4/30/22

Tú sabes que te quiero

3.º domingo de Pascua (Ciclo C)

Evangelio (Jn 21,1-19)

Después volvió a aparecerse Jesús a sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se apareció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás — el llamado Dídimo — , Natanael — que era de Caná de Galilea — , los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Les dijo Simón Pedro:

— Voy a pescar.

Le contestaron:

— Nosotros también vamos contigo.

Salieron y subieron a la barca. Pero aquella noche no pescaron nada.

Cuando ya amaneció, se presentó Jesús en la orilla, pero sus discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. Les dijo Jesús:

— Muchachos, ¿tenéis algo de comer?

— No — le contestaron.

Él les dijo:

— Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.

La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces. Aquel discípulo a quien amaba Jesús le dijo a Pedro:

— ¡Es el Señor!

Al oír Simón Pedro que era el Señor se ató la túnica, porque estaba desnudo, y se echó al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a unos doscientos codos, arrastrando la red con los peces.

Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan. Jesús les dijo:

— Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora.

Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos no se rompió la red. Jesús les dijo:

— Venid a comer.

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Tú quién eres?», pues sabían que era el Señor.

Vino Jesús, tomó el pan y lo distribuyó entre ellos, y lo mismo el pez. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro:

— Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?

Le respondió:

— Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dijo:

— Apacienta mis corderos.

Volvió a preguntarle por segunda vez:

— Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Le respondió:

— Sí, Señor, tú sabes que te quiero.

Le dijo:

— Pastorea mis ovejas.

Le preguntó por tercera vez:

— Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?

Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió:

— Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero.

Le dijo Jesús:

— Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras — esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios.

Y dicho esto, añadió:

— Sígueme.


Comentario

La escena evoca aquella otra pesca milagrosa, tras la cual Jesús dijo a Pedro que habría de ser pescador de hombres (Lc 5,1-11). Este nuevo relato (21,1-14) prefigura la multitud de pueblos que el apostolado de la Iglesia ganará para Cristo; y en esta dimensión eclesiológica se inserta el pasaje siguiente, que narra la entrega del primado de la Iglesia a San Pedro (21,15-19).

Después de la resurrección de Jesús, los Apóstoles marchan a Galilea según les había indicado (cf. Mt 28,10), y Pedro retoma su trabajo profesional. “Antes de ser apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que antes, después -observa San Josemaría-. ¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio”[1].

Mientras están bregando en el mar, sin conseguir nada, alguien, a quien los discípulos no reconocen en un principio, les dice desde la orilla que echen las redes a la derecha. Lo hacen y quedan asombrados de la cantidad y calidad de los peces que capturan. El primero que se da cuenta de que es el Señor es “el discípulo a quien amaba Jesús” (21,7), y esto es así, comentará San Gregorio de Nisa, porque “Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón puro”[2].

La pesca fue muy abundante: “ciento cincuenta y tres peces grandes” (21,11). San Jerónimo dice que los zoólogos griegos habían clasificado 153 especies de peces en ese mar; al citar esta cifra, Juan aludiría simbólicamente a la totalidad y a la diversidad de la pesca de los discípulos, anticipando así los resultados de la misión cristiana, que habría de llegar a todo tipo de personas[3].

Al descender de la barca estaba Jesús allí y, junto a él, “vieron unas brasas preparadas, un pez encima y pan” (21,9). Además de en este episodio, la única vez que aparecen unas brasas en el evangelio de Juan, es en casa de Caifás, y junto a ellas tuvo lugar una negación de Pedro (Jn 18,18). Sin duda, cuando Jesús le pregunte poco después si lo ama, las brasas le traerían el recuerdo de sus infidelidades, pero también la confianza de comprobar que, a pesar de que Jesús conoce su debilidad, vuelve a confiar en él.

En contraste con aquellas tres negaciones de Pedro durante la pasión, Jesús, como Buen Pastor, cura sus heridas ofreciéndole tres nuevas oportunidades de decirle: “tú sabes que te quiero” (21,15.16.17).

Esta segunda escena cambia bruscamente el simbolismo de la primera cuando, se deja de hablar de peces, y Jesús le habla sobre las ovejas que ha de cuidar. De este modo se completa el retrato de la figura de Pedro: además de apóstol misionero (pescador), Pedro está llamado a ser también modelo y responsable del cuidado pastoral (cfr. 1 P 5,1-4; Hch 20,28). Jesús es el único pastor y la tarea de Pedro está en continuidad con la de Cristo: el pastoreo de Pedro nace de su amor por Jesús. El rebaño pertenece a Jesús, no a Pedro, por eso Cristo le pide: “apacienta mis corderos” (21,15), “pastorea mis ovejas” (21,16), “apacienta mis ovejas” (21,17), y Pedro acepta dar la vida por ellas.

Cuando Jesús le dice que “cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras” (21,18) está aludiendo al martirio de San Pedro, que también moriría en la cruz como el Maestro.

Fuente: opusdei.org


4/29/22

Sí, sí; no, no

Enrique García-Máiquez

El amor al prójimo no es suficiente. La amabilidad no basta. La compasión no basta. También necesitamos rectitud, justicia, santidad

Me paso la vida aspirando a ser un misántropo extrovertido, un solitario sociable y un reservado encantador, pero tengo que reconocer que los oxímoros se me oxidan. Muchas veces tendría que haber dicho no a alguien para defender mi tiempo de trabajo, mi espacio de lectura o los ratos que dedico a mi familia y a Dios, pero no lo dije. Va a contrapelo de mi querencia. Voy a escribir este artículo para darme fuerzas. San Josemaría Escrivá de Balaguer lo puso con razón al principio de su Camino: «Acostúmbrate a decir que no», y yo, que llevo leyéndolo con entusiasmo desde los doce años, todavía no he aprendido esa lección.

En cambio, me aprendí del tirón la del verso de Miguel d’Ors: «A cuántas cosas dice no cada sí que pronunciamos». No tengo mérito. Como yo pronuncio fundamentalmente síes, ay, tengo muy pragmáticamente comprobados los subsiguientes noes concatenados. He padecido en mis carnes que cada sí tiene un coste de oportunidad, como explicaría un economista, en cosas que uno ya no puede hacer por falta de tiempo, de silencio, de dinero, de fuerzas o de poder de bilocación.

Ahora bien, todavía es más importante, al menos para los que tenemos el gatillo fácil de la afirmación, darnos buena cuenta del viceversa, esto es, de a cuántas cosas dice sí cada no que, por una vez, hayamos sido capaces de balbucear aunque torpemente. Un no a un lío sobrevenido implica cumplir una tarde de trabajo ya planificado y una cena en familia y hasta una hora última de lectura en paz. Hay que tener muy presentes esos síes implícitos, siempre en el alero, que te conquistará un esforzado no. El filósofo contemporáneo Peter Kreeft lo explica sin ambages: «El amor al prójimo no es suficiente. La amabilidad no basta. La compasión no basta. También necesitamos rectitud, justicia, santidad. La virtud tierna sin la virtud dura no es suficiente. La sinceridad sin mapas no es suficiente (¿lo es para un agente de viajes?)».

Luego hay que sopesar cada caso con prudencia. No en vano la prudencia es, para los clásicos, la reina de las virtudes cardinales. No vale abonarse al no como tampoco suscribirse al sí. Ann Landers definió la personalidad como la capacidad para decir que sí, y el carácter como la capacidad para decir que no. Nos lo recuerda Kreeft, que añade: «Necesitamos ambas. La personalidad sin el carácter es como el tejido blando sin un esqueleto: una medusa moral. El carácter sin la personalidad es como los huesos sin piel blanda: un esqueleto moral. Nuestros antepasados tendían a una moralidad demasiado esquelética, tal vez; pero nosotros tendremos sin duda la moralidad tipo medusa».

Nuestra personalidad la forjan los síes que hayamos sido capaces de decir a nuestras vocaciones auténticas. Pero hay que decirlos con todas las consecuencias, incluidos los necesarios noes a cosas también estupendas como la insaciable curiosidad intelectual o una inagotable hospitalidad universal. La personalidad requiere del carácter para no disíparse [sic].

