10/25/24

Rémi Brague: «Tras el humanismo. La imagen cristiana del hombre»

Escrito por Redacción de nuevarevista


El ser humano siempre se nos escapa, no como un fluido que cabe en cualquier molde que se nos antoje, sino como un misterio que se nos confía

Rémi Brague (París, 1947). Profesor emérito de Filosofía medieval, árabe y judía en la Universidad de la Sorbona y en la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich, donde ocupó la cátedra Romano Guardini. Miembro del Institute de France, ha recibido, entre otras distinciones, los premios Josef Pieper y Ratzinger. Autor, entre otras obras, de A dónde va la HistoriaEuropa, la vía romana y El reino del hombre.

Fabrice Hadjadj (Nanterre, Francia, 1971) Filósofo, escritor y autor teatral. Director del Instituto Philanthropos (Friburgo). Recibió el Premio Lustiger de la Academia Francesa en 2020. Autor, entre otros ensayos, de La fe de los demoniosLa profundidad de los sexos y Tenga usted éxito en su muerte.

Avance

Atravesamos una crisis del humanismo. El término está casi obsoleto. Su dificultad para respirar no proviene de discursos despectivos hacia el hombre, no nos equivoquemos. Es a través de «la compasión» como este nuevo humanismo, vaciado ya de sustancia, se extiende como un cáncer. Al querer ser mejor humano, solo humano, demasiado humano, el hombre moderno genera quimeras.

El nuevo hombre soñado por los regímenes fascistas o soviéticos era un anticipo del hombre aumentado con el que sueñan los transhumanistas; de la misma manera, el Untermensch (infrahumano como llamaban los nazis a los no arios) encuentra hoy sus avatares en una muchedumbre que no se ajusta al proyecto deseado para la humanidad. La tentación de definir al hombre a partir de sí mismo lo relega a una condición inferior. Solo una imagen del hombre que lo salva impide esta división idólatra. ¿Por qué?

Antes era habitual contraponer «un humanismo ateo» a un «humanismo cristiano». Cabe deducir que la fe cristiana está en condiciones de responder a la crisis contemporánea del humanismo y de proporcionar al hombre moderno o posmoderno una mejor comprensión de sí mismo. Pero ¿de qué manera? ¿El hecho de que Dios se haya hecho hombre implica que el cristianismo se convierta en humanismo?

En todo caso, antes de abordar esta cuestión debemos plantearnos algunas otras. ¿Cuál es el estado actual del humanismo como tal? ¿Por qué está en crisis? ¿Merece la pena salvarlo?

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Tras el humanismo. La imagen cristiana del hombre es un libro claro, breve y, sin embargo, aparentemente doble. Contiene una crítica filosófica e histórica muy rigurosa de la antropología, y un pequeño, pero muy importante, análisis de la imagen cristiana del hombre.

Es el «genio del cristianismo», por así decirlo, de un fervor discreto.1 No se trata tanto de que el crítico se transforme subrepticiamente en apologista. Es que el pensador, consciente de las fuentes de su pensamiento, se vuelve agradecido. Heidegger lo resumió en esta paronimia: denken ist danken («pensar es dar las gracias»). Rémi Brague lo hace de forma muy concreta. En su escrito no hay actitud defensiva, sino un ejercicio de gratitud que nace directamente de cuestionarse clarividentemente el patrimonio que lo hace posible y las promesas que lo guían. El autor sabe que Logos es también el nombre del Hijo.

Sin entrar en los detalles de esta lectura, me gustaría llamar la atención sobre tres de sus propuestas más firmes. La primera suena como un órdago a toda la empresa filosófica: cuando se trata del hombre, la palabra «concepto» es menos pertinente que la palabra «imagen». Esta última, aunque menos rigurosa, compensa esta debilidad con un mayor poder para estimular la imaginación y despertar la voluntad de actuar, pero, sobre todo, «hablagl» por sí misma. Es imposible no pensar en el «rostro» de Lévinas, que no se deja ver, sino escuchar, y toma él mismo la iniciativa de su propia revelación.

Esta rehabilitación de lo imaginario debe escucharse, por supuesto, con oído bíblico. En este sentido, el concepto es nuestro, pero la imagen procede de Dios. No se trata de algo relativo al nombre, sino de alguien que se dirige a nosotros. Y es menos una cuestión de comprender lo humano que de seguir al Hijo del Hombre. El universalismo que pasa por lo singular y que no excluye a nadie como abstracción corre siempre el riesgo de hacerlo.

