2/28/23

Un profesor contra la corrección política

Alberto Nahum García [Com 00 PhD 05] 


En los últimos dos años, el escritor canadiense y profesor de Psicología en la Universidad de Toronto Jordan B. Peterson (Edmonton, Canadá, 1962) ha construido un discurso firme y a contracorriente sobre cuestiones controvertidas del pensamiento actual. Además, lo ha hecho llegar a un público amplio, a través de la distribución en las redes sociales de sus clases, conferencias y publicaciones y del contacto directo con personas que discrepan de sus ideas.

Jordan B. Peterson decidió enfrentarse al dragón. El 27 de septiembre de 2016 gritó basta. Armado con coraje intelectual y verbo preciso, grabó el vídeo de YouTube que le cambiaría la vida: «Un profesor contra la corrección política». Ahí nacía —aunque su éxito llevaba tiempo cociéndose— el intelectual liberal-conservador más decisivo de los últimos años. Decisivo no tanto por la profundidad o la originalidad de su pensamiento, sino por la eficacia y el alcance de su mensaje.  

La implosión del fenómeno Peterson prende al calor de la última de las escaramuzas en las guerras culturales, esas que —salvo ciertas resistencias anglosajonas en el asunto del aborto— la izquierda ideológica parece ganar por goleada en la esfera pública. La batalla más reciente tiene que ver con la tran-sexualidad y la elasticidad del género. En este entorno —ejemplo ilustrativo de las políticas de identidad que asuelan los campus universitarios— hay activistas que, al no encontrar acomodo en lo que denominan el género binario (masculino/femenino), demandan que la gente se refiera a ellos empleando su pronombre escogido; es decir, el que debe manejar el hablante al emplear la tercera persona: elle, en español (en lugar de los tradicionales él o ella), zexe o they, en inglés (en lugar de she o he). La terminología no está aún del todo definida. 

El problema para Jordan Peterson vino cuando el Gobierno regional de Ontario quiso aprobar una ley (la Bill C-16, en otoño de 2016) que calificaba como delito de odio el no utilizar ese pronombre escogido. Mediante una matizada argumentación, Peterson denunció que su problema era con el «habla obligatoria», esto es, con que le forzaran a emplear lo que denomina como neologismos nacidos de un laboratorio ideológico y emboscados en la trampa de la compasión.  

En un mundo de fast food intelectual y lapidaciones tuiteras, el razonamiento de Peterson fue inicialmente repelido por el establishment canadiense, que se afanó en aplicarle el sufijo -fobo, una terminación de probada radiactividad social. Jordan Peterson, conviene recalcarlo, no se oponía a la condición transexual de nadie e, incluso, aceptaba usar esos nuevos pronombres si una persona se lo pedía. Simplemente, no toleraba la obligatoriedad; es decir, que el poder político impusiera qué se tenía que decir, de la noche a la mañana, por ley, siguiendo las indicaciones de unos activistas. Un paralelismo: es como si, de repente, el Gobierno español decretara que quien no desdoble continuamente el género gramatical («todos y todas») en sus comunicaciones públicas está incurriendo en un delito de odio contra la mujer. Una negociación lingüística entre particulares pasaría, entonces, a convertirse en discurso obligatorio.

Mucho más que una cuestión gramatical 

Aquello fue la llama que encendió la mecha. A Peterson le llovió de todo, desde manifestaciones de estudiantes airados hasta advertencias de su propia universidad. Pero aquel vídeo no era un exabrupto sino una madurada reacción ante los excesos de la izquierda posmoderna en el ámbito público. Peterson había estudiado durante más de una década la psicología del totalitarismo nazi y comunista y la Bill C-16 era la gota que colmaba el vaso. Él detectaba ahí una semilla totalitaria y decidió tratar de atajarla de raíz, evitando contribuir a su florecimiento. Dijo basta, en una suerte de alarde churchilliano. Allá donde acudía a defender sus ideas llevaba este planteamiento hasta las últimas consecuencias. Por ejemplo, así cerraba un acalorado debate en la televisión de Ontario, pocos días después de su irrupción en la esfera pública: «Si me multan, no pagaré. Si me encarcelan, me pondré en huelga de hambre. No voy a hacerlo. Y punto. No voy a usar las palabras que otras personas me obligan a usar. Especialmente si se trata de palabras inventadas por ideólogos de extrema izquierda». 

Peterson aguantó la tormenta durante meses, debatiendo con sus críticos en radios, televisiones, redes sociales e, incluso, en los propios campus donde algunos radicales boicoteaban sus charlas, gritándole nazisupremacista e intolerante. En la configuración del icono Peterson siempre resonará el eco de su figura —ataviado con tirantes y remangada la camisa— respondiendo con templanza a un grupo de estudiantes que le chillaban, coléricos, todo tipo de epítetos. O aquella otra vez en la que, ante el boicot violento, se le ve gritando a pleno pulmón, a cielo abierto, terminando en la calle la conferencia que le habían reventado y reivindicando por qué la libertad de expresión es la columna vertebral de cualquier sociedad abierta y civilizada. Tamaña exhibición de coraje intelectual y resistencia a la turba propulsó su meteórico despegue. Mucha gente, especialmente jóvenes, conectó con un tipo que desafiaba con argumentos la espiral del silencio impuesta por la corrección política.  

El tirón de Peterson evidencia que los principios, en un entorno intelectual dominado por el cinismo y el relativismo, cotizan al alza. Su imagen se ha agigantado porque se ha complicado la vida por unas ideas que considera justas. Podía haber mirado para otro lado. O convencerse, como tantos, de que la equidistancia es siempre una virtud. Sin embargo, como ha repetido en numerosas ocasiones, la izquierda radical es insaciable: cada nueva andanada implica una nueva cesión de quienes piensan diferente. Peterson se cansó de ceder siempre en la misma dirección. Se plantó. Y el tiempo le ha dado la razón. Frente a los dogmas de las políticas identitarias, Peterson reivindica la identidad individual; frente a los ataques de las élites culturales, apuesta por rescatar la grandeza de los cimientos de la sociedad occidental. Sus batallas culturales son variadas: desde el constructivismo sexual hasta el derecho a disentir en el mercado de las ideas, desde las discrepancias biológicas y psicológicas entre hombre y mujer hasta el benéfico papel de la religión en la configuración de las comunidades humanas.

Un estilo propio

Y lo hace desde un porte erudito, rápido de reflejos, respetuoso pero implacable en la réplica. Peterson es un buen orador y contador de historias. Incluso posee un punto simpático, como demuestra la extraordinaria popularidad —carne de meme— de uno de sus consejos: «Ordena tu habitación», una llamada metafórica a que los millennials activistas mejoren lo que tienen alrededor antes de aspirar a la revolución social cegados por la simplificación ideológica: «Si ni siquiera puedes mantener tu habitación ordenada, ¿quién demonios eres para dar consejos [económicos y sociales] al mundo?». 

Escuchar una de sus clases —todas en abierto y gratuitas, en YouTube y podcasts— es dejarse envolver por un razonamiento divulgativo, que una y otra vez se detiene para anticipar y refutar las posibles críticas. Sus charlas, siempre sin papeles, mezclan su experiencia clínica, la investigación académica en Psicología y la interpretación jungiana del mito. Improvisa, pensando en alto, de modo que la audiencia casi puede escuchar los mecanismos de su mente en funcionamiento. 

