8/29/18

Viaje apostólico del Papa a Irlanda



Durante la estancia de Francisco en Irlanda, iremos actualizando esta agenda con los discursos, homilías, etc., que el Papa dirija, así como vídeos de los actos más significativos.

Agenda

Sábado, 25 de agosto de 2018
Roma-Dublín
08.15 − Salida en avión de Roma/Fiumicino hacia Dublín. Saludo del Papa a los periodistas en el vuelo a Dublín.
10.30 − Llegada al aeropuerto internacional de Dublín.
Recibimiento oficial.
10.45 − Traslado a Áras an Uachtaráin.
11.15 − Llegada a la residencia presidencial.
Ceremonia de bienvenida ante la entrada principal de la residencia.
11.30 − Visita de cortesía al Presidente en la residencia oficial.
12:00 − Traslado al Castillo de Dublín.
12.10 − Llegada al Castillo de Dublín.
Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el Castillo de Dublín. Discurso del Santo Padre.
15.30 − Llegada a la Procatedral de Santa María.
Visita a la catedral. Discurso del Santo Padre.
16.15 − Traslado al centro de acogida de los padres capuchinos.
16.30 − Visita privada al centro de acogida para familias sin hogar. Saludo del Santo Padre.
19.30 − Llegada al estadio Croke Park.
19.45 − Fiesta de las familias en el estadio Croke Park. Discurso del Santo Padre.
Domingo, 26 de agosto de 2018
Dublín-Knock − Dublín-ROMA
08.40 − Salida en avión hacia Knock.
09.20 − Llegada al aeropuerto de Knock.
Traslado inmediato al Santuario.
09.45 − Llegada al Santuario de Knock.
Visita a la Capillita del Santuario de Knock.
Ángelus en la explanada del Santuario. Alocución del Santo Padre.
10:45 − Traslado al aeropuerto de Knock.
11.10 − Llegada al aeropuerto de Knock.
11.15 − Salida en avión hacia Dublín.
11.50 − Llegada al aeropuerto de Dublín.
Almuerzo con el séquito papal.
14.30 − Llegada al Parque Fénix.
15.00 − Santa Misa en el Parque Fénix. Alocución, homilía y agradecimiento del Santo Padre.
Encuentro con los obispos en el convento de las Hermanas Dominicas. Discurso del Santo Padre.
18.30 − Llegada al aeropuerto.
Ceremonia de despedida.
18.45 − Salida en avión hacia Roma/Ciampino.
23.00 − Llegada al aeropuerto de Roma/Ciampino.
Huso horario
Roma: +2h UTC
Dublín (Irlanda): +1h UTC
Knock (Irlanda): +1h UTC

Iglesia llamada a “salir” para llevar las palabras de vida eterna

Homilía del Papa en Dublín

«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). 
En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias, nos reunimos como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al Señor por tantas bendiciones que ha derramado en nuestras familias. Queremos comprometernos a vivir plenamente nuestra vocación para ser, según las conmovedoras palabras de santa Teresa del Niño Jesús, «el amor en el corazón de la Iglesia». 
En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Señor, es bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente de todo lo bueno que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela el origen de estas bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de ellos estaban desolados, confusos y también enfadados, debatiendo sobre aceptar o no sus “palabras duras”, tan contrarias a la sabiduría de este mundo. Como respuesta, el Señor les dice directamente: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63). 
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente última de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos días: el Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en los corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado, nuestro Consolador y quien verdaderamente nos da valentía. 
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa de Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar, que podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo para los demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmente para aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud” (cf. Jos 24,17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la libertad. 
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es una participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su esposa, la Iglesia (cf. Ef 5,32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor, como Cristo nos ha amado (cf. Ef 5,2), supone la imitación de su propio sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo, que es encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a través del testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada generación, de derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y hacer de nosotros lo que desde siempre estamos destinados a ser: una única familia humana que vive junta en la justicia, la santidad y la paz. 
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin embargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad y decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en métodos tácticos o planes estratégicos, sino en una humilde y liberadora docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al nacimiento de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente perenne de renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de Dios. 
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena Noticia, que “murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san Columbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la hostilidad. 
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la desilusión, el rechazo o la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad. 
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor nos pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6,67). Con la fuerza del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado, podemos responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (v. 69). Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24,18). 
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano es enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf. Evangelii gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir” para llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que nuestra celebración de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, padres y abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religiosas, contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, para compartir la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la familia como alegría para el mundo. 
Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio camino, renovemos nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha llamado. Haciendo nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría: «Cristo en mí, Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí». (Aplausos al Papa) Con la alegría y la fuerza conferida por el Espíritu Santo, digámosle con confianza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). (Aplausos)

8/25/18

El Papa insiste en proteger a los menores y a los ‘no nacidos’

