2/29/20

“Una nueva etapa en un camino que debe proseguir”


La Santa Sede ha publicado el mensaje que el Papa quería dirigir a los asistentes este sábado en una audiencia este sábado, y se ha leído en las Asambleas y el Capítulo durante la mañana.





DISCURSO DEL SANTO PADRE
a los participantes en el Capítulo General de los Legionarios de Cristo, y en las Asambleas Generales de las Consagradas y de los Laicos Consagrados del Regnum Christi
29 de febrero de 2020

Me alegro de este encuentro con vosotros, al concluir una etapa del camino que estáis recorriendo bajo la guía maternal de la Iglesia. Vosotros, legionarios de Cristo, habéis concluido hace poco el Capítulo General y vosotros, Consagradas y Laicos Consagrados del Regnum Christi, vuestras Asambleas Generales. Han sido eventos electivos de los nuevos gobiernos generales, conclusión de una etapa del camino que estáis haciendo. Lo que significa que aún no ha terminado, sino que debe continuar.
Los comportamientos delictivos de vuestro fundador, el P. Marcial Maciel Degollado, que se han manifestado en su gravedad, han producido en toda la amplia realidad del Regnum Christi una fuerte crisis tanto institucional como individual. De hecho, por una parte, no se puede negar que él ha sido el fundador “histórico” de toda la realidad que representáis, pero por otra parte no lo podéis considerar como un ejemplo de santidad que imitar. Logró que se le considerara un punto de referencia, mediante una ilusión que creó con su doble vida. Además, su largo gobierno personalizado contaminó hasta cierto punto el carisma que el Espíritu originariamente había donado a la Iglesia; y esto se reflejaba en las normas, en la praxis de gobierno y de obediencia y en el estilo de vida.
Ante el descubrimiento de esta situación, la Iglesia no ha dejado de manifestar su solicitud maternal y ha venido a vuestro encuentro con diversos medios, poniendo cerca de vosotros personas de gran sensibilidad humana y pastoral, así como de reconocida competencia jurídica. Entre ellas deseo mencionar al difunto Cardenal Velasio De Paolis, Delegado Pontificio. Las nuevas Constituciones y los nuevos Estatutos son verdaderamente “nuevos”, sea porque reflejan un nuevo espíritu y una nueva visión de la vida religiosa coherentes con el Concilio Vaticano II y las directrices de la Santa Sede, sea por-que son el producto de tres años de trabajo, en los que todas vuestras comunidades han estado involucradas y que han llevado a un cambio de mentalidad. Fue un evento que provocó una verdadera conversión del corazón y de la mente. Esto ha sido posible por-que habéis sido dóciles a la ayuda y al apoyo que la Iglesia os ha ofrecido, dándoos cuenta de la necesidad real de una renovación que os hiciese salir de la autorreferenciali-dad, en la cual os habíais encerrado.
Os habéis abierto con valentía a la acción del Espíritu Santo, entrando así en el camino del verdadero discernimiento. Acompañados por la Iglesia, habéis llevado a cabo con paciencia y disponibilidad un trabajo exigente para superar las tensiones, incluso muy fuertes, que a veces se han producido. Esto ha exigido un ulterior cambio de mentalidad, porque requería una nueva visión en las relaciones mutuas entre las diversas realidades que componen el Regnum Christi. Sé bien que esto no ha sido fácil, porque aquello a lo que estamos más fuertemente apegados son nuestras ideas y a menudo nos falta una verdadera indiferencia, a la que debemos abrirnos con un acto de nuestra voluntad, para que el Espíritu Santo trabaje dentro de nosotros. El Espíritu nos conduce al desapego de nosotros mismos y a buscar únicamente la voluntad de Dios, porque sólo de ella procede el bien de toda la Iglesia y de cada uno de nosotros.
Este trabajo condujo a la constitución de la Federación Regnum Christi, compuesta por el Instituto religioso de la Legión de Cristo, por la Sociedad de Vida Apostólica de las Consagradas del Regnum Christi y por la Sociedad de Vida Apostólica de los Laicos Consagrados del Regnum Christi. A esta realidad de la Federación se agregan individualmente numerosos laicos que no asumen los consejos evangélicos, constituyendo así una “Familia espiritual”, realidad más amplia que la Federación misma. La Federación es una realidad canónicamente “nueva”, pero también “antigua”, porque de hecho la unidad y autonomía ya la vivíais desde el año 2014. Aún queda un campo muy vasto que debe ser objeto de discernimiento por vuestra parte. Por tanto, el camino debe continuar, mirando hacia adelante, no hacia atrás. Podéis mirar hacia atrás sólo para encontrar confianza en el apoyo de Dios, que nunca os ha faltado.
Se trata de determinar la aplicación concreta de los Estatutos de la Federación. Esto requiere el discernimiento tanto de los órganos de gobierno colegial como de los gobiernos generales y territoriales de las realidades federadas. Los Estatutos siempre deben estimular al discernimiento. Sin embargo, si esto no es fácil a nivel personal, mucho menos lo es en un grupo de gobierno. El discernimiento requiere mucha humildad y oración por parte de todos; y esta última, nutrida por la contemplación de los misterios de la vida de Jesús, lleva a asemejarse a Él y a ver la realidad con sus ojos. De esta manera se podrá actuar objetivamente, con un sano desapego de las propias ideas: lo cual no significa no tener una propia valoración de la realidad y del problema que se debe afrontar, sino someter el propio punto de vista al bien común.
Habéis elegido los nuevos Superiores Generales y sus Consejos. Ciertamente los prime-ros responsables de la dirección de la Legión de Cristo o de las Consagradas y de los Laicos Consagrados del Regnum Christi son sus Directores, pero los Consejos tienen una función muy importante, si bien los Consejeros y las Consejeras no son superiores. De hecho, los Consejos deben ser una ayuda válida para los Superiores en su gobierno, pero al mismo tiempo también tienen una función de control sobre el trabajo de los mismos Superiores. En efecto, ellos están llamados a gobernar en consideración de las personas y en el respeto del derecho común de la Iglesia y del derecho propio del Instituto o de la Sociedad. Por esto, la legislación canónica establece que cuando un asunto se somete al consenso del Consejo, el Superior no puede votar, precisamente para dejar más libertad a los Consejeros (cf. cann. 627 §2; 127 CIC; Pont. Comisión para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico, Respuesta del 1 de agosto de 1985, en AAS 77 [1985] 771).
Espero que vuestros nuevos gobiernos sean conscientes de que el camino de renovación no ha terminado, porque el cambio de mentalidad en los individuos y en una institución requiere mucho tiempo de asimilación, por tanto, de una continua conversión. Es un cambio que debe proseguir en todos los miembros de la Federación. Regresar al pasado sería peligroso y sin sentido. Los gobiernos individuales de las tres realidades federadas están llamados a seguir este camino con perseverancia y paciencia, tanto en lo que se refiere a su propio Instituto Religioso o Sociedad de Vida Apostólica como en lo que se refiere a la Federación y a los laicos asociados a ella. Esto requiere que los tres gobiernos tengan una visión que corresponda a la dirección que en todos estos años la Iglesia ha indicado con su cercanía y con todos los medios concretos que ha puesto a disposición.
Vosotros, miembros de los nuevos gobiernos generales, habéis recibido el mandato de la Iglesia de continuar en el camino de renovación, cosechando y consolidando los frutos madurados en estos años. Os exhorto a actuar fortiter et suaviter: enérgicamente en la sustancia y suavemente en las formas, sabiendo escoger con valor y al mismo tiempo con prudencia cuáles caminos deben tomarse según la orientación trazada y aprobada por la Iglesia. Si os ponéis dócilmente a la escucha del Espíritu Santo no estaréis abrumados por el temor o por la duda, que turban el alma e impiden la acción. Os confío a la protección de la Virgen María; os acompaño con mi afecto y mi recuerdo en la oración y de corazón os imparto la Bendición Apostólica, que extiendo a toda la Familia del Regnum Christi. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.

