7/30/25

Juventud divino tesoro: don y tarea

José Antonio García-Prieto Segura

“Yo, ¿para qué estoy aquí en este mundo?”, o “¿qué sentido tiene mi vida?”.

          El actual Jubileo de la Juventud me ha hecho recordar el poema de Rubén Darío, del que sus tres primeras palabras aparecen en el título de este artículo. Ofreceré algunas consideraciones combinando ese divino tesoro con la alegría de los miles de jóvenes que llenan hoy las calles de Roma.

          Acertó plenamente el poeta al calificarla como “divino tesoro”, pero no al considerarla algo caduco y pasajero, al proseguir: "… ¡ya te vas para no volver!". Algunos conocen este poema como "Canción de Otoño en Primavera”, porque muestra el ocaso y nostalgia de una juventud periclitada. Si así fuera, sobraría lo de “divino” porque tal atributo, en cuanto propio de Dios, es eterno y no pasa. Por tanto, si tiene carácter divino significa que encierra un algo llamado a permanecer para mantenerse viva y participar de la eterna juventud de Dios, que es amor imperecedero.

          Rubén Darío le cortó así las alas al reducirla a su exclusiva dimensión temporal, que ciertamente la tiene como muestra la definición del diccionario: “Período de la vida humana que precede inmediatamente a la madurez”; llegada ésta, por tanto, concluye. Sin embargo, tenemos experiencia de que no perecen las posibilidades que encierra, llamadas a madurar, proyectarse en el futuro y permanecer hasta la muerte. De ahí que el diccionario amplíe y trascienda esa primera dimensión de la juventud, al decirnos que también es: “Energía, vigor, frescura”; los considero conceptos con “marcha”, que suenan bien y aplicados al espíritu superan la caducidad del tiempo. Son realidades en el corazón de todo chico o chica joven, que no se agostan si aprenden lo que es un amor verdadero, y se deciden a mantenerlo vivo en el trascurso del tiempo.         

          Esos principios -vigor, frescura, energía- apuntan a informar la actitud y valores interiores de los jóvenes para, bien encauzados, proyectarse en un futuro enriquecedor que los rejuvenezca. Aparecen en los jóvenes a partir de sus 14 ó 15 años, pero son eso: capacidades, semillas de “eterna juventud” que deben germinar y cultivarse; si no, encontraremos jóvenes prematuramente “viejos” por dentro; y en el caso opuesto, veremos personas mayores de 80 ó 90 años con espíritu joven, como refleja Leopoldo Abadía en el título y contenido de su libro: “Yo de mayor quiero ser joven”. Aunque ya lo dice todo, lo remachó con este subtítulo: “Reflexiones de un chaval de 82 años”. 

          La juventud con sus problemas y elementos integrantes no es tema que se despache en cuatro líneas. Por eso, me limitaré a breves ideas en torno al porqué la juventud es “don” y “tarea”.  Aunque suene a perogrullada, es “don” porque nadie se ha dado la vida a sí mismo y, por idéntica razón, tampoco la juventud. Es regalo enraizado a su vez en el de la vida, recibida de nuestros padres. Pero si no cortamos la cadena y llegamos hasta el principio, es también y principalmente un don recibido de Dios; solo así podemos decir en verdad: “juventud divino tesoro”.

          ¿Qué valores contiene para apreciarlos y enriquecerlos después con el esfuerzo y tarea personal? Es pregunta inseparable de esta otra que, con mayor o menor lucidez, nos hemos hecho al llegar la juventud: “yo, ¿para qué estoy aquí en este mundo?”, o “¿qué sentido tiene mi vida?”. No son interrogantes filosóficos, sino íntimos y existenciales que el chico o chica joven se formulan sin necesidad de palabras. Son como relámpagos o pálpitos espontáneos de la cabeza y del corazón; preguntas más allá de toda visión superficial de una juventud, percibida solo como la del animalito que retoza y salta sin más compromisos.

          Son interrogantes que brotan de la necesidad de amar y ser amados; o, en otras palabras, del anhelo de ofrecerse limpiamente como don -en distintos grados y medida- a personas o proyectos que se vislumbran en esos años de juventud. Aparecen así metas esperanzadamente gozosas, como fundar un hogar, ejercer una profesión satisfactoria, mejorar el bienestar y convivencia social de otras personas, mantener amistades mutuamente enriquecedoras, etc. Un ofrecimiento, en fin, de la propia vida, del que se espera análoga correspondencia por parte de las personas o proyectos a los que el chico o chica joven han decidido entregarse.    

          Este amplio horizonte divisado desde la cima de la juventud se enriquece aún más, si lo contemplan los seguidores de Cristo. Entonces, como en Jesús convivían la eterna juventud del Amor por ser Dios y, a la vez, los anhelos y metas temporales por ser hombre, los jóvenes cristianos compartirán con Él su tesoro divino. Y lo saborearán en la comunión eucarística como Cristo nos dice: “quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (…); permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 54.56): promete una juventud eterna en el tiempo. Esto es lo que explica el júbilo del casi un millón de jóvenes en Roma durante estos días.

          El Papa León XIV se encontrará con ellos el 2 de agosto, y sin duda los animará a hacer fructificar ese tesoro divino, y a hacerlo conocer entre aquellos que aún no lo hayan descubierto. Ya se ha dirigido con anterioridad a la juventud; a propósito del trabajo en la viña del Señor, les pedía: “Quisiera decir, especialmente a los jóvenes, que no esperen, sino que respondan con entusiasmo al Señor que nos llama a trabajar en su viña. ¡No lo pospongas, arremángate, porque el Señor es generoso y no te decepcionará! Trabajando en su viña, encontrarás una respuesta a esa pregunta profunda que llevas dentro: ¿qué sentido tiene mi vida?” (Audiencia 4-VI-25).

          También se dirigió en un video mensaje a los jóvenes de Chicago, su ciudad natal, invitándoles a compartir el amor de las tres Personas divinas; y a abrir sus corazones “a ese anhelo de amor en nuestras vidas, a buscar la verdad y a encontrar las formas de hacer con nuestras propias vidas algo para servir a los demás”. Así, podrían ser “faros de esperanza” en un mundo a menudo agobiado por la división y la desesperación (Videomensaje, 14-VI-25). En el actual Jubileo avivarán los anhelos de contribuir desde el lugar donde se formen y residan, a la paz y alegría en todo el mundo.

          Termino con un toque de humor: soy afortunado al poder tratar a bastantes personas de edad avanzada, que tienen la actitud y espíritu joven reflejados en el libro de Leopoldo Abadía. Y ya puestos me permito parafrasearlo diciendo que este artículo lo ha escrito uno que, a sus 87 años, también quiere seguir siendo joven.

Fuente: elconfidencialdigital.com

Un clamor por la paz

Hace unos días, unas chicas se acercaron a Castel Gandolfo para rondar al papa León. Él salió al balcón mientras le cantaban; una de la rondalla le preguntó qué quería de ellas, y el santo Padre les dijo: “Recen por la paz, recen por mí”. Qué poder tan grande debe tener la oración, que todos los papas piden lo mismo: ¡recen!? Lo mismo han aconsejado todos los santos: que recemos. Y lo mismo nos dice Jesús: “Pedid y se os dará”.

Estamos apenados por las guerras en el mundo. Los poderosos no consiguen atajarlas, por más gestiones que hagan. Lo mismo ocurre con las organizaciones internacionales: por muchas conferencias que celebren, el mundo está plagado de conflictos. Lo vemos constantemente en las noticias: imágenes aterradoras. Solo nos queda el recurso de la oración.

