12/21/24

El celo de la Virgen María

Domingo 4ª semana de Adviento. 

Evangelio (Lc 1, 39-45)

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:

—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

Comentario al Evangelio

En el Evangelio de san Lucas, la Visitación sigue inmediatamente a la Anunciación, por la simple razón de que así sucedieron las cosas en la realidad. Ciertos comentadores hacen notar que probablemente la Virgen María ha intuido en el saludo de San Gabriel una invitación a atender a su pariente Isabel. “Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes” (Lc 1, 36). Su explicación parece convincente, y en la decisión de María tenemos sin duda materia más que suficiente para meditar sobre el espíritu de servicio.

Sin embargo, no es esa la dirección que vamos a tomar en nuestro comentario. Más bien, nos vamos a fijar en el adverbio “deprisa”, traducción castellana de la expresión latina “cum festinatione”. ¿Por qué razón hacemos las cosas “deprisa”, es decir sin demora? La más poderosa es ciertamente el amor o el cariño. Cuando se quiere de veras a alguien, se hacen las cosas que se refieren a él “deprisa”, sin dejarse dominar por la pereza. En cambio, un amor o un cariño “tibios” invocan cualquier pretexto para retrasar todo lo que exige un esfuerzo.

En nuestra meditación, puede ser útil que nos pongamos en el lugar de la Virgen María, para entender así mejor su manera de actuar. ¿Qué acaba de suceder? San Gabriel le ha comunicado la noticia más asombrosa de toda la historia humana: que la Encarnación prometida por Dios y anunciada por los profetas va a realizarse, si ella está de acuerdo. Y al responder “fiat mihi”, “Verbum caro factum est”, el Verbo se hizo carne en sus entrañas purísimas. Si pensamos en nosotros ¿cuál es nuestra tendencia al enterarnos de una buena noticia, algo bueno que deseábamos desde hacía mucho tiempo? En general, aislarnos más o menos, para saborear a fondo lo que se nos ha dicho. ¿Qué hizo nuestra Madre?: “se levantó y marchó deprisa a la montaña” (Lc 1, 39).

“Marchar”, o sus sinónimos, es un verbo muy presente en la Santa Escritura, porque Dios en su bondad infinita nos pide a menudo que nos movamos, que “marchemos” aquí o allá, para servirle, para ser útiles en los cometidos que ha previsto en sus planes eternos y que nos da a conocer por el conducto reglamentario. En ese sentido, “instalarse” es el verbo opuesto a “marchar”. Por esta razón, la tendencia a instalarse, una cierta dificultad para superar la pereza, son signos bastante claros de la existencia en nosotros de la tibieza, al menos en algunos ámbitos de nuestra vida.

Para preparar bien la gran fiesta de Navidad, y para prepararnos nosotros mismos bien, sería bueno que en los días próximos pensásemos mucho en nuestra Madre del Cielo. Porque su amor y su celo son la antítesis de cualquier tibieza. Ésta consiste con frecuencia en seguir al Señor “de lejos”, como San Pedro en la noche del Jueves Santo (cfr. Mt 26, 58). En cambio, sabemos que en la Virgen María “Dominus tecum”, “el Señor está contigo”, no a distancia, ni lejos. Al mismo tiempo, el tibio tiene en general un gran vacío interior. En cambio, nuestra Madre es “gratia plena”, “llena de gracia”, sin lugar alguno para cualquier especie de vacío. Se compara también a la tibieza a un fuego que se está apagando, porque no se le alimenta bien. En cambio, el corazón de la Virgen está en llamas, con un amor de una fuerza impresionante. Por estas razones, y sin duda por muchas más, “se levantó y marchó deprisa a la montaña”, para servir y cumplir así la voluntad de Dios.

¿Qué propósito podríamos hacer en este cuarto domingo de Adviento, cuando sólo faltan algunos días para Navidad? Tratar de hacer las cosas previstas “deprisa”, “cum festinatione”, sobre todo el cumplimiento de nuestros deberes ordinarios, como muestra de nuestro amor a Dios y a los demás. Y si nos damos cuenta de que ciertas zonas de nuestra vida se han enfriado, pensemos en el punto siguiente de “Camino” (492): “El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza”.

Fuente: opusdei.org

12/20/24

Ahora sí llega Navidad, pero…

José Antonio García-Prieto Segura

 Me apresuro a disipar la eventual sorpresa de algún lector al tropezarse con ese “pero” adversativo que sigue a la “Navidad”. Lejos de mí quitar un ápice de importancia al festejo del Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre, y a la consiguiente alegría de esta gran fiesta. Entonces ¿a qué viene ese “pero…”? Efectivamente, hay que aclararlo: Navidad, pero sin quedarnos en una alegría blandengue, bullanguera y epidérmica de lucecitas y dulces, rebajando la grandeza de lo que significa y encierra la palabra “Navidad”, como por desgracia viene sucediendo últimamente.

Este año, por ejemplo, algunos han empezado a desvirtuar la Navidad al pretender adelantarla caprichosamente y por las buenas al pasado mes de octubre -o más bien por las malas, habría que decir-, como ha sucedido en algún país de Hispanoamérica. Y ya en noviembre, en muchas ciudades ha sonado el pistoletazo de salida para la profusión de luces por doquier, árboles navideños, etc... Bienvenidos sean la iluminación y adornos exteriores que acompañan estas fiestas, pero ¿dónde queda la presentación del misterio de Belén, con las pequeñas figuras del Niño en la cuna, junto a María y José? Apenas si se echan de ver en algún que otro escaparate; se diría que las luces tintineantes y las ramas de los árboles navideños no dejan ver el bosque del misterio que les da la vida: la figura del Niño-Dios nacido en Belén.

