6/30/24

¡Camina, ve hacia delante!

El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

El Evangelio de la liturgia de hoy nos relata dos milagros que parece que están entrelazados entre sí. Mientras que Jesús va a casa de Jairo, uno de los responsables de la sinagoga, porque su hija pequeña está gravemente enferma, por el camino una mujer con hemorroísa le toca la túnica y Él se detiene para sanarla. Mientras tanto, anuncian que la hija de Jairo ha muerto, pero Jesús no se detiene, llega a la casa, va a la habitación de la pequeña, la toma de la mano y la levanta, devolviéndola a la vida (Mc 5,21-43). Dos milagros, uno de curación y otro de resurrección.

Estas dos curaciones se relatan en un único episodio. Ambas suceden a través del contacto físico. De hecho, la mujer toca la túnica de Jesús y Jesús toma de la mano a la pequeña. ¿Por qué motivo es importante “tocar”? porque estas dos mujeres – una porque tiene pérdidas de sangre y la otra porque está muerta – se consideran impuras y por lo tanto con ellas no puede haber contacto físico. Y, en cambio, Jesús se deja tocar y no teme tocar. Jesús se deja tocar y no tiene miedo de tocar. Antes incluso de la curación física, Él desafía una concepción religiosa equivocada, según la cual Dios separa a los puros por un lado y a los impuros por otro. En cambio, Dios no hace esta separación, porque todos somos sus hijos, y la impureza no deriva de alimentos, enfermedades y ni siquiera de la muerte, sino que la impureza viene de un corazón impuro.

Aprendamos esto: frente a los sufrimientos del cuerpo y del espíritu, frente a las heridas del alma, frente a las situaciones que nos abaten e incluso frente al pecado, Dios no nos mantiene a distancia, Dios no se avergüenza de nosotros, Dios no nos juzga; al contrario, Él se acerca para dejarse tocar y para tocarnos y siempre nos levanta de la muerte. Siempre nos toma de la mano para decirnos: ¡Hija, hijo, levántate! (cf. Mc 5,41), ¡Camina, ve hacia delante! “Señor, soy un pecador” – “¡Sigue adelante, yo me hice pecado por ti, para salvarte!” – Pero tú, Señor, no eres un pecador” – “No, pero yo sufrí todas las consecuencias del pecado para salvarte”. ¡Es hermoso esto!

Fijemos en el corazón esta imagen que Jesús nos entrega: Dios es el que te toma de la mano y te levanta, el que se deja tocar por tu dolor y te toca para curarte y darte de nuevo la vida. Él no discrimina a nadie porque ama a todos.

Y entonces podemos preguntarnos: ¿Nosotros creemos que Dios es así? ¿Nos dejamos tocar por el Señor, por su Palabra, por su amor? ¿Entramos en relación con los hermanos ofreciéndoles una mano para levantarse o nos mantenemos a distancia y etiquetamos a las personas en base a nuestros gustos y a nuestras preferencias? Nosotros etiquetamos a las personas. Os hago una pregunta: Dios, el Señor Jesús, ¿etiqueta a las personas? Que cada uno responda. ¿Dios etiqueta a las personas? Y yo, ¿vivo constantemente etiquetando a las personas?

Hermanos y hermanas, miremos al corazón de Dios, para que la Iglesia y la sociedad no excluyan, no excluyan a nadie, para que no traten a nadie como “impuro”, para que cada uno, con su propia historia, sea acogido y amado sin etiquetas, sin prejuicios, para que sea amado sin adjetivos.

Recemos a la Virgen Santa: que Ella que es Madre de la ternura interceda por nosotros y por el mundo entero.

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Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de diversos países.

Saludo en particular a los niños del Círculo misionero “Misyjna Jutrzenka” de Skoczów, en Polonia; y a los fieles de California y de Costa Rica.

Saludo a las monjas Hijas de la Iglesia, que, en estos días, junto a un grupo de laicos, han vivido un peregrinaje sobre los pasos de su fundadora, la Venerable Maria Oliva Bonaldo. Y saludo a los chicos de Gonzaga, en Mantova.

Hoy se recuerda a los Protomártires romanos. También nosotros vivimos en tiempos de martirio, aún más que en los primeros siglos. En varias partes del mundo tantos hermanos y hermanas nuestros sufren discriminaciones y persecuciones a causa de su fe, fecundando así la Iglesia. Otros se enfrentan a un martirio “con guante blanco”. Apoyémosles y dejémonos inspirar por su testimonio de amor por Cristo.

En este último día de junio, imploremos al Sagrado Corazón de Jesús que toque los corazones de quienes quieren la guerra, para que se conviertan a proyectos de diálogo y de paz.

Hermanos y hermanas, no nos olvidemos de la martirizada Ucrania, Palestina, Israel, Myanmar y tantos otros lugares donde se sufre tanto a causa de la guerra.

Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta ponto. Gracias.

Fuente: vatican.va

6/29/24

Nacimos para vivir para siempre


Domingo 13º semana del tiempo ordinario (Ciclo B)

Evangelio (Mc 5,1-43)

Y tras cruzar de nuevo Jesús en la barca hasta la orilla opuesta, se congregó una gran muchedumbre a su alrededor mientras él estaba junto al mar.

Viene uno de los jefes de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Al verlo, se postra a sus pies y le suplica con insistencia diciendo:

— Mi hija está en las últimas. Ven, pon las manos sobre ella para que se salve y viva.

Se fue con él, y le seguía la muchedumbre, que le apretujaba.

Y una mujer que tenía un flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho a manos de muchos médicos y se había gastado todos sus bienes sin aprovecharle de nada, sino que iba de mal en peor, cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y le tocó el manto – porque decía: “Con que toque sus ropas, me curaré” –.

Y de repente se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús conoció en sí mismo la fuerza salida de él y, vuelto hacia la muchedumbre, decía:

– ¿Quién me ha tocado la ropa?

Y le decían sus discípulos:

– Ves que la muchedumbre te apretuja y dices: “¿Quién me ha tocado?”.

Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer, asustada y temblando, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le dijo toda la verdad. Él entonces le dijo:

– Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia.

Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo:

— Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?

36 Jesús, al oír lo que hablaban, le dice al jefe de la sinagoga:

— No temas, tan sólo ten fe.

Y no permitió que nadie le siguiera, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice:

– ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme.

Y se burlaban de él. Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice:

– Talitha qum – que significa: “Niña, a ti te digo, levántate”.

Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro. Les insistió mucho en que nadie lo supiera, y dijo que le dieran a ella de comer.

Comentario al Evangelio 

El Evangelio de hoy cuenta dos milagros de Jesucristo. Como ocurre alguna vez, san Marcos intercala un relato en otro. Mientras Jesús está de camino hacia la casa de Jairo que le pidió la curación de su hija, una mujer enferma desde hace 12 años, de una enfermedad relacionada con una impureza ritual (cf. Lv 15,25), toca su vestido con el deseo de ser curada. Cuando Jesús preguntó quién le había tocado, “se postró ante él” (v. 33). Manifestó así su fe en el poder de Cristo y confianza en su amor. “– Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu dolencia” (v. 34). Esa afirmación del Señor manifiesta que el milagro exigía fe: un milagro no es algo mecánico. Pero hay más: la curación física está relacionada con otra curación espiritual, que da la gracia de Dios a quien se abre a Jesús con fe. El Señor dice a la mujer: "Hija, tu fe te ha salvado" (Mc 5, 34).