El mensaje central de Fátima es una llamada a la oración, la penitencia y la conversión, con el objetivo de lograr la paz mundial. Eso pidió la Señora a los pastorcillos: “Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz en el mundo y el fin de la guerra”. También pidió que hicieran sacrificios —que son la oración del cuerpo y de los sentidos—: ofrecían la sed, compartir la merienda o darla a otros, las incomodidades, el calor, las incomprensiones y las persecuciones.

La paz tiene un precio que no es solamente económico. El famoso adagio si vis pacem, para bellum no se refiere al rearme de material bélico: no se trata de más bombas. Es necesario que un rearme moral vaya por delante. Si solo nos preocupamos por nuestros intereses, nuestra comodidad, y vivir bien —como una mascota mimada— nunca tendremos paz interior, ni colaboraremos a la paz exterior.

La oración y el sacrificio, la adoración eucarística y la frecuencia en los sacramentos lograron que unos pobres e ignorantes niños, siguiendo las instrucciones de la Virgen de Fátima —Señora de la Paz— pacificaran Portugal, impidieran que entrara en guerra y ayudaran a poner fin a la guerra mundial.

Si todos, creyentes y personas de buena voluntad, nos uniéramos para trabajar por la paz, lo lograríamos. Una excusa fácil es pensar que no podemos hacer nada, que el mundo está corrompido, que nuestros gobernantes son unos impresentables, que la ira de Dios está desatada. Pero, una vez más, la Biblia nos dice que no es así: que podemos cambiar el curso de los acontecimientos, que podemos aplicar nuestra libertad hacia el bien, que Dios nos escucha y que con Él podemos mucho.

Jesús nos anima a rezar, a pedir: “Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.

¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?”

¿Qué cualidades debe tener la oración para que sea escuchada? Debe ser sincera, humilde, llena de fe, perseverante y conforme a la voluntad de Dios. La oración no se reduce a un deseo espontáneo, sino que debe nacer del fondo del corazón. Es decir, debe hacerse desde dentro: ora la persona entera, no solo con las palabras, también con los hechos; no solo oran los sentimientos, también nuestras acciones.

El corazón es el lugar de la verdad, donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro con Dios, de la relación personal entre Él y cada uno de nosotros. Ahí, en nuestro interior, debe reinar la coherencia. Los deseos deben estar acompañados por nuestra vida, nuestras elecciones, nuestra fidelidad.

Dice Camino: “Después de la oración del sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos”. Contemos con la sencillez de los niños: recemos cada día un misterio del Rosario con ellos, pidiendo por la paz y por nuestra sociedad. Acompañemos a nuestros enfermos y mayores, y pidamos que lo ofrezcan todo por estas intenciones.

Fuente: eldiadecordoba.es

 

7/29/25

Guías útiles para ser felices haciendo familia

Para celebrar mis 40 años de casado, recomiendo hoy algunos libros sobre la familia

Carl A. Anderson y José Granados, profesores ambos en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia en sus sedes, respectivamente, de Washington DC y Roma, nos ofrecen una presentación muy bien elaborada de la teología del cuerpo del Papa santo en su libro “Llamados al amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II” (Ed. Didaskalos, 2019, 213 págs.). No es un libro de fácil lectura, pero es obra digna de ser meditada con calma pues en ella se muestra con claridad la teología sobre el cuerpo, la sexualidad y el matrimonio que Juan Pablo II aportó a la Iglesia como uno de sus grandes legados; y, a la vez, se muestra la apertura a la intimidad trinitaria que el gran Papa nos mostró como vocación y regalo que define a los cristianos. La teología del cuerpo nos ayuda a entendernos a nosotros mismos como seres llamados al amor gracias a nuestra identidad sexuada y a participar por esa vía en la intimidad trinitaria divina de la que somos imagen y semejanza, doble panorama que abre perspectivas inusitadas para la autocomprensión del cristiano y su vocación al amor.

La “teología del cuerpo” de Juan Pablo II no es de sencilla comprensión por lo revolucionario de su mensaje y por su carácter teológico profundo, pero ya ha provocado ingentes frutos positivos en la pastoral familiar de la Iglesia católica. La catequesis de Juan Pablo II sobre la naturaleza humana ilumina tanto el amor humano que se expresa en el matrimonio y la paternidad como la intimidad trinitaria y la vocación del hombre al conocimiento y unión con cada una de las Personas divinas. Repensar la teología del cuerpo de Juan Pablo II de la mano de Anderson y Granados en el libro que recensiono aquí es un lujo intelectual y espiritual para acercarse al Dios Amor y para entender tanto el matrimonio como vocación cristiana a la santidad como la virginidad (tratada en el capítulo Capítulo IX, págs. 191 y ss., de forma magistral) y la familia como constructora de la sociedad (tema al que el capítulo X y final aporta luces muy dignas de consideración).

Los autores vinculan con acierto esa “teología del cuerpo” del Papa polaco con la “teología del amor” que su sucesor Benedicto XVI presentó a la Iglesia a través de sus dos encíclicas dedicadas a este tema (Deus caritas est y Caritas in veritate); y que ocupó también parte sustancial del magisterio de Francisco. Esta continuidad demuestra que estamos ante uno de los grandes temas de fondo de nuestra época y de proyección relevante para el futuro de la cristiandad y el mundo.

Hay otra manera más vital y biográfica de acercarse a la familia y el matrimonio: asomarse a la vida real de un matrimonio que intenta vivir -con éxito- ese proyecto de amor. Esta perspectiva es la que inspira el libro autobiográfico de Daniel Arasa, “¡El amor de mi vida has sido tú! Reflexiones y vivencias de 55 años de amor conyugal” (Ed. Carena, 2024, 241 págs.). Daniel es periodista, infatigable promotor de iniciativas asociativas y culturales vinculadas al apoyo a la familia como el GEC catalán o Cinemanet, entre otras; y que ahora, al cumplir 55 años de casado con Mercè, reflexiona con gracia y profundidad sobre su experiencia matrimonial, contándonos anécdotas significativas de esa larga y feliz vida de marido, padre y abuelo. El autor confiesa con naturalidad su fe cristiana y cómo la presencia de Dios en su vida familiar ha sido de gran relevancia para el éxito de su proyecto vital familiar. Las citas de San Josemaría y sus sucesores al frente del Opus Dei que jalonan su relato hacen pensar que su pertenencia a esta institución no ha sido ajena a su enfoque cristiano del matrimonio y la familia a lo largo de esos 55 años que comparte, satisfecho y alegre, con el lector. Se puede pasar un buen rato leyendo estas memorias matrimoniales de un tipo normal que sugiere muchos consejos prácticos a partir de experiencias vividas que pueden ser de mucha utilidad para los casados de cualquier edad. La vida real es gran maestra.

Mi amiga, la historiadora e investigadora María Hernández-Sampelayo Matos ha escrito también un par de libros, llenos de cariño filial, sobre sus padres –“M. Chemari y Manoli, una pareja feliz”, Ed. LetraGrande, Madrid 2022- y sobre su abuelo Leopoldo, político canario relevante en los años 20 y 30 del siglo pasado (“Semblanza de Leopoldo Matos Massieu”. Ed. EDIGECA, 2023), que muestran cómo un matrimonio normal y corriente puede generar una dinámica de gran proyección histórica a través de sus hijos y nietos, dinámica que se proyectará probablemente durante generaciones y hasta el final de los tiempos. Esta es la eficacia inmensa y revolucionaria de la familia.

Fuente: religionenlibertad.com

7/28/25

Un clamor por la paz

Estamos apenados por las guerras en el mundo, y solo nos queda el recurso de la oración.

Hace unos días, unas chicas se acercaron a Castel Gandolfo para rondar al papa León. Él salió al balcón mientras le cantaban; una de la rondalla le preguntó qué quería de ellas, y el santo Padre les dijo: “Recen por la paz, recen por mí”. Qué poder tan grande debe tener la oración, que todos los papas piden lo mismo: ¡recen!? Lo mismo han aconsejado todos los santos: que recemos. Y lo mismo nos dice Jesús: “Pedid y se os dará”.

