José Antonio García-Prieto Segura
“Hay que recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: ’Mayor felicidad hay en dar que en recibir’” (Hch 20, 35).
Ignoro qué habrá pensado el lector ante el título de este artículo: ¿en la tribuna de un maestro de donde fluiría, sin más, la felicidad?; ¿en la persona del catedrático que imparte sus enseñanzas para ser felices?, En mi actual peregrinación a Tierra Santa acabo de visitar esa cátedra, llamada el “Monte de las Bienaventuranzas”, conozco algo al Maestro que la ocupó y también sus sapientísimas enseñanzas. Muchos lectores también las conocerán, aunque no hayan estado quizás en aquella tribuna, y aunque unos y otros no terminemos de ponerlas en práctica para ser felices. Vayamos al tema y hagámoslo por partes.
Si entramos hoy en internet y escribimos algo similar a “caminos de felicidad”, “cómo ser feliz”, o frases análogas, encontraremos múltiples fuentes y plataformas al respecto: estudios de investigadores en la Universidad de Harvard trabajando en equipo, argumentos de concienzudos filósofos en entrevistas televisivas, escritores que desde su pequeña tribuna -pienso ahora que tal sería mi caso -, todos tratando de aportar nuestro granito de arena para desvelar el secreto de la felicidad. He leído y conozco bastantes estudios, y considero que lo mejor que he encontrado puede integrarse perfectamente en las enseñanzas del divino Maestro.
Jesucristo, desde aquella cátedra al aire libre y abierta a los cuatro vientos, nos habló de cómo ser felices porque de eso tratan sus “Bienaventuranzas”. Ahora justamente, en este 6º Domingo del año litúrgico, el pasaje evangélico recoge aquella enseñanza y comienza así: “Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte, se sentó y (…) abriendo su boca les enseñaba diciendo: - Bienaventurados los pobres de espíritu, porque (…) – Bienaventurados los que lloran, porque (…)” (Mt 5, 1 ss.) “Bienaventurados”, es decir, “Felices”, “Felices”, …: así, hasta ocho veces, nada menos.
Antes de proseguir, considero urgente devolver a las palabras “bienaventuranza” y “bienaventurados” sus reales y atrayentes significados que son, respectivamente: “Felicidad” y “felices”. Así lo entendieron quienes escucharon directamente a Jesús, pero hoy no sucede lo mismo porque a bastantes personas -no digamos nada si además no son creyentes-, al oír hablar de “bienaventuranza” y “bienaventurados” les puede sonar a lenguaje pasado de moda, “medieval”, o a “enseñanzas de curas” y de “sacristía”, pero no a lo que realmente importa aquí y ahora, y es, seamos claros: dónde encontrar la felicidad y ser felices en medio de tantos retos y dificultades como nos presenta la vida.
Pues justamente de eso nos habla Jesús quien, por ser Dios y hombre, sabe muy bien de qué va el tema, aunque solo fuese, y lo es todo, por haber creado junto con su Padre y el Espíritu, unos seres como nosotros que, si en algo estamos universalmente de acuerdo -y ya es milagro-, es en el ansia insaciable de felicidad. Y ¿quién sino el inventor de un algo nuevo puede saber a la perfección el funcionamiento y finalidad de esa realidad por él ideada? Por eso, Jesús, desde su cátedra del Monte, nos indica los ocho caminos que conducen a la felicidad. Todos son importantes, cada uno tiene su propio sentido, pero requiere del concurso de los otros siete, porque forman un conjunto armónico y la falta de uno solo supondría un obstáculo para la plena felicidad.
Antes de adentrarnos en esos consejos y sendas divinas, ¿tenemos los humanos algo que decir al respecto y aportaría algo a lo que Dios nos enseña?; porque, a fin de cuentas, hablamos de “ser felices”, un deseo que palpita con fuerza en lo más íntimo de nuestro ser. Sí, tenemos algo que decir, y como señalé antes, puede integrarse en las “Bienaventuranzas” que ya cuentan en su base con todo cuanto hoy nos puedan decir los mejores filósofos y pensadores. Pero Jesús fue más allá porque, a las bases humanas de la felicidad les dio toda la razón y fuerza trascendente que entrañan, al situar su culmen en la posesión y goce de un Amor infinito: el de las tres personas divinas.
Comparto muchas razones humanas de filósofos e investigadores; las he repensado despacio y las expongo ahora señalando cuatro aspectos. Primero, acordar qué entendemos por felicidad; cabe comprenderla como un estado interior de satisfacción no solo física y orgánica, sino principalmente anímica, psicológica, espiritual, de paz e íntima plenitud de todo nuestro ser. Por tanto, nada exterior a la persona, algo así como si la misma felicidad fuese el fruto de un árbol del que me pudiera apropiar para gozosamente consumirlo; es más bien un fruto interior que madura y germina cuando yo, con mi vida, respondo a las exigencias más genuinas y radicales de mi naturaleza humana: las que me llenan y dan verdadera plenitud.
