Señor de los Cielos -así se llama ese libro-. Además de la doctrina, es su testimonio de vida religiosa, de virtud y de oración: estos misioneros rezaban. Iban a predicar, hacían gestiones políticas, de todo: pero rezaban. Fue la oración la que alimentó la vida misionera, una vida de caridad, ayudaban a los demás, humildes, con total desprecio de honores y riquezas, lo que llevó a muchos de sus discípulos y amigos chinos a aceptar la fe católica. Porque veían a un hombre tan inteligente, tan sabio, tan astuto -en el buen sentido de la palabra- para conseguir las cosas, y tan creyente que decían: ‘Pero, lo que predica es verdad porque lo dice una persona que da testimonio: da testimonio con su propia vida de lo que proclama’. Esta es la coherencia de los evangelizadores. Y esto nos afecta a todos los cristianos que somos evangelizadores. Yo puedo decir el «Credo» de memoria, puedo decir todas las cosas en las que creemos, pero si tu vida no es coherente con lo que profesas, no sirve de nada. Lo que atrae a la gente es el testimonio de coherencia: los cristianos estamos llamados a vivir lo que decimos, y no a fingir que vivimos como cristianos, sino a vivir como mundanos. Mira a estos grandes misioneros -como Matteo Ricci, que es italiano-, verás que la mayor fuerza es la coherencia: son coherentes.

En los últimos días de su vida, a los que estaban más cerca de él y le preguntaron cómo se sentía, Matteo Ricci «respondió que estaba pensando en ese momento si era mayor la alegría y el gozo que sentía interiormente ante la idea de que estaba cerca de su viaje para ir a gustar a Dios, o la tristeza que le podía causar dejar a sus compañeros de toda la misión que tanto amaba, y el servicio que todavía podía hacer a Dios Nuestro Señor en esta misión» (S. De Ursis, Informe sobre M. Ricci, Archivio Storico Romano S.I.). Es la misma actitud del apóstol Pablo (cf. Flp 1, 22-24), que quería dejar al Señor para encontrarlo, pero «yo me quedo para servirte».

Matteo Ricci murió en Pekín en 1610, a los 57 años, un hombre que dio toda su vida por la misión. El espíritu misionero de Matteo Ricci es hoy un modelo vivo. Su amor por el pueblo chino es un modelo; pero lo que representa un camino actual es su coherencia de vida, el testimonio de su vida como cristiano. Llevó el cristianismo a China; es grande sí, porque es un gran científico, es grande porque es valiente, es grande porque escribió tantos libros, pero sobre todo es grande porque fue coherente con su vocación, coherente con ese deseo de seguir a Jesucristo. Hermanos y hermanas, hoy nosotros, cada uno de nosotros, nos preguntamos interiormente: «¿Soy coherente, o soy un poco más o menos?».

Palabras en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta audiencia presentamos a otra figura del celo apostólico, Mateo Ricci. Muchos intentos de llegar a China habían fracasado y Mateo tuvo la intuición de prepararse cuidadosamente aprendiendo la lengua y las costumbres chinas, antes de afrontar su misión. Y esto le posibilitó entrar en el territorio y con paciencia irse acercando a la capital. Vestido como un erudito, gracias a grandes colaboradores también chinos, fue capaz de ganarse el respeto de todos y hacer llegar el mensaje de Cristo a sus contemporáneos, a través de su vida de piedad y de sus enseñanzas.

Dos recursos, por así decirlo, tenía para conseguir este propósito: por un lado, una actitud de amistad hacia todos, unida a una ejemplaridad de vida que causaba admiración; por otro, una vastísima cultura que era reconocida por sus contemporáneos, y que además supo conjugar con un estudio de los clásicos confucionistas, presentando así el mensaje cristiano perfectamente inculturado.



Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que nos dé la humildad de sabernos acercar a los demás con esa actitud de amistad, respeto y conocimiento de su cultura y sus valores. Que sepamos acoger todo lo bueno que hay en ellos, como Jesús al encarnarse, para hacernos capaces de hablar su lenguaje. Que no dudemos en ofrecerles todo lo bueno que tenemos, para dar prueba del Amor que nos mueve. Que tengamos la fuerza de vivir con coherencia la fe que profesamos, para transmitir el Evangelio del reino sin imposiciones ni proselitismos. Que sea esta la bendición de Jesús y que la Virgen Santa, primera misionera en esta fiesta de la Visitación, nos sostenga en este propósito. Muchas gracias.

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 12:35

“¡Lucha por tus hijos!”

Alicia Beatriz Montes Ferrer


En el año 2018, Monseñor Braulio Rodríguez, arzobispo de Toledo por entonces, expresaba en un escrito estas palabras que deberíamos repetir hasta la saciedad y por esto considero importante que se recuerden, especialmente que las tengan presente los padres:

“No entiendo cómo padres católicos aceptan tranquilamente que sus hijos sean “educados” (mal educados) en lo fundamental de la vida moral por los que son necesariamente secundarios en la educación de sus hijos, sean el Estado, el Gobierno de España, de la Comunidad Autónoma o de aquellos profesores de colegios e institutos que, sin ningún derecho, violan sin empacho alguno la conciencia de los que les han sido confiados; ya sea en centros de iniciativa pública o privada. La Constitución Española, repito una vez más, en su artículo 27.3 lo muestra con la claridad suficiente (…) No entiendo tampoco que los padres cristianos estén tan adormecidos en este campo de la educación de sus hijos y acepten callados que, de nuevo, un gobierno de nación apruebe una reforma de la Ley de Educación sin contar con nadie, sean partidos políticos, sea Consejo Escolar del Estado y otras organizaciones de padres. Me pregunto si estamos retrocediendo otra vez a tiempos donde gobiernos fascistas o comunistas, en cualquier caso, dictatoriales, legislaban sin tener en cuenta a los ciudadanos”.

Por su puesto no es la única voz en la Iglesia católica que se pronuncia contra la dictadura del género, Benedicto XVI fue uno de los primeros en advertir de lo que se estaba introduciendo en la sociedad. Sin embargo, son pocos los que se atreven a dar la cara en contra del pensamiento único, y raras veces son escuchados sus avisos por la población, concretamente por los padres.

Ni que decir tiene que este asunto de la ideología de género no es sólo de católicos, de hecho, hay padres ateos que tampoco aceptan que estén inmiscuyéndose en el terreno educativo con sus hijos en cuestiones tan sensibles y personales. Pero la realidad es que, para los católicos, es un grave atentado contra nuestra fe por lo que estamos llamados a defender a nuestros hijos de este claro adoctrinamiento. La educación de nuestros hijos es nuestra máxima responsabilidad, no podemos mirar hacia otro lado. En la II Guerra Mundial tenemos conocimiento de los millones de personas que fueron introducidas en las cámaras de gas para morir asfixiadas. Hoy son nuestros hijos los que respiran un aire contaminado con una ideología asesina que les mata poco a poco su propia alma.

Yo no sé qué más hace falta que ocurra para que los padres despierten y se levanten de su cotidiana vida en la que pareciera que es más importante que el hijo esté cubierto de cosas materiales dejando a un margen su interioridad.

El otro día presencié un taller que una compañera organizó en el colegio donde trabajo. El tema iba de las emociones de rabia e ira que nos invaden en ocasiones cuando nos enfadamos y que debemos de aprender a controlar. Se realizó dialogando con los alumnos, dejando oportunidad para que se expresaran abiertamente. Algunos alumnos contaron que en esas situaciones llegaban a pegarse a sí mismos. Este hecho, que podría ser considero aislado y pasar desapercibido, está siendo cada vez más habitual entre los adolescentes. Podemos encontrar en las RRSS incluso técnicas de cómo autolesionarse. La cuestión que nos deberíamos de plantear es ¿qué lleva a un niño a hacerse daño a sí mismo? En muchas ocasiones, esos chavales no aceptan su físico, su forma de ser, algunas circunstancias familiares… pero en lugar de recibir ayuda, lo que encuentran es el modo de despreciarse. Esto, como es evidente, también encuentra salida fácil en la disforia de género, el no aceptarse su cuerpo biológico. Si a estas situaciones le sumamos la información que les puede llegar a los adolescentes de las redes sociales, la televisión y del centro escolar sobre el género, tienen servida en bandeja la solución a su angustia interior. En esos momentos se encuentran solos en un bosque lleno de lobos que les rodean sin nadie que les ayude a salir de esa situación.

Ahora bien, yo me pregunto, ¿son los padres conscientes de que quizás su hijo esté atravesando una etapa difícil? ¿Hablan con ellos, intentan comprender sus preocupaciones o están más preocupados de que asistan a cuantas más actividades extraescolares posibles para quitárselos de en medio un rato? ¿Saben los padres que, según el informe Anual del 2022 de la Fundación ANAR, reciben una media de 13 intervenciones urgentes al día por intentos de suicidio, agresiones sexuales o maltratos físicos en adolescentes, cuando hace 6 años no se llegaba a más de 3 diarias?

¿A qué se debe el silencio abrumador que la sociedad muestra? ¿Acaso no estamos observando cómo están atentando contra la vida de los más indefensos? El vaciamiento de una conciencia moral recta, de principios estables y fundamentales para la vida que percibo a mi alrededor, considero la causa más directa. Vivimos en una sociedad enferma que solo vive encerrada en sí misma, en su propio bienestar, sin importarle lo más mínimo los demás, so pena por algún interés personal.

Han despojado de alma a millones de personas que viven presas de la búsqueda del placer, del dinero y el culto al cuerpo. Creyéndose libres viven más esclavizados que nunca. Les han arrancado la verdad, les han convertido en sus fieles y dóciles esclavos que aplauden las medidas progresistas de unos déspotas sin escrúpulos, que les entierran a ellos, y a toda la sociedad, en un océano de mentiras.

Irene Montero lo ha vuelto a hacer hace unos días, ha vuelto a exclamar a viva voz lo que su gobierno comunista pretende: quitar la patria potestad a los padres de sus hijos. En la presentación de un libro de la activista trans Alana S. Portero, “La mala costumbre”, afirmaba: “La educación sexual es un derecho para todos los niños, niñas y niñes, aunque sus padres no quieran que lo tengan”.

La hipersexualización desde edades tan tempranas está llevando a una sociedad que todo lo pase por la bragueta, a que la pornografía sea el rato de relax de miles de adolescentes y a que el aborto sea el método anticonceptivo de los adolescentes que juegan a tener sexo con el riesgo de poder ser padres a esas edades.

En una localidad de México, hace poco se supo que una niña de 6 años, sí, 6 años, fue obligada a tener sexo con un compañero de clase mientras le grababan con un IPad del colegio, presenciándolo todo un profesor del centro. El caso ha llegado al FBI, pero el daño ya está hecho en esos niños y en cientos de miles más que cada día, encerrados en esas paredes donde los padres dejan a los hijos muchas horas al día, sufren un lavado de cerebro brutal.  200 padres protestaron hasta el punto que incluso tuvieron que cerrar el centro varios días, pero, ¿por qué no somos capaces de movilizar a más padres contra esta crueldad?

Este es un ejemplo de lo que hay fuera de nuestras fronteras, pero por desgracia, podíamos llenar páginas enteras con los casos que ya están saliendo a la luz en España.

Ya he mencionado el artículo 27. 3 de la Constitución Española, que ampara a los padres contra las mentiras que se les explican a los niños mediante la ideología de género. Pero no es el único documento que puede ayudar a luchar en esta batalla en defensa de los menores. Contamos con el art. 26.3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el art. 18.4 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. El art. 2 del Protocolo Adicional Nº1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y el art. 14 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Todos estos documentos tienen efecto jurídico directo y superior en la legislación ordinaria en España.

Actualmente hay dos modos en los que dentro del centro escolar se imparte la visión distorsionada del sexo mediante la idea del género, enseñándoles el poder elegir si ser niña o niño y mostrándoles formas alternativas de practicar el sexo consigo mismo, con otro sexo, con personas de su mismo sexo y con un claro fin que los dirige a tener relaciones con adultos.

Encontramos los ya clásicos talleres, de asociaciones de colectivos LGTBIQ generalmente, externos al centro escolar, y que no suelen tener acreditaciones que les avalen para impartir clases de sexualidad. Y, por otro lado está dentro del currículum, impartido por los propios docentes, en cualquier asignatura o, sobre todo, aprovechando ciertas efemérides, como podrían ser el día contra la violencia de género, el día de la Mujer o el de las familias.