2/28/20

Una reflexión “ad intra”


No es mi deseo reflexionar sobre las tribulaciones que se derivan de la misión del presbítero: son cosas muy conocidas y ya ampliamente diagnosticadas. Deseo hablar con vosotros, en esta ocasión, de un sutil enemigo que encuentra muchos modos para camuflarse y esconderse y, como un parásito, lentamente nos roba la alegría de la vocación a la que un día fuimos llamados. Quiero hablaros de esa amargura centrada en relación con la fe, el obispo y los hermanos. Sabemos que pueden existir otras raíces y situaciones. Pero estas sintetizan muchos encuentros que he tenido con algunos de vosotros.
Antes advierto dos cosas: la primera, que estas líneas son fruto de la escucha de algunos seminaristas y sacerdotes de diversas diócesis italianas y no pueden ni deben referirse a ninguna situación específica. La segunda: que la mayor parte de los curas que conozco están contentos con su vida y consideran esas amarguras como parte de la vida misma, sin dramas. He preferido abundar en lo que he escuchado en vez de expresar mi opinión sobre el tema.
Mirar a la cara nuestras amarguras y enfrentarse a ellas nos permite tocar nuestra humanidad, nuestra bendita humanidad. Y así recordarnos que como sacerdotes no estamos llamados a ser omnipotentes sino hombres pecadores perdonados y enviados. Como decía san Ireneo de Lyon: “lo que no es asumido no es redimido”. Dejemos que también esas “amarguras” nos señalen el camino hacia una mayor adoración al Padre y ayuden a experimentar de nuevo la fuerza de su unción misericordiosa (cfr. Lc 15,11-32). Por decirlo con el salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12-13).

Primera causa de amargura: problemas con la fe

“Nosotros creíamos que sería Él”, se confían el uno al otro los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,21). Una esperanza desilusionada está en la raíz de su amargura. Pero hay que pensar: ¿es el Señor quien nos ha defraudado o somos nosotros los que hemos confundido la esperanza con nuestras expectativas? La esperanza cristiana en realidad no defrauda ni fracasa. Esperar no es convencerse de que las cosas irán mejor, sino que todo lo que sucede tiene sentido a la luz de la Pascua. Pero para esperar cristianamente hay que −como enseñaba San Agustín a Proba− vivir una vida de oración sustanciosa. Ahí se aprende a distinguir entre expectativas y esperanzas.
Ahora bien, el trato con Dios −más que las desilusiones pastorales− puede ser causa profunda de amargura. A veces parece como si Él no respetase las expectativas de una vida plena y abundante que teníamos el día de la ordenación. A veces una adolescencia nunca acabada no ayuda a transitar de los sueños a la spes. Quizás como sacerdotes somos demasiado “educados” en nuestro trato con Dios y no nos atrevemos a protestar en la oración, como lo hace el salmista tan a menudo, no solo por nosotros mismos, sino también por nuestra gente −porque el pastor carga también las amarguras de su gente−; pero hasta los salmos han sido “censurados” y difícilmente hacemos nuestra una espiritualidad de la protesta. Así caemos en el cinismo: descontentos y un poco frustrados. La protesta auténtica −del adulto− no es contra Dios sino delante de Él, porque nace precisamente de la confianza en Él: el orante recuerda al Padre quién es y qué es digno de su nombre. Debemos santificar su nombre, pero a veces a los discípulos les toca despertar al Señor y decirle: «¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Así el Señor quiere involucrarnos directamente en su reino. No como espectadores, sino participando activamente.
¿Qué diferencia hay entre expectativa y esperanza? La expectativa nace cuando pasamos la vida “salvándonos la vida”: luchamos buscando seguridades, recompensas, avances… Cuando recibimos lo que queremos sentimos casi que no moriremos nunca, que será siempre así. Porque el punto de referencia somos nosotros. En cambio, la esperanza es algo que nace en el corazón cuando se decide no defenderse más. Cuando reconozco mis límites, y que no todo comienza y acaba en mí, entonces reconozco la importancia de tener confianza. Ya el teatino Lorenzo Scúpoli en su Combate espiritual lo enseñaba: la clave de todo está en un movimiento doble y simultáneo: desconfiar de uno, confiar en Dios. Espero no cuando ya no hay nada que hacer, sino cuando dejo de luchar solamente por mí. La esperanza descansa en una alianza: Dios me habló y me prometió el día de la ordenación que la mía será una vida plena, con la plenitud y el sabor de las Bienaventuranzas; ciertamente atribulada −como la de todos los hombres− pero hermosa. Mi vida es sabrosa si “hago Pascua”, no si las cosas salen como yo digo.
Y aquí se comprende otra cosa: no basta escuchar solamente la historia para comprender estos procesos. Hay que escuchar la historia y nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios. Los discípulos de Emaús superaron la desilusión cuando el Resucitado abrió su mente a la inteligencia de las Escrituras. La cosas irán mejor no solo porque cambiemos de superiores, o de misión, o de estrategias, sino porque seremos consolados por la Palabra. Confesaba Jeremías profeta: «tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (15,16).
La amargura −que no es una culpa− hay que acogerla. Puede ser una gran ocasión. Quizá es hasta saludable, porque hace sonar la campana de la alarma interior: atento, has confundido las seguridades con la alianza, estas volviéndote “necio y torpe de corazón”. Hay una tristeza que nos puede conducir a Dios. Acojámosla, no nos enfademos con nosotros mismos. Puede ser la vez buena. También San Francisco de Asís lo experimentó, como recuerda en su Testamento (cfr. Fuentes Franciscanas, 110): la amargura se cambiará en una gran dulzura, y las dulzuras fáciles, mundanas, se transformarán en amarguras.