Ahora sí llega Navidad, pero vivámosla a fondo con la máxima alegría que pide este hecho histórico, y no superficialmente. Para los cristianos, una alegría así solo es posible si ahondamos en las raíces últimas de este misterio divino. Hace XXI siglos, en Belén y en una cueva para guardar el ganado, nació un niño que no habría pasado de ser uno más como tantos otros, si faltase la luz de la fe. Pero si dejamos entrar esta luz divina en nuestra cabeza y corazón, el creyente se arrodilla ante ese Niño porque siendo como tantos otros, sabe a la vez que es Dios, y cree con san Pablo que “en él habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Esta realidad de un Niño-Dios, en brazos de su madre María o recostado en el pesebre, es algo tan inaudito que merecería un asombro permanente.

Con todo, Belén solo fue el comienzo porque sabemos que hubo más, muchísimo más que ahora conviene recordar. El plan completo de la Historia y de cuanto Dios ha hecho por nosotros, me gusta imaginarlo como un inmenso cuadro que llevase por título: “El Amor de Dios”; en este lienzo histórico, resaltaré ahora junto al nombre de Belén, 4 nombres más: Egipto, Nazaret, Jerusalén y, en esta ciudad, el montículo del Calvario. Este cuadro nos muestra el amor infinito de Cristo, fugitivo hacia Egipto, perseguido por los ambiciosos del mundo: entonces, Herodes, a quien hoy no le faltan sucesores. Después, en Nazaret lo vemos santificando el trabajo ordinario, antes de proclamar a los cuatro vientos la llegada del Reino de Dios. Finalmente, Jerusalén, donde la locura de su amor alcanzó ya extremos inimaginables, como fue convertir los elementos del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, para entregarse todo Él como alimento de vida eterna, y como anticipo sacramental de lo que, al día siguiente haría de modo cruento en el Calvario, derramando en la Cruz hasta su última gota de sangre.

Recordar así con breves pinceladas ese cuadro completo y hablar del Calvario y de la Cruz, parece que ahora no toca estando en Navidad. Sin embargo, solo mirando la historia completa, la Navidad adquiere toda su prodigiosa fuerza de amor divino y humano. Cristo vino a redimirnos y por tanto, Belén y el Calvario están estrechamente unidos, son inseparables, y lejos de disminuir la alegría del creyente, deben potenciarla máximamente. Dos últimas consideraciones reforzarán lo escrito hasta aquí.

Una primera, me la suscitó una felicitación de Navidad que recibí hace un par de años. Era un dibujo con las figuras de Jesús y de Papá Noel; éste llevaba un enorme talego a sus espaldas. A Jesús se le veía cargado con su Cruz. Encabezaba el dibujo esta pregunta dirigida a los dos: “¿Qué llevas ahí?”. Bajo la figura de Papá Noel, leíamos su respuesta: “Llevo muchos regalos para todo el mundo”. Jesús, por su parte, contestaba: “Yo llevo uno solo, pero alcanza para todos”.  En román paladino: el Niño de Belén nos ha regalado y ofrecido a cada uno, el amor inmenso que nos mostró muriendo en la Cruz.

Y segunda consideración, que completa la anterior: “Belén”, como muchos saben, en hebreo “Bet-léhem”, significa “casa del pan”. El Niño nacido en Belén, predicando en Cafarnaúm, dirá: Yo soy el pan que ha bajado del cielo (…) Yo soy el pan de vida (…); y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 41; 48: 51). Lo hizo, como he recordado antes, al instituir la Eucaristía y, al día siguiente, ofrecerse en la Cruz. Un regalo de amor que no pasa y se hace presente cada vez que celebramos la Misa, porque Jesús lo quiso expresamente, al pedir a los apóstoles: “Haced esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19). Se comprende que, para los fieles católicos, celebrar la Navidad tenga como referencia central la llamada “Misa del Gallo”, a la hora en que comienza la fiesta del Nacimiento.

La reflexión de un santo contemporáneo condensaría de algún modo la entraña de estas líneas. Como fruto de su vida interior, san Josemaría escribió: “Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! («Nuestra» Misa, Jesús...)”. (Camino, 533). El amor verdadero siempre será entrega sacrificada y alegre en bien de la persona amada.

Para concluir: ningún “pero” adversativo a la Navidad, sino todo lo contrario. Ojalá la festejemos con alegría honda, aunque no falten cruces en la vida personal y en la convivencia social. A todos deseo esa alegría cristiana, junto con la paz proclamada por los ángeles al anunciar el Nacimiento de Jesús. Para todos, pues: ¡Feliz Navidad!  

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com


12/19/24

Mensaje del prelado del Opus Dei (16 diciembre 2024)

Mons. Fernando Ocáriz


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

El próximo día 24 comenzará el Jubileo para toda la Iglesia. Precisamente los días de Navidad nos hablan del mensaje central que el Papa ha señalado para el Año jubilar: la esperanza.

A ojos humanos, aquella noche en Belén podría dar motivos para la desesperanza. Jesús nació rodeado de soledad, pobreza y frío; sin honores y sin comodidades: únicamente acogido por el cuidado amoroso de María y José, y el saludo de unos pastores. Sin embargo, Dios quiso entrar así en la historia humana. Y es en medio de esa fragilidad en donde se esconde la promesa de un futuro esperanzador. El nacimiento de Jesús transforma la oscuridad en luz, nos ofrece compañía y consuelo, nos indica dónde está la verdadera riqueza.

