1/29/19

“Lo sacaron de la ciudad”

Mns. ENRIQUE DÍAZ DÍAZ

IV Dominngo Ordinario
Jeremías 1, 4-5. 17-19: “Te consagré profeta de las naciones”
Salmo 70: “Señor, tú eres mi esperanza”
I Corintios 12, 31-13, 13: “Entre estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; el amor es la mayor de las tres”
San Lucas 4, 21-30: “Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado tan sólo a los judíos”

Obligados por la violencia y los temores, nos hemos encerrado detrás de rejas y protecciones. Es cada día más frecuente encontrar carteles en los accesos a los fraccionamientos donde se prohíbe la entrada a personas extrañas, se exigen documentos de identidad y se reservan el derecho de admisión. Y yo diría también el “derecho de expulsión”. Muros, barreras, alambradas… todo para protegerse del “otro”. También los paisanos de Jesús quieren protegerse de quien juzgan peligroso, ponen sus barreras y “lo sacan de la ciudad”. 
El domingo anterior nos dejaba Jesús con admiración y esperanza al proclamar: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír”, afirmando la actualización del mensaje de Isaías. Hoy se nos presentan las reacciones de su auditorio: mucha alegría porque alguien de la propia comunidad puede afirmar estas palabras y explicarlas con claridad. Admiran su sabiduría y todos dan testimonio de él. Poco después, empiezan las suspicacias y a dudar quién es Jesús. Al oír aplicar en presente el proverbio sobre el médico que debe curarse a sí mismo, y la no aceptación del profeta, al escuchar los ejemplos de la viuda de Sarepta, del sirio rico y leproso Naamán, sus corazones se llenan de ira y lo pretenden matar. ¿Qué es lo que hace cambiar su corazón? Quizás a sus oyentes no les gustó la opción de Dios a favor de los gentiles, o quizás la preferencia de los pobres como aquella viuda, o que concede un favor a un rico extranjero sin aceptarle sus bienes. Algo hay en Jesús que no encaja en la forma de pensar de sus paisanos y deciden expulsarlo: “No es bienvenido”. Puede ser que los oyentes reflejen ese estilo de personas convenencieras: les gusta escuchar palabras bonitas y edificantes, pero no aceptan que se realicen en su mundo y en su tiempo, no aceptan que trastornen sus estructuras. 
Teóricamente aceptan las palabras del profeta y están de acuerdo en que es una gran liberación, pero ellos “están bien”, no sufren, no tienen ningún interés especial en cambiar su situación, porque todo cambio implica riesgos, inconvenientes que pueden resultar desventajosos para ellos. Todo mundo está de acuerdo en que hay que hacer cambios y buscar la justicia, pero no queremos empezar por nosotros mismos. Quizás también les causa fastidio que los milagros impliquen un esfuerzo y un riesgo para quien los recibe: la viuda arriesga su alimento y comparte su último mendrugo con Elías; el leproso, siendo general, no es recibido y debe lavarse en el Jordán, el pequeño río casi desconocido, que implicaría humillación y ofensa para él. Los ejemplos de Jesús muestran que cada milagro implica una disposición, un salir de uno mismo y un compromiso grande. Los milagros no caerán del cielo. El anuncio de Jesús: la Buena Nueva, el Año de Gracia y liberación, llegarán sólo con el compromiso serio de quienes se arriesgan en el cambio y conversión. Además, los ejemplos de milagros a los que alude Jesús, de repente parecen muy pequeños: Elías ayudó a una sola viuda; Eliseo curó únicamente a un leproso. Sí, pero ambos hicieron que una persona experimentara la salvación de Dios. Así se construye el Reino de Dios.
Jesús, que antes había sido alabado y objeto de admiración, de repente se convierte en un estorbo y no es “bienvenido” en su propia sociedad. Quizás suceda igual en nuestro mundo. Todos, cristianos y no cristianos, expresamos admiración por Jesús, por sus ideales, su doctrina y su forma de vivir, pero eso no quiere decir que sea admitido a formar parte de nuestra vida diaria. Lo expulsamos de nuestro mundo, de nuestras estructuras, de los sistemas educativos, de la relación con los hermanos. Puede presidir desde su cruz nuestras asambleas, las decisiones de los importantes, pero que no hable, que no actúe, que no diga su palabra y que no influya en los demás, porque su doctrina es peligrosa. Siempre el amor y la justicia serán peligrosos para una sociedad que se rige por la ganancia y el poder. Por eso nos interpela hoy la palabra de San Pablo en su carta a los Corintios diciéndonos que no es importante hacer mucho ruido, sino amar. Es la enseñanza de Jesús: amar, con todo lo que implica el amor: es paciente, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, perdona sin límites, cree sin límites, espera sin límites, se entrega sin límites. Jesús lo supo vivir hasta el final y es lo que propone. Vivir en el amor implica riesgos. Es fácil decir que no haya discriminaciones, que no haya injusticias y después no atrevernos a vivir plenamente el amor. Expulsamos a Jesús de nuestras vidas. Lo expulsamos cada vez que, en nombre de falsas protecciones o buenas conductas, expulsamos a un hermano de nuestras vidas.
Bien pronto entendieron las gentes de Galilea la propuesta de Jesús y no lo quieren en medio de ellos, por eso tratan de despeñarlo, hacerlo desaparecer. Porque sus palabras ponen en evidencia los egoístas propósitos de los oyentes. Pero Jesús pasa libremente en medio de ellos. Hoy también hay quien quiere callar a Jesús y a muchos de sus seguidores les da miedo. No tendríamos que perder los ánimos en nuestra misión de ser testigos de los valores de Cristo en un mundo que tal vez ni nos quiere escuchar. También a nosotros nos dice el Señor como a Jeremías: “No temas, no titubees delante de ellos… no podrán contigo porque yo estoy a tu lado”. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortaleza su corazón para anunciar la Palabra. ¿Cómo proclamamos y vivimos la palabra de Jesús? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?
Concédenos, Señor, Dios Nuestro, estar dispuestos a recibir tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén

El Papa insta a ayudar a los países de origen

Conferencia de prensa en el avión Roma-Panamá

Para resolver el problema de la migración, una de las líneas de pensamiento indicadas por el Papa Francisco es ayudar a los países de origen.
Se le preguntó al Papa sobre el tema de la migración, dramáticamente presente en América Latina, en el avión desde Panamá a Roma (27-28 de enero de 2019). También insistió en la “precaución necesaria para que los gobiernos gestionen la migración.

Usted dijo que era absurdo e irresponsable pensar en los migrantes como portadores del mal social. En Italia, las nuevas políticas sobre los migrantes han llevado al cierre del centro de Castelnuovo di Porto, que ustedes conocen bien. Había signos de integración, los niños iban a la escuela y ahora corren el riesgo de ser desarraigados. 
Escuché sobre lo que estaba pasando en Italia, pero estaba inmerso en este viaje. No conozco los hechos precisamente, aunque puedo imaginar. Es cierto que el problema es muy complejo. Se necesita memoria. Debe preguntarse si mi patria fue hecha por migrantes. Nosotros, los argentinos, todos migrantes. Los Estados Unidos, todos migrantes.
Un obispo escribió un muy buen artículo sobre el problema de la falta de memoria. Y luego las palabras que yo empleo: para recibir, el corazón abierto para recibir. Acompañar, crecer e integrarse. El gobernante debe tener cuidado, porque la prudencia es la virtud del que gobierna. Es una ecuación difícil.
Me viene a la mente el ejemplo sueco, que en la década de 1970, con las dictaduras en América Latina, recibió muchos inmigrantes, pero todos estan integrados. También veo lo que hace Sant’Egidio, por ejemplo: se integra de inmediato. Pero el año pasado, los suecos dijeron: deténgase un poco porque no podemos terminar el curso de integración. Y esa es la prudencia del gobernante.
Es un problema de caridad, amor y solidaridad. Repito que las naciones más generosas para recibir fueron Italia y Grecia y también un poco Turquía. Grecia ha sido muy generosa y también Italia, mucho. Es cierto que hay que pensar con realismo.
Y luego hay algo más: la manera de resolver el problema de la migración es ayudar a los países de donde provienen los migrantes. Vienen a causa del  hambre o de la guerra. Invertir allá donde hay hambre, Europa puede hacerlo y es una manera de ayudar a estos países a crecer. Pero siempre existe esta imaginación colectiva que tenemos en el inconsciente: ¡debemos explotar a África! ¡esto pertenece a la historia y duele! Los migrantes de Oriente Medio han encontrado otras formas de salir. El Líbano es una maravilla de generosidad, alberga a más de un millón de sirios. Jordania, lo mismo ellos hacen lo que pueden, esperando reintegrar. Turquía también recibió algunos. Y nosotros, también, en Italia, lo hemos acogido. Es un problema complejo que necesita ser discutido sin prejuicios. 
Os doy muchas gracias por vuestro trabajo. Me gustaría decir algo sobre Panamá: sentí una nueva sensación, me vino esta palabra: Panamá es una nación noble. Encontré la nobleza.
Y luego me gustaría decir algo más que nosotros en Europa no vemos y hemos visto aquí en Panamá. Vi a padres que criaron a sus hijos diciéndoles: es mi victoria, es mi orgullo, es mi futuro. En el invierno demográfico que vivimos en Europa, y en Italia, por debajo de cero, esto debe hacernos pensar. ¿Cuál es mi orgullo? ¿Turismo, vacaciones, mi villa, mi perrito? O mi hijo?