Discurso al Primer Ministro y a las autoridades civiles

Taoiseach (Primer Ministro), Miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático, Señoras y señores: 
Al comienzo de mi visita en Irlanda, agradezco la invitación para dirigirme a esta distinguida Asamblea, que representa la vida civil, cultural y religiosa del país, junto al Cuerpo diplomático y a los demás asistentes. Doy las gracias por la acogida amistosa que me ha dispensado el Presidente de Irlanda y que refleja la tradición de cordial hospitalidad por la que los irlandeses son conocidos en todo el mundo. Valoro además la presencia de una delegación de Irlanda del Norte. Agradezco, señor Primer Ministro, sus palabras.
Como sabéis, la razón de mi visita es la participación en el Encuentro Mundial de las Familias, que se realiza este año en Dublín. La Iglesia es efectivamente una familia de familias, y siente la necesidad de ayudar a las familias en sus esfuerzos para responder fielmente y con alegría a la vocación que Dios les ha dado en la sociedad. Este Encuentro es una oportunidad para las familias, no solo para que reafirmen su compromiso de fidelidad amorosa, de ayuda mutua y de respeto sagrado por el don divino de la vida en todas sus formas, sino también para que testimonien el papel único que ha tenido la familia en la educación de sus miembros y en el desarrollo de un sano y próspero tejido social. 
Me gusta considerar el Encuentro Mundial de las Familias como un testimonio profético del rico patrimonio de valores éticos y espirituales, que cada generación tiene la tarea de custodiar y proteger. No hace falta ser profetas para darse cuenta de las dificultades que las familias tienen que afrontar en la sociedad actual, que evoluciona rápidamente, o para preocuparse de los efectos que la quiebra del matrimonio y la vida familiar comportarán, inevitablemente y en todos los niveles, en el futuro de nuestras comunidades. La familia es el aglutinante de la sociedad; su bien no puede ser dado por supuesto, sino que debe ser promovido y custodiado con todos los medios oportunos. 
Es en la familia donde cada uno de nosotros ha dado los primeros pasos en la vida. Allí hemos aprendido a convivir en armonía, a controlar nuestros instintos egoístas, a reconciliar las diferencias y sobre todo a discernir y buscar aquellos valores que dan un auténtico sentido y plenitud a la vida. Si hablamos del mundo entero como de una única familia, es porque justamente reconocemos los nexos de la humanidad que nos unen e intuimos la llamada a la unidad y a la solidaridad, especialmente con respecto a los hermanos y hermanas más débiles. Sin embargo, nos sentimos a menudo impotentes ante el mal persistente del odio racial y étnico, ante los conflictos y violencias intrincadas, ante el desprecio por la dignidad humana y los derechos humanos fundamentales y ante la diferencia cada vez mayor entre ricos y pobres. Cuánto necesitamos recobrar, en cada ámbito de la vida política y social, el sentido de ser una verdadera familia de pueblos. Y de no perder nunca la esperanza y el ánimo de perseverar en el imperativo moral de ser constructores de paz, reconciliadores y protectores los unos de los otros. 
Aquí en Irlanda dicho desafío tiene una resonancia particular, cuando se considera el largo conflicto que ha separado a hermanos y hermanas que pertenecen a una única familia. Hace veinte años, la Comunidad internacional siguió con atención los acontecimientos de Irlanda del Norte, que llevaron a la firma del Acuerdo del Viernes Santo. El Gobierno irlandés, junto con los líderes políticos, religiosos y civiles de Irlanda del Norte y el Gobierno británico, y con el apoyo de otros líderes mundiales, dio vida a un contexto dinámico para la pacífica resolución de un conflicto que causó enormes sufrimientos en ambas partes. Podemos dar gracias por las dos décadas de paz que han seguido a ese Acuerdo histórico, mientras que manifestamos la firme esperanza de que el proceso de paz supere todos los obstáculos restantes y favorezca el nacimiento de un futuro de concordia, reconciliación y confianza mutua. 