Segunda causa de amargura: problemas con el Obispo

No quiero caer en la retórica ni buscar un chivo expiatorio, y mucho menos defenderme o defender a los de mi ámbito. Pero el lugar común que ve en los superiores las culpas de todo ya no se sostiene. ¡Todos faltamos en lo grande y en lo pequeño! A día de hoy parece respirarse una atmósfera general (no solo entre nosotros) de una mediocridad generalizada, que no nos permite hacer juicios fáciles. Pero permanece el hecho de que mucha amargura en la vida del cura se debe a las omisiones de los Pastores.
Todos experimentamos nuestros límites y carencias. Afrontamos situaciones en que nos damos cuenta de que no estamos adecuadamente preparados… Pero, al ascender a servicios y ministerios de mayor visibilidad, las carencias se hacen más evidentes y ruidosas; y también es una consecuencia lógica que hay mucho en juego en esa relación, para bien o para mal. ¿Qué omisiones? No aludo aquí a las divergencias a menudo inevitables sobre problemas de gestión o estilos pastorales. Eso es tolerable y forma parte de la vida en esta tierra. ¡Hasta que Cristo no sea todo en todos, todos intentarán imponerse sobre todos! Es el Adán caído que hay en nosotros quien nos gasta esas bromas.
El verdadero problema que amarga no son las divergencias (y quizá tampoco los errores: ¡también un obispo tiene derecho a equivocarse, como todas las criaturas!), sino más bien dos motivos muy serios y desestabilizadores para los curas.
En primer lugar, una cierta deriva autoritaria suave: no se acepta a aquellos de nosotros que piensan distinto. Por una palabra, te trasladan a la categoría de los que reman en contra; por un “distingo”, te inscriben entre los descontentos. La parresía es sepultada por el frenesí de imponer planes. El culto a las iniciativas va sustituyendo a lo esencial: una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos. La adhesión a las iniciativas corre el riesgo de ser la medida de la comunión. Pero eso no siempre coincide con la unanimidad de las opiniones. Ni se puede pretender que la comunión sea exclusivamente unidireccional: los curas deber estar en comunión con el obispo… y los obispos en comunión con los curas: no es un problema de democracia, sino de paternidad.
San Benito en la Regla −estamos en el célebre capítulo III− recomienda que el abad, cuando debe afrontar una cuestión importante, consulte a la comunidad entera, incluidos los más jóvenes. Luego sigue recordando que la decisión última corresponde solo al abad, que todo lo debe disponer con prudencia y equidad. Para Benito no está en discusión la autoridad; al contrario, es el abad quien responde ante Dios de la dirección del monasterio; pero se dice que al decidir debe ser “prudente y equitativo”. La primera palabra la conocemos bien: prudencia y discernimiento forman parte del vocabulario común.
Menos habitual es la “equidad”: equidad quiere decir tener en cuenta la opinión de todos y salvaguardar la representatividad de la grey, sin hacer preferencias. La gran tentación del pastor es rodearse de los “suyos”, de los “afines”; y así, desgraciadamente, la competencia real viene suplantada por una cierta presunta lealtad, sin distinguir ya entre quien complace y quien aconseja de manera desinteresada. Esto hace sufrir mucho a la grey, que a menudo acepta sin decir nada. El Código de Derecho Canónico recuerda que los fieles «tienen el derecho, y a veces incluso el deber, (…) de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia» (can. 212 §3). Claro que, en este tiempo de precariedad y fragilidad generalizadas, la solución parece el autoritarismo (en el ámbito político esto es evidente). Pero la verdadera cura −como aconseja San Benito− radica en la equidad, no en la uniformidad[1].

