En
el reciente Congreso Internacional de Derecho Comparado celebrado en
Bruselas se ha puesto de relieve que el tema relativo al concepto de la
legalidad conserva una actualidad permanente.
La discusión del mismo ha recaído, como no podía menos de ser, en el
aspecto filosófico-jurídico implicado en la noción de la legalidad;
pero, como correspondía a un Congreso de comparatistas, el interés se
orientaba por de pronto a la busca de aquellos elementos más o menos
formales acerca de los cuales podía patentizarse una coincidencia a
través de la variedad de los sistemas jurídicos. Pero el sentido último
de esta búsqueda no era tanto el llegar a formular un concepto formal,
válido por su vacuidad, para cualquier sistema jurídico, como el
encontrar una real aquiescencia en el pensamiento de los juristas de
sistemas diversos a ciertos elementos que los juristas occidentales
consideran esenciales al concepto de la legalidad. El interés teorético
de la discusión radica en que uno de los problemas máximos de la
filosofía del Derecho consiste precisamente en la posibilidad de
conceptos jurídicos puros, apriorísticos, comunes en cuanto «formales» a
todo sistema positivo de Derecho, y, sobre todo, en el señalamiento del
valor que tales conceptos pudieran poseer, habida cuenta de la índole
teleológica y axiológica del Derecho en el ámbito de la existencia
humana.
¿El
concepto de «legalidad» es uno de estos conceptos puros, apriorísticos,
fundamentales, formales? Así parece, y así es, vistas las cosas bajo
cierto aspecto. En efecto, con aquel concepto no se expresa nada
específico referente a un sistema jurídico determinado. «Legalidad», en
el más amplio, general y obvio de los sentidos, significa existencia de
leyes y conformidad a las mismas de los actos de quienes a ellas están
sometidos. Por eso, en nuestra definición «descriptiva» del Derecho
hemos dicho que éste es una forma de vida social, que expresa un punto
de vista sobre la justicia y cristaliza en un sistema de legalidad;
con lo cual queremos decir, nada más y nada menos, que la legalidad es
una forma manifestativa del Derecho, la forma precisamente por la que el
jurista reconoce la existencia del Derecho. Por consiguiente, es una
forma de decir que el Derecho consta de normas; y como no cabe
lógicamente pensar un Derecho sin normas, puede decirse que el concepto
de norma jurídica es uno de los conceptos apriorísticos, fundamentales o
formales del Derecho, porque necesariamente integra la estructura de
todo ordenamiento jurídico.
Con
esto, sin embargo, no se agota cuanto cabe decir acerca del concepto de
legalidad. Por de pronto, convendrá eliminar el posible equívoco
introducido por el uso de la palabra «formal». No olvidemos el sentido absolutamente relativo de esta noción, según una conocida exégesis de Max Scheler.
Tengamos también presente que, en virtud de esa relatividad, de la más
contingente de las instituciones jurídicas es igualmente posible
formular un concepto «formal». En ese sentido no hay nada que se oponga a
la formulación de un concepto formal de la legalidad: bastará con
eliminarle «lastre histórico», prescindir de todo lo que, por no ser
común, parece contingente y mudadizo y quedarse sólo con aquello
estrictamente indispensable que señale la existencia de un algo acerca
de lo que se habla. El único problema es si ese algo de lo que se habla
posee un mínimo de sustancia que permita un entendimiento entre los que
hablan, o si, por el contrario, sólo hace posible un habla de lenguajes
diferentes.
Que
la legalidad, vista en sentido fundamental. es un concepto puro,
apriorístico, fundamental, por cuanto integra la estructura ontológica
de todo ordenamiento jurídico y es, por tanto, una noción que posee
necesidad lógica, es evidente. Pero la cuestión varía de aspecto cuando
se la mira en otro sentido. Entonces no es que el primer sentido sea
falso, sino que el problema de la legalidad se plantea más bien en el
nuevo sentido, aun cuando éste no sólo deja intacta, sino que presupone
la validez del primero.
