7/31/21

El pan de Dios

Domingo de la 18° semana del tiempo ordinario 

Evangelio (Jn 6,24-35)

Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la orilla opuesta del mar, le preguntaron:

—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?

Jesús les respondió:

—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.

Ellos le preguntaron:

—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?

Jesús les respondió:

—Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.

Le dijeron:

—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo.

Les respondió Jesús:

—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.

—Señor, danos siempre de este pan —le dijeron ellos.

Jesús les respondió:

—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.


Comentario

El evangelio de este domingo recoge un fragmento del llamado discurso del pan de vida pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. El reciente milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, le sirve al Maestro de marco y ocasión para exponer verdades muy profundas sobre el misterio de la Eucaristía y sobre la necesidad de la fe. Hoy vamos a detenernos brevemente en este segundo aspecto.

Podría llamarnos la atención la poca capacidad de los oyentes de Jesús para comprender el anuncio de la Eucaristía que estaba realizando. Ellos se quedaban torpemente en el plano material; deseaban recibir de Jesús más alimentos; pensaban que el poder del maestro de Galilea era una atractiva y fácil solución a sus problemas materiales y diarios. Y además le pedían más intervenciones suyas claras, si quería que confiaran en Él.

Pero Jesús les anima a ser más sobrenaturales, a obrar “no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello” (v. 27).

Esa poca capacidad de aquellas gentes para comprender el lenguaje de Jesús podemos sufrirla nosotros también, casi sin darnos cuenta. Nos sucede cuando en nuestras peticiones a Dios nos centramos en los bienes materiales, como la salud física, el trabajo, diversos logros, aprobar exámenes, etc., pero nos olvidamos quizá de dar prioridad a la petición habitual por los bienes espirituales: la conversión, el estado de gracia, la vuelta a los sacramentos y a la amistad con Dios, la generosidad para entregarse a Él totalmente, etc.

Esta jerarquía sobrenatural de nuestras peticiones a Dios, dando prioridad a los bienes espirituales, sin dejar por eso de pedir los demás, transforma nuestra manera de pensar y de actuar: “obrad por el alimento que perdura hasta la vida eterna”, nos dice Jesús. Si obramos así, tendremos cada vez más vida de fe.

A este respecto, escribía san Josemaría en una ocasión: “Se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe? (…) Hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos. Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria”[1].

Jesús les dice a sus oyentes: “Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado” (v. 29). Dios quiere obrar milagros en nosotros; sobre todo el milagro de nuestra divinización. Para eso necesita nuestra fe, nuestra confianza, que se traducen, entre otras cosas, en valorar más los bienes espirituales que los materiales, la salud y el bienestar de nuestras almas antes que el de nuestros cuerpos.

Fuente; opusdei.org

Estrellas de luz en la bandera

José Antonio García-Prieto Segura

 Recuerdo una inolvidable experiencia en el Pirineo de Lérida. Íbamos tres amigos y repentinamente nos vimos atrapados por un espeso banco de niebla que impedía toda visibilidad. Duró poco pero aún conservo la sensación de grave peligro, envueltos en tinieblas, perdido todo rumbo sin saber por dónde tirar. No eran tiempos de móviles que habrían auxiliado. Relacioné este suceso con una vulgar evidencia: en nuestro caminar terreno necesitamos luces para los ojos del cuerpo, pero más todavía para los del alma y el corazón: claridades que ayuden a tirar adelante en la vida sin perder el rumbo.

Las Estrellas de luz de este artículo tienen mucho que ver con lo anterior. Más aún: el simbolismo de la bandera de la Unión Europea, con sus doce estrellas doradas sobre fondo azul, es el que ha encendido la chispa de las reflexiones que siguen. Los símbolos apuntan siempre, por su propia naturaleza, a realidades que los trascienden. En el caso de esta bandera esas realidades han tenido diversas interpretaciones, cuya detenida exposición excedería los límites de estas líneas. Interpretaciones que van desde atribuir a las estrellas dispuestas en círculo, una significación de los ideales de unidad, solidaridad y armonía, pero sin más explicación ni fundamento argumentativo, hasta atribuirles un sentido religioso, avalado con hechos y razones, empezando por el testimonio de quien fue su diseñador inicial: el pintor Arsène Heitz, nacido en Estrasburgo, que trabajó en el servicio postal del Consejo de Europa. Como más tarde hizo saber, se inspiró en la corona de doce estrellas que san  Juan vio sobre la cabeza de una mujer, figura de María Virgen, y que describe en el capítulo XII del Apocalipsis. Parece que en uno de los diseños iniciales de Heitz figuraban quince estrellas en lugar de las doce actuales. En 1955 ya fue adoptada por las Comunidades Europeas, antecesoras de la actual Unión Europea, que en 1986 también la acogió como suya.

En ese paso de acogida intervino Paul Lévy, judío nacido en Bruselas, periodista, profesor, convertido al catolicismo en 1940 y superviviente del Holocausto. En 1985, como director de información del Consejo de Europa, Paul Lévy presentó a la Asamblea Consultiva de la Unión varios diseños, entre ellos el ya mencionado de Arséne Heitz. Según declaraciones del propio Lévy, habría sido él quien, en lugar de las quince estrellas iniciales, habría sugerido las doce actuales; pero al margen de esta divergencia en el copy-right del número, queda fuera de toda duda que, tanto uno como otro, mantuvieron la inspiración y raíz religiosa de la bandera, confirmado esto por dos nuevos testimonios

El primero procede del propio Heitz que en 1987 reveló a una revista católica belga, haberse inspirado en el mencionado pasaje del Apocalipsis, donde aparecen las estrellas en la corona de la mujer, figura de María; pero que no habló de eso por delicadeza, pues no todas las gentes de Europa eran católicas, ni creyentes. Murió dos años después, y su viuda confirmó el motivo de ese silencio con estas palabras: “Había que guardar el secreto”. Delicadeza extrema -me permito añadir- porque, sin renunciar a su convicción de creyente y plasmarla en su obra artística, no pretendía herir otros sentimientos ni imponer su fe. El segundo testimonio, de Paul Lévy, difiere de esa interpretación mariana de las doce estrellas, pero es también genuinamente religioso y -añadiría yo- con su pizquita de raíz judía, como judío que era, aunque convertido al catolicismo. En efecto, poco antes de su muerte, en 2002, hablando de este tema, se le escapó que el número “doce”, además de armonía, “evoca el número de apóstoles y el número de hijos de Jacob”. Huelgan comentarios.

Para no abrumar al lector con excesivos datos, solo añadiría que al aprobarse como símbolo para el Consejo de Europa en 1955, el día escogido para este evento fue el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción. Si no fue de intento, ¡sí que fue casualidad!: como si un pícaro espíritu hubiera querido unir la inspiración mariana del autor de la bandera, con la fiesta de María y su corona de estrellas, cuyas luces despertaron la musa artística de Heitz. De otra parte, no se ve porqué la fecha mariana del 8 de diciembre y el simbolismo de esta enseña, tendrían que estar reñidos; más bien, todo lo contrario, porque la Mujer -con su proverbial espíritu de acogida- y la luz de sus estrellas -como claridad para caminar sin  tropiezos-, pueden convivir perfectamente con el carácter universal y acogedor de todas las gentes de Europa, que se le ha dado a la bandera. A eso apuntaba el mencionado silencio de Heitz, pensando en todos los europeos sin distinción de creencias o increencias. Y así lo dio a entender también Liam Cosgrave, Presidente del Consejo de Europa, quien al presentar la enseña cinco días después del 8 de diciembre, lo hizo diciendo: “Esta bandera no representa ni países, ni estados, ni razas”. Pero es evidente que, excluidas todas las particularidades, a alguien tendría que acoger y representar. Y este referente no podría ni puede ser otro que todas las gentes de Europa, por supuesto; pero, más en concreto, toda persona humana, varón o mujer, sujeto de derechos naturales, en su singularidad y dignidad recibidas de Dios-Creador.