El Evangelio nos recuerda que la verdadera paz es en definitiva un don de Dios; brota de los corazones sanados y reconciliados y se extiende hasta abrazar al mundo entero. Pero también requiere de nuestra parte una conversión constante, fuente de esos recursos espirituales necesarios para construir una sociedad realmente solidaria, justa y al servicio del bien común. Sin este fundamento espiritual, el ideal de una familia global de naciones corre el riesgo de convertirse solo en un lugar común vacío. ¿Podemos decir que el objetivo de crear prosperidad económica conduce por sí mismo a un orden social más justo y ecuánime? ¿No podría ser en cambio que el crecimiento de una “cultura del descarte” materialista, nos ha hecho cada vez más indiferentes ante los pobres y los miembros más indefensos de la familia humana, incluso de los no nacidos, privados del derecho a la vida? Quizás el desafío que más golpea nuestras conciencias en estos tiempos es la enorme crisis migratoria, que no parece disminuir y cuya solución exige sabiduría, amplitud de miras y una preocupación humanitaria que vaya más allá de decisiones políticas a corto plazo. 
Soy consciente de la condición de nuestros hermanos y hermanas más vulnerables —pienso especialmente en las mujeres que en el pasado han sufrido situaciones de particular dificultad y a los huérfanos de entonces—. Considerando la realidad de los más vulnerables, no puedo dejar de reconocer el grave escándalo causado en Irlanda por los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia encargados de protegerlos y educarlos. El fracaso de las autoridades eclesiásticas —obispos, superiores religiosos, sacerdotes y otros— al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes ha suscitado justamente indignación y permanece como causa de sufrimiento y vergüenza para la comunidad católica. Yo mismo comparto estos sentimientos. Mi predecesor, el Papa Benedicto, no escatimó palabras para reconocer la gravedad de la situación y solicitar que fueran tomadas medidas «verdaderamente evangélicas, justas y eficaces» en respuesta a esta traición de confianza (cf. Carta pastoral a los Católicos de Irlanda, 10). Su intervención franca y decidida sirve todavía hoy de incentivo a los esfuerzos de las autoridades eclesiales para remediar los errores pasados y adoptar normas severas, para asegurarse de que no vuelvan a suceder. 
Cada niño es, en efecto, un regalo precioso de Dios que hay que custodiar, animar para que despliegue sus cualidades y llevar a la madurez espiritual y a la plenitud humana. La Iglesia en Irlanda ha tenido, en el pasado y en el presente, un papel de promoción del bien de los niños que no puede ser ocultado. Deseo que la gravedad de los escándalos de los abusos, que han hecho emerger las faltas de muchos, sirva para recalcar la importancia de la protección de los menores y de los adultos vulnerables por parte de toda la sociedad. En este sentido, todos somos conscientes de la urgente necesidad de ofrecer a los jóvenes un acompañamiento sabio y valores sanos para su camino de crecimiento. 
Queridos amigos: 
Hace casi noventa años, la Santa Sede estuvo entre las primeras instituciones internacionales que reconocieron el libre Estado de Irlanda. Aquella iniciativa señaló el principio de muchos años de armonía y colaboración solícita, con una única nube pasajera en el horizonte. Recientemente, gracias a un esfuerzo intenso y a la buena voluntad por ambas partes se ha llegado a un restablecimiento esperanzador de aquellas relaciones amistosas para el bien recíproco de todos. 
Los hilos de aquella historia se remontan a más de mil quinientos años atrás, cuando el mensaje cristiano, predicado por Paladio y Patricio, echó sus raíces en Irlanda y se volvió parte integrante de la vida y la cultura irlandesa. Muchos “santos y estudiosos” se sintieron inspirados a dejar estas costas y llevar la nueva fe a otras tierras. Todavía hoy, los nombres de Columba, Columbano, Brígida, Galo, Killian, Brendan y muchos otros son honrados en Europa y en otros lugares. En esta isla el monacato, fuente de civilización y creatividad artística, escribió una espléndida página de la historia de Irlanda y del mundo. 
Hoy, como en el pasado, hombres y mujeres que habitan este país se esfuerzan por enriquecer la vida de la nación con la sabiduría nacida de la fe. Incluso en las horas más oscuras de Irlanda, ellos han encontrado en la fe la fuente de aquella valentía y aquel compromiso que son indispensables para forjar un futuro de libertad y dignidad, justicia y solidaridad. El mensaje cristiano ha sido parte integrante de tal experiencia y ha dado forma al lenguaje, al pensamiento y a la cultura de la gente de esta isla. 
Rezo para que Irlanda, mientras escucha la polifonía de la discusión político-social contemporánea, no olvide las vibrantes melodías del mensaje cristiano que la han sustentado en el pasado y puedan seguir haciéndolo en el futuro. 
Con este pensamiento, invoco cordialmente sobre vosotros y sobre todo el querido pueblo irlandés bendiciones divinas de sabiduría, alegría y paz. 
Gracias. 