Pero
la verdad es que cuando los juristas modernos hablamos de legalidad,
cuando se discute cuál es el valor actual de la misma, o se inquiere si
posee algún sentido, por ejemplo, en el régimen soviético, etc.. se está
haciendo referencia a algo infinitamente más concreto y preciso que la
pura existencia de normas y el necesario ajuste a las mismas de las
acciones que regulan. Por eso, desde el punto de vista
filosófico-jurídico, no son idénticos el problema de la legalidad y el
de la normatividad, a pesar de que materialmente debían serlo
(norma=ley, ley en sentido material). En definitiva, la idea de ley y
el convencimiento de la necesidad y del valor de la ley, e incluso del
necesario ajuste a la misma de ciertas acciones, y concretamente de las
realizadas por el soberano (doctrina de la sumisión del príncipe a sus
propias leyes) es antigua, anterior en todo caso al nacimiento de la
problemática moderna de la legalidad. Pues en ésta hay un matiz
específicamente moderno, del que necesariamente hay que hacerse cargo.
En el concepto de legalidad hay una carga histórica y con él se alude a
una serie de exigencias y postulados que van vinculados a una situación
histórica y que se expresan en la fórmula del Estado de Derecho, nacido
históricamente como Estado burgués y liberal de Derecho: y por eso
mismo ha dicho Carl Schmitt
que el Estado de Derecho del siglo XIX ha sido en realidad un Estado
legalista. En consecuencia, en la medida en que este trasfondo
sociológico-político experimenta una mutación que de algún modo se
refleja en las estructuras jurídico-políticas, la legalidad se hace
problema, se torna problemática porque lo que hay de constante y
permanente en su exigencia tiene que configurarse in concreto respecto
de una situación nueva en la que ha de cumplir una misión para la que
acaso es inadecuada la figura de que se revistió al presentarse
históricamente como problema con entidad propia y sustantiva.
La
«legitimidad» es un concepto paralelo al de legalidad. Como éste, posee
también un sentido fundamental, que alude a los principios de
justificación del Derecho (el Derecho como «punto de vista sobre la
justician» pero, también como él, posee una carga histórica, si bien
ahora diríamos que se trata de un concepto más bien «antiguo», a
diferencia de la legalidad, que es una idea «moderna». Este doble sentido ha sido muy bien expuesto en el Tratado de Derecho Político de don Enrique Gil Robles con estas palabras: «La
legitimidad de cualquiera institución es su conformidad con la ley en
toda la extensión de la palabra, y por lo tanto, con la ley divina,
natural y positiva, y con la humana, ya consuetudinaria, ya escrita.
Así, pues, lo mismo da decir legitimidad que legalidad (subrayamos
nosotros); pero a veces se emplea esta última palabra, y así lo
expresará implícita o explícitamente la elocución, en el sentido de ley
contraria a derecho, o como si dijéramos sin moralidad y rectitud. puro
legalismo pragmático, privado del espíritu de justicia, y divorciado y
enemigo de ella; y también puede usarse el término como expresivo de una
ley que, aunque tenga en sí misma razón y justicia, no está en conexión
y armonía,. sino en oposición y pugna. con otras leyes de orden
superior, y así no puede atribuir derechos actuales en colisión con los
demás de preferente título".
Puede decirse que la legalidad, materialmente entendida, se cifra en la
legitimidad -modo «antiguo» de entenderla-, mientras que modernamente,
la máxima legitimidad se la ha visto en la pura legalidad. Por eso, Max
Weber, que ha distinguido clásicamente las tres formas de legitimidad:
la carismática, la tradicional y la racional,
dice que la forma de legitimidad hoy más corriente es la creencia en la
legalidad, o sea "la obediencia a preceptos jurídicos positivos
estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correctos".
Así,
pues, en el Estado liberal de Derecho la legitimidad de su ordenamiento
no ha consistido tanto en su conformidad con una ley superior de
justicia, como en el hecho de que ha impuesto la primacía de la ley
positiva en todos los ámbitos vitales y ha exigido el estricto ajuste a
la misma de todas las acciones estatales incluidas las de los órganos
rectores de la administración y el gobierno.
