6/26/24

Urgencia de paz y reflexión

José Antonio García-Prieto Segura


“Tenemos que ser una sociedad mucho más reflexiva. El problema hoy es que uno llega a su casa, pone la televisión y luego se va a dormir. Hay que empezar a moverse, no dejarse llevar. Tenemos que enseñar a la gente a reflexionar”.

Aunque eso de casar la urgencia con la paz suene a oxímoron, se diría que lo pide a gritos tanto movimiento y agitación como nos rodean.  El dinamismo de la vida con las preocupaciones que acarrea, y la no menos pujante dinámica de las redes sociales con sus ajetreos y continuo torrencial de noticias, nos envuelven como si fueran olas embravecidas prontas a engullirnos. Basta un corto viaje en el metro o en el autobús, para comprobar que la inmensa mayoría de los viajeros, lejos de mostrar una actitud serena y distendida, están como hipnotizados e inmersos en sus respectivos móviles, agitándolos de continuo -a juzgar por el incesante movimiento de sus dedos- hacia sabe Dios qué procelosos mares. Y esas inmersiones compulsivas en las redes, lejos de contribuir a serenar los ánimos terminan añadiendo leña al fuego, porque impiden un espacio interior de silencio, siempre necesario para alcanzar paz y sosiego.                                                                                

Viene a cuento esta introducción porque, pensando ya escribir algo sobre la serenidad interior, he leído una entrevista al Dr. Valentín Fuster, cardiólogo de fama mundial, asentado en New York desde hace casi medio siglo. En varias de sus respuestas, ponía el dedo en la llaga del mal que nos aqueja y que, justamente, era mi intención abordar aquí: cómo combatir las urgencias e inquietudes que frecuentemente nos zarandean, motivadas por las dificultades que nos plantea la existencia. El Dr. Fuster, después de una vida dedicada a la investigación, aludía a su actividad actual como divulgador, en la línea de educar actitudes y comportamientos en un mundo tan vulnerable como el nuestro. “Y lo primero de todo es cuidarse -decía-. Cuando uno está estable consigo mismo es cuando puedes hacer algo por la sociedad.”  

Para empezar, pues, la estabilidad interior frente a la agitación y remolinos del mundo. Y, enseguida, la pregunta obligada: “¿Cómo logró usted llegar a esa estabilidad personal de la que habla?”. Su respuesta rezuma sentido común: “De entrada, uno tiene que ser realista. De lo contrario, entras en una depresión brutal. Utilizo una palabra que no es apetecible, pero que es una realidad: todos somos supervivientes. La vida es dura. Lo importante es cómo se maneja. (…); todos pasamos por situaciones que no nos gustan y es cuestión de estar preparado. La madurez personal, la resiliencia, es ir contracorriente, luchando para que las olas no te venzan. Para ello se necesita entereza física, entereza mental y una cierta actitud.”

          Y sobre esa base de realismo, en sucesivas respuestas, aconsejaba poner en práctica lo que llama “sus cuatro ‘tes’: son cuatro palabras que comienzan por la letra “t” y apuntan a modos de conducta para conseguir madurez interior. Solo mencionaré la primera, cediendo de nuevo la palabra al Dr. Fuster: “Es mi fórmula personal. Yo me paro quince minutos cada día a pensar: ‘tiempo’ para reflexionar”. Y más adelante completaba así esa convicción:

“Tenemos que ser una sociedad mucho más reflexiva. El problema hoy es que uno llega a su casa, pone la televisión y luego se va a dormir. Hay que empezar a moverse, no dejarse llevar. Tenemos que enseñar a la gente a reflexionar”.

          “Tienes que pararte a pensar quién eres y a dónde vas. Si no, va a devorarte lo tecnológico o la inteligencia artificial. Para ser humano, has de meditar qué quieres en la vida y cuál es tu objetivo. No puedes depender como una ruleta de todo lo que tienes alrededor.”

Concuerdo plenamente con las anteriores reflexiones y, al mismo tiempo, considero necesario destacar la dimensión trascendente que encierran porque, desde una visión cristiana de la vida, el sosiego y la serenidad interiores “enlazan” con la finalidad querida por Dios para nuestra existencia. Este objetivo divino es que, en medio de las vicisitudes terrenas, deseemos compartir su vida de amor, en cuya Trinidad de personas reinan gozo y sosiego. No es utopía: Dios nos llama a hacer realidad ese objetivo de unir el trabajo y todas las ocupaciones y vaivenes de este mundo, con la anhelada paz interior.

Para esto, el camino comienza por pararse “quince minutos” diarios frente al torbellino del mundo, como decía el Dr. Fuster. Esto, en lenguaje cristiano se llama “hacer oración”, abrirnos al diálogo con Dios que nos espera, para tratar con Él nuestros anhelos e inquietudes. Lo razonable de pararse y meditar dónde vamos -más que dónde somos llevados por el ajetreo de la vida-, enlaza con la dimensión trascendente de conversarlo todo con Dios.

          Un conocidísimo pasaje evangélico ilustra lo dicho hasta aquí. El Señor está en casa de unos amigos: Lázaro y sus hermanas Marta y María. Mientras María escucha y conversa tranquilamente con Jesús, Marta trabaja a brazo partido porque “andaba afanada en los muchos cuidados del servicio” (Lc 10, 40). Y ante la comprensible queja pidiendo que su hermana le eche una mano, recibe esta respuesta del Señor: “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Lc 10, 42). Quizá estas palabras le provocaron unos instantes de desconcierto; pero conviene reparar en que Jesús no le dijo que estuviera perdiendo el tiempo, ni que sus esfuerzos fuesen inútiles, o que dejara ya su tarea, etc. No, nada de eso, porque era muy bueno y un servicio inestimable cuanto hacía; pero su modo de trabajar dejaba mucho que desear, porque era fuente de turbación e inquietudes, y carecía de la serenidad que solo proviene de estar permanentemente abiertos a la mirada y al diálogo con Dios: justo lo que estaba haciendo su hermana María. Era una llamada clara a la necesidad primordial de cimentar toca su actividad en una motivación de amor divino –“una sola cosa es necesaria”-, que enriqueciera la obra que estaba realizando y no convertirla en fuente de agobios.                                                                                                                         En modo alguno, por tanto, se trata de huir del quehacer y exigencias que la vida y el trabajo diario conllevan. Pero sin privarlos de esa motivación superior que les dé toda la riqueza querida por Dios: una trascendencia que revierte en favor nuestro y nos serena en la travesía de la vida.

Es de sabios “pararse” a diario para escuchar, frente al griterío del mundo, la llamada que Dios nos ofrece en el diálogo de la oración, y suavizar así las inquietudes que, de otro modo, nos agobian y roban la paz. Una llamada divina con tonalidades musicales -me atrevo a decir-, merecedora de continuar estas reflexiones con un título que bien podría ser: “La música de Dios”.   

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com

6/25/24

Comunión y corresponsabilidad

CELSO MORGA


La comunión y el modo de vivirla entre cristianos adultos, que es la corresponsabilidad, exige una actitud constante de conversión personal y de formación continua para todos.

El próximo mes de octubre tendrá lugar en Roma la segunda fase del Sínodo de obispos sobre la sinodalidad. Los trabajos deberán centrarse fundamentalmente en la corresponsabilidad eclesial, que en la Iglesia es diferenciada. 