8/23/18

Yo también pido perdón por los abusos de Pensilvania

Será con santidad personal como contribuiremos a la edificación del pueblo de Dios y como prevendremos estos hechos
Todos los católicos seguramente nos hemos conmovido por la carta que el Papa Francisco dirigió el 20 de abril a todo el pueblo de Dios, porque en ella se ve el corazón de un padre que con gran dolor se abre para hacer partícipe a los fieles católicos de sus sentimientos interiores.
Los que queremos a la Iglesia como nuestra Madre nos estamos interrogando qué está pasando. Ahora es en Pensilvania, hace unos meses fue en Chile. Antes fue en Irlanda y en Australia, y hace más de quince años ocurrió otra vez en Estados Unidos. Con temor nos preguntamos: ¿cuándo acabará esto? ¿Cuál es el siguiente país? No tengo la respuesta a estas cuestiones. Ya vendrán los historiadores que analizarán documentos y archivos y explicarán lo que ahora desconocemos. Lo que quiero es responder a otra duda: ¿cómo me afecta esto?
En primer lugar, debemos ejercer la compasión. Porque somos parte del mismo organismo vivo (el Cuerpo Místico de Cristo), cuando un miembro de la Iglesia sufre (en este caso las mil víctimas de Pensilvania), todos sufrimos. «Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu». Todos debemos compartir el sufrimiento de aquellas inocentes víctimas. «Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos».
En segundo lugar, asumiendo nuestra responsabilidad colectiva, y por ello hemos de pedir perdón a la sociedad. Yo no he visitado nunca Estados Unidos, por lo que es obvio que no he causado ningún mal, ni directo ni indirecto (por la ocultación o cualquier otra forma de complicidad) con las víctimas de este caso. Pero como dice el Papa, «es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios». Yo también tengo una responsabilidad en estos terribles sucesos, quizá porque no soy lo suficientemente entregado a Dios. Por eso yo también debo pedir perdón.
Quizá para prevenir la tentación de no sentirse interpelados, Francisco advierte contra el mal clericalismo, que define como la actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente», y cuya consecuencia es que «genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos». Sería clericalismo no sentirse interpelados, pensar que estos problemas, aun reconociendo su gravedad, suceden muy lejos de nuestros hogares y no afectan al discurrir de nuestra vida cristiana. Todos estamos llamados a construir la Iglesia.
¿Cómo colaboramos en esta tarea? El Papa nos da una respuesta: «invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor (esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno, Mt 17,21)». Será con santidad personal como contribuiremos a la edificación del pueblo de Dios y como prevendremos estos hechos. Dios no abandona a su Iglesia, y es Él quien hace surgir santos en los momentos más delicados de la historia de la Iglesia. Cada uno de nosotros debe dar un paso adelante ahora. Como dijo San Josemaría, “estas crisis mundiales son crisis de santos” (Camino, 301).
Pedro María Reyes, en religion.elconfidencialdigital.com.

Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, 24 de agosto

Fundadora de las Adoratrices del Santísimo Sacramento

«Frente a la crítica mordaz de una sociedad hipócrita que daba la espalda a la mujer prostituida, esta aristócrata, enamorada de Cristo, acogió a las jóvenes que penetraron en ese oscuro mundo. Es fundadora de las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad» 
Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, vizcondesa de Jorbalán, fue señalada por Dios para dedicarse por entero a la educación de niñas, y a la restauración de mujeres atrapadas en las redes de la prostitución, abandonando las prebendas de su noble ascendencia. Vino al mundo en Madrid, España, el 1 de enero de 1809. Y de acorde a su gran posición económica y social, se formó en el colegio de las ursulinas de Pau, Francia; su madre añadió la enseñanza de tareas prácticas y útiles para la vida cotidiana. Hasta la muerte de su padre, que la obligó a regresar a España, e incluso después de ésta, no parecía estar abocada a la consagración. Su madre le había transmitido su piedad, experimentaba una devoción por la Eucaristía, pero no la llamada a una vocación. Era una mujer de impactante personalidad, distinguida, alegre, enérgica, conciliadora, buena conversadora, con altas dotes organizativas. Se ocupaba de las necesidades ajenas en constantes actos de caridad implicando en ellos a personas de su alcurnia; acogía en su casa a niñas pobres y atendía a los enfermos.
No descartaba el matrimonio. De hecho, entre otros enamoramientos, uno se estableció más firmemente en su corazón ya que fue novia durante tres años del hijo de un marqués. Pero una serie de desgracias encadenadas le indujeron a romper su compromiso: la muerte de su padre y de un hermano, la grave enfermedad de una hermana y destierro de otra… En 1841 al perder a su madre, eligió como tal a la Virgen. Es decir que en su vida se manifestaban dos vías que, aunque divergentes entre sí, no dejaban fuera de juego la llama del amor divino. Tanto en Madrid como en París y Bruselas iba quedando el rastro de su caridad con los desfavorecidos. Al tiempo prodigaba su presencia en convites, paseos, teatro, tertulias, baile, etc. Generalmente aceptaba los compromisos para complacer a su familia, pero tampoco le disgustaban del todo. Hallándose en París en 1846 se sumergió en ese mundo de oropeles y vanidades; por algo lo denominó «año perdido». Tenía carácter, y un pronto fuerte la dominaba. No escondía sus apegos, como el que tuvo a su caballo, pero se esforzaba en luchar contra sus tendencias sin escatimar sacrificios, y no tardarían en irse viendo los frutos.
En 1847 tras unos ejercicios espirituales efectuados a instancias del que fuera confesor de su madre, el jesuita padre Carasa, se sintió llamada a cumplir la voluntad de Dios. Comenzó a dedicar a la oración entre cinco y siete horas diarias movida por afán de penitencia. No pudiendo eludir su participación en eventos sociales, rogaba a Dios que la preservase en ellos de cualquier pecado, aunque fuese venial. Debajo de elegantes vestiduras ocultaba cilicios. A finales de ese año todavía vestía ricamente. Al confesarse el sacerdote percibió el crujido de las prendas que llevaba: «Viene usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios», le dijo. «Son las sayas», respondió. «¡Pues, quíteselas usted!». Se vistió como un adefesio, tanto que el presbítero le instó a no llegar a ese extremo; únicamente debía limitarse a vestir sin estridencias.
En 1848 el padre Carasa fue el detonante de otra experiencia que marcaría su vida. Le presentó a una persona de su confianza, María Ignacia Rico de Grande, quien la llevó de visita al hospital de San Juan de Dios. Allí se fijó consternada en la cantidad de jóvenes que ejercían la prostitución, a la que habían llegado por distintos motivos. Tuvo que vencer la repugnancia que sentía ante las huellas que el ejercicio de esa actividad había dejado en sus cuerpos macerados. Supo que si terrible era su estado físico, no lo era menos la soledad y desamparo que les esperaba al salir del hospital en una sociedad hipócrita que las había empujado por ese camino arrancándoles su honor y dignidad, y después les daba cruelmente la espalda. De modo que abrió una casa para las pobres descarriadas que fue recogiendo.
En 1850 se fue a vivir con ellas. La noticia fue un azote para los círculos en los que se movía. Le cerraron las puertas, fue vituperada, incomprendida, calumniada, no solo por los que formaban parte del selecto ambiente al que pertenecía; también fue criticada y perseguida por miembros de la Iglesia. Hasta le retiraron el permiso para tener el Santísimo Sacramento, clave de su vida y quehacer. Algunas de las muchachas que había acogido y otras personas la acusaron sin fundamento, dando alas a murmuraciones y chismes diversos. El padre Carasa le negó el saludo. No se defendió; se limitó a orar y a dar gracias a Dios. Fue amenazada por algunos proxenetas, e incluso querían darle muerte. Nada la detuvo. Vendió las joyas heredadas a menor costo de lo que valían, se desprendió de su caballo, pidió limosna, y no se le cayeron los anillos, como suele decirse, para sacar adelante su obra. En 1854 recibió ayuda económica de la beneficencia. Dos años más tarde, con el apoyo y consejo de san Antonio María Claret, nació la fundación y tomó el nombre de Madre Sacramento. Puso en sus casas esta consigna: «Mi providencia y tu fe mantendrán la casa en pie».
El padre Claret la ayudó en lo concerniente a las constituciones y bajo su amparo creció progresivamente su vida espiritual; otros directores espirituales anteriores no la habían comprendido. Emitió sus primeros votos en 1859, y comenzó la expansión de la obra en medio de muchas dificultades externas e internas. «Dudo yo que haya superiora ni más acusada, ni más calumniada, ni más reconvenida»,reconoció. En junio de 1860 profesó los votos perpetuos. Cuando el cólera asaltó de nuevo a España en 1865 se hallaba en Valencia, y tuvo la impresión de que podía llegarle su hora. Había ido, como en otras ocasiones, a asistir y consolar a los que contrajeron la enfermedad en epidemias similares. Entonces salió indemne, pero ese año la enfermedad se cebó también en ella causándole la muerte el 24 de agosto. Pío XI la beatificó el 7 de julio de 1925 y la canonizó el 4 de marzo de 1934.
ISABEL ORELLANA VILCHES en zenit.org