Pero esta ley no necesitaba justificarse en ningún orden superior, sino
que se consideraba auto- legitimada en cuanto expresión de la voluntad
general, de la que se consideraba que era por sí misma expresión de la
justicia. Por eso se ha dicho
que la crisis histórica de las formas tradicionales de legitimidad va
englobada en el vasto proceso de racionalización que ha experimentado la
cultura occidental. En el fondo de toda pretensión de legitimidad hay
una no disimulada invocación al misterio que puede ser absorbida por le
fe, pero no asimilada por un análisis racional. La comprensión de la
realidad política dentro de sistemas que, como del suyo decía Laplace,
hiciesen innecesaria la hipótesis de Dios, denunciaba una mentalidad
racionalista que forzosamente tenía que repudiar como irracionales los
títulos de legitimidad no susceptibles de comprobación lógica. Esto
explica la disolución de la legitimidad en legalidad, que es también una
manera de dar una justificación del poder y de la sumisión del hombre,
nacido “naturalmente libre". Con esto, una legitimación trascendente se
torna puramente inmanente y se cae en una nueva forma de santificar lo
existente, con lo que se comprueba que entre Hegel y Rousseau no media
la distancia que hace suponer la diversidad de orientaciones políticas
derivada de la utilización de sus doctrinas por los partidos.
Todo esto, en definitiva, demuestra que la legitimidad es un concepto esencial al Derecho que, si bien posee también su «carga
histórica», es más «contingente» que la que lastra el concepto de
legalidad. Son más irrelevantes las formas históricas de legitimidad,
porque lo verdaderamente relevante es que siempre hay una legitimidad.
Esto es verdad en plano teorético, porque la legalidad positiva tiene
que obedecer a alguna justificación; pero es también una verdad en plano
sociológico. Por eso dice Guillermo Ferrero
que los principios de legitimidad son exorcismos del miedo y, al propio
tiempo, pilares de la civilización: convencionalismos frágiles y
limitados, parcialmente justos y parcialmente razonables; por sí mismos
no tienen demasiada razón de imponerse, pero como han sido aceptados por
todos, suprimen el miedo y hacen que los gobernados no duden de su
obligación de obedecer; podría decirse, pues, que más que un valor
racional o jurídico poseen una virtud mágica. Y Max Weber ha explicado
perfectamente este aspecto sociológico de la ineludibilidad de la
legitimidad por el hecho, cargado de significación axiológica, de la
auto-justificación. «El hecho de que el fundamento de la legitimidad no
sea una mera cuestión de especulación teórica o filosófica, sino que da
origen a diferencias reales entre las distintas estructuras empíricas de
las formas de dominación, se debe a este otro hecho general inherente a
toda forma de dominación e inclusive a toda probabilidad en la vida: la
autojustificación. La más sencilla observación muestra que en todos los
contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación
de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación
económica o social como en cualquier otro respecto. y por evidente que
sea el motivo puramente accidental de la diferencia, el que está mejor
situado siente la urgente necesidad de considerar como legítima su
posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado
de un mérito y la ajena como producto de una culpa... La subsistencia de
toda dominación, en el sentido técnico que damos aquí a este vocablo,
se manifiesta del modo más preciso mediante la auto-justificación que
apela a principios de legitimidad».
La escisión entre las ideas de legalidad y legitimidad es un pro, dueto típico de lo que llamaba Gil Robles el «Derecho nuevo», o sea, el liberalismo. Muy concretamente, como recuerda Carl Schmitt,
su origen se encuentra en la Francia monárquica de la Restauración, a
partir de 1815, en la que se manifiesta de modo agudo la oposición entre
la legitimidad histórica de la dinastía restaurada y la legalidad del
Código napoleónico todavía vigente. De esta antítesis fue vocero
consciente Lammenais y antes de la Revolución de 1848 se decía aquello
de que la légalité, la legalidad mata; y, más tarde, Luis Napoleón
hablaba de sortir de la légalité pour
rentrer dans le Droit; en general, para el pensamiento revolucionario y
liberal, la legalidad era la expresión del progreso y de la
civilización, frente a la barbarie y el paternalismo de los regímenes
despóticos. Eso también es lo que la legalidad representaba para el
liberalismo español cuando por boca del señor Cortina,
interpretado por Donoso Cortés, condensaba sus principios en esto: «en
la política interior, la legalidad; todo por la legalidad, todo para
la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas
circunstancias, la legalidad en todas ocasiones», a lo que el gran
tribuno que creía «que las leyes se han hecho para las
sociedades y no las sociedades para las leyes, contestaba en famoso
discurso, afirmando la primacía de la sociedad, que «cuando la
legalidad basta para salvar a la sociedad. la legalidad; cuando no
basta, la dictadura»,
con lo cual apuntaba a un nuevo principio de legitimidad distinto del
monárquico, que para él podía considerarse periclitado, al menos en su
eficacia sociológica, al pronunciar las conocidas palabras: "La
monarquía de derecho divino concluyó con Luis XVI en un cadalso;
la monarquía de la gloria concluyó con Napoleón en una isla; la
monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro, y con
Luis Felipe ha concluido la última de todas las monarquías posibles:
la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentabilísimo espectáculo el
de una institución antiquísima, venerabilísima, gloriosísima, a quien de
nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, ni
la gloria!».
