Roberto Rosino Calle
El pasado día 17 de septiembre, el Consejo de Ministros de España presentó el Plan de Acción por la Democracia, que incluye una serie de medidas dirigidas, según el Gobierno, a garantizar una información de calidad que refuerce la limpieza del sistema político. Pero el problema de la desinformación tiene muchas aristas, y más “culpables” de lo que pudiera parecer.
El proyecto del gobierno español se enmarca en un contexto de creciente preocupación por parte de las democracias occidentales a resultas de éxitos electorales inesperados, tales como la victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016, o la de Agrupación Nacional en Francia hace apenas unos meses.
En general, la justificación del auge experimentado por este tipo de programas políticos suele ligarse al concepto de desinformación, con el telón de fondo del tsunami digital en que nos hallamos inmersos. Se podría aducir que internet no es responsable de las malas artes en la política, pero sin sus capacidades técnicas sería difícil imaginar que la generación y difusión de informaciones falsas prácticamente inidentificables llegase a amenazar el futuro de nuestras democracias.
La gravedad del asunto reclama una valoración adecuada de la entidad y naturaleza del problema. Conviene distinguir entre las campañas de desinformación propiamente dicha (bulos difundidos maliciosamente para engañar a los ciudadanos) y la mala información (noticias imprecisas o con enfoques sensacionalistas sin ánimo doloso). Unas y otras alteran la opinión pública, y por tanto pueden llegar a desestabilizar la vida política de un país.
¿Votamos mejor cuando disponemos de más información?
Una primera pregunta, muy directa, que podemos hacernos es la siguiente: ¿Qué importancia tiene la información –y por extensión la desinformación– a la hora de votar?
Como es lógico, esta cuestión ha sido tema recurrente de estudio para los politólogos y sociólogos del último siglo. De ahí que una mejor comprensión del impacto electoral de la desinformación requiera que presentemos, a vuelapluma, las principales teorías sobre la relación entre información y voto.
Distintos autores han relativizado la importancia que tiene la información (o la desinformación) a la hora de orientar el voto
Un buen punto de partida es la tesis de Paul Felix Lazarsfeld. Este sociólogo, de origen austriaco, atribuyó a la información un papel residual en la toma de decisiones por parte de los votantes; al menos en comparación con ciertos factores sociales y demográficos, tales como la clase social, la religión o el lugar de residencia. Ciertamente, su tesis está ligada al contexto comunicativo de los años 40 del siglo pasado: el escaso impacto de la información se explicaría, en parte, por la ineficiencia de los medios de la época para influir directamente en el electorado. En cualquier caso, según Lazarsfeld, lo que condiciona la decisión de voto no es la información en sí, sino la lectura que de la misma realiza un líder de opinión al que otorgamos cierta ascendencia sobre nosotros.
A la importancia del medio, Anthony Downs añade la propia de la actitud del individuo. Lo hace al enunciar la “paradoja del votante racional”, que podemos resumir de esta forma: un ciudadano interesado en obtener la mejor información para decidir su voto debería hacer un gran esfuerzo. Como la posibilidad de que su voto resulte determinante para dilucidar el ganador será la misma que si no hubiera hecho ese sobreesfuerzo, lo más probable es que el elector rechace tal sacrificio y tome su decisión con la información que obtiene de su día a día. Así pues, la paradoja pone en cuestión la idea de que una información más precisa conduciría inexorablemente a una mejor toma de decisiones. Habría que tener en cuenta, además, condicionantes como la facilidad de acceso a la misma, su grado de complejidad y, en todo caso, el interés del individuo.
Finalmente, autores como Samuel L. Popkin y Toke Aidt han avanzado hacia una posición intermedia entre los enfoques sociológico y económico. Lo hacen en el contexto de la sociedad de la información que marca el tránsito hacia el nuevo milenio. Según Popkin, la información que recibimos en nuestro día a día provoca que desarrollemos simpatías o antipatías –narrativas– sobre líderes informativos o políticos, o sobre ciertos temas. Una vez llamados a las urnas, la campaña electoral ordena los asuntos más relevantes para la votación y refuerza nuestra conexión con un determinado candidato. Nuestra decisión de voto surge de este proceso, al que Aidt añade la incidencia de la interacción social: los argumentos y opiniones de las personas con quienes interactuamos. La moraleja de estas aportaciones puede cifrarse en el carácter irracional del sentido del voto, en cuanto que es imposible explicar de forma exacta y objetiva las razones del mismo.