Sea como sea, hay que negarse, hay que ir al centro para mostrar el rechazo, hay que denunciar si hace falta, porque por un hijo, por salvar a un hijo de las garras del Gran Dragón ideológico, un padre hace lo imposible.

Padres, no podéis permanecer impasibles, vuestros hijos os necesitan. No tengáis miedo a dar el paso firme en contra de este atentado contra la dignidad de estos niños, aún inocentes, que quedarán dañados de por vida si no evitáis esta intromisión ideológica.

Merece la pena arriesgar todo por lo que más se ama.

Cada vez más padres se están levantando indignados al ver lo que les están introduciendo en las mentes vulnerables a sus hijos, ante la discriminación y acoso que les están haciendo por pensar diferente, ante los ataques a sus principios y valores, que ellos, como principales responsables de la educación de sus hijos, no están dispuestos a dejarse pisotear.

La libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, así como la de expresión, debe de estar amparada. Los católicos pedimos libertad para poder expresar nuestras creencias religiosas, filosóficas y políticas sin miedo a ser demandados o censurados. No podemos rendirnos ante los tribunales o la opinión pública.

¡Lucha por tus hijos!

Fuente: adelanteespana.com

Publicado por JOQUIVESA en 12:29

5/30/23

La democracia ha sufrido un retroceso

Juan Sanchis

Entrevista a Aniceto Masferrer

–¿Cuál es la tesis del libro?

–Advierte del retroceso actual de la democracia, que hunde sus raíces en un retroceso de la libertad. Actualmente hay un déficit de auténtica libertad. Estudio cómo esa libertad tendría que estar en la base de la democracia, y cómo al fallar ésta, se debilitan otros aspectos de la democracia.

–¿Por qué ese retroceso?

–La libertad debería ocupar el centro de la democracia. Sin embargo, vivir en libertad no es fácil: pocas personas piensan por sí mismas, y aún menos se atreven a expresar lo que piensan, prefieren autocensurarse. Pocas están dispuestas a ser distintas, el miedo les atenaza y les impide expresar lo que piensan. Y acaban renunciando a pensar por ellas mismas. Quien no piensa se siente menos expuesto a la crítica o a la exclusión, pero no crece ni madura, permanece en una permanente minoría de edad: uno prefiere no pensar por sí mismo, sino dejarse llevar por el pensamiento ajeno, generalmente mayoritario, de un modo acrítico.

–¿Qué efectos tiene?

–Esta actitud timorata y acrítica desemboca en vivir al margen de la realidad, la cual termina identificándose o confundiéndose con la supuesta opinión mayoritaria. Surge así en la sociedad un doble discurso, el privado, en el que la gente se atreve a decir lo que realmente piensa, y el público, en el que uno se pone de perfil y muestra una farisaica adhesión al pensamiento único o mayoritario. Esto le sucede a todo el mundo, empezando por la clase política.

–¿Es una invitación a pensar críticamente?

–Pensar críticamente es clave para salvar la democracia. Si la base de la democracia es la libertad, es clave que la gente cultive el hábito de pensar por sí misma y expresarse en libertad. Sólo así puede surgir el diálogo y el debate público, exigencia fundamental de una auténtica democracia. Pero en la sociedad actual apenas se cultiva el pensamiento propio o la reflexión crítica, expresar lo que se piensa es visto como algo de mal gusto -cuando no una actividad de alto riesgo- y el diálogo brilla por su ausencia.

–¿Qué busca con el libro?

–Con este libro no trato sólo de describir la situación actual (y sus causas), sino también de ofrecer su remedio: cada ciudadano debe contribuir a configurar la propia sociedad, a su mejora, y nadie debería de desentenderse de esta tarea porque toda persona importa, con independencia de sus ideas. Para ello, es clave que todos puedan decir lo que piensan y que puedan equivocarse. Nadie está en posesión de la verdad, de ahí que todo ciudadano debe contribuir a buscarla, con su reflexión crítica, con la expresión respetuosa de sus propias ideas, con una actitud abierta y de escucha atenta a las opiniones ajenas -porque de todos se puede aprender-, y el diálogo. No existe auténtica democracia sin libertad, y sólo una sociedad que piensa y se expresa en libertad tiene aquellas leyes que reflejan realmente su sentir general (ética pública), y está dispuesta a cambiarlas cuando percibe que son nocivas o no protegen suficientemente al conjunto de la ciudadanía y a la parte más vulnerable en particular.

Fuente: lasprovincias.es

Publicado por JOQUIVESA en 21:23

5/29/23

Houston, tenemos un problema

Juan Luis Selma


Ahora todo vale, a los jóvenes se prometen libertades para esclavizarlos. Se les confunde en su identidad. Se le hace creer que no son más que primates con suerte.

La auténtica frase que pronunció Jack Swigert, en el accidentado viaje del Apolo 13 fue: “Ok, Houston, we've had a problem here”. Hemos tenido un problema aquí. Yo diría que no solo hemos tenido un problema, sino que tenemos un gran problema y no es precisamente futbolístico. ¿Qué les pasa a nuestros niños y adolescentes, a los jóvenes, que han perdido el sentido de la vida, las ganas de vivir? ¿Por qué ya no queremos tener hijos? ¿No nos preocupa que España se esté vaciando?

Nos escandalizamos por unos insultos, que nunca podemos justificar, pero pasamos por alto el vacío de amor verdadero, la crisis de identidad que nos rodea. Nunca hemos tenido tantos medios económicos, personales, materiales y mediáticos para formar en las familias y escuelas; pero nos faltan ideas, valores, principios. Abundan las caricias, los mimos; pero no hay amor. Ya no se enseñan certezas, se siembran dudas y se desconcierta. Ahora los niños ni siquiera saben lo más obvio: qué y quiénes son. En muchos casos ignoran también quién es su padre. Les falta solidez para edificar su vida.

Para crecer seguros hacen falta buenos fundamentos. A los árboles jóvenes se les protege para que puedan crecer robustos y rectos. Se rodea su tierno tronco con una red, se les da apoyo con un rodrigón, se les da tiempo para desarrollarse. Ahora todo vale, se prometen libertades para esclavizarlos. Se les confunde en su identidad. Se le hace creer que no son más que primates con suerte. Se les priva del valor del esfuerzo para hacerlos débiles e indefensos. Lo emotivo puede con lo racional: viven de emociones y no de razones, de sentimientos y no de amor.

Nuestro problema es la pérdida del amor, de su sentido, de la ausencia de referentes del verdadero amor. Prima el individualismo, el bienestar particular, el dar rienda suelta a la satisfacción del placer. Nos hacen consumistas, materialistas, egoístas. Nos inculcan que el otro es un estorbo, un ocupa molesto, alguien que invade mi espacio. En el fondo todo es puro consumismo materialista: solos consumimos más.

La teoría sueca del amor: puro individualismo, aislacionismo, independencia, libertarismo lleva al desamor. Priva de la felicidad que promete. Rompe la libertad: soledad no es libertad, es reclusión, encierro.

“Ven Espíritu Santo, llena los corazones de los fieles y enciende en ellos la llama de tu amor” reza la aclamación antes del Evangelio de hoy. Celebramos la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, del Amor. Día para redescubrir la fuente del amor: Dios es amor. Un Amor grande, generoso, ilimitado, incondicional. Familiar. Comunión. Relación. Dádiva y entrega.

Escribía san Josemaría: “siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte –Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!...”. Bebamos de esta fuente divina para sentirnos amados y poder amar.

Estoy leyendo Padres que dejan huella, de Alberto Masó y Bárbara Sotomayor; libro sencillo y lleno de sentido común, muy recomendable. Sostiene que, como el hombre está hecho para vivir en sociedad, lo que le hace feliz es el vivir en armonía con su entorno. Esto lo logra si sabe dialogar, así nunca experimentará la soledad y será feliz. Dialogar con uno mismo, con el entorno, con los demás, con Dios.

Dice que, para hacer posible el diálogo, son necesarias cuatro condiciones: conocimiento de lo que decimos; señorío sobre uno mismo para no contaminar el mensaje con nuestros vicios, pasiones…; tolerancia para aceptar las reacciones del otro: respeto a sus opiniones, escucha, …; búsqueda de la verdad, del bien común. El diálogo nos lleva al amor, nos saca de nosotros mismos y descubre al otro.

La escuela del amor es la familia. Copio: “Por eso es necesario que los hijos vean a sus padres enamorados, primero, para que tengan un referente de madurez y, en segundo lugar, para que, con el ejemplo de los padres, puedan adquirir esos hábitos (conocer, dominarse, tolerar y buscar el bien común) que permiten amar de verdad. Cuando los hijos se empapan de amor conyugal, no solo lo asumen porque es lo que les damos, sino también porque es muy atractivo ver personas que nunca se encontrarán solas. Las personas que aman nunca están solas y en esto radica la verdadera felicidad. Por eso son personas atractivas. Los niños no aprenden a amar siendo amados, sino por lo atractivo que es ver cómo sus padres se quieren”.

Pienso que puede resolver nuestro problema redescubrir el verdadero amor: dar amor.

Fuente: eldiadecordoba.es

Publicado por JOQUIVESA en 17:39

Benedicto XVI y la verdad

Francisco José Contreras

Razón, fe y guerra cultural

Fuente:  https://www.revistadelibros.com/benedicto-xvi-y-la-verdad/


Publicado por JOQUIVESA en 13:52

El Espíritu que libera del miedo

 El Papa ayer en el Regina Caeli


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, solemnidad de Pentecostés, el Evangelio nos lleva al Cenáculo, donde los apóstoles se habían refugiado tras la muerte de Jesús (Jn 20,19-23). El Resucitado, en la tarde de Pascua, se presenta precisamente en aquella situación de miedo y angustia y, soplando sobre ellos, les dice: “Reciban el Espíritu Santo” (v. 22). Así, con el don del Espíritu, Jesús quiere liberar a los discípulos del miedo, de ese miedo que los mantiene encerrados en sus casas, y los libera para que puedan salir y convertirse en testigos y anunciadores del Evangelio. Detengámonos un poco sobre esto que hace el Espíritu que libera del miedo.

Los discípulos habían cerrado las puertas, dice el Evangelio, “por miedo” (v. 19). La muerte de Jesús les había desanimado, sus sueños se habían hecho añicos, sus esperanzas se habían desvanecido. Y se habían encerrado. No solo en aquella pequeña habitación, pero en su interior, en su corazón y quisiera subrayar esto: encerrados. ¿Y Cuántas veces nos encerramos en nosotros mismos? ¿Cuántas veces, por alguna situación difícil, por algún problema personal o familiar, por el sufrimiento que padecemos o por el mal que respiramos a nuestro alrededor, corremos el riesgo de caer poco a poco en la pérdida de la esperanza y nos falta el valor para seguir adelante? Tantas veces sucede esto. Entonces, como los apóstoles, nos encerramos en nosotros mismos, atrincherándonos en el laberinto de las preocupaciones.

Hermanos y hermanas, este “encerrarnos en nosotros mismos” sucede cuando, en las situaciones más difíciles, permitimos que el miedo tome el control y haga resonar su “gran voz” dentro de nosotros. Cuando entra el miedo, nosotros nos cerramos y la causa, entonces, es el miedo: miedo a no ser capaces de enfrentar algo, a estar solos ante las batallas cotidianas, a arriesgarse y luego decepcionarse, a tomar decisiones equivocadas. Hermanos, hermanas, E el miedo bloquea, el miedo paraliza. Y también aísla: pensemos en el miedo hacia el otro, al extranjero, al diferente, al que piensa distinto. E incluso puede haber miedo a Dios: miedo a que me castigue, a que se enfade conmigo... Si damos espacio a estos falsos miedos, se cierran las puertas: las puertas del corazón, las puertas de la sociedad, ¡e incluso las puertas de la Iglesia! Donde hay miedo, hay cerrazón. Y eso no está bien.