Ello supone insistir en la responsabilidad cristiana de cada bautizado y en la formación constante derivada del bautismo y la confirmación. El Sínodo deberá fundamentar teológicamente y con detenimiento el porqué de la necesidad, en la Iglesia de hoy, de esta corresponsabilidad y de esa formación. 

La Iglesia nace, de la voluntad de Cristo, para evangelizar. La evangelización es la tarea fundamental de la Iglesia: «La Iglesia recibió de los Apóstoles el solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva para cumplirlo hasta los confines de la tierra» (LG, 17).

Pero la evangelización es impensable sin la comunión eclesial. Una comunidad dividida cae por si misma: «Todo reino dividido contra sí mismo es asolado y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no permanecerá» (Mt 12,25). 

La corresponsabilidad se entronca en la comunión; es el modo de vivir la comunión entre cristianos adultos. Por ello, la comunión, la corresponsabilidad y la evangelización están íntimamente unidas.

La comunión y el modo de vivirla entre cristianos adultos, que es la corresponsabilidad, exige una actitud constante de conversión personal y de formación continua para todos (obispos, sacerdotes, religiosos (as), laicos), ya que a todos nos cuesta la con-división y exponer nuestro parecer y modo de ver las cosas al parecer y consenso de los demás.

En la fundamentación teológica y pastoral de la corresponsabilidad se debería insistir en estos dos aspectos básicos. 

La corresponsabilidad para la evangelización comporta tener clara en la mente la estructura de la Iglesia tal como fue querida por Cristo y trasmitida por la Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio.

No se trata de convertir la Iglesia en una democracia al modo de los Estados modernos, donde la mayoría de votos es la que cuenta.

Cristo ha querido para su Iglesia una estructura de comunión, de igual dignidad de bautizados, pero con pastores y fieles: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de extender la fe según sus posibilidades. Pero…es propio del sacerdote consumar la construcción del Cuerpo con el sacrificio de la Eucaristía» (LG,17).

Cada cual debe tener claro que tal estructura no puede cambiarse, pero ello no quita nada a la corresponsabilidad. Es una forma distinta a la democrática de vivir una auténtica y sincera corresponsabilidad. 

La corresponsabilidad exige pues apertura al Espíritu Santo, que es Quien guía la Iglesia y la evangelización, como aparece claramente en la Hechos de los Apóstoles.

Exige diálogo constante y de escucha, respeto y consideración por todas las opiniones, aunque sean minoritarias, en cuanto no contradigan las verdades de fe y moral que se contienen en la Sagrada Escritura  y son expuestas por el Magisterio distinguiendo sus distintos grados de certeza y su constante actualización y fidelidad.

La corresponsabilidad exige discernimiento, siendo conscientes a todos los niveles eclesiales, que la última instancia del discernimiento en los asuntos que se refieren a la Iglesia universal y a su misión corresponden al Magisterio auténtico. 

Tenemos ya estructuras de corresponsabilidad. Es urgente que, a todos los niveles, funcionen y funcionen  bien.

Los distintos Consejos parroquiales, presbiterales, episcopales no pueden ser meros organismos que están en el papel pero a la hora de la verdad no operan como previsto. Ahí tenemos toda una tarea pendiente.

No podemos olvidar, aunque sea más difícil, que la formación de los fieles laicos debe buscar su implicación en todos los ámbitos de la sociedad civil.

La Iglesia en su estructura fundamental es una combinación de fieles laicos y sacerdotes. Esa combinación para que funcione bien de cara a la santificación y la evangelización comporta que cada fiel sepa estar en su puesto, sin clericalizar al laicado y sin laicizar al sacerdote.

Fuente: omnesmag.com

6/24/24

Tormentas, dragones y miedos

Juan Luis Selma

Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado

Recuerdo haber vivido alguna tormenta en medio de la montaña. El desamparo es total, ningún lugar donde cobijarse, ningún refugio. Gran sensación de impotencia. Todas las fuerzas de la naturaleza desatadas. A un compañero le atravesó un rayo y, milagrosamente, no sufrió más que unas quemaduras.

En la literatura aparecen los dragones que, por ser seres fantásticos, nos aterran todavía más. En las antiguas cartas de navegación, sobre las zonas inexploradas y peligrosas, aparecía su imagen y decía: Hic sunt dracones. En la película de Roland Joffé Encontrarás dragones, la niñera de los Escrivá, conversa con Josemaría y Manolo: “Tendréis que enfrentaros a toda clase de dragones. –Me da mucho miedo. –No tengas miedo, Manolo. –¿Cuántos dragones hay, Abylesa? – Muchos, Josemaría, pero lo que importa es cómo te enfrentas a ellos: ya lo verás”.

Todos nos enfrentamos a tormentas, desastres, miedos. Todos tenemos que luchar contra los dragones que llevamos dentro: “Nuestros peores enemigos están en nuestro interior” decía Cervantes. Complejos, culpas, traumas, cobardías, traiciones y mentiras. Junto al buen trigo, aparece la semilla de la cizaña, ¿cuál dejo que crezca en mi interior? Sería triste que dejáramos crecer la de la envidia, la del rencor. Comenta Manolo en la película, tras la muerte de su padre: “Una semilla de envidia comenzó a crecer en mí. En el corazón de un niño se plantan muchas semillas: nunca se sabe cuál crecerá”.

¿Conocemos nuestros miedos, fobias, los dragones que hay en nuestro interior? ¿Qué hago con ellos? Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado. Que la felicidad, el triunfo y el poder son innatos, merecidos. Cuando vemos que no es así, que hay rayos y truenos, frío y lluvia, días sin sol, nos hundimos y amargamos.

No importan los dragones que nos acechen, lo que importa es saber enfrentarnos a ellos. Leemos en el Evangelio: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?". Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio, enmudece!". El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: "¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”.

Aunque la actitud de los doce no deja de ser apocada, cobarde, saben a quién acudir y lo hacen. Despiertan al maestro y, con reprimenda incluida, son testigos de la fuerza de Dios que calma los vientos. ¡Qué distintos son los problemas, las dificultades, los peligros, para quien se sabe en las manos de Dios!

Hay que saber dar cauce a nuestras preocupaciones, compartirlas, pedir ayuda y consejo. Sacarlas afuera. Tenemos miedo a no ser aceptados, a ofrecer una imagen débil; el pensar que, si conocen nuestras imperfecciones, dejarán de querernos y valorarnos. Así damos la imagen falsa de ser guais, nos calzamos la sonrisa de plástico y vamos de duros. Mentimos y nos mentimos. Hay que perder el recelo de ser normales, humanos, con éxitos y fracasos, con aciertos y fallos, con virtudes y pecados.

El sacar afuera los dragones, el compartir con la persona amada, con el amigo nuestros miedos y paranoias alivia mucho. Ayuda a que nos conozcan cómo somos, a que nos comprendan y puedan ayudarnos. Es mucho mejor que nos quieran con defectos incluidos, a que se enamoren de una entelequia, de una quimera que no existe. Podemos cuidar la imagen, pero sin desfigurarla. Siempre lo real es mucho mejor que lo ideal, aunque parezca lo contrario.