Tercera causa de amargura: problemas entre nosotros

En estos últimos años el presbítero ha padecido los golpes de los escándalos financieros y sexuales. La sospecha ha vuelto las relaciones drásticamente más frías y formales; no se goza ya de los dones ajenos; es más, parece que la misión sea destruir, minimizar, hacer sospechar. Ante los escándalos, el maligno nos tienta empujándonos a una visión “donatista” de la Iglesia: ¡dentro los impecables, fuera quien se equivoca! Tenemos falsas concepciones de la Iglesia militante, en una especie de puritanismo eclesiológico. La Esposa de Cristo es y sigue siendo el campo donde crecen, hasta la parusía, el trigo y la cizaña. Quien no hace suya esta visión evangélica de la realidad se expone a indecibles e inútiles amarguras.
En todo caso, los pecados públicos y notorios del clero han hecho que todos sean más cautelosos y estén menos dispuestos a forjar vínculos, especialmente para compartir la fe. Se multiplican las reuniones comunes −formación permanente y otras−, pero se participa con un corazón menos dispuesto. ¡Hay más “comunidad”, pero menos comunión! La pregunta que nos hacemos cuando nos encontramos con un hermano nuevo surge silenciosamente: “¿A quién tengo realmente delante? ¿Puedo fiarme?”.
No se trata de la soledad: eso no es un problema sino un aspecto del misterio de la comunión. La soledad cristiana −la de quien entra en su habitación y reza al Padre en lo secreto− es una bendición, la verdadera fuente de la acogida amorosa del otro. El verdadero problema está en no encontrar ya tiempo para estar solos. Sin soledad no hay amor gratuito, y los demás se convierten en un sustituto de los vacíos. En ese sentido, como curas debemos siempre re-aprender a estar solos “evangélicamente”, como Jesús de noche con el Padre[2].
Aquí el drama es el aislamiento, que es distinto de la soledad. Un aislamiento no solo y no tanto exterior −siempre estamos en medio de la gente−, sino inherente al alma del sacerdote. Comienzo del aislamiento más profundo para luego tocar la forma más visible.
Aislados de la gracia: bañados de laicismo, ya no creemos ni sentimos que estamos rodeados de amigos celestiales −el “gran número de testigos” (cfr. Hb 12,1)−; parece que experimentamos que nuestras cosas y aflicciones no importan a nadie. El mundo de la gracia se nos ha vuelto poco a poco extraño, los santos nos parecen solo los “amigos imaginarios” de los niños. El Espíritu que habita en el corazón −sustancialmente y no de modo figurado− es algo que quizás nunca hemos experimentado, por disipación o negligencia. Lo conocemos, pero no lo “tocamos”. El alejamiento de la fuerza de la gracia produce racionalismos o sentimentalismos. Nunca una carne redimida.
Aislados de la historia: todo parece consumirse en el aquí y ahora, sin esperanza en los bienes prometidos ni en la recompensa futura. Todo se abre y se cierra con nosotros. Mi muerte no es el paso del testigo, sino una interrupción injusta. Cuanto más especial, poderoso y rico en dones se siente, más se cierra el corazón al significado continuo de la historia del pueblo de Dios al que pertenece. Nuestra conciencia individualizada nos hace creer que no ha habido nada antes ni habrá nada después. Por eso nos cuesta tanto cuidar y mantener lo que nuestro predecesor hizo bien: a menudo llegamos a la parroquia y nos sentimos obligados a hacer tabla rasa, para distinguirnos y marcar la diferencia. ¡No somos capaces de mantener vivo lo bueno que no hemos parido nosotros! Comenzamos desde cero porque no sentimos el gusto de pertenecer a un camino comunitario de salvación.
Aislados de los demás: el aislamiento de la gracia y la historia es una de las causas de la incapacidad entre nosotros para establecer relaciones significativas de confianza y participación evangélica. Si estoy aislado, mis problemas parecen únicos e insuperables: nadie puede entenderme. Este es uno de los pensamientos favoritos del padre de la mentira. Recordamos las palabras de Bernanos: «Se necesita mucho tiempo para reconocerlo y ¡es tan dulce la tristeza que lo anuncia y lo precede! ¡Es el más preciado de los elixires del demonio, su ambrosía!»[3]. Pensamiento que gradualmente toma forma y nos encierra en nosotros mismos, nos aleja de los demás y nos coloca en una posición de superioridad. Porque nadie estaría a la altura de las necesidades. Pensamiento que, a fuerza de repetirlo, termina anidando en nosotros. “El que oculta sus faltas no prosperará; el que las confiesa y cambia será compadecido” (Pr 28,13).
El demonio no quiere que hables, que cuentes, que compartas. Pues entonces busca un buen padre espiritual, un anciano “astuto” que pueda acompañarte. ¡Nunca aislarse, jamás! El sentimiento profundo de la comunión se tiene solamente cuando, personalmente, tomo conciencia del “nosotros” que soy, he sido y seré. Si no, los demás problemas vendrán en cascada: del aislamiento, de una comunidad sin comunión, nace la competencia y no precisamente la cooperación; asoma el deseo de reconocimientos y no la alegría de una santidad compartida; se entra en relación o para compararse o para apoyarse mutuamente.
Recordemos al pueblo de Israel cuando, caminando en el desierto durante tres días, llegó a Mara, pero no pudo beber el agua porque era amarga. Ante la protesta del pueblo, Moisés invocó al Señor y el agua se volvió dulce (cfr. Ex 15,22-25). El santo Pueblo fiel de Dios nos conoce mejor que cualquier otro. Son muy respetuosos y saben acompañar y cuidar de sus pastores. Conocen nuestras amarguras y rezan también al Señor por nosotros. Añadamos a sus oraciones las nuestras, y pidamos al Señor que transforme nuestras amarguras en agua dulce para su pueblo. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de reconocer lo que nos está amargando y así dejarnos transformar y ser personas reconciliadas que reconcilian, pacificadas que pacifican, llenas de esperanza que infunden esperanza. El pueblo de Dios espera de nosotros maestros de espíritu capaces de señalar los pozos de agua dulce en medio del desierto.

2/27/20

“Vivir para Dios”

Mons. ENRIQUE DÍAZ DÍAZ


I Domingo de Cuaresma
Génesis 2, 7-9; 3, 1-7: “Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos”
Salmo 50: “Misericordia, Señor, hemos pecado”
Romanos 5, 12-19: “El don de Dios supera con mucho el delito”
San Mateo 4, 1-11: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él sólo servirás”