Conviene
señalar la importancia decisiva que este ambiente ha tenido en el
desenvolvimiento de la ciencia jurídica moderna. El Derecho objeto de la
ciencia jurídica moderna ha sido el Derecho positivo bajo especie
normativa. La concepción normativa de la ciencia jurídica ha nacido de
la desvalorización de la ciencia tradicional y la disolución de la
dogmática jurídica en técnica del Derecho:
pues la dogmática había absorbido los valores del yus-naturalismo
mundanizados por la ciencia, pero en virtud de la dignidad filosófica a
ésta conferida, el estudio de las leyes se resolvió en estudio del
Derecho. El racionalismo formal y constructivo del pensamiento jurídico
moderno, cargado a veces de sombríos tintes ius-naturalistas, realizó,
sin embargo, en gran parte el programa del Derecho natural. Si de un
lado la parte general del Derecho de obligaciones y de todo el Derecho
civil eran amplias generalizaciones de conceptos jurídicos provenientes
de la romanística, estos conceptos habían sido admitidos también por el
Derecho natural. Y lo que habían reconocido Bekker y, con ánimo
polémico, Bergbohm, o sea la gran influencia del Derecho natural sobre
la Escuela histórica, se comprueba en esta supervivencia de los tratados
yus-naturalistas del siglo XVIII en la moderna ciencia jurídica
dogmática que trabaja sobre conceptos del Derecho romano. Esta
supervivencia del Derecho natural es lo que ha dado alguna
justificación y legitimidad al positivismo jurídico. Este ha sido antes
una actitud de fe dogmática que una doctrina filosófica crítica. La
ciencia jurídica volvió a ser dogmática porque el legislador apareció
investido de una justificación ideal. El Código de Napoleón usufructuó
el prestigio imperial de que otrora disfrutara el Corpus iuris. En
general, la ley positiva era aceptada en su positividad porque se la
presuponía dotada de intrínseca. racionalidad. Frases que todavía hoy se
usan en el lenguaje corriente, como la exigencia de una «libertad
dentro de la ley», expresarían una banalidad
tautológica (libertad para hacer lo que no se prohíbe hacer) si no se
las refiere a esta situación histórica en que se presupone, de modo
explícito o implícito, una armonía preestablecida entre la racionalidad y
la justicia, de un lado, y la ley, de otro.
De
ese modo, la ciencia jurídica positivista, en la medida en que oculta
rescoldos de Derecho natural. disuelve la legitimidad en legalidad,
porque cree en la legitimidad inmanente de la legalidad.
El
legalismo en la ciencia jurídica celebra su apoteosis con el hecho de
la codificación. Esta representa el triunfo y la culminación del
movimiento legalista. En el Código se expresan al máximo las condiciones
formales de racionalidad y logicidad que se presuponen en la ley. Pero
esto impone a los juristas una actitud que, por exceso de legalismo, cae
en lo puramente exegético. Por eso ya Savigny había pensado que la
obra codificadora habría de representar hasta cierto punto un descenso
de la actividad científica de los juristas, porque el Código,
culminación del intelectualismo jurídico, implica fatalmente un colapso
de la fecundidad jurídica creadora y un predominio de la exégesis al
margen de toda preocupación verdaderamente científica.