Así ha conectado con millones de personas de todo el mundo, gente razonable y tan normal como los demás, cansadas de ser tildadas de racistas, machistas, tránsfobas o privilegiadas por el mero hecho de pensar diferente o, simplemente, por haber nacido hombres y blancos. Y lo ha logrado empleando con tino las herramientas que las tecnologías digitales permiten: tiene un millón de seguidores en YouTube y sus vídeos suman cerca de cincuenta millones de visualizaciones. Además, su popularidad le ha permitido contar con un ingente apoyo económico por parte de sus seguidores que él ha invertido en realizar más y mejores vídeos, viajar para entrevistarse con otros profesores, subtitular sus clases a decenas de idiomas y transcribir sus largas conferencias sobre los mitos bíblicos para que puedan ser accesibles en todos los formatos. Si a este despliegue le sumamos los fragmentos que otros cientos de cuentas emiten —tanto por entrevistas en multitud de podcasts y programas online, como por remix que los fans realizan de sus propios vídeos—, el alcance de sus mensajes resulta vertiginoso. Su ubicuidad online abruma. 

No en vano, su producto más visitado es una entrevista en el Channel 4 británico, no una pieza de su propio canal de YouTube. La entrevista que le hizo la aguerrida Cathy Newman en enero se hizo viral. La presentadora se empeñaba en atizar a un hombre de paja, presuponiendo que las tesis de Peterson eran machistas e intolerantes. Las calmadas respuestas de Peterson —reivindicando matices, aportando datos, corrigiendo asunciones, citando estudios científicos— dejaron repetidamente en evidencia los prejuicios de Newman, desconcertándola hasta la zozobra cuando la puso ante su espejo: la libertad de expresión también podía resultar muy incómoda, pero es imprescindible para poder pensar y buscar la verdad; un ejemplo de pensamiento práctico ejecutado sobre la propia periodista. 

La entrevista, además de propinar un nuevo empujón a la fama de Peterson, explica otra de las razones de su éxito: su capacidad para articular ideas que las élites mediáticas consideran «incorrectas» o «atrasadas». De hecho, Peterson es uno de los máximos exponentes de lo que el matemático norteamericano Eric Weinstein denominó la «web profunda intelectual». Se trata de un grupo de periodistas, académicos e, incluso, cómicos que están aprovechando las posibilidades de internet para pensar en alto, sin las constricciones editoriales y de tiempo propias de los medios tradicionales. Son personas de filiaciones ideológicas muy diversas —desde el ateísmo socialdemócrata de Sam Harris hasta el conservadurismo pop y desacomplejado del judío Ben Shapiro— que apenas comparten dos grandes rasgos: su crítica a la izquierda cultural posmoderna y su insobornable defensa del debate y el free speech. Así, Peterson ha crecido gracias a las conversaciones de más de tres horas que realiza el cómico Joe Rogan o las entrevistas largas de Dave Rubin en YouTube. Al ser formatos extensos —para ver en el móvil o escuchar mientras uno conduce—, la posibilidad de desplegar pensamientos complejos y aplicar matices resulta estimulante para el receptor.  

El caso del techo de cristal —las condiciones que impiden la presencia de más mujeres en puestos directivos— es un ejemplo señero de la potencia argumentativa de Peterson. Este asunto ocupó, por ejemplo, buena parte de la famosa entrevista con Cathy Newman. Si uno espera el maniqueísmo de un eslogan o un tuit, quedará decepcionado. Sin embargo, si uno dedica unos minutos a escucharle, descubrirá —apoyado en estudios científicos, ejemplos sacados de su consulta psicológica y una argumentación refinada que habitualmente parte de la biología evolutiva— que el sexo es solo uno más entre los muchos factores que explican ese techo de cristal.   

Difícil de etiquetar

Las ideas de Peterson son más escurridizas de lo que las etiquetas proponen. Es indudable que se acerca ideológicamente a los postulados de un liberalismo clásico. Sin embargo, dista de declararse un enemigo del Estado, como muchos libertarios; al contrario, reivindica la red de seguridad que provee la Seguridad Social canadiense, por ejemplo. Igualmente defiende la importancia social y moral de la religión, se denomina cristiano y tiene una apasionante serie de quince conferencias sobre el significado psicológico de sucesos del Antiguo Testamento como la aparición del Mal en el Jardín del Edén, la hostilidad de Caín y Abel o el sacrificio de Abraham… Pero, a la pregunta de si cree en Dios, replica con un «Necesitaría cuarenta horas para poder responder a eso». Es un humanista radical, un optimista racional que se opone a todo tipo de neomaltusianismo, reivindicando los grandes logros sociales de la humanidad y, sin embargo, su concepción de la vida es trágica, agónica a ratos, atravesada constantemente por términos como malevolenciacaos y sufrimiento. Es decir, no es alguien que se acomode a la rigidez de las fórmulas. No es inconsistencia, sino aceptación de la complejidad.

Su libertad de pensamiento no casa bien con el actual clima de conformismo y corrección política de tantas universidades y departamentos de Recursos Humanos. No es casualidad que James Damore, el empleado de Google despedido por haber elaborado un documento —siguiendo una invitación de la propia empresa— explorando las causas por las que había menos mujeres que hombres entre los ingenieros de la firma, eligiera a Peterson para su primera conversación pública tras su linchamiento en prensa y redes sociales y su fulminante despido de Google. Tampoco es casualidad que, en noviembre, Peterson fuera el protagonista involuntario de un escándalo que sacudió la universidad canadiense. Una joven doctoranda, Lindsay Shepherd, impartía clases de Comunicación en la Wilfrid Laurier University de Ontario. Para apoyar las explicaciones y espolear el sentido crítico de los alumnos, empleó un fragmento de un debate televisado donde Peterson discutía con un profesor de Estudios de Género sobre los pronombres escogidos; tres minutos con dos argumentaciones opuestas. A la propia Shepherd ni siquiera le convencía la posición de Peterson, pero pretendía hacer reflexionar a los alumnos sobre un asunto lingüístico relevante. No obstante, la universidad abrió expediente a la joven profesora y, en la conversación que Shepherd mantuvo con sus superiores, llegaron a comparar las ideas de Peterson con las de Hitler

Como era de esperar, sus críticos lo estigmatizan con la etiqueta favorita del pensamiento débil actual: Peterson es el epítome de la alt-right (alternative right) norteamericana, una minoritaria corriente de extrema derecha, activa en internet aunque de limitada eficacia política, que ha emergido en paralelo al fenómeno Trump. Sin embargo, las críticas de Peterson al identitarismo blanco son habituales y sus charlas están trufadas de ejemplos extraídos de su estudio de la psicología de masas durante el nazismo. Fiel a su tenacidad casi obsesiva, Peterson no duda en responder a estas acusaciones, sobre todo si provienen de académicos o periodistas. También suele entrar al trapo de críticas mucho más elaboradas y vitriólicas —como las de la revista Current Affairs—, en las que él mismo ha llegado a perder la elegancia del fair-play, incurriendo en insultos.