Así las cosas, la famosa advertencia de Jesús («Sea, pues, vuestro modo de hablar: “Sí, sí”, “No, no”. Lo que exceda de esto, viene del Maligno») puede tener la más literal de las lecturas. No hace falta jurar —ni en vano ni en verdad ni por los pelos de nuestra cabeza— porque nada conlleva más compromiso que decir que no para mantener nuestros síes y que asumir los noes que conlleva nuestro sí. Sí, sí y no, no; eso es todo. Claro que aprenderlo exige una vida de afirmación y de negaciones.

Por suerte, hay un resquicio enorme para la amabilidad en mi propósito de firmeza. Quien más noes tiene que llevarse ¡y a lo largo de un solo día! es con diferencia uno mismo, que es —soy— el más liante y caprichoso de todos mis amigos, conocidos y saludados. Con el tiempo y la concentración que ganaría con ser un poco más estricto en lo interior, tendría margen para recuperar la vieja aspiración de ser, para los demás, un misántropo extrovertido, un solitario sociable y un reservado encantador.

Fuente: nuestrotiempo.unav.edu/es

4/28/22

Noemí, la alianza entre las generaciones que abre al futuro

 El Papa ayer en la Audiencia General

Catequesis sobre la vejez 7. 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy encontramos inspiración para nuestra catequesis sobre los ancianos en el libro de Rut y en la enseñanza que nos da sobre la alianza entre las generaciones. En él, la joven Rut demuestra ser capaz de volver a entusiasmar a la anciana Noemí, y esta recupera la fuerza para hacer que en la joven renazca una nueva esperanza de futuro.

Noemí, cuando mueren sus hijos, se siente incapaz de aportar algo a las jóvenes nueras que han quedado viudas y, de forma generosa y altruista, las invita a volver a sus hogares para rehacer sus vidas con los suyos. Pero Rut se niega a abandonarla. De ese modo, el inicial pesimismo de Noemí es vencido por la fidelidad de Rut, hasta el punto de que Noemí toma la iniciativa y la anima a encontrar marido en Israel.

En esta historia vemos muchos elementos de conflicto que se van pacificando: el hecho de ser mujeres y estar solas, además de su condición de extranjeras las hace vulnerables, pero el amor y el valor que se dan recíprocamente supera las dificultades. Y es así que Noemí, cuando nace el hijo de Rut y Booz, puede ver el futuro con esperanza.

Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español

Hoy seguimos reflexionando sobre los ancianos, sobre los abuelos, sobre la vejez, la palabra parece fea, pero no, ¡los viejos son geniales, son hermosos! Y hoy nos dejaremos inspirar por el espléndido Libro de Rut, una joya de la Biblia. La parábola de Ruth ilumina la belleza de los lazos familiares: generados por la relación de pareja, pero que van más allá del vínculo de pareja. Lazos de amor capaces de ser igualmente fuertes, en los que irradia la perfección de ese poliedro de los afectos fundamentales que forman la gramática familiar del amor. Esta gramática aporta sangre vital y sabiduría generativa al conjunto de relaciones que construyen la comunidad. Comparado con el Cantar de los Cantares, el Libro de Ruth es como la otra tabla del díptico del amor nupcial. Igualmente importante, igualmente esencial, celebra el poder y la poesía que deben habitar los lazos de generación, parentesco, entrega, fidelidad que envuelven toda la constelación familiar. Y que incluso se vuelven capaces, en las coyunturas dramáticas de la vida de una pareja, de aportar una fuerza de amor inimaginable, capaz de relanzar su esperanza y su futuro.

Sabemos que los clichés sobre los lazos de parentesco creados por el matrimonio, especialmente el de la suegra, ese vínculo entre suegra y nuera, hablan en contra de esta perspectiva. Pero, precisamente por eso, la palabra de Dios se vuelve preciosa. La inspiración de la fe sabe abrir un horizonte de testimonio frente a los prejuicios más comunes, un horizonte precioso para toda la comunidad humana. ¡Os invito a redescubrir el libro de Ruth! Especialmente en la meditación sobre el amor y en la catequesis sobre la familia.

Este librito contiene también una preciosa enseñanza sobre la alianza de las generaciones: donde la juventud se muestra capaz de devolver el entusiasmo a la edad madura −esto es esencial: cuando la juventud da entusiasmo a los ancianos−, donde la vejez se descubre capaz de reabrir el futuro a los juventud herida. Al principio, la anciana Noemí, aunque conmovida por el cariño de sus nueras, que enviudaron de sus dos hijos, se muestra pesimista sobre su destino dentro de un pueblo que no es el suyo. Por eso anima con cariño a las jóvenes a volver con sus familias para reconstruir sus vidas −eran viudas jóvenes−. Dice: “No puedo hacer nada por vosotras”. Esto ya parece ser un acto de amor: la anciana, sin marido y sin más hijos, insiste en que sus nueras la abandonen. Pero también es una especie de resignación: no hay futuro posible para las viudas extranjeras, sin la protección de sus maridos. Ruth lo sabe y se resiste a este generoso ofrecimiento, no quiere irse a su casa. El vínculo que se ha establecido entre suegra y nuera ha sido bendecido por Dios: Noemí no puede pedir que la abandonen. Al principio, Noemí se muestra más resignada que contenta con esta oferta: quizás piensa que este extraño vínculo agravará el riesgo para ambas. En algunos casos, la tendencia al pesimismo de los viejos necesita ser contrarrestada por la insistencia afectuosa de los jóvenes.

De hecho, Noemí, movida por la entrega de Ruth, saldrá de su pesimismo e incluso tomará la iniciativa, abriendo un nuevo futuro para Ruth. Instruye y alienta a Rut, la viuda de su hijo, a buscar un nuevo marido en Israel. Booz, el candidato, muestra su nobleza al defender a Ruth de sus empleados. Por desgracia, es un riesgo que todavía ocurre hoy.

Se celebra el nuevo matrimonio de Ruth y los mundos se pacifican una vez más. Las mujeres de Israel le dicen a Noemí que Ruth, la extranjera, vale “más que siete hijos” y que ese matrimonio será una “bendición del Señor”. Noemí, que estaba llena de amargura y también decía que su nombre es amargura, en su vejez conocerá el gozo de tener parte en la generación de un nuevo nacimiento. ¡Mirad cuántos “milagros” acompañan la conversión de esta anciana! Se convierte en el compromiso de hacerse disponible, con amor, para el futuro de una generación herida por la pérdida y en riesgo de abandono. Los frentes de recomposición son los mismos que, según las probabilidades trazadas por los prejuicios del sentido común, deberían generar fracturas insalvables. En cambio, la fe y el amor permiten vencerlos: la suegra vence los celos por su hijo, amando el nuevo vínculo de Ruth; las mujeres de Israel vencen la desconfianza hacia el extranjero (y si las mujeres lo hacen, todos lo harán); la vulnerabilidad de la joven sola, frente al poder del varón, se reconcilia con un vínculo lleno de amor y respeto.

Y todo ello porque la joven Ruth se ha empeñado en ser fiel a un vínculo expuesto a prejuicios étnicos y religiosos. Y vuelvo a lo que dije al principio, hoy en día la suegra es un personaje mítico, la suegra no digo que la veamos como al diablo, pero siempre la vemos de mala manera. Pero la suegra es la madre de tu marido, es la madre de tu mujer. Pensemos hoy en ese sentimiento un tanto extendido de que la suegra cuanto más lejos mejor. ¡No! Es madre, es anciana. Una de las mejores cosas de las abuelas es ver a sus nietos, cuando sus hijos tienen hijos, reviven. Fijaos bien en la relación que tenéis con vuestras suegras: a veces son un poco especiales, pero te han dado la maternidad de tu cónyuge, te han dado todo. Por lo menos hay que hacerlas felices, para que lleven su vejez con felicidad. Y si tienen algún defecto, debes ayudarlas a corregirse. También a las suegras os digo: tened cuidado con la lengua, porque la lengua es uno de los peores pecados de las suegras, estad atentas.