Ahora
bien, cuando se arrumban los supuestos ideales en los que se apoya la
fe en la legalidad, cuando se apagan los últimos rescoldos que.
inadvertidamente se alojaban en la entraña del positivismo jurídico, la
legalidad se convierte en un puro formalismo. Es una legalidad vacía,
bajo la que se encubre la más variada y a veces averiada mercancía. El
fenómeno de la «legislación motorizada», estudiado por Carl Schmitt,
complica aún más las cosas, porque materias fundamentales que
tradicionalmente eran objeto de legislación formal -y en el Estado de
Derecho tenían que serlo- son hoy objeto de «medidas» de organismos
burocráticos dotados de poder irresistible y, de hecho, en la práctica
política y constitucional, la distinción entre ley y medida aparece
prácticamente borrada y, de otra parre, es menester suplantar o
contrarrestar el principio de legalidad por otros principios de
legitimidad por razón de materia, de supremacía o de necesidad (dicta,
dura del Jefe del Estado prevista en la Constitución, legitimación
plebiscitaria, etc.).
Y
de otro lado, los juristas han ido paulatinamente abandonando su fe en
la legitimación inmanente de la legalidad, y su actitud se ha orientado
unilateralmente a atenerse sólo a la legalidad. Surge así -dice Schmitt-
la contraposición típica entre lo «constituyente» y lo «constituido»,
entre el ordo ordinans y el ordo ordinatus, entre el pouvoir constituant
y el pouvoir constitué. Los juristas del Derecho positivo, esto es,
constituido y estatuido, se han acostumbrado a tener en cuenta solamente
este orden existente y los hechos que dentro de él acontecen, o sea el
ámbito de lo ya constituido, y en particular el sistema de una legalidad
estatal determinada. En consecuencia, rechazan como metajurídica la
consideración de todos los acontecimientos que sirven para fundar y
constituir ese orden y ese sistema. Refieren la legalidad a la
constitución o a la voluntad del Estado construido como persona. Pero la
cuestión de dónde proviene esta constitución, de cómo nace este Estado,
la rechazan como puros «hechos» que escapan
a la consideración del jurista. En tiempos de seguridad aproblemática,
esto tiene cierto sentido práctico, sobre todo si se piensa que la
moderna legalidad constituye, ante todo, el modo de funcionamiento de la
burocracia estatal: pues ésta no se interesa por el derecho de su
origen, sino tan sólo por la ley de su funcionamiento.
Y, en efecto, la concepción jurídica continental ha conducido a una
concepción de la legalidad en la que ésta viene a significar el método
de trabajo y funcionamiento de las diversas autoridades, dentro de un
Estado moderno industrializado, super-organizado y altamente
especializado. El modo de resolver los negocios, las costumbres y
rutinas de los funcionarios, el funcionamiento previsible, la
preocupación por mantener esta forma de existencia y la necesidad de
cubrirse frente a toda responsabilidad, son cosas que pertenecen al
complejo de una legalidad concebida al modo burocrático y funcional.
Este concepto de legalidad no será fácilmente entendido en Inglaterra,
pero es perfectamente aplicable a países como Alemania, Francia, Italia o
España.
El
Derecho se configura como un sistema de legalidad porque la unidad del
ordenamiento jurídico se basa en la existencia de una norma fundamental
de la cual son una derivación todas las restantes normas; es, pues, el
ordenamiento jurídico un sistema de «delegaciones de procedimientos»,
como explica Kelsen al hacer suya la doctrina de Merkl sobre la
construcción escalonada del Derecho. En este sistema se regulan los
procedimientos que aseguran la regularidad de la creación de las
normas. Toda regularidad, incluso la que obedece a exigencias de
contenido, se reduce según Kelsen a una regularidad formal, esto es,
referida al procedimiento de producción de la norma -que es, al propio
tiempo-, aplicación de una norma superior.
Sin embargo, hay normas creadas irregularmente: leyes
anticonstitucionales, reglamentos o decretos ilegales. ¿Qué ocurre con
tales normas? Para Kelsen, puesto que ca, recen de validez, son la «nada
jurídica», son inexistentes desde el punto de vista jurídico [22].