Peterson afirma que lleva un año y medio viviendo con una ansiedad constante: la de cometer un error fatal. Decir algo inapropiado, medir mal un ejemplo, dejarse llevar en tal entrevista… Sabe que sus palabras andan sometidas a un escrutinio forense, y no solo por sus fans, sino por sus detractores, ávidos por encontrar la foto, el tuit o la frase que confirme la genética ultraderechista que alegremente le atribuyen. Sin embargo, aunque trata de cuidar mucho cada verbo, ha tenido patinazos: el más sonoro fue en marzo, cuando le tuiteó un «Fuck you!» al autor de un ensayo aparecido en The New York Review of Books titulado «Jordan Peterson y el misticismo fascista». La tentación del caos, como diría él, le acecha cada día; y tiene cada vez más colmillos goteando a su alrededor: «Me siento como si estuviera surfeando una ola gigante… y podría detenerse, o podría desplomarse y barrerme, o podría cabalgarla y continuar. Todas esas opciones son igualmente posibles».  

Intelectuales heterodoxos

Entre las acusaciones intelectuales que recibe destacan la de simplificar las características de la posmodernidad, cuya corrupción intelectual denuncia sin descanso; la de sugerir una suerte de conspiración izquierdista para tomar los medios y las universidades; y la de sobrevalorar el peso de la biología, cayendo en cierto determinismo. En todo caso, son discusiones que él siempre acepta mantener: por ejemplo, en enero debatió sobre moral y descendencia con David Benatar, filósofo antinatalista sudafricano, y parece que en octubre tendrá un cara a cara con el filósofo esloveno Slavoj Žižek, uno de los iconos de la izquierda de este siglo. 

Es razonable que la izquierda, hablando genéricamente, esté mucho más incómoda ante su éxito. Porque es incuestionable que sus dianas favoritas —dada su influencia en el mundo universitario y en el mainstream mediático— son el marxismo cultural y la posmodernidad. Peterson critica sin descanso a la hija más destacada de ambas doctrinas —las políticas de identidad—, levantada sobre dos pilares que considera perversos: el victimismo incurable y el narcisismo de la diferencia. Este identitarismo ha sido abrazado por la izquierda radical, con sus negaciones de la individualidad, sus ingenierías sociales y sus intransigencias. Peterson se ha levantado contra esa intolerancia, amasando una notable cantidad de aliados en su camino. No solo millones de personas anónimas que veneran sus opiniones, sino intelectuales heterodoxos y valientes como Jonathan HaidtCamille PagliaMichael Shermer o Bret Weinstein. Entre todos están demostrando que el pensamiento crítico, con muy distintos bagajes culturales y sociológicos, aún posee músculo para presentar batalla. Y, lo que es más importante, cuenta con un inmenso apoyo popular más allá de las torres de marfil de los medios de comunicación y la academia. 

Durante la década de los ochenta, Peterson tenía constantes pesadillas de aniquilación nuclear. Para liberar esa tensión intelectual que le atenazaba, dedicó tres horas diarias, durante años, a pensar sobre las estructuras profundas de la sociedad y las creencias humanas. Ahí nació Maps of Meaning: The Arquitecture of Belief (Mapas de significado: la arquitectura de la creencia), un denso volumen de casi seiscientas páginas, publicado en 1999. El libro comienza con aroma a batalla épica: «Algo que no podemos ver nos protege de algo que no podemos entender. Lo que no podemos ver es la cultura, en su manifestación intrafísica o interna. Lo que no podemos entender es el caos que alumbró esa cultura». Como si fuera la lucha entre el Bien y el Mal, «si se altera la estructura de la cultura, inconscientemente, el caos regresa. Haremos cualquier cosa —cualquier cosa— por protegernos contra ese regreso». Peterson se ha convertido para muchos en cobijo contra la tormenta, en la vanguardia de la retaguardia. Porque su fulgurante ascenso no es más que el último asalto de esa guerra milenaria. Eso sí, con él, esta vez es el orden quien está devolviendo el golpe.

Fuente: nuestrotiempo.unav.edu

2/27/23

Belleza, ternura y gratuidad de Dios

 Eduardo Sanz de Miguel

1.        Introducción

Adolf  Loos, el precursor de la arquitectura moderna, explicaba: "Escribo para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo". Y todo el sueño de la gran arquitectura moderna ha sido el poner al hombre en "hábitats" de aluminio y cristal para una vida nueva y el nacimiento de un hombre nuevo... En buena parte, el propósito de esta arquitectura ha sido un largo fracaso» (José Jiménez Lozano)

A lo largo del pasado siglo XX hemos asistido a una evolución radical en las costumbres, las relaciones, los valores y las creencias de nuestra sociedad. Naturalmente, esto ha tenido también su reflejo en el Arte. Los poderes políticos, los museos, los medios de comunicación social... han dado su apoyo incondicional a las vanguardias que separaban la creación artística de los cánones de belleza. Estaba vetada toda referencia al realismo, a la tradición, a la permanencia, a la mesura. Para ser modernos había que romper con lo anterior e inventarlo todo cada día. Una corriente de pensamiento, una escuela, una moda, quedaban anticuadas en pocos años. El arte ya no se entendía como un reflejo de la belleza eterna ni como una búsqueda de la armonía; debía manifestar la descomposición de nuestra sociedad y de sus estructuras.

Se pasó de habitar en casas familiares, normalmente heredadas de los mayores, a apartamentos anónimos y funcionales, despojados de toda pretensión estética. En las viejas casas, la distribución de los espacios, las paredes irregulares y los mismos muebles proclamaban la estética de lo hecho a mano, reflejaban las huellas de la historia (de la gran Historia y de las pequeñas historias familiares). En los nuevos «pisos» no había espacio para los viejos muebles. Los objetos de conglomerado, plástico, aluminio o cristal ocupan menos espacio y son más fáciles de limpiar. Pero no hablan de los esfuerzos de quienes los realizaron ni van asociados a recuerdos, por lo que no se reparan cuando se estropean o pasan de moda, sino que se cambian por otros. Algo similar se vivió en la Iglesia: los nuevos templos copiaban las naves industriales, se retiraron los santos a las sacristías, los ornamentos bordados en seda fueron sustituidos por otros de nailon o poliéster, los cálices labrados en plata por otros lisos de barro o de metales oscuros (todos iguales, todos realizados en serie, todos sin alma). Curiosamente, la mayoría vivió este proceso como una liberación.

A pesar de todo, en el corazón humano anida una obstinada nostalgia por los lugares y los objetos relacionados con nuestra infancia o que conservan la huella de las manos que los realizaron o los utilizaron. En las nuevas viviendas se ha regresado al ladrillo cara vista, a los acabados en madera, a las decoraciones tradicionales. Incluso los apartamentos comprados en los años 60-70 se han ido llenando de maderas torneadas, cerámicas, piezas de artesanía, objetos provenientes de anticuarios, curiosidades adquiridas en bazares... No es nada extraño encontrar en viviendas privadas un incensario, la columna de un retablo, o unas sacras retiradas de alguna iglesia.

