Homilía del Papa
Queridos hermanos y hermanas:
En la primera Lectura hemos escuchado estas palabras: «Así habla la Sabiduría de Dios: “El Señor me creó como primicia de sus caminos, antes de sus obras, desde siempre. […] Cuando él afianzaba el cielo, yo estaba allí; […] yo estaba a su lado como un hijo querido y lo deleitaba día tras día, recreándome delante de él en todo tiempo, recreándome sobre la faz de la tierra, y mi delicia era estar con los hijos de los hombres» (Pr 8,22.27.30-31). Para san Agustín, la Trinidad y la sabiduría están íntimamente relacionadas. La sabiduría divina se revela en la Santísima Trinidad, y la sabiduría nos lleva siempre a la verdad.
Y hoy, mientras celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, estamos viviendo el Jubileo del Deporte. El binomio Trinidad-deporte no es precisamente habitual, sin embargo, la asociación no es absurda. De hecho, toda buena actividad humana lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas. Después de todo, Dios no es estático, no está cerrado en sí mismo. Es comunión, relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se abre a la humanidad y al mundo. La teología llama a esta realidad pericoresis, es decir, “danza”: una danza de amor recíproco.
Es de este dinamismo divino de donde brota la vida. Hemos sido creados por un Dios que se complace y se regocija en dar la existencia a sus criaturas, que “juega”, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Pr 8,30-31). Algunos Padres de la Iglesia hablan incluso, con audacia, de un Deus ludens, de un Dios que se divierte (cf. S. Salonio de Ginebra, in Expositio Mystica in Parabolas Salomonis et Ecclesiasten; S. Gregorio Nacianceno, Carmina, I, 2, 589). Es por eso que el deporte puede ayudarnos a encontrar a Dios Trinidad: porque requiere un movimiento del yo hacia el otro, ciertamente exterior, pero también y sobre todo interior. Sin esto, se reduce a una estéril competencia de egoísmos.
Pensemos en una expresión que, en italiano, se utiliza habitualmente para animar a los atletas durante las competiciones: los espectadores gritan: “Dai!” [en español “¡Dale!”]. Quizás no nos damos cuenta, pero es un imperativo precioso; es el imperativo del verbo “dar”. Y esto nos puede hacer reflexionar: no se trata solo de dar una prestación física, quizá extraordinaria, sino de darse uno mismo, de «jugársela». Se trata de entregarse por los demás —por el propio crecimiento, por los aficionados, por los seres queridos, por los entrenadores, por los colaboradores, por el público, incluso por los adversarios— y, si se es verdaderamente deportista, esto vale independientemente del resultado. San Juan Pablo II —un deportista, como sabemos— hablaba así de ello: “El deporte es alegría de vivir, juego, fiesta, y como tal debe valorarse […] mediante la recuperación de su gratuidad, de su capacidad para estrechar lazos de amistad, para favorecer el diálogo y la apertura de unos hacia otros, […] por encima de las duras leyes de la producción y el consumo y de cualquier otra consideración puramente utilitaria y hedonista de la vida” (cf. Homilía para el Jubileo de los Deportistas, 12 abril 1984).
Desde este punto de vista, mencionamos en particular tres aspectos que hacen del deporte, hoy en día, un medio valioso para la formación humana y cristiana.
En segundo lugar, en una sociedad cada vez más digital, en la que las tecnologías, aunque acercan a personas lejanas, a menudo alejan a quienes están cerca, el deporte valora la concreción de estar juntos, el sentido del cuerpo, del espacio, del esfuerzo, del tiempo real. Así, frente a la tentación de huir a mundos virtuales, ayuda a mantener un contacto saludable con la naturaleza y con la vida concreta, único lugar en el que se ejerce el amor (cf. 1 Jn 3,18).
En tercer lugar, en una sociedad competitiva, donde parece que sólo los fuertes y los ganadores merecen vivir, el deporte también enseña a perder, poniendo a prueba al hombre, en el arte de la derrota, con una de las verdades más profundas de su condición: la fragilidad, el límite, la imperfección. Esto es importante, porque es a partir de la experiencia de esta fragilidad que nos abrimos a la esperanza. El atleta que nunca se equivoca, que no pierde jamás, no existe. Los campeones no son máquinas infalibles, sino hombres y mujeres que, incluso cuando caen, encuentran el valor para levantarse. Recordemos una vez más, a este respecto, las palabras de san Juan Pablo II, quien decía que Jesús es “el verdadero atleta de Dios”, porque venció al mundo no con la fuerza, sino con la fidelidad del amor (cf. Homilía en la Misa por el Jubileo de los deportistas, 29 octubre 2000).