Sin embargo, hay esas normas, las cuales poseen validez al menos
provisional. El mismo Kelsen, haciéndose cargo de este hecho, explica
que si existe una ley inconstitucional es porque la Constitución admite
que conserve su validez por lo menos mientras no sea anulada por un
Tribunal constitucional. Si falta este organismo, todo lo que el órgano
legislativa considere ley tendrá que ser aceptado como tal en el sentido
que la Constitución da a la palabra; y entonces ninguna ley será
inconstitucional. «Los preceptos de la Constitución relativos al
procedimiento legislativo y al contenido de las leyes futuras, no
significan que las leyes puedan ser creadas únicamente en la forma y con
el alcance señalados por la Constitución. Esta faculta al legislador a
crear leyes en otra forma, y también con otro contenido... Así como los
Tribunales pueden estar autorizados, en ciertas circunstancias, a no
aplicar el Derecho legislado o consuetudinario existente, sino actuar
como legisladores y crear nuevo Derecho, del mismo modo el legislador
ordinario puede encontrarse facultado en ciertas circunstancias a
proceder como legislador constitucional... El legislador está facultado
por la Constitución, bien para aplicar las normas establecidas
directamente en la Constitución misma, bien para aplicar otras, sobre
las que él mismo puede decidir. De otro modo, una ley cuya creación o
contenido no correspondiesen a las prescripciones directamente
establecidas en la Constitución no podría ser considerada válida [23].
El amplio formalismo kelseniano acoge de este modo lo que en rigor
constituye una fuerte limitación a la idea de la legalidad:
pues la Constitución no tiene interés en someter a control la
regularidad del proceso creador de las leyes cuando hay un fuerte
interés político en reconocer la libertad del legislador, mientras que
cuando se ha logrado un equilibrio duradero por medio de una
institucionalización vigorosa, el interés recae, por el contrario, en
precaverse contra las desviaciones que se oponen a un· sistema de
continuidad y favorecen las tendencias del poder hacia la arbitrariedad [24].
Es típico a este efecto lo acontecido en España con la creación del
Tribuna I de Garantías constitucionales en la época de la República. La
actuación jurisdiccional del mismo fue pensada pro futuro y de una
manera expresa quedaron exceptuadas de sus posibilidades de revisión las
leyes dictadas con anterioridad por las Cortes Constituyentes. Teniendo
en cuenta que las leyes no tienen, de ordinario, efecto retroactivo y,
caso de tenerlo, es con carácter excepcional y objeto de una especial
mención, parecería innecesario decir que la ley sobre el Tribunal
Constitucional no tenía tal efecto retroactivo; el decirlo implica,
pues, un interés político en excluir de la revisión a unas leyes
determinadas, precisamente porque se tenía la conciencia de que pudieran
ser declaradas inconstitucionales: con lo cual, ipso facto, quedaron
convertidas en leyes constitucionales que, de hecho, alteraron en parte
la letra y el espíritu de la Constitución, o al menos. acentuaron
ciertos rasgos sectarios y discriminatorios contenidos en la misma [25].
[Por lo demás, esta limitación política de la legalidad parece un hecho
irremediable, radicado en la naturaleza misma de las cosas, y a ello
obedece el carácter necesariamente problemático de la «Justicia
constitucional», puesto de relieve en la clásica discusión entre
Kelsen y Schmitt acerca del problema del «defensor de la constitución»,
y que todavía se patentiza en las discusiones sobre el actual
Tribunal constitucional establecido por la Ley fundamental de Bonn,
pues sin perjuicio de reconocerse unánimemente el carácter
jurisdiccional de la institución; se reconoce igualmente la naturaleza
política de los asuntos sometidos a su decisión y se discute acerca del
alcance que este elemento político posee en relación con el modo de
actuar del Tribunal.
Ahora
bien, todo esto pertenece al aspecto puramente formal de la legalidad,
pero no satisface por sí solo a todo lo que la con, ciencia jurídica
occidental exige y espera de la proclamación del principio de legalidad.