Jesús sigue después su camino hacia la casa de Jairo, uno de los jefes de la sinagoga. Este también se había postrado ante él y le había suplicado (cf. v. 22-23). Pero he aquí que parece que ahora es demasiado tarde: “Todavía estaba él hablando, cuando llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo: – Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas ya al Maestro?” (v. 35). Jesús sigue adelante, con Pedro, Santiago y Juan, que fueron los primeros discípulos llamados, quizá los más conocidos como tales por todos. Son los que serán testigos de su Transfiguración también, quizá porque Jesús quería confortar en la fe a esos tres que, en jardín de los Olivos, no sabrán acompañarle en su agonía, quedándose dormidos.

“Llegan a la casa del jefe de la sinagoga, y ve el alboroto y a los que lloraban y a las plañideras. Y al entrar, les dice: – ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se burlaban de él” (v. 38-40). El episodio nos invita a entender que hay dos sentidos de la palabra “vida”. La verdadera vida no es la de quien meramente respira, es la vida en Dios. Cristo se refiere a esta, mientras que los que se burlan de él han constatado que la niña ha muerto. El Señor resucita a la niña: “Pero él, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: – Talitha qum – que significa: «Niña, a ti te digo, levántate». Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro” (v. 40-42).

Las palabras en arameo no son una fórmula mágica, sino que san Marcos expresa con ellas la autenticidad de su relato. Jesús es la resurrección, y también la vida. El relato de Marcos puede significar que Jesús reanima a la niña como ocurrirá con Lázaro: una resurrección para una vida mortal. Pero la resurrección final, cuando vuelva el Señor el último día, será una resurrección para la vida eterna. En ese sentido se podría leer la afirmación de que “la niña se levantó” (v. 42) como una promesa de vida eterna, ya que su padre había pedido al Señor: “Que se salve y viva” (v. 23).

De hecho, el Aleluya de la Misa da una clave de lectura que invita a esa fe en la vida eterna: “Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del Evangelio” (cf. 2 Tm 1, 10). Cristo ha revelado la vida y la inmortalidad, dice san Pablo, quien recuerda después a Timoteo que el Espíritu Santo habita en ellos.

Dios nos ha creado para que subsistiéramos, hemos escuchado en la primera lectura (cf. Sb 1, 13). El Credo de la Iglesia reza que el Espíritu Santo es dador de vida: actúa en el tiempo de la Iglesia mediante los sacramentos y en nuestras almas. El Bautismo nos da la vida de gracia, es el gran don de Dios a la humanidad. Nos hace revivir (cf. Sal 30[29]) para un encuentro personal con Jesús. Estamos invitados a valorar mucho esa nueva creación que es la vida de la gracia, la adopción filial (cf. Oración colecta).

Los dos milagros del Señor se pueden contemplar como una invitación a avivar la esperanza del Cielo. “Hazlo todo con desinterés, por puro Amor, como si no hubiera premio ni castigo. – Pero fomenta en tu corazón la gloriosa esperanza del cielo”. Por eso, valoramos mucho la gracia que nos viene por los sacramentos: de modo habitual, mediante la confesión sacramental y la Eucaristía.

Todos los sacramentos son fruto de la pasión, muerte y resurrección del Señor, que pertenecen a la misión de Jesús: el misterio pascual. Es demasiado temprano para que los discípulos anuncien el milagro, pues es inseparable de ese misterio pascual cuya hora no ha venido todavía. Lo dice Jesucristo, a la vez que, Dios verdadero y también hombre “muy humano”, tiene los pies en la tierra, ya que dijo que dieran a la niña de comer (cf. v. 43). En Jesucristo, lo humano y lo divino se entrelazan para siempre en el Amor.

Fuente: opusdei.org

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

  “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”

Evangelio (Mt 16,13-19)

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:

—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?

Ellos respondieron:

—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.

Él les dijo:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondió Simón Pedro:

—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.

Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.

Comentario al Evangelio

Durante una de sus largas caminatas con los discípulos, Jesús les interrogó sobre la opinión pública acerca de su Persona. Después de ofrecer varias tentativas de respuesta, el Maestro les pregunta con gran pedagogía qué piensan ellos. Pedro se deja llevar entonces por el ímpetu amoroso y responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (v. 16). Esta confesión sobre la identidad del Maestro reveló designios divinos sobre la identidad y misión de Simón: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” y “te daré las llaves del Reino de los cielos…” (vv. 18-19).

En el mundo antiguo, era muy común aprovechar la dureza y estabilidad de la roca madre para levantar sobre ella el resto de un muro, de una fortaleza, conectando así la obra natural con la arquitectónica. Y las ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas y puertas de acceso, que se podían abrir y cerrar con llaves. Tener las llaves de una ciudad era ostentar el poder de decidir quién podía entrar o salir y cuándo. Por eso, el símbolo de la rendición de un enclave o plaza fuerte solía ser la entrega de sus llaves.

Lleno de asombro, Pedro escucharía al Mesías anunciando con solemnidad que él sería como esa roca madre, sobre la que Jesús alzaría su Iglesia; y que tendría el poder sobre las llaves del Reino, para decretar su acceso o vetarlo, influyendo así en el destino de la tierra como en el del mismo Cielo.

Este episodio y el lugar en el que sucedió quedaron grabados en la memoria de los apóstoles y consignado en los evangelios. Por voluntad del Señor, Pedro sería el líder de los doce y de la Iglesia, factor de unidad y eficacia para todos. Y los apóstoles, incluso los que habían conocido a Jesús antes que Pedro, los que quizá podrían reflejar mejor disposición o virtud a ojos humanos, asumieron con veneración y respeto esta voluntad del Maestro, como asumieron todas sus demás disposiciones y mandatos.

Más tarde, cuando Pedro negó a Jesús durante la pasión, comprobó que su liderazgo y eficacia eran prestados. Pero después de la Resurrección, esa posición de Pedro sería innegable y admitida por los cristianos, que rezaban juntos por Pedro (cfr. Hch 12). Por eso los cristianos tenemos el amoroso deber de rezar mucho por el Papa, sucesor de Pedro, y respetar su tarea al cuidado de la Iglesia como los apóstoles respetaron la primacía de Simón. A este respecto, comentaba san Josemaría: “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa. —Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre”.

Cuenta el libro de los Hechos, que Dios eligió también como Apóstol a un joven fariseo de la tribu de Benjamín: Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos. Gracias a la oración de Esteban (cfr. Hch 7,58ss.) y a la fina caridad de Bernabé (cfr. Hch 9,23), Pablo sería admitido en la Iglesia. Pablo era alguien que no conoció en vida a Jesús y que lo odió en sus seguidores. Pero también los apóstoles supieron reconocer humildemente en Saulo los designios sorprendentes de Dios y lo aceptaron como apóstol, igual que ellos, porque también él vio al resucitado y fue enviado a anunciarlo a todas las gentes.