1/28/19

“Vayan, cuenten, testimonien”


Palabras del Papa a los voluntarios 

Queridos voluntarios:
Antes de finalizar esta Jornada Mundial de la Juventud, quise encontrarme con todos ustedes para agradecerles a cada uno el servicio que han realizado durante estos días y en los últimos meses que precedieron a la Jornada.
Gracias a Bartosz, Stella Maris del Carmen y Maria Margarida por compartir sus experiencias en primera persona. Para mí fue muy importante escucharlos y darme cuenta de la comunión que se genera cuando nos unimos para servir a los demás. Experimentamos cómo la fe adquiere un sabor y una fuerza completamente nueva: la fe se vuelve más viva, dinámica, más real. Se experimenta una alegría, está habiendo aquí una alegría distinta por haber tenido la oportunidad de trabajar codo a codo con otros para lograr un sueño común. Sé que todos ustedes experimentaron esto.
Ustedes ahora saben cómo palpita el corazón cuando se vive una misión, y no porque alguien se los contó, sino porque lo vivieron. Tocaron con su propia vida que «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13).
También han tenido que vivir momentos duros que les exigió algún que otro sacrificio. Como nos decías, Bartosz, uno también experimenta las propias debilidades. Lo bueno es que estas debilidades no te detuvieron en tu entrega ni se volvieron lo central y más importante. Las experimentaste en el servicio, sí; intentando entender y servir a los otros voluntarios y peregrinos, sí; pero tuviste la valentía de que esto no te frenara, no te paralizara, seguiste adelante, que nuestros límites y nuestras debilidades no nos paralicen, seguir adelante con nuestros defectos, ya los corregiremos, con nuestras debilidades. pero seguir adelantes, y así es la belleza de sabernos enviados, la alegría de saber que por encima de todos los inconvenientes tenemos una misión que llevar adelante.
No dejar que las limitaciones, las debilidades e incluso pecados nos frenen e impidan vivir la misión, porque Dios nos invita a hacer lo que podamos y a pedir lo que no podemos, sabiendo que su amor nos va tomando y transformando de manera progresiva (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 49-50). Pusiste el servicio y la misión en primer lugar, el resto vas a ver que vendrá por añadidura.
No se asusten si ven sus debilidades, no se asusten incluso si ven sus pecados. Se levantan y adelante, siempre adelante. No se queden caídos, no se acierren, vayan adelante con lo que tenga encima, vayan adelante, que Dios sabe perdonar todas las cosas. Aprendamos de tantos, que como Bartosz, pusieron el servicio y la misión en primer lugar. El resto viene por añadidura.
Gracias a todos, porque en estos días han estado atentos y pendientes hasta de los más pequeños, cotidianos y aparentemente insignificantes detalles, como ofrecer un vaso de agua, y ―a la vez― atendieron las cosas más grandes que requerían mucha planificación. Han preparado cada detalle con alegría, creatividad y compromiso, y con mucha oración. Porque las cosas rezadas se sienten y se viven con hondura. La oración le da espesura, le da vitalidad a todo lo que hacemos.
Rezando descubrimos que somos parte de una familia más grande de lo que podemos ver e imaginar. Rezando le “abrimos la jugada” a la Iglesia, que nos sostiene y acompaña desde el cielo, a los santos y santas que nos han marcado el camino, pero sobre todo “le abrimos la jugada” a Dios para que Él pueda entrar y pueda actuar, y pueda vencer.
Ustedes han querido dedicar su tiempo, su energía, recursos, a soñar y armar este encuentro. Podrían perfectamente haber optado por otras cosas, ustedes quisieron comprometerse. Compromiso: Esa palabra que la quieren borrar. Compromiso, eso los hace crecer, eso los agiganta. Como estén, pero compromiso.