Un segundo aspecto o pilar del “edificio felicidad” es, paradójicamente, la necesidad de un “algo” y “alguien” distintos de mí, que sin ser “la felicidad” -como el fruto que decíamos-, sin embargo, la hacen posible en mí. Ese “algo” reside en el inmenso horizonte de bienes que me atraen y despiertan en mí el amor y deseo de poseerlos y disfrutarlos; son tales: el bien y gozo de buenas amistades y convivencias, de sanas aficiones, de trabajos ilusionantes, de tentadoras y limpias metas profesionales, etc.. En torno a ese amor interior y los deseos que suscita, aparecen y se configuran sus diversos objetivos, empezando no ya por un “algo” de cosas, sino por un “alguien” de personas que amamos y con quienes trabamos relaciones más o menos sólidas e íntimas. Todo eso es necesario para ser feliz, porque nadie se basta a sí mismo, y de ahí que los estados de aislamiento y soledad sean sinónimos de tristeza y desolación.
El tercer pilar relacionado con los dos primeros, es conseguir una personalidad bien formada, que exige que “cabeza y corazón”, es decir, “verdad” y “sentimientos” se den la mano, de cara a un proyecto de vida bien estructurado, que responda a la verdad y al bien de la persona y, por tanto, a una existencia en la que, al vivir los amores en los mencionados ámbitos de la familia, profesión, convivencia social, descanso, etc., no traicionemos las genuinas exigencias del amor verdadero, único capaz de hacernos felices, y que es el poner por delante el bien de los otros antes que el mío propio.
Un cuarto elemento a tener en cuenta en la conformación de la felicidad -aunque esta vez de carácter negativo- lo muestra otra experiencia universal: es el enemigo que todos llevamos dentro que, por soberbia, comodidad, egoísmo, pereza…, en una palabra, por amor propio, busca primero la felicidad personal antes que la ajena. La experiencia nos dice igualmente que cuando miramos más por el bien de los otros antes que por el nuestro, y actuamos según este principio, en nuestro corazón fluye una íntima y serena alegría que llena de paz.
La felicidad es una realidad apasionante y compleja que, como todo lo humano, tiene raíces trascendentes y su temática no se despacha en cuatro líneas. Por eso, sus hondas raíces que conectan con las ocho bienaventuranzas, requieren un nuevo artículo; como broche de oro que enlace con él, nada mejor que esta enseñanza del Señor, transmitida por san Pablo hablando a los primeros cristianos de Éfeso: “hay que recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: ’Mayor felicidad hay en dar que en recibir’” (Hch 20, 35). Vale la pena meditarlo.
Solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.
Volvemos a la cátedra del Monte de las Bienaventuranzas, desde donde el Señor impartió su lección sobre los caminos de la felicidad. Habíamos sentado en el artículo anterior sus bases humanas, y referíamos cuatro “pilares” para su construcción: primero, precisábamos lo que entendemos e implica vivencialmente el concepto mismo de felicidad, sin confundirla con el mero placer. Después, el amor de los verdaderos bienes de la naturaleza humana, con cuya posesión la persona encuentra momentos de felicidad. En tercer lugar, la necesidad de desplegar un proyecto de vida con metas que no se opusieran a esos verdaderos bienes. Y finalmente, un cuarto elemento: “el enemigo uno” de la felicidad que es el amor propio, con sus diversas manifestaciones.
Hoy comentaré las enseñanzas de Jesús sobre la felicidad y, desde la trascendencia que Cristo nos muestra y que otorga a todo lo humano, iluminar en profundidad esos “pilares” o presupuestos que la conforman.
Nada nuevo descubro diciendo que la realidad central y estelar de nuestra vida es el amor, y que en torno a él nos lo jugamos absolutamente todo, empezando por momentos de felicidad temporal y terminando por la finalidad eterna después de la resurrección. Lo grita la propia experiencia: según sean y vivamos nuestros amores -desde los que atañen a las personas, al trabajo, aficiones, etc., hasta el que podamos tener, si se quiere, por las hormiguitas-, así serán también nuestros momentos e instantes de felicidad. El deseo de amar y de ser amados está como inscrito a fuego en el corazón de toda persona, y es el germen de la felicidad. Es la realidad nuclear de nuestra vida y no hace falta tener fe para aceptarlo. Pero el creyente sabe mucho más, y esto le reafirma gozosamente en lo que le dice su razón.