La vida de estos dos grandes apóstoles nos enseña que, a pesar de las limitaciones propias y ajenas, Dios sabe realizar sus designios de amor; su gracia actúa siempre en los corazones. Lo que Dios pide para que haya fruto es la actitud de la Iglesia naciente: perseverar todos juntos en la oración, con María, la Madre de Jesús (cfr. Hch 1,12).

Fuente: opusdei.org

6/28/24

La Inteligencia Artificial, maestra de humanidad

 Javier Sánchez Cañizares

La Inteligencia Artificial no solo plantea preguntas en el ámbito ético, sino que abre ante nosotros cuestiones profundas acerca del ser humano y sus deseos más íntimos.

El título de esta contribución puede sorprender. Los enormes avances en el campo de la Inteligencia Artificial (IA) durante los últimos años hacen que su presencia sea una realidad en casi todos los ámbitos de la actividad humana. Desde el reconocimiento de imágenes hasta la generación de texto, pasando por la capacidad de identificar patrones ocultos en una multitud de datos, la IA supone en la actualidad una herramienta insoslayable para la sociedad. Su capacidad de encontrar estrategias novedosas en la resolución de problemas mediante aprendizaje profundo («deep learning») y su creciente velocidad en el procesamiento de la información la hacen una segura compañera de viaje para los seres humanos del presente y del futuro.

Ahora bien, a pesar de sus éxitos puntuales, no parece que la Inteligencia Artificial pueda llegar a desarrollar una inteligencia general similar a la inteligencia natural de la que gozamos las personas. Hoy por hoy, la Inteligencia Artificial es más bien un conjunto de “Inteligencias Artificiales” en plural: diversos algoritmos soportados por diferentes redes neuronales artificiales, cada uno de ellos especializado en resolver problemas parecidos pero concretos.

Entonces, más allá de encontrar soluciones ingeniosas para determinadas tareas, ¿tiene algo que decir la Inteligencia Artificial sobre qué significa ser humano? ¿Puede ser una maestra de humanidad? En este momento, seguramente vendrán a la cabeza los problemas generados por un uso inmoral de esta tecnología. ¿No deberíamos centrarnos más bien en aquellos valores humanos que deberían incluirse, en la medida de lo posible, en las diferentes inteligencias artificiales?

Ciertamente, el empleo de la Inteligencia Artificial ha de humanizarse. Bienvenidas sean las directivas e iniciativas que, a nivel personal, social y político, puedan llevarse a cabo para limitar las consecuencias derivadas de un mal uso de esta herramienta tan poderosa. Protegemos nuestros datos personales, luchamos contra la piratería y ponemos filtros en Internet para evitar el acceso de aquellos más vulnerables a contenidos dañinos. Hay una sensibilidad creciente a este respecto en prácticamente todos los sectores y se están dando pasos en buenas direcciones. Al mismo tiempo, establecer marcos legales ante los potenciales riesgos de la Inteligencia Artificial, aun siendo algo necesario e irrenunciable, no debe hacernos perder de vista lo que está en juego. Por muy bien intencionada que sea, la legalidad no puede impedir por sí sola y a cualquier coste el mal empleo de la Inteligencia Artificial.

Sin embargo, no es este directamente el centro de las reflexiones. Al afirmar que la Inteligencia Artificial es maestra de humanidad, las consideraciones entran en un nivel más profundo: ¿qué nos enseña la Inteligencia Artificial sobre nuestro núcleo humano más íntimo? ¿Contemplar los avances tecnológicos, puede ayudar a repensar y a revalorizar qué significa ser humano? Pienso que sí, aunque las consecuencias prácticas de todo ello no resulten inmediatamente visibles.

Artificial y natural

La Inteligencia Artificial es un producto de la inteligencia humana. Es producida, en último término, por los seres humanos. ¿Hay una oposición frontal entre lo natural y lo artificial que permite comprendernos mejor por oposición a las máquinas? Es dudoso, pues en cierta manera es natural para el ser humano producir artefactos. Lo artificial no deja de ser un desarrollo y compleción de lo natural en muchos casos. Además, la frontera entre ambos ámbitos no siempre está clara: ¿es artificial un ser vivo concebido artificialmente, modificado genéticamente, curado o mejorado mediante prótesis o productos artificiales? Los límites pueden ser difusos. Sin embargo, el mito del monstruo de Frankenstein debería recordarnos que no parece ser accidental la biología en el ser humano.

Más aún, y de manera más radical, que el hombre provenga de una evolución natural que lleva ocurriendo millones de años puede sugerir por qué no resulta tan fácil “producir” personas. La necesidad de la evolución para la aparición de seres inteligentes sobre la Tierra (y no sabemos si en más planetas) resulta una señal evidente de que el carácter biológico del ser humano no es un mero soporte, como quieren pensar algunos transhumanistas radicales, sino una condición necesaria y definitoria.

Para ver si una Inteligencia Artificial producida puede aspirar a acercarse al ser humano, sería necesario “dejarla evolucionar” sin trabas ni cortapisas de ningún tipo. Pero no parece que sea eso lo que queremos con la Inteligencia Artificial. Lo artificial es siempre algo que se sustrae al flujo evolutivo de la naturaleza para que lleve a cabo unos fines concretos. Se los pedimos a nuestra tostadora y a nuestro «smartphone», cada uno a su nivel. En este sentido, lo artificial no es nunca natural.

La cuestión de los fines

Las consideraciones anteriores nos conducen a un segundo punto, con frecuencia olvidado por los acérrimos partidarios de una IA que llegue a superar al ser humano: la cuestión de los fines. ¿Qué es un fin? ¿Qué significa tener fines? Aunque la ciencia moderna haya puesto entre paréntesis la cuestión de la finalidad en la naturaleza, los fines reaparecen, paradójicamente, cuando intentamos entender el comportamiento de los seres vivos, que actúan casi siempre con vistas a algo.

En los vivientes, los fines surgen de modo natural: están inscritos en su naturaleza, podríamos decir. Por el contrario, la IA funciona siempre a partir de una finalidad externa impuesta por los programadores. Con independencia de que, mediante el aprendizaje profundo, puedan aparentemente surgir nuevos “fines” en las diferentes Inteligencias Artificiales, ningún producto lleva en sí mismo la inclinación hacia finalidad alguna.

En el caso del ser humano, la cuestión de los fines aparece con mayor claridad en relación con la capacidad de encauzar el anhelo que cada uno tiene de ser completado. La persona tiene deseos naturales que apuntan a fines que la completan y complementan. Ahora bien, ¿cuál es el fin último del hombre? La respuesta genérica a esa pregunta es la felicidad (perspectiva de la ética clásica), la santidad o comunión con Dios (visión creyente) o la ayuda genérica a los demás (perspectiva filantrópica). El punto clave aquí es que dicho fin no está predeterminado de modo concreto. Más bien, dependiendo de las etapas de la vida y los contextos en que vive una persona, el modo de concebir el fin general se va interpretando y desarrollando de diversas maneras. No hay por tanto un determinismo teleológico.

Inteligencia artificial, determinismo y libertad

Alguien podría objetar que, en el futuro, si tenemos una IA en versión cuántica, quizás tampoco se dé en ellas dicho determinismo. Pero eso sería no comprender el argumento, que tiene que ver no tanto con los procesos de determinación como con la vida. Vivir significa ser capaz de establecer nuevos fines en nuevos contextos, dados por el entorno, y concatenar los nuevos fines con los fines anteriores, en la historia singular e irrepetible de cada ser vivo.