La turba de chiquillos alegremente se desperdigó por las orillas del bello lago. Primero, extasiados contemplaban los multicolores pececillos que abundaban por sus aguas. Pronto les brotó el espíritu cazador e improvisaron redes con vasos de plástico, botellas, y bolsas de hule. Los pecesillos se les escapaban de las manos pero con paciencia y astucia después de un rato ya tenían en botellas llenas de agua el botín de sus hazañas. “Vamos a llevarlos y los ponemos en una fuente en la casa” Decía uno. “Pero tenemos que tener cuidado porque si se les acaba el agua se mueren”, respondía el otro. “¿Por qué no vivirán en el aire si también respiran?” “Es como nosotros que si queremos meternos al agua nos ahogamos, por eso nos lo prohíben nuestros papás” “El pez no puede respirar en el aire y el niño no puede respirar en el agua, cada quien tiene lo suyo”. Esas eran las  conversaciones deshilachadas pero con mucha razón de aquellos niños. Tampoco un hombre puede vivir fuera de Dios.
Las bellísimas primeras páginas de la Biblia, el Génesis, tratan de responder a las preguntas fundamentales que todo hombre se hace: ¿por qué estoy aquí? ¿De dónde proviene el mal? ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Por qué somos distintos? La forma de responder no es con afirmaciones científicas, sino con narraciones nacidas de una profunda religiosidad y de un sentimiento interior de la presencia de Dios, pero envueltas en el ropaje de la sencillez. ¿Por qué el mal? La primera lectura de este día nos enseña que el mal proviene del fuerte desequilibrio que brota cuando el hombre se olvida de su ser de hombre y quiere ser más. Nos ha contando el Génesis que Dios ha hecho todas las cosas para gozo del hombre, que puede disfrutar de todas… menos de un árbol. El hombre se fija más en lo que no puede que en lo que puede. No se conforma con ser creatura, pretende ser Dios. Las palabras de la serpiente llevan todo el veneno de la tentación y tratan de confundir: “Les ha prohibido comer de todos los árboles”. No les dice la grandeza de la vida que les ha dado, no les descubre el gran don de cuidar la misma creación del Señor… Siembra en su corazón la ambición. Salirse de su ser de hombre y buscar más allá.
Si leemos atentamente el Génesis descubrimos que el primer mandamiento es el gozo. El hombre ha sido puesto en el jardín para gozar y ser feliz. La frontera o límite, es decir la prohibición, no se opone al gozo sino que lo cuida y tutela, la encauza en la justa dirección. El hombre no fue puesto para sufrir, como algunos nos quisieran decir, sino para su felicidad. El mundo creado por Dios es bueno y contiene todo aquello que puede satisfacer nuestros deseos… Pero el hombre quiere más, ambiciona ir más allá y salirse por sus propios caminos y, como el pez cuando sale del agua, cuando el hombre sale de su elemento, pierde su sentido y se descubre desnudo, vacío y sin valor. El hombre, que quiere ser  Dios y reniega de Dios, pierde su verdadero significado. La tentación del Génesis es paradigma de toda tentación y lo descubrimos fácilmente en las tentaciones que el diablo le pone a Jesús. ¿Qué de malo hay en saciar el hambre? Y hasta parece que escuchamos las justificaciones de muchos que se hartan con sus bienes ¿Qué de malo tiene que yo coma o beba o me embriague con lo que he ganado con el sudor de mi frente? La triste es que mientras te embriagas y te hartas, otros, quizás tu misma familia, están muriendo de hambre.
El  límite impuesto por Dios es en vista de una plenitud. El diablo invita a violar esas fronteras, a superar los confines, para mortificarlo y reducirle sus espacios, sofocarlo y hacerlo prisionero. La ambición de todos los reinos que le propone a Jesús, la riqueza que aprisiona y sofoca al hombre de nuestros días, no dan libertad sino que amarran el corazón y lo hacen esclavo. Por dinero y poder se mata y se miente, se reniega de los propios hermanos, se desconoce la dignidad de la persona. Así, el dinero no se posee, sino que se adueña del corazón. La violencia desatada en nuestros días tiene sus raíces en esta misma tentación de ambición de dinero y de poder. Todos se justifican en sus aparentes derechos, pero se rompe la vida y la cadena de la felicidad de la humanidad por la ambición de unos cuantos. Es el pecado original repetido hasta la saciedad aunque al final nos descubramos desnudos y sin valor. El dinero, el poder y el placer siguen atenazando el corazón del hombre y siguen siendo sus principales tentaciones encubiertas en justificaciones que nada justifican y que van dejando una estela de injusticias, de mentiras y de pobreza.
A muchos les parece cosa de niños hablar de diablo pero el mal está presente en nuestro mundo y más que creer en el diablo debemos creer en Dios y en su bondad. Pero no debemos descuidarnos y busquemos ser muy conscientes de que estamos todos sujetos a la tentación que, astuta y peligrosa,  se nos mete por todos lados. Maligna, se disfraza de bondad y nos aleja de Dios. Sería muy peligroso olvidar la propia fragilidad. El demonio se hace presente donde parecería que todo está bien y se nos mete en los ambientes más sinceros. Cada vez que pretendemos buscar a Dios, se hace presente el adversario con sus tentaciones. La única forma de vencerlo es como nos lo enseña Cristo hoy en el evangelio: reconocerse amado por Dios y escuchar su palabra. Más que dejarse tentar por el demonio y sus grandes aliados (placer, poder y tener), debemos dejarnos tentar por el amor de Dios, dejarnos seducir por sus planes de verdadera felicidad. Podemos este día contemplar a Jesús tentado, probado, carente de ventajas, pero con una seguridad grande en el amor de Dios su Padre. Sigamos su ejemplo de radicalidad y prontitud. No hay en Él, como a veces lo hay en nosotros, ni ambigüedades ni complacencias. Encuentra en la Palabra de Dios respuesta fiel y sincera, no la acomoda a los propios intereses como lo propone el demonio. Aprendamos de Jesús que es más importante seguir los caminos de Dios, que la tentación de hacer nuestros propios caminos. Los caminos de Dios no llevan al fracaso, sino al triunfo, a la realización y a la verdadera felicidad. Hablando de demonios es mucho más importante y poderoso el amor de Dios.
Es el primer domingo de Cuaresma y se nos invita a descubrir la verdadera dignidad y vocación del hombre. No vale por las cosas exteriores, sino porque es imagen de Dios y su hijo predilecto. Examinémonos si no estamos cayendo en la tentación de vivir de exterioridades y apariencias, porque pronto nos descubriremos desnudos. ¿Cuáles son las principales tentaciones en las que estoy cayendo? ¿Cómo las estoy afrontando? ¿Es Jesús mi guía, mi fortaleza y mi modelo para salir adelante? ¿Qué intereses están ocupando mi corazón: la injusticia, el placer, el egoísmo o la mentira? Hoy necesitamos recordar que en Dios y en  su amor se encuentra el verdadero sentido de toda persona.
Concédenos, Padre bueno y generoso, que nuestra Cuaresma sea un verdadero camino para encontrarnos a nosotros mismos, para descubrir la inmensidad de tu amor y para comprender que la verdadera conversión pasa por el encuentro con el hermano más pobre y desamparado. Amén.

“¿No crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?”