No es casualidad que, en la vida de muchos santos de nuestro tiempo, el deporte haya tenido un papel significativo, tanto como práctica personal que como vía de evangelización. Pensemos en el beato Pier Giorgio Frassati, patrono de los deportistas, que será proclamado santo el próximo 7 de septiembre. Su vida, sencilla y luminosa, nos recuerda que, así como nadie nace campeón, tampoco nadie nace santo. Es el entrenamiento diario del amor lo que nos acerca a la victoria definitiva (cf. Rm 5,3-5) y nos hace capaces de trabajar en la construcción de un mundo nuevo. Así lo afirmaba también san Pablo VI, veinte años después del final de la Segunda Guerra Mundial, recordando a los miembros de una asociación deportiva católica lo mucho que el deporte había contribuido a devolver la paz y la esperanza a una sociedad devastada por las consecuencias de la guerra (cf. Discurso a los miembros del C.S.I., 20 marzo 1965). Decía, “es la formación de una sociedad nueva a la que se dirigen vuestros esfuerzos: […] conscientes de que el deporte, en los sanos elementos formativos que valora, puede ser un instrumento muy útil para la elevación espiritual de la persona humana, condición primera e indispensable de una sociedad ordenada, serena y constructiva” (cf. ibíd).
Queridos deportistas, la Iglesia les confía una misión maravillosa: ser, en las actividades que realizan, reflejo del amor de Dios Trinidad para bien de ustedes y sus hermanos. Comprométanse con entusiasmo en esta misión: como atletas, como formadores, como sociedad, como grupos, como familias. El Papa Francisco solía subrayar que María, en el Evangelio, se nos presenta activa, en movimiento, incluso “corriendo” (cf. Lc 1,39), dispuesta, como saben hacer las madres, ponerse en movimiento ante la señal de Dios, para socorrer a sus hijos (cf. Discurso a los voluntarios de la JMJ, 6 agosto 2023). Le pedimos que acompañe nuestros esfuerzos y nuestros impulsos, y que los oriente siempre hacia lo mejor, hasta la victoria más grande: la de la eternidad, el «campo infinito» donde el juego no tendrá fin y la alegría será plena (cf. 1 Co 9,24-25; 2 Tim 4,7-8).
Y al Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
Acabamos de concluir la celebración eucarística por el Jubileo del Deporte, y ahora con alegría dirijo mi saludo a todos ustedes, deportistas de diversas las edades y procedencias. Les exhorto a vivir la actividad deportiva, incluso a nivel competitivo, siempre con espíritu de gratuidad, con espíritu “lúdico” en el sentido noble de este término, porque en el juego y en la sana diversión el ser humano se asemeja a su Creador.
Quiero subrayar que el deporte es un camino para construir la paz, porque es una escuela de respeto y lealtad, que hace crecer la cultura del encuentro y la fraternidad. Hermanas y hermanos, los animo a practicar este estilo de manera consciente, oponiéndose a toda forma de violencia y opresión.
¡El mundo actual lo necesita tanto! De hecho, hay muchos conflictos armados. En Myanmar, a pesar del cese del fuego, continúan los combates, con daños incluso a las infraestructuras civiles. Invito a todas las partes a emprender el camino del diálogo inclusivo, el único que puede conducir a una solución pacífica y estable.
En la noche del 13 al 14 de junio, en la ciudad de Yelwata, en el área administrativa local de Gouma, en el estado de Benue, Nigeria, se produjo una terrible masacre en la que unas doscientas personas fueron asesinadas con extrema crueldad, la mayoría de ellas desplazados internos acogidos por la misión católica local. Rezo para que la seguridad, la justicia y la paz prevalezcan en Nigeria, un país querido y tan afectado por diversas formas de violencia. Y rezo especialmente por las comunidades cristianas rurales del estado de Benue, que son víctimas incesantes de la violencia.
Pienso también en la República de Sudán, devastada por la violencia desde hace ya más de dos años. Me ha llegado la triste noticia de la muerte del sacerdote Luke Jumu, párroco de El Fasher, víctima de un bombardeo. Mientras aseguro mis oraciones por él y por todas las víctimas, renuevo el llamamiento a los combatientes para que se detengan, protejan a los civiles y emprendan un diálogo por la paz. Exhorto a la comunidad internacional a intensificar sus esfuerzos para proporcionar al menos la asistencia esencial a la población, gravemente afectada por la crisis humanitaria.
Seguimos rezando por la paz en Oriente Medio, en Ucrania y en todo el mundo.
Esta tarde, en la Basílica de San Pablo Extramuros, será beatificado Floribert Bwana Chui, joven mártir congoleño. Fue asesinado a los veintiséis años porque, como cristiano, se oponía a la injusticia y defendía a los pequeños y a los pobres. ¡Que su testimonio dé valor y esperanza a los jóvenes de la República Democrática del Congo y de toda África!
¡Feliz domingo a todos! Y a ustedes, jóvenes, les digo: ¡los espero dentro de un mes para el Jubileo de los jóvenes! Que la Virgen María, Reina de la Paz, interceda por nosotros.
Angelus Domini…
Fuente: vatican.va