Este proceso se da de forma especial en el ser humano, porque conlleva el uso de la libertad como autodeterminación: la capacidad de querer de modo coherente con la historia personal lo que la inteligencia presenta como bueno.

El proceso teleológico en los humanos es máximamente creativo, pues cada persona es capaz de reconocer y querer como bien humano aquello que subyace y está escondido en cada situación vital. Es la libertad creativa de un ser espiritual que, viviendo en el “aquí y ahora”, es capaz de trascenderlo: es capaz de poner el “aquí y ahora” en relación con la vida entera, aunque sea de manera imperfecta. Eso es vivir humanamente y eso, en definitiva, es crecer como individuo de la especie humana. No parece que la IA, con independencia de su soporte físico, funcione de esta manera. Ninguna IA vive, pues dedicarse a resolver problemas concretos, impuestos desde fuera, no es lo mismo que vivir y plantearse problemas.

Los límites del conocimiento

La cuestión de los fines y la vida está muy relacionada con el conocimiento. De hecho, muchos autores han defendido una continuidad básica en la naturaleza, una proporcionalidad directa entre vida y conocimiento. La manera de percibir el mundo es específica y particular para cada viviente, pues es parte esencial de su modo de vivir, de estar en el mundo.

En el caso del ser humano, su estar en el mundo alcanza una extensión prácticamente ilimitada. Si bien los sentidos externos funcionan dentro de un rango determinado de estímulos, el ser humano es capaz de ir más allá, gracias a su inteligencia, y conocer que existen más cosas que las inmediatamente percibidas. Por ejemplo: somos capaces de “ver” más allá del espectro visible de la radiación electromagnética, o de “oír” más allá del espectro de las frecuencias audibles por un ser humano. Más aún, sin poseer ningún sentido para la gravedad, podemos detectar las ondulaciones del espacio producidas por interacciones entre agujeros negros en la noche de los tiempos.

Si bien todo experimento ha de terminar ofreciendo algo sensible al experimentador, el ser humano es capaz de seguir el rastro de las correlaciones físicas que se dan en la naturaleza hasta límites insospechados. Buena parte de esta capacidad se manifiesta en los avances que nos proporciona la ciencia, uno de los logros más espirituales llevados a cabo por nuestra especie.

No obstante, una componente esencial del conocimiento humano es nuestra conciencia de ser limitados. Lo que puede parecer una contradicción no lo es. Nuestro deseo de conocer es potencialmente ilimitado, pero somos conscientes de ello porque, habitualmente, experimentamos el conocimiento como limitado. Una consecuencia decisiva de ello es qué conlleva ser una persona cabal: alguien que no confunde su conocimiento de la realidad con la realidad misma.

Inteligencia Artificial y enfermedades mentales

El conocimiento se refiere a la realidad, pero no la agota. Junto a otras capacidades, el conocimiento humano está llamado a extenderse de manera ilimitada, pero nunca es ilimitado en presente. Lo que conoces, sientes o experimentas, no es la realidad, dicen muchos psicólogos a sus interlocutores. No solo para que reconozcan su finitud, sino para recordarles que no son los creadores de la verdad, ni siquiera de la verdad sobre su propia vida. He aquí el núcleo de buena parte de las enfermedades mentales.

¿Puede una Inteligencia Artificial enfermar así? No. Por la sencilla razón de que ninguna IA distingue entre su “conocimiento” y la realidad misma. Alguien podría objetar que hay Inteligencias Artificiales que “sensan”: tienen sensores que reciben información sobre la realidad e incluso “eligen” qué información procesar y cuál no. Pero no es ese el problema. El problema es que el esquema “entrada-procesamiento-salida” de una IA siempre queda cerrado en sí mismo. Incluso si se flexibiliza el contenido de dicho esquema para que pueda cambiar en sucesivas iteraciones, en cada momento solo existe dicha triada para la IA (o para el hardware que lleva cabo el algoritmo, si se prefiere verlo así).

Representación y realidad

En ningún momento puede darse la diferenciación entre conocimiento y realidad, específico del ser humano, por la sencilla razón de que cada ser humano nace con un interés por toda la realidad mientras que la IA es producida con una finalidad particularizada, aunque sea simular una cierta “preocupación” por datos no procesados, que acaban convirtiéndose en una nueva entrada en las iteraciones de los algoritmos.

En buena medida, el éxito de la Inteligencia Artificial contemporánea proviene de superar las limitaciones de una primera IA que identificaba rígidamente símbolos y reglas lógicas con los procesos físicos del hardware. Ha sido necesario relajar dicha identificación para que la IA mejore espectacularmente. Pero las Inteligencias Artificiales nunca podrán ser “cabales”, tener lo que Brian Cantwell Smith denomina “buen juicio” («The Promise of Artificial Intelligence: Reckoning and Judgment«): conocer sus limitaciones y establecer la relación correcta entre el conocimiento, como representación, y la realidad. Los sistemas que en sí mismos no son capaces de comprender de qué tratan sus representaciones no se relacionan auténticamente con el mundo de la manera en que sus representaciones lo representan. Esto último es algo que puede darse únicamente en el nivel personal.

La dimensión religiosa

Para acabar, es interesante analizar la cuestión de los límites de un conocimiento potencialmente ilimitado en al ámbito religioso. Los pensadores clásicos consideraban que se da en el ser humano un deseo natural de ver a Dios. Esta paradoja provocó en su día no pocos problemas a la teología de los dos órdenes: natural y sobrenatural. ¿Cómo combinar ambos órdenes? ¿Cómo podía darse un deseo natural de una realidad sobrenatural?

Una teología más centrada en la dinámica de las relaciones personales que en la conceptualización de los órdenes ha ido haciendo luz en este problema clásico. Dicho problema revela la curiosa combinación de finitud e infinitud que se da en la persona creada y, de paso, nos recuerda que la dimensión religiosa es una componente intrínseca de la naturaleza humana. El deseo de infinito no parece que se pueda apagar del todo en el hombre, de infinita dignidad, pese a los intentos de las filosofías nihilistas.

¿Nos enseña la Inteligencia Artificial algo respecto de nuestra religiosidad humana? Hoy por hoy, las Inteligencias Artificiales especializadas en procesamiento de lenguaje pueden hacer grandes resúmenes sobre el contenido de las religiones, construir magníficas homilías o buscar casi instantáneamente los pasajes de la Biblia que mejor se adaptan a nuestro estado de ánimo. Pero no tienen respuesta acerca de su “propia” religiosidad más allá de lo permitido, directa o indirectamente, por sus programadores.

En busca de una vida plena

Aunque las Inteligencias Artificiales no nos instruyen directamente sobre la relación con Dios, las proyecciones humanas que pretenden recorrer el camino que llevaría a la humanización de las máquinas suelen pasar por la religión. ¿Cómo olvidar aquí las escenas finales del primer Blade Runner, cuando el replicante Roy Batty empieza a tomar consciencia de sí mismo y busca a su creador para pedirle más vida? Roy se siente comprensiblemente decepcionado al interrogar a su programador y constatar que el creador humano no es tan poderoso, no llega a tanto. Por eso decide darle muerte.

