Domingo 32.º semana del tiempo ordinario
Evangelio (Mc 12, 38-44)
Y en su enseñanza, decía:
—Cuidado con los escribas, a los que les gusta pasear vestidos con largas túnicas y que los saluden en las plazas; los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes. Devoran las casas de las viudas y fingen largas oraciones. Éstos recibirán una condena más severa.
Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as. Llamando a sus discípulos, les dijo:
—En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento.
Comentario al Evangelio
A la entrada del Templo de Jerusalén se encontraba el gazofilacio, palabra de origen griego que significa guarda del tesoro. Este lugar o caja estaba destinado a recibir las limosnas de la gente pudiente y también las del pueblo, para ayudar a sustentar los gastos del culto. Mezclada entre los que aquel día echaban mucho dinero, apareció una mujer que no pasaría desapercibida para la mirada omnisciente y amorosa del Señor.
La situación de las viudas en la antigüedad podía llegar a ser dramática, sobre todo si el difunto marido no había dejado dinero o posesiones. Las mujeres dependían en gran medida del trabajo de los hombres para su propio sustento. De modo que perder al cabeza de familia sumía a muchas de ellas en una pobreza extrema. Y por eso la Escritura exhorta en numerosos lugares a cuidarlas con esmero. Esta mujer del evangelio era precisamente viuda y pobre.
Así se explica la especial alegría de Jesús, “que conoce lo que hay en todos los corazones” (cfr. Jn 2,25), cuando vio cómo ofrecía para los gastos del Templo todo lo que tenía para sobrevivir, aunque fuera muy poco, tan solo dos monedillas de poco valor. Aquella mujer consideró que era más importante el culto rendido a Dios que su propia seguridad o sustento. Por eso es un ejemplo excelso de generosidad que el propio Jesús nos señala.
Junto a la oración y el ayuno, la limosna es una de las acciones más gratas a Dios, cuando se realiza con rectitud de intención y espíritu generoso y desprendido, cuando realmente nos cuesta, porque se trata de algo propio que damos desinteresadamente. “¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —consideraba san Josemaría— Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco o en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des”[1].
Jesús nos invita a fijarnos en el hermoso ejemplo de la viuda pobre, porque esto nos llevará a vivir la lógica del don y no la lógica del egoísmo. Nos llevará, en definitiva, a ser magnánimos con Dios y los demás, como lo fue aquella mujer.
Como decía san Josemaría, magnanimidad significa “ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”[2].
El Señor merece siempre lo mejor de nuestro amor y afecto, de nuestro tiempo y de nuestros intereses. Cuando una persona o una familia saben dar a Dios con generosidad y alegría, como hizo el justo Abel, entonces reciben de parte del Señor el ciento por uno y numerosas bendiciones.
“En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos” (v. 43). El convencimiento de que el Señor ve y aprecia cada detalle de cariño y entrega, aunque sean muy pequeños y escondidos, nos llevará a ser muy generosos con él y los demás.
Fuente: opusdei.org