La travesía que cuenta el Evangelio es la vida misma. El mar es mi corazón, mi familia, mi trabajo, unas veces en calma y otras agitado. Escenarios en los que se pueden levantar grandes tempestades. Pero, como relata la escena que contemplamos, no estamos solos. Parte de la vanidad actual está en reforzar el individualismo, en hacernos pensar que somos el centro, lo importante, casi lo único. No vemos oportuno pedir consejo, ayuda. Actuamos como dioses autosuficientes. Pero somos seres relacionales, nos necesitamos, nos complementamos y podemos ayudarnos. Dios está con nosotros y nos cuida.

Enfrentemos los problemas, las tormentas y los dragones interiores y exteriores con confianza, con la certeza de que Dios puede más: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Solo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!” Estas palabras emblemáticas de san Juan Pablo II nos pueden ayudar.

Fuente; eldiadecordoba.es

Para fortalecer la fe de los discípulos

 El Papa ayer en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buen domingo!

Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús en la barca con los discípulos, en el lago de Tiberíades. De repente llega una fuerte tormenta y la barca corre peligro de hundirse. Jesús, que estaba durmiendo, se despierta, amenaza al viento y todo vuelve a la calma (cf. Mc 4,35-41).

Pero en realidad él no se despierta, ¡lo despiertan ellos! Con tanto miedo, son los discípulos los que despiertan a Jesús. La noche anterior, Jesús mismo había dicho a los discípulos que subieran a la barca y cruzaran el lago. Tenían experiencia, eran pescadores y ése era su ambiente de vida; pero una tormenta podía ponerles en dificultades. Parece que Jesús quiere ponerlos a prueba. Sin embargo, no los deja solos, se queda con ellos en la barca, tranquilo, incluso durmiendo. Y cuando estalla la tormenta, con su presencia los tranquiliza, los anima, los incita a tener más fe y los acompaña más allá del peligro. Pero podemos hacernos esta pregunta: ¿Por qué Jesús actúa así?

Para fortalecer la fe de los discípulos y para hacerlos más valientes. En efecto, salen de esta experiencia más conscientes del poder de Jesús y de su presencia en medio de ellos y, por tanto, más fuertes y dispuestos a afrontar los obstáculos y las dificultades, incluido el miedo a aventurarse a proclamar el Evangelio. Habiendo superado esta prueba con Él, sabrán afrontar muchas otras, incluso hasta la cruz y el martirio, para llevar el Evangelio a todos los pueblos.

Y Jesús hace lo mismo con nosotros, particularmente en la Eucaristía: nos reúne en torno a Sí, nos da su Palabra, nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, y luego nos invita a ponernos en camino, a transmitir a todos lo que hemos oído y a compartir con todos lo que hemos recibido, en la vida cotidiana, incluso cuando es difícil. Jesús no nos ahorra las contrariedades, pero sin abandonarnos nunca, nos ayuda a afrontarlas. Nos vuelve valientes. Así también nosotros, superándolas con su ayuda, aprendemos cada vez más a aferrarnos a Él, a confiar en su poder, que va mucho más allá de nuestras capacidades, a superar incertidumbres y hesitaciones, cerrazones y prejuicios, con valentía y grandeza de corazón, para decir a todos que el Reino de los Cielos está presente, está aquí, y que con Jesús a nuestro lado podemos hacerlo crecer juntos más allá de todas las barreras.

Preguntémonos entonces: en tiempos de prueba, ¿soy capaz de hacer memoria de los momentos de mi vida en los que he experimentado la presencia y la ayuda del Señor? Pensemos: Cuando llega alguna tormenta, ¿me dejo arrollar por la agitación, o me aferro a Él, - hay muchas tormentas interiores - para encontrar la calma y la paz en la oración, en el silencio, en la escucha de la Palabra, en la adoración y en el compartir fraterno de la fe?

Que la Virgen María, que aceptó la voluntad de Dios con humildad y valentía, nos conceda, en los momentos difíciles, la serenidad del abandono en Él.
___________
Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos de Italia y de varios países.

Saludo en particular a los fieles de Sant Boi de Llobregat (Barcelona) y a los de Bari. Saludo a los participantes en la manifestación "Elegimos la vida", al coro "Edelweiss" de la Sección Alpina de Bassano del Grappa y a los ciclistas de Bollate que han venido en bicicleta.

Seguimos rezando por la paz, especialmente en Ucrania, Palestina e Israel. Miro la bandera de Israel... Hoy la he visto en el balcón de su casa cuando venía de la Iglesia de los Santi Quaranta Martiri... ¡es una llamada a la paz! ¡Recemos por la paz! Palestina, Gaza, en el norte del Congo... ¡Recemos por la paz! Y paz en la atormentada Ucrania, que tanto sufre, ¡que haya paz! Que el Espíritu Santo ilumine la mente de los gobernantes, les infunda sabiduría y sentido de la responsabilidad, para evitar cualquier acción o palabra que alimente la confrontación y, en su lugar, apuntar decididamente a una solución pacífica de los conflictos. Hay necesitad de negociar. 

Anteayer falleció el padre Manuel Blanco, franciscano que vivió durante cuarenta y cuatro años en la iglesia Santi Quaranta Martiri e San Pasquale Baylon de Roma. Fue superior, confesor y hombre de consejo. Al recordarlo, quisiera hacer memoria de tantos hermanos franciscanos, confesores, predicadores, que honraron y honran a la Iglesia de Roma. ¡Gracias a todos ellos!

Y a todos les deseo un buen domingo. Por favor, no olviden rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!.

Fuente: vatican.va


6/21/24

Jesucristo, presente en la Iglesia y en nuestras dificultades

Domingo de la 12° semana del tiempo ordinarioB

Evangelio (Mc 4, 35-41)

Aquel día, llegada la tarde, les dice:

—Crucemos a la otra orilla.

Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas.

Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:

—Maestro, ¿no te importa que perezcamos?

Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:

—¡Calla, enmudece!

Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:

—¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?

Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:

—¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?

Comentario al Evangelio

Los tres evangelios sinópticos narran dos tempestades que se levantaron bruscamente en las aguas generalmente tranquilas del lago de Genesaret. La del evangelio de hoy fue la primera. Muchos autores, en especial los Padres de la Iglesia, han subrayado su carácter simbólico. En esta barca zarandeada por las olas han visto la barca de Pedro, la Santa Iglesia, pero también a cada cristiano, en su esfuerzo por ser fiel a nuestra fe cristiana.

Si tenemos en cuenta la actualidad más reciente, hoy podemos pensar sobre todo en la Iglesia, nuestra Madre. A este propósito, recordemos lo que ha dicho el papa Francisco en uno de sus documentos hablando de la Iglesia a los jóvenes: “En realidad, en sus momentos más trágicos siente la llamada a volver a lo esencial del primer amor” (Exhortación Christus vivit, 25 de marzo de 2019, n° 34).

Sin duda alguna, esta invitación nos llena de entusiasmo. Por consiguiente, en los momentos actuales cada uno debe tratar de responder a esa llamada lo mejor posible, tanto más cuanto que algunos podrían figurarse que Dios nos ha abandonado o que se desentiende de lo que sucede en nuestro mundo, en la Iglesia e incluso en nuestra propia vida. Sin embargo, sea cual sea nuestra impresión personal, tengamos la seguridad de que ese pensamiento no pasa de ser una tentación sin fundamento.