El Papa nos recuerda que la vida cristiana es un camino que «necesita momentos fuertes para alimentar y robustecer la esperanza, compañera insustituible que permite vislumbrar la meta: el encuentro con el Señor Jesús» (Spes non confundit, n. 5). El Jubileo puede ser uno de esos momentos fuertes, en los que quizá experimentemos de manera más clara una esperanza segura en la misericordia divina.

A veces, en la vida se pasan momentos complicados. Pero siempre podemos dirigir nuestra mirada a Jesús Niño para confiarle nuestras inquietudes y deseos. No estamos solos en ningún momento, porque Cristo quiere compartir con nosotros su paz; una paz que, como sucedió en Belén, no siempre significa ausencia de problemas, sino la certeza de la fe en el amor de Dios por cada uno. Este es el fundamento de nuestra esperanza.

Saber que Dios es el primer interesado en nuestra felicidad –tanto terrena como eterna– nos puede ayudar a dar sentido a las contrariedades que se presentan en la vida. «Omnia in bonum», «todo es para bien», solía repetir san Josemaría. Misteriosamente, todo puede contribuir a nuestro bien y al de los demás, porque el amor de Dios es más fuerte que el mal. No podemos suprimir por completo las dificultades, pero sí es posible recorrerlas junto a Jesús, compartiéndolas con él. «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 37). Procuremos ayudar en la medida de lo posible y, sobre todo, acompañar con la oración a las muchas personas que sufren actualmente las consecuencias de guerras y de desastres naturales.

Podemos pensar que la noche de Navidad fue un momento de emociones encontradas para la Virgen María y para san José: la pena de no poder ofrecer un lugar más digno a Jesús, junto a la alegría inmensa de tenerlo en sus brazos. A ellos les podemos pedir que el nacimiento del Señor sostenga siempre nuestra esperanza.

Con mi felicitación por la Santa Navidad y mi bendición más cariñosa

vuestro Padre


Roma, 16 de diciembre de 2024

Ciclo - Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza.

El Papa ayer en la Audiencia General


I. La infancia de Jesús. 1. Genealogía de Jesús (Mt 1,1-17). La entrada del Hijo de Dios en la historia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos el ciclo de catequesis que se desarrollará durante todo el Año Jubilar. El tema es «Jesucristo nuestra esperanza»: Él es, en efecto, la meta de nuestra peregrinación, y Él mismo es el camino, la senda a seguir.

La primera parte tratará de la infancia de Jesús, que nos narran los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 1-2; Lc 1-2). Los Evangelios de la infancia relatan la concepción virginal de Jesús y su nacimiento del vientre de María; recuerdan las profecías mesiánicas cumplidas en Él y hablan de la paternidad legal de José, que injertó al Hijo de Dios en el «tronco» de la dinastía davídica. Se nos presenta a un Jesús recién nacido, niño y adolescente, sumiso a sus padres y, al mismo tiempo, consciente de que está totalmente entregado al Padre y a su Reino. La diferencia entre los dos evangelistas es que mientras Lucas relata los acontecimientos a través de los ojos de María, Mateo lo hace a través de los de José, insistiendo en una paternidad tan inédita.

Mateo abre su Evangelio y todo el canon del Nuevo Testamento con la «genealogía de Jesucristo hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). Se trata de una lista de nombres ya presentes en las Escrituras hebreas, para mostrar la verdad de la historia y la verdad de la vida humana. De hecho, «la genealogía del Señor es la verdadera historia, en la que están presentes algunos nombres, por así decir, problemáticos, y se subraya el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16)» (Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21 de noviembre de 2024). Aparece, pues, la verdad de la vida humana que pasa de una generación a otra entregando tres cosas: un nombre que encierra una identidad y una misión únicas; la pertenencia a una familia y a un pueblo; y finalmente la adhesión de fe al Dios de Israel.

La genealogía es un género literario, es decir, una forma adecuada a transmitir un mensaje muy importante: nadie se da la vida a sí mismo, sino que la recibe como don de otros; en este caso, se trata del pueblo elegido, y de los que heredan el depósito de la fe de sus padres: al transmitir la vida a sus hijos, les transmiten también la fe en Dios.

Pero a diferencia de las genealogías del Antiguo Testamento, en las que sólo aparecen nombres masculinos, porque en Israel es el padre quien impone el nombre a su hijo, en la lista de Mateo de los antepasados de Jesús también aparecen mujeres. Encontramos a cinco de ellas: Tamar, la nuera de Judá que, al quedarse viuda, se hace pasar por prostituta para asegurar una descendencia a su marido (cf. Gn 38); Racab, la prostituta de Jericó que permite a los exploradores judíos entrar en la tierra prometida y conquistarla (cf. Stg 2); Rut, la moabita que, en el homónimo libro, permanece fiel a su suegra, cuida de ella y se convertirá en bisabuela del rey David; Betsabé, con la que David comete adulterio y, tras hacer matar a su marido, genera a Salomón (cf. 2 Sam 11); y, por último, María de Nazaret, esposa de José, de la casa de David: de ella nace el Mesías, Jesús.

Las cuatro primeras mujeres están unidas no por el hecho de ser pecadoras, como a veces se dice, sino por el hecho de ser extranjeras para el pueblo de Israel. Lo que Mateo destaca es que, como ha escrito Benedicto XVI, «a través de ellas... el mundo de los gentiles entra en la genealogía de Jesús: se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos» (La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 15).

Mientras las cuatro mujeres anteriores se mencionan junto al hombre que nació de ellas o al que lo generó, María, al contrario, adquiere un particular relieve: marca un nuevo comienzo, ella misma es un nuevo comienzo, porque en su historia ya no es la criatura humana la protagonista de la generación, sino Dios mismo. Esto se desprende claramente del verbo «nació»: «Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Jesús es hijo de David, injertado por José en esa dinastía y destinado a ser el Mesías de Israel, pero también es hijo de Abraham y de mujeres extranjeras, destinado por tanto a ser la «Luz para iluminar las naciones paganas» (cf. Lc 2,32) y el «Salvador del mundo» (Jn 4,42).