Estamos apenados por las guerras en el mundo. Los poderosos no consiguen atajarlas, por más gestiones que hagan. Lo mismo ocurre con las organizaciones internacionales: por muchas conferencias que celebren, el mundo está plagado de conflictos. Lo vemos constantemente en las noticias: imágenes aterradoras. Solo nos queda el recurso de la oración.

El mensaje central de Fátima es una llamada a la oración, la penitencia y la conversión, con el objetivo de lograr la paz mundial. Eso pidió la Señora a los pastorcillos: “Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz en el mundo y el fin de la guerra”. También pidió que hicieran sacrificios —que son la oración del cuerpo y de los sentidos—: ofrecían la sed, compartir la merienda o darla a otros, las incomodidades, el calor, las incomprensiones y las persecuciones.

La paz tiene un precio que no es solamente económico. El famoso adagio si vis pacem, para bellum no se refiere al rearme de material bélico: no se trata de más bombas. Es necesario que un rearme moral vaya por delante. Si solo nos preocupamos por nuestros intereses, nuestra comodidad, y vivir bien —como una mascota mimada— nunca tendremos paz interior, ni colaboraremos a la paz exterior.

La oración y el sacrificio, la adoración eucarística y la frecuencia en los sacramentos lograron que unos pobres e ignorantes niños, siguiendo las instrucciones de la Virgen de Fátima —Señora de la Paz— pacificaran Portugal, impidieran que entrara en guerra y ayudaran a poner fin a la guerra mundial.

Si todos, creyentes y personas de buena voluntad, nos uniéramos para trabajar por la paz, lo lograríamos. Una excusa fácil es pensar que no podemos hacer nada, que el mundo está corrompido, que nuestros gobernantes son unos impresentables, que la ira de Dios está desatada. Pero, una vez más, la Biblia nos dice que no es así: que podemos cambiar el curso de los acontecimientos, que podemos aplicar nuestra libertad hacia el bien, que Dios nos escucha y que con Él podemos mucho.

Jesús nos anima a rezar, a pedir: “Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.

¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?”

¿Qué cualidades debe tener la oración para que sea escuchada? Debe ser sincera, humilde, llena de fe, perseverante y conforme a la voluntad de Dios. La oración no se reduce a un deseo espontáneo, sino que debe nacer del fondo del corazón. Es decir, debe hacerse desde dentro: ora la persona entera, no solo con las palabras, también con los hechos; no solo oran los sentimientos, también nuestras acciones.

El corazón es el lugar de la verdad, donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro con Dios, de la relación personal entre Él y cada uno de nosotros. Ahí, en nuestro interior, debe reinar la coherencia. Los deseos deben estar acompañados por nuestra vida, nuestras elecciones, nuestra fidelidad.

Dice Camino: “Después de la oración del sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos”. Contemos con la sencillez de los niños: recemos cada día un misterio del Rosario con ellos, pidiendo por la paz y por nuestra sociedad. Acompañemos a nuestros enfermos y mayores, y pidamos que lo ofrezcan todo por estas intenciones.

Fuente: eldiadecordoba.es

7/27/25

Debemos comportarnos como hijos de Dios

 

 El Papa en elÁngelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús que enseña a sus discípulos el Padrenuestro (cf. Lc 11,1-13), la oración que une a todos los cristianos. En ella, el Señor nos invita a dirigirnos a Dios llamándolo “abbá”, “papá”, como niños, con «simplicidad […], conciencia filial […], audacia humilde, certeza de ser amados» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2778).

Con una expresión muy hermosa, el Catecismo de la Iglesia Católica dice al respecto que «por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre» (ibíd., 2783). Y es verdad, cuanto más rezamos con confianza al Padre de los cielos, más nos descubrimos hijos amados y más conocemos la grandeza de su amor (cf. Rm 8,14-17).

El Evangelio de este día, pues, describe los rasgos de la paternidad de Dios por medio de algunas imágenes sugestivas: la de un hombre que se levanta, en el corazón de la noche, para ayudar a un amigo que debe acoger a un visitante inesperado; y también la de un padre que se preocupa por darles cosas buenas a sus hijos.

Estas figuras nos recuerdan que Dios nunca nos vuelve la espalda cuando acudimos a Él, ni siquiera cuando llegamos tarde a llamar a su puerta, quizá después de haber cometido errores, omisiones, fracasos; ni siquiera cuando, para acogernos, debe “despertar” a sus hijos que duermen en la casa (cf. Lc 11,7). Es más, en la gran familia de la Iglesia, el Padre no duda en hacernos a todos partícipes de cada uno de sus gestos de amor. El Señor nos escucha siempre cuando rezamos, y si a veces nos responde con tiempos y modos difíciles de comprender, es porque obra con una sabiduría y una providencia mayores, que van más allá de nuestra comprensión. Por eso, aun en esos momentos, no dejemos de rezar con confianza, en Él encontraremos siempre luz y fortaleza.

Recitando el Padrenuestro, además de celebrar la gracia de la filiación divina, expresamos también el compromiso de corresponder a ese don, amándonos como hermanos en Cristo. Uno de los Padres de la Iglesia, reflexionando sobre esto, escribe: «Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (S. Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 11), y otro agrega: «No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» (S. Juan Crisóstomo, De angusta porta et in Orationem dominicam, 3). No se puede rezar a Dios como “Padre” y después ser duros e insensibles con los demás, sino que es importante dejarse transformar por su bondad, por su paciencia, por su misericordia, para reflejar como en un espejo su rostro en el nuestro.

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos invita, en la oración y en la caridad, a sentirnos amados y a amar como Dios nos ama: con disponibilidad, discreción, cuidado mutuo, sin hacer cálculos. Pidamos a María que sepamos responder a la llamada, para manifestar la dulzura del rostro del Padre.

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Palabras después del Angelus

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy se celebra la V jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, que tiene como tema “Feliz el que no ve desvanecerse su esperanza”. Veamos a los abuelos y a los mayores como testigos de esperanza, capaces de iluminar el camino de las nuevas generaciones. No los dejemos solos, sino que unámonos a ellos en una alianza de amor y oración.

Mi corazón está con todos aquellos que sufren a causa de los conflictos y la violencia en el mundo. En particular, rezo por las personas involucradas en los enfrentamientos en la frontera entre Tailandia y Camboya, especialmente por los niños y las familias desplazadas. Que el Príncipe de la Paz inspire a todos a buscar el diálogo y la reconciliación.

Rezo por las víctimas de la violencia en el sur de Siria.

Sigo con gran preocupación la gravísima situación humanitaria en Gaza, donde la población civil está aniquilada por el hambre y sigue expuesta a la violencia y la muerte. Renuevo mi sincero llamamiento al alto el fuego, a la liberación de los rehenes y al pleno respeto del derecho humanitario.

Toda persona humana tiene una dignidad intrínseca que le ha sido conferida por Dios mismo: exhorto a las partes implicadas en todos los conflictos a reconocerla y a poner fin a las acciones contraria a ella. Exhorto a negociar un futuro de paz para todos los pueblos y a rechazar todo lo que pueda perjudicarlo.

Encomiendo a María, Reina de la paz, las víctimas inocentes de los conflictos y los gobernantes que tienen el poder de ponerles fin.

Saludo a Radio Vaticana/Vatican News que, para estar más cercana a los fieles y peregrinos durante el Jubileo, ha inaugurado junto con L'Osservatore Romano, una pequeña sede bajo la columnata de Bernini. Gracias por el servicio en tantos idiomas, que lleva la voz del Papa al mundo. Y gracias a todos los periodistas que contribuyen a una comunicación de paz y de verdad.