Dar lo mejor de sí para hacer posible el milagro de la multiplicación, no solo de los panes, sino de la esperanza, y ustedes, dando lo mejor de sí, comprometiéndose hacen el milagro de la multiplicación de la esperanza. ¡Necesitamos multiplicar la esperanza! ¡Gracias! ¡Gracias por esto!
Como también lo hiciste vos, Stella Maris, yo había leído los testimonios antes, por eso pude escribir esto, y cuando leí el tuyo sentí algo como ganas de llorar. Renunciaste a tus intereses, había juntado pesito a pesito poder participar en la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, pero renunciaste para ir a cubrir el sufragio de tus 3 abuelos, renunciaste para honrar tus raíces y eso te hace mujer, te hace adulta, te hace valiente, renunciaste a participar en algo que te gustaba y que había soñado para poder ayudar y acompañar a tu familia, para honrar tus raíces, para poder estar ahí; y el Señor, sin que tú lo esperaras ni lo pensaras, te estaba preparando el regalo de que la JMJ vendría a tu tierra.
Al Señor le gusta hacer estos chistes. Al Señor le gusta responder de esta manera a la generosidad. Él siempre gana en generosidad. Tú le das un poquito así y Él te da un montón así. ¡Así es el Señor, que le vamos a hacer! ¡Así nos quiere! Como Stella Maris, muchos de ustedes también realizaron renuncias de todo tipo. Tantos de ustedes renunciaron. Piensen ahora a qué renuncié yo para meterme de voluntario. Piensen un minuto.
Ustedes, con lo que han pensado, han tenido que postergar sueños para cuidar su tierra, sus raíces. Eso siempre el Señor lo bendice, no se deja ganar en generosidad. Cada vez que postergamos algo que nos gusta por el bien de otros y especialmente por los más frágiles, o por el bien de nuestras raíces como son nuestros abuelos y ancianos, el Señor lo devuelve ciento por uno. Te gana en generosidad, porque en generosidad nadie le puede ganar, nadie le puede superar en amor. Amigos: den y se les dará, y experimentarán cómo el Señor «les volcará sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante» (Lc 6,38).
Queridos amigos, han tenido una experiencia de fe más viva, más real; han vivido la fuerza que nace de la oración y la novedad de una alegría diferente fruto del trabajo codo a codo incluso con personas que no conocían. Ahora llega el momento del envío: vayan, cuenten, vayan, testimonien, vayan, contagien lo que han visto y oído.
Y esto no lo hagan con muchas palabras, sino como lo hicieron aquí, con gestos simples, con gestos y cotidianos, esos que transforman y hacen nuevas todas las cosas. Esos gestos capaces de armar lío, un lío constructivo, un lío de amor.
Les cuento una cosa. Cuando venía el primer día por el camino, había un bonete, una señora mayor ya, abuela, ahí en la reja por donde yo pasaba con el auto, y tenía un cartel que decía: “Nosotras las abuelas también sabemos armar lío”. Y ponía: “Con sabiduría”. Júntense con los abuelos para hacer lío, va a ser un lío contundente, un lío genial, no le tengan miedo. Vayan y hablen. Me parecía muy viejita la señora, y le pregunté la edad. Tenía 14 años menos que yo, ¡qué vergüenza!
Pidámosle al Señor su bendición. Que bendiga a sus familias y comunidades y a todas las personas con las que se vayan a encontrar y cruzar en el futuro próximo.
Pongámonos también bajo el manto de la Virgen Santa. Que ella los acompañe siempre. Y como les dije en Cracovia, yo no sé si en la próxima JMJ estaré, pero les aseguro que Pedro va a estar y los va a confirmar en la fe. Sigan adelante, con coraje y valentía y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.