Basta recordar un texto maravilloso de Isaías, cuya lectura siempre nos consuela y nos da fuerzas: “Sión había dicho: El Señor me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado. ¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!” (Is 49, 14-15). Por parte de Dios, es un auténtico compromiso, que nuestro Señor confirmó poco antes de subir al cielo, con una nueva promesa solemne: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Todos los días, incluyendo aquellos que tenemos costumbre de llamar “malos”. En este terreno, cada uno puede pensar en sus “tempestades” personales, sin duda poco importantes, pero no por eso menos desagradables en la vida de cada día.

En esas tempestades el Señor pone a prueba nuestra fe y también, nuestra oración constante y confiada a la Virgen María, Madre de la Iglesia: cuando todo va bien y, más todavía, al enterarnos de alguna noticia que nos preocupe o nos entristezca.

Fuente: opusdei.org

«Las profecías de Ratzinger sobre la Iglesia», la conferencia viral del biógrafo de Benedicto XVI

José Antonio Méndez

La intervención del sacerdote Pablo Blanco en unas Jornadas de Católicos y Vida Pública organizadas por la ACdP en San Sebastián supera las 51.000 visualizaciones en solo unos días

Más de 51.000 visualizaciones en menos de una semana, solamente en YouTube, y sin dejar de subir día a día. Esas son las cifras, nada frecuentes para una conferencia de casi una hora, que ha alcanzado el video del sacerdote español Pablo Blanco, biógrafo de Benedicto XVI, que intervino en las últimas Jornadas de Católicos y Vida Pública de Bilbao, organizadas por la Asociación Católica de Propagandistas.

En su conferencia «Las profecías de Ratzinger sobre el futuro de la Iglesia», Blanco repasa los aspectos principales del pontificado de Benedicto XVI, que no solo explican la personalidad de Joseph Ratzinger sino que sirven para iluminar la presente situación de la Iglesia e, incluso, su proyección hacia un futuro inminente.

Vídeo conferencia

Hacia un cristianismo minoritario

Como explica Blanco, Ratzinger pudo prever que hoy la Iglesia atraviesa «el paso de una religión de masas, más superficial, a un cristianismo minoritario. Y esto puede ser no solo un problema, sino una oportunidad para vivir un cristianismo más purificado». Eso sí, sin fatalismo en la mirada, puesto que «aunque Occidente está en franca decadencia, hay que tener una mirada más global» para reconocer que en el resto del mundo, la Iglesia crece.

Así, Benedicto XVI proponía «volver al movimiento de crecimiento orgánico, como una semilla», según el modelo de los primeros cristianos. Y cómo fue posible que «los primeros cristianos convirtieran en cristiana la sociedad de un imperio alejado de Dios y anticristiano»?, se pregunta el biógrafo del Papa alemán.

La respuesta, indica en la conferencia viral, pasa por dos vías: «La primera fue la de la caridad: cuidaban de los ancianos, de los enfermos, construían hospitales, no abortaban… Y la segunda, más difícil, fue la de la razón. Porque el peor enemigo del cristianismo primitivo era la filosofía, fueron los intelectuales. Y los primeros cristianos entraron en ese debate, para explicar su fe: entiende más para creer mejor». Algo que hoy es del todo actual, explica Pablo Blanco.

El mayor ataque contra la Iglesia

Así, Blanco, que es autor de una decena de obras sobre Ratzinger, explica cómo Benedicto XVI se enfrentó de un modo profético a crisis tan severas como la de la pederastia en la Iglesia, y aunque no negó la posibilidad de «una conspiración o una conjura, un ataque sistemático a la Iglesia», alertó de que, en realidad, «el mayor ataque contra la Iglesia es el pecado dentro de la propia Iglesia».

Según Blanco, para Ratzinger era necesaria «una purificación» de la propia Iglesia, que pasase por «asumir los problemas y solucionarlos desde Dios». Por ese motivo, «su primera encíclica fue justamente Dios es amor», indica.

Además, el sacerdote destaca la firme apuesta por la razón por parte del pontífice alemán, en un contexto en el que las ideologías modernas tienden a prescindir de ella. Eso sí, alertando de que «la religión tiene también enfermedades, como puede ser el fundamentalismo y el fanatismo; y por eso la razón puede desempeñar una función correctora, aunque también podría decirse a la inversa».

El descuido de la oración y la liturgia

La lectura que Ratzinger hizo de la aparente debilidad de las instituciones católicas, cada vez más cercenadas en el ámbito político y civil, pasaba por una vuelta a la radicalidad de la fe y de la vida sacramental. «Benedicto XVI ─destaca en su conferencia viral─ estaba convencido de que la crisis de la Iglesia se debe, en último término, al descuido de la liturgia, de la oración y de la adoración».

De hecho, ya en su propia juventud, «frente a la opresión nazionalsocialista, Ratzinger encontró dos refugios: uno era la razón, para poder argumentar y explicar la fe; y el otro, era la liturgia, donde entraba en contacto directo con el misterio».

Tanto es así, que en opinión de Blanco, Ratzinger preconizaba una vivificación de la Iglesia que pasase por la evangelización explícita que no quedase opacada por la labor social o caritativa. «Cuando se reunió con unos obispos de Hispanoamérica ─relata el biógrafo en su conferencia─, le contaron cómo al visitar una comunidad indígena, los lugareños les explicaron que allí la Iglesia había construido un pozo, una escuelita y un dispensario. Pero que como necesitaban que alguien les hablase de Jesús, cuando llegaron unos protestantes y lo hicieron, toda la comunidad se volvió protestante. Y Ratzinger se preguntaba: ¿Qué estamos haciendo? ¿De qué estamos hablando? Porque tal vez estamos hablando de cuestiones exquisitamente clericales, pero nos olvidamos de anunciar a Cristo verdaderamente resucitado».

Así, para Ratzinger, en el actual contexto histórico es especialmente urgente recordad que «la Iglesia está para anunciar y ser el rostro de Cristo, no para dar vueltas sobre sí misma».

Miedo a decir la verdad

Ante la pluralidad de religiones y la multiculturalidad social que se nos presenta como irrevocable para el futuro, Blanco señala cómo, para Ratzinger, la Iglesia debía mantenerse firme en su credo y en su apostolado: «¿Se puede salvar un musulmán, un budista, un animista, un sintoísta? Por supuesto, pero si salvan es en Jesucristo, ni en Mahoma, ni en Buda, ni en el gran Manitú, porque sólo Jesucristo es el hijo de Dios», apunta Blanco, desde las palabras de Ratzinger.

Algo para lo que la Iglesia necesitará coraje: «A veces tenemos miedo a decir y manifestar la verdad, porque nos olvidamos de que lo único verdaderamente liberador es la Verdad. No se trata de imponer, sino de proponer esa verdad. Y la propuesta salvífica de Cristo tiene que estar vigente en nuestros días», asegura el sacerdote.

Por último, en medio de un feísmo cada vez más extendido en la sociedad, y de una concepción de lo bello ligada sólo al ámbito erótico y sexual, Ratzinger se presenta como «un enamorado del arte y de la belleza, que es constitutiva de la propia humanidad», porque «la belleza del arte cristiano y de la vida de los santos es el principal agente evangelizador, no es algo meramente ornamental».

Fuente: eldebate.com

5 claves para aprovechar la comunión eucarística

Juan Luis Selma

Comulgar es recibir a Dios realmente. Por ello, la preparación y acción de gracias de este don ayuda a sacar los mayores frutos de cada una de las veces que recibimos al Señor sacramentalmente. En este artículo, el autor repasa cinco claves o puntos para ayudarnos a vivir, de la mejor manera, la comunión


Las grandes catedrales las construyeron nuestros mayores para albergar el Cuerpo de Cristo. Son, como las iglesias, la casa de Dios. 