Saludo a todos ustedes, provenientes de Italia y de muchas partes del mundo, en particular a los abuelos y abuelas de San Cataldo, a los frailes capuchinos jóvenes de Europa, a los chicos de la Confirmación de la Unidad pastoral Grantorto-Carturo, a los jóvenes de Montecarlo di Lucca y a los scouts de Licata.

I greet the faithful from Kearny (New Jersey), the Catholic Music Award group and the EWTN Summer Academy. I also greet with particular affection the young people from various countries who have gathered in Rome for the Jubilee of Youth, which begins tomorrow.  I hope that this will be an opportunity for each of you to encounter Christ, and to be strengthened by him in your faith and in your commitment to following him with integrity of life.

Saludo con especial afecto a los jóvenes provenientes de diferentes países, reunidos en Roma para el “Jubileo de los Jóvenes. Espero que sea para cada uno ocasión para encontrar a Cristo y ser fortalecidos por Él en la fe y en el compromiso de seguirlo con coherencia.

Esta noche tendrá lugar la procesión de la Virgen “Fiumarola” por el río Tíber: ¡que los participantes en esta hermosa tradición mariana aprendan de la Madre de Jesús a practicar el Evangelio en la vida cotidiana!

¡A todos les deseo un feliz domingo!.

Fuente: vatican.va

7/25/25

Padre nuestro

Evangelio (Lc 11,1-13)

Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:

— Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.

Él les respondió:

— Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.

Y les dijo:

— ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.

Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.

¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?.

Comentario

A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”[1]. ¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?

Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.

Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.

Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro.

Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día!

En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.

Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)” 

Fuente: opusdei.org


  • Evangelio (Lc 11,1-13)

    Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:

    — Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.

    Él les respondió:

    — Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.

    Y les dijo:

    — ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.

    Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.

    ¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?


    Comentario

    A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”[1]. ¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?

    Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.

    Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.

    Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro.

    Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día!

    En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.

    Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)”

    ¿Qué ha de tenerse en cuenta a la hora de educar?

    ¡Qué suerte tiene fulanito con los hijos! Y no saben que la suerte le sorprendió formándose y esforzándose

    Pregunta: Tengo 3 hijos pequeños y la ilusión de mi marido y mía es educarlos lo mejor que podamos, en esto no queremos ahorrarnos esfuerzos. Pero la verdad es que estoy un poco confusa, porque gente que quiere educar bien nos da consejos que incluso son contradictorios. A veces, dudamos sobre qué es lo importante a la hora de educar.

    Además, por lo que veo eso no solamente nos pasa a nosotros, creo que hay más gente que parece estar un poco desorientada. ¿Nos podría decir algo que nos ayudase?

    Con relación a su carta, estoy totalmente de acuerdo con usted. Hay mucha gente que quiere educar bien y luego no lo hacen por diversas causas. Fundamentalmente porque no saben. Y es que muchas veces se olvida que, a la hora de educar, la persona más importante es el educador. Así como suena. Probablemente, mucha gente se crea que son los hijos y no es verdad. Repito, a la hora de educar, las personas más importantes son los padres.

    Igual que cuando uno trabaja es un trabajador y para ser un buen trabajador hay que formarse, cuando uno tiene un hijo es padre, pero eso no quiere decir que sepa educar, simplemente dice que uno es padre. Para educar a un hijo hay que hacer otras cosas, alguna de ellas costosa.

    Lo primero que hay que hacer es formarse. Todos podemos tener la sensación de que uno tiene la suficiente formación para educar a sus hijos, pero no es verdad.

    Pregúntese, por favor: ¿Cuánto tiempo y dinero le dedica usted a su formación profesional?

    Todos nosotros dedicamos muchas horas a aprender idiomas, formarnos o consultar problemas profesionales. Sin embargo, en el importantísimo asunto de educar a nuestros hijos solemos poner poca formación y poco dinero. ¿Cuántos libros hemos leído sobre educación? ¿A cuántos cursos de educación hemos asistido? La mayoría de los padres ni han leído ni han asistido a ninguno.

    Podemos tener la sensación de que, como a los niños los tenemos a mano y siempre los vamos a querer, podemos hacerlo cuando queramos. ¿Resultado? No lo hacemos nunca. Y cuando nos damos cuenta, se nos ha pasado el tiempo y nos enfrentamos a situaciones que parece, o son irreversibles.

    Estamos en una sociedad donde, solo se valoran los esfuerzos, si a corto plazo obtenemos una recompensa. En la educación no es así. Podemos esforzarnos mucho y a corto plazo y no obtener nada. En cambio, si no nos exigimos, lo que ocurre seguro es que, a largo plazo, nos encontramos lo que no queremos y muchas veces sin remedio.

    ¿No es una incongruencia que, incluso, acudamos a cursos para aprender como dirigir mejor a los colaboradores que tenemos en la empresa, y no nos planteemos siquiera hacer lo mismo para educar mejor a nuestros hijos?

    Desde luego, sin plantearse educar, es muy difícil hacerlo. Y sin formarnos para ello es igualmente difícil. ¿Cuántas personas que sacan al perro a pasear por las mañanas, no ayudarían a sus hijos a esas mismas horas? ¿Por qué? El perro se hace caca si no se le saca. Al niño, a corto plazo, no le pasa nada. Y así pasa la vida.

    Otra de las cosas que sabemos y no nos ponemos manos a la obra porque nos espanta es que, para educar, hay que educarse. Con esto quiero decir que cada vez que uno exige, se está exigiendo a sí mismo. Todo lo que le digo a mis hijos me lo estoy diciendo a mí mismo y tengo que vivirlo, si quiero que sea eficaz.

    La exigencia personal siempre cuesta. No hay educación posible sin cariño ni exigencia. El fundador de la educación permisiva parece que ha pedido perdón públicamente en una TV americana, pero la vida es irreversible y al que haya cogido por medio tiene difícil solución. Lo mismo ocurre con quien no es educado.

    Educar es sacar lo mejor de una persona, es hacer que una persona crezca, y no hay crecimiento personal sin esfuerzo.

    Cuando uno está ilusionado o está motivado, lo que le ocurre es que el esfuerzo lo hace con gusto, pero hay esfuerzo.

    ¿Sé cómo motivar a mis hijos? Podría ser una pregunta que nos hiciésemos, nos ayudaría a ser conscientes, de que debemos aprender. Si hemos dicho que sin esfuerzo no hay crecimiento personal, la pregunta surge sola: ¿Me esfuerzo para educar a mis hijos? Si no lo hago de una manera concreta y constante, sabiendo qué hago y para qué, no podré educar a mis hijos. Luego, mucha gente dirá: ¡Qué suerte tiene fulanito con los hijos! Y no saben que la suerte le sorprendió formándose y esforzándose. 

    Fuente: eldebate.com

    Legalidad y legitimidad

    En el reciente Congreso Internacional de Derecho Comparado celebrado en Bruselas se ha puesto de relieve que el tema relativo al concepto de la legalidad conserva   una actualidad permanente. La discusión del mismo ha recaído, como no podía menos de ser, en el aspecto filosófico-jurídico implicado en la noción de la legalidad; pero, como correspondía a un Congreso de comparatistas, el interés se orientaba por de pronto a la busca de aquellos elementos más o menos formales acerca de los cuales podía patentizarse una coincidencia a través de la variedad de los sistemas jurídicos. Pero el sentido último de esta búsqueda no era tanto el llegar a formular un concepto formal, válido por su vacuidad, para cualquier sistema jurídico, como el encontrar una real aquiescencia en el pensamiento de los juristas de sistemas diversos a ciertos elementos que los juristas occidentales consideran esenciales al concepto de la legalidad. El interés teorético de la discusión radica en que uno de los problemas máximos de la filosofía del Derecho consiste precisamente en la posibilidad de conceptos jurídicos puros, apriorísticos, comunes en cuanto «formales» a todo sistema positivo de Derecho, y, sobre todo, en el señalamiento del valor que tales conceptos pudieran poseer, habida cuenta de la índole teleológica y axiológica del Derecho en el ámbito de la existencia humana.