El Hijo de Dios, consagrado al Padre con la misión de revelar su Rostro (cf. Jn 1,18; Jn 14,9), entra en el mundo como todos los hijos del ser humano, hasta el punto de que en Nazaret se le llamará «hijo de José» (Jn 6,42) o «hijo del carpintero» (Mt 13,55). Verdadero Dios y verdadero hombre.

Hermanos y hermanas, despertemos en nosotros el recuerdo agradecido hacia nuestros antepasados. Y, sobre todo, demos gracias a Dios, que, a través de la Madre Iglesia, nos ha generado a la vida eterna, la vida de Jesús, nuestra esperanza.
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En estos días previos a la Navidad, los invito a renovar nuestra súplica al Señor, pidiéndole que conceda al mundo el don de la paz. Que Jesús los bendiga y la Virgen de la Esperanza los cuide. Muchas gracias.
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Llamamiento

Y luego, queridos hermanos y hermanas, recemos por la paz. No olvidemos a los pueblos que sufren la guerra: Palestina, Israel, y todos los que sufren, Ucrania, Myanmar... No olvidemos rezar por la paz, por el fin de las guerras. Pidamos al Príncipe de la Paz, al Señor, que nos conceda esta gracia: la paz, la paz en el mundo. La guerra, no lo olvidemos, siempre es una derrota, ¡siempre! La guerra siempre es una derrota.
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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy iniciamos un nuevo ciclo de catequesis para el Año jubilar, con el tema “Jesucristo nuestra esperanza”. En esta primera parte reflexionamos sobre la infancia de Jesús, que encontramos narrada en los primeros capítulos del Evangelio de Mateo y de Lucas. Mientras Lucas describe los acontecimientos desde la mirada de María, Mateo lo hace desde la perspectiva de José, y esto se evidencia, sobre todo, por la genealogía.

La genealogía es un género literario muy antiguo, que intenta mostrar la verdad de la historia y de la vida humana. Su intención es transmitir el mensaje de que nadie se da la vida a sí mismo, sino que la recibe como don de otros. En este caso, se trata del pueblo elegido que, al dar la vida a los hijos, junto con un nombre, una misión y una identidad, también les transmite la fe. En la genealogía que presenta Mateo, donde se mencionan tanto a hombres como a mujeres, se destaca la figura de María, que marca un nuevo inicio: de ella nació Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios.

Fuente: vatican.va

12/18/24

Aprender a perdonar

Jutta Burggraf

Sumario

Prólogo

I. ¿Qué quiere decir «perdonar»?

1. Reaccionar ante un mal.

2. Actuar con libertad.

3. Recordar el pasado.

4. Renunciar a la venganza.

5. Mirar al agresor en su dignidad personal.

II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

1. Amor.

2. Comprensión.

3. Generosidad.

4. Humildad.

III. Reflexión final


Prólogo

El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo conseguimos, muchas veces, a través del perdón.

Todos hemos sufrido alguna vez injusticias y humillaciones; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes.

¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación es como un bumerán: nos daña a nosotros mismos. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aun cuando una persona se endurece para no sufrir más.

Sólo en el perdón brota nueva vida. Por esto es tan importante educar en el "arte" de practicarlo.

I. ¿Qué quiere decir "perdonar"?

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: "Te perdono"? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1. Reaccionar ante un mal

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: "No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años." El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.

Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. "No importa" si los otros no les dicen la verdad; "no importa" cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; "no importan" tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2. Actuar con libertad

El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio "ojo por ojo, diente por diente". El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy "reaccionando", de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma. El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.

Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: "El que busca venganza debe cavar dos fosas."

En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, "porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado". La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.

Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico . Se puede perdonar llorando.

Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. "Las heridas se cambian en perlas," dice Santa Hildegarda de Bingen.

3. Recordar el pasado

Es una ley natural que el tiempo "cura" algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la "caducidad de nuestras emociones". Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas "ganas de vivir". Un determinado estado psíquico -por intenso que sea- de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.

La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en "borrón y cuenta nueva". Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.

Hace falta "purificar la memoria". Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.

4. Renunciar a la venganza

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crimen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. "Sé que es horrible -dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón." Wiesenthal concluye su relato diciendo: "De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación". Otro judío añade: "No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno".

Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. "Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño," es uno de sus lemas. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos "gurus" asiáticos que viven solitarios en su "magnanimidad". No se dignan mirar siquiera a quienes "absuelven" sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del "pulgón".

El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.

5. Mirar al agresor en su dignidad personal

El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.

El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: "Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás". Cada persona está por encima de sus peores errores.

Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. "No es posible -respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos".

El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.

Al perdonar, decimos a alguien: "No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En realidad, eres mucho mejor." Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1. Amor

Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.

Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.

Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: "Es bueno que existas". Hace falta no sólo "estar aquí", en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación.

Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: "Te necesito para ser yo mismo."

Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la "desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo", y no llega a serlo, porque los otros lo impiden.

Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2. Comprensión

Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que "merece"; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.

Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero "tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle," advierte el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: "no sabemos lo que hacemos". Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a "analizar" lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.

Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: "Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese."

3. Generosidad

Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.

El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.

El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.

Hay un modo "impuro" de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: "Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores." Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: "Te perdono porque te quiero -a pesar de todo."

Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.

4. Humildad

Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.

Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. "Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo)". Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.

Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario "cambiar la silla", al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.