Y Ruth en este libro acepta a su suegra y la hace revivir, y la anciana Noemí toma la iniciativa de reabrir el futuro para Ruth, en vez simplemente de disfrutar de su apoyo. Si los jóvenes se abren a la gratitud por lo recibido y los mayores toman la iniciativa de relanzar su futuro, ¡nada podrá detener el florecimiento de las bendiciones de Dios entre los pueblos! Por favor, que los jóvenes hablen con sus abuelos, que los jóvenes hablen con los viejos, que los viejos hablen con los jóvenes. Este puente hay que restablecerlo con fuerza, ahí hay una corriente de salvación, de felicidad. Que el Señor nos ayude, haciendo esto, a crecer en armonía en las familias, esa armonía constructiva que va de los mayores a los más pequeños, ese hermoso puente que debemos cuidar y conservar.

Saludos

Me alegra saludar a los peregrinos de los países francófonos, especialmente a los seminaristas de Rennes y Toulouse, a los jóvenes de Francia y Suiza, en particular a la pastoral juvenil de la diócesis de Lyon, y a los confirmados de Friburgo. En este momento difícil en el que la humanidad está sedienta de paz y fraternidad, es urgente que la alianza entre ancianos y jóvenes sea fecunda y lleve a cada uno, en su estado de vida, a ser testigo y mediador de las bendiciones de Dios entre los pueblos A todos mi Bendición!

Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy, en particular a los de Inglaterra, Dinamarca y Estados Unidos de América. En la alegría de Cristo Resucitado, invoco sobre cada uno de vosotros, y sobre vuestras familias, el amor misericordioso de Dios nuestro Padre. ¡El Señor os bendiga!

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua alemana. En los evangelios de este tiempo pascual escuchamos a menudo cómo el Señor resucitado se aparece a las personas más diversas, dándoles nueva esperanza y nueva vida. ¡Os deseo también a vosotros la experiencia de su presencia viva y revitalizadora!

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Los animo a ver los milagros que se producen en este breve episodio y a intentar sacar una lección para nuestra vida. Aprendamos de Noemí a recuperar el ánimo y a estar disponibles para recomponer las heridas de los jóvenes que necesitan nuestro apoyo. De ese modo, superaremos las barreras de la desconfianza y reconstruiremos vínculos de amor y respeto en la sociedad. Que el Señor los bendiga. Muchas gracias.

Queridos peregrinos de lengua portuguesa, os pido que perseveréis en la oración incesante por la paz. Que se callen las armas, para que los que tienen el poder de parar la guerra, oigan el grito de paz de toda la humanidad ¡Dios os bendiga!

Saludo a los fieles de lengua árabe. Si los jóvenes se abren a la gratitud por lo que han recibido y los viejos toman la iniciativa de relanzar su futuro, nada podrá parar el florecer de las bendiciones de Dios entre los pueblos. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja ‎siempre de todo mal‎‎‎‏‎‎‎‏!

Saludo cordialmente a los polacos, especialmente a los peregrinos de la Archidiócesis de Łódź, que con sus pastores, dan gracias a Dios por el centenario de su Diócesis. Saludo también a los fieles de la parroquia polaca de Swindon, en Inglaterra, y de la Basílica de la Santísima Virgen María Reina de Polonia en Gdynia. Después de la audiencia bendeciré las coronas con las que será adornada la imagen de la Virgen que se encuentra en esa iglesia. Hoy, en el octavo aniversario de la canonización de San Juan Pablo II, por su intercesión, pedimos ser fieles testigos de Cristo y de su amor misericordioso en el mundo, en la familia y en los lugares de trabajo. ¡Os bendigo a todos de corazón!

Saludo con alegría a los peregrinos croatas, en particular a la delegación del Ministerio de Defensa de la República de Croacia, con el Ministro y demás oficiales del Estado Mayor General y de la Academia Militar, así como los oficiales del Ordinariato Militar acompañados por su obispo. Queridos amigos, que el encuentro y el camino diario con el Señor resucitado haga arder vuestros corazones para que, con entusiasmo, podáis dar testimonio de la fe y anunciar las grandes obras de Dios, como verdaderos pacificadores en la sociedad y en el mundo. ¡Alabado sea Jesús y María!

Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, saludo a las Hermanas de la Compañía de María Nuestra Señora, a las Monjas Clarisas de Anagni, a la Autoridad Sanitaria de Nápoles 3 Sur, al Club de Fútbol de la Isla de Elba: ¡ganarán el campeonato! Dirijo un pensamiento especial a los fieles de Vignale Monferrato, acompañados por el obispo, y renuevo mi gratitud por lo que han hecho en favor del joven enfermo terminal de Ghana. ¡Gracias!

Finalmente, como siempre, mi pensamiento se dirige a los ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados. En este tiempo pascual, que nos invita a meditar en el misterio de la Resurrección de Cristo, la gloria del Señor sea fuente de nueva energía para cada uno en el camino de la salvación. Que ayude a los jóvenes a seguir fielmente el Evangelio; que sostenga a los ancianos y enfermos para que caminéis adelante con confianza y esperanza; y guíe a los recién casados a fundar familias sólidas en el signo de la verdad evangélica.

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Quería decir una cosa. Os pido disculpas si os saludo sentado, porque esta rodilla todavía no se cura y no puedo estar mucho tiempo de pie. Perdonadme. Gracias.

Fuente: vatican.va

4/27/22

Cuando se presenta el aborto como acto de amor

Julio Llorente

Por muy oscura que sea nuestra imagen de la vida, hemos de aceptar que es mejor nacer que no hacerlo

Aunque resulte paradójico, la abundancia de información, lejos de beneficiarnos, nos perjudica. La buena noticia que celebramos hoy será inexorablemente eclipsada por la calamidad que lamentaremos mañana. La desgracia que nos conmueve ahora, mientras escribimos, yacerá más pronto que tarde sepultada en los desvanes de nuestra memoria, soterrada bajo los escombros de otros recuerdos. Nos gustaría festejar la victoria de Nadal en el torneo de Acapulco, pero cómo hacerlo cuando en Ucrania ha estallado una guerra de cuyo desarrollo somos exhaustivamente informados.

Querríamos que nuestra indignación ante los desmanes de Putin perviviese, que fuese lo suficientemente duradera para movernos a la acción, pero el precio de la gasolina, la inflación, la candidatura de Feijóo desvían irremediablemente nuestra mirada. En un artículo que publiqué cuando aún escribía bien, antes de que se agostase mi ingenio, comparaba el incesante tráfago de información contemporáneo y su incidencia sobre nosotros con un río que fluye demasiado rápido para empapar su fondo. De algún modo, las noticias se deslizan sobre la superficie de nuestro ser sin penetrarla; carecemos del tiempo y del sosiego necesarios para leer un artículo cualquiera y reflexionar sobre él, para meditarlo y hacerlo nuestro.  

Si viviésemos en un mundo mejor, uno menos informado, seguiríamos hablando sobre lo que ocurrió hace dos semanas en Colombia: la aprobación de una ley que permite el aborto hasta los seis meses de gestación. Buena parte de la sociedad celebró la noticia como un triunfo de la libertad y de la democracia, pero yo, con esa aversión tan mía a los consensos, no pude unirme a su alborozo. Digo que deberíamos continuar discutiendo el asunto porque es incluso más grave que la guerra de Ucrania. El niño de veinticuatro semanas tiene una cabeza ya formada, manos, pies; podría sobrevivir fuera del vientre materno. No hace falta, por tanto, recurrir a argumentos enjundiosos, a sutilezas metafísicas, para defender su derecho a vivir. Basta una imagen. Cualquiera puede ver en ese crío a un semejante, cualquiera puede reconocerse en él y aceptar la sordidez de arrebatarle la vida.