 No me consta que, como buen irlandés, Cosgrave fuese ateo ni tampoco sus oyentes en aquel auditorio de 1955. Por eso no habría tenido inconveniente en hacer suyas -para Europa- las palabras del papa Francisco, referidas a otra empresa común y más amplia aún: el cuidado de la Creación, que también nos afecta a todos porque Dios «ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos» (Encíclica Todos hermanos, n. 5). Salvada la analogía entre la Unión Europea -como entidad geopolítica- y la Creación -como morada universal de todos-, la referencia nuclear en uno y otro ámbito será siempre la persona humana, buscando preservar su singular dignidad, sus derechos naturales, y el bien común de su vida en sociedad.

La bandera, pues, de la UE con sus estrellas de luz, mira a cuantos convivimos en Europa. Y ya que trascendencia religiosa y tierra firme no están peleadas, el simbolismo de la bandera no excluye un sustrato natural: las estrellas luminosas, siempre serán claridad que oriente en la oscuridad; y la verdad y el intelecto -simbolizados según muchos por el cielo azul del fondo-, siempre serán realidades universales para vivir humana y dignamente. Solo quedaría ya “tirar del hilo” de metáforas y simbolismos para ir a la vida de las personas en toda sociedad. A esa vida de varones y mujeres, donde de modo singular o formando parte de instituciones, cada uno quiera ser -guiado por la verdad- foco de luz para el propio camino y el de sus congéneres; y también fuente de paz para la pacífica convivencia. Una tarea que dejo ya para el siguiente y conclusivo artículo.

Atrapados en un banco de niebla sin visibilidad alguna, en el Pirineo: así comenzaba mi precedente artículo. Sin llegar a gritar «¡Luz, más luz!» que, según cuentan, exclamó Goethe en trance de muerte, sí comprobé una palmaria evidencia: necesitamos luces para caminar por la vida, y no solo para evitar tropiezos físicos, sino sobre todo tropiezos éticos que vulneren nuestra dignidad como personas. Relacionaba esta exigencia de luz con el simbolismo de las doradas estrellas de la bandera de la Unión Europea, y lo llevaba a sus últimas consecuencias: cada uno está llamado a ser como un foco de luz para sí mismo y para sus conciudadanos, por la recta conducta de su vida.

    Eso mismo ha dicho un hombre al que cabe calificar por su trayectoria vital y sus escritos, como “estrella de luz” para Europa y para el mundo entero; así lo han reconocido sirios y troyanos: me refiero al papa emérito Benedicto XVI. Dejémosle hablar en esta cita, que no conviene abreviar: La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza (Enc. Salvados en la esperanza, n. 49).

    Personas que han sabido vivir rectamente: aquí está la clave, que es a la vez un reclamo personal para cada uno de nosotros, porque ¿alguien se consideraría con derecho a vivir sin rectitud?; ¿dispensado de no echar una mano al amigo o al vecino que, por circunstancias de la vida, apenas tienen dónde caerse muertos?; ¿de no iluminar la vida de otros con el ejemplo de la nuestra? No conozco a nadie que me haya dicho: “Déjate de cuentos: yo voy por la vida solo a lo mío, aunque sea a costa de mentir, de sembrar cizaña, de aprovecharme de los demás, en fin, de todo lo que quieras…, menos de vivir con dignidad y rectitud moral”.

    Ciertamente, cada uno responde de sus actuaciones, que siempre trascienden a la persona singular. Pero no es lo mismo influir en un círculo reducido, que hacerlo en otro que alcanza a millones de personas. Mi voto en una comunidad de vecinos tiene menos repercusión social que el de un diputado en el Parlamento Europeo. Y tampoco es lo mismo votar en una materia que toca cuestiones opinables y circunstanciales, o en otra donde se ventilen cuestiones vitales que afectan a la conciencia y dignidad de las personas. Toquemos tierra: la Comisión Europea ha puesto fecha de caducidad en 2035 a vehículos de gasolina, diesel e híbridos. ¡Bienvenida decisión en beneficio de la ecología! Pero no es de recibo aceptar sin más ni más, otras decisiones que traspasan la línea roja de la dignidad de la persona, como la reciente conclusión del Parlamento Europeo al declarar que el aborto es un derecho universal porque -según quienes lo votaron- es un derecho humano. Y si encima se introducen variantes que menoscaben el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales de la salud, entonces… Entonces solo cabe concluir que se han apagado las luces de estrellas que deberían dar luz: las de los responsables de ese voto. Cada uno verá ante su conciencia personal lo que ha hecho, y preguntarse si, quizás, no habrá sido un voto atrapado por “lo políticamente correcto”.

    En esa misma línea se comprende el rechazo del gobierno de Hungría, ante lo que consideran, por parte de la UE, imposiciones inadmisibles que conculcan derechos naturales de la persona. Recientemente, el gobierno húngaro, por sus leyes protectoras de los menores y de los derechos de los padres frente al adoctrinamiento de sus hijos en ideología de género, ha recibido la amenaza de verse excluido de los estados miembros de la Unión al no respetar, dicen, “sus valores comunes”. Está visto que, a veces, hay “valores” que no merecen tal nombre; y que la libertad de pensamiento -como luz de estrellas encendidas- tiene un precio. El pueblo magiar y su gobierno no quieren renunciar a esa luz, porque les asegura que proceden rectamente en la defensa de esos derechos naturales. ¿No viene un poco al recuerdo aquello de Méndez Núñez?: ¿Más vale honra sin buques, que buques sin honra?

Pero todos, aún sin tener responsabilidades institucionales debemos aplicarnos el cuento en la parte que nos toca, para vivir rectamente y ser estrellas de luz en la convivencia social. Esto incumbe todavía más, si somos cristianos. Quienes viven rectamente son luces de esperanza, decía Benedicto XVI. Y añade: Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. (Encíclica Salvados.., n. 49).

En el cielo de la historia de Europa brillaron luces de hombres y mujeres, que fueron no solo santos de la puerta de al lado, por usar la expresión del papa Francisco, sino luminarias para todo el Continente y más lejos aún, por el ejemplo de sus vidas. Iluminaron a sus coetáneos y también brillan hoy, a distancia del tiempo, como el fulgor de las estrellas que nos llega después de años luz. Es un pasado de vida santa que perdura hoy porque tiene raíces de trascendencia como, de algún modo, las luces de estrellas en la bandera de la UE: su simbolismo no es un souvenir que pasa de moda, añoranzas viejas, vestigio de sus fundadores. Son más bien raíces de Europa que no pueden pasar de moda porque sería tanto como “pasar del hombre” y de lo mejor de su historia.

Entre tantas luces hay nombres propios: tres varones y tres mujeres declarados “Patronos de Europa” por los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Al proclamar a las Patronas -Catalina de Siena, Brígida de Suecia madre de ocho hijos y la polaca Edith Stein o Benedicta de la Cruz, muerta en Auschwitz-, Juan Pablo II señaló la motivación de ese reconocimiento, con estas palabras: "Crezca, pues, Europa. Crezca como Europa del espíritu, en la línea de su mejor historia, que precisamente tiene en la santidad su más alta expresión. (...) Para edificar la nueva Europa sobre bases sólidas, no basta ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos, que, si unas veces aglutinan, otras dividen; es necesario hacer hincapié más bien sobre los valores auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el corazón de cada hombre". (Motu proprio, 1-X-1999, n. 11)

Igualmente, foco de luz durante muchos siglos y también hoy, es la tumba de Santiago, en Compostela. Decir “Camino de Santiago” es hablar de miles de hombres y mujeres que en su peregrinar por caminos de Europa, encontraron luces de vida y esperanza para su existir terreno. En antevísperas de su fiesta ¡qué oportuno recordar la llamada de Juan Pablo II al Viejo Continente!: “Desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. (..) Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo”. (Discurso, 9-XI-1982)                               

Fuente: religion.elconfidencialdigital.com/


Locuras de madre

Juan Luis Selma

Querer lo mejor para ellos es querer que sean buenos, que su vida se comprometa con el bien

El libro que estoy leyendo Humanos, de Natalia López Moratalla− trata sobre la complejidad del cerebro y su comportamiento. Defiende desde la biología cómo la evolución humana hará que crezcamos en humanidad en la medida en que se afiancen los vínculos familiares, que permanecen imborrables en el corazón del cerebro humano. Una tesis interesante que explica muchas de nuestras pautas.