1/27/19

El “rostro silencioso y maternal de la Iglesia”, en la Casa ‘El Buen Samaritano


Palabras del Papa a los miembros de las instituciones



Estimados directores, colaboradores y agentes de pastoral, Amigas y amigos:
Gracias padre Domingo por las palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido. He deseado mucho este encuentro con ustedes, que están aquí en el hogar El Buen Samaritano, y también con los demás jóvenes presentes del Centro Juan Pablo II, del Hogar San José de las Hermanas de la Caridad y de la “Casa del Amor”, de la Congregación Hermanos de Jesús Kkottonngae. Estar hoy con ustedes es para mí un motivo para renovar la esperanza. Gracias por permitirlo.
Preparando este encuentro pude leer el testimonio de un miembro de este hogar que me tocó el corazón porque decía: «aquí yo nací de nuevo». Este hogar, y todos los centros que ustedes representan, son signo de esa vida nueva que el Señor nos quiere regalar. Es fácil confirmar la fe de unos hermanos cuando se la ve actuar ungiendo heridas, sanando esperanza y animando a creer. Acá no nacen de nuevo solo los que podríamos llamar “beneficiarios primeros” de vuestros hogares; aquí la Iglesia y la fe nacen y se recrean continuamente por medio de la caridad.
Comenzamos a nacer de nuevo cuando el Espíritu Santo nos regala los ojos para ver a los demás, como nos decía el P. Domingo, no solo como nuestros vecinos ―que eso es ya decir mucho― sino como nuestros prójimos.
El Evangelio nos dice que una vez le preguntaron a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? (cf. Lc 10,29). Él no respondió con teorías, ni hizo un discurso bonito o elevado, sino que utilizó una parábola ―la del Buen Samaritano―, un ejemplo concreto de la vida real que todos ustedes conocen y viven muy bien. El prójimo es sobre todo un rostro que encontramos en el camino, y por el cual nos dejamos mover y conmover: mover de nuestros esquemas y prioridades y conmover entrañablemente por lo que esa persona vive para darle lugar y espacio en nuestro andar. Así lo entendió el buen Samaritano ante el hombre que había quedado medio muerto al borde del camino no solo por unos bandidos sino también por la indiferencia de un sacerdote y de un levita que no se animaron a ayudar, porque la indiferencia también hiere y mata. Unos por unas míseras monedas, los otros por miedo a contaminarse, por desprecio o disgusto social no tenían problema en dejar tirado en la calle a ese hombre. El buen Samaritano, así como todas vuestras casas, nos muestran que el prójimo es en primer lugar una persona, alguien con rostro concreto, real y no algo a saltear o ignorar, sea cual sea su situación. Es rostro que revela nuestra humanidad tantas veces sufriente e ignorada.
Es rostro que incomoda hermosamente la vida porque nos recuerda y pone en el camino de lo verdaderamente importante y nos libra de banalizar y volver superfluo nuestro seguimiento del Señor.
Estar aquí es tocar el rostro silencioso y maternal de la Iglesia que es capaz de profetizar y crear hogar, crear comunidad. El rostro de la Iglesia que normalmente no se ve y pasa desapercibido, pero es signo de la concreta misericordia y ternura de Dios, signo vivo de la buena nueva de la resurrección que actúa hoy en nuestras vidas.
Crear “hogar” es crear familia; es aprender a sentirse unidos a los otros más allá de vínculos utilitarios o funcionales que nos hagan sentir la vida un poco más humana.
Crear hogar es permitir que la profecía tome cuerpo y haga nuestras horas y días menos inhóspitos, indiferentes y anónimos. Es crear lazos que se construyen con gestos sencillos, cotidianos y que todos podemos realizar. Un hogar, y lo sabemos todos muy bien, necesita de la colaboración de todos. Nadie puede ser indiferente o ajeno, ya que cada uno es piedra necesaria en su construcción. Y eso implica pedirle al Señor que nos regale la gracia de aprender a tenernos paciencia, a perdonarse; aprender todos los días a volver a empezar. Y, ¿cuántas veces perdonar o volver a empezar? Setenta veces siete, todas las necesarias. Crear lazos fuertes exige de la confianza que se alimenta todos los días de la paciencia y el perdón.
Así se produce el milagro de experimentar que aquí se nace de nuevo, aquí todos nacemos de nuevo porque sentimos actuante la caricia de Dios que nos posibilita soñar el mundo más humano y, por tanto, más divino.
Gracias a todos ustedes por el ejemplo y generosidad; gracias a sus Instituciones, a los voluntarios y a los bienhechores. Gracias a cuantos hacen posible que el amor de Dios se haga cada vez más concreto y real, mirando a los ojos de los que están a nuestro alrededor y reconociéndonos como prójimos.
Ahora que vamos a rezar el Ángelus, los confío a nuestra Madre la Virgen. Le pedimos a Ella, que como buena Madre sabe de ternura y de projimidad, nos enseñe a estar atentos para descubrir cada día quién es nuestro prójimo y nos anime a salir con rapidez a su encuentro, y poder darle un hogar, un abrazo donde encuentre cobijo y amor de hermanos. Una misión en la que todos estamos involucrados.
Los invito ahora a poner bajo su manto todas sus inquietudes y necesidades, aquellos dolores que llevan, las heridas que padecen, para que, como Buena Samaritana, venga a nosotros y nos auxilie con su maternidad, con su ternura, con su sonrisa de Madre.