Recuerdo las palabras que adornaban el dintel de entrada de la parroquia de mi pueblo: Domus Dei. Se entraba a la casa de Dios, y el lugar más precioso e importante era el sagrario. Así me lo enseñaron de pequeño.

La eucaristía es el tesoro de la Iglesia, el don más preciado que Dios ha hecho a los hombres. En ella está presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Hijo del Dios vivo, el mismo Dios hecho hombre.

Pan común y pan eucarístico

En todos los sacramentos, como en la vida de Jesús, hay una dimensión humana y divina, visible e invisible. Lo material, como el pan y el vino, nos revela la gracia que encierra. Así como el pan alimenta el cuerpo, el Pan eucarístico alimenta el alma. Aunque tiene aspecto de pan, es el Cuerpo de Cristo. Y esto es así porque lo dijo Él mismo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, “tomad y bebed, este es el cáliz de mi sangre”; y lo dijo el Hijo de Dios, Jesús, que no puede mentir ni fallar.

Les pregunté a los niños de primera comunión por qué querían comulgar. La respuesta fue “para recibir al Señor”. Una niña dijo que la Eucaristía era un banquete y un sacrificio. Creemos firmemente que, en los sacramentos, hay un misterio, algo que no podemos ver con los ojos. La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, pero sacramental.

Hay una diferencia misteriosa, pero real, entre el pan común y el eucarístico. Al acercarnos al altar, hay que saber y creer que no recibimos una galleta sino a Dios escondido bajo las especies de pan y vino

Asimilar la Eucaristía 

Hay una diferencia entre el deseo y la realidad. Por ejemplo, me puede gustar la idea de volar, pero si salto por la ventana de un décimo piso, me haré mucho daño. Lo mismo ocurre con la comunión. 

Puedo tener muchas ganas de recibir el Cuerpo de Cristo, pero si no estoy preparado para ello, puede ser perjudicial para mí. Así como algunas personas tienen intolerancia a ciertos alimentos, yo puedo tener un impedimento para asimilar la eucaristía.

Para recibir al Señor con fruto, tengo que tener fe en su divina presencia y estar en gracia de Dios. Esto significa no tener ningún obstáculo que me impida asimilarle, es decir, el pecado. El pecado es el alejamiento voluntario de Dios, la renuncia a su amistad, más o menos consciente. No hace falta tener la intención o el deseo de ofender a Dios; basta con cometer actos que me alejen de Él.

La Escritura nos enseña que quien come y bebe el cuerpo y la sangre del Señor indignamente se hace reo de su condenación (1Cor 11,27-29). Por eso, la Iglesia nos pide confesarnos antes de comulgar si tenemos conciencia de haber cometido algún pecado grave, como el adulterio, el homicidio, la idolatría, el robo, la mentira, etc. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1857-1861).

En una ocasión una niña me preguntó que por qué hay colas para comulgar y no las hay para confesar. Intuía que la comunión y la confesión estaban relacionados. Hay que ponerse en estado receptivo para poder comulgar, hay que prepararse para recibir al Rey de reyes, a Dios. 

Es un alimento tan fuerte y poderoso que tenemos que tener el cuerpo y el alma preparados. 

Dios es el sumo bien, toda la bondad y la luz, la armonía completa. Para recibirle en nuestra alma hace falta una preparación, una adecuación. Es la gracia, el resplandor de su presencia, la que nos prepara para ese encuentro sublime. Si unimos todo el calor y la luz con la oscuridad y frialdad de un alma alejada de Dios, no hay contacto posible. Hace falta una preparación, una adecuación, una capacitación que viene con el sacramento de la reconciliación.

Preparar el cuerpo

No somos espíritus puros; el hombre es un ser único con alma y cuerpo. No basta la santidad del alma, su limpieza, para acercarnos a la Eucaristía. También el cuerpo debe prepararse. Jesús entra en nuestro interior; recibimos su cuerpo como alimento espiritual, como pan supremo. 

La Iglesia ha considerado desde los primeros tiempos que ese alimento espiritual no debe mezclarse con los corporales; por eso recomienda el ayuno eucarístico, antiguamente consistía en abstenerse de todo alimento sólido o líquido desde la noche anterior. Ahora se prescribe al menos una hora antes de recibir la comunión.

Según santo Tomás de Aquino, el ayuno eucarístico se basa en tres razones principales: el respeto al sacramento, el significado de que Cristo es el verdadero alimento y para evitar el peligro de poder devolverlo.

Además, también es importante una cierta limpieza y dignidad en lo corporal: aseo personal, limpieza y cuidado del vestido. No olvidar que vamos al encuentro del Señor del Universo, del Rey de reyes, que, aunque no le importan las apariencias se merece un respeto. 

Otro asunto es el modo de recibir al Señor sacramentado. Antes se hacía siempre de rodillas y en la boca, como señal de adoración, como muestra de fe y de respeto. Ahora hay otras posibilidades, como la de recibir la comunión en la mano; esto no es una novedad, antiguamente también se hacía así. Lo importante es que seamos conscientes de lo que estamos haciendo y lo hagamos con el mayor cariño posible. Él se lo merece.

Unión a Cristo y con él a los demás

El fin de la comunión no es recibir el Cuerpo de Cristo sin más, como si se tratara de un objeto: una medallita, por ejemplo. Recibimos a Jesús vivo y vivificante, todo su amor. 

Comulgar es un encuentro que nos puede transformar, puede cambiar nuestra vida: curar nuestro egoísmo, abrir nuestro corazón a los demás, fortalecer nuestra debilidad. Es el instante estelar, la conjunción astral, la fusión nuclear.

Es la ocasión de agarrar la mano de Cristo, de escuchar sus palabras, de identificarme con Él. Para eso hace falta silencio, recogimiento, procurar la intimidad. Después de la comunión la Iglesia nos pide el silencio sagrado.

En este instante se cumple el deseo de Jesús, su petición al Padre sobre la unidad: “Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”. Este es el sacramento de la unión, con Dios y con los hermanos. La comunión bien aprovechada me da los sentimientos de Cristo de amor al Padre y de dar la vida por los hermanos. 

En la catequesis se debe ayudar a los niños a preparar lo que le van a decir a Jesús, que es el mejor amigo, y de escucharle. 

La piedra de toque: el después de la misa

Cuando me preguntan cuál es el momento más transcendental de la misa, aun sabiendo que es la consagración, respondo que es la salida a la calle. 

En una Misa aprovechada, en una comunión eucarística viva, no solo se transforma el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, también nos transformamos nosotros. 

Ahora somos otros cristos, como dice san Pablo. Por eso la misa termina con el ite misa est, con la misión. Ahora, con Cristo, asimilados a Cristo, con sus sentimientos y su mirada, con sus manos, a transformar el mundo.

Se tiene que notar que hemos comulgado. La Sangre de Cristo derramada, su Cuerpo comido, tienen una eficacia enorme de la que no acabamos de ser conscientes. El fin de la comunión no es recibir a Cristo, es ser otro Cristo. La infinita gracia de la comunión tiene energía, fuerza ilimitada, transformadora. Una sola comunión nos puede hacer santos.