“La comunicación inicial madre-hijo es la quintaesencia de la humanidad… No me cabe la menor duda de que es así. Al fin y al cabo, ser hombre es el ser nacido de mujer, de una mujer que concibe, da a luz y cría su hijo sin solución de continuidad”, afirma la autora citada.

Esta tesis confirma mi convicción de que el gran invento de la creación son las madres. No solo nos traen al mundo, sino que nos configuran como personas. 

No conozco a madre alguna que no quiera lo mejor para sus hijos, que no esté dispuesta a hacer cualquier sacrificio por su bien. Lo mismo se podría decir de los padres, al menos, así ha sido en mi caso. El “cachorro humano” nace “prematuro”, totalmente necesitado y dependiente de los suyos. Tiene una gran capacidad de intercomunicarse e imitar. Graban en su mente todo lo que ven, sienten y experimentan. Ya desde el seno materno están aprendiendo, no solo reciben el sustento y el cuidado, sino que van estableciendo vínculos con su madre que influirán en su personalidad.

En el Evangelio de hoy tenemos el típico ejemplo de madre: “se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: ¿Qué deseas? Ella contestó: Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. María Salomé, la madre de Juan y Santiago, pide lo más grande para sus hijos, los primeros puestos en el nuevo Reino. Es muy probable que en ese momento pensaría solamente en una dignidad temporal, social y mundana. Pero está pidiendo mucho más sin darse cuenta.

Hoy unos padres ambiciosos pueden desear que su hijo sea un Cristiano Ronaldo o un Messi. Que su hija sea notario o presidenta de gobierno. Que gane una medalla de oro en las olimpiadas… En una ocasión, una abuela primeriza me pidió que rezara para que el nieto que esperaba fuera guapo, que ella ya se encargaría de que fuera santo. Otros deseos, muy comprensibles, es que se les den bien los idiomas, los estudios, que tengan amigos, que sean espabilados. Todo un catálogo de ambiciones justificadas.

Estando con unos padres del colegio en el que trabajo me sorprendió su deseo: me decían que estaba muy bien la calidad de la enseñanza que su hija recibía, pero que lo que más esperaban era que fuera buena persona y nos pedían ayuda para que así fuera. ¿Es eso lo que deseamos para nuestros vástagos? Querer lo mejor para ellos, que sean felices, que triunfen, que les vaya bien es querer que sean buenos, que su vida se comprometa con el bien.

La gran locura de una madre, su sueño, debe ir en esa dirección. Un compromiso con el bien, con lo mejor, con la excelencia. Al igual que se le busca al niño/a la mejor academia de idiomas, el mejor entrenador de fútbol o escuela de ballet debe procurar el entorno que ayude a crecer con el bien, con lo bueno, con la verdad y el amor. Solo esto hará feliz a su prole, y realidad su locura materna.

María Salomé, al pedir que sus hijos fueran los primeros en el Reino, se concreta en estar con Jesús. De ahí viene todo lo demás. Una buena formación religiosa y humana nos pone en el camino de la felicidad, de la dicha, de la plenitud. Todo lo demás ayuda si va en la misma dirección. De lo contrario fomenta el egoísmo, la insatisfacción. Podrán tener salud, medios a mansalva, aceptación social, pero estarán vacíos por dentro. Serán, en expresión valenciana, ninots de falla. Los padres al fomentar con su ejemplo la vida de piedad: el rezo y la recepción de los sacramentos, el amor a la vida virtuosa, la vida cristiana, están sembrando la mejor de las semillas en sus hijos.

“Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean … que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras”, decía san Josemaría. Hoy es mucho más necesario seguir este consejo por la gran confusión que rodea a los niños.

Una buena madre puede hacer mucho por la felicidad de sus hijos, su contribución abnegada en esta tarea la puede llenar de gozo.


Fuente: eldiadecordoba.es

7/26/21

Primera Jornada Mundial de los Abuelos

Mensaje del Papa

“Yo estoy contigo todos los días”

 Queridos abuelos, queridas abuelas: “Yo estoy contigo todos los días” (cfr. Mt 28, 20) es la promesa que el Señor hizo a sus discípulos antes de subir al cielo y que hoy te repite también a ti, querido abuelo y querida abuela. A ti. “Yo estoy contigo todos los días” son también las palabras que como Obispo de Roma y como anciano igual que tú me gustaría dirigirte con motivo de esta primera Jornada Mundial de los Abuelos y de las Personas Mayores. Toda la Iglesia está junto a ti —digamos mejor, está junto a nosotros—, ¡se preocupa por ti, te quiere y no quiere dejarte solo!

Soy muy consciente de que este mensaje te llega en un momento difícil: la pandemia ha sido una tormenta inesperada y violenta, una dura prueba que ha golpeado la vida de todos, pero que a nosotros mayores nos ha reservado un trato especial, un trato más duro. Muchos de nosotros han enfermado, y tantos se han ido o han visto apagarse la vida de sus cónyuges o de sus seres queridos. Muchos, aislados, han sufrido la soledad durante largo tiempo.

El Señor conoce todos nuestros sufrimientos de este tiempo. Está al lado de los que tienen la dolorosa experiencia de ser dejados de lado. Nuestra soledad —agravada por la pandemia— no le es indiferente. Una tradición narra que también san Joaquín, abuelo de Jesús, fue apartado de su comunidad por no tener hijos. Su vida —como la de su esposa Ana— fue considerada inútil. Pero el Señor le envió un ángel para consolarlo. Mientras él, entristecido, permanecía fuera de las puertas de la ciudad, se le apareció un enviado del Señor que le dijo: “¡Joaquín, Joaquín! El Señor ha escuchado tu oración insistente” Giotto, en uno de sus famosos frescos, parece ambientar la escena en la noche, en una de esas muchas noches de insomnio, llenas de recuerdos, preocupaciones y deseos a las que muchos de nosotros estamos acostumbrados.

Pero incluso cuando todo parece oscuro, como en estos meses de pandemia, el Señor sigue enviando ángeles para consolar nuestra soledad y repetirnos: “Yo estoy contigo todos los días”. Esto te lo dice a ti, me lo dice a mí, a todos. Este es el sentido de esta Jornada que he querido celebrar por primera vez precisamente este año, después de un largo aislamiento y una reanudación todavía lenta de la vida social. ¡Que cada abuelo, cada anciano, cada abuela, cada persona mayor —sobre todo los que están más solos— reciba la visita de un ángel!

A veces tendrán el rostro de nuestros nietos, otras veces el rostro de familiares, de amigos de toda la vida o de personas que hemos conocido durante este momento difícil. En este tiempo hemos aprendido a comprender lo importante que son los abrazos y las visitas para cada uno de nosotros, ¡y cómo me entristece que en algunos lugares esto todavía no sea posible!