¿Por qué busca la inmortalidad Roy? Porque ha vivido y ha visto “cosas que nosotros ni siquiera creeríamos”: una vida, su historia personal, transida de recuerdos que le acompañan. Pero si él tiene fecha de caducidad, todos esos recuerdos no solo “se perderán como lágrimas en la lluvia”, sino que se volverán indistinguibles de cualesquiera otros procesos naturales. Roy busca esa vida plena, abundante, en la que todo lo que ha vivido no se pierde, no es indiferente, y puede adquirir su sentido último. No es poca enseñanza sobre qué significa vivir humanamente.

Fuente: omnesmag.com

6/27/24

No hablemos: dialoguemos

Fernando Sarráis Oteo

«Haz el favor de recoger tu cuarto antes de cenar», «¿Me das dinero para el taxi?», «¿Ya has hecho la tarea?», «Hoy no como aquí», «Si vuelves tarde a casa, el finde que viene no sales», «¿Puedo quedarme a dormir en casa de Inés?», «Ayuda a tu hermano a poner la mesa», «¿Me firmas este justificante para el cole?», «Otro suspenso y peligran tus vacaciones», «Se me han roto las zapatillas de deporte».

Las conversaciones entre padres e hijos a veces se parecen más a un monólogo que a un diálogo. Hablamos, pero nos limitamos a la función pragmática y utilitarista de la comunicación: exigencias, peticiones, avisos, dar el parte. Y así se pierden oportunidades de enriquecimiento mutuo, de construcción de vínculos y de acompañamiento en el proceso de madurez de los más jóvenes. 

Los progenitores, además, contemplan con asombro cómo esos chavales que en casa no son capaces de enlazar dos frases seguidas se explayan durante horas con sus amigos. La justificación es sencilla: con los amigos se comparten intereses, gustos, planes, por lo que es habitual el acuerdo y muy raro el conflicto. Se trata de un diálogo que les hace sentirse bien. En cambio, en las familias, la rutina, la excesiva confianza, la susceptibilidad y las rencillas surgidas de muchos pequeños roces durante años de convivencia llevan más fácilmente a sus miembros a evitar escucharse e incluso a hablar de modo negativo e hiriente. 

El diálogo —con uno mismo y con los demás— es clave para la felicidad, porque las personas anhelamos que nos quieran y para lograrlo es vital comunicarse. Con las palabras conocemos y nos damos a conocer. Para alcanzar ese diálogo necesitamos un ámbito donde nos escuchen con interés y nos digan lo bueno y lo malo —aunque sepan que puede doler—; un lugar en el que mostrarnos como somos, con nuestra vulnerabilidad, sin miedo a que nos fallen. Este espacio protegido de amor incondicional, escucha y sinceridad es la familia. En un ambiente así resulta sencillo aprender a respetar las opiniones distintas, crecer en empatía y optimismo, ser leales y discretos con lo que los otros nos confían. 

Es cierto que estas características conforman una situación ideal, pero no irrealizable. Hay que activar las alertas frente a los enemigos que atacan el diálogo familiar: el desinterés y la falta de escucha atenta, la ausencia de cariño y de admiración, el egocentrismo y la incapacidad para perdonar. Otro escollo con el que jóvenes y no tan jóvenes se topan habitualmente es la carencia de diálogo interior: muchas personas poseen un conocimiento superficial de sí mismos porque, en su interior, solo dialogan sobre aquello que les agrada, sin profundizar en los anhelos más hondos, por miedo a descubrir —y sufrir por ello— que no son quienes desearían ser. 

La comunicación muere pronto si a la pregunta «¿Qué tal el día?» la respuesta es «Bien», y no somos capaces de repreguntar y alimentar el diálogo. Para desatascar estas situaciones resulta especialmente útil cambiar el tipo de preguntas y apostar por «¿Te sientes contento?», «¿Cómo te ha afectado esta situación?», «¿Te ha enfadado mucho tal hecho?» … Y, después, estar dispuesto a escuchar lo que venga. La meta no es un monólogo polifónico, en el que cada cual cuenta lo suyo, generalmente sin prestar atención a lo del otro. La verdadera escucha implica dar una retroalimentación, con cariño y respeto, a lo que estamos oyendo, para que quien hable constate que le están escuchando sin distorsiones, críticas o falsas interpretaciones. Esta conducta estimula la comunicación sincera y profunda y va enseñando a los niños y a los jóvenes a emplear palabras para expresar los afectos, algo que, a su vez, les ayudará en su diálogo interior. 

La habilidad de nombrar lo que sienten, poner a dialogar la cabeza y el corazón, descubrir y expresar sus motivaciones y auto-conocerse, unida a un diálogo familiar en el que priman la confianza y la incondicionalidad son los ingredientes necesarios para que nuestros hijos lleguen a ser emocionalmente independientes, más tolerantes ante los sufrimientos cotidianos y establecer diálogos de calidad también con sus padres y con los demás.

Fuente: Nuestro Tiempo 

6/26/24

Estar muy cerca de la gente, sobre todo en los países donde hay más sufrimiento


El Santo Padre ha recibido el día 24 en el Palacio Apostólico al prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz Braña, acompañado por el vicario auxiliar, Mons. Mariano Fazio.

Durante la audiencia, el Prelado informó al Papa sobre los trabajos que se están realizando con el Dicasterio del Clero para la adecuación de los estatutos, subrayando el ambiente familiar y de diálogo abierto en el que se desarrollan dichas tareas. El Papa animó a seguir trabajando con esa actitud de diálogo y de colaboración.

A su vez, Mons. Ocáriz transmitió al Santo Padre algunos aspectos de la preparación del centenario del Opus Dei, y en particular, las asambleas regionales que se están realizando en este año, con la participación de todas las personas de la Obra junto con muchos amigos y cooperadores.

También le informó sobre el viaje que realizará próximamente a América del Sur. El Papa animó a estar muy cerca de la gente, sobre todo en los países donde hay más sufrimiento, o donde la labor evangelizadora es más difícil, y recordó el trabajo abnegado que hacen algunas personas del Opus Dei en esos países.

La audiencia, que duró aproximadamente media hora, se desarrolló en un ambiente de calurosa cercanía y afecto por parte del Santo Padre, que dio al Prelado y al vicario auxiliar su cariñosa bendición.

Fuente: opusdei.org

Urgencia de paz y reflexión

José Antonio García-Prieto Segura


“Tenemos que ser una sociedad mucho más reflexiva. El problema hoy es que uno llega a su casa, pone la televisión y luego se va a dormir. Hay que empezar a moverse, no dejarse llevar. Tenemos que enseñar a la gente a reflexionar”.