    ¿El concepto de «legalidad» es uno de estos conceptos puros, apriorísticos, fundamentales, formales? Así parece, y así es, vistas las cosas bajo cierto aspecto. En efecto, con aquel concepto no se expresa nada específico referente a un sistema jurídico determinado. «Legalidad», en el más amplio, general y obvio de los sentidos, significa existencia de leyes y conformidad a las mismas de los actos de quienes a ellas están sometidos. Por eso, en nuestra definición «descriptiva» del Derecho hemos dicho que éste es una forma de vida social, que expresa un punto de vista sobre la justicia y cristaliza en un sistema de legalidad; con lo cual queremos decir, nada más y nada menos, que la legalidad es una forma manifestativa del Derecho, la forma precisamente por la que el jurista reconoce la existencia del Derecho. Por consiguiente, es una forma de decir que el Derecho consta de normas; y como no cabe lógicamente pensar un Derecho sin normas, puede decirse que el concepto de norma jurídica es uno de los conceptos apriorísticos, fundamentales o formales del Derecho, porque necesariamente integra la estructura de todo ordenamiento jurídico.

    Con esto, sin embargo, no se agota cuanto cabe decir acerca del concepto de legalidad. Por de pronto, convendrá eliminar el posible equívoco introducido por el uso de la palabra «formal». No olvidemos el sentido absolutamente relativo de esta noción, según una conocida exégesis de Max Scheler. Tengamos también presente que, en virtud de esa relatividad, de la más contingente de las instituciones jurídicas es igualmente posible formular un concepto «formal». En ese sentido no hay nada que se oponga a la formulación de un concepto formal de la legalidad: bastará con eliminarle «lastre histórico», prescindir de todo lo que, por no ser común, parece contingente y mudadizo y quedarse sólo con aquello estrictamente indispensable que señale la existencia de un algo acerca de lo que se habla. El único problema es si ese algo de lo que se habla posee un mínimo de sustancia que permita un entendimiento entre los que hablan, o si, por el contrario, sólo hace posible un habla de lenguajes diferentes.

    Que la legalidad, vista en sentido fundamental. es un concepto puro, apriorístico, fundamental, por cuanto integra la estructura ontológica de todo ordenamiento jurídico y es, por tanto, una noción que posee necesidad lógica, es evidente. Pero la cuestión varía de aspecto cuando se la mira en otro sentido.  Entonces no es que el primer sentido sea falso, sino que el problema de la legalidad se plantea más bien en el nuevo sentido, aun cuando éste no sólo deja intacta, sino que presupone la validez del primero.

    Pero la verdad es que cuando los juristas modernos hablamos de legalidad, cuando se discute cuál es el valor actual de la misma, o se inquiere si posee algún sentido, por ejemplo, en el régimen soviético, etc.. se está haciendo referencia a algo infinitamente más concreto y preciso que la pura existencia de normas y el necesario ajuste a las mismas de las acciones que regulan. Por eso, desde el punto de vista filosófico-jurídico, no son idénticos el problema de la legalidad y el de la normatividad, a pesar de que materialmente debían serlo (norma=ley, ley en sentido material).  En definitiva, la idea de ley y el convencimiento de la necesidad y del valor de la ley, e incluso del necesario ajuste a la misma de ciertas acciones, y concretamente de las realizadas por el soberano (doctrina de la sumisión del príncipe a sus propias leyes) es antigua, anterior en todo caso al nacimiento de la problemática moderna de la legalidad. Pues en ésta hay un matiz específicamente moderno, del que necesariamente hay que hacerse cargo. En el concepto de legalidad hay una carga histórica y con él se alude a una serie de exigencias y postulados que van vinculados a una situación histórica y que se expresan en la fórmula del Estado de Derecho, nacido históricamente como Estado burgués y liberal de Derecho:  y por eso mismo ha dicho Carl Schmitt que el Estado de Derecho del siglo XIX ha sido en realidad un Estado legalista. En consecuencia, en la medida en que este trasfondo sociológico-político experimenta una mutación que de algún modo se refleja en las estructuras jurídico-políticas, la legalidad se hace problema, se torna problemática porque lo que hay de constante y permanente en su exigencia tiene que configurarse in concreto respecto de una situación nueva en la que ha de cumplir una misión para la que acaso es inadecuada la figura de que se revistió al presentarse históricamente como problema con entidad propia y sustantiva.

    La «legitimidad» es un concepto paralelo al de legalidad. Como éste, posee también un sentido fundamental, que alude a los principios de justificación del Derecho (el Derecho como «punto de vista sobre la justician» pero, también como él, posee una carga histórica, si bien ahora diríamos que se trata de un concepto más bien «antiguo», a diferencia de la legalidad, que es una idea «moderna». Este doble sentido ha sido muy bien expuesto en el Tratado de Derecho Político de don Enrique Gil Robles con estas palabras: «La legitimidad de cualquiera institución es su conformidad con la ley en toda la extensión de la palabra, y por lo tanto, con la ley divina, natural y positiva, y con la humana, ya consuetudinaria, ya escrita. Así, pues, lo mismo da decir legitimidad que legalidad (subrayamos   nosotros); pero a veces se emplea esta última palabra, y así lo expresará implícita o explícitamente la elocución, en el sentido de ley contraria a derecho, o como si dijéramos­ sin moralidad y rectitud. puro legalismo pragmático, privado del espíritu de justicia, y divorciado y enemigo de ella; y también puede usarse el término como expresivo de una ley que, aunque tenga en sí misma razón y justicia, no está en conexión y armonía,. sino en oposición y pugna. con otras leyes de orden superior, y así no puede atribuir derechos actuales en colisión con los demás de preferente título". Puede decirse que la legalidad, materialmente entendida, se cifra en la legitimidad -modo «antiguo» de entenderla-, mientras que modernamente, la máxima legitimidad se la ha visto en la pura legalidad. Por eso, Max Weber, que ha distinguido clásicamente las tres formas de legitimidad: la carismática, la tradicional y la racional, dice que la forma de legitimidad hoy más corriente es la creencia en la legalidad, o sea "la obediencia a preceptos jurídicos positivos estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correctos".

    Así, pues, en el Estado liberal de Derecho la legitimidad de su ordenamiento no ha consistido tanto en su conformidad con una ley superior de justicia, como en el hecho de que ha impuesto la primacía de la ley positiva en todos los ámbitos vitales y ha exigido el estricto ajuste a la misma de todas las acciones estatales incluidas las de los órganos rectores de la administración y el gobierno. Pero esta ley no necesitaba justificarse en ningún orden superior, sino que se consideraba auto- legitimada en cuanto expresión de la voluntad general, de la que se consideraba que era por sí misma expresión de la justicia. Por eso se ha dicho que la crisis histórica de las formas tradicionales de legitimidad va englobada en el vasto proceso de racionalización que ha experimentado la cultura occidental. En el fondo de toda pretensión de legitimidad hay una no disimulada invocación al misterio que puede ser absorbida por le fe, pero no asimilada por un análisis racional.  La comprensión de la realidad política dentro de sistemas que, como del suyo decía Laplace, hiciesen innecesaria la hipótesis de Dios, denunciaba una mentalidad racionalista que forzosamente tenía que repudiar como irracionales los títulos de legitimidad no susceptibles de comprobación lógica. Esto explica la disolución de la legitimidad en legalidad, que es también una manera de dar una justificación del poder y de la sumisión del hombre, nacido “naturalmente libre". Con esto, una legitimación trascendente se torna puramente inmanente y se cae en una nueva forma de santificar lo existente, con lo que se comprueba que entre Hegel y Rousseau no media la distancia que hace suponer la diversidad de orientaciones políticas derivada de la utilización de sus doctrinas por los partidos.