El Evangelio, sin embargo, nos ofrece el remedio del Resucitado: es decir, el Espíritu Santo. Él libera de las prisiones del miedo. Al recibir el Espíritu, los apóstoles -hoy lo celebramos- abandonan el Cenáculo y salen al mundo para perdonar los pecados y proclamar la Buena Nueva. Gracias a Él, se vencen los miedos y se abren las puertas. Porque esto es lo que hace el Espíritu: nos hace sentir la cercanía de Dios y así su amor echa fuera el temor, ilumina el camino, consuela, sostiene en la adversidad. Ante los temores y las cerrazones, entonces, invoquemos al Espíritu Santo para nosotros, para la Iglesia y para el mundo entero: para que un nuevo Pentecostés ahuyente los miedos que nos asaltan -¡ahuyente los miedos que nos asaltan!- y reavive el fuego del amor de Dios.

Que María Santísima, la primera que fue colmada del Espíritu Santo, interceda por nosotros.

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Después del Regina Caeli

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado 22 de mayo conmemoramos el 150º aniversario de la muerte de una de las máximas figuras de la literatura, Alessandro Manzoni. Él, a través de sus obras, fue un cantor de las víctimas y de los últimos: ellos siempre están bajo la mano protectora de la Divina Providencia, que “pone por tierra y despierta, aflige y consuela”; y también están sostenidos por la cercanía de los fieles pastores de la Iglesia, presentes en las páginas de la obra maestra de Manzoni.

Los invito a rezar por las poblaciones que viven en la frontera entre Myanmar y Bangladesh, duramente golpeadas por un ciclón: más de ochocientas mil personas, que se suman a los numerosos rohinyás que ya viven en condiciones precarias. Al renovar mi cercanía a estas poblaciones, hago un llamado a los líderes para que faciliten el acceso de la ayuda humanitaria, y apelo al sentido de la solidaridad humana y eclesial para que acudan en ayuda de estos hermanos y hermanas nuestros.

Saludo cordialmente a todos ustedes, romanos y peregrinos de Italia y de muchos países, especialmente a los fieles de Panamá y a la peregrinación de la archidiócesis de Tulancingo (México), que celebran Nuestra Señora de los Ángeles; así como al grupo de Novellana (España). Saludo también a los fieles de Celeseo (Padua) y de Bari, y envío mi bendición a los reunidos en el Policlínico Gemelli para promover iniciativas de fraternidad con los enfermos.

El próximo miércoles, al final del mes de mayo, están previstos momentos de oración en los santuarios marianos de todo el mundo para apoyar la preparación de la próxima Asamblea Ordinaria del Sínodo de los obispos. Pedimos a la Virgen María que acompañe con su protección materna esta importante etapa del Sínodo. Y a Ella confiamos también el deseo de paz de tantas poblaciones del mundo, especialmente de la atormentada Ucrania.

Les deseo a todos un buen domingo. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Que tengan un buen almuerzo y adiós!.

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 11:45

5/28/23

Inteligencia artificial e inteligencia espiritual

 Albert Cortina


La inteligencia artificial (IA) nos ofrece enormes potencialidades. Sin embargo, delegar nuestras decisiones a las máquinas esconde peligros que solo estamos comenzando a vislumbrar. Por ejemplo, con la inteligencia artificial generativa denominada ChatGPT que ha irrumpido aceleradamente en nuestras vidas se han encendido todas las alarmas. La inteligencia artificial ha empezado a adquirir notables capacidades para manipular y generar lenguaje, ya sea con palabras, sonidos o imágenes.

¿Cómo puede afectar la inteligencia artificial a nuestra espiritualidad?

No debemos olvidar que el lenguaje es la materia de la que está hecha casi toda la cultura humana. Por ejemplo, los derechos humanos son artefactos culturales que creamos contando historias y escribiendo leyes. ¿Qué sucederá cuando una inteligencia no humana sea mejor que el ser humano común contando narrativas, componiendo música, escribiendo novelas, poesías y ensayos, redactando leyes, elaborando discursos de contenido político, expandiendo noticias falsas, dibujando imágenes, redactando homilías y sermones para los distintos cultos religiosos, construyendo relatos míticos y espirituales o escribiendo nuevos “textos sagrados”?

No hace falta que la IA tenga sentimientos propios, consciencia o autoconsciencia. Basta con que los humanos creamos que sí los tiene y que nos sintamos emocional e íntimamente unidos a ella, cayendo en la fascinación por su dominio del lenguaje y por su capacidad de influir en nuestras opiniones y creencias.

Tenemos un ejemplo en Blake Lemoine, el ingeniero de Google que en el año 2022 afirmó públicamente que el Chatbot IA LaMDA, en el que estaba trabajando, se había vuelto sintiente y consciente. Si un simulacro de diálogo como el que tuvo Lemoine con la IA LaMDA pudo influir lo suficiente como para que dicho técnico creyese el relato construido por la IA y arriesgase incluso su trabajo en Google hasta conseguir que lo despidiesen por defender que LaMDA se había vuelto consciente. Cabe pues preguntarse, ¿hasta dónde puede llegar la influencia de la IA y cómo puede inducirnos a hacer todo aquello que se proponga?

Por otra parte, me viene a la memoria la ginoide AVA (robot antropomorfo de aspecto femenino) de la película Ex Machina. En el guión del film, también la IA logra manipular al experto programador que debía comprobar si realmente AVA tenía consciencia y, por lo tanto, podía relacionarse con ella.

Llegados a este punto, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿podrá la IA llegar a apoderarse algún día de la cultura y de nuestra espiritualidad? Debemos ser conscientes que la IA es un instrumento fundamentalmente diferente a otras tecnologías anteriormente ideadas por el ser humano ya que la IA, cuando vaya siendo genérica o fuerte, es decir, cuando pueda emular a la inteligencia humana, podrá crear ideas y relatos culturales y espirituales completamente nuevos.

Tal y como ha señalado recientemente Yuval Harari respecto a esta herramienta, si la IA consigue hackear el lenguaje humano, es decir, el sistema operativo de la civilización humana, podría llegar a aniquilar nuestro mundo mental y social, nuestra capacidad de mantener conversaciones significativas, destruyendo así la democracia. Yo incluso añadiría a los comentarios del historiador de cabecera de las élites transhumanistas, que probablemente esa IA también pretenderá destruir nuestra inteligencia espiritual.

Es necesario un mayor desarrollo de la algor-ética y de la inteligencia espiritual humana

Es a partir de esa preocupación esencial por lo que el Papa Francisco apremia a un mundo globalizado y secularizado para que sea capaz de desarrollar lo que ha denominado una “algor-ética” (desarrollo ético de los algoritmos) para que la inteligencia artificial y las máquinas estén al servicio del hombre y no al revés. En cierto modo, Francisco nos insta a desarrollar unos algoritmos con conciencia social y sentido del bien común.

Si los cerebros artificiales llegaran algún día a superar a los cerebros humanos en inteligencia general, entonces esta nueva inteligencia llegaría a ser muy poderosa y el destino de nuestra especie probablemente pasaría a depender de las acciones de esa “Superinteligencia artificial”. Quizás ese sería el último invento que la especie humana realizaría, ya que esta, más tarde, se ocuparía de la civilización en todos sus aspectos. Por primera vez en la civilización humana, la cultura y la espiritualidad quedarían en manos de un ente inteligente no humano.

Es por este motivo que la comunidad tecno-científica se está planteando desarrollar métodos de control para la inteligencia artificial aunque esta siga haciéndose más y más inteligente. Sin embargo, existe una contradicción si la inteligencia artificial se hace más inteligente que los humanos. ¿No encontrará formas de burlar ese control? Además, estamos hablando de máquinas que serán capaces de autoprogramarse y de construir otras máquinas inteligentes. ¿Aceptaran las máquinas ser controladas por los humanos, para que estén alineadas con ellos, y más aún cuando descubran que los humanos no están alineados entre sí?

Por otro lado, la conciencia humana es algo más complejo de lo que pretende emular la bioideología emergente del transhumanismo. En efecto, la persona humana tiene la capacidad específica de discernir lo bueno, es decir, el bien.

El cristianismo denomina “sindéresis” a la capacidad que tiene el alma para distinguir el bien del mal y para captar y reconocer los principios morales, puesta en el hombre y la mujer por el Creador como un sello que lo impulsa a hacer el bien. Movido por ella, el ser humano está llamado a desarrollar su conciencia mediante la formación y la acción para orientarse libremente en su existencia, fundándose en las leyes esenciales, que son la ley natural y la ley moral.

En este sentido, la denominada “inteligencia” o “conciencia” artificial nunca alcanzará la complejidad y plenitud de la auténtica inteligencia y conciencia humana. Y es que el hombre (varón y mujer) tiene inteligencia espiritual, a diferencia del resto de seres vivos y de los robots, los algoritmos o los entes biotecnológicos o posthumanos que puedan aparecer en el futuro.

Por otra parte, estamos convencidos que el aumento de la inteligencia espiritual será esencial en las sociedades biotecnológicas emergentes para mantener la preeminencia de la razón iluminada por la fe como fundamento de la inteligencia humana que , como hemos señalado anteriormente, siempre será superior a una inteligencia artificial centrada en la fría razón tecnocrática.

¿Cómo puede ser que el transhumanismo ofrezca al mundo contemporáneo, como una novedad, los superpoderes del “humano aumentado” por las biotecnologías exponenciales y la Superinteligencia artificial, y sin embargo, los cristianos muchas veces no sepamos transmitir al mundo la potencia de los dones y carismas que concede el Espíritu Santo al “humano cristificado” a través de la gracia santificante?

El gran acontecimiento de Pentecostés nos recuerda al hombre y mujer contemporáneos la gran verdad de que no habrá inteligencia artificial no humana que pueda superar a nuestra inteligencia espiritual humana asistida por la gracia e inspirada por el Espíritu Santo.

Fuente: religionenlibertad.com

Publicado por JOQUIVESA en 13:20

5/27/23

Evangelio del domingo:

Solemnidad de Pentecostés

Evangelio (Jn 20, 19-23)

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Comentario

Ha llegado Pentecostés: la fiesta por excelencia del Espíritu Santo. Hoy, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina que lleva a cabo su tarea santificadora de manera silenciosa y discreta, irrumpe con toda la fuerza de su poder para recordarnos que es Él el que hace la Iglesia.

La escena que nos presenta el evangelio de san Juan no deja de ser paradójica. Nos encontramos en el anochecer del Domingo de Resurrección. Por las narraciones de los cuatro evangelistas, sabemos que aquel día fue frenético: idas y venidas desde el sepulcro, personas que aseguran haber visto al Señor, los de Emaús que van desolados y vuelven jubilosos, llantos, abrazos, estupor. Y, sobre todo, alegría, mucha alegría. Los testimonios —La Magdalena, Pedro, Cleofás— son suficientes para que los discípulos incrédulos al menos duden de su incredulidad.

Y, sin embargo, a esas personas las encontramos ahora encerradas por miedo.

La historia de la humanidad ha cambiado para siempre: Cristo ha resucitado. No obstante, el cambio que se había de operar en los apóstoles estaba por hacerse: todavía conservaban los rezagos de ese temor que los hizo abandonarlo en el Calvario. Tiemblan ante la idea de correr la misma suerte.

Así, mientras en los corazones de los que ama se entremezclan esos sentimientos, Jesús Resucitado se aparece en medio de ellos.

Para nuestra vida cristiana, es muy importante que nos fijemos con atención en los gestos del Señor. En particular, esta escena es clave para comprender cómo responde Dios frente a nuestros miedos, que muchas veces son el obstáculo que nos impide corresponder a su gracia.

Jesús hace cuatro cosas: les da la paz, les pide que levanten la mirada para que contemplen sus llagas, les da la misión, y con ella, la posibilidad de perdonar los pecados.

Es maravilloso ver cómo el Señor responde frente al temor: con una vocación. La llamada de Dios, que incluye siempre el sentido de misión, es en sí misma la respuesta a nuestras propias debilidades y cobardías.

Jesús no espera que sus apóstoles se conviertan en hombres valientes para después enviarlos. Los envía justamente cuando están asustados: porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo que reciben en ese momento.

La Iglesia se hizo, se hace y se hará por la acción del Paráclito. Nuestra tarea no es otra que dejarnos guiar por Él. Por eso no caben ni las inhibiciones ni la vanagloria.