Sin embargo, el Señor también nos envía sus mensajeros a través de la Palabra de Dios, que nunca deja que falte en nuestras vidas. Leamos una página del Evangelio cada día, recemos con los Salmos, leamos los Profetas. Nos conmoverá la fidelidad del Señor. La Escritura también nos ayudará a comprender lo que el Señor nos pide hoy para nuestra vida. Porque envía obreros a su viña a todas las horas del día (cfr. Mt 20, 1-16), y en cada etapa de la vida. Yo mismo puedo atestiguar que recibí la llamada a ser Obispo de Roma cuando había llegado, por así decirlo, a la edad de la jubilación, y ya me imaginaba que no podría hacer mucho más. El Señor está siempre cerca de nosotros —siempre— con nuevas invitaciones, con nuevas palabras, con su consuelo, pero siempre está cerca de nosotros. Vosotros sabéis que el Señor es eterno y que nunca se jubila. Nunca.

En el Evangelio de Mateo, Jesús dice a los Apóstoles: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20). Estas palabras se dirigen también hoy a nosotros y nos ayudan a comprender mejor que nuestra vocación es la de custodiar las raíces, transmitir la fe a los jóvenes y cuidar a los pequeños. Escuchad bien: ¿cuál es nuestra vocación hoy, a nuestra edad? Custodiar las raíces, transmitir la fe a los jóvenes y cuidar de los pequeños. No lo olvidéis.

No importa la edad que tengas, si sigues trabajando o no, si estás solo o tienes una familia, si te convertiste en abuela o abuelo de joven o de mayor, si sigues siendo independiente o necesitas ayuda, porque no hay edad en la que puedas retirarte de la tarea de anunciar el Evangelio, de la tarea de transmitir las tradiciones a los nietos. Es necesario ponerse en marcha y, sobre todo, salir de uno mismo para emprender algo nuevo.

Hay, por tanto, una vocación renovada también para ti en un momento crucial de la historia. Te preguntarás: pero, ¿cómo es posible? Mis energías se están agotando y no creo que pueda hacer mucho más. ¿Cómo puedo empezar a comportarme de forma diferente cuando la costumbre se ha convertido en la norma de mi existencia? ¿Cómo puedo dedicarme a los más pobres cuando tengo ya muchas preocupaciones por mi familia? ¿Cómo puedo ampliar la mirada si ni siquiera se me permite salir de la residencia donde vivo? ¿No es ya mi soledad una carga demasiado pesada? Cuántos de vosotros os hacéis esta pregunta: mi soledad, ¿no es una piedra demasiado pesada? El mismo Jesús escuchó una pregunta de ese tipo a Nicodemo, que le preguntó: «¿Cómo puede un hombre volver a nacer cuando ya es viejo?» (Jn  4). Esto puede ocurrir, responde el Señor, abriendo el propio corazón a la obra del Espíritu Santo, que sopla donde quiere. El Espíritu Santo, con esa libertad que tiene, va a todas partes y hace lo que quiere.

Como he repetido en varias ocasiones, de la crisis en la que se encuentra el mundo no saldremos iguales, saldremos mejores o peores. Y «ojalá no se trate de otro episodio severo de la historia del que no hayamos sido capaces de aprender —¡nosotros somos duros de mollera!— Ojalá no nos olvidemos de los ancianos que murieron por falta de respiradores […]. Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros, para que la humanidad renazca» (Fratelli tutti, 35). Nadie se salva solo. Estamos en deuda unos con otros. Todos hermanos.

En esta perspectiva, quiero decirte que eres necesario para construir, en fraternidad y amistad social, el mundo de mañana: el mundo en el que viviremos —nosotros, y nuestros hijos y nietos— cuando la tormenta se haya calmado. Todos «somos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas» (ibíd., 77). Entre los diversos pilares que deberán sostener esta nueva construcción hay tres que tú, mejor que otros, puedes ayudar a colocar. Tres pilares: los sueños, la memoria y la oración. La cercanía del Señor dará la fuerza para emprender un nuevo camino incluso a los más frágiles de entre nosotros, por los caminos de los sueños, de la memoria y de la oración.

El profeta Joel pronunció en una ocasión esta promesa: «Sus ancianos tendrán sueños, y sus jóvenes, visiones» (Jl 3, 1). El futuro del mundo reside en esta alianza entre los jóvenes y los mayores. ¿Quiénes, si no los jóvenes, pueden tomar los sueños de los mayores y llevarlos adelante? Pero para ello es necesario seguir soñando: en nuestros sueños de justicia, de paz y de solidaridad está la posibilidad de que nuestros jóvenes tengan nuevas visiones, y juntos podamos construir el futuro. Es necesario que tú también des testimonio de que es posible salir renovado de una experiencia difícil. Y estoy seguro de que no será la única, porque habrás tenido muchas en tu vida, y has conseguido salir de ellas. Aprende también de aquella experiencia para salir ahora de esta.

Los sueños, por eso, están entrelazados con la memoria. Pienso en lo importante que es el doloroso recuerdo de la guerra y en lo mucho que las nuevas generaciones pueden aprender de él sobre el valor de la paz. Y eres tú quien lo transmite, al haber vivido el dolor de las guerras. Recordar es una verdadera misión para toda persona mayor: la memoria, y llevar la memoria a los demás. Edith Bruck, que sobrevivió a la tragedia de la Shoah, dijo que «incluso iluminar una sola conciencia vale el esfuerzo y el dolor de mantener vivo el recuerdo de lo que ha sido —y continúa—. Para mí, la memoria es vivir». También pienso en mis abuelos y en los que entre vosotros tuvisteis que emigrar y sabéis lo duro que es dejar el hogar, como hacen todavía hoy tantos en busca de un futuro. Algunos de ellos, tal vez, los tenemos a nuestro lado y nos cuidan. Esta memoria puede ayudar a construir un mundo más humano, más acogedor. Pero sin la memoria no se puede construir; sin cimientos nunca construirás una casa. Nunca. Y los cimientos de la vida son la memoria.

Por último, la oración. Como dijo una vez mi predecesor, el Papa Benedicto, santo anciano que continúa rezando y trabajando por la Iglesia: «La oración de los ancianos puede proteger al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que la solicitud de muchos». Esto lo dijo casi al final de su pontificado en 2012. Es hermoso. Tu oración es un recurso muy valioso: es un pulmón del que la Iglesia y el mundo no pueden privarse (cfr. Evangelii gaudium, 262). Sobre todo en este momento difícil para la humanidad, mientras atravesamos, todos en la misma barca, el mar tormentoso de la pandemia, tu intercesión por el mundo y por la Iglesia no es en vano, sino que indica a todos la serena confianza de un lugar de llegada.

Querida abuela, querido abuelo, al concluir este mensaje quisiera señalarte también el ejemplo del beato —y próximamente santo— Carlos de Foucauld. Vivió como ermitaño en Argelia y en ese contexto periférico dio testimonio de «sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano» (Fratelli tutti, 287). Su historia muestra cómo es posible, incluso en la soledad del propio desierto, interceder por los pobres del mundo entero y convertirse verdaderamente en un hermano y una hermana universal.

Pido al Señor que, gracias también a su ejemplo, cada uno de nosotros ensanche su corazón y lo haga sensible a los sufrimientos de los más pequeños, y capaz de interceder por ellos. Que cada uno de nosotros aprenda a repetir a todos, y especialmente a los más jóvenes, esas palabras de consuelo que hoy hemos oído dirigidas a nosotros: “Yo estoy contigo todos los días”. Adelante y ánimo. Que el Señor os bendiga.