Homilía del Papa el Miércoles de Ceniza

Comenzamos la Cuaresma recibiendo las cenizas: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn3,19). El polvo en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos recuerda que procedemos de la tierra y que volveremos a la tierra. Es decir, somos débiles, frágiles, mortales. Respecto al correr de los siglos y los milenios, estamos de paso; ante la inmensidad de las galaxias y del espacio, somos diminutos. Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Al Señor le complació recoger nuestro polvo en sus manos e infundirle su aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así que somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.
La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla. Y aún así, especialmente en las dificultades y la soledad, solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: Al comienzo de la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la Cuaresma no es el tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las personas, sino para reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas: “¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando…”. Pero, ¿no crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?
La ceniza que nos imponen en nuestras cabezas sacude los pensamientos que tenemos en la mente. Nos recuerda que nosotros, hijos de Dios, no podemos vivir para ir tras el polvo que se desvanece. Una pregunta puede descender de nuestra cabeza al corazón: “Yo, ¿para qué vivo?”. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo.
No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y al prójimo es el pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos que poseemos no nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará, permanecerá para siempre.
La ceniza que recibimos nos recuerda un segundo camino, el opuesto, el que va de la vida al polvo. Miramos a nuestro alrededor y vemos polvo de muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas, destrucción, guerra. Vidas de niños inocentes no acogidos, vidas de pobres rechazados, vidas de ancianos descartados. Seguimos destruyéndonos, volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones! Miremos en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta incapacidad para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es disculparse, perdonar, comenzar de nuevo, mientras que tan fácilmente reclamamos nuestros espacios y nuestros derechos! Hay tanto polvo que ensucia el amor y destrozado la vida. Incluso en la Iglesia, la casa de Dios, hemos dejado que se deposite tanto polvo, el polvo de la mundanidad.
Y mirémonos dentro, en el corazón: ¡cuántas veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía (cf. Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser estimados, para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos decimos cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones que nos esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas veces aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta doblez tenemos en nuestro corazón… Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca el fuego del amor.
Necesitamos limpiar el polvo que se deposita en el corazón. ¿Cómo hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» ( 2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos con Dios!”. Pero no, usa el pasivo: Dejaos reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es gracia. Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? En el camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida, de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame… Jesús, tú me amas, transfórmame …”. Y después de haber acogido su amor, después de haber llorado ante este amor, se da el segundo paso, para no volver a caer de la vida al polvo. Uno va a recibir el perdón de Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado. El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas.

2/26/20

Ir a lo esencial


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy abordamos la tercera de las ocho bienaventuranzas del Evangelio de Mateo: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5).
El término «manso» usado aquí significa literalmente dulce, suave, gentil, no violento. La mansedumbre se manifiesta en los momentos de conflicto, se puede ver por la forma en que se reacciona a una situación hostil. Cualquiera puede parecer manso cuando todo está tranquilo, pero ¿cómo reacciona «bajo presión» si es atacado, ofendido, agredido?
En un pasaje, San Pablo recuerda «la mansedumbre y la dulzura de Cristo» (2 Cor 10:1). Y San Pedro, a su vez, recuerda la actitud de Jesús en la Pasión: no respondió ni amenazó, porque «se confió al que juzga con justicia» (1 P 2, 23). Y la mansedumbre de Jesús se ve con fuerza en su Pasión.
En la Escritura la palabra «manso» también indica el que no tiene propiedad de la tierra; y por lo tanto nos llama la atención el hecho de que la tercera bienaventuranza diga precisamente que los mansos «heredarán la tierra».
En realidad, esta bienaventuranza cita el Salmo 37, que escuchamos al principio de la catequesis. Allí también la mansedumbre y la posesión de la tierra están relacionadas. Estas dos cosas, pensándolo bien, parecen incompatibles. De hecho, la posesión de la tierra es el ámbito típico del conflicto: a menudo se lucha por un territorio, para conseguir la hegemonía de una determinada zona. En las guerras, el más fuerte prevalece y conquista otras tierras.
Pero observemos con atención el verbo utilizado para indicar la posesión de los mansos: no conquistan la tierra; no dice “bienaventurados los mansos porque conquistarán la tierra”. La heredan.  Bienaventurados los mansos porque heredarán la tierra. En las Escrituras, el verbo «heredar» tiene un significado aún más grande. El Pueblo de Dios llama «herencia» precisamente a la tierra de Israel, que es la Tierra de la Promesa.
Esa tierra es una promesa y un regalo para el pueblo de Dios, y se convierte en un signo de algo mucho más grande que el mero territorio. Hay una «tierra» -permitidme el juego de palabras- que es el Cielo, es decir, la tierra hacia la que caminamos: los nuevos cielos y la nueva tierra hacia la que vamos (cf. Is 65:17; 66:22; 2 P 3:13; Ap 21:1).
Entonces el manso es aquel que «hereda» el más sublime de los territorios. No es un cobarde, un «perezoso» que se encuentra una moral cómoda para no meterse en problemas. ¡Nada de eso! Es una persona que ha recibido una herencia y no quiere dispersarla. El manso no es una persona complaciente, sino el discípulo de Cristo que ha aprendido a defender otra tierra bien distinta. Defiende su paz, defiende su relación con Dios, defiende sus dones, los dones de Dios, defendiendo la misericordia, la fraternidad, la confianza, la esperanza. Porque las personas mansas son personas misericordiosas, fraternas, confiadas y personas con esperanza.
Aquí debemos mencionar el pecado de la ira, un gesto violento cuyo impulso todos conocemos. ¿Quién no se ha enfadado alguna vez? Todos. Debemos volver al  revés la bienaventuranza y preguntarnos: ¿Cuántas cosas hemos destruido con la ira? ¿Cuántas cosas hemos perdido? Un momento de ira puede destruir muchas cosas; se pierde el control y no se valora lo que es realmente importante, y se puede arruinar la relación con un hermano, a veces sin remedio. Por la ira, tantos hermanos no se hablan, se alejan  uno del otro. Es lo contrario de la mansedumbre. La mansedumbre reúne, la ira separa.
La mansedumbre, en cambio, conquista muchas cosas. La mansedumbre es capaz de ganar el corazón, salvar amistades y mucho más, porque las personas se enfadan pero luego se calman, se replantean las cosas y vuelven sobre sus pasos, y  así se puede reconstruir con la mansedumbre.

La «tierra» a conquistar  con la mansedumbre es la salvación de aquel hermano del habla el mismo Evangelio de Mateo: «Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18, 15). No hay tierra más hermosa que el corazón de los demás, no hay territorio más bello que ganar que la paz reencontrada con un hermano. ¡Y esa es la tierra a heredar con la mansedumbre!