El problema adviene cuando alguien presenta el aborto como filantropía, como un acto de amor de la madre y de toda la sociedad para con el hijo. Ese hombre hipotético podría invitarnos a mirar a nuestro alrededor. Hay calamidades por doquier. Los polos se derriten, los bosques agonizan a causa de nuestra depredación, el planeta será pronto inhabitable. Y no sólo. También se cierne sobre nosotros la sombra de una devastación más rápida. Basta con que un jefe de Estado pulse el botón rojo para que el mundo salte por los aires; desde las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki vivimos algo así como una propina, un tiempo de descuento, una prórroga. La humanidad se extinguirá en cuanto un líder político reúna la audacia y la insensatez suficientes. ¿Acaso no es una crueldad arrojar a un niño a un lugar así, acechado por la muerte? ¿Acaso no deberíamos concebir el aborto como epítome de la caridad?

La situación no mejora si descendemos de lo global a lo particular. El padre de la criatura se ha esfumado y la madre no tiene ni recursos económicos ni una familia que la auxilie. Vive en un cuchitril al que algunos se refieren insultantemente como «piso» y trabaja a cuarenta kilómetros de allí, en casa de unos ricachones para los que limpia, cocina, plancha. ¿Cómo empujar a la criatura a una vida así, tan miserable, sin cargo de conciencia? ¿No sería mejor abortarlo y ahorrarle tantísimo sufrimiento?

Conviene tomarse en serio estas preguntas. Si la sombra es lo bastante densa para eclipsar la luz, si la realidad es ante todo hostil, ominosa, asfixiante, si la vida del niño va a ser algo así como una réplica del drama del Calvario, ¿qué sentido tiene traerlo ―digo, arrojarlo― al mundo? ¿No constituiría eso más una condena que un don, más una cruz que un regalo?

Sólo se me ocurre un contexto en el que el pesimismo sería más que excusable: uno en el que los malthusianos hubieran triunfado y, como consecuencia, ya no nacieran niños

Comprendo la objeción, por supuesto, pero no puedo compartirla. Parto de la premisa de que, por muy cenizo que sea uno, por muy oscura que sea su imagen de la vida, ha de aceptar que es mejor nacer que no hacerlo. El no ser es tan inferior al ser que ni una concepción negativa del mundo permite. Para ser pesimista antes hay que ser sin más, y es precisamente esa posibilidad la que los pesimistas que promueven el aborto hurtan al crío que todavía habita las entrañas de su madre.

Pero no es sólo que el ser supere al no ser, sino también que el ser es bueno, ¡muy bueno!, en sí mismo. Llevo años defendiendo la idea de que vivimos una realidad fundamentalmente luminosa en la que también hay dolor, sufrimiento, muerte. Abortar a un niño es, antes que cualquier otra cosa, privarle de un sinfín de prodigios: el aroma del césped recién cortado, el abrazo tranquilizador de un amigo ―ese abrazo que es al tiempo consuelo y refugio―, unos ojos verdes iluminados por los rayos de un sol agonizante, pequeños milagros que bien justifican un nacimiento. ¿Cómo concluir que la vida es mala, indigna de un bebé, cuando los almendros aún florecen y los adolescentes se enamoran? ¿Cuando el petirrojo sigue cantando y los colegiales jugando al tejo?

Sólo se me ocurre un contexto en el que el pesimismo sería más que excusable: uno en el que los malthusianos hubieran triunfado y, como consecuencia, ya no nacieran niños. Mientras continúen haciéndolo, el mundo será bueno y nosotros habremos de preservar nuestra alegría. Escuchen, si no les convenzo, el llanto horrísono de un recién nacido. ¿Acaso no perciben en él los jubilosos acordes de una esperanza?

Fuente: vozpopuli.com/

4/26/22

“¡La paz sea con vosotros!”

 Homilía de Papa el domingo de la Divina Misericordia


“Antepongamos las caricias de Dios a nuestros errores y caídas”

Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y a ellos, que lo habían abandonado, les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están puntuadas por un saludo, que aparece tres veces en el Evangelio de hoy: “¡La paz sea con vosotros!” (Jn 20, 19.21.26). ¡La paz sea con vosotros! Es el saludo del Resucitado que sale al encuentro de toda debilidad y error humanos. ¡Sigamos pues los tres paz a vosotros! de Jesús: descubriremos tres acciones de la misericordia divina en nosotros. Sobre todo da alegría; luego despierta el perdón; finalmente consuela en la fatiga.

  1. 1. En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirse perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos ven a Jesús y le oyen decir paz a vosotros por primera vez, se alegran (cfr. v. 20). Estaban  encerrados  en  casa  por  miedo;  pero  también estaban encerrados en sí mismos, abrumados por una sensación de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro: en el momento de su arresto, habían huido. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno de su grupo –¡precisamente uno de ellos!– había sido el traidor. Había motivos para sentirse no sólo asustados, sino fracasados, inútiles. En el pasado, sí, habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se vino abajo; había prevalecido el miedo y habían cometido el gran pecado: dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién era el más grande entre ellos, etc. Ahora han tocado fondo.

¡En ese clima llega el primer paz a vosotros. Los discípulos deberían haberse sentido avergonzados, y  en cambio se alegran. ¿Quien los entiende? ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo, esas palabras desvían su atención de sí mismos hacia Jesús. En efecto, «los discípulos se llenaron de alegría –precisa el texto– al ver al Señor» (v. 20). Están distraídos de sí mismos y de sus fracasos y atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el pasado, sino que les da la benevolencia de siempre. Y eso los reanima, infunde en sus corazones la paz perdida, les hace hombres nuevos, purificados por un perdón dado sin cálculos, un perdón dado sin méritos.

Esa es la alegría  de  Jesús,  la  alegría  que  también  nosotros  sentimos  al  experimentar su perdón. Nos ha pasado parecernos a los discípulos de la Pascua: después de una caída, un pecado, un fracaso. En esos momentos parece que no hay nada que hacer. Pero allí mismo el Señor hace de todo para darnos su paz: a través de una Confesión, de las palabras  de una  persona que se acerca, de un consuelo interior del Espíritu, de un acontecimiento inesperado y sorprendente... De diversas maneras Dios se ocupa de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que proviene de recibir “el perdón y la paz”. Sí, la alegría de Dios es una alegría que viene del perdón y deja la paz. Es así: nace del perdón y deja la paz; una alegría que levanta sin humillar, como si el Señor no supiera lo que está pasando. Hermanos y hermanas, recordemos el perdón y la paz recibidos de Jesús. Cada uno los ha recibido; cada  uno  tiene  experiencia.  ¡Hagamos un poco de memoria, nos vendrá bien! Antepongamos el recuerdo del abrazo y las caricias de Dios al de nuestros errores y nuestras caídas. Así alimentaremos la alegría. ¡Porque nada puede ser igual que antes para quien experimenta la alegría de Dios! Esa alegría nos cambia.

  1. 2. ¡Paz a vosotros! El Señor lo dice por segunda vez, añadiendo: «Como el Padre me envió, así también os envío yo» (v. 21). Y da a los discípulos el Espíritu Santo, para convertirlos en agentes de reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados» (v. 23). No sólo reciben misericordia, sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que han recibido. Reciben ese poder, pero no en función de sus méritos, de sus estudios, no: es  un  puro  don  de la gracia, que sin embargo se apoya en su experiencia de hombres perdonados. Y me dirijo a vosotros, misioneros de la Misericordia: si cada uno no se siente perdonado, deteneos y no os hagáis misioneros  de  la  Misericordia,  hasta  el momento de sentiros perdonados. Y de esa misericordia recibida podréis dar tanta misericordia, dar tanto perdón. Y hoy y siempre en la Iglesia, el perdón debe llegarnos así, por la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no es poseedor de ningún poder, sino cauce de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que primero se benefició. Y de ahí viene ese perdonar todo, porque Dios perdona todo, todo y siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él siempre perdona. Y tendréis que ser canales de ese perdón, a través de vuestra experiencia de ser perdonados. No debemos torturar a los fieles que vienen con pecados, sino comprender lo que hay, escuchar y perdonar y dar buenos consejos ayudando a seguir adelante. Dios perdona todo: no hay que cerrar esa puerta...