El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y "puro", la víctima debe evitar hasta la menor señal de una "superioridad moral" que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

III. Reflexión final

Hemos hablado de una labor interior auténtica y dura. No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? ¿Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad. Pero un cristiano cuenta, además, con la ayuda todopoderosa de Dios. "Con mi Dios, salto los muros," canta el salmista. Podemos referir estas palabras a los muros que están en nuestro corazón. Con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la gracia de Dios, es posible realizar esta tarea sumamente difícil y liberarnos a nosotros mismos. Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad.

Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Hay que dejar a una persona todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo. En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Antes que nada, debemos tranquilizarnos, aceptar que nos cuesta perdonar, que necesitamos tiempo. Seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. No podemos sorprendernos frente a tales dificultades, tanto si son propias, como si son ajenas.

Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras: "¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona."


Fuente: opusdei.org/es

12/17/24

Isaías y el Adviento: el misterio de la Encarnación

Rafael Sanz Carrera

El autor ofrece para cada semana de Adviento un versículo clave del libro de Isaías, con el fin de captar la esencia del mensaje de este tiempo litúrgico y facilitar un recorrido espiritual que nos acerque al corazón de Cristo.

Durante el tiempo litúrgico del Adviento, tres figuras bíblicas destacan de manera especial: el profeta Isaías, Juan el Bautista y María de Nazaret. En esta reflexión, nos centraremos en la figura de Isaías. Desde la antigüedad, una tradición universal ha reservado muchas de las primeras lecturas de este tiempo para sus palabras. Esto se debe quizás a que, en él, la gran esperanza mesiánica resuena con una fuerza única, ofreciendo un anuncio perenne de salvación para la humanidad de todos los tiempos.

Al contemplar las lecturas del tiempo de Adviento de este año (ciclo C), notaremos la presencia abundante de Isaías. Aunque pueda parecer ambicioso, me propongo seleccionar, para cada semana de Adviento, uno de los textos que se nos ofrece, junto con un versículo clave. De este modo, espero captar la esencia del mensaje del Adviento y facilitar un recorrido espiritual que nos acerque a su corazón.

En esta tercera semana de Adviento, encontramos dos lecturas clave de Isaías:

  • Domingo (Salmo): Isaías 12, 2-6 – Acción de gracias por la salvación que Dios ofrece.
  • Viernes: Isaías 7, 10-14 – Anuncio del nacimiento de Emmanuel, «Dios con nosotros».

Profecía y versículo clave (3ª semana)

De los dos textos de Isaías que se leen en la tercera semana de Adviento, Isaías 7, 10-14 se destaca por su relevancia especial. Este pasaje contiene una de las profecías mesiánicas más significativas del Antiguo Testamento, que anticipa la llegada del Emmanuel: «Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7, 14).

Razones para la elección de la profecía y el versículo.

  1. Profecía mesiánica del nacimiento virginal. Este pasaje contiene una de las profecías mesiánicas más importantes del Antiguo Testamento. La promesa de un niño nacido de una virgen, llamado «Emanuel» («Dios con nosotros»), apunta directamente al nacimiento de Jesucristo. Este cumplimiento se refleja en el Nuevo Testamento, donde Mateo 1, 22-23 cita este versículo para demostrar que el nacimiento virginal de Jesús es la realización de la profecía de Isaías.
  2. Cumplimiento en Jesús. La profecía del nacimiento virginal en Isaías 7, 14 se cumple en la Encarnación de Jesús. Mateo 1, 22-23 cita explícitamente este versículo para mostrar que el nacimiento de Jesús de la Virgen María es el cumplimiento de esta antigua profecía. El nacimiento virginal es importante para resaltar la naturaleza divina de Cristo.
  3. Emmanuel, Dios-con-nosotros. La promesa de Emmanuel, «Dios con nosotros», señalaba que Dios mismo vendría a habitar con su pueblo. En Jesús, Dios no solo actúa desde lo alto, sino que se hace presente en medio de la humanidad para redimirla. Esta verdad resuena profundamente en el Adviento, que es un tiempo de preparación para la celebración del nacimiento de Cristo, el Emmanuel.
  4. Necesidad de preparación. La profecía también  subraya la necesidad de preparación espiritual para la venida del Señor.

En resumen, Isaías 7, 14 es central porque profetiza el misterio de la Encarnación, el acontecimiento crucial del Adviento. La señal de la Virgen y el nacimiento de un niño que traerá la presencia de Dios son esenciales en el mensaje de salvación que la Navidad celebra. En Jesucristo, mediante su nacimiento virginal y su identidad como Emmanuel, Dios con nosotros, se cumple la profecía de Isaías, trayendo a la humanidad el don supremo de la cercanía y la redención divinas.

Fuente: omnesmag.com


12/16/24

La alegría de la espera

Juan Luis Selma

La presencia del bien en nosotros, la ilusión de un mundo mejor es el motivo de la alegría

La alegría es una manifestación de estar bien, puede ser una emoción, respuesta por experimentar algo grato o un sentimiento, cuando es más duradero, consciente y estable. Los motivos de la alegría son muy variados y, en ocasiones, circunstanciales y puntuales. También puede tener un fundamento racional, más allá del emocional o sentimental. Según santo Tomás, "el término alegría se usa solo para el placer que acompaña a la razón: por eso para los animales no se habla de alegría, sino de placer".

Cuando confundimos alegría con placer, que es lo habitual, estamos renunciando a la auténtica alegría y nos conformamos con el estar bien, con el disfrutar, con tener chutes de dopamina, con el estar satisfechos, pero esto no nos hace felices necesariamente. Un animal irracional puede estar bien cuidado, puede poner cara de felicidad y hacer carantoñas, pero no se puede decir que sea feliz. Ya sé que esto se puede malinterpretar, pero la felicidad es algo mucho más profundo, tiene que ver con la racionalidad y la espiritualidad.