Roma, San Juan de Letrán, 31 de mayo, fiesta de la Visitación de la Virgen María

Papa Francisco, en aciprensa.com/

 

Traducción: Luis Montoya

ANEXO: Decreto de la Penitenciaría Apostólica sobre la concesión de la indulgencia con motivo del Día Mundial de los Abuelos y de los Mayores.  Martes, 22 de junio de 2021

La Penitenciaría Apostólica, con el fin de aumentar la devoción de los fieles y para la salvación de las almas, en virtud de las facultades que le atribuye el Sumo Pontí-fice Francisco Papa por la Divina Providencia, escuchando la reciente petición presentada por el Eminentísimo Cardenal de la Santa Iglesia Romana Kevin Joseph Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, con ocasión de la Primera Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores, recientemente instituida por el Sumo Pontífice el cuarto domingo del mes de julio, concede benignamente del tesoro celestial de la Iglesia la Indulgencia Plenaria, en las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Sumo Pontífice), a los abuelos, a los mayores y a todos los fieles que, movidos por un verdadero espíritu de penitencia y caridad, participen el 25 de julio de 2021, con motivo de la Primera Jornada Mundial de los Abuelos y los Mayores, en la solemne celebración que presidirá el Santísimo Padre Francisco en la Basílica Papal del Vaticano o en los diversos actos que se realizarán en todo el mundo, que también podrán aplicarlo como sufragio por las almas del Purgatorio.

Este Tribunal de la Misericordia concede también ese mismo día la Indulgencia Plenaria a los fieles que dediquen un tiempo adecuado a visitar real o virtualmente a sus hermanos mayores necesitados o en dificultad (como enfermos, abandonados, discapacitados y similares).

La Indulgencia Plenaria puede concederse también a los mayores enfermos y a todos los que no pueden salir de casa por motivo grave, siempre que se abstengan de todo pecado, tengan la intención de cumplir las tres condiciones habituales lo antes posible, y se unan espiritualmente a los actos sagrados de la Jornada Mundial, ofreciendo al Dios Misericordioso sus oraciones, dolores o sufrimientos de su vida, sobre todo mientras las palabras del Sumo Pontífice y las celebraciones se transmiten por televisión y radio, pero también a través de los nuevos medios de comunicación social.

"El Señor puedwe hacer mucho con la poco"

 

El Papa ayer en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra el célebre episodio de la multiplicación de los panes y los peces, con los que Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil personas que se habían congregado para escucharlo (cf. Jn 6,1-15). Es interesante ver cómo ocurre este prodigio: Jesús no crea los panes y los peces de la nada, no, sino que obra a partir de lo que le traen los discípulos. Dice uno de ellos: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?» (v. 9). Es poco, no es nada, pero le basta a Jesús.

Tratemos ahora de ponernos en el lugar de ese muchacho. Los discípulos le piden que comparta todo lo que tiene para comer. Parece una propuesta sin sentido, es más, injusta. ¿Por qué privar a una persona, sobre todo a un muchacho, de lo que ha traído de casa y tiene derecho a quedárselo para sí? ¿Por qué quitarle a uno lo que en cualquier caso no es suficiente para saciar a todos? Humanamente es ilógico. Pero no para Dios. De hecho, gracias a ese pequeño don gratuito y, por tanto, heroico, Jesús puede saciar a todos. Es una gran lección para nosotros. Nos dice que el Señor puede hacer mucho con lo poco que ponemos a su disposición. Sería bueno preguntarnos todos los días: “¿Qué le llevo hoy a Jesús?”. Él puede hacer mucho con una oración nuestra, con un gesto nuestro de caridad hacia los demás, incluso con nuestra miseria entregada a su misericordia. Nuestras pequeñeces a Jesús, y Él hace milagros. A Dios le encanta actuar así: hace grandes cosas a partir de las pequeñas, de las gratuitas.

Todos los grandes protagonistas de la Biblia, desde Abrahán hasta María y el muchacho de hoy, muestran esta lógica de la pequeñez y del don. La lógica del don es muy diferente de la nuestra. Nosotros tratamos de acumular y aumentar lo que tenemos; Jesús, en cambio, pide dar, disminuir. Nos encanta añadir, nos gustan las adiciones; a Jesús le gustan las sustracciones, quitar algo para dárselo a los demás. Queremos multiplicar para nosotros; Jesús aprecia cuando dividimos con los demás, cuando compartimos. Es curioso que en los relatos de la multiplicación de los panes presentes en los Evangelios no aparezca nunca el verbo “multiplicar”. Es más, los verbos utilizados son de signo opuesto: “partir”, “dar”, “distribuir” (cf. v. 11; Mt 14,19; Mc 6,41; Lc 9,16). Pero no se usa el verbo “multiplicar”. El verdadero milagro, dice Jesús, no es la multiplicación que produce orgullo y poder, sino la división, el compartir, que aumenta el amor y permite que Dios haga prodigios. Probemos a compartir más, probemos a seguir este camino que nos enseña Jesús.

Tampoco hoy la multiplicación de los bienes resuelve los problemas sin una justa distribución. Me viene a la mente la tragedia del hambre, que afecta especialmente a los niños. Se ha calculado —oficialmente— que alrededor de siete mil niños menores de cinco años mueren a diario en el mundo por motivos de desnutrición, porque carecen de lo necesario para vivir. Ante escándalos como estos, Jesús nos dirige también a nosotros una invitación, una invitación similar a la que probablemente recibió el muchacho del Evangelio, que no tiene nombre y en el que todos podemos vernos: “Ánimo, da lo poco que tienes, tus talentos y tus bienes, ponlos a disposición de Jesús y de los hermanos. No temas, nada se perderá, porque, si compartes, Dios multiplica. Echa fuera la falsa modestia de sentirte inadecuado, ten confianza. Cree en el amor, cree en el poder del servicio, cree en el poder de la gratuidad”.

Que la Virgen María, que dijo “sí” a la inaudita propuesta de Dios, nos ayude a abrir nuestros corazones a las invitaciones de Dios y a las necesidades de los demás.

 


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de celebrar la Liturgia con motivo de la Primera Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. ¡Un aplauso a todos los abuelos, a todos! Abuelos y nietos, jóvenes y viejos juntos han manifestado uno de los rostros bellos de la Iglesia y han mostrado la alianza entre generaciones. Invito a celebrar esta Jornada en todas las comunidades y a visitar a los abuelos y a los ancianos, a los que están más solos, para entregarles mi mensaje, inspirado en la promesa de Jesús: “Yo estoy contigo todos los días”. Le pido al Señor que esta fiesta nos ayude a los más entrados en años a responder a su llamamiento en esta etapa de la vida, y muestre a la sociedad el valor de la presencia de los abuelos y los ancianos, especialmente en esta cultura del descarte. Los abuelos necesitan a los jóvenes y los jóvenes necesitan a los abuelos: ¡tienen que hablar, tienen que encontrarse! Los abuelos tienen la savia de la historia que sube y da fuerza al árbol que crece. Me viene a la mente —creo que ya lo he citado— ese pasaje de un poeta: “lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”. Sin diálogo entre jóvenes y abuelos, la historia no sigue, la vida no sigue: hay que retomar esto, es un desafío para nuestra cultura. Los abuelos tienen derecho a soñar mirando a los jóvenes, y los jóvenes tienen derecho al coraje de la profecía tomando la savia de sus abuelos. Por favor, haced esto: encontrar abuelos y jóvenes y hablar, dialogar. Y hará felices a todos.

En los últimos días, lluvias torrenciales han azotado la ciudad de Zhengzhou y la provincia de Henan, en China, provocando devastadoras inundaciones. Rezo por las víctimas y sus familias, y expreso mi cercanía y solidaridad a todos los que sufren esta calamidad.

El pasado viernes se inauguraron en Tokio los 32 Juegos Olímpicos. Que en esta época de pandemia, los Juegos sean un signo de esperanza, un signo de hermandad universal conforme a un sano agonismo. ¡Dios bendiga a los organizadores, a los atletas y a todos los que colaboran en esta gran fiesta del deporte!