Todo este proceso al que hemos hecho referencia ha influido en nuestra vida más de lo que a veces pensamos. El tipo de viviendas y los objetos con los que nos relacionamos han cambiado nuestra percepción del entorno y las relaciones inter-generacionales. Por poner sólo un par de ejemplos: Los abuelos o los familiares que llegan de visita ya no caben en nuestras casas; un cuadro o una imagen de la Virgen ya no tienen valor por lo que representan, sino por su condición de antigüedad, por su precio en el mercado. Muchas manifestaciones tradicionales de piedad han pasado a un desuso casi generalizado (las 40 horas, los 7 domingos de S. José, triduos y novenas, la música del órgano, el incienso, las capas pluviales...). Algunas veces han sido sustituidas por clases de Biblia o por el rezo de la Liturgia de las Horas. En otras ocasiones han dejado un vacío que se ha ocupado con telenovelas o paseos al Corte Inglés.

Hay que reconocer que las viejas fórmulas del culto y los antiguos espacios sagrados, aunque recubiertos por un polvo de siglos y necesitados de una revisión, mantenían el sentido del misterio, hacían tomar conciencia de lo sagrado, de los valores eternos e inmutables. Se necesitaba una reforma radical que simplificara el culto y la vida, aunque a veces se hayan producido tensiones y el resultado final no ha sido siempre el deseado. Curiosamente, hoy son los jóvenes los que recuperan el canto gregoriano y restauran lo que la generación anterior había condenado al olvido. Si hace unos años se insistía en la necesidad de odres nuevos para el vino nuevo (Mt 9, 17), hoy se subraya que el Reino de los Cielos es «como el padre de familia que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52), según conviene en cada momento.

Las disciplinas humanísticas, incluida la Teología, también han sufrido una enorme evolución en los años pasados. Las facultades de Teología han entrado en la dinámica de las especializaciones y hoy se puede realizar una licencia en Moral, Antropología Teológica, Liturgia o Mariología. El legítimo deseo de actualizar la vida y la reflexión de los creyentes nos ha hecho profundizar en las fuentes bíblicas y patrísticas y ha relegado al olvido muchas cuestiones que antes eran consideradas fundamentales, subrayando otras que anteriormente sólo se trataban de pasada. Por ejemplo: Hoy podemos encontrar una abundantísima bibliografía sobre la doctrina social de la Iglesia, pero apenas algunos volúmenes sobre los novísimos o sobre el pecado. Una cosa es cierta: nuestra fe se ha hecho más intelectual. Cada día nos resulta más difícil aceptar algo sólo porque lo dice la Iglesia. Las «rationes» han desplazado definitivamente a las «auctoritates».

Unos textos tomados de dos importantes pensadores de tiempos recientes pueden ayudarnos a situar el tema que pretendo desarrollar. El primero es de Unamuno:

«Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la he recobrado pensando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios». A veces hemos presentado nuestra fe como un conjunto de enunciados que aprender de memoria. Pero Dios no es «algo» que se puede definir, medir o pesar, sino «Alguien» que sale a nuestro encuentro porque quiere entrar en relación con nosotros. En este venir a nuestro encuentro nos ha manifestado su belleza, ternura y generosidad. La experiencia de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), patrona de Europa, puede servirnos de ilustración. Mujer de capacidades sorprendentes: Filósofa, feminista, políglota, escritora, conferenciante... fue una incansable buscadora de la verdad. Cuando se convirtió, después de leer el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, exclamó: «Ésta es la verdad. Yo he creído siempre que la verdad era algo intelectual, comprensible con el poder de la mente, y he descubierto que la verdad es algo vital, relacional: Dios mismo que sale a nuestro encuentro y nos ilumina».

La segunda cita es de Hermann Hesse: «Hay una teología que es arte y otra que es ciencia -o que se esfuerza en serlo-. Y los científicos siempre se han olvidado del vino antiguo en odres nuevos, mientras que los artistas, manteniendo despreocupados algún error externo, han traído consuelo y alegría a muchos. Es la eterna y desigual lucha entre crítica y creación, ciencia y arte, en la que siempre tiene razón aquélla sin que eso le sirva a nadie para nada; ésta, sin embargo, siembra una y otra vez la simiente de la fe, del amor, del consuelo, de la belleza y de la esperanza eterna, y encuentra siempre buen suelo. Porque la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda». Como podéis imaginar, yo abogo por una teología que tiene mucho de experiencia vital, arte, poesía y música, porque estoy convencido de que las palabras ordinarias son insuficientes e inapropiadas para hablar del misterio de Dios. S. Juan de la Cruz utilizó siempre esta manera de hacer teología, y lo justificaba porque así lo hizo Dios mismo: «En la Escritura Divina, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas».

2.        Dios deja su huella en lo que hace

Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes, símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta afirmación.

Génesis 1 narra de manera poética y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden, tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.

Génesis 2 presenta el mismo argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar» para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que se esfuerza para que su obra le salga bien.

Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada», imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo animal.

«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice» (Gn 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala, deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a desarrollar:

La belleza. Dios deja en sus obras un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce sensaciones profundamente gratificantes.

La ternura. Dios no sólo crea lo necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero que hacen la vida humana más agradable.

La gratuidad. El hombre no puede presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente, desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al atardecer, a la hora de la brisa.

Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos servirá para tomar conciencia de lo dicho:

«¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además, nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor: nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra, etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (Sal 136).

3.        La belleza de Dios

Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia invitaban a descubrir una huella de la belleza de Dios en su obra: la armonía de las esferas celestes, la interrelación entre las especies, la grandeza de la naturaleza... les hablaba de una belleza infinitamente mayor y mejor. S. Agustín de Hipona justifica, en parte, su propio extravío y el de sus contemporáneos, por la hermosura de la creación: «La belleza de tus criaturas me atraía y cautivaba mi corazón; y no sabía descubrir que era sólo un reflejo de tu infinita hermosura». Después de su conversión, la contemplación de la naturaleza le servía para acercarse a Dios. En su búsqueda del amado, S. Juan de la Cruz también pregunta a las criaturas, que le responden: «Mil gracias derramando /  pasó por estos sotos con presura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura». Todas las obras de Dios están revestidas de «mil» gracias, son un reflejo de la hermosura de su Creador. Pero, insiste él, son una huella ambigua y, a veces, confusa, ya que han sido realizadas «de paso», mientras que «las obras en las que más se detuvo son las de la Encarnación de su Hijo y los misterios de nuestra religión». En estas obras sí que se manifiesta plenamente la belleza del Creador. Hasta el punto de que el conocimiento que adquirimos de Dios a partir de las criaturas es «vespertino» (es decir, entre sombras), mientras que el conocimiento que nos produce la persona y obra de Jesús es «matutino» (es decir, claro y radiante). S. Juan de la Cruz insiste en que es a partir de la belleza del Señor Jesús, de su obra salvadora, de su revelación, como podemos conocer plenamente la hermosura de Dios y participar en ella.

«El estudio sobre los trascendentales (verum, bonum y pulchrum) ha ido unido desde los clásicos griegos. Se les considera inseparables, conscientes de que el descuido de uno de ellos repercute catastróficamente en los otros» (Hans Urs von Balthasar). A lo largo del s. XX se produjo una ruptura que, efectivamente, se ha demostrado fatal. Se consideraba que verdad, bondad y belleza no tenían por qué ir juntas. La belleza separada de la verdad se ha convertido en modas pasajeras. La verdad al margen de la bondad nos parece inalcanzable o inútil. La bondad sin la verdad se ha transformado en sinónimo de debilidad.