    Todo esto, en definitiva, demuestra que la legitimidad es un concepto esencial al Derecho que, si bien posee también su «carga histórica», es más «contingente» que la que lastra el concepto de legalidad. Son más irrelevantes las formas históricas de legitimidad, porque lo verdaderamente relevante es que siempre hay una legitimidad. Esto es verdad en plano teorético, porque la legalidad positiva tiene que obedecer a alguna justificación; pero es también una verdad en plano sociológico.  Por eso dice Guillermo Ferrero que los principios de legitimidad son exorcismos del miedo y, al propio tiempo, pilares de la civilización: convencionalismos frágiles y limitados, parcialmente justos y parcialmente razonables; por sí mismos no tienen demasiada razón de imponerse, pero como han sido aceptados por todos, suprimen el miedo y hacen que los gobernados no duden de su obligación de obedecer; podría decirse, pues, que más que un valor racional o jurídico poseen una virtud mágica. Y Max Weber ha explicado perfectamente este aspecto sociológico de la ineludibilidad de la legitimidad por el hecho, cargado de significación axiológica, de la auto-justificación. «El hecho de que el fundamento de la legitimidad no sea una mera cuestión de especulación teórica o filosófica, sino que da origen a diferencias reales entre las distintas estructuras empíricas de las formas de dominación, se debe a este otro hecho general inherente a toda forma de dominación e inclusive a toda probabilidad en la vida: la autojustificación. La más sencilla observación muestra que en todos los contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación económica o social como en cualquier otro respecto. y por evidente que sea el motivo puramente accidental de la diferencia, el que está mejor situado siente la urgente necesidad de considerar como legítima su posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado de un mérito y la ajena como producto de una culpa... La subsistencia de toda dominación, en el sentido técnico que damos aquí a este vocablo, se manifiesta del modo más preciso mediante la auto-justificación que apela a principios de legitimidad».

    La escisión entre las ideas de legalidad y legitimidad es un pro, dueto típico de lo que llamaba Gil Robles el «Derecho nuevo», o sea, el liberalismo. Muy concretamente, como recuerda Carl Schmitt, su origen se encuentra en la Francia monárquica de la Restauración, a partir de 1815, en la que se manifiesta de modo agudo la oposición entre la legitimidad histórica de la dinastía restaurada y la legalidad del Código napoleónico todavía vigente. De esta antítesis fue vocero consciente Lammenais y antes de la Revolución de 1848 se decía aquello de que la légalité, la legalidad mata; y, más tarde, Luis Napoleón hablaba de sortir de la légalité pour rentrer dans le Droit; en general, para el pensamiento revolucionario y liberal, la legalidad era la expresión del progreso y de la civilización, frente a la barbarie y el paternalismo de los regímenes despóticos. Eso también es lo que la legalidad  representaba para el liberalismo español  cuando  por  boca  del  señor  Cortina, interpretado por Donoso Cortés, condensaba sus  principios  en esto: «en la política  interior, la legalidad; todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la legalidad en todas ocasiones», a lo que el gran tribuno que creía  «que  las  leyes  se  han  hecho  para  las  sociedades y no las sociedades para las leyes, contestaba en famoso discurso, afirmando la primacía de  la  sociedad,  que  «cuando  la  legalidad basta para salvar a la sociedad. la legalidad; cuando no basta, la dictadura», con lo cual apuntaba a un nuevo principio de legitimidad distinto del monárquico, que para él podía considerarse periclitado, al menos en su eficacia sociológica, al pronunciar las conocidas  palabras:  "La  monarquía  de  derecho  divino  concluyó con Luis XVI en un cadalso;  la  monarquía  de  la  gloria  concluyó con Napoleón en una isla; la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro, y  con  Luis Felipe ha  concluido  la  última  de todas las monarquías posibles: la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentabilísimo espectáculo el de una institución antiquísima, venerabilísima, gloriosísima, a quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, ni la gloria!».

    Conviene señalar la importancia decisiva que este ambiente ha tenido en el desenvolvimiento de la ciencia jurídica moderna. El Derecho objeto de la ciencia jurídica moderna ha sido el Derecho positivo bajo especie normativa. La concepción normativa de la ciencia jurídica ha nacido de la desvalorización de la ciencia tradicional y la disolución de la dogmática jurídica en técnica del Derecho: pues la dogmática había absorbido los valores del yus-naturalismo mundanizados por la ciencia, pero en virtud de la dignidad filosófica a ésta conferida, el estudio de las leyes se resolvió en estudio del Derecho. El racionalismo formal y constructivo del pensamiento jurídico moderno, cargado a veces de sombríos tintes ius-naturalistas, realizó, sin embargo, en gran parte el programa del Derecho natural. Si de un lado la parte general del Derecho de obligaciones y de todo el Derecho civil eran amplias generalizaciones de conceptos jurídicos provenientes de la romanística, estos conceptos habían sido admitidos también por el Derecho natural. Y lo que habían reconocido Bekker y, con ánimo polémico, Bergbohm, o sea la gran influencia del Derecho natural sobre la Escuela histórica, se comprueba en esta supervivencia de los tratados yus-naturalistas del siglo XVIII en la moderna ciencia jurídica dogmática que trabaja sobre conceptos del Derecho romano. Esta supervivencia del Derecho natural es lo que ha dado alguna justificación y legitimidad al positivismo jurídico.  Este ha sido antes una actitud de fe dogmática que una doctrina filosófica crítica. La ciencia jurídica volvió a ser dogmática porque el legislador apareció investido de una justificación ideal. El Código de Napoleón usufructuó el prestigio imperial de que otrora disfrutara el Corpus iuris. En general, la ley positiva era aceptada en su positividad porque se la presuponía dotada de intrínseca. racionalidad. Frases que todavía hoy se usan en el lenguaje corriente, como la exigencia de una «libertad dentro de la ley», expresarían una banalidad tautológica (libertad para hacer lo que no se prohíbe hacer) si no se las refiere a esta situación histórica en que se presupone, de modo explícito o implícito, una armonía preestablecida entre la racionalidad y la justicia, de un lado, y la ley, de otro.

    De ese modo, la ciencia jurídica positivista, en la medida en que oculta rescoldos de Derecho natural. disuelve la legitimidad en legalidad, porque cree en la legitimidad inmanente de la legalidad.

    El legalismo en la ciencia jurídica celebra su apoteosis con el hecho de la codificación. Esta representa el triunfo y la culminación del movimiento legalista. En el Código se expresan al máximo las condiciones formales de racionalidad y logicidad que se presuponen en la ley. Pero esto impone a los juristas una actitud que, por exceso de legalismo, cae en lo puramente exegético.  Por eso ya Savigny había pensado que la obra codificadora habría de representar hasta cierto punto un descenso de la actividad científica de los juristas, porque el Código, culminación del intelectualismo jurídico, implica fatalmente un colapso de la fecundidad jurídica creadora y un predominio de la exégesis al margen de toda preocupación verdaderamente científica.