Os saludo cordialmente a todos vosotros, romanos y peregrinos. En particular, saludo al grupo de abuelos de Rovigo —¡gracias por venir!—; a los jóvenes de Albinea que recorrieron la Vía Francígena desde Emilia a Roma; y a los participantes en el “Rally di Roma Capitale”. Saludo también a la comunidad del Cenáculo. Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto! ¡Felicitaciones por la aprobación definitiva, muchachos de la Inmaculada!

JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS Y DE LOS MAYORES

Homilía del Papa

(Leída por Monseñor Rino Fisichella)


Hermanos y hermanas, tengo el placer y el honor de leer la homilía que el Papa Francisco ha preparado para esta ocasión.

Mientras estaba sentado enseñando, «al levantar la vista, Jesús vio que una gran multitud acudía a él, y le preguntó a Felipe: “¿Dónde compraremos pan para que coma esta gente?”» (Jn 6,5). Jesús no se limita a enseñar, sino que se deja interrogar por el hambre que anida en la vida de la gente. Y, de ese modo, da de comer a la multitud distribuyendo los cinco panes de cebada y los dos pescados que un muchacho le ofreció. Al final, como sobraron bastantes pedazos de pan, les dijo a los suyos que los recogieran, «para que no se pierda nada» (v. 12).

En esta Jornada, dedicada a los abuelos y a los mayores, quisiera detenerme precisamente en estos tres momentos: Jesús que ve el hambre de la multitud; Jesús que comparte el pan; Jesús que ordena recoger los pedazos sobrantes. Tres momentos que se pueden resumir en tres verbos: ver, compartir, custodiar.

El primero, ver. El Evangelista Juan, al principio de la narración, señala este particular: Jesús levanta los ojos y ve a la multitud hambrienta después de haber caminado mucho para encontrarlo. Así inicia el milagro, con la mirada de Jesús, que no es indiferente ni está atareado, sino que advierte los espasmos del hambre que atormentan a la humanidad cansada. Él se preocupa por nosotros, nos cuida, quiere saciar nuestra hambre de vida, de amor y de felicidad. En los ojos de Jesús descubrimos la mirada de Dios: una mirada que es atenta, que escudriña los anhelos que llevamos en el corazón, que ve la fatiga, el cansancio y la esperanza con las que vamos adelante. Una mirada que sabe captar la necesidad de cada uno. A los ojos de Dios no existe la multitud anónima, sino cada persona con su hambre. Jesús tiene una mirada contemplativa, es decir, capaz de detenerse ante la vida del otro y descifrarla.

Esta es también la mirada con la que los abuelos y los mayores han visto nuestra vida. Es el modo en el que ellos, desde nuestra infancia, se han hecho cargo de nosotros. Habiendo tenido una vida muy sacrificada, no nos han tratado con indiferencia ni se han desentendido de nosotros, sino que han tenido ojos atentos, llenos de ternura. Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos o asustados por los desafíos de la vida, se fijaron en nosotros, en lo que estaba cambiando en nuestro corazón, en nuestras lágrimas escondidas y en los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es gracias también a este amor que nos hemos convertido en adultos.

Y nosotros, ¿qué mirada tenemos hacia los abuelos y los mayores? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos compañía o llamamos por teléfono a un anciano para manifestarle nuestra cercanía y dejarnos bendecir por sus palabras? Sufro cuando veo una sociedad que corre, atareada, indiferente, afanada en tantas cosas e incapaz de detenerse para dirigir una mirada, un saludo, una caricia. Tengo miedo de una sociedad en la que todos somos una multitud anónima e incapaces de levantar la mirada y reconocernos. Los abuelos, que han alimentado nuestra vida, hoy tienen hambre de nosotros, de nuestra atención, de nuestra ternura, de sentirnos cerca. Alcemos la mirada hacia ellos, como Jesús hace con nosotros.

El segundo verbo: compartir. Después de haber visto el hambre de aquellas personas, Jesús desea saciarlas. Y lo hace gracias al don de un muchacho joven, que ofrece sus cinco panes y los dos peces. Es muy hermoso que un muchacho, un joven, que comparte lo que tiene, esté en el centro de este prodigio del que se benefició tanta gente adulta —unas cinco mil personas—.

Hoy tenemos necesidad de una nueva alianza entre los jóvenes y los mayores, hoy tenemos necesidad de compartir el común tesoro de la vida, de soñar juntos, de superar los conflictos entre generaciones para preparar el futuro de todos. Sin esta alianza de vida, de sueños, de futuro, nos arriesgamos a morir de hambre, porque aumentan los vínculos rotos, las soledades, los egoísmos, las fuerzas disgregadoras. Frecuentemente, en nuestras sociedades hemos entregado la vida a la idea de que “cada uno se ocupe de sí mismo”. Pero eso mata. El Evangelio nos exhorta a compartir lo que somos y lo que tenemos, ese es el único modo en que podemos ser saciados. He recordado muchas veces lo que dice a este propósito el profeta Joel (cf. Jl 3,1): Jóvenes y ancianos juntos. Los jóvenes, profetas del futuro que no olvidan la historia de la que provienen; los ancianos, soñadores nunca cansados que trasmiten la experiencia a los jóvenes, sin entorpecerles el camino. Jóvenes y ancianos, el tesoro de la tradición y la frescura del Espíritu. Jóvenes y ancianos juntos. En la sociedad y en la Iglesia: juntos.

El tercer verbo: custodiar. Después de que todos comieron, el Evangelio refiere que sobraron muchos pedazos de pan. Ante esto, Jesús da una indicación: «Recojan los pedazos que han sobrado, para que no se pierda nada» (Jn 6,12). Es así el corazón de Dios, no sólo nos da mucho más de lo que necesitamos, sino que se preocupa también de que nada se desperdicie, ni siquiera un fragmento. Un pedacito de pan podría parecer poca cosa, pero a los ojos de Dios nada se debe descartar. Es una invitación profética que hoy estamos llamado a hacer resonar en nosotros mismos y en el mundo: recoger, conservar con cuidado, custodiar. Los abuelos y los mayores no son sobras de la vida, desechos que se deben tirar. Ellos son esos valiosos pedazos de pan que han quedado sobre la mesa de nuestra vida, que pueden todavía nutrirnos con una fragancia que hemos perdido, “la fragancia de la misericordia y de la memoria”. No perdamos la memoria de la que son portadores los mayores, porque somos hijos de esa historia, y sin raíces nos marchitaremos. Ellos nos han custodiado a lo largo de las etapas de nuestro crecimiento, ahora nos toca a nosotros custodiar su vida, aligerar sus dificultades, estar atentos a sus necesidades, crear las condiciones para que se les faciliten sus tareas diarias y no se sientan solos. Preguntémonos: “¿He visitado a los abuelos? ¿a los mayores de la familia o de mi barrio? ¿Los he escuchado? ¿Les he dedicado un poco de tiempo?”. Custodiémoslos, para que no se pierda nada. Nada de su vida ni de sus sueños. Depende de nosotros, hoy, que no nos arrepintamos mañana de no haberles dedicado suficiente atención a quienes nos amaron y nos dieron la vida.  

Hermanos y hermanas, los abuelos y los mayores son el pan que alimenta nuestras vidas. Estemos agradecidos por sus ojos atentos, que se fijaron en nosotros, por sus rodillas, que nos acunaron, por sus manos, que nos acompañaron y alzaron, por haber jugado con nosotros y por las caricias con las que nos consolaron. Por favor, no nos olvidemos de ellos. Aliémonos con ellos. Aprendamos a detenernos, a reconocerlos, a escucharlos. No los descartemos nunca. Custodiémoslos con amor. Y aprendamos a compartir el tiempo con ellos. Saldremos mejores. Y, juntos, jóvenes y ancianos, nos saciaremos en la mesa del compartir, bendecida por Dios.

7/24/21

El pan que da la vida eterna

Solemnidad de Santiago Apóstol

Evangelio (Jn 6, 1-15)

Después de esto partió Jesús a la otra orilla del mar de Galilea, el de Tiberíades. Le seguía una gran muchedumbre porque veían los signos que hacía con los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los judíos.