Me comentaba un joven que quería mucho a su novia, pero que, al no guardar las distancias y el respeto, cuando se utilizaban, ya no podían mirarse a los ojos. Se puede tener mucho placer y satisfacción y a la vez tristeza. Podemos estar bien, saciados y profundamente tristes.

Volviendo a Tomás de Aquino, dice que la alegría no está dentro del catálogo propio de las virtudes: "no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto de la misma". La verdadera alegría es fruto de la caridad, del amor, que siempre es divino. Nos dice san Pablo: "Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos".

Este tercer domingo de Adviento tiene como nombre Gaudete, así comienza el introito de la misa: ¡Alegraos! El color morado de penitencia deja paso al rosa –morado atenuado con el blanco–. Se busca animar al pueblo a continuar con la preparación para la Solemnidad de la Natividad del Señor. El motivo de la alegría es la cercanía de Jesús, la Navidad.

Nos regocijamos en la espera paciente de la Navidad. Es la expectación, la esperanza, lo que despierta en nosotros ese buen sentimiento. Lo que nos da la alegría es la esperanza, la cercanía del bien, no tanto como su disfrute. Ni el consumir mucho, ni el poder y el dinero sacian el corazón. Todo esto es artificial; las fuentes rápidas de placer, las emociones fuertes: drogas, alcohol, poder, orgasmos… son espejismos. Pienso que, en muchas ocasiones, la esperanza, la ilusión, es mucho más rica que la posesión. Cuando posemos la flor largamente soñada, parece que la agostamos, nuestras manos al aprisionarla le quitan lozanía, vida.

En el fondo, las dos grandes corrientes dominantes, comunismos materialistas y liberalismos consumistas, son lo mismo, se tocan y abrazan. Ambos son planos, rechazan la altura, la trascendencia, lo teologal: confianza, amor y espera. Lo quieren todo ya y ahora, no buscan lo mejor sino lo práctico, útil e inmediato. Son conformistas, nada revolucionarios. No sueñan ni esperan, han renunciado al Amor y se conforman con los amoríos.

Hoy, el protagonista del Evangelio es Juan el Bautista, quien prepara los caminos del Señor, el que va por delante abriendo camino. A él se acercan muchos preguntando qué deben hacer. Su respuesta es: "El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo… no exijáis más de lo establecido… no hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga". Para acercarse al Salvador hay que convertirse, mejorar; al menos, intentarlo.

La presencia del bien en nosotros, la ilusión de un mundo mejor, de la mejora personal, la esperanza, es el motivo de la alegría. Muchos de mis parientes y amigos afectados por la Dana me han comentado lo que les ha ayudado la presencia desinteresada de miles de voluntarios. Aunque algunos lo habían perdido todo, y la ayuda haya sido insignificante, la cercanía, el cariño, la solidaridad les ha dado vida, ganas de recomenzar, esperanza y fuerza para rehacer sus hogares y sus vidas. No son los muchos bienes lo que nos hace bien, sino el mismo bien.

Queda poco tiempo de Adviento. No adelantemos los acontecimientos. Todavía no es Navidad. Si no sabemos esperar para festejar, si lo adelantamos todo ya, caeremos en la inmediatez, en lo instantáneo. Perderemos la esperanza. La espera es buena, sosiega, da paz, sostiene la ilusión. Nos hace mejorar. Despierta. Quien está saciado, atiborrado, duerme.

No es momento de consumir, de festejar, sino de preparar nuestro ánimo, nuestro corazón y nuestro hogar. Ocasión de limar egoísmos, manías y rarezas. De pedir perdón y de otorgarlo. De pensar en los demás. De hacer examen y revisión para recuperar la salud espiritual, anímica y familiar. Como el Bautista, preparemos los caminos del Señor, así esperaremos gozosos la Navidad.

FUENTE: eldiadecordoba.es

12/15/24

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD A AJACCIO

El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos obispos, 

Queridas consagradas, queridos sacerdotes, diáconos,
consagrados y seminaristas:

Me encuentro aquí, en su hermosa tierra, sólo por un día, pero quise que hubiera al menos un breve momento para reunirme con ustedes y poder saludarlos. Esto me da la oportunidad, en primer lugar, de decirles gracias. Gracias porque están aquí, con su vida entregada; gracias por su trabajo, por el compromiso cotidiano; gracias por ser signo del amor misericordioso de Dios y testigos del Evangelio.Me alegré cuando pude saludar a uno de ustedes: ¡tiene 95 años y 70 de sacerdocio! Esto significa llevar adelante esa hermosa vocación. ¡Gracias hermano por tu testimonio! ¡Muchas gracias!

Y del “gracias” paso a la gracia de Dios, que es el fundamento de la fe cristiana y de toda forma de consagración en la Iglesia. En el contexto europeo en el que nos encontramos no faltan problemas y desafíos relacionados con la transmisión de la fe, y ustedes lo experimentan cada día, descubriéndose pequeños y frágiles; no son muchos, no tienen medios poderosos; los ambientes en los que trabajan no siempre se muestran favorables para acoger el anuncio del Evangelio. A veces me viene a la mente una película, porque algunos están dispuestos a acoger el Evangelio, pero no el "portavoz". Esa película tenía esta frase: "La música sí, pero el músico no". Piensen un poco, la fidelidad a la transmisión del Evangelio. Esto nos ayudará. Y, sin embargo, esta pobreza sacerdotal es una bendición. ¿Porqué? Porque nos despoja de la pretensión de querer ir por nuestra cuenta, nos enseña a considerar la misión cristiana como algo que no depende de las fuerzas humanas, sino sobre todo de la obra del Señor, que siempre trabaja y actúa con lo poco que podemos ofrecerle.