La legitimidad y legitimación de las normas no trasciende ahí de la que
le confiere la legalidad en cuanto auto-justificada, esto es, basada en
sí misma. ¿Pero en qué instancia se legitima esta legalidad? ¿Requiere
ésta, además de una estructura formal, la aceptación de determinados
principios y contenidos que la legitimen y cuya aceptación por el
pensamiento y la realidad jurídica occidental es lo que da un sentido a
la legalidad y lo que constituye una base para entenderse con otros
pensamientos y otros sistemas jurídicos que hablan también de legalidad?
Pensamos, por ejemplo, en el régimen soviético y en las «democracias
populares» que, indudablemente, poseen también su propia legalidad.
¿Pero se entiende ahí por «legalidad» exactamente lo mismo que
entendemos los juristas occidentales?
Sabido
es el carácter puramente instrumental que Lenin y el marxismo atribuyen
a la legalidad, de la cual se sirven -tanto, como en caso necesario, de
la subversión- como instrumento de lucha. Pero, como ha subrayado el profesor John N. Hazard],
después de la muerte de Stalin, la lectura de las revistas jurídicas
rusas parece indicar que los juristas soviéticos no ven inconveniente en
aceptar en su sistema principios que los juristas occidentales
consideran esenciales al procedimiento de legalidad. Los autores
soviéticos, en efecto, están también de acuerdo con lo que los miembros
de la Asociación internacional de ciencia jurídica consideran esencial a
la legalidad, a saber, que es deseable que el gobierno no pueda
perturbar a los ciudadanos más que de con, formidad con una ley general
anterior, y que no pueda el gobierno emplear la fuerza o sanciones
contra un ciudadano, incluso si es infractor de esa ley, más que
siguiendo un procedimiento justo y organizado. Además, los autores
soviéticos parecen también con, formes con sus colegas occidentales en
el hecho de que deban existir instituciones por medio de las cuales
puedan establecerse los elementos materiales y procesales. Ahora bien,
el aspecto de garantía procesal no pasa de ser un formalismo, necesario
pero insuficiente. Para Hazard la noción de legalidad implica también el
elemento material de los derechos humanos edificados sobre el concepto
de la dignidad del hombre, ya en el sentido del cristianismo, ya en el
sentido racionalista y liberal. Estos derechos son a menudo desconocidos
y negados en Occidente, pero aun sus negadores sienten la necesidad de
justificarse y de apelar como excusa de su actuación a otros principios
superiores de orden humano. Pero el problema está en que este concepto
de la dignidad del individuo no existe en el marxismo. Cierto que a
menudo se ha expresado en Rusia un gran interés por el individuo, pero
cierto también que no se ve en él más que una unidad de producción y que
su dignidad no es más que la dignidad de la máquina. Esto y, sobre
todo, la estructura misma del régimen político ruso, basado en un
dogmatismo absoluto, en la unidad absoluta e irresistible del poder y en
la supremacía de este poder político concentrado al máximo sobre todas
las manifestaciones de la vida espiritual, incluido el pensamiento
jurídico, dificulta que la noción de legalidad, tal como el Occidente la
acepta. tenga allí una real acogida. Y por eso, aun en países de
marxismo mitigado corno Yugoeslavia, no se atribuye a la legalidad -en
su forma de control constitucional de la legislación- otra función que
la de ser un instrumento de la transformación de la sociedad en sentido
socialista.
Se plantea así el problema de la «legitimidad de la legalidad»,
Es evidente que, en cierto plano, cabe conformarse con señalar que el
principio de legalidad consiste en «atenerse a la regla de Derecho
dictada por las autoridades competentes»,
pero a condición de que la regla de Derecho cumpla su función de hacer
que «las prerrogativas que todo ser humano merece por el hecho de serlo
se vean protegidas».