    Ahora bien, cuando se arrumban los supuestos ideales en los que se apoya la fe en la legalidad, cuando se apagan los últimos rescoldos que. inadvertidamente se alojaban en la entraña del positivismo jurídico, la legalidad se convierte en un puro formalismo. Es una legalidad vacía, bajo la que se encubre la más variada y a veces averiada mercancía. El fenómeno de la «legislación motorizada», estudiado por Carl Schmitt, complica aún más las cosas, porque materias fundamentales que tradicionalmente eran objeto de legislación formal -y en el  Estado de  Derecho  tenían que serlo- son hoy objeto de «medidas» de organismos burocráticos dotados de poder irresistible y, de hecho, en la práctica política y constitucional, la distinción entre ley y medida aparece prácticamente borrada y, de otra parre, es menester suplantar o contrarrestar el principio de legalidad por otros principios de legitimidad por razón de materia, de supremacía o de necesidad (dicta, dura del Jefe del Estado prevista en la Constitución, legitimación plebiscitaria, etc.).

    Y de otro lado, los juristas han ido paulatinamente abandonando su fe en la legitimación inmanente de la legalidad, y su actitud se ha orientado unilateralmente a atenerse sólo a la legalidad. Surge así -dice Schmitt- la contraposición típica entre lo «constituyente» y lo «constituido», entre el ordo ordinans y el ordo ordinatus, entre el pouvoir constituant y el pouvoir constitué. Los juristas del Derecho positivo, esto es, constituido y estatuido, se han acostumbrado a tener en cuenta solamente este orden existente y los hechos que dentro de él acontecen, o sea el ámbito de lo ya constituido, y en particular el sistema de una legalidad estatal determinada. En consecuencia, rechazan como metajurídica la consideración de todos los acontecimientos que sirven para fundar y constituir ese orden y ese sistema. Refieren la legalidad a la constitución o a la voluntad del Estado construido como persona. Pero la cuestión de dónde proviene esta constitución, de cómo nace este Estado, la rechazan como puros «hechos» que escapan a la consideración del jurista. En tiempos de seguridad aproblemática, esto tiene cierto sentido práctico, sobre todo si se piensa que la moderna legalidad constituye, ante todo, el modo de funcionamiento de la burocracia estatal: pues ésta no se interesa por el derecho de su origen, sino tan sólo por la ley de su funcionamiento. Y, en efecto, la concepción jurídica continental ha conducido a una concepción de la legalidad en la que ésta viene a significar el método de trabajo y funcionamiento de las diversas autoridades, dentro de un Estado moderno industrializado, super-organizado y altamente especializado. El modo de resolver los negocios, las costumbres y rutinas de los funcionarios, el funcionamiento previsible, la preocupación por mantener esta forma de existencia y la necesidad de cubrirse frente a toda responsabilidad, son cosas que pertenecen al complejo de una legalidad concebida al modo burocrático y funcional. Este concepto de legalidad no será fácilmente entendido en Inglaterra, pero es perfectamente aplicable a países como Alemania, Francia, Italia o España.

    El Derecho se configura como un sistema de legalidad porque la unidad del ordenamiento jurídico se basa en la existencia de una norma fundamental de la cual son una derivación todas las restantes normas; es, pues, el ordenamiento jurídico un sistema de «delegaciones de procedimientos», como explica Kelsen al hacer suya la doctrina de Merkl sobre la construcción escalonada del Derecho. En este sistema se regulan los procedimientos que aseguran la regularidad de la creación de las normas.  Toda regularidad, incluso la que obedece a exigencias de contenido, se reduce según Kelsen a una regularidad formal, esto es, referida al procedimiento de producción de la norma -que es, al propio tiempo-, aplicación de una norma superior. Sin embargo, hay normas creadas irregularmente: leyes anticonstitucionales, reglamentos o decretos ilegales. ¿Qué ocurre con tales normas? Para Kelsen, puesto que ca, recen de validez, son la «nada jurídica», son inexistentes desde el punto de vista jurídico [22]. Sin embargo, hay esas normas, las cuales poseen validez al menos provisional. El mismo Kelsen, haciéndose cargo de este hecho, explica que si existe una ley inconstitucional es porque la Constitución admite que conserve su validez por lo menos mientras no sea anulada por un Tribunal constitucional. Si falta este organismo, todo lo que el órgano legislativa considere ley tendrá que ser aceptado como tal en el sentido que la Constitución da a la palabra; y entonces ninguna ley será inconstitucional. «Los preceptos de la Constitución relativos al procedimiento legislativo y al contenido de las leyes futuras, no significan que las leyes puedan ser creadas únicamente en la forma y con el alcance señalados por la Constitución. Esta faculta al legislador a crear leyes en otra forma, y también con otro contenido... Así como los Tribunales pueden estar autorizados, en ciertas circunstancias, a no aplicar el Derecho legislado o consuetudinario existente, sino actuar como legisladores y crear nuevo Derecho, del mismo modo el legislador ordinario puede encontrarse facultado en ciertas circunstancias a proceder como legislador constitucional... El legislador está facultado por la Constitución, bien para aplicar las normas establecidas directamente en la Constitución misma, bien para aplicar otras, sobre las que él mismo puede decidir. De otro modo, una ley cuya creación o contenido no correspondiesen a las prescripciones directamente establecidas en la Constitución no podría ser considerada válida [23]. El amplio formalismo kelseniano acoge de este modo lo que en rigor constituye una fuerte  limitación  a  la  idea  de  la  legalidad:  pues  la  Constitución no tiene interés en someter a control la regularidad del proceso  creador de las leyes cuando hay un fuerte interés político en reconocer la libertad del legislador, mientras que  cuando se ha  logrado un equilibrio duradero por medio de una institucionalización vigorosa, el interés  recae, por el contrario, en precaverse  contra las desviaciones que se oponen a un· sistema de continuidad y favorecen las tendencias del poder hacia la arbitrariedad [24]. Es típico a este efecto lo acontecido en España con la creación del Tribuna I de Garantías constitucionales en la época de la República. La actuación jurisdiccional del mismo fue pensada pro futuro y de una manera expresa quedaron exceptuadas de sus posibilidades de revisión las leyes dictadas con anterioridad por las Cortes Constituyentes. Teniendo en cuenta que las leyes no tienen, de ordinario, efecto retroactivo y, caso de tenerlo, es con carácter  excepcional y objeto de una especial  mención,  parecería innecesario decir que la ley sobre el Tribunal Constitucional no tenía tal efecto retroactivo; el  decirlo implica, pues, un interés político en excluir de la revisión a unas leyes determinadas, precisamente porque se tenía la conciencia de que pudieran ser declaradas  inconstitucionales: con lo cual, ipso facto, quedaron convertidas en leyes constitucionales que, de hecho, alteraron en parte la letra y el espíritu de la Constitución, o al menos. acentuaron ciertos rasgos sectarios y discriminatorios contenidos en la misma [25]. [Por lo demás, esta limitación política de la legalidad parece un hecho irremediable, radicado en la naturaleza misma de las cosas, y a ello obedece el carácter necesariamente problemático de la «Justicia constitucional», puesto de relieve en la  clásica discusión  entre  Kelsen  y Schmitt acerca del problema del «defensor de la constitución», y que todavía se patentiza en las discusiones  sobre  el actual  Tribunal constitucional establecido por la Ley  fundamental  de  Bonn,  pues sin perjuicio de reconocerse unánimemente el carácter jurisdiccional de la institución; se reconoce igualmente la  naturaleza política de los asuntos sometidos a su decisión  y se discute acerca del alcance que este elemento político posee en relación con el modo de actuar del Tribunal.

    Ahora bien, todo esto pertenece al aspecto puramente formal de la legalidad, pero no satisface por sí solo a todo lo que la con, ciencia jurídica occidental exige y espera de la proclamación del principio de legalidad. La legitimidad y legitimación de las normas no trasciende ahí de la que le confiere la legalidad en cuanto auto-justificada, esto es, basada en sí misma. ¿Pero en qué instancia se legitima esta legalidad? ¿Requiere ésta, además de una estructura formal, la aceptación de determinados principios y contenidos que la legitimen y cuya aceptación por el pensamiento y la realidad jurídica occidental es lo que da un sentido a la legalidad y lo que constituye una base para entenderse con otros pensamientos y otros sistemas jurídicos que hablan también de legalidad? Pensamos, por ejemplo, en el régimen soviético y en las «democracias populares» que, indudablemente, poseen también su propia legalidad. ¿Pero se entiende ahí por «legalidad» exactamente lo mismo que entendemos los juristas occidentales?