Palabras en español:

Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos hoy la Cuaresma, un camino de cuarenta días hacia la Pascua, hacia el corazón del año litúrgico. En este camino, tenemos presente los cuarenta días en que Jesús se retiró al desierto para orar y ayunar, y allí fue tentado por el diablo.
Hoy, Miércoles de Ceniza, reflexionamos sobre el significado espiritual del desierto.
Imaginemos que estamos en el desierto: nos alejamos de los ruidos, de todo lo que nos rodea habitualmente y un gran silencio nos envuelve. En el desierto hay ausencia de palabras, y así podemos hacer espacio para que el Señor nos hable al corazón: es el lugar de la Palabra de Dios. En el desierto, también nos alejamos de tantas realidades superfluas que nos rodean, aprendemos a “ayunar”, que es renunciar a cosas vanas para ir a lo esencial. Por último, el desierto es un lugar de soledad. Allí podemos encontrar y ayudar a tantos hermanos descartados y solos, que viven en el silencio y en la marginalidad.
El camino a través del desierto cuaresmal es un tiempo propicio en nuestra vida para apagar la televisión y abrir la Biblia; para desconectarnos del celular y conectarnos al Evangelio; para renunciar a tantas palabras y críticas inútiles para estar más tiempo con el Señor y dejar que transforme nuestro corazón.

2/25/20

“La tentación es compañera molesta y meritoria en mi vida terrena”

Padre Antonio Rivero, L.C.


PRIMER DOMINGO DE CUARESMA - Ciclo A
Textos: Génesis 2, 7-9; 3, 1-7: Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11

PRIMERO, UNA INTRODUCCIÓN A LA CUARESMA
Las lecturas dominicales del tiempo de Cuaresma muestran una organización muy bien pensada para conducirnos por el camino cuaresmal hacia la plenitud de la Pascua de Cristo. Nos muestran, en seis semanas, el camino catecumenal del cristiano hacia la Pascua. La séptima semana es ya Domingo de Ramos.
Las primeras lecturas del Antiguo Testamento nos presentan seis grandes momentos de la historia de la salvación, desde el principio hasta la llegada de Jesús. Aquí están los temas:
  1. La creación cósmica y el primer pecado de Adán y Eva.
  2. La vocación de Abrahán, que da origen al pueblo elegido.
  3. La marcha de Israel por el desierto, camino de la libertad plena, guiados por Moisés.
  4. La unción de David como rey de ese pueblo.
  5. La visión del profeta Ezequiel: de los huesos saldrá vida.
  6. El Siervo de Yahvé que se entregará para salvar a todos.
Las segundas lecturas, de Pablo, a veces complementan a modo de aplicación espiritual el mensaje de la primera lectura:
  1. Opone a la caída del primer Adán la victoria y la gracia del nuevo y definitivo
  2. Adán, Jesús.
  3. Junto a la vocación de Abrahán, nos habla de nuestra vocación cristiana.
  4. Será derramado el Espíritu sobre los creyentes.
  5. Nos invita a vivir como hijos de la luz.
  6. Nos invita también a vivir como resucitados.
Los evangelios tienen una línea clásica y nos presentan a Jesús como el modelo viviente del camino pascual.
  1. Jesús tentado y vencedor es nuestra victoria.
  2. Jesús se transfigura en el Tabor para darnos ánimo y subir al Calvario.
  3. Jesús es el agua viva para la samaritana.
  4. Jesús es la luz para el ciego de nacimiento.
  5. Jesús es la vida que recobra Lázaro.
Debemos vivir la Cuaresma unidos a Cristo en su dolor mediante la oración, la penitencia, el ayuno y las obras de misericordia. Sólo así nos hará partícipes de su Pascua.
Idea principal: la tentación es compañera de viaje aquí en la tierra.
Resumen del mensaje: Dios por amor crea al hombre y a la mujer para hacerles partícipes de su amor. El enemigo, envidioso del amor que Dios tenía a estas primeras creaturas humanas, les asedió con la más terrible de las tentaciones, la soberbia, “seréis como dioses”, invitándoles a que se desligaran de Dios como él había hecho. Ellos cayeron. Y las consecuencias fueron desastrosas, no sólo para ellos, sino para toda la humanidad, pues de ellos heredamos el pecado original, y los frutos del mismo: pecado y más pecado (primera lectura). Si creció el pecado, más abundante fue la gracia en Cristo Jesús que nos justificó (segunda lectura), venciendo al enemigo y haciéndonos partícipes de su victoria (evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, la tentación de nuestros primeros padres, Adán y Eva, fue diabólica. Nada menos que desterrar a Dios de sus vidas para ser como Dios, sin depender de nadie ni obedecer a nadie. Es el pecado de la soberbia que el enemigo inoculó en las facultades nobles que Dios había puesto en sus primeras creaturas para hacerles partícipes de su amor y ternura: mente para conocer a Dios, voluntad para elegir a Dios y servirle, y corazón para amarlo. La tristeza y la decepción de Dios Padre fue inmensa. No se esperaba eso. No se merecía eso.
En segundo lugar, menos mal que vino Jesús para enseñarnos a luchar contra las tentaciones y para darnos la fuerza para vencerlas. Las tres tentaciones de Jesús abarcan los tres campos atractivos para todos: el ansia de disfrutar, el deseo de vanidad y la ambición del poder. Tentaciones que atentaban su misión como Mesías y Salvador: llevarle a un mesianismo triunfal, fácil, favorable a sí mismo, con prestigio y poder. De todas estas tentaciones Jesús sale vencedor y se mantiene fiel y totalmente disponible al plan salvador de Dios, dándonos el ejemplo a seguir y la gracia para vencer, que pasará por la oración, el sacrificio y los sacramentos.
Finalmente, la Cuaresma es tiempo propicio para ir con Jesús al desierto y fortalecer los músculos de nuestra alma y así estar preparados para los embates de las tentaciones de nuestro enemigo. Nuestras tentaciones tienen el mismo sabor que las de Jesús, pues el enemigo conoce muy bien nuestro talón de Aquiles. ¿Queremos vencer las tentaciones? Aliémonos, como Jesús, a la Palabra de Dios que es espada bien afilada, hagamos ayuno de todo aquello que nos corrompe la voluntad y mancha la afectividad; alimentémonos con los sacramentos, y no hagamos caso a las mentiras y propuestas del enemigo.
Para reflexionar: Dice san Agustín: “¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete a ti mismo victorioso en él”. ¿Cuáles son tus tentaciones más frecuentes? ¿Qué medios pones para vencerlas?
Para rezar: recemos con el salmo 140, 1-9
1 Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo.
2 Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.
3 Coloca, Señor, una guardia en mi boca, un centinela a la puerta de mis labios;
4 no dejes inclinarse mi corazón a la maldad, a cometer crímenes y delitos; ni que con los hombres malvados participe en banquetes.
5 Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda, pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza; yo seguiré rezando en sus desgracias.
6 Sus jefes cayeron despeñados, aunque escucharon mis palabras amables;
7 como una piedra de molino, rota por tierra, están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.
8 Señor, mis ojos están vueltos a ti, en ti me refugio, no me dejes indefenso;
9 guárdame del lazo que me han tendido, de la trampa de los malhechores.