El Jueves Santo Jesús instituye la Eucaristía adelantando su entrega del viernes, el derramamiento de su sangre. Después de revivir los acontecimientos pascuales en la misa, estamos capacitados para darnos a los demás, para la misión, para vivir en el día a día la unión con Cristo. 

La comunión es misterio de unidad con Dios, con la Iglesia y el mundo, con nosotros mimos. “Podéis ir en paz” dice el sacerdote, es el ite missa est, marcha en paz contigo, vive lo que has celebrado, trasmítelo a los demás. 


Fuente: omnesmag.com


6/20/24

Mensaje del Prelado del Opus Dei

Mons. Fernando Ocáriz 


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El próximo día 26 celebraremos la fiesta de san Josemaría. Con este breve mensaje, os propongo meditar unas palabras suyas, de una carta fechada el 31 de mayo de 1954: «En lo humano, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor».

Amar cada uno su propia libertad y la libertad de los demás tiene muchos aspectos y manifestaciones, que tantas veces hemos considerado y, sobre todo, procuramos vivir. El 9 de enero de 2018 ya os escribí una carta extensa sobre este tema. En esta ocasión, querría detenerme en esa segunda parte de la herencia a la que se refiere nuestro Padre: el buen humor. Un estado de ánimo (estar de buen humor), que se suele entender como la disposición para notar y hacer ver los aspectos divertidos de las situaciones.

Desde luego, hay circunstancias que nada tienen de divertido. Sin embargo, también entonces puede permanecer la raíz más profunda de un buen humor que trasciende lo superficial: la alegría, que surge sobre todo de la fe en el inmenso amor que Dios nos tiene a cada uno. Esta alegría tiene mucho que ver con el humilde olvido de sí para pensar en los demás y plantear la propia vida en clave de servicio. Por eso, como explica san Josemaría: «No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como él, humildes» (Es Cristo que pasa, n. 18).

Antes de acabar, desearía pediros vuestra oración por dos intenciones: la próxima reunión de expertos sobre los Estatutos, que tendrá lugar a final de mes; y el fruto espiritual del viaje que en los próximos meses me llevará a algunos países de Europa y de América.

Os envío mi bendición más cariñosa.

Vuestro Padre



Roma, 17 de junio de 2024



6/19/24

El libro de la vida

Enrique García-Máiquez

Gilbert Keith Chesterton me ha deparado, a lo largo de mi vida de lector, incesantes sorpresas. No hay una página suya que no ofrezca una como mínimo. Destacaré una sorpresa propia y otra ajena. La propia: la figura de Chesterton, que admiré desde muy pronto y que es inmensa (a la intelectual, me refiero), no para de crecer con el tiempo. Recuerda a su personaje Domingo de El hombre que fue jueves. Como Domingo en la escena final de la novela, Chesterton crece y crece. Cada vez que lo miro, compruebo que su envergadura ─como periodista, como apologeta, como narrador, como filósofo─ ha aumentado. Su caso se asemeja al del invitado de la parábola que se sentó en los últimos sitios del banquete, y le dijeron: «Amigo, sube más arriba» (Lc 14,7-11). GKC hizo todo lo que estaba en su mano para quitarse importancia ─decía de sí que era apenas un periodista jubiloso─, pero, en el banquete de la inteligencia y la literatura, su puesto está más arriba y más. Es un juego de matrioskas en las que cada nueva muñeca es mucho más grande que aquella de la que sale. Descubro en esta biografía que lo que me pasa a mí con él le pasaba a él con Frances Blogg, su mujer: «No creo exagerar al decir que jamás en mi vida te he contemplado sin pensar que te había subestimado anteriormente».

La segunda sorpresa es que llevo treinta años encontrándome con gente que todavía no lo conoce, que está descubriéndolo o deseando hacerlo. Me asombra hasta que advierto que la próxima vez que le lea también yo descubriré a un autor más grande y novedoso. A menudo me preguntan qué libro leer para comenzar.

«Depende ─les digo─ de lo que estéis buscando». Las historias del padre Brown son su obra más popular y se lo merecen, porque son inteligentísimos relatos policíacos que cambiaron el género para siempre; Ortodoxia es la quintaesencia de su visión del mundo; su novela Manalive es una delicia y una reflexión conyugal; sus poemas son divertidos e inolvidables; sus artículos de prensa son una lección continua de cómo estar en (y frente) al mundo; su pequeña obra de teatro La sorpresa, precisamente, es un cripto-auto-sacramental que explica la libertad y la redención de una sola tacada, etc. Después de todas esas disquisiciones previas y pudorosas, solía recomendar la colección de aforismos extraídos que hicimos Luis Daniel González y yo, titulada Un buen puñado de ideas, donde seleccionamos sus pensamientos exentos. Es lo que él mismo más valoraba: «Mi verdadero juicio sobre mi obra es que he echado a perder un buen puñado de ideas excelentes».

Sin embargo, releyendo esta biografía de Pearce he llegado a la firme conclusión de que no puede haber mejor introducción a Chesterton que G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia. Para empezar, porque el autor ─que no nos engañe su humildad─ no había echado a perder sus ideas excelentes, sino que, además, las había convertido en el motor de una vida extraordinaria. El propósito de esta presentación es explicar detenidamente el cuádruple acierto de Ediciones Encuentro al escoger justamente esta obra de su extenso catálogo chestertoniano para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento del maestro.

Primero, la primacía de la vida

«Los cumpleaños son una glorificación de la idea de la vida», escribió Chesterton. Así, para celebrar su 150 cumpleaños, ¿qué más a propósito que una biografía? Además, siendo él un escritor profundamente agradecido al hecho de vivir, la vida adquiere una dimensión de obra de arte escrita a cuatro manos, las dos de Dios, la suya y -como veremos-la de Frances Blogg, su mujer, coprotagonista principal de estas páginas.

Chesterton expresaba la primacía de la vida poéticamente: «Si en la tierra negra la semilla se transforma en estas rosas tan bellas, ¿en qué se convertirá el corazón del hombre en su largo viaje hacia las estrellas?». El argumento verdadero de ese viaje es la novela más chestertoniana de todas, por no decir la mejor de las suyas. Él escribió que la fuga matrimonial de Elizabeth Barrett con el poeta Robert Browning fue «su mejor poema». Es un vigoroso reconocimiento de la preeminencia de la aventura de la vida. Todos sabemos, y Chesterton el primero, que los sonetos de Barrett son extraordinarios; pero aún mejor su historia de amor. Con la biografía de GKC, igual.

Ortega y Gasset había señalado en Historia como sistema que «el hombre es novelista de sí mismo, original o plagiario». Chesterton lo fue originalísimo. Sus amigos, rivales o partidarios, pero amigos todos, estaban de acuerdo ─por muy alto que hubiese puesto el listón de sus textos─ en la superioridad artística de su vida. H. G. Wells envió a Chesterton esta nota en 1933: «Si después de todo mi Ateología se equivoca y acierta su Teología, creo que siempre podré entrar en el cielo (si lo deseo) como buen amigo de GKC». Los libros y las ideas, obsérvese, quedaban por debajo del personaje real. Los partidarios pensaban más de lo mismo. Para Titterton, «extensivamente, su mayor influencia sobre el mundo ha sido su poder como polemista. Pero, intensivamente, fue mucho mayor la influencia de su personalidad, su ejemplo, su estilo de vida». Y rememora la frase que pronunció Hilaire Belloc al poco de morir Chesterton: «Conocerlo fue una bendición». Muchos veían su vida como una encarnación andante de sus doctrinas; el dominico irlandés Vincent MacNabb lo consideraba el epítome de la Merry England: «Desde que Dios permitió que le conociera, no he podido dejar de pensar que usted era Inglaterra, la alegre, caballerosa, ingenua e intrépida Inglaterra que yo amaba».