Quiere decirse con esto que no basta que un determinado sistema de
legalidad posea "autojustificación» -pues ninguno carece de ella-, sino
justificación «objetiva», esto es, válida no
sólo para él, sino para los demás. Aquí hay una dificultad que radica
en la justificabilidad de ese criterio ajeno. Se puede tener razón
frente a los demás y aunque los demás no la reconozcan. ¿Cabe afirmar
orgullosamente un determinado principio justificativo como único válido,
sobre todo si ese principio tiene un «lastre histórico» que le impide
reconocerlo como absoluto? De ese modo la cuestión se desplaza al plano
del Derecho natural, el cual no puede servir para dogmatizar un sistema
positivo determinado, excluyendo la validez de los demás. El Derecho
natural permite mucho juego al Derecho positivo, y éste puede invocarlo
desde perspectivas muy diversas y basarse en principios, incluso de
apariencia antagónica, pero igualmente justificados. Sin embargo, habrá
siempre un límite: que se reconozca y acoja lo que siempre y en toda y
cualquier circunstancia tiene que valer como de Derecho natural, y esto
son precisamente los derechos naturales del hombre.
Es
verdad que éstos no se agotan en una lista que ha podido ser formulada
al calor de una circunstancia histórica concreta, y tampoco el modo de
su realización o protección se limita a los modos o técnicas
condicionados por esa situación. En determinadas circunstancias, por
ejemplo, convendrá cargar el acento más sobre exigencias comunitarias
que individualistas y resaltar la importancia del "bien común». Pero
precisamente en nuestra situación se hace patente la necesidad de
reafirmar los valores de la persona, sin vincularlos unilateralmente a
las concepciones del «clásica» individualismo [32], sino ampliándolos en sentido social. Ahora bien, no debe olvidarse en ningún caso que los derechos «sociales»
son también derechos del individuo humano que de hecho no han sido
suficientemente protegidos en la estructura de la sociedad burguesa en
régimen jurídico de capitalismo liberal.
Esto
implica la inserción de la legalidad en un orden superior
iusnaturalista, realizado en la Constitución, pero por ésta reconocido
como trascendente, y de ahí la posibilidad de hablar no ya sólo de
inconstitucionalidad, sino de «anti-iusnaturalidad» de una disposición
legal, como respecto de la Ley fundamental de Bonn se ha afirmado por
alguno de sus intérpretes.
De
esta manera, la legalidad responde a su razón fundamental e histórica
de ser, la que le confiere verdadera legitimación: ser la forma y
condición sine qua non de realizar los valores de la persona
humana, principalmente el respeto a la misma mediante la instauración de
un arden seguro y estable que permita a todos «saber
a qué atenerse» y que delimite con precisión las esferas de lo
posible, lo lícito y lo obligatorio del obrar, y justo en cuanto que
dé a la comunidad y al individuo lo suyo, esto es, los derechos que por
naturaleza le competen y la esfera de libertad conveniente a su
dignidad.
En
este último sentido, el principio de legalidad tiene una permanente y
renovada función práctica que cumplir, cuya realización puede servirle
de principio activo de legitimación: contribuir a la libertad real del
hombre emancipándole de la presión del Estado omnipotente, pero también
de las fuerzas sociales más poderosas que el mismo Estado cuando éste,
frente a ellas, recae en un inexplicable laisser faire. La acentuación
unilateral de ciertas libertades puede ayudar a olvidar cómo bajo
aspectos muy concretos la libertad real del hombre se ve cada vez más
entorpecida y recortada, con independencia de la ideología propia del
régimen político. El poder de los organismos burocráticos estatales
crece sin cesar y es perfectamente posible pensar, por ejemplo, que una
disposición o medida de un organismo rector de los servicios de abastos
en una época de racionamiento puede significar de hecho, frente a un
individuo determinado que no cumpla ciertos «requisitos», el disponer de
su derecho a la vida. Otras veces son las empresas monopolísticas de
servicios públicos las que ejercen -en formas jurídicas perfectamente
conocidas- una auténtica dicta, dura sobre el sector vital que rigen,
que en la vida moderna puede revestir una importancia decisiva, pero
dictadura insoportable cuando en su base hay esa concepción que Julián
Marías ha llamado "vida como desprecio» y falta su consideración como
ures, peto». Frente a todo esto, el principio de legalidad no puede
agotarse en un estático formalismo; es, por el contrario, un principio
activo y dinámico que en cada circunstancia concreta ha de legitimarse,
recobrando e imponiendo la primacía de la norma general de la ley sobre
el complejo y profuso sistema de disposiciones y medidas que usurpan su
tradicional y esencial función de ser la definidora de la libertad y el
derecho de cada uno.
Fuente: dialnet.unirioja.es