“No son el futuro ustedes, jóvenes, son el ahora de Dios”


Homilía del Papa en la Misa de Envío JMJ 2019


«Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,20-21).
Así el evangelio nos presenta el comienzo de la misión pública de Jesús. Lo hace en la sinagoga que lo vio crecer, rodeado de conocidos y vecinos y hasta quizá de alguna de sus “catequistas” de la infancia que le enseñó la ley. Momento importante en la vida del Maestro por el cual, el niño que se formó y creció en el seno de esa comunidad, se ponía de pie y tomaba la palabra para anunciar y poner en acto el sueño de Dios. Una palabra proclamada hasta entonces solo como promesa de futuro, pero que en boca de Jesús solo podía decirse en presente, haciéndose realidad: «Hoy se ha cumplido».
Jesús revela el ahora de Dios que sale a nuestro encuentro para convocarnos también a tomar parte en su ahora de «llevar la Buena Noticia a los pobres, la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia en el Señor» (cf. Lc 4,18-19). Es el ahora de Dios que con Jesús se hace presente, se hace rostro, carne, amor de misericordia que no espera situaciones ideales o perfectas para su manifestación, ni acepta excusas para su realización. Él es el tiempo de Dios que hace justa y oportuna cada situación y espacio. En Jesús se inicia y se hace vida el futuro prometido.

¿Cuándo? Ahora. Pero no todos los que allí lo escucharon se sentían invitados o convocados. No todos los vecinos de Nazaret estaban preparados para creer en alguien que conocían y habían visto crecer y que los invitaba a poner en acto un sueño tan esperado. Es más, «decían: “¿No es este el hijo de José?”» (Lc 4,22).
También a nosotros nos puede pasar lo mismo. No siempre creemos que Dios pueda ser tan concreto y cotidiano, tan cercano y real, y menos aún que se haga tan presente y actúe a través de alguien conocido como puede ser un vecino, un amigo, un familiar. No siempre creemos que el Señor nos pueda invitar a trabajar y a embarrarnos las manos junto a Él en su Reino de forma tan simple pero contundente. Cuesta aceptar que «el amor divino se haga concreto y casi experimentable en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas» (BENEDICTO XVI, Audiencia general, 28 septiembre 2005).
No son pocas las veces que actuamos como los vecinos de Nazaret, que preferimos un Dios a la distancia: lindo, bueno, generoso, bien dibujadito, pero distante y sobre todo, un Dios que no incomode, un Dios domesticado. Porque un Dios cercano y cotidiano, un Dios amigo y hermano nos pide aprender de cercanías, de cotidianeidad y sobre todo de fraternidad. Él no quiso tener una manifestación angelical o espectacular, sí nos quiso regalarnos un rostro hermano y amigo, concreto, familiar. Dios es real porque el amor es real, Dios es concreto porque el amor es concreto. Y es precisamente esta «concreción del amor lo que constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos» (cf. BENEDICTO XVI, Homilía, 1 marzo 2006).
Nosotros también podemos correr los mismos riesgos que los vecinos de Nazaret, cuando en nuestras comunidades el Evangelio se quiere hacer vida concreta y comenzamos a decir: “pero estos chicos, no son hijos de María, José, y no son hermanos de… Estos no son los jovencitos que nosotros ayudamos a crecer… que se callen la boca, ¿cómo los vamos a creer? Ese de allá, no era el que rompía siempre los vidrios con su pelota”. Y lo que nació para ser profecía y anuncio del Reino de Dios termina domesticado y empobrecido. Querer domesticar la Palabra de Dios es tentación de todos los días.
E incluso a ustedes, queridos jóvenes, les puede pasar lo mismo cada vez que piensan que su misión, su vocación, que hasta su vida es una promesa pero solo para el futuro y nada tiene que ver con vuestro presente. Como si ser joven fuera sinónimo de sala de espera de quien aguarda el turno de su hora. Y en el “mientras tanto” de esa hora, les inventamos o se inventan un futuro higiénicamente bien empaquetado y sin consecuencias, bien armado y garantizado con todo “bien asegurado”.