A partir de entonces, la vida de los apóstoles se resumirá en proclamar por todos los sitios que Jesús es el Señor. Pero como dice san Pablo en la segunda lectura, para poder afirmar eso necesitamos al Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). No podemos dar un solo paso en la vida espiritual, ni siquiera el más sencillo, sin la asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso decimos en la secuencia previa a la proclamación del Evangelio en la Misa de hoy: Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro.

Esta Solemnidad es una ocasión estupenda para pedir con fe una renovación de nuestra vida espiritual y para interceder por los cristianos del mundo entero. Al convocar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él llamó “un nuevo Pentecostés” en la Iglesia. Esa expresión, nuevo Pentecostés, podría servirnos como un anhelo que diariamente marque el paso de nuestro trato con el Espíritu Santo.

Para eso, podemos acudir a María, protagonista indispensable de lo que celebramos hoy, para que de Ella aprendamos a decir hágase a cada moción del Espíritu Santo. La Virgen también se turbó frente a la presencia y el anuncio del Ángel (cfr. Lucas 1, 29). Sin embargo, no fundamentó su respuesta en la inquietud que sentía: la fundamentó en la seguridad de que era Dios quien la llamaba.

Así se hace la Iglesia, así se han portado los santos, y así espera el Espíritu Santo que vivamos nosotros. Solos no podemos, pero con Él sí.

Fuente: opusdei.org

Publicado por JOQUIVESA en 12:16

Comprensión y discernimiento

Ramiro Pellitero


Los especialistas suelen decir que es difícil comprender a un enfermo mental, a menos que hayas pasado por su enfermedad. Esto puede suceder no sólo con los enfermos mentales, sino con todos los enfermos y aún los sanos. Cada uno es muy sensible a lo que le afecta de verdad, pero a veces ¡tan poco! sensible por lo que afecta a los demás. Pero no hay que caer en el pesimismo: es difícil comprender, no imposible, sobre todo para un cristiano que se esfuerce en vivir la caridad.

Comprender: tarea difícil, pero no imposible

      Según el diccionario, “hacerse cargo” significa tomar sobre sí un asunto, formarse la idea de algo, considerar todas las circunstancias de un caso. Cuando se trata de personas hay que suponer que, en principio, no terminamos de “hacernos cargo” totalmente de la situación de las otros, aunque hayamos vivido largo tiempo con ellos. Y es que somos diferentes de carácter, quizá hemos sido educados de forma diferente, tenemos experiencias diferentes, ilusiones diferentes y las heridas nos han dejado cicatrices diferentes. Por eso nos enfadamos con frecuencia si nos llevan la contraria, o al menos, nos desconcertamos. No comprendemos.

Atención, oración, acción

      Por eso, antes de juzgar a una persona –suele citarse como proverbio indio–, hay que caminar tres lunas en sus mocasines. Se requiere un esfuerzo continuo –que no cuesta tanto si uno la quiere de verdad– apoyado en la oración, para ponerse en el lugar del otro. Y seguir luego reflexionando y observando, ¡rezando y actuando!, quizá en detalles que él o ella no percibirán, para poder ayudarle de verdad. Y tal vez pasado el tiempo se puede llegar a comprender mejor aquello que no se comprendía, porque no se sabían los antecedentes, las circunstancias, los contextos. Y entonces puede que se descubra que aquella persona no podía pensar de otra forma, o debía actuar así y tenía mucho mérito al hacerlo. O no se descubre del todo, porque una parte de ese misterio que cada uno lleva dentro sólo la conoce Dios y cuenta con eso (¡la cruz!), para cambiar cosas que no pueden ser cambiadas de otra manera.

      En cuanto a los enfermos, decía el doctor don Eduardo (Ortíz de Landázuri) que el paciente siempre tiene razón. Y así es, porque, aunque no se tratara de un problema orgánico, su dolencia puede ser psicológica, o tal vez espiritual. En todo caso necesita ayuda y se la deben especialmente quienes le atienden en un hospital o en su casa.

Respeto, coherencia, responsabilidad

     La educación, la experiencia y una vida coherente contribuyen mucho en este “hacerse cargo” de las personas y sus situaciones. Esto se espera, desde luego, de un cristiano que hace oración. Escribe GustaveThibon: “Cuando te digo: ‘rezo por ti’, esto no significa que de vez en cuando musite algunas palabras pensando en tu recuerdo, sino que quiero cargar sobre mis espaldas con toda tu responsabilidad, que te llevo dentro de mí como una madre lleva a su hijo, que deseo compartir, y no sólo compartir, sino atraer enteramente sobre mí todo el mal, todo el dolor que te amenaza, y que ofrezco a Dios toda mi noche para que Él te la devuelva transformada en luz”. ¿No es eso lo que hizo Cristo?

     Josemaría Escrivá señalaba: “Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama” (2). Sin pretender una exclusividad, el “hacerse cargo” es característico del cristianismo coherente.

    En su segunda encíclica, sobre la esperanza (Spesalvi), dice Benedicto XVI: “La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad” .

Comprender y ayudar

    Según Guardini en su libro sobre las virtudes (4), comprensión quiere decir capacidad para entender la realidad y poder así ayudar al otro. Eso pide atención, sensibilidad, perspicacia para saber mirar detrás de lo que aparece en la superficie; pide integrar los gestos o actitudes en la línea de la trayectoria vital de esa persona; aprovechar la experiencia propia para hacer el bien, sin clasificar a las personas en dos cajas: amigos o enemigos; intentar ver al otro en lo que es, dejándole libre y permaneciendo uno mismo libre.

    Quien carece de comprensión, le falta suficiente experiencia de la vida y de sus caminos. "Quien ve la vida con demasiada simplicidad cree expresar la verdad mientras que, por el contrario, la daña. Por ejemplo, dice de otro: '¡Ese es un perezoso!' En realidad, ese hombre no tiene lo propio de quien está seguro de sí mismo: es de conciencia miedosa, y no se atreve a actuar. El juicio parece acertado, pero quien lo pronunció carecía de conocimiento de la vida, pues, si no, habría comprendido en el otro las señales de su cohibimiento. O bien el juicio es que el otro es un atrevido, mientras que, por el contrario, es tímido y trata de superar sus obstáculos interiores…" (5).

    Las otras virtudes requieren comprensión: "Por ejemplo, no es posible ninguna paciencia sin comprensión: sin saber el modo como va la vida. Paciencia es sabiduría, comprensión de lo que significa: tengo esto, y nada más; soy así, y no de otro modo; la persona con que estoy vinculado es así y no como todos los demás. Cierto que me gustaría que fuera de otro modo, que también se podrá cambiar mucho con tenaz esfuerzo; pero, en principio, las cosas están como están, y tengo que aceptarlo. Sabiduría es comprensión del modo como tiene lugar la realización; de cómo un pensamiento se hace real en la sustancia de la existencia partiendo de la imaginación; de qué lento es el proceso y en cuántos sentidos puesto en riesgo; de qué fácilmente se engaña uno a sí mismo y se va de la mano".

    Por el solo hecho de la existencia, el otro "tiene derecho a ser como es, de modo que también hemos de concedérselo. Y no sólo teóricamente, sino en nuestra disposición de ánimo y en nuestros pensamientos, en el trato y la actividad de cada día. Y eso, ante todo, en nuestro círculo más próximo: la familia, las amistades, el trabajo. Sería justicia comprender al otro partiendo de él mismo y conduciéndose con él en consecuencia. En vez de eso acentuamos la injusticia de la existencia aumentando y envenenando las diferencias con nuestros juicios y acciones".

    También la comprensión necesita, a su vez, de otras virtudes, por ejemplo, la fidelidad, la bondad y la fortaleza: "La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga. Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que aquí son necesarias y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que se vuelva violenta para defenderse. La auténtica bondad implica paciencia. El dolor vuelve una vez y otra, queriendo ser comprendido: una vez y otra las faltas del prójimo se hacen per¬ceptibles, y éste se vuelve insoportable precisamente porque se le conoce de memoria. Una vez y otra la bondad debe ofrecerse y aplicarse".

    Basta contemplar, por ejemplo, las historias narrada en la película “Amor bajo el espino blanco” (Z. Yimou, 2012) o “Diarios de la calle” (R. LaGravenese, 2007). Eso es difícil en la vida misma, y clave para el educador.

    El creyente, en su relación yo-tú con Dios puede "aprender a comprender" los acontecimientos y las personas desde Dios y colaborar a llevarlos hacia Dios. La condición para todo ello es lo que Guardini llama "concentración" y otros "recogimiento", dedicando un tiempo concreto a la oración (diálogo con Dios) y algunos minutos al examen de conciencia.

    Pues "¿cómo ha de ser posible eso, si el hombre vive en constante dispersión; siempre atraído hacia fuera, llevado de acá para allá por las impresiones que se agolpan contra él? En efecto, esa existencia en diálogo sólo la puede realizar si el centro que hay en él está vivo: si está atento, escuchando, y escuchando de un modo que se transforma en acción, esto es, 'en obediencia'".

    Así es, porque la raíz de la obediencia es la escucha: ob-audire, la escucha a Dios, a los demás, a la realidad.

    "Nadie –señala el Papa Francisco– es más paciente que el Padre Dios, nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.

Comprender para discernir

    Ya se ve la importancia de la comprensión para captar y valorar la realidad; y, por tanto, para el discernimiento. Se podría decir que la comprensión es una virtud "icónica" del discernimiento. Y esto, como muestra Francisco en su exhortación Evangelii gaudium, tanto en las múltiples relaciones que comporta la vida corriente, como más concretamente en la educación y, en particular la pedagogía de la fe: en el uso del lenguaje, en la formación de los jóvenes y de los demás según la edad y las circunstancias de cada uno; en el trato con los hijos y con los padres; en el apostolado personal y en la evangelización de las culturas, en la enseñanza de la religión, en la predicación, la catequesis y el acompañamiento espiritual; en la justicia y los demás aspectos de la ética y de la Doctrina social de la Iglesia.

    Todo ello –así comenzábamos– especialmente en el trato con los enfermos, los niños y los más débiles y necesitados.

    En el momento sociocultural y eclesial presente, la comprensión es necesaria para gestionar los conflictos, ofrecer soluciones –y no solo críticas– y avanzar en la sinodalidad.

   Y para quien se adentra en caminos de vida interior, le puede llevar hasta comprender a Cristo.

Fuente: iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com

Publicado por JOQUIVESA en 12:11

5/26/23

De Roma a Bruselas nada nuevo bajo el sol

 José Antonio García-Prieto Segura


«¿Qué tiempos son éstos en los que tenemos que defender lo obvio?».

Desde el siglo I hasta casi finales del siglo V, decir “Roma” era mencionar la capital de un vasto imperio; algo así como -salvando distancias de tiempo y de otros muchos aspectos-, decir hoy “Bruselas” es referirnos a la capital de los 27 países que conforman la Unión Europea. El lazo de unión Roma-Bruselas, me lo han suscitado dos representaciones, aparecidas en una y otra ciudad, a distancia de dos mil años, que tienen por centro la persona de Jesucristo. Aunque con diverso contexto figurativo en torno al Señor, y sin juzgar las intenciones de sus autores, puede decirse que las dos hieren claramente los sentimientos religiosos y resultan insultantes y anticristianas. Pero no pasan de ahí, que no es poco, sus similitudes.

          La representación romana, quizás del siglo I o II, conocida como el “grafito de Alexámenos” o grafito del Palatino por haberse encontrado en un muro de esta colina romana, muestra a un hombre crucificado que se presenta con cabeza de asno, y a un joven con su brazo levantado hacia la cruz en actitud de adorarlo. Lo acompaña una leyenda, en griego, que dice “Alexámenos sébete theón”,y significa: «Alexámenos adora a [su] dios». Los expertos en arte e historia concuerdan en que se trata de una muestra satírica contra los cristianos. El mayor acto de amor de Dios por la humanidad como fue la muerte de Jesús crucificado se presenta blasfema y burlonamente. En el siglo III, Tertuliano testimoniaba que sobre los cristianos pesaba la acusación de ser adoradores de una deidad con cabeza de asno.