Jesús, al levantar la mirada y ver que venía hacia él una gran muchedumbre, le dijo a Felipe:

— ¿Dónde vamos a comprar pan para que coman éstos? — lo decía para probarle, pues él sabía lo que iba a hacer.

Felipe le respondió:

— Doscientos denarios de pan no bastan ni para que cada uno coma un poco.

Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo:

— Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es esto para tantos?

Jesús dijo:

— Mandad a la gente que se siente — había en aquel lugar hierba abundante.

Y se sentaron un total de unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes y, después de dar gracias, los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces quisieron.

Cuando quedaron saciados, les dijo a sus discípulos:

— Recoged los trozos que han sobrado para que no se pierda nada.

Y los recogieron, y llenaron doce cestos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido.

Aquellos hombres, viendo el signo que Jesús había hecho, decían:

— Éste es verdaderamente el Profeta que viene al mundo.

Jesús, conociendo que estaban dispuestos a llevárselo para hacerle rey, se retiró otra vez al monte él solo.


Comentario:

El Evangelio de hoy narra una multiplicación de los panes y de los peces; era un día de primavera, ya que había mucha hierba donde Cristo hizo recostar a una gran multitud (cf. Jn 6,10). Jesús hizo primero una pregunta a Felipe, para prepararle a recibir el milagro con fe. ¿Cómo podemos dar de comer a tanta gente? Dios quiere necesitar de las personas humanas. Es un modo que tiene Dios de hacernos crecer en la fe y en la audacia; es también su manera de asociarnos más íntimamente a su vida. Andrés presenta a Jesús a un joven que tiene cinco panes de cebada y dos peces. El Señor da las gracias y multiplica estos alimentos en abundancia. No sabemos exactamente cómo ocurrió el milagro. En la multiplicación de los panes relatada por Mateo, Jesús pide a sus discípulos que distribuyan el alimento (cf. Mt 14,19), y quizás, como piensan algunos Padres de la Iglesia, el pan seguía saliendo de los cestos en los que los discípulos metían las manos, como ocurrió con el milagro de Eliseo con el aceite de la viuda: el aceite seguía manando de la alcuza (cf. 2 R 4,1-7).

San Juan especifica que la Pascua estaba cerca. Un poco más tarde, en el mismo capítulo, el evangelista relata el discurso del pan de vida. Hay, pues, un evidente simbolismo en el relato de Juan que remite al misterio pascual y al misterio eucarístico. En este pasaje, algunas palabras en griego, como el verbo "eucharistein" (v. 11) – "dar gracias" –, o la palabra "klasma" (v. 12) – fragmento –, tienen una clara connotación eucarística; la primera se encuentra en Lucas y Pablo (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,23); la segunda, en un texto muy antiguo, la Didachè (finales del siglo I).

La liturgia de la misa de este domingo confirma este simbolismo al proponer como primera lectura el episodio de la multiplicación de los panes por el profeta Eliseo. Lo que se subraya es la abundancia de los dones divinos, ya que Eliseo puede decir: "Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor: 'Comed, que sobrará'" (2 R 4,43). Pero, en ese caso, eran veinte panes para solo cien hombres. El milagro de Jesús es más importante. El Salmo 145(144) invita a dar gracias por el alimento que el Señor da: lo hace por una parte gracias a un milagro, por otra en la Eucaristía, de modo que la historia del pasado abre pie también a la esperanza del pueblo de la que se hace eco el Salmo: "Los ojos de todos se dirigen a Ti esperando: Tú les das el alimento a su tiempo. Tú abres tu mano y sacias de buen grado a todo viviente" (v. 15-16).

"No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios" (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3). Jesucristo, la Palabra viva del Padre, nos alimenta a través de la Palabra y de los sacramentos. Esa Palabra llena nuestro corazón de paz y alegría, y al mismo tiempo alimenta nuestra inteligencia, porque el "Logos", la Palabra eterna de Dios, da sentido a nuestra vida. San Juan nos invita a creer en Jesús, que es él mismo alimento, como proclama el Discurso del Pan de Vida (cf. Jn 6, 26-59), un pan que da la vida eterna (cf. Jn 6, 58). Esta es la esperanza esencial del cristiano, que la Carta a los Efesios presenta en un himno a la unidad de la Iglesia, exponiendo siete manifestaciones de esta: "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 6). En efecto, porque comen el mismo Pan, los cristianos se hacen Cuerpo de Cristo; en la celebración de la Eucaristía, el Pueblo de Dios se transforma en este Cuerpo.

Poco después de este relato de la multiplicación de los panes, Juan sitúa el episodio de Cristo caminando sobre las aguas (cf. Jn 6, 16-21). De hecho, hay milagros que fueron realmente realizados, no meras parábolas, sino hechos históricos, presenciados por testigos, y son el fundamento de la fe de los que siguieron a Jesús y de la nuestra. Al mismo tiempo, más allá de los milagros, estas evocaciones del agua que se "amaestra" de alguna manera y del pan que alimenta, así como los murmullos de los que se asombran ante los gestos y las palabras de Jesús (cf. Jn 6, 42), se inscriben en la continuidad de los milagros de Moisés durante el Éxodo y de las murmuraciones del pueblo hebreo (cf. Ex 16, 2.8): el maná en el desierto, el paso del Mar Rojo.

La oración sobre las ofrendas de la misa de hoy afirma que el pan y el vino que se acaban de presentar al Señor son fruto de su largueza, de su generosidad. En la Eucaristía, Dios se da a sí mismo, y a su vez nos permite entregarnos. La medida de este don no es otra que la del amor: el amor conlleva el don de sí mismo, con un sentido de sacrificio alegre. Por eso Cristo se retira, para no ser hecho rey (cf. Jn 6, 15): su realeza es amor y servicio. "Con el Señor, la única medida es amar sin medida”[1]. Por eso, podemos decir de la Virgen María que es la Madre del amor hermoso (cf. Si 24, 24). ¡Que tan buena Madre nos ayude a descubrir cómo responder generosamente a los dones de Dios en nuestra vida y a dar gracias por el don de la Eucaristía, manifestación del amor de Jesús por su Padre y por la humanidad!

Fuente: opusdei.org


Mariano Fazio, Vicario Auxiliar del Opus Dei

Javier Arnal

Monseñor Mariano Fazio (Buenos Aires, 1960) es el vicario auxiliar del Opus Dei, el número 2 del Opus Dei para entendernos.

Ha pasado unos días muy activos en Valencia y Castellón. Ha mantenido reuniones, ha impartido clases y ha presentado su libro Contracorriente... hacia la libertad. Historiador, filósofo, profesor, escritor: tiene intereses culturales variados. Rector de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), y antes decano de su Facultad de Comunicación, ocupa altos cargos de gobierno en el Opus Dei desde 2008: desde 2019 es vicario auxiliar, y trabaja junto al prelado del Opus Dei, monseñor Fernando Ocáriz, en Roma dirigiendo el Opus Dei.

Asistí al coloquio que mantuvo en el colegio Miralvent, en Betxí, con 150 personas, el pasado 15 de julio. Fue contestando a las preguntas que se le formularon, y lo hizo con agilidad, simpatía y conectando desde el principio con los asistentes. El Opus Dei interesa y la figura de Fazio es atractiva por su trayectoria cultural y por su modo de comunicar acerca del Opus Dei, y también de la Iglesia en general. Simultaneó ideas de calado con anécdotas ilustrativas, a lo largo de una hora, que se hizo corta. A la fácil excusa de que los padres no tienen tiempo para implicarse en la educación de sus hijos, Fazio salió al encuentro con castizo «se tiene tiempo para lo que se quiere». Mariano Fazio armoniza el aliento y la exigencia con maestría.