Santa Rosa de Lima

Patrona de Lima, América, Filipinas e Indias Orientales

«Primera canonizada de América. Compartió sus obras de caridad con san Martín de Porres e influyó en la vida de diversos santos. Es la patrona de Lima, América, Filipinas e Indias Orientales, de la policía nacional de Perú y de las fuerzas armadas argentinas»
Nacida en Lima, Perú, el 20 de abril de 1586, sufrió por su belleza a la que debía el nombre de Rosa, aunque en el bautismo se le impuso el de Isabel. Fue una india que mecía su cuna quién un día reparó en la finura de sus facciones, su tez blanca que realzaba el sonrosado color de sus mejillas enmarcando el ovalo de un rostro coronado por rubios cabellos, y decidió llamarla como la flor. Con el tiempo completó su atractivo una espigada estatura. Pertenecía a una familia numerosa compuesta por trece hermanos, que se trasladó a Quives por motivos laborales del cabeza de familia, un portorriqueño que trabajaba en un oficio relacionado con el refinamiento de la plata.
Recibió la confirmación de manos del arzobispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo y en ese momento ratificó el nombre de Rosa sin que nadie lo hubiese mencionado antes, ya que por él era conocida la joven. Más tarde, ella confió a un dominico que hubiera preferido ser denominada por el de pila, ya que Rosa aludía a la hermosura, de la que tendía a huir. Él le hizo ver que su alma era una rosa de la Virgen, y como tal debía custodiarla. A partir de entonces llevó gozosa el de Rosa de Santa María que ofreció a Nuestra Señora del Rosario ante cuya imagen solía orar cuando acudía a la iglesia de santo Domingo.
De todos modos, durante años hizo todo lo posible para que la belleza con la que estaba adornada no fuese objeto de atención y tropiezo ni para ella ni para nadie. Ideó diversas formas para desembarazarse de ese ornato natural que recuerdan a prácticas de mortificación clásicas en un periodo de la historia de la ascética. Se clavaba una horquilla en la cabeza para castigar su vanidad, se aplicaba ungüentos corrosivos en las manos para afearlas, se cubría el rostro con un velo tupido, o bien se cortaba los hermosos cabellos de raíz por el hecho de verlos ensalzados. Al final, aunque estos actos le ayudaban a progresar espiritualmente, comprendió que ese no era el camino; que todo sacrificio y mortificación era vano si no hacía entrega cabal de los defectos que le dominaban, como su orgullo. Vio la sutileza y el peligro que puede quedar agazapado también en ciertos ejercicios de ayuno. Así que, puso todo su empeño en dominar sus pasiones, ejercitándose en la vivencia de las virtudes. Aceptó humildemente las indicaciones paternas, y aún contrariándole y sabiéndose incomprendida las asumió con toda humildad y paciencia. Solamente las contravino en lo que era sagrado para ella: su voto de plena consagración a Dios. Su familia insistía para que contrajese matrimonio, incluso fue cortejada por jóvenes de la alta sociedad limeña, pero mucho antes ya había labrado el huerto, bordaba para ayudar económicamente a la familia y aceptaba las dificultades del día a día, todo con afán de agradar a su amado; era a lo que su espíritu tendía.
Desde niña rezaba a la Virgen con auténtica devoción. En una ocasión en la que se encomendaba a Ella, entendió que el Niño Jesús le decía: «Rosa, conságrame a Mí todo tu amor». No lo olvidó ni un instante. Su ideal de santidad, junto a Santo Domingo, era santa Catalina de Siena a la que eligió como modelo para su vida. A los 25 años se comprometió como terciaria dominica. Era muy inteligente. Poseía gran agudeza espiritual, como revelaron los testigos de su proceso. Sus escritos rezuman la hondura mística que jalonó su vida. Supo reflejar admirablemente los peldaños del ascenso espiritual que marcaron su trayectoria, incluidos quince años de aridez. Vivió centrada en la oración y las mortificaciones: ayunaba casi a diario, se abstenía de beber, dormía sobre un lecho de tablas con un palo como almohada, etc. Su morada era una humilde cabaña que erigió en el huerto familiar con ayuda de su hermano Hernando. Y la disciplina que puso sobre la cabeza, una cinta de plata que simulaba una corona de espinas, ya que estaba conformada nada menos que con 3 hileras de 33 puntas; desde que se la colocó la mantuvo hasta el fin de sus días. Su atuendo era una túnica blanca, un manto y velo negros.
Fue paciente, comprensiva y misericordiosa con todos los que la vituperaron y se burlaron de ella. Auxiliaba a los pobres, indígenas, mestizos, y enfermos, a los que atendía en su casa y les animaba a convertirse. Prestó gran ayuda a san Martín de Porres en su acción caritativa. Tanto amor se traslucía en su rostro y en sus palabras. El Domingo de Ramos de 1617, unos meses antes de morir, en la capilla del Rosario se produjo su «desposorio místico». No le dieron la palma que esperaba llevar en procesión. Y temiendo que fuese debido a alguna ofensa contra Dios que hubiera podido cometer, se postró ante la imagen de María. Entonces el Niño Jesús le dijo: «Rosa de Mi Corazón, Yo te quiero por Esposa». Ella respondió: «Aquí tienes Señor a tu humilde esclava. Tuya soy y Tuya seré».
Al igual que le sucedió a otros santos, también Rosa fue interrogada por la Inquisición que no pudo alegar nada en contra de ella, puesto que solo apreciaron su excelsa virtud. Fue adornada con dones de penetración de espíritus y profecía. Vaticinó la fundación del monasterio de Santa Catalina de Siena con todo lujo de detalles, la fecha de su muerte y el ingreso de su madre en un monasterio, hecho que se produjo tiempo después de su fallecimiento. La última etapa de su vida la pasó en casa de Gonzalo de Massa, un hombre destacado del gobierno virreinal que la acogió como a una hija. Allí se reunían en torno a ella personas de lo más granado de la sociedad limeña a las que evangelizaba. En ese lugar se erigió después el monasterio que lleva su nombre. Rosa sufrió un ataque de hemiplejía, y cuando su salud se agravó, musitaba: «Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor». Murió a los 31 años con fama de santidad el 24 de agosto de 1617. Clemente IX la beatificó el 15 de abril de 1668. Y Clemente X la canonizó el 12 de abril de 1671.
ISABEL ORELLANA VILCHES en zenit.org

8/22/18

“Si un miembro sufre, todos sufren con él”


Porque estas palabras resuenan con fuerza al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas.
«Si un miembro sufre, todos sufren con él»(1Co 12,26). Estas palabras de San Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que causa hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no. Mirando al pasado, nunca será suficiente todo lo que se haga para pedir perdón y procurar reparar el daño causado. Mirando al futuro, nunca será bastante todo lo que se haga para crear una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren lugar donde ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.

1. Si un miembro sufre

En los últimos días se ha dado a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas de abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente 70 años. Si bien se puede decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza esas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esa cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”.
El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad, cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que decimos con nuestra voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces Cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison −Señor, sálvanos (cfr. Mt 8,25)» (Novena Estación).