«A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados». Estas palabras están en el origen del sacramento de la Reconciliación, pero no solo. Toda la Iglesia ha sido hecha por Jesús comunidad dispensadora de misericordia, signo e instrumento de reconciliación para la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno de nosotros recibió el Espíritu Santo en el Bautismo para ser hombre o mujer de reconciliación. Cuando experimentamos la alegría de ser liberados del peso de nuestros pecados, de nuestros fracasos; cuando sabemos de primera mano lo que significa renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida, entonces necesitamos compartir el pan de la misericordia con quienes nos rodean. Sintámonos llamados a esto. Y preguntémonos: yo, aquí donde vivo, yo, en mi familia, yo, en el trabajo, en mi comunidad, ¿fomento  la  comunión,  soy tejedor de reconciliación? ¿Me comprometo a desactivar los conflictos, a llevar el perdón donde hay odio, la paz donde hay resentimiento? ¿O caigo en  el mundo  del  chismorreo, que siempre mata? Jesús busca en nosotros testigos ante el mundo de estas palabras suyas: ¡La paz sea con vosotros! He recibido la paz: se la doy al otro.

  1. 3. ¡La paz sea con vosotros!, repite el Señor por tercera vez cuando reaparece ocho días después a los discípulos, para confirmar la dudosa fe de Tomás. Tomás quiere ver y tocar. Y el Señor no se escandaliza por su incredulidad, sino que sale a su encuentro: «Pon aquí tu dedo y mira mis manos» (v. 27). Estas no son palabras de desafío, sino de misericordia. Jesús  comprende la dificultad de Tomás: no lo trata con dureza y el apóstol se remueve por dentro ante tanta benevolencia. Y es así como de incrédulo se convierte en creyente, y hace la más sencilla y hermosa confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Es  una invocación hermosa, podemos hacerla nuestra y repetirla  a  lo  largo del  día, especialmente cuando experimentamos dudas y oscuridad, como Tomás.

Porque en Tomás está la historia de cada creyente, de cada uno de nosotros, de todo creyente: hay momentos difíciles, en los que la vida parece desmentir la fe, en los que estamos en crisis y  necesitamos  tocar  y  ver.  Pero,  como  Tomás, es precisamente aquí donde redescubrimos el corazón del Señor, su misericordia. En esas  situaciones,  Jesús  no  viene  a  nosotros s triunfante  y con evidencias abrumadoras, no hace milagros grandilocuentes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos consuela con el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llegas. No olvidemos esto: ante los pecados, el peor pecado, el nuestro o el de los demás, siempre está la presencia del Señor que ofrece sus llagas. No olvidarlo. Y en nuestro ministerio de confesores debemos mostrar a las personas que ante sus pecados están las llagas del Señor, que son más poderosas que el pecado.

Y también nos hace descubrir las  heridas de los hermanos y hermanas. Sí, la misericordia de Dios, en nuestras crisis y  en nuestras luchas, nos pone muchas veces en contacto con los sufrimientos del prójimo. Pensamos que estábamos en el colmo del sufrimiento, en el colmo de una situación difícil, y descubrimos aquí, en silencio, que hay alguien que está pasando por peores momentos, períodos peores. Y, si cuidamos las llagas del prójimo y derramamos misericordia sobre ellas, renace en  nosotros  una  nueva  esperanza,  que   nos  consuela   en  el   cansancio.   Preguntémonos, pues, si en los últimos tiempos hemos tocado las llagas de algún doliente en el cuerpo o en el espíritu; si hemos traído la paz a  un cuerpo herido o un espíritu quebrantado; si hemos dedicado tiempo escuchando, acompañando, consolando. Cuando hacemos esto, nos encontramos con Jesús, que desde los ojos de los que son probados  por  la vida nos  mira con  misericordia  y  dice: ¡La paz esté con vosotros! Y me gusta pensar en  la  presencia  de la  Virgen entre los Apóstoles, allí, y cómo después de Pentecostés la pensamos  como Madre de la Iglesia: me gusta mucho pensarla el lunes, después del Domingo de la Misericordia, como Madre de la  Misericordia:  que  Ella  nos ayude  a  seguir  adelante  en  nuestro hermoso  ministerio.

Fuente: aciprensa.com


4/25/22

El apóstol Tomás representa a todos nosotros

 El Papa ayer en el Regina Caeli


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, último día de la Octava de Pascua, el Evangelio nos relata la primera y segunda aparición del Resucitado a los discípulos. Jesús viene en Pascua, mientras los Apóstoles están encerrados en el cenáculo, por miedo, pero como Tomás, uno de los Doce, no está presente, vuelve ocho días después (cf. Jn 20,19-29). Centrémonos en los dos protagonistas, Tomás y Jesús, mirando primero al discípulo y luego al Maestro. Es un bonito diálogo el que tienen estos dos.

En primer lugar, el apóstol Tomás representa a todos nosotros, que no estábamos presentes en el cenáculo cuando el Señor se apareció y no hemos tenido otras señales o apariciones físicas de Él. También a nosotros, como aquel discípulo, a veces nos resulta difícil: ¿cómo podemos creer que Jesús ha resucitado, que nos acompaña y es el Señor de nuestras vidas sin haberlo visto, sin haberlo tocado? ¿Cómo podemos creer esto? ¿Por qué el Señor no nos da algún signo más evidente de su presencia y de su amor? Alguna señal que yo pueda ver mejor… Aquí, nosotros también somos como Tomás, con las mismas dudas, los mismos razonamientos.

Pero no debemos avergonzarnos de esto. Al contarnos la historia de Tomás, de hecho, el Evangelio nos dice que el Señor no busca cristianos perfectos. Yo les digo: tengo miedo cuando veo a algún cristiano, a alguna asociación de cristianos que se creen perfectos. El Señor no busca cristianos perfectos; el Señor no busca cristianos que nunca duden y siempre hagan alarde de una fe segura. Cuando un cristiano es así, hay algo que no funciona.

No, la aventura de la fe, como para Tomás, está hecha de luces y sombras. Si no, ¿qué tipo de fe sería? Conoce momentos de consuelo, impulso y entusiasmo, pero también de cansancio, pérdida, dudas y oscuridad.

El Evangelio nos muestra la "crisis" de Tomás para decirnos que no debemos temer las crisis de la vida y de la fe. Las crisis no son un pecado, son un camino, no debemos temerlas.

Muchas veces nos hacen humildes, porque nos despojan de la idea de tener razón, de ser mejores que los demás. Las crisis nos ayudan a reconocer nuestra necesidad: reavivan nuestra necesidad de Dios y nos permiten así volver al Señor, tocar sus llagas, volver a experimentar su amor, como la primera vez.

Queridos hermanos y hermanas, es mejor una fe imperfecta pero humilde, que siempre vuelve a Jesús, que una fe fuerte pero presuntuosa, que nos hace orgullosos y arrogantes. ¡Cuidado con estos!

Y ante la ausencia y el camino de Tomás, que a menudo es el nuestro, ¿cuál es la actitud de Jesús? El Evangelio dice dos veces que Él "vino" (vv. 19.26). Una primera vez, y una segunda, ocho días después.

Jesús no se rinde, no se cansa de nosotros, no tiene miedo de nuestras crisis y de nuestras debilidades. Él siempre vuelve: cuando se cierran las puertas, vuelve; cuando dudamos, vuelve; cuando, como Tomás, necesitamos encontrarlo y tocarlo más de cerca, vuelve.

Jesús siempre vuelve, siempre toca la puerta, y no vuelve con signos poderosos que nos harían sentir pequeños e inadecuados, incluso avergonzados, sino con sus llagas; vuelve mostrándonos sus llagas, signos de su amor que se ha casado con nuestras fragilidades.

Hermanos y hermanas, especialmente cuando experimentamos cansancios o momentos de crisis, Jesús, el Resucitado, desea volver para estar con nosotros. Sólo espera que lo busquemos, que lo invoquemos, incluso que protestemos, como Tomás, llevándole nuestras necesidades y nuestra incredulidad. Él siempre vuelve. ¿Por qué? Porque es paciente y misericordioso. Viene a abrir los cenáculos de nuestros miedos, nuestras incredulidades, porque siempre quiere darnos otra oportunidad.