Aunque eso de casar la urgencia con la paz suene a oxímoron, se diría que lo pide a gritos tanto movimiento y agitación como nos rodean.  El dinamismo de la vida con las preocupaciones que acarrea, y la no menos pujante dinámica de las redes sociales con sus ajetreos y continuo torrencial de noticias, nos envuelven como si fueran olas embravecidas prontas a engullirnos. Basta un corto viaje en el metro o en el autobús, para comprobar que la inmensa mayoría de los viajeros, lejos de mostrar una actitud serena y distendida, están como hipnotizados e inmersos en sus respectivos móviles, agitándolos de continuo -a juzgar por el incesante movimiento de sus dedos- hacia sabe Dios qué procelosos mares. Y esas inmersiones compulsivas en las redes, lejos de contribuir a serenar los ánimos terminan añadiendo leña al fuego, porque impiden un espacio interior de silencio, siempre necesario para alcanzar paz y sosiego.                                                                                

Viene a cuento esta introducción porque, pensando ya escribir algo sobre la serenidad interior, he leído una entrevista al Dr. Valentín Fuster, cardiólogo de fama mundial, asentado en New York desde hace casi medio siglo. En varias de sus respuestas, ponía el dedo en la llaga del mal que nos aqueja y que, justamente, era mi intención abordar aquí: cómo combatir las urgencias e inquietudes que frecuentemente nos zarandean, motivadas por las dificultades que nos plantea la existencia. El Dr. Fuster, después de una vida dedicada a la investigación, aludía a su actividad actual como divulgador, en la línea de educar actitudes y comportamientos en un mundo tan vulnerable como el nuestro. “Y lo primero de todo es cuidarse -decía-. Cuando uno está estable consigo mismo es cuando puedes hacer algo por la sociedad.”  

Para empezar, pues, la estabilidad interior frente a la agitación y remolinos del mundo. Y, enseguida, la pregunta obligada: “¿Cómo logró usted llegar a esa estabilidad personal de la que habla?”. Su respuesta rezuma sentido común: “De entrada, uno tiene que ser realista. De lo contrario, entras en una depresión brutal. Utilizo una palabra que no es apetecible, pero que es una realidad: todos somos supervivientes. La vida es dura. Lo importante es cómo se maneja. (…); todos pasamos por situaciones que no nos gustan y es cuestión de estar preparado. La madurez personal, la resiliencia, es ir contracorriente, luchando para que las olas no te venzan. Para ello se necesita entereza física, entereza mental y una cierta actitud.”

          Y sobre esa base de realismo, en sucesivas respuestas, aconsejaba poner en práctica lo que llama “sus cuatro ‘tes’: son cuatro palabras que comienzan por la letra “t” y apuntan a modos de conducta para conseguir madurez interior. Solo mencionaré la primera, cediendo de nuevo la palabra al Dr. Fuster: “Es mi fórmula personal. Yo me paro quince minutos cada día a pensar: ‘tiempo’ para reflexionar”. Y más adelante completaba así esa convicción:

“Tenemos que ser una sociedad mucho más reflexiva. El problema hoy es que uno llega a su casa, pone la televisión y luego se va a dormir. Hay que empezar a moverse, no dejarse llevar. Tenemos que enseñar a la gente a reflexionar”.

          “Tienes que pararte a pensar quién eres y a dónde vas. Si no, va a devorarte lo tecnológico o la inteligencia artificial. Para ser humano, has de meditar qué quieres en la vida y cuál es tu objetivo. No puedes depender como una ruleta de todo lo que tienes alrededor.”

Concuerdo plenamente con las anteriores reflexiones y, al mismo tiempo, considero necesario destacar la dimensión trascendente que encierran porque, desde una visión cristiana de la vida, el sosiego y la serenidad interiores “enlazan” con la finalidad querida por Dios para nuestra existencia. Este objetivo divino es que, en medio de las vicisitudes terrenas, deseemos compartir su vida de amor, en cuya Trinidad de personas reinan gozo y sosiego. No es utopía: Dios nos llama a hacer realidad ese objetivo de unir el trabajo y todas las ocupaciones y vaivenes de este mundo, con la anhelada paz interior.

Para esto, el camino comienza por pararse “quince minutos” diarios frente al torbellino del mundo, como decía el Dr. Fuster. Esto, en lenguaje cristiano se llama “hacer oración”, abrirnos al diálogo con Dios que nos espera, para tratar con Él nuestros anhelos e inquietudes. Lo razonable de pararse y meditar dónde vamos -más que dónde somos llevados por el ajetreo de la vida-, enlaza con la dimensión trascendente de conversarlo todo con Dios.

          Un conocidísimo pasaje evangélico ilustra lo dicho hasta aquí. El Señor está en casa de unos amigos: Lázaro y sus hermanas Marta y María. Mientras María escucha y conversa tranquilamente con Jesús, Marta trabaja a brazo partido porque “andaba afanada en los muchos cuidados del servicio” (Lc 10, 40). Y ante la comprensible queja pidiendo que su hermana le eche una mano, recibe esta respuesta del Señor: “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Lc 10, 42). Quizá estas palabras le provocaron unos instantes de desconcierto; pero conviene reparar en que Jesús no le dijo que estuviera perdiendo el tiempo, ni que sus esfuerzos fuesen inútiles, o que dejara ya su tarea, etc. No, nada de eso, porque era muy bueno y un servicio inestimable cuanto hacía; pero su modo de trabajar dejaba mucho que desear, porque era fuente de turbación e inquietudes, y carecía de la serenidad que solo proviene de estar permanentemente abiertos a la mirada y al diálogo con Dios: justo lo que estaba haciendo su hermana María. Era una llamada clara a la necesidad primordial de cimentar toca su actividad en una motivación de amor divino –“una sola cosa es necesaria”-, que enriqueciera la obra que estaba realizando y no convertirla en fuente de agobios.                                                                                                                         En modo alguno, por tanto, se trata de huir del quehacer y exigencias que la vida y el trabajo diario conllevan. Pero sin privarlos de esa motivación superior que les dé toda la riqueza querida por Dios: una trascendencia que revierte en favor nuestro y nos serena en la travesía de la vida.

Es de sabios “pararse” a diario para escuchar, frente al griterío del mundo, la llamada que Dios nos ofrece en el diálogo de la oración, y suavizar así las inquietudes que, de otro modo, nos agobian y roban la paz. Una llamada divina con tonalidades musicales -me atrevo a decir-, merecedora de continuar estas reflexiones con un título que bien podría ser: “La música de Dios”.   

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com

6/25/24

Comunión y corresponsabilidad

CELSO MORGA


La comunión y el modo de vivirla entre cristianos adultos, que es la corresponsabilidad, exige una actitud constante de conversión personal y de formación continua para todos.

El próximo mes de octubre tendrá lugar en Roma la segunda fase del Sínodo de obispos sobre la sinodalidad. Los trabajos deberán centrarse fundamentalmente en la corresponsabilidad eclesial, que en la Iglesia es diferenciada. 

Ello supone insistir en la responsabilidad cristiana de cada bautizado y en la formación constante derivada del bautismo y la confirmación. El Sínodo deberá fundamentar teológicamente y con detenimiento el porqué de la necesidad, en la Iglesia de hoy, de esta corresponsabilidad y de esa formación. 

La Iglesia nace, de la voluntad de Cristo, para evangelizar. La evangelización es la tarea fundamental de la Iglesia: «La Iglesia recibió de los Apóstoles el solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva para cumplirlo hasta los confines de la tierra» (LG, 17).

Pero la evangelización es impensable sin la comunión eclesial. Una comunidad dividida cae por si misma: «Todo reino dividido contra sí mismo es asolado y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no permanecerá» (Mt 12,25). 