2. Todos sufren con él

La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige afrontar este hecho de manera global y comunitaria. Aunque es importante y necesario en todo camino de conversión tomar nota de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cfr. Evangelii gaudium, 228).
Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2Co 11,14)» (Gaudete et exsultate, 165). La llamada de San Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del mundo para garantizar y crear las mediaciones necesarias que den seguridad y protejan la integridad de niños y adultos en estado de vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del respeto en el presente y en el futuro.
Junto a esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Esa transformación exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a San Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y del ayuno siguiendo el mandato del Señor[1], que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del respeto y del “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.
Es imposible imaginar una conversión del obrar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, posturas teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2]. Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia −tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia− como es el clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente»[3]. El clericalismo, favorecido tanto por los sacerdotes como por los laicos, crea una escisión en el cuerpo eclesial que favorece y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esa conciencia de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde dentro.
Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y real transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que, como Iglesia, podamos reconocer y condenar con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e incluso por los que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia del pecado nos ayuda a reconocer los errores, delitos y heridas causadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se convierte en raíz de esos males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía San Pablo. Por medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esa postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos producen estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), procurando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto de 2018
Francisco

Respetar el nombre del Señor

El Papa en la Audiencia General

Continuamos las catequesis sobre los mandamientos y afrontamos hoy el mandamiento «No pronunciarás en vano el nombre del Señor, tu Dios» (Ex 20,7). Justamente leemos esta Palabra como la invitación a no ofender el nombre de Dios y evitar usarlo inoportunamente. Este claro significado nos prepara para profundizar más en esas preciosas palabras, a no usar el nombre de Dios en vano, inoportunamente.
Escuchémoslas mejor. La versión «No pronunciarás» traduce una expresión que significa literalmente, tanto en hebreo como en griego, «no tomarás, no cargarás».
La expresión «en vano» es más clara y quiere decir: «de vacío, vanamente». Hace referencia a un envoltorio vacío, a una forma carente de contenido. Es la característica de la hipocresía, del formalismo y de la mentira, del usar las palabras o usar el nombre de Dios, pero vacío, sin verdad.
El nombre en la Biblia es la verdad íntima de las cosas y sobre todo de las personas. El nombre representa a menudo la misión. Por ejemplo, Abraham en el Génesis (cfr. 17,5) y Simón Pedro en los Evangelios (cfr. Jn 1,42) reciben un nombre nuevo para indicar el cambio de dirección de su vida. Y conocer verdaderamente el nombre de Dios lleva a la transformación de la propia vida: desde el momento en que Moisés conoce el nombre de Dios su historia cambia (cfr. Ex 3,13-15).
El nombre de Dios, en los ritos judíos, viene proclamado solemnemente el Día del Gran Perdón, y el pueblo es perdonado porque, por medio del nombre, se pone en contacto con la vida misma de Dios que es misericordia.
Entonces “tomar el nombre de Dios” quiere decir asumir su realidad, entrar en una relación fuerte, en una relación estrecha con Él. Para los cristianos, este mandamiento es un aviso para recordarnos que hemos sido bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», como afirmamos cada vez que hacemos la señal de la cruz, para vivir nuestras acciones diarias en comunión sentida y real con Dios, o sea, en su amor. Y sobre esto, hacer la señal de la cruz, quisiera repetir otra vez: enseñad a los niños a hacer la señal de la cruz. ¿Habéis visto cómo lo hacen los niños? Si dices a los niños: “Haced la señal de la cruz”, hacen algo que no saben lo que es. ¡No saben hacer la señal de la cruz! Enseñadles a hacer “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. El primer acto de fe de un niño. Tarea para vosotros, tarea para hacer: enseñar a los niños a hacer la señal de la cruz.
Nos podemos preguntar: ¿es posible tomar el nombre de Dios de manera hipócrita, como una formalidad, de vacío? La respuesta es desgraciadamente positiva: sí, es posible. Se puede vivir una relación falsa con Dios. Jesús lo decía de aquellos doctores de la ley; hacía cosas, pero no lo que Dios quería. Hablaban de Dios, pero no hacían la voluntad de Dios. Y el consejo que da Jesús es: “Haced lo que dicen, pero no lo que hacen”. Se puede vivir una relación falsa con Dios, como aquella gente. Y estas palabras del Decálogo son precisamente la invitación a un trato con Dios que no sea falso, sin hipocresías, a una relación donde nos encomendamos a Él con todo lo que somos. En el fondo, hasta el día en que no arriesguemos la existencia por el Señor, comprobando que en Él se encuentra la vida, hacemos solo teorías.