No queremos ofrecerles a ustedes un futuro de laboratorio. Es la “ficción” de alegría, no la alegría del hoy, del concreto, del amor. Y así, con esta ficción de la alegría los “tranquilizamos” y adormecemos para que no hagan ruido, para que no molesten mucho, para que no se pregunten ni pregunten, para que no se cuestionen ni cuestionen; y en ese “mientras tanto” sus sueños pierden vuelo, se vuelven rastreros, comienzan a dormirse, son “ensoñamientos” pequeños y tristes (cf. Homilía del Domingo de Ramos, 25 marzo 2018), tan solo porque consideramos o consideran que todavía no es su ahora; que son demasiado jóvenes para involucrarse en soñar y trabajar el mañana, y así los seguimos procrastinando, y saben una cosa, que a muchos jóvenes esto les gusta. Por favor, ayudémosle a que no les gusten, a que se revelen, a que quieran vivir el ahora de Dios.
Uno de los frutos del pasado Sínodo fue la riqueza de poder encontrarnos y, sobre todo, escucharnos. La riqueza de la escucha entre generaciones, la riqueza del intercambio y el valor de reconocer que nos necesitamos, que tenemos que esforzarnos en propiciar canales y espacios en los que involucrarse en soñar y trabajar el mañana ya desde hoy. Pero no aisladamente, sino juntos, creando un espacio en común. Un espacio que no se regala ni lo ganamos en la lotería, sino un espacio por el que también ustedes deben pelear. Ustedes jóvenes deben pelear por su espacio hoy, porque la vida es hoy, nadie te puede prometer un día del mañana, tu vida hoy es hoy, tu jugarte es hoy, tu espacio es hoy. ¿Cómo estás respondiendo esto?
Ustedes, queridos jóvenes, ustedes son el presente.. no son el futuro, ustedes, jóvenes son el ahora de Dios. Él los convoca, los llama en sus comunidades, los llama en sus ciudades para ir en búsqueda de sus abuelos, de sus mayores; a ponerse de pie y junto a ellos tomar la palabra y poner en acto el sueño con el que el Señor los soñó.
No mañana, ahora, porque allí, ahora, donde esté su tesoro, está también su corazón (cf. Mt 6,21); y aquello que los enamore conquistará no solo vuestra imaginación, sino que lo afectará todo. Será lo que los haga levantarse por la mañana y los impulse en las horas de cansancio, lo que les rompa el corazón y lo que les haga llenarse de asombro, alegría y gratitud. Sientan que tienen una misión y enamórense, que eso lo decidirá todo (cf. PEDRO ARRUPE, S.J., Nada es más práctico). Podremos tener todo, pero queridos jóvenes, si falta la pasión del amor, faltará todo. La pasión del amor hoy, y dejemos que el Señor nos enamore y nos lleve hasta el mañana.

Para Jesús no hay un “mientras tanto” sino amor de misericordia que quiere anidar y conquistar el corazón. Él quiere ser nuestro tesoro, porque no es un “mientras tanto” en la vida o moda pasajera, es amor de entrega que invita a entregarse.
Es amor concreto, cercano, real; es alegría festiva que nace al optar y participar en la pesca milagrosa de la esperanza y la caridad, la solidaridad y la fraternidad frente a tanta mirada paralizada y paralizante por los miedos y la exclusión, la especulación y la manipulación.
Hermanos: El Señor y su misión no son un “mientras tanto” en nuestra vida, algo pasajero, no son solo una Jornada Mundial de la Juventud, ¡son nuestra vida! de hoy y caminando.
Todos estos días de forma especial ha susurrado como música de fondo el “hágase” de María. Ella no solo creyó en Dios y en sus promesas como algo posible, le creyó a Dios, se animó a decir “sí” para participar en este ahora del Señor. Sintió que tenía una misión, se enamoró y eso lo decidió todo.
Ustedes sientan que tienen una misión, se dejen enamorar, y el Señor decidirá todo.
Y como sucedió en la sinagoga de Nazaret, el Señor, en medio nuestro, sus amigos y conocidos, vuelve a ponerse de pie, a tomar el libro y decirnos: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,21).
Queridos jóvenes, ¿quieren vivir la concreción de su amor? Que vuestro “sí” siga siendo la puerta de ingreso para que el Espíritu Santo nos regale un nuevo Pentecostés a la Iglesia y al mundo. Que así sea.

“Lo sacaron de la ciudad”