Jesús es el Señor de las "otras oportunidades": siempre nos da otra, siempre. Pensemos entonces en la última vez -hagamos un poco de memoria- cuando, durante un momento difícil o un período de crisis, nos hemos encerrado en nosotros mismos, atrincherándonos en nuestros problemas y dejando a Jesús fuera de casa. Y prometámonos, la próxima vez, en nuestro cansancio, buscar a Jesús, volver a Él, a su perdón - ¡Él siempre perdona, siempre! -, regresar a esas llagas que nos han curado. De este modo, también seremos capaces de compasión, de acercarnos sin rigidez ni prejuicios a las llagas de los demás.

Que la Virgen, Madre de la misericordia, - me gusta pensar en ella como la Madre de la Misericordia el lunes después del Domingo de la Misericordia -, nos acompañe en el camino de la fe y del amor.

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Despues del Regina Caeli

Queridos hermanos y hermanas,

En la actualidad, varias iglesias orientales, católicas y ortodoxas, y también varias comunidades latinas, celebran la Pascua según el calendario juliano. Nosotros la hemos celebrado el domingo pasado según el calendario gregoriano. Envío a ellos mis mejores deseos: ¡Cristo ha resucitado, ha resucitado de verdad! Que Él colme de esperanza las buenas expectativas de los corazones. Que Él done la paz, ultrajada por la barbarie de la guerra. Hoy se cumplen dos meses del inicio de esta guerra: en lugar de detenerse, la guerra se ha intensificado. Es triste que en estos días, que son los más santos y solemnes para todos los cristianos, se escuche más el estruendo mortal de las armas que el sonido de las campanas que anuncian la Resurrección; y es triste que las armas sustituyan cada vez más a la palabra.

Renuevo mi llamamiento a una tregua pascual, una señal mínima y tangible de deseo de paz. Que se detenga el ataque, para ayudar al sufrimiento de la población agotada; hay que parar, en obediencia a las palabras del Resucitado, que el día de Pascua repite a sus discípulos: "¡La paz esté con vosotros!" (Lc 24:36; Jn 20:19.21). Pido a todos que aumenten sus oraciones por la paz y que tengan el coraje de decir, de manifestar que la paz es posible. Líderes políticos, por favor, escuchen la voz del pueblo, que quiere la paz, no una escalada del conflicto.

En este sentido, saludo y agradezco a los participantes en la extraordinaria Marcha Perugia-Assisi por la Paz y la Fraternidad, que se celebra hoy; así como a todos los que se han unido para dar vida a manifestaciones similares en otras ciudades italianas.

Hoy los obispos de Camerún y sus fieles realizan una peregrinación nacional al santuario mariano de Marienberg, para volver a consagrar el país a la Madre de Dios y ponerlo bajo su protección. Rezan en particular por el retorno de la paz a su país, desgarrado por la violencia en varias regiones desde hace más de cinco años. Junto con nuestros hermanos y hermanas de Camerún, elevemos también nuestra oración para que Dios, por intercesión de la Virgen María, conceda pronto una paz verdadera y duradera a este querido país.

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos que han venido de Italia y de muchos otros países. En particular, saludo a los polacos, con un pensamiento para sus compatriotas que celebran la "Jornada del Bien" promovida por Cáritas, y también para las víctimas de los accidentes en las minas.

Saludo a los fieles de Milán, Faenza, Verolanuova, Nembro y a los voluntarios de la Orden de Malta de Vicenza. Un saludo especial a la peregrinación de jóvenes confirmandos de la diócesis de Piacenza-Bobbio, acompañados por su obispo, así como a los confirmandos de Mondovì, Almenno San Salvatore, Albegno, Cazzago San Martino y Alta Padovana, y también al grupo de Sant'Angelo Lodigiano y a los monaguillos de Spirano. Saludo a los devotos de la Divina Misericordia reunidos hoy aquí, en la Iglesia-Santuario de "Santo Spirito en Sassia"; y a los participantes en el Camino desde la "Sacra di San Michele" hasta el "Monte Sant'Angelo".

¡Buen domingo a todos! Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!

Fuente: vatican.va

4/24/22

¡Necesitamos la misericordia!

Juan Luis Selma

El ámbito en el que nos movemos es libertario y relativista y, a la vez, inmisericorde

Hablar de misericordia puede parecer antiguo. Ahora nos gusta más tratar de justicia, de derechos y exigencias: reivindicar. Por eso nos podemos cuestionar si es necesaria la misericordia en nuestros días. Es más actual la empatía, que es la capacidad que tiene una persona para ponerse en el lugar de otra y entender mejor sus acciones, comportamientos y pensamientos. Pero ser misericordiosos es más profundo, es tener al otro en las entrañas, establecer un vínculo afectivo familiar, cercano.

No hay cercanía real sin misericordia que, en el hebreo bíblico, se escribe rehamîm: lo que hace referencia a las entrañas maternas. Es un sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas por lazos de sangre o afectivos. Esta sensación brota espontáneamente del corazón, es cariño y, cuando lo requieren las circunstancias, perdón. Querer vivir al margen de la misericordia conlleva considerar como ajena, distante o indiferente a la otra persona. Quizás seríamos justos, pero una relación humana pide algo más que fría justicia.

Estamos en el domingo de la Divina Misericordia, fiesta que estableció San Juan Pablo II en el año 2000 para que se celebrara el domingo siguiente de Pascua. Santa Faustina escribe: “Dios es misericordioso y nos ama a todos ... y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia (Diario, 723)”. Acudir a la misericordia divina es un reconocimiento de nuestra limitación, de nuestro pecado. Este conocimiento es realista, verdadero. Lo preocupante es la actitud de ciertas personas que no necesitan arrepentirse de nada, esta actitud, por bien intencionada que sea, refleja una falta de conocimiento propio o un exceso de soberbia.

Cuando una sociedad pierde el sentido de la indulgencia se vuelve rigorista y justiciera, se deshumaniza y puede llegar a ser muy injusta. Una cosa son las normas y leyes justas, que deben ser respetadas y otra la comprensión con las personas, con sus circunstancias y flaquezas. Llama la atención la dureza conque se trata a aquellos que son sorprendidos en “pecado social”, son tachados de indeseables, apartados como a los antiguos leprosos y, en muchos casos, ha sido la misma sociedad permisiva la que ha facilitado esa situación.

El ámbito en el que nos movemos es libertario y relativista y, a la vez, inmisericorde con los que alteran lo políticamente correcto. La coherencia pide una mayor formación y compromiso con la verdad, una buena educación y distinguir entre el pecado y el pecador: claridad en lo moral y ayuda e indulgencia con el trasgresor para facilitar su regeneración.

La dureza social deja a muchos en la cuneta. Nuestro mundo del bienestar y del todo vale deja muchas heridas. Véase el aumento vertiginoso de los suicidios entre los jóvenes y los mayores que se cansan de vivir. Si estos sintieran la misericordia de la que hablamos, que es cercanía, interés y comprensión amarían la vida y la disfrutarían a pesar de las dificultades.

Conmueve la misericordia de Cristo resucitado que, en la tarde de Pascua, según relata el Evangelio de hoy, sale al encuentro de los apóstoles desanimados y temerosos. Atraviesa las puertas cerradas, les enseña las señales de sus heridas, les desea repetidamente la paz y les muestra su confianza confiándoles la misión de ser testigos suyos en el mundo. Volverá a recoger a Tomás el incrédulo y, una vez más, le dirá que confía en él.

El Resucitado conserva las llagas de manos, pies y costado. Son la prenda de su amor por los hombres, las presenta a Dios Padre de continuo como diciendo que son fruto de su amor, que nada hará vacilar lo mucho que nos quiere, que estaría dispuesto a morir mil veces por nosotros. Somos objeto del amor divino, su misericordia nos dice que estamos en sus entrañas, que le somos entrañables, que las puertas de su corazón siguen abiertas para acogernos.