          Demos ya un salto a nuestro siglo XXI, al pasado 9 de mayo, “Día de Europa”, quizá inadvertido para mucha gente. En torno a este aniversario, en la sede del Parlamento, en Bruselas, se gestionó una exposición pretendidamente artística, pues la eurodiputada patrocinadora del evento, en su e-mail de promoción, silenciaba los supuestos valores estéticos de la muestra, y se centraba en el contenido ideológico de las obras presentadas: “Todas las piezas que ha elegido (su autora) muestran un tema LGBTIQ, inclusivo o de derechos humanos». En efecto: una de sus piezas mostraba una imagen de Jesucristo con sus brazos extendidos, como si estuviera en la cruz, rodeado de siete varones representativos de personas comprendidas bajo alguna de las siglas GBTIQ Suprimo la “L” porque solo había varones. Salvando las intenciones de la autora, hace el efecto de que se hubieran servido de sus obras para defender, de modo nada respetuoso y ambiguo, unos derechos que siendo legítimos en lo que tienen de respetables, no se deben amparar contaminándolos ni confundiéndolos con lo más santo porque, entonces, pierden su razón de ser y de su respetabilidad.

          Se comprende que diputados de distintos grupos de la Euro-cámara se sumaran a una carta dirigida a la presidenta del Parlamento, para expresar su rechazo de semejante exposición y pedir su retirada inmediata. Denunciaban, entre otras cosas, la “burla y degradación” contra la religión mayoritaria de Europa.

Bienvenido cuanto contribuya al respeto y salvaguarda de la libertad y sentimientos religiosos, porque tocan lo más vivo de la persona y de su dignidad. Y más allá de la referencia religiosa, máximo respeto también para quien se sienta incluido entre las personas comprendidas bajo las iniciales de las mencionadas siglas. Su dignidad personal está por encima de su orientación sexual y, por tanto, son personas merecedoras de respeto, sin necesidad de presentarlas como víctimas, o de recurrir a “cortocircuitos” político-religioso-sentimentales, para que se sientan acogidas y su dignidad salvaguardada. La representación de Bruselas parece uno de esos “cortocircuitos”, porque muestra y se sirve de Cristo para acoger y defender, sin más ni más y en un confuso todo o nada, lo que de suyo pide distinción en los derechos de esas personas, precisamente para no contaminarlos ni lesionarlos.

Por eso, el Catecismo de la Iglesia distingue entre las tendencias homosexuales, y los comportamientos y actos homosexuales de esas personas. Textualmente: “Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta.” (CEC, n. 2358). Sin embargo, “apoyándose en la Sagrada Escritura (…), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’ (CEC 2357). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una complementariedad afectiva y sexual verdadera. No pueden recibir aprobación en ningún caso.” (CEC 2357).

Es imprescindible, pues, razonar y matizar las cosas para no confundir -dicho sea coloquialmente- la velocidad con el tocino, mezclando de modo confuso y gratuito, derechos y realidades que no cuadran y que acaban perjudicándose mutuamente. Salvada la convivencia y paz social, es necesario respetar la libertad y sentimientos religiosos de todos. Y lo mismo por lo que mira a sentimientos de otra índole y a las personas que así los manifiestan. Pero sin pretender, a la vez, que todo sea lo mismo, y sin distinguir lo que, de suyo, es esencialmente diferente. Por citar un caso distinto, pero que suscita cierta analogía, recientemente se ha hecho y hablado de un “bautismo laico”; con este uso ambiguo del lenguaje, parece que se quisiera atribuir a algo civil y de suyo profano, una riqueza ontológica de carácter religioso que en absoluto le corresponde. Por pedestre que suene, conviene recordar la necesidad de llamar “al pan, pan; y al vino, vino”; y esto, sin que el pan y el vino -si por un imposible pudieran razonar-, se sintieran mutuamente ofendidos.

Para concluir estas líneas, es claro que atravesamos momentos difíciles que recuerdan lo que Bertolt Brecht pone en boca de uno de sus personajes: «¿Qué tiempos son éstos en los que tenemos que defender lo obvio?». A pesar de todos los pesares de la historia, desde la Roma del siglo I hasta la Bruselas de hoy, Cristo mismo y las verdades enseñadas y vividas por él siguen en pie. Han sobrevivido a la prueba de fuego de veintiún siglos de historia, porque muestran la verdad y dignidad de la persona humana; y porque los brazos de Cristo están siempre abiertos, como en la Cruz, para acogernos a todos, igual que hizo con Dimas si, también como él, cada uno tiene la valentía de reconocerse necesitado y pecador.

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com

Publicado por JOQUIVESA en 17:17

5/25/23

La santidad en la vida cotidiana, una doctrina católica

Arturo Medina


I.       La Santidad

1.       Introducción

Me parece oportuno comenzar estas reflexiones recordando las recientes palabras del Santo Padre Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millennio ineunte:

«La santidad.

En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es, más que nunca, una urgencia pastoral.

Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la “vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante: “descubrir a la Iglesia como ‘misterio’, es decir, como pueblo ‘congregado en la unidad del Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo’, lleva a descubrir también su ‘santidad’, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquel que por excelencia es el Santo, el ‘tres veces Santo’ (cfr. Is 6, 3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado”.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”.

Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de  la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?

En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?”. Significa ponerle en el camino del Sermón de la montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 18).

Como el Concilio mismo lo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno.   Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos, a muchos laicos que se  han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Tercio millenio ineunte, nn. 30-31).

2.         Jesucristo, el Santo

El nombre de SANTO y el atributo de la santidad son propios de Yavé: ¿Quién puede estar delante de Yavé este Dios santo?... es la pregunta que se hacen, heridas por una plaga, las gentes de Bet Semes (1S 6, 20). Esa santidad de Dios se demuestra ya en el Antiguo Testamento, en la misericordia y en el perdón: «... se han conmovido mis entrañas (dice Yavé). No llevaré a efecto el ardor de mi cólera... porque yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti, y no me complazco en destruir» (Os 11, 8s.). La santidad de Dios está a una distancia infinita de los hombres: «...¿Qué es el hombre para creerse puro, para decirse justo el nacido de mujer? Si (Dios) ni en sus santos se confía, ni los cielos son bastante puros a sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre que se bebe como el  agua la impiedad!» (Jb 15, 14-16). Esa es la razón por la que el Sumo Sacerdote judío sólo una vez al año, y mediante un especial rito de purificación, pudiera entrar en el «santuario de la tienda de la alianza» (cfr. Lv 16, 1-31), llamado también «santuario de la santidad»  (cfr. Lv 16, 33). La santidad de Yavé se manifiesta en la gloria de sus apariciones o teofanías. En el Nuevo Testamento hay muchas referencias a la santidad de Dios Padre: Jesús mismo lo llama «Padre Santo» (Jn 17, 11); a él dicen los cuatro misteriosos vivientes: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4, 8); santo es su nombre (Lc 1, 49), su ley (Rm 7, 12),

su alianza (Lc 1, 72), su templo, que somos nosotros (1Co 3, 17) y la Jerusalén celestial (Ap 21, 2). Jesús es Santo porque es el Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18. 20; Lc 1, 35). Al ser bautizado en el Jordán, recibió la unción del Espíritu Santo (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Hch 10, 38) y quedó lleno de él (Lc 4, 1). Tal es su santidad, que así como en el Antiguo Testamento la cercanía de Dios provocaba un sentimiento de la propia indignidad e impureza (cfr. Is 6, 5), así también sucede con Jesús: «viendo (el milagro), Simón Pedro se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy pecador» (Lc 5, 8), reacción muy natural ante aquel a quien nadie puede «argüir de pecado» (Jn 8, 46), «que no conoció pecado» (2Co 5, 21), «que no cometió pecado» (1P 2, 22), que es, definitivamente, «sin pecado» (Hb 4, 15), y que, por el contrario, «nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Ap 1, 5). Cuando Jesús expulsa a los espíritus impuros, éstos, al reconocer el poder y la santidad de Dios en él, le dicen:

«¿Has venido a perdernos? Te conozco: eres el Santo de Dios» (Mc 1, 24); esos mismos espíritus «al verle, se arrojaban ante Él y gritaban diciéndole: Tú eres el Hijo de Dios» (Mc 3, 11), lo que sugiere la identidad de ambos nombres. Pedro le da también los nombres «Santo de Dios» (Jn 6, 69) y de «Mesías de Dios, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16).  En la predicación primitiva también se lo llama así: «vosotros —dice Pedro a los judíos— negasteis al Santo y al Justo» (Hch 3, 14), y se invoca al Padre «por el nombre de tu Santo siervo Jesús» (Hch 4, 30). De Cristo glorioso se habla así: «esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra y cierra y nadie abre» (Ap 3, 7), y a él se dirigen las almas de los que fueron «degollados por la palabra de Dios y por el testimonio que guardaban, y clamaban a grandes voces diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre...?» (Ap 6, 9s). La santidad de Jesús es la misma que la del Padre: «Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros (lo somos)» (Jn 17, 11). Finalmente, la gran plegaría de Jesucristo al Padre, en la víspera de su pasión y muerte es: «Santifícalos (a los discípulos) en la verdad, como tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico en la verdad» (Jn 17, 17-19). Jesús se va a «santificar» entregándose a la muerte de cruz, de modo que su obediencia destruya la desobediencia de Adán. Esa obediencia es la causa de nuestra justificación y salvación, y por  lo mismo es la destrucción de la mentira que es inherente al pecado. La muerte de Cristo restablece la verdad, o sea, el reconocimiento de la santidad de Dios, ante quien somos pecadores, y esa verdad nos introduce en la vida de hijos del Padre. Esa obra de salvación se traduce en que los cristianos están «santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos» (1Co 1, 2), y son, en cierta medida, «santos» (Flp 1, 1), siendo su meta: «sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), mediante la gracia de Dios por la cual cada discípulo de Cristo puede hacer suyas las palabras de San Pablo: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13) de manera que «nadie puede gloriarse ante Dios» (1Co 1, 29) sino que, como María, digamos humildemente: «mi alma glorifica al Señor y exulta mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva..., porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo» (Lc 1, 46-49).

El nombre de SANTO aplicado a Jesús tiene relación con los de MAESTRO, MEDIADOR, VIDA, JESÚS, SUMO SACERDOTE e HIJO DE DIOS, entre otros.

3.       ¿Qué es la santidad?

Hay no pocos textos de la Sagrada Escritura que describen la santidad. San Pablo dice que «somos nueva creatura, creados en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 24). «Nueva creatura» es una oposición al «hombre viejo», pecador, que lleva en sí la imagen de Dios maltratada y desfigurada. Esa «novedad» es un retorno a la condición original del hombre, creado a «imagen y semejanza de Dios» (cfr. Gn 1, 27).

La carta a los Efesios nos enseña que el Padre «nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor... para alabanza y gloria de su gracia» (Ef 1, 4.6). Este texto subraya la santidad como la finalidad de la creación del hombre, e indica que la «atmósfera» de la santidad es el amor. Recalca también que la santidad es la glorificación de la gracia de Dios,  o sea, del don gratuito de la salvación y de la justificación.

En la segunda carta de San Pedro se nos dice que el poder divino del Padre nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad «... para que nos hiciéramos partícipes de la naturaleza divina, huyendo  de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (cfr. 2P 1, 3.4). Aquí hay una relación entre la «vida» y la «participación en la naturaleza divina», lo que es muy sugestivo, pues la vida en Dios es la verdadera vida. Esa participación en la naturaleza divina se hace posible por nuestra inserción en Cristo, la verdadera vid, de la que obtienen vida sus discípulos, comparados por Jesús a los sarmientos (cfr. Jn 15, 22). La santidad es la gracia y la vida verdadera, en tanto que el pecado es muerte (Jn 8, 21.24) y esclavitud (Jn 8, 34).

En la carta a los romanos San Pablo nos exhorta «por la misericordia de Dios, a que ofrezcamos nuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, porque tal será nuestro culto espiritual», y nos advierte que no nos acomodemos al mundo presente, antes bien que nos transformemos «mediante la renovación de nuestra mente,  de modo que podamos distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que es de su agrado, lo que es perfecto» (cfr. Rm 12, 1s). En este texto la santidad aparece en clave litúrgica, haciendo del cristiano una víctima sacrificial, consagrada y entregada totalmente a Dios, lo que no puede ser realidad sin un profundo cambio de mentalidad para repudiar la «sabiduría del mundo» y poder discernir lo  que es grato a Dios.