No olvidemos esto: en el centro está el Señor. No estoy yo en el centro, sino Dios. Entre nosotros, cuando hay un sacerdote presuntuoso que se pone al centro, decimos: este es un sacerdote yo, me, mí, conmigo, para mí. No, el Señor es el centro. Esto es algo que quizá cada mañana, cuando sale el sol, cada pastor, cada consagrado debería repetir en la oración: también hoy, en mi servicio, que no esté yo en el centro, sino Diosel Señor. Y digo esto porque hay un peligro en la mundanidad, un peligro que es la vanidad. Hacer las veces del "pavo real". Mirarse demasiado a sí mismo. La vanidad es un vicio feo, con mal olor.

Pero el primado de la gracia divina no significa que podamos quedarnos dormidos tranquilamente, sin asumir nuestras responsabilidades. Por el contrario, debemos considerarnos como “colaboradores de la gracia de Dios” (cf. 1 Co 3,9). Y así, caminando con el Señor, cada día se nos presenta una pregunta esencial: ¿cómo estoy viviendo mi sacerdocio, mi consagración, mi discipulado?¿Estoy cerca de Jesús?

Cuando, en la otra diócesis, hacía las visitas pastorales, me encontraba con algunos buenos sacerdotes que trabajaban mucho. "Dime, ¿tú cómo haces por la noche?" —"Estoy cansado, como un bocado y luego me voy a la cama a descansar un poco, a ver la televisión"— "¿Pero no pasas por la capilla para saludar a tu Jefe?" —"Eh no..."— "Y tú, antes de dormirte, ¿rezas un Ave María? Al menos sé educado, pasa por la capilla a decir, muchas gracias y hasta mañana". ¡No se olviden del Señor! El Señor: al principio, en medio y al final del día. ¡Es nuestro Jefe! ¡Y es un Jefe que trabaja más que nosotros! No se olviden de esto.

Les pregunto: ¿cómo vivo yo el discipulado?

Graben esta pregunta en sus corazones, no subestimen la necesidad de discernimiento, de mirar hacia dentro, para que el ritmo y las actividades exteriores no nos “trituren”, haciéndonos perder la consistencia interior. Por mi parte, quisiera dejarles una doble invitación: cuidar de sí mismos y cuidar de los demás.

La Primera: Cuidar de sí mismos, porque la vida sacerdotal o religiosa no es un “sí” que hemos pronunciado una vez y para siempre. No se vive de rentas con el Señor. Por el contrario, la alegría del encuentro con Él debe renovarse cada día; a cada momento es necesario volver a escuchar su voz y decidirse a seguirlo, también en los momentos de las caídas. Levántate, mira al Señor y dile: "Discúlpame y ayúdame a seguir adelante". Esta cercanía fraterna y filial es muy importante en nuestra vida.

Recordemos esto: nuestra vida se expresa en la ofrenda de nosotros mismos; pero, cuanto más un sacerdote, una religiosa, un religioso, se entrega, se desgasta, trabaja por el Reino de Dios, más necesario es también que cuide de sí mismo. Un sacerdote, una religiosa, un diácono que se descuida también terminará por descuidar a quienes le son encomendados. Por eso es preciso una pequeña “regla de vida” —los religiosos ya la tienen— que incluya la cita cotidiana con la oración y la Eucaristía, el diálogo con el Señor, cada uno según su propia espiritualidad y su propio estilo. Y también quisiera agregar: conservar algún momento en soledad; tener un hermano o una hermana con quien compartir libremente lo que llevamos en el corazón —una vez se llamaba al director espiritual, a la directora espiritual—; cultivar algo que nos apasione, no para pasar el tiempo libre, sino para descansar de manera sana de las fatigas del ministerio. ¡El ministerio cansa! Hay que tenerle miedo a esas personas que están siempre activas, siempre en el centro, que quizá por demasiado celo nunca reposan, nunca toman una pausa para sí mismos. Hermanos eso no es bueno, se necesitan espacios y momentos en los que cada sacerdote y cada persona consagrada cuiden de sí mismos.Y no para hacer un lifting para verse más guapo. Por el contrario, para hablar con el Amigo, con el Señor, y sobre todo con la Madre — por favor no dejen de acudir a la Virgen— para hablar de la propia vida y de cómo están yendo las cosas. También tengan el confesor y un amigo que los conozca y con quien puedan hablar y hacer un buen discernimiento. ¡Los “hongos presbiterales” no son buenos!

Y en este cuidado se incluye otra cosa: la fraternidad entre ustedes. Aprendamos a compartir no sólo el cansancio y los desafíos, sino también la alegría y la amistad entre nosotros. Su obispo dice algo que me gusta mucho, dice que es importante pasar del “Libro de las lamentaciones” al “Cantar de los cantares”. Esto lo hacemos poco. ¡Nos gustan las lamentaciones! Y si el pobre obispo esa mañana se olvidó del solideo decimos: "Pero mira al obispo...". Siempre se encuentra algo para hablar mal del obispo. Es cierto, el obispo es un pecador como cada uno de nosotros. ¡Somos hermanos! Mejor sería cambiar del "Libro de las lamentaciones" al "Libro del Cantar de los Cantares". Esto es importante, lo dice también un salmo: «Tú convertiste mi lamento en júbilo» (Sal 30,12). ¡Compartamos la alegría de ser apóstoles y discípulos del Señor!Una alegría debe ser compartida. De lo contrario, el lugar que debe tomar la alegría es ocupado por el vinagre. Es lamentable encontrar un sacerdote con el corazón amargado. "¿Pero por qué eres así?" —"Eh, porque el obispo no me quiere... Por qué han nombrado obispo a aquel otro y no a mí... Porque... Porque..."— Por favor, frénense ante las quejas y las envidias. La envidia es un vicio "amarillo". Pidamos al Señor que cambie nuestro lamento en danza, que nos dé el sentido del humor y la sencillez evangélica.