Me decía un joven: “Padre, usted cree que Dios tendrá misericordia de mí, le he fallado demasiado y, no es que no quiera arrepentirme, pero me siento estancado, me siento muy sucio, pero no lo puedo remediar”. Le contesté, seguro de no equivocarme, que Dios le esperaba con los brazos abiertos.

Copio de Lucas Buch: “¡Qué bien comprendía san Josemaría el Amor que irradia el rostro de Jesús! Desde la Cruz, nos mira y nos dice: Te conozco perfectamente. Antes de morir he podido ver todas tus debilidades y bajezas, todas tus caídas y traiciones… y conociéndote tan bien, tal como eres, he juzgado que vale la pena dar la vida por ti.

La de Cristo es una mirada amorosa, afirmativa, que ve el bien que hay en nosotros −el bien que somos− y que Él mismo nos concedió al llamarnos a la vida. Un bien digno de amor; más aún, digno del amor más grande”. La misericordia no es un pacto con la dejadez, es la que nos renueva.


Fuente: eldiadecordoba.es

4/23/22

El talento para comunicar libertad

Margarita Martín Ludeña

Al comienzo de mi intervención quiero agradecer muy sinceramente al Decano de la Facultad de Teología su invitación a este acto tan académico como entrañable. Así fue Jutta: académica y entrañable. Una académica de pies a la cabeza, de quien cada uno guardamos un recuerdo muy humano, muy cercano.

«Un buen maestro influye más con su vida que a través de las lecciones que da. Es ‘camino’ para otros que, mirándole a él, se encuentran a sí mismos». Estas palabras escritas por Jutta se han hecho realidad en ella misma, hasta el punto de que no podamos predecir dónde acabará su influencia. Quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus alumnos sabemos que ejerció la docencia con todo su ser; y que ciertamente pudimos aprender mucho de lo que decía, pero fue la autenticidad de sus gestos lo que alcanzó en ella el más alto grado de elocuencia.

Mujer dotada del don de comunicar, vivió ese don con un estilo muy personal, propio de quien ha entendido la comunicación como una verdadera forma de comunión. Algún académico ha definido la docencia como «un acto de amor, adictivo, irrenunciable». No hablaremos de adicciones en esta mujer de libertad vivida, pero sí afirmaremos que enseñar fue, para la Profesora Burggraf, una pasión irrenunciable. Quienes la escuchábamos intuíamos que más que comunicar, ella se comunicaba a sí misma, por entero. Asistir a sus clases era ser testigos de un acto de donación personal, un acto de verdadero amor.

No sin orgullo puedo decir que yo he sido alumna suya. «A mí me dio clase Jutta». Es ésta una afirmación cargada de connotaciones, cuyo significado sólo es captado plenamente por quienes podemos pronunciarla. Nosotros guardamos una vivencia de resonancias muy personales, por la cual nos sabemos distinguidos y agraciados. Y, sí, adivinábamos enseguida que los alumnos ocupábamos un lugar destacado, e incluso nos sentíamos objeto de una admiración discreta y silenciosa. Experimentábamos con claridad lo que apuntó el Prof. D. César Izquierdo tras el fallecimiento de Jutta: «con ella siempre se podía contar». Llamábamos a la puerta de su despacho en cualquier ocasión, y parecía que nuestra llegada constituía para ella un motivo de alegría. Una intervención de un estudiante durante la clase, por torpe o inoportuna que fuera, a ella le resultaba muy interesante, incluso tenía la virtud de hacer emerger de esas situaciones unas vetas de pensamiento que sorprendían a sus interlocutores. Conseguía transmitirnos, sin palabras, que cada uno éramos único e importante. Así, no dudaba en abandonar el lugar donde estaba examinando a un grupo de alumnos para interesarse por uno que había pasado por una dificultad familiar o personal de la que ella fuera conocedora. «Ellos se cuidan solos», decía con confianza, refiriéndose a los estudiantes que habían quedado en el aula.

Cuando le pedí que dirigiera mi Tesis de Licenciatura, era consciente de que ella tenía un trabajo excesivo y sobradas razones para remitirme a algún otro profesor. Sin embargo, respondió como si se tratara de un honor, casi con gratitud. Tanto entonces como cuando asumió la dirección de mi Tesis Doctoral, demostró una generosidad extraordinaria. Revisaba los textos que le enviaba con una urgencia difícil de secundar. No era raro que contactara conmigo al día siguiente de haberle enviado algo así como 70 folios, con un montón de correcciones y sugerencias que indicaban la hondura con que los había estudiado.

A la entrega entusiasta de sí misma unió unos modos de exigir tan amables que recibir una corrección suya resultaba no sólo estimulante sino hasta divertido. La conocí durante el examen de grado del Bachiller Teológico, siendo ella la Presidenta de mi tribunal. Una vez finalizado el acto, se acercó para darme la enhorabuena y, después de hacerlo, me hizo saber, discretamente, que había dicho una herejía... En otra ocasión me llamó para comentar un texto que le había hecho llegar unos días antes. Cuando nos encontramos, me cogió por los hombros mientras decía con gracia: «oye, te estamos formando para ser teóloga católica, no pastora protestante». Tras esa enmienda a la totalidad, ya sentadas en su despacho, elogió la belleza del texto y los aciertos que pudiera haber en él; incluso sugirió que lo guardara para escribir un libro cuando terminara la tesis.

Para ella, la defensa de la persona concreta fue algo innegociable. Y es que contempló al ser humano en su realidad mistérica más genuina. El hombre, a sus ojos, no aparecía ni como tema ni como problema: ni un tema sobre el que sea posible teorizar sin quedar afectado, ni un problema, aunque la actuación humana pueda ocasionar complejas problemáticas que Jutta no eludió de su reflexión. Bajo la categoría del misterio, cada ser humano participa de la belleza del misterio divino, y representa una promesa para la humanidad. Su dignidad le hace merecedor de la actitud más respetuosa, por encima de cualquier consideración. La propia Jutta desvelaba su secreto para actuar con serenidad con todos, que consistía en «no identificar a la persona con su obra. Todo ser humano –decía– es más grande que su culpa». Recuerdo que durante una clase de Ecumenismo un alumno citó unas palabras de Lutero sacadas de su contexto significativo, y dedicó al personaje un comentario en términos poco amables. La profesora, sin justificar ningún desacierto doctrinal, respondió con una brillante argumentación en defensa del reformador sobre el aspecto que se cuestionaba. Su defensa fue tan vehemente, que, cuando ella salió del aula, alguien bromeó sugiriendo organizar una cofradía de «devotos de Lutero».

Nos invitaba continuamente a ser menos radicales al reflexionar sobre situaciones complejas. «No hay sólo dos colores: el blanco y el negro», decía, explicándolo con una expresión que le gustaba: «el mundo no está lleno de pecadores por una parte y de mártires que mueren cantando por la otra».

Pude comprobar la autenticidad de su apertura hacia cualquier posición alejada o aun contraria a la suya en las correcciones a la redacción de mi Tesis. El tema de la misma obligaba a considerar algunos episodios controvertidos, relacionados con el feminismo radical. Jutta siempre matizaba las expresiones que pudieran resultar peyorativas o que implicaran clasificaciones a priori. «No hace falta habilidades para pisar al otro –sostenía–. Cualquiera puede hacerlo». Para ella no había homosexuales sino personas homosexuales. Las personas no eran conservadoras ni progresistas, aunque en sus ideas mostraran una tendencia concreta. Jutta transmitía una ausencia de prejuicios excepcional que abría horizontes a cuantos la trataban.

Este respeto, que no mera tolerancia, hacia todo lo humano era una consecuencia de su capacidad para descubrir lo bueno que hay en los demás. Además, cada hombre es superior a nosotros en algunos aspectos –sostenía Jutta– y, en ese sentido, es posible aprender de todos. Esta disposición habitual hizo de ella una mujer idónea para dialogar con todo tipo de personas, y buscó con ilusión ese diálogo.