En la misma carta a los romanos, el Apóstol afirma que «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Así es que ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7s).

Es posible interpretar el texto griego del bautismo (Mt 28, 19) como si su sentido fuera: «sumergidos en al agua para que muera el hombre viejo y para salir del poder de Satanás, a fin de ser consagrados para llevar una vida dedicada a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Entendida así, la fórmula bautismal no es otra cosa que una expresión del llamado a la santidad, don de Dios que es infundido mediante el sacramento del bautismo. La primera y fundamental consagración del cristiano, antes que la consagración sacerdotal o la de la vida religiosa, es, precisamente, la consagración bautismal, la que nos hace a todos iguales en cuanto a la meta común por alcanzar.

La bienaventuranza que proclama «dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8) invita a considerar la pureza como la perfecta transparencia frente a Dios, sin que haya nada que empañe su presencia ni su acción. Esta bienaventuranza hace alusión a los objetos materiales que son genuinos, sin mezclas ni impurezas, como la pureza de un diamante, o de un metal, o de un animal de fina raza. Pero insinúa también que la pureza perfecta es el resultado de un proceso de purificación a través del cual el corazón del hombre llega a ser genuino, verdadero, sin torceduras o, dicho de otro modo, capaz de buscar solamente la gloria de Dios y no la propia (cfr. Lc 1, 46; Jn 8, 50) y, por lo mismo, ajeno al pecado.

Vista así, la santidad es la condición normal del cristiano: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Es sinónimo de vida verdadera, de alegría, de realización, de coherencia con la fe, de perfecta comunión con todos los miembros de Cristo. No es una casualidad que uno de los calificativos dados a los cristianos de  las primeras generaciones haya sido el de «santos» (cfr. Flp 4, 21; 1Co 6, 1s; Rm 1, 7; Rm 12, 13; 1Tm 5, 10; 1Tm 15, 25; 1Tm 16, 15; Hch 9, 13; Ef 3, 18;Ef  6, 18; etc.).

Si se reflexiona sobre el Padrenuestro en sus diversas peticiones, se ve que cada una de ellas tiene relación con la santidad. La «santificación del nombre del Padre» no es otra cosa que buscar su gloria. La venida de su Reino es en definitiva que Él lo sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 11, 28), es decir que nada se sustraiga a su soberano señorío. El perfecto cumplimiento de su voluntad es, ante todo, nuestra santificación (1Ts 4, 3). El pan de cada día es la palabra de Dios (Lc 4, 4) y el cuerpo de Cristo que alimentan y transforman nuestra vida hasta que llegue a ser plena verdad la expresión de San Pablo: «yo vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El perdón que suplicamos es la reparación de las idolatrías, distorsiones y desamor que el pecado ha dejado en nosotros, así como el perdón que ofrecemos es el deseo ferviente de que nuestro corazón se asemeje al corazón misericordioso del Padre. Pedimos no caer en tentación porque el pecado es el peor de todos los males que nos puedan ocurrir, y pedimos ser libres del Malo porque su obra es conducirnos al pecado y, como consecuencia, a la muerte, destruir la santidad y lograr que se frustre en nosotros el designio de  la creación y de la redención.

El Apóstol San Pablo se explaya en la carta a los Gálatas en el tema de las obras de la carne y de las obras del Espíritu (Ga 5, 16-26).

Las obras del Espíritu son la expresión de la santidad, de la fuerza transformante del Espíritu que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5), en tanto que las obras de la carne son frutos del pecado y desfiguración del rostro interior del hombre llamado a ser hijo del Padre, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Así se ve como la moral cristiana es mucho más que una sujeción externa a preceptos y prohibiciones: es el modo de vida propio de quienes han sido llamados a la santidad, han recibido gratuitamente la gracia y la justificación, y tratan cada día, con la gracia de Dios, de poder decir en verdad «para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21).

La frase de Jesús: «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) es al mismo tiempo un llamado, un imperativo y una promesa posible porque la «sangre de Cristo nos limpia de todo pecado» (1Jn 1, 7), es decir es el precio y la prenda de la santidad.

Séame permitido hacer aquí una reflexión complementaria acerca de la santidad y la fe. Los teólogos distinguen tres formas de emplear el verbo «creo», «credo». «Credere Deum» es decir que creemos que Dios existe. «Credere Deo» es afirmar que creemos que lo que Dios dice es la verdad. «Credere in Deum» es profesar que el único sentido de la vida es Dios y que nada merece adhesión al margen de Dios. La expresión «Credo in Deum» es, pues, equivalente a una adoración que compromete toda la vida y cada momento de ella: es exactamente el mismo sentido de la expresión de San Pablo «nosotros vivimos para Dios».

4.       La vocación universal a la santidad en la iglesia

Es este el título del capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio ecuménico Vaticano II. En el primitivo proyecto este capítulo V y el VI eran uno sólo: la doctrina sobre la vida religiosa (actual capítulo VI) formaba un todo con la «vocación universal a la santidad», siendo la vida religiosa uno, no el único, de los caminos posibles hacia la santidad, meta de todo cristiano. Diversas consideraciones hicieron que el texto único se separara en dos, sin que por ello se modificara la redacción, la cual fue solamente separada en dos, introduciendo el título «los religiosos». En realidad el capítulo sobre la «vocación universal a la santidad en la Iglesia» está en cierta forma preanunciado en el capítulo II de Lumen gentium, y especialmente en el n. 9, donde se describen las características del Pueblo de Dios. Allí se lee: «En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cfr. Hch 10, 35). Sin embargo (Dios) quiso santificar y salvar a los hombres no individual ni aisladamente, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (LG, II, 9).

Tomando como punto de referencia la santidad, se puede decir que ella es la finalidad de la creación, el motivo de la Encarnación, el fruto de la redención, la obra del Espíritu Santo, la razón de ser del hombre, su plenitud, su perfección y su consumación.

Uno podría preguntarse por qué ningún Concilio antes del Vaticano II ha hablado acerca de la «vocación universal a la santidad en la Iglesia». Una respuesta podría ser que esta verdad fue siempre profesada por la fe de la Iglesia, que afirma en el Símbolo su fe en la «comunión de los santos». Otra respuesta adicional podría ser que esta verdad de fe, tan claramente enunciada en las Escrituras, nunca fue directamente rechazada por alguna corriente herética. A ello se podría agregar que el Concilio de Trento, al exponer la doctrina sobre la «justificación» (DH 1520-1583), estableció una enseñanza íntimamente relacionada con la santidad. Por lo demás, la costumbre más que milenaria de la Iglesia de venerar entre sus hijos como santos o beatos a hombres y mujeres de las más diversas condiciones, edades y estados de vida, constituye una expresión válida de su fe en que la santidad es la meta de toda vida cristiana. La presencia de este tema en forma explícita en el cuerpo doctrinal del Concilio Vaticano II, y señaladamente en la Constitución Lumen gentium, tiene su explicación en la evolución homogénea de la eclesiología en los últimos cien años previos al Vaticano II y, muy especialmente, en la valoración del estado laical como forma auténtica y no secundaria de la vocación cristiana.

Es precisamente en el capítulo IV de la Constitución Lumen gentium (capítulo que en una primera etapa de la redacción formaba una unidad con el Cap. II) donde se lee que «el Pueblo elegido de Dios es, por tanto, uno: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5). Los miembros tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección», una misma gracia, una misma fe, un amor sin divisiones. En la Iglesia y en Cristo, por tanto, no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social pues “no hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay hombre ni mujer. En efecto, todos sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28; cfr. Col 3, 11). Aunque en la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo «todos están llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cfr. 2P 1, 1)» (LG II, 32).

Hubo una época en que una interpretación defectuosa de los «estados de perfección» hizo pensar a muchos que quien quería de veras ser santo debía incorporarse a la vida religiosa y el Código de Derecho Canónico de 1917 exhortaba a los clérigos «a llevar una vida más santa que la de los laicos» (can. 124). Hoy, el Concilio Vaticano II ha vuelto a poner de relieve el dato bíblico del llamado universal a la santidad.

El Cap. V de Lumen gentium afirma sin ambages que «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o estén regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: “lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos” (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)». «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (LG V, 40). «El Señor Jesús, Maestro divino y modelo de toda perfección, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fueran, la santidad de vida de la que Él es autor y consumador: “sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto” (Mt 5, 48)» (LG V, 40).

El llamado universal a la santidad, ese destino común, fruto de la gracia y de la acción del Espíritu Santo, no implica, sin embargo, una total uniformidad. Si la meta es única, los caminos son variados. Si hay instrumentos y medios comunes a todos para avanzar por el camino de la perfección cristiana, ello no implica que los estilos de vida sean siempre idénticos. La vocación universal a la santidad se realiza, en concreto, a través de diversas vocaciones cristianas, como son la vocación al ministerio ordenado, la vocación al estado religioso u otros afines, la vocación al matrimonio, etc. E incluso se puede hablar de otras vocaciones como las que orientan al ejercicio de una profesión, al desarrollo de cualidades artísticas, a la investigación, al servicio de los que sufren, etc. Lo que es claro es que cada cual, en el lugar y actividad a que Dios lo llamó, allí debe responder al común llamado a la santidad. «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en Espíritu y en verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva que suscita esperanza y se traduce en obras de amor» (LG V, 41).

5.       Los medios de santificación

Es natural que la afirmación de la vocación universal a la santidad plantee la pregunta de cómo se puede alcanzar esa meta, de qué medios disponemos, o mejor dicho, qué instrumentos pone a nuestro alcance la gracia y la misericordia de Dios para ajustarnos a su designio de santidad y plenitud.

No es ésta la ocasión de examinar en detalle los medios de santificación que el Señor nos ofrece. Quien desee tener una información acerca de la doctrina de la Iglesia al respecto, puede consultar el Catecismo de la Iglesia Católica que se refiere al tema en muy diversos lugares, como por ejemplo cuando habla de los sacramentos, de la oración, de los mandamientos, etc. Pero no sería conveniente, en una exposición sobre la vocación a la santidad omitir siquiera una mención rápida acerca de los medios de santificación. Se trata, en realidad, de todo lo que la fe cristiana y católica nos proporciona, como dones de Dios que necesitan ser acogidos con transparencia y gratitud, para que se cumpla en nosotros el designio de Dios que es de justificación, de salvación, de santificación.

Digamos, antes que nada, que todo el edificio de la vida cristiana tiene como cimiento la fe: «sin la fe es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6), y «el justo vive de la fe» (cfr. Rm 1, 17; Ga 3, 11; Hb 10, 38). La fe, que es ya un fruto de la gracia preveniente de Dios, abre  las puertas al don de la adopción divina, en virtud de la cual llegamos a ser verdaderamente «hijos de Dios» (1Jn 3, 1) y participantes de la naturaleza divina (2P 1, 4). La fe va normalmente acompañada por la esperanza de las cosas que no se ven (cfr. Heb 11, 1-3) y por la caridad (cfr. 1Co 13, 1-13). Toda vida cristiana es «vida teologal», es decir, vida de permanente y ojalá creciente ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad, sin descuidar por cierto las virtudes llamadas «cardinales» de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza.

La «atmósfera» de la vida cristiana es la oración, que asume muy diversas formas como son la lectura meditada de la Palabra de Dios, de la que la Virgen María es ejemplo (cfr. Lc 1, 46-55; L 2, 19.51), la recitación de los salmos, el rezo del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), verdadero programa de los «intereses» de los hijos de Dios, la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, el santo Rosario, el recorrido del Vía Crucis, etc. La «vida de oración» no se circunscribe a los solos momentos en que nos dedicamos exclusivamente a los ejercicios de piedad, sino que va impregnando todo el día mediante el recuerdo amoroso de Dios «en quien vivimos, nos movemos y existimos» (cfr. Hch 17, 28), recuerdo que proyecta una luz vivificadora y purificadora sobre la actividad cotidiana. Para el cristiano orar es mucho más que el cumplimiento de un «deber»: es la satisfacción de una necesidad.