Ese es el cristianismo que toca los corazones. ¿Por qué los santos son capaces de tocar los corazones? ¡Porque los santos no solo hablan, mueven! Se mueve el corazón cuando una persona santa nos habla, nos dice cosas. Y son capaces, porque en los santos vemos lo que nuestro corazón profundamente desea: autenticidad, relaciones verdaderas, radicalidad. Y esto se ve también en esos “santos de la puerta de al lado” que son, por ejemplo, los tantos padres que dan a sus hijos el ejemplo de una vida coherente, sencilla, honrada y generosa.
Si se multiplican los cristianos que toman el nombre de Dios sin falsedad −practicando así la primera petición del Padrenuestro, «santificado sea tu nombre»− el anuncio de la Iglesia es más escuchado y resulta más creíble. Si nuestra vida concreta manifiesta el nombre de Dios, se ve lo hermoso del Bautismo y el gran don de la Eucaristía, la sublime unión que hay entre nuestro cuerpo y el Cuerpo de Cristo: Cristo en nosotros y nosotros en Él. ¡Unidos! Esto no es hipocresía, esto es verdad. Esto no es hablar o rezar como un papagayo, esto es rezar con el corazón, amar al Señor.
Desde la cruz de Cristo en adelante, nadie puede despreciarse a sí mismo ni pensar mal de su propia existencia. ¡Nadie ni nunca! Da igual lo que haya hecho. Porque el nombre de cada uno de nosotros está sobre los hombros de Cristo. ¡Él nos lleva! Vale la pena tomar el nombre de Dios porque Él se hizo cargo de nuestro nombre a fondo, hasta del mal que hay en nosotros; Él se hizo cargo para perdonarnos, para poner en nuestro corazón su amor. Por eso Dios proclama en este mandamiento: “Tómame contigo, porque yo te he tomado conmigo”.
Cualquiera puede invocar el santo nombre del Señor, que es Amor fiel y misericordioso, en cualquier situación que se encuentre. Dios nunca dirá “no” a un corazón que lo invoca sinceramente. Y volvamos a los deberes para hacer en casa: enseñar a los niños a hacer la señal de la cruz bien hecha.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos provenientes de Francia y de otros países. Como hicieron los Santos, dejemos que nuestra vida manifieste el nombre de Dios en la verdad, sin hipocresía; de ese modo, el anuncio de la Iglesia será más creíble. Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la Audiencia de hoy. Sobre todos vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor Jesucristo. Dios os bendiga.
Una cordial bienvenida a los hermanos y hermanas de lengua alemana, en concreto a los peregrinos de la Diócesis de Graz-Seckau, con su Obispo Mons. Wilhelm. Como cristianos, llevamos el nombre de Cristo, que significa que somos con toda nuestra vida testigos del Dios vivo y de su amor misericordioso. Por ese testimonio que el Señor os bendiga a vosotros y a vuestras familias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española provenientes de España y América Latina. En la fiesta de la Coronación de la Virgen María, pidámosle a nuestra Madre del Cielo que nos ayude a invocar el nombre de Dios en todo momento, sabiendo que Dios nunca dejará de escuchar a quien acude a él con fe y esperanza. Que el Señor los bendiga. Muchas gracias.
Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua portuguesa, en particular a los jóvenes lusitanos de Lijó y a los marineros brasileños de la Nave Escuela Brasil. Queridos amigos, en el bautismo fuimos santificados en el nombre de la Santísima Trinidad. Pidamos la gracia de poder vivir nuestros compromisos bautismales como verdaderos imitadores de Jesús, el Hijo de Dios, guiados por el Espíritu Santo, para la gloria del Padre. Gracias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los provenientes de Tierra Santa, de Jordania y del Medio Oriente. Este mandamiento se refiere a la importancia de santificar el nombre de Dios y no usarlo en vano. Es un mandamiento que nos enseña a pronunciar el nombre de Dios solo para glorificarlo y adorarlo, y nunca para utilizarlo o aprovecharse de él; nos lleva a demostrar, con nuestras obras y palabras, la grandeza y profundidad del santo nombre con el que hemos sido llamados. Que el Señor os bendiga y os proteja del maligno.
Doy mi cordial bienvenida a los polacos que participan en esta Audiencia. De modo particular saludo a todos los peregrinos que acuden estos días a Jasna Góra, para participar en la Solemnidad de la Virgen de Częstochowa. Que la Reina de Polonia guíe y refuerce vuestra fe, para que podáis anunciar valientemente el nombre de Dios al mundo y manifestarlo con la vida. Bendigo de corazón vuestra estancia en Roma, el cansancio de la peregrinación y el tiempo del descanso estival. Me encomiendo a vuestras oraciones por mi próximo viaje Apostólico a Dublín. Sea alabado Jesucristo.
Al saludar a los peregrinos de lengua italiana, mi pensamiento va a la tragedia, sucedida en los días pasados en Calabria cerca del torrente Raganello, donde han perdido la vida excursionistas provenientes de varias regiones de Italia. Mientras encomiendo a la bondad misericordiosa de Dios a cuantos han dramáticamente desaparecido, expreso mi espiritual cercanía a sus familiares, así como a los heridos. También me alegra recibir a las Monjas Dominicas Misioneras de San Sixto, con ocasión de su Capítulo General, y a las Monjas Franciscanas Misioneras de la Divina Madre. Saludo a los grupos parroquiales, a la Asociación “16arte” de Foglianise y al Coro “Armonía” de Credera y Moscazzano.
Un particular saludo para los jóvenes, ancianos, enfermos y recién casados. Hoy se celebra la memoria litúrgica de Santa María Reina. Que la Madre de Dios sea vuestro refugio en los momentos más difíciles y os enseñe a amar a su Hijo con la misma ternura y exclusividad con que Ella le amó. Rezad también por mí, para que el próximo viaje a Dublín, el 25 y 26 de agosto, con ocasión del Encuentro Mundial de las Familias, sea un momento de gracia y de escucha de la voz de las familias cristianas de todo el mundo. ¡Dios os bendiga a todos!