En efecto, es tan nuclear y acuciante esa vivencia de amor y felicidad, que en la primera línea del número 1 del Catecismo de la Iglesia -y tiene casi tres mil-, se nos habla ya de que Dios es infinitamente feliz y nos llama a cada uno a compartir su felicidad. Para ser precisos: en lugar de “feliz”, el Catecismo escribe, con mayúscula “Bienaventurado”. Literalmente, el comienzo de ese primer número dice así: “Dios infinitamente Perfecto y Bienaventurado (Feliz) en sí mismo, en un designio de pura bondad(amor) ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada”. Imposible mejor tarjeta de presentación por parte del Creador.
Con todo, pocos puntos después, en su número 27 desvela la raíz y el término de ese anhelo de felicidad: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no deja de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”. En otras palabras: fuera de Dios y de los amores no opuestos al suyo, nadie jamás encontrará la verdadera felicidad; lo expresó espléndidamente san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, Lib, 1, 1)
En perfecta armonía con lo que acabamos de decir y con las enseñanzas de Jesús, el Catecismo señala: “Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer” (n. 1718). Y como si fuera un eco del ya mencionado número 1, en el 1719 leemos: “Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza (felicidad). Esta vocación se dirige a cada uno personalmente…”.
Todos y cada uno de los ocho caminos de felicidad propuestos en las bienaventuranzas, tienen como referente “la felicidad”; y al decirnos que son felices “los pobres de espíritu”, “los que lloran”, los misericordiosos”, “los pacíficos”,…, nos está indicando los verdaderos amores que viven esas personas y que ya, desde ahora, les hacen pregustar la felicidad eterna del amor divino en el Cielo.
Sin embargo, en el lenguaje de las bienaventuranzas hay algo que choca y llama la atención porque parece ir contracorriente de nuestros anhelos más íntimos: de nuestros deseos de reír en lugar de llorar; de disponer de medios de fortuna en lugar de ser pobres; de vivir en paz, en lugar de ser perseguidos… Con razón dice también el Catecismo que las bienaventuranzas “son promesas paradójicas” y, efectivamente, esos contrastes piden una aclaración.
Nos ayudará a entenderlo si además de “paradójicas”, decimos: “promesas contracorriente”. Porque, en efecto, es eso lo que sucede; cada bienaventuranza nos promete una felicidad que solo es posible yendo contracorriente y plantando cara al atractivo que nos ofrecen amores engañosos, adulterados por incentivos espurios incapaces de llenar el corazón. Son, por ejemplo, el placer inmoderado de riquezas porque fijamos en ellas nuestra seguridad, en lugar de confiar en la providencia divina, que es a lo que invita la pobreza de espíritu de la primera bienaventuranza. O cedemos al agridulce placer rastrero de venganza, respondiendo a quien nos ha injuriado según el principio del “ojo por ojo y diente por diente”, en lugar de dar paso al perdón y a la misericordia, como pide el Señor en otra bienaventuranza.
O, frente a la felicidad pura de ver a Dios, prometida a los limpios de corazón, nos dejamos llevar de placeres sensuales -piénsese: drogas, pornografía y derivados- que lejos de alegrar el corazón, lo ensucian y degradan por ser contrarios al verdadero amor. Jesús nos pide que custodiemos los amores limpios del corazón, que son como perlas preciosas, frente a los sucios deseos de cuantos desamores los degradan: “No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos” (Mt 7, 6); son “perlas” santas, por ejemplo, tantas miradas de amor como las de unos padres a sus hijos, las del artista contemplando el paisaje que plasmará en su lienzo, etc. Todo lo contrario de aquellas otras miradas que denuncia Jesús con palabras fuertes: “Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón” (Mt 5, 28) El corazón de unos ojos limpios goza y admira la belleza que, en sus múltiples formas, siempre será reflejo de la Belleza divina.
Dos últimas consideraciones, como síntesis. Primera: la felicidad brota de los amores limpios porque matan el egoísmo y unen recíprocamente; son los señalados en las bienaventuranzas, y en cuantos amores se asemejan a ellas. Por el contrario, los desamores desunen y entristecen porque encierran a la persona en la fría soledad de su “yo”. Se entiende que el primer número del Catecismo, al hablarnos de la felicidad para la que Dios nos ha creado, señale también su gran enemigo, que se llama “pecado”, como leemos en ese número: “Convoca (Dios) a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador”. Nos muestra, por tanto, la meta, que es la felicidad del mismo Dios; su enemigo, que es el pecado; y el camino seguro para alcanzarla: Cristo, que ha ido por delante, enseña lo que vive y desea que lo compartamos.
La consideración final la tomamos también del Catecismo, en su número 1717. En perfecta concordancia con lo escrito hasta aquí, leemos: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.
Fuente: elconfidencialdigital.com