La separación entre verdad, bondad y belleza ya había comenzado con la reforma protestante, en el s. XVI. Mientras en la Iglesia Católica se consideraba el arte como una emanación de la belleza divina y se utilizaba en la transmisión de la fe, Lutero y Calvino insistieron en la vanidad e incluso en la maldad de todas las obras humanas y en la radical incapacidad del hombre de decir o representar algo sensato sobre Dios. De hecho, él mismo se ha manifestado en la fealdad de su contrario: en el dolor y en la muerte de Jesús. Ambos afirman que sólo se nos permitirá gozar de la belleza y de la gloria de Dios en la vida eterna.

«Todo aquel a quien le importen la amplitud universal, los espacios conformados, la humanidad heroica... se sentirá repelido por el Protestantismo. Lutero destruyó las áureas habitaciones del mito y puso en su lugar la estrecha choza del fundador. El que ama lo bello sentirá, como Winckelmann, frío en la buhardilla de la Reforma y marchará a Roma» (Gerhard Nebel, «El acontecimiento de lo bello»). El protestantismo mantiene una actitud polémica hacia todas las formas externas de la religión, a favor de la interioridad de la fe. Se comienza rechazando las ceremonias litúrgicas, las expresiones artísticas, la decoración en el templo, para pasar a poner en tela de juicio el valor de la razón, la analogía y las obras morales del ser humano y se termina eliminando la ejemplaridad de los Santos y persiguiendo la alegría, el goce y la complacencia de la vida. Si el hombre es un pozo de maldad, todo él está deformado por el pecado y todas sus obras son feas y malas, marcadas por el pecado. Precisamente, para salvarnos de nuestra postración, el Hijo de Dios «se ha hecho pecado por nosotros», cargando sobre sus espaldas nuestras miserias.

Pero el hecho de subrayar una teología de la cruz no nos puede hacer olvidar la teología de la gloria. En nuestra pobre historia y en nuestra realidad de pecado se ha revelado el hermoso designio de nuestro Dios, escondido durante siglos y ahora manifestado. Es verdad que la plenitud del Reino no llegará hasta la consumación de los tiempos, pero su presencia entre nosotros ya se ha inaugurado. Es verdad que Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pero su humanidad transfigurada no puede dejar de manifestar su gloria, así como un frasco de perfume exhala el olor de la esencia que lleva dentro. La escena bíblica de la Transfiguración nos permite entender algo de este misterio: En la humanidad de Jesús se manifiesta su divinidad; en su pobreza, la gloria; en su aparente fracaso (no olvidemos que se produce de camino hacia Jerusalén, después del primer anuncio de la Pasión), un anticipo de su triunfo. La belleza de la creación, del arte, de la liturgia, de la vida entregada de los Santos... nos ayuda a intuir algo de la belleza del Señor y de la gloria del cielo. «El alma quiere hacerse semejante con su Amado, saboreando sus gozos y dulzuras y viviendo su misma vida para actuar como Él. Por medio del ejercicio del amor, absorta en su hermosura, quiere transformarse en su hermosura y hacerse semejante en hermosura para empezar a vivir y a gozar aquella hermosura que se le dará sin límites en la vida eterna» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).

4.        La ternura de Dios

«Levántate, amada mía, preciosa mía, ven. Que ya ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Las flores brotan en el campo y se oye el arrullo de la tórtola» (Ct 2, 10ss). El Cantar de los Cantares celebra el amor emocionado, bello, permanente, de un varón y una mujer que gozan y valoran la vida al encontrarse. Aventura de búsqueda y belleza, de gozo y libertad, de entrega y canto. Su introducción en el canon bíblico sirvió para que judíos y cristianos se sirvieran de él a lo largo de los siglos para hablar de la relación de Dios con su pueblo y con cada creyente. No tanto para hacer reflexiones filosóficas sobre el ser de Dios, cuanto para cantar experiencias de encuentro con él.

Oseas y los profetas posteriores a él ya nos habían acostumbrado a hablar de Dios como de un esposo lleno de paciencia y de ternura, siempre dispuesto a acoger y a perdonar: «Yo sanaré su infidelidad, la amaré gratuitamente» (Os 14, 5). Usaron incluso la imagen de una madre amorosa: «¿Acaso olvida una madre a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella lo hiciera, yo nunca te olvidaré.

Fíjate en mis manos, te tengo tatuada en mi palma» (Is 49, 15-16).

En la historia de la salvación y especialmente en Jesucristo se nos ha manifestado el amor, la paciencia, la fidelidad de un Dios que nos ama sin medida. Basta recordar la predilección de Jesús por todos los que no contaban entre sus contemporáneos: las mujeres, los niños, los enfermos, los pecadores, los excluidos... y las parábolas de la misericordia. Jesús come con los publicanos, tiene amistades de dudosa moralidad, se acompaña incluso de prostitutas. Ante quienes le reprochan su comportamiento, se justificará afirmando que ésa es la manera de actuar de Dios, que hace llover sobre buenos y malos y hace salir el sol sobre justos e injustos, que hace fiesta en el cielo por cada pecador arrepentido, que está siempre dispuesto a buscar la oveja descarriada, que no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga con forme a nuestros pecados. Efectivamente, «Dios es más tierno que una madre» (Sta. Teresita). La misma Escritura nos recuerda que «como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103, 13).

No podemos olvidar las numerosas veces que la Biblia afirma que «Dios es compasivo y misericordioso». Pues bien, «misericordioso» en hebreo se dice «Rahum», que es una derivación de «Rehem», que significa «seno, útero materno». Lo que quiere decir que Dios nos ama con la ternura de una madre que nos hubiera generado y dado a luz. «Comunícase Dios con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a sus hijos, ni amor de hermano, ni amistad de amigo que se le compare. ¡Tan profunda es la dulzura de nuestro Dios! Él se emplea en regalar al alma como la madre en servir y regalar a su hijo, criándole a sus mismos pechos» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).

5.        La gratuidad de Dios

«El informe EDIS, editado por Cruz Roja Española, revela que la libertad es el valor más altamente calificado por los consumidores de drogas. El estudio llama la atención sobre lo paradójico de la situación, ya que la brutal dependencia que originan algunas drogas, hace que en numerosos casos se pierda por completo la libertad. Si ponemos la libertad en la cumbre de los valores, no encontraremos ningún otro valor que justifique las limitaciones de la libertad, lo que resulta disparatado o criminal. Conviene subrayar que el supremo valor es la autonomía, la capacidad para elegir los propios fines, evaluarlos, justificar nuestra decisión, y tener energía para realizarlos» (José Antonio Marina, «Crónicas de la ultra-modernidad»). Si reducimos la libertad al libre albedrío, a la capacidad de optar entre varias posibilidades, ni Dios es libre (no puede elegir el mal, no puede odiar), ni el hombre tampoco (no puede decidir cuándo o dónde nacer, ni en qué familia).

Según la revelación, la libertad en Dios es la capacidad que constituye su ser, elegido y definido por él mismo, como Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo, la capacidad que Dios tiene de ser él mismo y de actuar conforme a su propia esencia.