La preminencia de la vida se erigía, por tanto, como la prueba del algodón de su completa filosofía, que se probaba en la vida corriente. «Los escépticos no trabajan escépticamente ni los fatalistas fatalistamente», pero los realistas sí habitamos la realidad realistamente, sostenía Chesterton. Él pudo estar en la realidad como en su casa porque era tomista. Demostraba que su postura no sólo era fascinante y luminosa, sino también vivible, vividora y vivificante. Esta es la bendición ─como la de conocerlo─ que una buena biografía de Chesterton pone a nuestro alcance.

Entonces, ¿por qué no empezar con su Autobiografía? Por supuesto, hay que leerla, pero como culminación y fin de fiesta. Ocurre con Autobiografía lo que descubrió la ciencia en la experiencia de Michelson-Morley: «No se pueden hacer afirmaciones absolutas acerca de un sistema estando dentro de él». Chesterton estaba dentro de Chesterton la mayor parte del tiempo. En consecuencia, como explica William OddieAutobiografía no es una autobiografía fiable del todo. Conociendo la desmesurada humildad de Chesterton, se entenderá que hay un ángulo ciego inmenso en toda su Autobiografía: no ve su importancia, que es un factor importantísimo (valga la redundancia como subrayado) para entenderle. Al lector también puede chocarle la escasez de datos autobiográficos de su Autobiografía y cierta tendencia a la inexactitud. Con muchísima gracia, Chesterton era consciente: «He escrito varios libros, supuestamente vidas de hombres realmente grandes e ilustres, a quienes he rehusado, por mezquindad, los detalles más elementales de la cronología. Resultaría una mezquindad moral el que tuviera yo, ahora, la arrogancia de querer ser exacto respecto a mi propia vida, cuando he dejado de serlo en la de ellos. ¿Quién soy yo para estar fechado más cuidadosamente que Dickens o que Chaucer? ¡Qué blasfemia reservar para mí lo que no he dado a santo Tomás o a san Francisco de Asís! La humildad cristiana me manda continuar por la senda del crimen».

Autobiografía no cuenta su muerte, pero, según Esquilo, «ningún hombre se puede decir feliz hasta el día de su muerte». A nosotros nos interesa muchísimo saber que durante su última enfermedad susurró esta frase que resume toda su obra: «El asunto está claro ahora. Entre la luz y las sombras, cada uno debe elegir de qué lado está». Chesterton estaba en el lado de la luz y aquí sigue. Por último, hay otro vacío esencial en la Autobiografía. A Frances Blogg, definida por Titterton como «la mejor mitad de Chesterton», no le gustaba nada la fama y pidió expresamente a su marido que no la mencionase en el libro. Todos, empezando por George Bernard Shaw, reconocían la importancia capital de Frances. Entre ellos, el padre O'Connor, que disculpaba la tardanza de Chesterton en convertirse al catolicismo entendiendo que «necesitaría a Frances para llevarle a la iglesia, para encontrar el sitio en el misal o para examinar su conciencia por él cuando fuese a confesar». Sin Frances, se entiende que, si queremos recibir la bendición de conocer a Chesterton, su Autobiografía, tan excelente, no nos sirve para empezar. Pearce, en cambio, como hemos dicho, reconoce el papel protagonista de su mujer y arroja toda la luz sobre la que había elegido Chesterton en su vida y en su obra.

Segundo acierto, Pearce

El pudor de los ingleses de hablar de su propia vida se compensa con su afición a escribir espléndidas biografías de otros. De Chesterton hay muchas, lo que demuestra la tesis de estas páginas: su vida fue su obra más imprescindible. Luis-Daniel González, que no da puntada sin hilo y las ha repasado todas y ha escrito un ensayo sobre Chesterton, ha sentenciado: «De las biografías de Chesterton en castellano la de Joseph Pearce, G. K Chesterton: Sabiduría e Inocencia, es la más completa y, además, tiene un rasgo que le da mucho valor: el de que, como menciona muchos testimonios de personas que trataron y admiraron a Chesterton, coloca su figura en un marco amplio». Estoy de acuerdo: la figura de Chesterton necesita un marco amplísimo.

Joseph Pearce reúne las condiciones que lo hacen el escritor ideal para acercarse a Chesterton. Tiene el don de narración. Consigue que la vida de Chesterton fluya con pulso de novela. ¿Cuál es su secreto? Está el misterio del fraseo preciso, que no puede desentrañarse y se tiene o no. Ramón Gaya decía que lo primero que había que exigir a un poeta es que «tenga verso». A un prosista hay que pedirle que «tenga frase», y Joseph Pearce la tiene. De la biografía (meticulosa y meritoria) de lan Ker, se dijo que arrastra el defecto de ser aburrida ─lo que versando del Chesterton que había dicho: «Un hombre no envejece sin ser molestado; pero yo he envejecido sin aburrirme» era más imperdonable aún─. Pearce hace honor a la amenidad y la cortesía, a la claridad del siempre divertido y luminoso GKC.

Pero sí podemos revelar el secreto de Pearce en lo que tiene de técnica. Entra y sale de la historia con mucho sentido del ritmo y de la oportunidad. Cuenta los hechos y luego cuenta cómo los veían los contemporáneos de Chesterton, y vuelve a los datos de la vida ─muy bien contrastados─ y, entonces, recoge opiniones de otros críticos o biógrafos posteriores, y vuelve a la vida, y tampoco teme dar sus opiniones. Este sistema logra dar a G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia no sólo un dinamismo indiscutible, sino un perspectivismo que se pone ─como quería Ortega y Gasset, inventor del término─ al servicio de la verdad completa en sus 360°.

Aporta las anécdotas justas. De Chesterton no hay duda acerca del humor y el jolgorio; pero hay que verlos en acción. Pearce los muestra con generosidad. El más impresionante reconocimiento a su humor, que nos sirve para calibrar su trascendencia, lo hizo nada menos que Kafka: «Chesterton es tan gracioso que se podría pensar que ha encontrado a Dios». Con todo, de esta biografía llama la atención a la vez la cantidad de sufrimientos personales y familiares que Chesterton, el de la alegría perenne, tuvo que atravesar. Como ha detectado uno de los más conspicuos chestertonianos españoles, el filósofo Fernando Savater: «La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir».

Hay que destacar la honestidad de Pearce: su desenvoltura. No deja de recoger las críticas y desdenes que recibió Chesterton en su momento, ni tampoco deja él, como biógrafo, de reconocer errores y debilidades en su admirado protagonista. Es el mejor modo de ponernos ante los ojos a un Chesterton de carne y hueso, vivo. Qué graciosa, por ejemplo, la crítica que hace Rudyard Kipling a El fiero caballero, el primer libro de Chesterton. impresionantemente apre­ciativa, pero con este reparo delicioso: «Chesterton sufre un maligno ataque de 'aureolas'. Salpican todo el libro. Creo que todos nos vemos obligados a emplear inconscientemente en los libros alguna palabra favorita, pero 'aureolas' ya era la de Rossetti».