Un día habíamos estado comentando unas ideas de la teóloga ortodoxa Elizabeth Behr-Sigel. En un momento de la conversación me preguntó dónde vivía, a lo que yo le contesté con bastante indiferencia: «En París. Falleció la semana pasada». La noticia le afectó tanto que le pregunté si la había conocido, a lo que sólo respondió con gesto de pena: «Ahora ya no podremos hablar con ella». También en esa época entré en contacto con Carol P. Christ, mujer conocida en el entorno del feminismo radical por haber desarrollado una teología de la diosa. Jutta me alentó con entusiasmo a mantener el contacto e intercambiar ideas con ella.

Humildad, verdad y libertad son tres aspectos que mantienen una continuidad en Jutta: en lo que vivió y en lo que comunicó. Sólo la humildad no falseada permite pedir perdón, solicitar una ayuda, o entender la propia existencia como servicio. El perdón para ella significaba, sobre todo, un don. Un don que libera a todas las partes, y que merece ser buscado y ofrecido generosamente; un don necesario «para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo». Hablaba de crear una cultura del perdón para construir un mundo habitable, para proyectar juntos un futuro realmente nuevo. De modo análogo consideraba el don de consejo, que Jutta pedía y agradecía. No resultaba extraño que los estudiantes quedáramos confundidos ante la profesora: con la misma naturalidad con que nos daba una orientación llena de sabiduría, nos ponía delante un texto que ella acababa de escribir, para que le diéramos nuestra opinión, que acogía como si se tratara de un consejo de gran valor.

El compromiso con la verdad, que no anda desligado de la apertura al ser humano, en esta gran maestra se convirtió en una forma de servicio. Comunicó la verdad centrada en la fuerza de la propia verdad, sin afectación ni adherencias que empañan la belleza del logos. La verdad, aunque admirable en sí, no fue para ella un lugar para el ensimismamiento, sino el espacio más genuino para la comunión, para el encuentro con sus colegas y con sus alumnos, con creyentes o no creyentes: un encuentro en el que mirar juntos al misterio. Sólo desde ese lugar y con las miras puestas en él adquiere su valor más profundo todo diálogo. Por eso hablaba, como quien lo tiene bien experimentado, de la alegría inexpresable de conducir a otros desde la oscuridad hasta la luz.

Pero la verdad sólo es tal en la caridad, y, fuera de ella, en palabras de Edith Stein, «se convierte en una mentira destructora». Jutta comprendió la necesidad de una Teología que fuera fe pensada y fe acogedora. Por eso, en su reflexión no vamos a encontrar nada que sea exclusivamente especulativo, teórico o académico. Su mente científica se mantiene atenta, con igual tensión, hacia lo inmediato y lo concreto. Todo adquirirá en sus manos, con gran naturalidad, la belleza de los tonos más humanos.

Es significativo el hecho de que, en su pensamiento, Jutta vuelve una y otra vez al concepto de hogar. Lo emplea para hablar de la unidad de los cristianos, de la libertad, de la ideología de género o del sufrimiento. Escribe: «El hombre moderno es un gitano, se ha dicho con razón. No tiene hogar: quizá tiene una casa para el cuerpo pero no para el alma. Hay falta de orientación, inseguridad, y también mucha soledad. Así, no es de extrañar que quiera buscar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, quiere ser al menos alabado». Más allá de una mera consideración teórica, Jutta logró crear alrededor un verdadero clima de hogar, reconocible por cuantos nos encontrábamos cerca.

Fue una constante en ella la conciencia de que todos estamos profunda y personalmente involucrados en los hechos de este mundo, sobre el que sólo podremos influir abrazándolo, amándolo. En este sentido, no hubo nada indiferente a su mirada. Todo era fascinante: la ecología, el movimiento ocupa, los toros o el arte andaluz; una foto simpática para una diapositiva con la que introducir su clase de un día cualquiera o el fragmento de música en el que veía el final perfecto de una conferencia. Disfrutaba con detalles pequeños, y expresaba una alegría inocente compartiéndolos.

La pasión por andar en verdad, que define a la humildad, es también germen de libertad. A su rigor intelectual, que no se perdonaba una cuestión sin reflexión, acompañaba una originalidad que a veces desconcertaba; no porque buscara ser diferente, sino porque a su fascinación por la actualidad del mensaje cristiano respondió con creativa fidelidad a la verdad. Las dudas y los interrogantes de los alumnos no encontraban en esta gran maestra una persona de lugares comunes ni respuestas de segunda mano. Sus explicaciones reflejaban un trabajo intelectual lleno de vitalidad, siempre abierto a la novedad más ilimitada: la del misterio. Su mente atrevida, abierta, católica, respondió a la infinitud del misterio sin poner obstáculos, con emoción ante una nueva luz, viniera de donde viniera, y con responsabilidad para transmitirla allí donde se le dejara.

Todos los caminos dentro de la Iglesia encontraron en Jutta una admiradora. Le deslumbraba la originalidad divina para atraer al hombre a través de senderos tan variados. El día en que fue diagnosticada su enfermedad me llamó para pedirme que la sustituyera en un curso que le habían pedido desde la Conferencia Episcopal. No podía decirle que no en ese trance, pero estuve apunto de hacerlo cuando concretó un poco más: se trataba de hablar de sexualidad y afectividad en un monasterio de religiosas contemplativas. Se atribuye a Voltaire la siguiente declaración:

«Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento, y muera el que no piense como yo». La libertad que proclama Jutta es de signo bien distinto. Se trata de una libertad que es don y tarea; un proyecto que tenemos que realizar: el de ser artistas de la propia existencia.

Sólo puede ser comunicada –la libertad– a través de la propia vida, después de un trabajo personal y exigente. «Un buen educador –escribe– se caracteriza por una magnanimidad desinteresada. [...] No es el que soluciona todos los problemas, sino que enseña a sus alumnos cómo se han de conducir ellos mismos, libremente, por la luz de su propia razón, sin necesidad de vigilancias ni controles. De este modo [el maestro] se hace gradualmente innecesario, se retrae y oculta cada vez más: luce porque no aparece, brilla porque nadie le aplaude. [...] Sin embargo, goza de la profunda satisfacción de que sus alumnos tienen metas grandes e ilusión por alcanzarlas; y porque tienen la conciencia clara de ser ellos mismos los protagonistas de su propia vida». Estas palabras las hemos visto vividas en Jutta.

No era una profesora que dictara el pensamiento, sino que lo acompañaba; iba por delante de sus discípulos abriendo, sin imponerlos, caminos que nos facilitaran acercarnos a la luz. En su mirada percibíamos que era una persona habituada a una fascinada contemplación de la belleza. La pasión con que la buscó, la admiró y la comunicó arrastraba, a quienes aprendíamos de ella y con ella, a dar el salto del tema al problema, y del problema al misterio. A recorrer, en fin, el camino que va y viene de la humildad a la verdad y de la verdad a la libertad. Demostró, sin necesidad de palabras, que la libertad siempre es nueva.

Sus modos de hacer y aun sus modos de dejar hacer y de dejar ser a sus discípulos, constituyen un referente también para quienes ejercemos la docencia. Si admiró sin cansancio el misterio, vivió con ilusión los problemas, implicándose personalmente. Pensó con libertad, vivió con libertad, y comunicó lo que vivió. Y por todo ello, parafraseando a Rubem Alves, podemos afirmar que para Jutta enseñar fue un ejercicio de inmortalidad.

Quiero concluir esta intervención como concluye la Profesora Burggraf su libro La libertad vivida:

«El Papa Pablo VI dijo al final de su vida: ‘Pienso que la despedida debe expresarse en un gran y sencillo acto de reconocimiento y aun de agradecimiento: esta vida mortal es, a pesar de sus trabajos, de sus misterios oscuros, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado en gozo y en gloria: ¡la vida, la vida del hombre!. Dios no quiere que nos quedemos en nuestro mundo estrecho, donde nosotros lo controlamos y calculamos todo. Nos llama a levantarnos y a volar como águilas, cada vez más alto, hacia el sol que es Cristo».

Fuente: dianet.unav.edu/