Toda la Sagrada Escritura es un testimonio de la absoluta libertad de Dios. Abrahán no fue elegido por sus méritos, sino por la generosidad de Dios. El pueblo no podía exigir a Dios que le ayudara a liberarse de la esclavitud. La Encarnación del Hijo de Dios no es un premio a nuestro buen comportamiento. «El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» no ha sido ideado, forjado o exaltado por el hombre, no ha sido elegido por Israel. Es él quien se elige, decide y define a favor del pueblo y a favor del hombre. Es él quien ha enviado a su Hijo al mundo para hacernos partícipes de su misma vida.

Y la libertad de Dios, que se manifiesta en la historia de la salvación, es anterior al tiempo. Se manifiesta, en primer lugar, en el mismo acto de la creación. Él no era un ser solitario, que creó otros seres para tener compañía. Él es encuentro y comunión desde siempre. Plenitud de gozo. Vida desbordante. Crea otros seres para hacerles partícipes de su misma vida, su propio ser. «En la libertad de su gracia, Dios se manifiesta a favor del hombre. A pesar de su insignificancia, está con él. Pese al carácter corruptible y transitorio de su ser en la carne, está con él. Pese a su pecado y desobediencia, está con él... Dios nos dice, por el hecho de que su Hijo se hizo y es hermano nuestro, que quiso amarnos precisamente a nosotros, que nos ha amado, nos ama y nos seguirá amando, que ha elegido y decidido ser precisamente nuestro Dios» (Karl Barth, «El don de la libertad»).

S. Pablo se sentía desbordado por el amor de Dios, que nos ha amado primero, no por nuestros méritos, sino por su generosidad; no porque somos buenos o dignos de ser amados, sino porque él es bueno y lleno de amor. Dios nos ama de una manera gratuita por su parte e inmerecida por la nuestra: «Por la fe en Cristo hemos llegado a alcanzar esta situación de gracia en la que nos encontramos... Eramos incapaces de alcanzar la salvación... Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando éramos sus enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo... ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de gracia hay en Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién le dio primero para que tenga derecho a recompensa?» (Rm 5, 2.6.10; Rm 11, 33-35). «El piadoso y omnipotente Padre, es tan generoso y dadivoso cuanto poderoso y rico. Con la libertad de su generosa gracia sale a nuestro encuentro y nos busca» (S. Juan de la Cruz. «Llama de amor viva»).

6.        Conclusión

«Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). En el rostro, en la vida y en las palabras de Jesús de Nazaret se nos ha manifestado en plenitud el misterio del Dios vivo, que antes sólo se nos revelaba de manera parcial, incompleta. La continua –y, a veces, tortuosa- búsqueda de la Verdad, la Bondad y la Belleza por parte del ser humano, encuentra su respuesta cumplida en la revelación de Jesucristo, "Palabra única y definitiva del Padre". En la contemplación del más bello de los hijos hombres (Sal 45, 3) y de su amor sin límites han hallado los cristianos de cada generación la fuerza y el consuelo necesarios en su caminar. En él nos disponemos nosotros a encontrar las energías necesarias para enfrentarnos a los retos que la sociedad contemporánea nos presenta. «Cristo es el resplandor de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hb 1, 3). Con los ojos fijos en él descubrimos que la belleza, la ternura y la gratuidad de Dios se han hecho presentes en nuestra historia y se nos ha dado ya la oportunidad de contemplar en él un anticipo de la gloria futura.

7.        Preguntas para el diálogo

Comenta: «La belleza no es sólo la perfecta disposición del rostro o del cuerpo. Cuando se conoce a una persona, la mirada no se detiene en la percepción de su aspecto morfológico corporal, sino que alcanza a la persona en su condición verdadera, única. Entonces la visión del rostro amigo, el sonido de sus palabras, se muestran dotados de la hermosura de la persona con la que se comunica en un amor de amistad» (Antonio Ruiz Retegui. «Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la antropología cristiana»).

Los psicólogos de todas las escuelas están de acuerdo en la importancia del sentirse amado y acogido en la primera infancia. Las experiencias de ternura o desafecto van modelando nuestro carácter. Los niños que crecen en un ambiente afectuoso y que se sienten valorados suelen tener una buena autoestima, un rendimiento escolar satisfactorio y maduran más rápido. Un número enorme de personas agredidas sexualmente en la infancia son violentas, tienen dificultades en los estudios y las relaciones y, en la edad adulta, hacen violencia sexual a menores.

¿Puedes compartir algún recuerdo de tu infancia o juventud que despierte en ti ternura y satisfacción?, ¿y alguna experiencia negativa?

«En esto consiste el amor: en que Dios nos amó primero» (1Jn 4, 10). El primer paso en la vida espiritual es caer en la cuenta del amor de Dios que me precede y acompaña. Porque él me ama y me perdona, me siento con fuerzas para amar y perdonar. Yo no merezco el amor de Dios, ¿tengo paciencia y com-pasión hacia aquellos que no merecen mi amor? Fuera de los tiempos de oración que prescriben mis constituciones o se acostumbra en mi comunidad, ¿Cuánto tiempo de «gratuidad» regalo a Dios? Fuera de mis tareas y obligaciones, ¿Cuánto tiempo libre regalo a quien me lo pide, sin esperar nada a cambio?

Éstas son sólo algunas pistas para el diálogo. Se puede compartir aquellas ideas que más nos han llamado la atención u otras reflexiones nuevas sobre el tema.

Fuente: mercaba.org

2/26/23

El protagonista del anuncio: el Espíritu Santo

El Papa en la Audiencia General


 Catequesis.5. La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!

En nuestro itinerario de catequesis sobre la pasión de evangelizar reflexionamos hoy sobre las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Santo Espíritu» (Mt 28, 19). Id —dice el Resucitado—, no a adoctrinar, no a hacer proselitismo, no, sino a hacer discípulos, es decir, a dar a todos la oportunidad de entrar en contacto con Jesús, de conocerlo y amarlo libremente. Id bautizando: bautizar significa sumergir y, por tanto, antes de indicar una acción litúrgica, expresa una acción vital: sumergir la propia vida en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo; experimentar cada día la alegría de la presencia de Dios que está cerca de nosotros como Padre, como Hermano, como Espíritu que actúa en nosotros, en nuestro propio espíritu. Bautizar es sumergirse en la Trinidad.

Cuando Jesús dice a sus discípulos —y también a nosotros—: “¡Id!”, no comunica sólo una palabra. No. Comunica también el Espíritu Santo, porque es sólo gracias a Él, al Espíritu Santo, que se puede recibir la misión de Cristo y llevarla adelante (cf. Jn 20, 21-22). Los Apóstoles, en efecto, permanecen encerrados en el Cenáculo por miedo hasta que llega el día de Pentecostés y desciende sobre ellos el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-13). Y en ese momento desaparece el miedo y con su fuerza esos pescadores, en su mayoría analfabetos, cambiarán el mundo. “Pero si no saben hablar…”. Pero es la palabra del Espíritu, la fuerza del Espíritu que les lleva adelante para cambiar el mundo. El anuncio del Evangelio, por tanto, se realiza sólo en la fuerza del Espíritu, que precede a los misioneros y prepara los corazones: Él es “el motor de la evangelización”.