En la economía de la Nueva Alianza, es decir en el tiempo de la Iglesia, Jesucristo ha querido poner a nuestro alcance unos instrumentos particularmente eficaces de salvación y santificación: son los santos Sacramentos. Ellos son signos sagrados establecidos por voluntad salvífica de Jesucristo para comunicar a los hijos de Dios el don de la gracia. A través de signos compuestos de elementos sensibles y de palabras, los sacramentos, o bien comunican la gracia que aún no se tiene o se ha perdido, o bien fortalecen y acrecientan la que ya se posee. Es decir, son agentes de «divinización», de inserción cada vez más honda en Cristo, la verdadera Vid (cfr. Jn 15, 4s), de transformación en Él, para ir llegando a ser con verdad «alabanza de la gloria de la gracia de Dios» (Ef 1, 6.12.14). Cada sacramento confiere una gracia propia que mira a una especial situación y necesidad espiritual del hombre y por eso el cristiano se esfuerza por recibirlos, cierto de que a través de ellos se irá haciendo verdad lo que san Pablo decía de sí mismo «ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

El centro de los sacramentos y de la vida de la Iglesia es la celebración de la Eucaristía, el Sacrificio sacramental de la Nueva Alianza. Participando en la celebración eucarística nos incorporamos en la perfecta alabanza que rindió Cristo al Padre en la Cruz, alabanza que se hace presente en cada Misa. El sacrificio es la expresión ritual de la consagración a Dios, del reconocimiento de Dios como lo único absolutamente necesario, como el punto de referencia imprescindible para realizar correctamente todas y cada una de nuestras opciones. La ofrenda sacrificial es una expresión de absoluto rechazo al pecado: por lo mismo que el sacrificio es un acto de adoración, es consiguientemente y al mismo tiempo una expresión de consagración de la vida entera a Dios (cfr. Rm 14, 8) y un rechazo de todos los «ídolos» que a lo largo de nuestra existencia tratan de disputar a Dios lo que le corresponde solamente a Él, consiguiendo de los hombres que dividan su corazón, colocando a creaturas en el lugar que sólo corresponde a Dios. De ahí que el cristiano consciente de su llamado a la santidad, ve en la participación diaria en el santo sacrificio de la Misa una fuente irremplazable para conservar y acrecentar su vida para Dios, precisamente allí donde Dios lo ha colocado.

Todos los medios de santificación apuntan a la persona del cristiano y a su plenitud, que alcanzará su total dimensión en la vida eterna, en el Reino escatológico. Sin embargo esta dimensión personal no se vive en forma aislada e individualista, sino en el Cuerpo de Cristo (cfr. Rm 12,  5; 1Co 10, 17; 1Co 12, 12s.; Ef 4, 4.16; Col 1, 18), que es la Iglesia. La Iglesia es, por la acción del Espíritu Santo, el «lugar» de la santificación: ella nos comunica la Palabra de Dios que despierta la fe; en la Iglesia oramos y ella ora en nosotros; en comunión con ella se celebran los sacramentos y éstos nos vinculan más profundamente a ella. Por eso la santidad no es un asunto exclusivamente personal, sino que —en virtud de la «comunión de los santos»—, interesa a todo el cuerpo eclesial, así como el pecado no sólo es nocivo para la persona del pecador, sino que perjudica en cierta forma a la misma comunidad cristiana.

De todos los medios de santificación habló, en forma concisa y exigente, san Josemaría, y los recomendó con encarecimiento a los miembros de su familia espiritual. No podía ser de otro modo.

II.      La Santidad en la vida cotidiana

6.       Lo cotidiano

Tratando de describir «lo cotidiano» pareciera que es interesante evocar otras palabras que tienen un contenido semejante, aunque con matices, y asimismo algunos términos que insinúan un contenido contrario.

«Cotidiano» puede traducirse por «corriente», «ordinario», «común», «acostumbrado», «usual» y evoca hechos y comportamientos que no tienen especial relieve, que no causan de suyo admiración y que, por lo mismo, pasan habitualmente desapercibidos y no reciben una particular valoración.

Lo contrario de lo «cotidiano» es lo «excepcional», lo «espectacular», lo «desacostumbrado», lo que sale fuera de lo habitual y, que por lo tanto, suscita admiración, atrae la atención y suele recibir una alta valoración.

No se necesita una especial perspicacia para advertir que nuestras vidas se juegan, normalmente, en el nivel de lo cotidiano. En toda vida humana hay algunos componentes, quizás los menos, que pertenecen al nivel de lo excepcional: acontecimientos, opciones, desafíos; pero esos componentes extraordinarios no son lo habitual en la trama de la existencia. Es posible que en ciertos casos lo «extraordinario» sea más frecuente que en otros, pero lo normal es que constituya una proporción reducida de la actividad y de la historia personal.

Hasta aquí se ha hablado de «lo cotidiano» en clave de comprobación experimental: lo que se ve, lo que se puede, en algún modo, medir o comparar. Pero hay que tener en cuenta que bajo la corteza de «lo ordinario» puede ocultarse una realidad extraordinaria no referida a aspectos cuantitativos sino a dimensiones cualitativas, generalmente espirituales y, por lo mismo, no directamente comprobables. Y así es perfectamente posible que algo apreciado como «ordinario» o «cotidiano» sea en realidad «extraordinario», atendida su profundidad espiritual.

Los escritos de san Josemaría Escrivá de Balaguer presentan una nítida insistencia en «lo cotidiano» como marco habitual de la vida cristiana, pero insisten también con fuerza en la calidad «extraordinaria» en virtud de la intención, de la gracia de Dios y de conciencia de la vocación a la santidad.

Cuando se leen ciertas hagiografías, se tiene la impresión que sus autores han querido, deliberadamente, poner el acento en los relieves espectaculares del respectivo santo o bienaventurado, y se presenta su vida como una sucesión ininterrumpida de acontecimientos excepcionales, como una cadena de milagros y prodigios, que dan al santo un aspecto sobrehumano, inalcanzable, inimitable, más proprio para ser admirado que para servir de aliento y estimulo a sus hermanos en la vocación cristiana. Es cierto que la vida de algunos santos estuvo marcada por fenómenos sobrenaturales extraordinarios, pero no es menos cierto que esos mismos santos vivieron, paralelamente, una vida heroicamente anclada en lo cotidiano.

El ejemplo de san José, al que san Josemaría dedicó una hermosísima reflexión, es sumamente sugestivo. La vida del Patriarca transcurrió en un cauce ordinario: el de un artesano de pueblo, jefe de un hogar que no aparecía ante sus paisanos como extraordinario, pariente de sus parientes, sometido a la ley civil como todos, silencioso, justo, observante de los preceptos religiosos de los israelitas, reflexivo y sin plantear exigencias de consideraciones especiales ni de privilegios. Es cierto que en algunas oportunidades san José recibió mensajes de Dios para iluminar su conducta, pero esas revelaciones, habitualmente en sueños, constituyen momentos aislados de su vida, profundamente marcada por lo cotidiano: el trabajo, el sufrimiento, el sometimiento a las leyes religiosas y civiles, el desempeño delicado de sus responsabilidades de jefe de familia.

Para tomar otro ejemplo, muy distante en el tiempo del Patriarca san José, podríamos fijar nuestra atención en el santo padre Pío de Pietrelcina. Es cierto que fue objeto de un don sobrenatural particularísimo, como fue el de haber recibido la estigmatización, pero es también cierto que ese fenómeno tan excepcional no alteró su vida cotidiana de sacerdote, de confesor, de religioso observante. Incluso es sabido que hizo lo que estuvo a su alcance para que la estigmatización pasara desapercibida y poquísimas veces hizo referencia a ella en sus numerosos escritos.

En el año 2002 fue declarado santo Juan Diego, el humilde indio a quien se manifestó la Santísima Virgen María en la colina del Tepeyac. Es verdad que Juan Diego recibió cuatro o cinco manifestaciones sobrenaturales de la «Madre de Aquel por quien se vive», pero no es menos cierto que su vida transcurrió en la simplicidad de un modesto indígena, trabajador, atento a sus deberes religiosos, amante de su familia, humilde, paciente, obediente y que pasó los últimos años de su peregrinación terrenal dedicado al cuidado de la modesta ermita primitiva en que se conservó en los primeros tiempos la tilma que lleva impresa, con sus rasgos mestizos, la imagen de Santa María de Guadalupe.

No es del caso detallar la fuerte incidencia de lo cotidiano en la vida y escritos de san Josemaría, pero lo que sí debe decirse, con toda justicia, es que subrayó en sus escritos la condición de lo cotidiano como el marco en que todo cristiano debe responder al llamado que Dios hace a todos sus hijos a la santidad. Puede decirse que san Josemaría exorcizó la errónea tendencia de querer identificar la santidad con lo extraordinario, poniendo el énfasis en lo espectacular, en vez de situarlo allí donde realmente está: en la perfección de la caridad (1Co 12, 31-1Co 13, 13). No es que san Josemaría haya inventado una doctrina nueva: su intuición, se basa en la Sagrada Escritura, como se vio al principio, tiene en cuenta la riquísima experiencia de la Iglesia cristalizada en la variedad multiforme de aquellos de sus hijos que ella reconoce como santos. San Josemaría fue elegido por Dios para poner de relieve un tesoro siempre actual de la fe católica y precisamente poco antes de la coyuntura histórica del Concilio Vaticano II, que reactualizó la doctrina de la llamada universal a la santidad. Por eso la familia espiritual que reconoce a san Josemaría como su fundador tiene que contar necesariamente entre sus miembros a cristianos ubicados en todas las situaciones sociales y viviendo los más variados desafíos a que el discípulo de Cristo se ve enfrentado en el «hoy» de la historia. El mensaje del santo no se circunscribe a los miembros de su familia espiritual, sino que tiene validez para cualquier cristiano: su enseñanza es un acervo católico del que todos pueden sacar provecho para el bien espiritual de la persona y de la sociedad.

7.       Algunas características de «lo cotidiano»

Parece oportuno hacer un intento de describir algunas notas que son constantes en el «cotidiano» cristiano y que se entrelazan formando un tejido espiritual, a la manera como los hilos de un tapiz se entrecruzan y dan origen al bello efecto proprio de ese género artístico. Van a continuación algunas de esas características que creo merecen una especial atención.

a)       La oración

Un venerable testimonio de la antigüedad cristiana, la «tradición Apostólica» de san Hipólito, que refleja los usos de la Iglesia en Roma a fines del siglo II y comienzos del III, nos dice que en el programa cotidiano de los fieles se contemplaban seis o siete momentos de oración, y nótese que no era ese un uso proprio y exclusivo del clero, sino común a todos los fieles. Es posible que este testimonio tenga un ribete de idealización, pero lo que está fuera de dudas es que un cristiano de esa época oraba varias veces al día. Andando el tiempo, la oración oficial de la Iglesia, el Oficio Divino, el Opus Dei como lo llamaba san Benito, o Liturgia de las Horas como lo llamamos hoy, conserva, aunque reducido, el esquema de la alabanza de Dios distribuida en las principales horas del día. Hay que tener presente que la Liturgia de las Horas no está reservada exclusivamente al clero, pues aunque los sacerdotes y diáconos tienen la obligación canónica de recitarla diariamente, todos los fieles están invitados a tomar parte de ella, pública o privadamente, asociándose así a la Iglesia que eleva incesantemente su oración a Dios. Aparte de la Liturgia de las Horas, existen otras formas de oración recomendadas por la Iglesia y que los fieles practican según sus preferencias: el Santo Rosario, el Ángelus, el Vía Crucis, la meditación, la lectura de las Sagradas Escrituras y otras devociones más particulares de alguna escuela de espiritualidad. La oración es constitutivo imprescindible del cotidiano cristiano. «Es preciso orar siempre y nunca dejar de orar» (Lc 12, 1) y hacerlo en todo lugar (1Tm 2, 8).

b)       El trabajo

Las palabras ora et labora han sido tenidas siempre como un resumen condensado de la vida y de la espiritualidad benedictinas, pero son también expresión de dos características insustituibles de la vida cristiana. Es bueno tener presente que el trabajo pertenece al programa del hombre ya antes del pecado: Dios puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cuidara y lo labrara (cfr. Gn 2, 15); después del pecado el trabajo se hace duro y fatigoso y el hombre comerá el pan con el sudor de su frente (cfr. Gn 3, 17-19). Es legítimo afirmar que  el trabajo es una ley de la vida humana y no sólo un medio para asegurar la satisfacción de las necesidades. Por eso no debe extrañar que san Pablo subraye que no comía su pan de balde, sino que trabajaba día y noche con fatiga y cansancio, para no ser carga para los demás (cfr. 2 Ts 3, 8) y a continuación dice severamente que si alguno no quiere trabajar, que no coma (cfr. 2Ts 3, 10).