Joseph Pearce se guarda un penúltimo pero imprescindible as en la manga. Él mismo lo muestra: «El estudioso de Chesterton debe carecer de dicha timidez; comprender su fe es primordial para entenderle, de la misma manera que la religión fue absolutamente primordial en su vida. Su lema podría ser casi credo, ergo sum». Sólo un católico confesional y combativo podría escribir una biografía de Chesterton que no se dejase lo principal en el tintero. Joseph Pearce cumple el requisito a la perfección. Se confiesa converso gracias a la influencia de la «bomba benéfica» (como Dorothy L. Sayers llamó a Chesterton). Está, por tanto, en la mejor disposición para calibrar la herencia de Chesterton. ¡Qué reguero de conversiones, como de pólvora, nos ha dejado! Ha seguido y sigue actuando después de muerto, un poco como un Cid Campeador de las ideas. Recoger esas batallas que aún gana es una parte irrenunciable de una biografía completa.

Tercero, puñados de ideas

¿Ha podido parecer que nuestra apuesta por este libro como vía de acceso prioritaria a Chesterton implicaba poner sus ideas y sus libros en un segundo plano? No es nuestra intención, en absoluto, ni la de Pearce. Chesterton es un intelectual, como decíamos, un filósofo camuflado pero auténtico, el gran actualizador de un tomismo contemporáneo práctico. Minusvalorar su pensamiento y su literatura sería amputar el legado de su vida.

Este libro también recoge ideas chestertonianas a puñados, muy atinadamente escogidas. Siempre que oigo la famosa frase, tan ma­linterpretada, de que «hoy hacen falta testigos más que maestros>> me entra una inmensa desazón. En realidad, lo que pide la frase es coherencia de vida en los maestros, esto es, que practiquen lo que predican. Ahí Chesterton, maestro de la alegría y el agrade­ cimiento, no se quedó corto porque sus ideas eran largas, hondas y altas. Cuando he hecho la ficha de lectura de este libro, más de tres cuartos de mis notas eran frases del gran escritor inglés. Como quien no quiere la cosa, Pearce nos ofrece, junto a la biografía de Chesterton y al repaso exhaustivo de la bibliografía sobre él, un análisis de su propia bibliografía, libro a libro, cada uno en su contexto y acompañado de una antología muy afinada de sus mejores extractos.

Decíamos que la técnica de Pearce es un ágil entrar y salir sin perder ni el ritmo ni el hilo, y eso también vale para los libros y las ideas de Chesterton. Que vengan enhebrados en el hilo cronológi­co de su vida resulta muy enriquecedor, porque hay una evolución sutil que no debemos perdernos. Chesterton era bien consciente de ella y la expresó con insuperable belleza:

Hojas de oro

Llegué al otoño, mira,

cuando todas las hojas son de oro. Que el año y yo somos

más viejos

mis canas y las hojas nos lo cantan a coro.

De joven yo buscaba al príncipe encantado para seguirle

fiel en todas sus querellas, incluso en las más cósmicas.

Podíamos desafiar furiosos las estrellas.

Pero ahora un milagro en plena calle

es que alguien nos diga: «Hola» o «adiós»; porque

cualquiera es, en nuestra democracia, una entre

los millones de máscaras de Dios.

De joven yo busqué la flor dorada,

el Dorado, el Parnaso y La Cueva del Moro;

pero llegó el otoño y, mira,

todas las hojas son ahora de oro.

Sin argumento, nudo y desenlace intelectual la biografía de Chesterton no tendría esa deliciosa dimensión novelesca, que tan bien sabe mostrarnos Joseph Pearce.

Cuarto, nuestra necesidad de Chesterton

Seguro que no se ha escapado al atento lector que me había dejado a sabiendas un punto atrás. En mi enumeración de los talentos inmejorables de Pearce para ser el biógrafo de referencia de Chesterton, me quedé en el penúltimo. El último lo guardé para el final. Joseph Pearce es un escritor de nuestro tiempo y de Chesterton tenemos una necesidad imperiosa hoy. La onda expansiva cada vez más y más grande, como decíamos al principio, de la «bomba benéfica» que fue Chesterton es ahora más imprescindible que nunca.

Pearce destaca con mucha intención en su biografía que este aspecto explosivo del propio Chesterton, que hoy podría verse eclipsado por la imagen, igualmente cierta, de un escritor gordo, jovial y divertido, lo tenían muy presente sus contemporáneos. Dorothy L. Sayers, la impagable traductora de la Divina Comedia, explicó en 1952, en su prólogo a La sorpresa: «Para los jóvenes de mi gene­ ración GKC fue una especie de libertador cristiano». Es entonces cuando la escritora suelta su espléndida metáfora de la benemérita bomba benéfica. Justo esa misma imagen es la que utilizó el propio Chesterton para hablar de sí mismo y sus amigos, cuando parodió el final del poema de T. S. Eliot, titulado The Hollow Men, publicado en 1925, donde se leía que «el mundo no acabará con una explosión sino con un quejido». En realidad, Chesterton, con el pretexto de caricaturizar al grupo de Bloomsbury, tan esnob y pedante como depresivo, se hizo un sonoro autorretrato:

La de ellos es desdén, risillas y gemidos; fue nuestra

juventud carcajada y canción. Ellos quizá terminen

con un leve quejido, nuestro final será, seguro, 

una explosión.

Como Como una explosión tuvo que sonar su carcajada al conocer, si lo conoció, el epigrama de un exasperado oxoniense. Éste, viendo la cantidad de sus discípulos y sus actitudes desprejuiciadas en el envarado Oxford, rabiaba:

Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos

reverencian: el chuletón, la ordinariez, la Iglesia,

el lío y la cerveza.

Y lo curioso es que el epigrama, pensado para denunciar la frivolidad chestertónica, es una radiografía de los temas más graves de nuestro tiempo, incluyendo la obsesión vegana, el puritanismo woke, lo políticamente correcto que considera muy ordinaria o populista cualquier resistencia o la fe. En el funeral de Chesterton, Ronald Knox profetizó que sería considerado por la posteridad como un profeta, y en eso estamos. Un poco más tarde observó Malcolm Muggeridge: «Es sorprendente de algún modo que aun cuando se ha demostrado tantas veces lo acertado de sus juicios, siga estando menos considerado que otros contemporáneos suyos que se equivocaban casi invariablemente, como Wells o los Webb». Pero ya está más considerado, y lo que le queda.

No hay debate actual que no predijese Chesterton: la importancia de la propiedad privada del hombre común, la vuelta del tomismo, la fe en la razón, la razón de la fe... Sus respuestas y argumentos nos dejaron muchísimo trabajo hecho. El ejemplo de su vida no nos hace menos falta, porque Chesterton fue sabio sin perder la inocencia, vio venir el peligro sin perder la alegría y defendió la verdad sin renunciar a la amistad de todos. C. S. Lewis recomendó la lectura de El hombre eterno, salvo si uno quisiera evitar convertirse. Leer G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia es altamente recomendable, salvo que uno prefiera pasar su vida entre quejidos lastimeros y murmullos apagados. La vida de Chesterton nos aboca a la emulación, esto es, a la explosión y a la carcajada.

Fuente: eldebate.com