Lo descubrimos en los Hechos de los Apóstoles, donde en cada página se ve que el protagonista del anuncio no es Pedro, Pablo, Esteban o Felipe, sino el Espíritu Santo. También en los Hechos se relata un momento neurálgico de los inicios de la Iglesia, que también nos puede decir mucho a nosotros. Entonces, como hoy, junto a las consolaciones no faltaron las tribulaciones —momentos buenos y momentos no tan buenos—, las alegrías se acompañaban de las preocupaciones, ambas cosas. Una en particular: cómo comportarse con los paganos que se acercaban a la fe, con los que no pertenecían al pueblo judío, por ejemplo.  ¿Estaban o no obligados a observar las prescripciones de la Ley mosaica? No era un asunto menor para aquella gente. Se forman así dos grupos, entre los que creían que la observancia de la Ley era irrenunciable y los que no. Para discernir, los Apóstoles se reúnen en lo que se llama el “concilio de Jerusalén”, el primero de la historia. ¿Cómo resolver el dilema? Se podría haber buscado un buen acuerdo entre tradición e innovación: algunas normas se observan y otras se ignoran. Sin embargo, los Apóstoles no siguen esta sabiduría humana para buscar un equilibrio diplomático entre una y otra, no siguen esto, sino que se adaptan a la obra del Espíritu que les había anticipado, descendiendo tanto sobre los paganos como sobre ellos.

Y por eso, quitando casi toda obligación ligada a la Ley, comunican las decisiones finales, tomadas —y escriben así—: “el Espíritu Santo y nosotros” (cf. Hch 15,28), hemos decidido, el Espíritu Santo con nosotros, así actúan siempre los Apóstoles. Juntos, sin dividirse, a pesar de tener sensibilidades y opiniones diferentes, escuchan al Espíritu. Y Él enseña una cosa, que también es válida hoy: toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús, toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús. Podríamos decir que la histórica decisión del primer Concilio, de la que también nosotros nos beneficiamos, estuvo movida por un principio, el principio del anuncio: en la Iglesia todo debe ser conforme a las exigencias del anuncio del Evangelio; no a las opiniones de los conservadores o los progresistas, sino al hecho de que Jesús llegue a la vida de las personas. Por tanto, toda opción, todo uso, toda estructura, toda tradición debe ser evaluada en la medida en que favorezca el anuncio de Cristo. Cuando se encuentran decisiones en la Iglesia, por ejemplo, divisiones ideológicas: “Yo soy conservador porque… yo soy progresista porque…”. ¿Pero dónde está el Espíritu Santo? Estad atentos que el Evangelio no es una idea, el Evangelio no es una ideología: el Evangelio es un anuncio que toca el corazón y te cambia el corazón, pero si tú te refugias en una idea, en una ideología ya sea de derechas, ya sea de izquierdas, o de centro, tú estás haciendo del Evangelio un partido político, una ideología, un club de gente. El Evangelio siempre te da esta libertad del Espíritu que actúa en ti y te lleva adelante. Y qué necesario es hoy tomar de la mano la libertad del Evangelio y dejarse llevar adelante por el Espíritu.

Así el Espíritu ilumina el camino de la Iglesia, siempre. En efecto, no es sólo la luz de los corazones, es la luz que orienta a la Iglesia: esclarece, ayuda a distinguir, ayuda a discernir. Por eso es necesario invocarlo a menudo; hagámoslo también hoy, al comienzo de la Cuaresma. Porque como Iglesia podemos tener tiempos y espacios bien definidos, comunidades, institutos y movimientos bien organizados, pero sin el Espíritu todo queda sin alma. La organización no basta: es el Espíritu que da vida a la Iglesia. Si la Iglesia no le reza y no le invoca, se encierra en sí misma, en debates estériles y agotadores, en fatigosas polarizaciones, mientras se apaga la llama de la misión. Es muy triste ver a la Iglesia como si fuera un parlamento; no, la Iglesia es otra cosa. La Iglesia es la comunidad de hombres y mujeres que creen y anuncian a Jesucristo, pero movidos por el Espíritu Santo, no por las propias razones. Sí, se usa la razón, pero viene el Espíritu a iluminarla y a moverla. El Espíritu nos hace salir, nos empuja a anunciar la fe para confirmarnos en la fe, nos empuja a ir en misión para encontrar quién somos. Por eso el apóstol Pablo recomienda: «No extingáis el Espíritu» (1 Tes 5,19), no extingáis el Espíritu. Recemos a menudo al Espíritu, invoquémoslo, pidámosle cada día que encienda en nosotros su luz. Hagámoslo antes de cada encuentro, para convertirnos en apóstoles de Jesús con las personas que encontremos. No extingáis el Espíritu en las comunidades cristianas y tampoco dentro de cada uno de nosotros.

Queridos hermanos y hermanas, partimos y volvemos a partir, como Iglesia, desde el Espíritu Santo. «Sin duda es importante que en nuestras programaciones pastorales partamos de encuestas sociológicas, de análisis, de la lista de las dificultades, de la lista de expectativas y quejas. Sin embargo, es mucho más importante partir de las experiencias del Espíritu: este es el verdadero punto de partida. Y por eso es necesario buscarlas, enumerarlas, estudiarlas, interpretarlas. Es un principio fundamental que, en la vida espiritual, se llama primado de la consolación sobre la desolación. Primero está el Espíritu que consuela, reanima, ilumina, mueve; después vendrá también la desolación, el sufrimiento, la oscuridad, pero el principio para regularse en la oscuridad es la luz del Espíritu» (C.M. Martini, Evangelizar en la consolación del Espíritu, 25 de septiembre 1997).  Este es el principio para regularse en las cosas que no se entienden, en las confusiones, también en tantas oscuridades, es importante. Tratemos de preguntarnos si nos abrimos a esta luz, si le damos espacio: ¿yo invoco al Espíritu? Cada uno se responda dentro. ¿Cuántos de nosotros rezamos al Espíritu? “No, padre, yo rezo a la Virgen, rezo a los santos, rezo a Jesús, pero a veces, rezo el Padre Nuestro, rezo al Padre” – “¿Y al Espíritu?” ¿Tú no rezas al Espíritu, que es lo que te hace mover el corazón, que te lleva adelante, te lleva la consolación, te lleva adelante las ganas de evangelizar y de hacer misión? Os dejo esta pregunta: ¿Yo rezo al Espíritu Santo? ¿Me dejo orientar por Él, que me invita a no cerrarme sino a llevar a Jesús, a testimoniar el primado de la consolación de Dios sobre la desolación del mundo? Que la Virgen, que ha entendido bien esto, nos ayude a entenderlo.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Hoy, miércoles de ceniza, comenzamos la cuaresma. En este tiempo de gracia, invoquemos con frecuencia al Espíritu Santo, para que nos ilumine y nos ayude a dar testimonio de la primacía de Dios en nuestra vida; Dios que nos ama y nos consuela, venciendo toda desolación. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.