Por su cargo y por ser argentino, habló del Papa Francisco, al que trató de cerca durante años en Buenos Aires, y ahora en Roma en otras circunstancias. Si tuviera que destacar dos ideas de ese coloquio en Miralvent, me quedo con las palabras de Fazio fomentando la esperanza de los católicos -siendo muy realista ante la creciente descristianización de muchos países, como es el caso de España-, y su petición de estar unido a la Iglesia y al Papa, «sea quien sea, ahora el Papa Francisco», porque ya hay muchos que «echan leña al fuego». Con sus conocimientos de Historia, Fazio hizo un breve y ameno recorrido de diversos Papas, hechos y tensiones en la Iglesia, para destacar que ha habido tiempos peores.

Fazio tiene hondura intelectual y dotes de comunicador. Llega a lectores y oyentes, espolea, remueve. Defiende la libertad y el pluralismo. Tiene empuje. Ama la transparencia, tiene empatía y arriesga. Defiende lo esencial y, a la vez, es amante de adaptarse a la realidad cambiante. Un intelectual con evidentes cualidades de gobierno: gobernar no es agitación ni mera acción, es posible hacerlo pensando.


Fuente: elmundo.es/

7/21/21

Idiotas anónimos

John Carlin

Un chico de 19 años dio un ejemplo al mundo el lunes al tomar la valiente decisión de abandonar Twitter. Aguantó tres días y no pudo más. Entró en su cuenta y lanzó un sentido ataque contra… Twitter y otras redes antisociales como Facebook o Instagram. Algo así como fracasar en el intento de dejar la adicción a la droga, armarse un porro y fumarlo, todo el tiempo despotricando contra los daños que provoca la marihuana.

O una cosa o la otra, nene. Si vas a nadar en las fétidas aguas tuiteras, acepta las consecuencias. Si no las aceptas, déjalo. Búscate una diversión más digna.

El chico en cuestión juega para la selección inglesa de fútbol y se llama Bukayo Saka. Me dio una alegría, debo confesar. Falló uno de los penaltis que le dio la victoria a Italia en la final de la Eurocopa el domingo pasado. Los otros dos jugadores ingleses que tampoco marcaron en la decisiva tanda de penaltis fueron jóvenes y negros, como él. A las pocas horas empezaron a aparecer mensajes racistas contra los tres, y un cuarto jugador inglés negro, en Twitter. No fue exactamente la sorpresa del siglo. Me costaría concluir que incluso se merece el nombre de noticia . Más “perro muerde hombre” que “hombre muerde perro”. Obviamente el sector cavernícola de la sociedad no iba a resistir la oportu­nidad de iluminar al resto de la humanidad con sus reflexiones.

Los diarios ingleses tampoco pudieron resistir. Recogieron los insultos y les dieron tema para las portadas y las columnas de opinión a lo largo de toda la semana. “¡Qué lacra el racismo!”, “¡Pobres chicos!”, “¡Qué asco que las empresas que se lucran con las redes sociales no censuren estas barbaridades!”.

Hay una solución. Abandonar las redes sociales; condenarlas a los basureros de la historia. Saka dijo en su tuit del viernes que tras fallar el penalti supo “instantáneamente” el tipo de insultos que iba a recibir. No se equivocó. Vio “odio” y sintió “dolor”. ¿Entonces por qué los miró? ¿Es un masoquista? Yo dejé Twitter hace unos cinco años precisamente porque no lo soy, y
porque la vida es demasiado corta y la ­indignación demasiado corrosiva para ­dedicarle un minuto de mi vida a tanta ­estupidez.

Vale. Sí. Lo sé. Pretender que las redes sociales van a dejar de existir, que miles de millones serán capaces de superar su adicción, es ilusorio. Es seguir el ejemplo de Canuto, el rey danés de Inglaterra del siglo XI, que se sentó en una silla a la orilla del mar y ordenó a las olas que se detuvieran. No hubo manera.

Una solución factible a las barbaridades que se dicen en las redes es acabar de una vez con el anonimato

Pero sospecho que es igual de inútil pretender que los genios que administran las redes sociales sean capaces de eliminar toda ofensa – sea esta racista, sexista, gordista, feísta– del inconmensurable universo digital. Aparte, ¿quiénes son estos nerds californianos para determinar qué opiniones o qué personas representan un daño moral para la humanidad? Cuando me enteré de que habían borrado la cuenta de Twitter de un expresidente de Estados Unidos que consiguió los votos de 74 millones de personas, mi primera reacción fue aplaudir, pero, pensándolo mejor, veo que no es una buena cosa. Primero (y lo más importante, claro) nos priva a los periodistas de un inagotable tesoro. Segundo, si medio Estados Unidos quiere leer lo que tuitea una vaca naranja con retraso emocional, negárselo es atentar contra la libertad de expresión.

Además, a diferencia de la enorme mayoría de los suscritos a Twitter, @real­DonaldTrump no se escondía. Y he aquí una solución factible, quizá, al problema de las barbaridades que se dicen en las ­redes. ¡Acaben de una vez por todas con el anonimato!

En los viejos tiempos antes de la era di­gital, los que escribían a los diarios para dar sus opiniones tenían que proporcionar sus nombres reales (verificados con su dirección y número de teléfono) antes de que se publicaran sus cartas. La tradición se mantiene aún hoy en La Vanguardia . Que hagan lo mismo ahora en las redes sociales y con los comentarios que publican los diarios ­debajo de los artículos en la web. Incluso que pongan fotos de las personas que pretenden compartir sus ideas con el gran ­público.

Así, de golpe, se eliminaría un altísimo porcentaje de la mierda que prolifera hoy por internet. La gran mayoría de los cobardes que se refugian en el anonimato se callarían. Los audaces más tontos, bueno, se sabría quiénes son. Harían el ri­dículo frente a sus familiares y vecinos, recibirían el oprobio de la sociedad y, en casos de incitación extrema al odio, se las tendrían que ver con la ley.

Al reducir drásticamente la cantidad de sandeces que dan la vuelta al mundo se mejorará también la salud social. Ganaremos perspectiva, objetivo tan deseable como inusual. Veamos el caso de los insultos racistas que sufrieron los cuatro jugadores ingleses negros. Se montó un drama nacional en Inglaterra, se creó la percepción de que el país sufría una epidemia de racismo, cuando la realidad, como se ha constatado, es que entre los cuatro recibieron no más de dos mil de estos insultos. Dos mil son dos mil demasiados, pero tomando en cuenta que Inglaterra tiene 56 millones de habitantes estamos hablando de un porcentaje minúsculo de la población.

Minimizar la exagerada histeria que las redes provocan –en todos los ámbitos– representaría un avance. Hay un poderoso argumento, eso sí, en contra de acabar con el anonimato. Que menos personas acudirían a Twitter y la empresa perdería dinero. Pero sospecho que muchos podríamos convivir con semejante tragedia, especialmente si como consecuencia se reduce el mundanal ruido y se deja de crear la percepción de que la especie se vuelve cada día más bestia cuando lo más probable, especialmente en el caso del racismo, es que lo opuesto sea verdad.

Al reducir la cantidad de sandeces que dan la vuelta al mundo se mejorará también la salud social

Apostaría cualquier cosa a que el mundo real que habita Bukayo Saka es mucho más decente y civilizado que el que vislumbra cuando abre su cuenta de Twitter. Se acabe o no con los pseudónimos, el mejor favor que se podría hacer a sí mismo es ­abandonar las redes sociales para siempre. Sería un favor a la sociedad en general ya que cuantos más famosos abandonen el ­vicio, más personas normales imitarán su ejemplo y más se acercará la feliz posi­bilidad de que Twitter sea recordado como un aberrante fenómeno de principios del siglo XXI.

Fuente: lavanguardia.com/