    Sabido es el carácter puramente instrumental que Lenin y el marxismo atribuyen a la legalidad, de la cual se sirven -tanto, como en caso necesario, de la subversión- como instrumento de lucha. Pero, como ha subrayado el profesor John N. Hazard], después de la muerte de Stalin, la lectura de las revistas jurídicas rusas parece indicar que los juristas soviéticos no ven inconveniente en aceptar en su sistema principios que los juristas occidentales consideran esenciales al procedimiento de legalidad.  Los autores soviéticos, en efecto, están también de acuerdo con lo que los miembros de la Asociación internacional de ciencia jurídica consideran esencial a la legalidad, a saber, que es deseable que el gobierno no pueda perturbar a los ciudadanos más que de con, formidad con una ley general anterior, y que no pueda el gobierno emplear la fuerza o sanciones contra un ciudadano, incluso si es infractor de esa ley, más que siguiendo un procedimiento justo y organizado. Además, los autores soviéticos parecen también con, formes con sus colegas occidentales en el hecho de que deban existir instituciones por medio de las cuales puedan establecerse los elementos materiales y procesales. Ahora bien, el aspecto de garantía procesal no pasa de ser un formalismo, necesario pero insuficiente. Para Hazard la noción de legalidad implica también el elemento material de los derechos humanos edificados sobre el concepto de la dignidad del hombre, ya en el sentido del cristianismo, ya en el sentido racionalista y liberal. Estos derechos son a menudo desconocidos y negados en Occidente, pero aun sus negadores sienten la necesidad de justificarse y de apelar como excusa de su actuación a otros principios superiores de orden humano. Pero el problema está en que este concepto de la dignidad del individuo no existe en el marxismo. Cierto que a menudo se ha expresado en Rusia un gran interés por el individuo, pero cierto también que no se ve en él más que una unidad de producción y que su dignidad no es más que la dignidad de la máquina. Esto y, sobre todo, la estructura misma del régimen político ruso, basado en un dogmatismo absoluto, en la unidad absoluta e irresistible del poder y en la supremacía de este poder político concentrado al máximo sobre todas las manifestaciones de la vida espiritual, incluido el pensamiento jurídico, dificulta que la noción de legalidad, tal como el Occidente la acepta. tenga allí una real acogida. Y por eso, aun en países de marxismo mitigado corno Yugoeslavia, no se atribuye a la legalidad -en su forma de control constitucional de la legislación- otra función que la de ser un instrumento de la transformación de la sociedad en sentido socialista.

    Se plantea así el problema de la «legitimidad de la legalidad», Es evidente que, en cierto plano, cabe conformarse con señalar que el principio de legalidad consiste en «atenerse a la regla de Derecho dictada por las autoridades competentes», pero a condición de que la regla de Derecho cumpla su función de hacer que «las prerrogativas que todo ser humano merece por el hecho de serlo se vean protegidas». Quiere decirse con esto que no basta que un determinado sistema de legalidad posea "autojustificación» -pues ninguno carece de ella-, sino justificación «objetiva», esto es, válida no sólo para él, sino para los demás. Aquí hay una dificultad que radica en la justificabilidad de ese criterio ajeno. Se puede tener razón frente a los demás y aunque los demás no la reconozcan. ¿Cabe afirmar orgullosamente un determinado principio justificativo como único válido, sobre todo si ese principio tiene un «lastre histórico» que le impide reconocerlo como absoluto? De ese modo la cuestión se desplaza al plano del Derecho natural, el cual no puede servir para dogmatizar un sistema positivo determinado, excluyendo la validez de los demás. El Derecho natural permite mucho juego al Derecho positivo, y éste puede invocarlo desde perspectivas muy diversas y basarse en principios, incluso de apariencia antagónica, pero igualmente justificados. Sin embargo, habrá siempre un límite: que se reconozca y acoja lo que siempre y en toda y cualquier circunstancia tiene que valer como de Derecho natural, y esto son precisamente los derechos naturales del hombre.

    Es verdad que éstos no se agotan en una lista que ha podido ser formulada al calor de una circunstancia histórica concreta, y tampoco el modo de su realización o protección se limita a los modos o técnicas condicionados por esa situación. En determinadas circunstancias, por ejemplo, convendrá cargar el acento más sobre exigencias comunitarias que individualistas y resaltar la importancia del "bien común».  Pero precisamente en nuestra situación se hace patente la necesidad de reafirmar los valores de la persona, sin vincularlos unilateralmente a las concepciones del «clásica» individualismo [32], sino ampliándolos en sentido social. Ahora bien, no debe olvidarse en ningún caso que los derechos «sociales» son también derechos del individuo humano que de hecho no han sido suficientemente protegidos en la estructura de la sociedad burguesa en régimen jurídico de capitalismo liberal.

    Esto implica la inserción de la legalidad en un orden superior iusnaturalista, realizado en la Constitución, pero por ésta reconocido como trascendente, y de ahí la posibilidad de hablar no ya sólo de inconstitucionalidad, sino de «anti-iusnaturalidad» de una disposición legal, como respecto de la Ley fundamental de Bonn se ha afirmado por alguno de sus intérpretes.

    De esta manera, la legalidad responde a su razón fundamental e histórica de ser, la que le confiere verdadera legitimación: ser la forma y condición sine qua non de realizar los valores  de  la  persona humana, principalmente el respeto a la misma mediante la instauración de un arden seguro y estable que permita a todos «saber a qué atenerse» y que  delimite  con  precisión  las esferas de lo posible, lo lícito y lo obligatorio del  obrar, y justo en  cuanto que dé a la comunidad y al individuo lo suyo, esto es, los derechos  que por naturaleza le competen y la esfera de libertad  conveniente a su dignidad.

    En este último sentido, el principio de legalidad tiene una permanente y renovada función práctica que cumplir, cuya realización puede servirle de principio activo de legitimación:  contribuir a la libertad real del hombre emancipándole de la presión del Estado omnipotente, pero también de las fuerzas sociales más poderosas que el mismo Estado cuando éste, frente a ellas, recae en un inexplicable laisser faire. La   acentuación unilateral de ciertas libertades puede ayudar a olvidar cómo bajo aspectos muy concretos la libertad real del hombre se ve cada vez más entorpecida y recortada, con independencia de la ideología propia del régimen político. El poder de los organismos burocráticos estatales crece sin cesar y es perfectamente posible pensar, por ejemplo, que una disposición o medida de un organismo rector de los servicios de abastos en una época de racionamiento puede significar de hecho, frente a un individuo determinado que no cumpla ciertos «requisitos», el disponer de su derecho a la vida. Otras veces son las empresas monopolísticas de servicios públicos las que ejercen -en formas jurídicas perfectamente conocidas- una auténtica   dicta, dura sobre el sector vital que rigen, que en la vida moderna puede revestir una importancia decisiva, pero dictadura insoportable cuando en su base hay esa concepción que Julián Marías ha llamado "vida como desprecio» y falta su consideración como ures, peto». Frente a todo esto, el principio de legalidad no puede agotarse en un estático formalismo; es, por el contrario, un principio activo y dinámico que en cada circunstancia concreta ha de legitimarse, recobrando e imponiendo la primacía de la norma general de la ley sobre el complejo y profuso sistema de disposiciones y medidas que usurpan su tradicional y esencial función de ser la definidora de la libertad y el derecho de cada uno.

    Fuente: dialnet.unirioja.es