LLAMAMIENTO

Queridos hermanos y hermanas:

Pasado mañana, 24 de febrero, se cumplirá un año de la invasión de Ucrania, del inicio de esta guerra absurda y cruel. ¡Un aniversario triste! El balance de muertos, heridos, refugiados y desplazados, destrucciones, daños económicos y sociales habla por sí solo. ¿Podrá el Señor perdonar tantos crímenes y tanta violencia? Él es el Dios de la paz. Permanezcamos cercanos al martirizado pueblo ucraniano, que sigue sufriendo. Y preguntémonos: ¿se ha hecho todo lo posible para detener la guerra? Hago un llamamiento a los que tienen autoridad sobre las naciones, para que se comprometan de forma concreta en poner fin al conflicto, alcanzar el alto el fuego e iniciar negociaciones de paz. ¡No será nunca una verdadera victoria la que se construye sobre las ruinas!


 

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis reflexionamos sobre el Espíritu Santo, que es el protagonista del anuncio. Como escuchamos en el Evangelio, Jesús resucitado nos envía a ir, a hacer discípulos y a bautizar. Con sus palabras, nos comunica el Espíritu Santo, que nos da la fuerza para acoger la misión y llevarla adelante.

El objetivo principal del anuncio es favorecer el encuentro de las personas con Cristo. Por eso, para que nuestra acción evangelizadora propicie siempre este encuentro, es necesario que todos —cada uno personalmente y como comunidad eclesial— nos pongamos a la escucha del Espíritu Santo, que es el protagonista.

La Iglesia invoca al Espíritu Santo para que la oriente, le ayude a discernir sus proyectos pastorales y la impulse a salir por el mundo transmitiendo con alegría el anuncio de la fe. Pero si la Iglesia no invoca al Espíritu, se va cerrando en sí misma, se crean divisiones, debates estériles y, como consecuencia, la misión se va apagando.

Fuente: vatican.va


La penitencia y el ayuno en la iglesia primitiva

Gabriel Larrauri

Los primeros cristianos procuraron revivir en sus vidas la Pasión de Cristo, tomando la propia cruz para seguirle, identificándose con Él mediante el espíritu de sacrificio y de penitencia.

Supieron encontrar la mortificación en su vida ordinaria, en el cumplimiento de sus deberes, en lo pequeño de cada día. Vivían la sobriedad.

La Iglesia de los primeros tiempos también conservó la práctica del ayuno, siguiendo el ejemplo de Jesús en el desierto. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones de culto acompañadas de ayuno.

San Pablo, en su misión apostólica, no se conforma con sufrir hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos. La Iglesia ha permanecido fiel a esta tradición, procurando mediante el ayuno disponernos a recibir mejor las gracias del Señor.

Presentamos a continuación algunos textos de los primeros escritores cristianos que reflejan cómo vivían el ayuno y la penitencia.

Necesidad de la mortificación

El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar. (Epístola a Diogneto, 5-6)

Hermoso es mortificar el cuerpo. De ello te persuada Pablo, que sin cesar lucha y se sujeta con violencia (cfr. 1Co 9, 27), e inspira santo temor, con el ejemplo de Israel, a cuantos confían en sí mismos y condescienden con su cuerpo. Que te persuada el mismo Jesús, con su ayuno, su sometimiento a la tentación y su victoria sobre el tentador (cfr. Mt 4, 1 ss). (San Gregorio Nacianceno, Discurso 14, 2-5)

No creamos que es suficiente un fervor pasajero de la fe, porque es preciso que cada uno lleve continuamente su cruz, para dar a entender de este modo, que es incesante nuestro amor a Jesucristo. (San Jerónimo, Comentario a San Mateo, 10, 96)

El camino por el que viene el Señor, penetrando hasta dentro del hombre, es la penitencia, por la cual Dios baja a nosotros. De aquí el principio de la predicación de Juan: haced penitencia. (San Jerónimo, Comentario sobre el libro del profeta Joel, 25)

(La mortificación…) purifica el alma, eleva el pensamiento, somete la carne propia al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las nebulosidades de la concupiscencia, apaga el fuego de las pasiones y enciende la verdadera luz de la castidad. (San Agustín,  Sermón 73, 5)

Si eres miembro de Cristo, tú, quienquiera que seas […], debes saber que todo lo que sufres por parte de aquellos que no son miembros de Cristo es lo que faltaba a la pasión de Cristo. Por esto la completas, porque faltaba; vas llenando la medida, no la derramas; sufres en la medida en que tus tribulaciones han de añadir en parte a la totalidad de la pasión de Cristo, ya que Él, que sufrió como cabeza nuestra, continúa ahora sufriendo en sus miembros, es decir, en nosotros. (San Agustín, Comentario sobre el Salmo 61, 7)

Sobre el Ayuno

El libro del Pastor de Hermas refleja el estado de la cristiandad romana a mediados del siglo II. Tras una larga pausa de tranquilidad sin sufrir persecución, parece que no era tan universal el buen espíritu de esos primeros tiempos. Junto a cristianos fervorosos, había muchos tibios; y esto en todos los niveles de la Iglesia. No es de extrañar, pues, que el libro gire en torno a la necesidad de la penitencia y el ayuno…

Los ayunos agradables a Dios son: no hagas mal y sirve al Señor con corazón limpio; guarda sus mandamientos siguiendo sus preceptos y no permitas que ninguna concupiscencia del mal penetre en tu corazón […]. Si esto haces, tu ayuno será grato en la presencia de Dios. (Hermas, “El Pastor”, Comparaciones, 3)

Este ayuno es sobremanera bueno, a condición de que se guarden los mandamientos del Señor. Así pues, el ayuno que vas a practicar lo observarás de este modo: ante todas las cosas, guárdate de toda palabra mala y de todo deseo malo y limpia tu corazón de todas las vanidades de este siglo. Si esto guardares, este ayuno tuyo será perfecto. (Hermas, “El Pastor”, Comparaciones, 4)

Por lo demás, lo harás de esta manera: después de cumplido lo que queda escrito, el día que ayunes no tomarás sino pan y agua, y de la comida que habías de tomar calcularás la cantidad de gasto que correspondería a aquel día y lo entregarás a una viuda, a un huérfano o a un necesitado. Y te humillarás de manera que quien tomare de tu humillación sacie su alma y ruegue por ti al Señor. (Hermas, “El Pastor”, Comparaciones, 5, 1-4)

Alegrad, pues, vuestros rostros. (…) ayuna, y ayuna con alegría. (San Basilio el Grande, Homilía sobre el ayuno, 1)

Así como es peligroso pasar los límites de la templanza en el comer, también está fuera de razón abatir demasiado el cuerpo con abstinencias excesivas, inutilizándole para todo lo bueno por haberle enflaquecido demasiado. Estamos, pues, obligados a cuidar de nuestros cuerpos. (San Basilio el Grande, Sobre la verdadera virginidad, 27)

En otros tiempos del año hay algunos ayunos por los cuales se merece premio si se observa: mas en Cuaresma peca el que deja de ayunar. Los otros ayunos son voluntarios; pero los de Cuaresma son de obligación: a los otros nos convidan; pero a estos nos obligan: y no tanto son precepto de la Iglesia, como del mismo Dios. (San Ambrosio, Sermón 3, 148)

Hablaba del ayuno del alimento como una práctica necesaria para ser caritativo, del ayuno constituido por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para dedicarse a la oración. (Benedicto XVI presenta a San Afraates el Sabio, 21 noviembre 2007)

Fuente: primeroscristianos.com