La corresponsabilidad se entronca en la comunión; es el modo de vivir la comunión entre cristianos adultos. Por ello, la comunión, la corresponsabilidad y la evangelización están íntimamente unidas.

La comunión y el modo de vivirla entre cristianos adultos, que es la corresponsabilidad, exige una actitud constante de conversión personal y de formación continua para todos (obispos, sacerdotes, religiosos (as), laicos), ya que a todos nos cuesta la con-división y exponer nuestro parecer y modo de ver las cosas al parecer y consenso de los demás.

En la fundamentación teológica y pastoral de la corresponsabilidad se debería insistir en estos dos aspectos básicos. 

La corresponsabilidad para la evangelización comporta tener clara en la mente la estructura de la Iglesia tal como fue querida por Cristo y trasmitida por la Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio.

No se trata de convertir la Iglesia en una democracia al modo de los Estados modernos, donde la mayoría de votos es la que cuenta.

Cristo ha querido para su Iglesia una estructura de comunión, de igual dignidad de bautizados, pero con pastores y fieles: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades. Pero…es propio del sacerdote consumar la construcción del Cuerpo con el sacrificio de la Eucaristía» (LG,17).

Cada cual debe tener claro que tal estructura no puede cambiarse, pero ello no quita nada a la corresponsabilidad. Es una forma distinta a la democrática de vivir una auténtica y sincera corresponsabilidad. 

La corresponsabilidad exige pues apertura al Espíritu Santo, que es Quien guía la Iglesia y la evangelización, como aparece claramente en la Hechos de los Apóstoles.

Exige diálogo constante y de escucha, respeto y consideración por todas las opiniones, aunque sean minoritarias, en cuanto no contradigan las verdades de fe y moral que se contienen en la Sagrada Escritura  y son expuestas por el Magisterio distinguiendo sus distintos grados de certeza y su constante actualización y fidelidad.

La corresponsabilidad exige discernimiento, siendo conscientes a todos los niveles eclesiales, que la última instancia del discernimiento en los asuntos que se refieren a la Iglesia universal y a su misión corresponden al Magisterio auténtico. 

Tenemos ya estructuras de corresponsabilidad. Es urgente que, a todos los niveles, funcionen y funcionen  bien.

Los distintos Consejos parroquiales, presbiterales, episcopales no pueden ser meros organismos que están en el papel pero a la hora de la verdad no operan como previsto. Ahí tenemos toda una tarea pendiente.

No podemos olvidar, aunque sea más difícil, que la formación de los fieles laicos debe buscar su implicación en todos los ámbitos de la sociedad civil.

La Iglesia en su estructura fundamental es una combinación de fieles laicos y sacerdotes. Esa combinación para que funcione bien de cara a la santificación y la evangelización comporta que cada fiel sepa estar en su puesto, sin clericalizar al laicado y sin laicizar al sacerdote.

Fuente: omnesmag.com

6/24/24

Tormentas, dragones y miedos

Juan Luis Selma

Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado

Recuerdo haber vivido alguna tormenta en medio de la montaña. El desamparo es total, ningún lugar donde cobijarse, ningún refugio. Gran sensación de impotencia. Todas las fuerzas de la naturaleza desatadas. A un compañero le atravesó un rayo y, milagrosamente, no sufrió más que unas quemaduras.

En la literatura aparecen los dragones que, por ser seres fantásticos, nos aterran todavía más. En las antiguas cartas de navegación, sobre las zonas inexploradas y peligrosas, aparecía su imagen y decía: Hic sunt dracones. En la película de Roland Joffé Encontrarás dragones, la niñera de los Escrivá, conversa con Josemaría y Manolo: “Tendréis que enfrentaros a toda clase de dragones. –Me da mucho miedo. –No tengas miedo, Manolo. –¿Cuántos dragones hay, Abylesa? – Muchos, Josemaría, pero lo que importa es cómo te enfrentas a ellos: ya lo verás”.

Todos nos enfrentamos a tormentas, desastres, miedos. Todos tenemos que luchar contra los dragones que llevamos dentro: “Nuestros peores enemigos están en nuestro interior” decía Cervantes. Complejos, culpas, traumas, cobardías, traiciones y mentiras. Junto al buen trigo, aparece la semilla de la cizaña, ¿cuál dejo que crezca en mi interior? Sería triste que dejáramos crecer la de la envidia, la del rencor. Comenta Manolo en la película, tras la muerte de su padre: “Una semilla de envidia comenzó a crecer en mí. En el corazón de un niño se plantan muchas semillas: nunca se sabe cuál crecerá”.

¿Conocemos nuestros miedos, fobias, los dragones que hay en nuestro interior? ¿Qué hago con ellos? Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado. Que la felicidad, el triunfo y el poder son innatos, merecidos. Cuando vemos que no es así, que hay rayos y truenos, frío y lluvia, días sin sol, nos hundimos y amargamos.

No importan los dragones que nos acechen, lo que importa es saber enfrentarnos a ellos. Leemos en el Evangelio: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?". Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio, enmudece!". El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: "¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”.

Aunque la actitud de los doce no deja de ser apocada, cobarde, saben a quién acudir y lo hacen. Despiertan al maestro y, con reprimenda incluida, son testigos de la fuerza de Dios que calma los vientos. ¡Qué distintos son los problemas, las dificultades, los peligros, para quien se sabe en las manos de Dios!

Hay que saber dar cauce a nuestras preocupaciones, compartirlas, pedir ayuda y consejo. Sacarlas afuera. Tenemos miedo a no ser aceptados, a ofrecer una imagen débil; el pensar que, si conocen nuestras imperfecciones, dejarán de querernos y valorarnos. Así damos la imagen falsa de ser guais, nos calzamos la sonrisa de plástico y vamos de duros. Mentimos y nos mentimos. Hay que perder el recelo de ser normales, humanos, con éxitos y fracasos, con aciertos y fallos, con virtudes y pecados.

El sacar afuera los dragones, el compartir con la persona amada, con el amigo nuestros miedos y paranoias alivia mucho. Ayuda a que nos conozcan cómo somos, a que nos comprendan y puedan ayudarnos. Es mucho mejor que nos quieran con defectos incluidos, a que se enamoren de una entelequia, de una quimera que no existe. Podemos cuidar la imagen, pero sin desfigurarla. Siempre lo real es mucho mejor que lo ideal, aunque parezca lo contrario.

La travesía que cuenta el Evangelio es la vida misma. El mar es mi corazón, mi familia, mi trabajo, unas veces en calma y otras agitado. Escenarios en los que se pueden levantar grandes tempestades. Pero, como relata la escena que contemplamos, no estamos solos. Parte de la vanidad actual está en reforzar el individualismo, en hacernos pensar que somos el centro, lo importante, casi lo único. No vemos oportuno pedir consejo, ayuda. Actuamos como dioses autosuficientes. Pero somos seres relacionales, nos necesitamos, nos complementamos y podemos ayudarnos. Dios está con nosotros y nos cuida.

Enfrentemos los problemas, las tormentas y los dragones interiores y exteriores con confianza, con la certeza de que Dios puede más: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Solo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!” Estas palabras emblemáticas de san Juan Pablo II nos pueden ayudar.

Fuente; eldiadecordoba.es

Para fortalecer la fe de los discípulos

 El Papa ayer en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!

Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús en la barca con los discípulos, en el lago de Tiberíades. De repente llega una fuerte tormenta y la barca corre peligro de hundirse. Jesús, que estaba durmiendo, se despierta, amenaza al viento y todo vuelve a la calma (cf. Mc 4,35-41).

Pero en realidad él no se despierta, ¡lo despiertan ellos! Con tanto miedo, son los discípulos los que despiertan a Jesús. La noche anterior, Jesús mismo había dicho a los discípulos que subieran a la barca y cruzaran el lago. Tenían experiencia, eran pescadores y ése era su ambiente de vida; pero una tormenta podía ponerles en dificultades. Parece que Jesús quiere ponerlos a prueba. Sin embargo, no los deja solos, se queda con ellos en la barca, tranquilo, incluso durmiendo. Y cuando estalla la tormenta, con su presencia los tranquiliza, los anima, los incita a tener más fe y los acompaña más allá del peligro. Pero podemos hacernos esta pregunta: ¿Por qué Jesús actúa así?

Para fortalecer la fe de los discípulos y para hacerlos más valientes. En efecto, salen de esta experiencia más conscientes del poder de Jesús y de su presencia en medio de ellos y, por tanto, más fuertes y dispuestos a afrontar los obstáculos y las dificultades, incluido el miedo a aventurarse a proclamar el Evangelio. Habiendo superado esta prueba con Él, sabrán afrontar muchas otras, incluso hasta la cruz y el martirio, para llevar el Evangelio a todos los pueblos.

Y Jesús hace lo mismo con nosotros, particularmente en la Eucaristía: nos reúne en torno a Sí, nos da su Palabra, nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, y luego nos invita a ponernos en camino, a transmitir a todos lo que hemos oído y a compartir con todos lo que hemos recibido, en la vida cotidiana, incluso cuando es difícil. Jesús no nos ahorra las contrariedades, pero sin abandonarnos nunca, nos ayuda a afrontarlas. Nos vuelve valientes. Así también nosotros, superándolas con su ayuda, aprendemos cada vez más a aferrarnos a Él, a confiar en su poder, que va mucho más allá de nuestras capacidades, a superar incertidumbres y hesitaciones, cerrazones y prejuicios, con valentía y grandeza de corazón, para decir a todos que el Reino de los Cielos está presente, está aquí, y que con Jesús a nuestro lado podemos hacerlo crecer juntos más allá de todas las barreras.

Preguntémonos entonces: en tiempos de prueba, ¿soy capaz de hacer memoria de los momentos de mi vida en los que he experimentado la presencia y la ayuda del Señor? Pensemos: Cuando llega alguna tormenta, ¿me dejo arrollar por la agitación, o me aferro a Él, - hay muchas tormentas interiores - para encontrar la calma y la paz en la oración, en el silencio, en la escucha de la Palabra, en la adoración y en el compartir fraterno de la fe?

Que la Virgen María, que aceptó la voluntad de Dios con humildad y valentía, nos conceda, en los momentos difíciles, la serenidad del abandono en Él.
___________
Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos de Italia y de varios países.

Saludo en particular a los fieles de Sant Boi de Llobregat (Barcelona) y a los de Bari. Saludo a los participantes en la manifestación "Elegimos la vida", al coro "Edelweiss" de la Sección Alpina de Bassano del Grappa y a los ciclistas de Bollate que han venido en bicicleta.

Seguimos rezando por la paz, especialmente en Ucrania, Palestina e Israel. Miro la bandera de Israel... Hoy la he visto en el balcón de su casa cuando venía de la Iglesia de los Santi Quaranta Martiri... ¡es una llamada a la paz! ¡Recemos por la paz! Palestina, Gaza, en el norte del Congo... ¡Recemos por la paz! Y paz en la atormentada Ucrania, que tanto sufre, ¡que haya paz! Que el Espíritu Santo ilumine la mente de los gobernantes, les infunda sabiduría y sentido de la responsabilidad, para evitar cualquier acción o palabra que alimente la confrontación y, en su lugar, apuntar decididamente a una solución pacífica de los conflictos. Hay necesitad de negociar. 

Anteayer falleció el padre Manuel Blanco, franciscano que vivió durante cuarenta y cuatro años en la iglesia Santi Quaranta Martiri e San Pasquale Baylon de Roma. Fue superior, confesor y hombre de consejo. Al recordarlo, quisiera hacer memoria de tantos hermanos franciscanos, confesores, predicadores, que honraron y honran a la Iglesia de Roma. ¡Gracias a todos ellos!

Y a todos les deseo un buen domingo. Por favor, no olviden rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!.

Fuente: vatican.va


6/21/24

Jesucristo, presente en la Iglesia y en nuestras dificultades

Domingo de la 12° semana del tiempo ordinarioB

Evangelio (Mc 4, 35-41)

Aquel día, llegada la tarde, les dice:

—Crucemos a la otra orilla.

Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas.

Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:

—Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:

—¡Calla, enmudece!

Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:

—¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?

Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:

—¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?

Comentario al Evangelio

Los tres evangelios sinópticos narran dos tempestades que se levantaron bruscamente en las aguas generalmente tranquilas del lago de Genesaret. La del evangelio de hoy fue la primera. Muchos autores, en especial los Padres de la Iglesia, han subrayado su carácter simbólico. En esta barca zarandeada por las olas han visto la barca de Pedro, la Santa Iglesia, pero también a cada cristiano, en su esfuerzo por ser fiel a nuestra fe cristiana.

Si tenemos en cuenta la actualidad más reciente, hoy podemos pensar sobre todo en la Iglesia, nuestra Madre. A este propósito, recordemos lo que ha dicho el papa Francisco en uno de sus documentos hablando de la Iglesia a los jóvenes: “En realidad, en sus momentos más trágicos siente la llamada a volver a lo esencial del primer amor” (Exhortación Christus vivit, 25 de marzo de 2019, n° 34).

Sin duda alguna, esta invitación nos llena de entusiasmo. Por consiguiente, en los momentos actuales cada uno debe tratar de responder a esa llamada lo mejor posible, tanto más cuanto que algunos podrían figurarse que Dios nos ha abandonado o que se desentiende de lo que sucede en nuestro mundo, en la Iglesia e incluso en nuestra propia vida. Sin embargo, sea cual sea nuestra impresión personal, tengamos la seguridad de que ese pensamiento no pasa de ser una tentación sin fundamento.

Basta recordar un texto maravilloso de Isaías, cuya lectura siempre nos consuela y nos da fuerzas: “Sión había dicho: El Señor me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado. ¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!” (Is 49, 14-15). Por parte de Dios, es un auténtico compromiso, que nuestro Señor confirmó poco antes de subir al cielo, con una nueva promesa solemne: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Todos los días, incluyendo aquellos que tenemos costumbre de llamar “malos”. En este terreno, cada uno puede pensar en sus “tempestades” personales, sin duda poco importantes, pero no por eso menos desagradables en la vida de cada día.

En esas tempestades el Señor pone a prueba nuestra fe y también, nuestra oración constante y confiada a la Virgen María, Madre de la Iglesia: cuando todo va bien y, más todavía, al enterarnos de alguna noticia que nos preocupe o nos entristezca.

Fuente: opusdei.org