Pero esta proposición conserva toda su densidad antropológica: si la imagen puede prevalecer sobre el concepto es también porque nuestra inteligencia, que no es en absoluto angélica, esta felizmente comprometida en la carne. Olvidar el cuerpo y lo sensible para reducir al ser humano al alma y a la razón es olvidar lo que somos.

La segunda proposición se refiere a la precedencia del futuro sobre el presente: el hombre está siempre delante y detrás de sí mismo, porque, siendo ya hombre, aún no lo es plenamente. La antropología aparece aquí como escatología: lo que significa ser humano solo se revelará plenamente en la gloria; por el momento, solo nos vemos «como en un espejo, confusamente» (Corintios 13, 12). De acuerdo con este enigma, los más pequeños podrán manifestarse como nuestros santos: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25, 40).

Pero la antropología es también una teleología, y por tanto una ética: el hombre es, pero también debe ser, según una llamada que viene de más arriba de lo que es. Y por eso, esta antropología del futuro es el mejor dique frente al futurismo biotecnológico. Podríamos, de hecho, adoptar una postura arrogante contra los transhumanistas, y decir que el hombre es lo que es, y no puede ser otra cosa. Pero al hacerlo solo opondríamos una definición a un programa, y aún así tendríamos que acoger a los ciborgs como a nuestros hermanos, por muy disminuida que esté su humanidad, del mismo modo que no ofrecemos menos amor a un niño nacido por reproducción asistida, aunque nos opongamos a esta tecnologización del nacimiento.

Lo que Rémi Brague sostiene es que el ser humano siempre se nos escapa, pero no como un fluido que cabe en cualquier molde que se nos antoje, sino como un misterio que se nos confía, y al que debemos rodear con nuestra solicitud.

Me complace especialmente la tercera proposición, porque da el espaldarazo definitivo a lo que a menudo he insistido en mis propios ensayos (a no ser que el discípulo se limite aquí a redescubrir el origen): lo teológico se encuentra con lo biológico; en adelante, será por y para el cuerpo como se defenderá lo más espiritual.

Rémi Brague evoca una cierta inversión de la metafísica que se manifiesta en sus mismos detractores. Ayer se la acusaba de alejarnos de la carne y la naturaleza; hoy se la critica demasiado por defender lo natural y carnal. Los hijos del Altísimo se presentan incluso como adictos al sexo, argumentando que no hay nada mejor para un niño que tener un padre y una madre que lo hayan concebido al calor del abrazo.

En nuestros tiempos extremos, la fórmula de Atanasio de que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera convertirse en dios cristaliza en torno a una de sus consecuencias decisivas: si Dios se hizo hombre fue para salvarlo y, por tanto, también, esencialmente para que el hombre siguiera siendo humano. Frente a las tentaciones de nuestra época —que ya no es una época, como decía Günther Anders, sino una prórroga—, frente a las fantasías de una regresión bestial, de un mejoramiento cibernético, de un fundamentalismo avasallador o, en román paladino, de un suicidio colectivo, la ayuda no puede venir ni del humanismo ni del humanitarismo, en la medida en que pretenden defender al ser humano a partir de una concepción finita y egocéntrica. La imagen cristiana del hombre, por basarse en las promesas de lo Eterno, es la única que aún puede quedar en pie. Hostil a toda desfiguración, sigue siendo hospitalaria con todos los desfigurados.

Al final, la mayor seriedad conduce a la mayor excentricidad. Nuestro centro no está en nosotros mismos, sino en el otro, y ante todo en lo incomprensible, lo que supera incluso la «alta fantasía» (Dante, Paradiso, XXX111, 142). Esto es lo que la basílica de Vézelay, no lejos de la ciudad natal del filósofo, permite que contemplemos: gigantes, enanos, tipos con orejas de elefante, hocico de cerdo o boca de tiburón, todo lo cual, nos dice el escultor, es digno de Pentecostés, atrapado en la red de la antropología divina. A pesar de su admiración por P.G. Wodehouse, y llevando su sentido de lo grotesco hasta lo trascendente, Rémi Brague termina declarando que la verdad sobre el hombre no está en el club, sino en la corte de los milagros.

Fuente: nuevarevista.net

[Versión extractada del prólogo de Fabrice Hadjadj a "Tras el humanismo", de Rémi Brague. (Rialp, 2024, págs. 16-20)].