10/15/24

Id e invitad a todos al banquete

Antonio Moreno

Por nuestro bautismo, todos somos misioneros, criados enviados a los cruces de los caminos a llamar a la gente al banquete.

¿Cree que el mundo está muy mal, que en la sociedad se han perdido la fe y las buenas costumbres, que el vaciamiento de las iglesias es irremediable y que no se puede hacer nada para revertir esta tendencia? Pues, si piensa así, a lo mejor el problema es usted.

Y es que no podemos echar toda la culpa a los demás. Tenemos que hacer autocrítica y preguntarnos por qué, si la vida de fe vale la pena, la mayoría de nuestros vecinos ha dejado de practicarla.

Este domingo celebramos la Jornada Mundial de las Misiones, el popular Domund, y Obras Misionales Pontificias nos propone como lema una de las frases de la parábola del banquete nupcial, cuando el rey, después de tener todo preparado para recibir a los invitados, y ante el rechazo de estos a asistir, manda a sus criados a ir a los cruces de los caminos a invitar a todos los que encuentren. Estos obedecieron y reunieron a todos los que encontraron, «malos y buenos», dice el texto.

La Iglesia como banquete de bodas

La primera imagen que nos puede ayudar en esta reflexión es la de la Iglesia como un banquete de bodas. Un convite es una fiesta, un momento en el que la familia se reúne para celebrar el amor de los esposos y vivir la fraternidad con la familia. Por eso predomina la alegría que expresamos con nuestra forma de vestir, con una comida y bebida especial, con música, baile, regalos…

¿En qué medida nuestra Iglesia es una fiesta de familia? ¿En qué medida mi parroquia, mi movimiento, mi comunidad es un lugar donde uno puede sentirse parte de una familia que está celebrando un banquete? ¿En qué medida yo mismo, como miembro de la Iglesia y por tanto representante de ella, soy música y vino para los que me rodean? ¿Es mi vida, a través de mi vocación concreta como matrimonio, sacerdote, consagrado, soltero, etc., reflejo de un festín? La queja continua, la desesperanza hacia el futuro, la crítica a los que no llegan a ser perfectos, la prioridad por lo formal frente a lo vivencial de la fe, nuestro fariseísmo en definitiva, es lo que chirría a muchos de los que nos miran.

Por nuestro bautismo, todos somos misioneros, criados enviados a los cruces de los caminos a llamar a la gente al banquete, pues se supone que Dios da alegría y sentido a nuestra vida; pero muchos en vez de en atraerlos, nos empeñamos en ahuyentarlos con nuestra actitud pesimista o nuestra incoherencia entre lo que predicamos y lo que vivimos.

La alegría de la misión

Si hay algo que destaca en los misioneros que estos días en torno al Domund ofrecen su testimonio en parroquias, colegios y medios de comunicación es la profunda alegría que transmiten. En ellos siempre he visto un brillo especial de ojos; ese que, en las bodas, se ve en los novios, en los padrinos, en los abuelos, en los hermanos y amigos más íntimos de los contrayentes. Un brillo que habla del gozo que hay en su corazón y que quieren compartir con todos los que los rodean.

En esta fiesta de Santa Teresa de Jesús, otra misionera incansable, andariega fundadora de conventos hasta donde las fuerzas le permitieron, podemos aprender de su enseñanza. Ella nos enseña a no quedarnos paralizados en tiempos recios como los que –igual que a ella en su día– nos han tocado vivir. Su «nada te turbe, nada te espante» nos aparta de la tentación del derrotismo, de la desilusión, de la desesperanza en la que podemos caer cuando vemos al mal hacer estragos a nuestro alrededor. Porque Dios no se ha apartado de su pueblo y aunque caminemos por cañadas oscuras, su vara y su callado nos sostienen.

Ya se acerca el Jubileo de la Esperanza que nos invita precisamente a ser, individual y colectivamente, signos de esperanza para el mundo. Sacudámonos pues el polvo de la depresión y los malos presagios, y vayamos a los cruces de los caminos a invitar a todos, todos, todos. Confiemos en la esperanza que no defrauda, porque la paciencia todo lo alcanza.

Fuente: omnesmag,com