En segundo lugar: cuidar de los demás. La misión que cada uno de ustedes ha recibido tiene siempre un único objetivo: llevar a Jesús a los demás, dar a los corazones la consolación del Evangelio. Me gustaría recordar aquí el momento en que el apóstol Pablo está por volver a Corinto y, escribiendo a la comunidad, les dice: «De buena gana entregaré lo que tengo y hasta me entregaré a mí mismo, para el bien de ustedes» (2 Co 12,15). Entregarse por las almas, entregarse en ofrenda de sí por aquellos que nos han sido encomendados. Y me viene a la mente un santo sacerdote joven que murió de cáncer hace poco. Él vivía en una barriada con la gente más pobre. Decía: "a veces tengo ganas de cerrar la ventana con ladrillos, porque la gente viene en cualquier momento y si yo no contesto a la puerta, llaman a la ventana". El sacerdote con el corazón abierto a todos, sin hacer distinciones.

La escucha, la cercanía a las personas, es también una invitación a encontrar, en el contexto de hoy, las vías pastorales más eficaces para la evangelización. No tengan miedo de cambiar, de revisar los viejos esquemas, de renovar el lenguaje de la fe, aprendiendo al mismo tiempo que la misión no es cuestión de estrategias humanas, es principalmente cuestión de fe. Cuidar de los demás: del que espera la Palabra de Jesús, del que se alejó de Él, de aquellos que necesitan orientación y consuelo para sus sufrimientos. Cuidar de todos, en la formación y sobre todo en el encuentro. Salir al encuentro de las personas, allí donde viven y trabajan, esto es importante.

Además, una cosa que para mí es muy importante: por favor, perdonen siempre y perdonen todo. Perdonen todo y siempre. Yo les digo a los sacerdotes, en el sacramento de la Reconciliación, no hagan demasiadas preguntas. Escuchen y perdonen. Decía un cardenal —que es un poco conservador, un poco cuadrado, pero es un gran sacerdote— hablando en una conferencia a los sacerdotes: "Si alguien [en la Confesión] comienza a balbucear porque tiene vergüenza, yo le digo: está bien, lo entiendo, pasa a otra cosa. En realidad, no he entendido nada, pero él [el Señor] ha comprendido". Por favor, no torturar a la gente en el confesionario: dónde, cómo, cuándo, con quién... ¡Perdonar siempre! Hay un buen fraile capuchino en Buenos Aires, al que yo hice cardenal a los 96 años. Él tiene una larga fila de gente en su confesionario, porque es un buen confesor, yo también iba a verlo. Este confesor una vez me dijo: "Mira, a veces tengo el escrúpulo de perdonar demasiado" —"¿Y qué haces?"— "Voy a rezar y digo, Señor, perdóname, he perdonado demasiado. Pero enseguida me viene a la mente de decir: ¡Pero fuiste tú quien me dio el mal ejemplo!". Perdonar siempre. Perdonar todo. Y esto lo digo también a las religiosas y religiosos: perdonar, olvidar, cuando nos hacen algo malo, las luchas ambiciosas de comunidad... Perdonar. El Señor nos ha dado el ejemplo ¡perdonar todo y siempre! Todo, todo, todo. Y les hago una confidencia, yo llevo 55 años de sacerdocio. Sí, anteayer cumplí 55 años, y nunca he negado una absolución. Y me gusta confesar mucho. Siempre he buscado la manera de perdonar. Este es mi testimonio.

Queridas hermanas y queridos hermanos, les agradezco de corazón y les deseo un ministerio rico de esperanza y de alegría. Aun en los momentos de cansancio y desánimo, no se rindan. Preséntenle sus corazones al Señor. ¡No se olviden de llorar delante del Señor! Él se manifiesta y se deja encontrar si cuidan de sí mismos y de los demás. De esta manera, Él ofrece el consuelo a aquellos que ha llamado y enviado. Sigan adelante con valentía, Él los colmará de gozo.

Ahora recemos a la Virgen María. En esta Catedral, dedicada a ella, Asunta a los cielos, el pueblo fiel la venera como Patrona, como Madre de Misericordia, la “Madunnuccia”. Desde esta isla del Mediterráneo, elevemos a ella la súplica por la paz: paz para todas las tierras que circundan este mar, especialmente para Tierra Santa, donde María dio a luz a Jesús. Paz para Palestina, para Israel, para el Líbano, para Siria, para todo el Oriente Medio.Paz en el martirizado Myanmar. Y que la Santa Madre de Dios obtenga la anhelada paz para el pueblo ucraniano y el pueblo ruso. Son hermanos —"¡No, padre, son primos!"— Son primos, hermanos, no sé, ¡pero que se entiendan! ¡La paz! Hermanos, hermanas, la guerra es siempre una derrota. Y la guerra en las comunidades religiosas, la guerra en las parroquias es siempre una derrota, ¡siempre! Que el Señor nos dé paz a todos.

Y rezamos por las víctimas del ciclón que, en horas pasadas, ha golpeado el Archipiélago de Mayotte. Estoy espiritualmente cercano a todos los que han sido afectados por esta tragedia.

Ahora, todos juntos, rezamos el Ángelus

Angelus Domini…

Fuente: vatican.va