¿Qué significa el rito de las “Estaciones” cuaresmales?

LARISSA I. LÓPEZ


La Cuaresma en Roma comienza con el antiguo rito de las “Estaciones”, que el Papa Francisco presidirá el próximo día 26 de febrero de 2020, Miércoles de Ceniza, en la Iglesia de san Anselmo del Aventino, a las 16:30 horas.
La ceremonia consiste en una procesión penitencial, en detenerse en oración antes de emprender el peregrinaje diario en actitud de alabanza y oración, informa el Vicariato de Roma a través de una nota,
Tradición romana
Según la tradición, los fieles de Roma se detienen en una de las distintas iglesias del centro histórico donde los mártires dieron su vida o en las que se custodian sus reliquias. Además, se celebra la Misa, precedida de una procesión en la que se cantan las letanías de los santos.
“La peregrinación de una iglesia a otra nos ayuda a recorrer las calles de la ciudad, a redescubrir la antigua presencia de nuestros conciudadanos en la ciudad, a leer las huellas de su fe, de su vida eclesial, de su deseo de ser testigos que viven entre la gente, a captar su clamor, como insta a hacer el programa diocesano de este año”, explica el padre Giuseppe Midili, director de la Oficina Litúrgica de la Diócesis de Roma.
“Estaciones” y Misa
Efectivamente, la primera de las “Estaciones” cuaresmales está prevista para el Miércoles de Ceniza. Francisco comenzará esta liturgia en el templo de San Anselmo del Aventino, seguida de la procesión penitencial a la basílica de Santa Sabina.
A la procesión asistirán los cardenales, arzobispos, obispos, monjes benedictinos de San Anselmo, los padres dominicos de Santa Sabina y algunos fieles. Al final de la misma, en la basílica de Santa Sabina, se celebrará la Santa Misa con el rito de la bendición y la imposición de las cenizas.
Liturgia penitencial
El día después del Miércoles de ceniza, jueves 27 de febrero, el Santo Padre estará en la basílica de San Juan de Letrán para la tradicional liturgia penitencial del comienzo de la Cuaresma reservada al clero de la Diócesis de Roma.
Tras una meditación dirigida por el cardenal vicario cardenal Aneglo De Donatis, los sacerdotes se confesarán. Francisco también escuchará algunas confesiones y la celebración concluirá con sus palabras. Al final, ofrecerá como regalo un subsidio para las segundas lecturas de la Oficina de las Lecturas de Cuaresma.

2/24/20

«En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20)

Mensaje de Cuaresma del Papa

Queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos vuelve a conceder este año un tiempo propicio para prepararnos a celebrar con el corazón renovado el gran Misterio de la muerte y resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana personal y comunitaria. Debemos volver continuamente a este Misterio, con la mente y con el corazón. De hecho, este Misterio no deja de crecer en nosotros en la medida en que nos dejamos involucrar por su dinamismo espiritual y lo abrazamos, respondiendo de modo libre y generoso.
  1. El Misterio pascual, fundamento de la conversión
La alegría del cristiano brota de la escucha y de la aceptación de la Buena Noticia de la muerte y resurrección de Jesús: el kerygma. En este se resume el Misterio de un amor «tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo» (Exhort. ap. Christus vivit, 117). Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En cambio, si preferimos escuchar la voz persuasiva del «padre de la mentira» (cf. Jn 8,45) corremos el riesgo de hundirnos en el abismo del sinsentido, experimentando el infierno ya aquí en la tierra, como lamentablemente nos testimonian muchos hechos dramáticos de la experiencia humana personal y colectiva.
Por eso, en esta Cuaresma 2020 quisiera dirigir a todos y cada uno de los cristianos lo que ya escribí a los jóvenes en la Exhortación apostólica Christus vivit: «Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez» (n. 123). La Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por el poder del Espíritu Santo es siempre actual y nos permite mirar y tocar con fe la carne de Cristo en tantas personas que sufren.
  1. Urgencia de conversión
Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad.
Así pues, en este tiempo favorable, dejémonos guiar como Israel en el desierto (cf. Os 2,16), a fin de poder escuchar finalmente la voz de nuestro Esposo, para que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros. No dejemos pasar en vano este tiempo de gracia, con la ilusión presuntuosa de que somos nosotros los que decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Él.
  1. La apasionada voluntad de Dios de dialogar con sus hijos
El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. A pesar de la presencia —a veces dramática— del mal en nuestra vida, al igual que en la vida de la Iglesia y del mundo, este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros. En Jesús crucificado, a quien «Dios hizo pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21), ha llegado esta voluntad hasta el punto de hacer recaer sobre su Hijo todos nuestros pecados, hasta “poner a Dios contra Dios”, como dijo el papa Benedicto XVI (cf. Enc. Deus caritas est, 12). En efecto, Dios ama también a sus enemigos (cf. Mt 5,43-48).
El diálogo que Dios quiere entablar con todo hombre, mediante el Misterio pascual de su Hijo, no es como el que se atribuye a los atenienses, los cuales «no se ocupaban en otra cosa que en decir o en oír la última novedad» (Hch 17,21). Este tipo de charlatanería, dictado por una curiosidad vacía y superficial, caracteriza la mundanidad de todos los tiempos, y en nuestros días puede insinuarse también en un uso engañoso de los medios de comunicación.
  1. Una riqueza para compartir, no para acumular sólo para sí mismo
Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría.
Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía. Por este motivo, en la Cuaresma de 2020, del 26 al 28 de marzo, he convocado en Asís a los jóvenes economistas, empresarios y change-makers, con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual. Como ha repetido muchas veces el magisterio de la Iglesia, la política es una forma eminente de caridad (cf. Pío XI, Discurso a la FUCI, 18 diciembre 1927). También lo será el ocuparse de la economía con este mismo espíritu evangélico, que es el espíritu de las Bienaventuranzas.
Invoco la intercesión de la Bienaventurada Virgen María sobre la próxima Cuaresma, para que escuchemos el llamado a dejarnos reconciliar con Dios, fijemos la mirada del corazón en el Misterio pascual y nos convirtamos a un diálogo abierto y sincero con el Señor. De este modo podremos ser lo que Cristo dice de sus discípulos: sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14).