Las redes y el efecto a medio plazo
Todas estas teorías apuntan hacia una hipótesis: no existe una relación directa y proporcional entre las campañas de desinformación y la intención de voto porque, en buena medida, esta decisión depende de una narrativa creada por el propio individuo. La desinformación es muy efectiva en el corto plazo, pero no alterará el voto futuro salvo que el destinatario integre la mentira en su relato.
Tanto las campañas de desinformación como la mala praxis comunicativa perjudican la formación de una sana opinión pública
No obstante, que la mayor amenaza de las campañas de bulos esté condicionada a la previsión de una cita electoral inminente supone solo un alivio relativo. La desinformación es un riesgo para la democracia. Pero seguramente lo sea menos que la mala información. Recordemos que los relatos que sirven de base a nuestras decisiones de voto se alimentan de informaciones adquiridas en la vida cotidiana, lo que confiere un importante protagonismo al entorno en que éstas se desarrollan.
En este sentido, las redes sociales desempeñan un papel crucial en este fenómeno. La inmersión digital ha hecho que buena parte de los ciudadanos (y especialmente, los más jóvenes) empleen estas plataformas como vehículo más habitual para acceder a la información y comunicarse con los demás. Esto quiere decir que para crear sus relatos políticos disponen de un número menor de fuentes que en generaciones pasadas. Las redes exacerban el fenómeno de la “espiral del silencio” y las “burbujas de opinión”: en las comunidades digitales es infrecuente la existencia prolongada de voces discordantes.
El papel de los medios tradicionales
No obstante, las redes sociales no explican todo el fenómeno. En la generalización de la mala información influye mucho la difusión viral de contenidos creados por cabeceras tradicionales. Los consumidores de información política en internet están expuestos a noticias virales, esto es, informaciones que, por su interés o su forma de presentación, son compartidas de manera masiva y casi impulsiva por los usuarios. En el ámbito político, buena parte de estos contenidos consisten en noticias de poca calidad pero publicadas en algún medio digital que nos suscita suficiente credibilidad.
Nuestra negligencia como lectores y la deriva mercantilista de los medios suponen amenazas mayores que los bulos
Así, debemos orientar la mirada hacia una mala praxis periodística cada vez más extendida y que deriva, en gran medida, de un problema económico. Buena parte de la prensa digital ha optado por un modelo de negocio financiado por la publicidad externa y la comercialización de datos de los usuarios (las conocidas cookies). Esta decisión empresarial constituye una verdadera amenaza latente para la democracia.
En nuestros días, la supervivencia de muchos medios depende en buena medida de conseguir que los lectores accedan y permanezcan en el sitio web el tiempo suficiente para generar los ansiados ingresos. De ahí el éxito del clickbait, o, lo que es lo mismo, el empleo de titulares incompletos o inexactos que capten la atención.
Esa mala praxis es especialmente insidiosa. Por supuesto, no comparte el ánimo doloso de la desinformación: no miente sobre los contenidos de la noticia, ni busca condicionar nuestro voto. Sus motivos son puramente mercantiles. Además, nos hace partícipes inconscientes de los daños causados. Es el usuario y no el medio, quien comparte la noticia hasta hacerla viral.
La viralización de la mala información es un fenómeno esencialmente instintivo. Se ha comprobado que disponemos de una capacidad de atención cada vez más limitada, por lo que habitualmente no leemos íntegramente las noticias que recibimos, contentándonos con el titular y la entradilla que lo acompaña. Esta exigua información basta para inferir un significado mediatizado por la confianza que nos merece la fuente, nuestra propia opinión y la comunidad con la que interactuamos. Nuestra primera reacción ante una información resulta determinante a la hora de decidir compartirla con nuestra comunidad. El clickbait saca partido de la combinación de nuestra falta de atención y la interacción impulsiva propia de las redes sociales.
Dos retos para el futuro
Llegados a este punto, podemos destacar dos conclusiones. La primera es que el mayor riesgo para la democracia actual proviene de la interrelación entre una lógica mercantilista y nuestra propia negligencia en el consumo de información. Al menos en la actualidad. De cara a las siguientes generaciones, el reto será poner fin al aislamiento informativo que la configuración actual de las redes sociales está promoviendo.
La segunda conclusión es que, si es cierto –como decía Régis Debray– que cada mediosfera (escritura manual, imprenta o predominio de lo digital y de la imagen) conforma un tipo concreto de ethos político, deberíamos preguntarnos si la nuestra, marcada por la omnipresencia de las redes sociales, es idónea para crear una opinión pública saludable. Esto es más importante que protegernos frente a las puntuales campañas de desinformación que puedan aparecer.
Fuente: aceprensa.com