El trabajo, aunque pueda ser, con frecuencia, cansador y hasta doloroso, constituye, sin embargo, una fuente de alegría cuando el hombre que trabaja ve coronados sus esfuerzos con el éxito, llámese este cosecha, terminación de una obra, conocimiento más profundo de la naturaleza o frutos de la labor apostólica.

En el mundo actual, entre las plagas que amagan la existencia humana hay que contar ciertamente la desocupación, es decir, la imposibilidad para muchos de encontrar un trabajo. El trabajo no tiene sólo una significación en el plano natural y en el de la eficiencia técnica: para el cristiano es un medio de santificación, es decir, de cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios y de cooperación a sus designios sobre el mundo y,  en definitiva, sobre la salvación. No nos santificamos «a pesar» del trabajo, sino «en» y «por» el trabajo, a condición de que no lo realicemos con pereza y espíritu mercenario, sino con una perspectiva espiritual; «no para ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como quienes ...cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres» (Ef 6, 6s.). Visto así el trabajo, es natural que se realice con empeño, con competencia, a cabalidad, con la mayor perfección posible, con profesionalidad, sin engaño, con puntualidad.

c)       La alegría

«Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor» (Flp 3, 1). Tantas veces hemos oído decir que «un santo triste es un triste santo». Jesús exultó de alegría (cfr. Lc 10, 21); la Virgen expresó en su cántico todos sus sentimientos de alegría (cfr. Lc 1, 46-55). San Pablo tenía una alegría sobreabundante aún en medio de sus tribulaciones  (cfr. 2Co 7, 4). San Juan Bautista se alegró al ver la llegada de Jesús (cfr. Jn 3, 29). San Benito fue un santo con una alegría serena y discreta, como nos lo deja entrever su Regla monástica. San Francisco de Asís experimentó muchas veces la alegría, aún a causa de las cosas o circunstancias más simples, y nos dejó un verdadero tratado de la «perfecta alegría» en uno de los capítulos de las «Florecillas». San Juan Bosco fue alegre y festivo.

Ser alegre es ser capaz de encontrar alegría en Cristo, aún en medio de las tribulaciones. Ser alegre es ser capaz de comunicar alegría y optimismo aún en medio de circunstancias adversas. Ser alegres es ser capaz de vencerse a sí mismo, para no hacer o decir cosas que pudieran entristecer a los demás. Ser alegre es ser capaz de gozar de las pequeñas cosas que nos regala el Señor y no vivir centrados en las dificultades, las traiciones, los reveses, los fracasos. Ser alegre es ser capaz de tomar las demás personas como son, con sus valores y limitaciones, y no quedarnos rumiando sus defectos y facetas ingratas.

El anciano Simeón, cuando tuvo a Jesús en sus brazos, expresó una serena y profunda alegría de poder partir de este mundo habiendo visto al Salvador (cfr. Lc 2, 28s.) y mi compatriota la beata Laurita Vicuña, moribunda a los doce años y nueve meses de vida terrenal, afirmaba que moría contenta porque el Señor le había concedido la gracia de la conversión de su madre, por la que había ofrecido su vida.

Todos los santos, sin excepción, han conocido lo que es la verdadera alegría, esa alegría que es el meollo de las Bienaventuranzas, o  sea de la dicha y felicidad cristianas, no exactamente igual, por no decir muy diferente y ajena, a lo que el mundo considera como fuente  de alegría y de felicidad.

d)       La cruz

Jesús afirmó categóricamente que quien desea ser su discípulo debe tomar su cruz cada día y seguirlo (cfr. Mt 10, 38; Mc 8, 34). Conviene subrayar lo de «cada día», de modo que la cruz es un ingrediente cotidiano de la vida cristiana. Ser discípulo de Cristo y rechazar la cruz es una contradicción existencial. San Pablo se quejaba de ciertos cristianos que se comportan como enemigos de la cruz de Cristo (cfr. Flp 3, 18) y que acaban siendo servidores de otros dioses (cfr. Flp 3, 19), verdaderos idólatras, incapaces de adorar a Dios en espíritu y verdad (cfr. Jn 4, 23s).

La cruz de Cristo tiene muchas formas y nombres. El martirio fue siempre un signo de la fidelidad en la Iglesia. Una Iglesia que ha tenido mártires tiene ejecutorias de autenticidad y de vitalidad. Cuando en una Iglesia no ha habido mártires, cabe preguntarse si ha sido capaz de ejercitar la bienaventuranza referida a quienes sufren persecución y calumnia por el nombre de Jesús. El cristiano debe al menos soportar la cruz y aceptarla. Más perfecto aún es amarla y abrazarla con alegría.

La cruz asume también la forma de las mortificaciones y penitencias voluntarias en la línea de lo que decía san Pablo que «completaba en su carne lo que falta a la pasión de Cristo» (cfr. Col 1, 24), y el mismo apóstol nos confidencia que «sujetaba su cuerpo y lo reducía a servidumbre» (cfr. 1Co 9, 27). El pecado original y nuestros pecados personales han dejado en nosotros huellas de desorden, de rebeldía, de concupiscencia, que deben sanar y no pueden serlo sino a través de la cruz: «los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias» (cfr. Ga 5, 16-25).

e)       El amor a la verdad

Jesús afirma que «la verdad nos hará libres» (cfr. Jn 8, 32) y se da  a sí mismo el nombre de Verdad (cfr. Jn 14, 6). Él mismo llama al demonio «padre de la mentira» (cfr. Jn 8, 14) y la Sagrada Escritura muestra a Satanás utilizando desde un principio el arma del engaño (cfr. Gn 3, 4s.). Es penoso comprobar hasta qué punto la vida de muchos hombres está marcada por la mentira y el engaño, y hay sociedades en que la mentira parecería estar erigida en sistema. Engañar a todo nivel y con cualquier pretexto; mentir como recurso ordinario que no provoca rechazo. Mentiras cotidianas, como con las que los mismos padres suelen enseñar a sus hijos pequeños, o mentiras clamorosas que esconden corrupción y deshonestidad. Mentiras que fortalecen el culto de las apariencias, de la vanidad, de lo falso. Todo un ambiente que no puede sino generar desconfianza y hacer ingrata la convivencia social. El hombre cristiano vive cotidianamente en el amor a la verdad, aunque por decirla tenga que soportar inconvenientes y hasta persecución, como le sucedió a Juan el Bautista (cfr. Mt 14, 3-10; Mc 6, 17-29; Lc 3, 19s). Ser fiel a la verdad puede constituir una pesada cruz en un mundo habituado a la falsedad y al engaño, pero es un testimonio muy importante de coherencia y honestidad, un aporte inapreciable a la convivencia en confianza y en respeto mutuos, porque la mentira es un menosprecio de la dignidad del interlocutor y una burla a su derecho a conocer la verdad.

f)        Lo pequeño

Es como decir «lo intrascendente», lo que no tiene relieve, lo que no llama la atención, lo que no aparece como «valioso». Es frecuente que los juicios sobre la importancia de cosas o acontecimientos sean equivocados, precisamente porque no se tienen conciencia de la importancia de las cosas pequeñas.

No valorar lo pequeño es muestra de gran superficialidad o de poquísima perspicacia. Pero no se trata sólo de valorar lo pequeño, sino de amarlo, de realizar los pequeños gestos poniendo en ellos tanto corazón y cuidado como si se tratara de cosas trascendentes. «Levantar del suelo un alfiler, por amor, puede salvar un alma» decía santa Teresa del Niño Jesús, esa santa monja que vivió en simplicidad su vida de carmelita, y en tanta simplicidad que, cuando estaba moribunda, otra monja de la comunidad expresó su preocupación acerca de qué cosa que mereciera destacarse podría decir la Priora cuando sor Teresa hubiera fallecido...

g)       Los otros

A lo largo de la jornada uno se encuentra con muchas otras personas: los que nos saludan, los que nos piden un servicio, aquellos a quienes nosotros pedimos algo; los que nos brindan un rato de compañía gratuita, los colegas de trabajo, los que llaman por teléfono, los que nos escriben una carta (pocos), los que nos expresan su apoyo, los que nos critican (rara vez de frente), los amigos, los adversarios, los que se adelantan en las «colas», los que nos hacen zancadillas, los que nos tratan con sinceridad, los que se acercan a nosotros cuando les conviene y se alejan cuando nuestra vecindad puede resultarles perjudicial.

En todos ellos tenemos que descubrir el rostro de Cristo, para servirlos, comprenderlos, no odiarlos, amarlos, valorarlos y poder convivir con ellos, no sólo como quien los soporta, sino como quien en algún modo los acepta y comprende que son parte del plan sabio y misericordioso de Dios.

Cada hombre que cruza nuestro camino o nos trae un mensaje de Dios, o espera de nosotros una actitud que le revele a Jesús. No viene simplemente para pasar desapercibido o para hacernos sacudir la cabeza en signo de molestia, sino porque en él se nos ofrece una presencia de Dios.

Los «otros» que cruzan nuestra jornada son un desafío, una llamada a descubrir a Jesús, a servirlo, a amarlo, a llorarlo desfigurado por la impronta terrible del pecado, pero así y todo llamado a ser redimido —¿Cómo podría ser discípulo de Jesucristo y prescindir de mis hermanos? ¿Cómo podríamos olvidar que, por acción u omisión, el Señor Jesús nos dirá un día «conmigo lo hicisteis» o no lo hicisteis (cfr. Mt 25, 40.45)? Lo cotidiano no es nunca puramente individual, sino siempre «personal» y, por lo tanto, marcado por una especial dimensión social, consecuencia inevitable de la doctrina paulina que nos ve como miembros de Cristo, solidarios unos de otros, no sólo por necesidad, sino por amor (cfr. 1Co 12, 12-13) y por intrínseca interdependencia de naturaleza y de gracia.

8.       Conclusión

En la obra escrita del bienaventurado Josemaría hay un acervo amplísimo de enseñanzas acerca del llamado a la santidad y de la santificación en el quehacer cotidiano. Aunque estoy muy lejos de ser un especialista en los escritos del santo me atrevería a decir que estos tópicos son recurrentes y que constituyen dos de los pilares que estructuran su doctrina espiritual, y ello hasta el punto de conferirle un matiz característico y distintivo.

Me limito aquí a citar unos poquísimos textos que pueden resultar sugerentes, sin pretender por cierto que sean los más notables ni los más apropiados.

El primero se lee en una homilía de 1960 y dice así: «Convenceos de que ordinariamente no encontrareis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio no os faltan ocasiones para demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. “También en lo diminuto —comenta san Jerónimo— se demuestra la grandeza de alma... Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores”».

En la homilía de la solemnidad de San José, pronunciada en 1963, encontramos los siguientes textos: «Sois hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a distintas naciones, razas y lenguas... Pues bien, os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente... Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora».

En el clásico Camino hay pensamientos brevísimos y sugerentes: «La santidad “grande” está en cumplir los “deberes pequeños” de cada instante» (n. 817). «Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas» (n. 818). «Tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios... te coloque» (n. 926). En Surco leemos: «Ante Dios, ninguna ocupación es por sí misma grande ni pequeña. Todo adquiere el valor del amor con que se realiza» (n. 487). En Forja se nos dice que «si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, y ¡trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural» (n. 698).

Les ruego que me excusen por no haber estado a la altura de lo que ustedes esperaban, pero me queda el consuelo de haber procurado mostrar en qué gran medida la doctrina de san Josemaría se inscribe en la más pura tradición católica, y de haber hecho un esfuerzo por mostrar que su enseñanza no constituye una espiritualidad restringida a su familia, sino que es patrimonio de la Iglesia, como suelen serlo las enseñanzas de los grandes santos. Creo que se puede decir que el legado de Josemaría Escrivá de Balaguer está acreditado por una nota de universalidad y de catolicidad.

Fuente: cedejbiblioteca.unav.edu

Publicado por JOQUIVESA en 16:50
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