Mons. Enrique Díaz Díaz

Obligados por la violencia y los temores, nos hemos encerrado detrás de rejas y protecciones. Es cada día más frecuente encontrar carteles en los accesos a los fraccionamientos donde se prohíbe la entrada a personas extrañas, se exigen documentos de identidad y se reservan el derecho de admisión. Y yo diría también el “derecho de expulsión”. Muros, barreras, alambradas… todo para protegerse del “otro”. También los paisanos de Jesús quieren protegerse de quien juzgan peligroso, ponen sus barreras y “lo sacan de la ciudad”. 
El domingo anterior nos dejaba Jesús con admiración y esperanza al proclamar: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír”, afirmando la actualización del mensaje de Isaías. Hoy se nos presentan las reacciones de su auditorio: mucha alegría porque alguien de la propia comunidad puede afirmar estas palabras y explicarlas con claridad. Admiran su sabiduría y todos dan testimonio de él. Poco después, empiezan las suspicacias y a dudar quién es Jesús. Al oír aplicar en presente el proverbio sobre el médico que debe curarse a sí mismo, y la no aceptación del profeta, al escuchar los ejemplos de la viuda de Sarepta, del sirio rico y leproso Naamán, sus corazones se llenan de ira y lo pretenden matar. ¿Qué es lo que hace cambiar su corazón? Quizás a sus oyentes no les gustó la opción de Dios a favor de los gentiles, o quizás la preferencia de los pobres como aquella viuda, o que concede un favor a un rico extranjero sin aceptarle sus bienes. Algo hay en Jesús que no encaja en la forma de pensar de sus paisanos y deciden expulsarlo: “No es bienvenido”. Puede ser que los oyentes reflejen ese estilo de personas convenencieras: les gusta escuchar palabras bonitas y edificantes, pero no aceptan que se realicen en su mundo y en su tiempo, no aceptan que trastornen sus estructuras. 
Teóricamente aceptan las palabras del profeta y están de acuerdo en que es una gran liberación, pero ellos “están bien”, no sufren, no tienen ningún interés especial en cambiar su situación, porque todo cambio implica riesgos, inconvenientes que pueden resultar desventajosos para ellos. Todo mundo está de acuerdo en que hay que hacer cambios y buscar la justicia, pero no queremos empezar por nosotros mismos. Quizás también les causa fastidio que los milagros impliquen un esfuerzo y un riesgo para quien los recibe: la viuda arriesga su alimento y comparte su último mendrugo con Elías; el leproso, siendo general, no es recibido y debe lavarse en el Jordán, el pequeño río casi desconocido, que implicaría humillación y ofensa para él. Los ejemplos de Jesús muestran que cada milagro implica una disposición, un salir de uno mismo y un compromiso grande. Los milagros no caerán del cielo. El anuncio de Jesús: la Buena Nueva, el Año de Gracia y liberación, llegarán sólo con el compromiso serio de quienes se arriesgan en el cambio y conversión. Además, los ejemplos de milagros a los que alude Jesús, de repente parecen muy pequeños: Elías ayudó a una sola viuda; Eliseo curó únicamente a un leproso. Sí, pero ambos hicieron que una persona experimentara la salvación de Dios. Así se construye el Reino de Dios.
Jesús, que antes había sido alabado y objeto de admiración, de repente se convierte en un estorbo y no es “bienvenido” en su propia sociedad. Quizás suceda igual en nuestro mundo. Todos, cristianos y no cristianos, expresamos admiración por Jesús, por sus ideales, su doctrina y su forma de vivir, pero eso no quiere decir que sea admitido a formar parte de nuestra vida diaria. Lo expulsamos de nuestro mundo, de nuestras estructuras, de los sistemas educativos, de la relación con los hermanos. Puede presidir desde su cruz nuestras asambleas, las decisiones de los importantes, pero que no hable, que no actúe, que no diga su palabra y que no influya en los demás, porque su doctrina es peligrosa. Siempre el amor y la justicia serán peligrosos para una sociedad que se rige por la ganancia y el poder. Por eso nos interpela hoy la palabra de San Pablo en su carta a los Corintios diciéndonos que no es importante hacer mucho ruido, sino amar. Es la enseñanza de Jesús: amar, con todo lo que implica el amor: es paciente, no tiene envidia, no lleva cuentas del mal, perdona sin límites, cree sin límites, espera sin límites, se entrega sin límites. Jesús lo supo vivir hasta el final y es lo que propone. Vivir en el amor implica riesgos. Es fácil decir que no haya discriminaciones, que no haya injusticias y después no atrevernos a vivir plenamente el amor. Expulsamos a Jesús de nuestras vidas. Lo expulsamos cada vez que, en nombre de falsas protecciones o buenas conductas, expulsamos a un hermano de nuestras vidas.
Bien pronto entendieron las gentes de Galilea la propuesta de Jesús y no lo quieren en medio de ellos, por eso tratan de despeñarlo, hacerlo desaparecer. Porque sus palabras ponen en evidencia los egoístas propósitos de los oyentes. Pero Jesús pasa libremente en medio de ellos. Hoy también hay quien quiere callar a Jesús y a muchos de sus seguidores les da miedo. No tendríamos que perder los ánimos en nuestra misión de ser testigos de los valores de Cristo en un mundo que tal vez ni nos quiere escuchar. También a nosotros nos dice el Señor como a Jeremías: “No temas, no titubees delante de ellos… no podrán contigo porque yo estoy a tu lado”. Que mirando la libertad y valentía con que actúa Jesús, cada discípulo hoy fortaleza su corazón para anunciar la Palabra. ¿Cómo proclamamos y vivimos la palabra de Jesús? ¿Qué significará ser profeta en nuestro tiempo? ¿De qué ambientes hemos expulsado a Jesús o en qué situaciones no queremos que Él intervenga?
Concédenos, Señor, Dios Nuestro, estar dispuestos a recibir tu Palabra, no acomodarnos ni acomodarla a las circunstancias; amarte con todo el corazón y, con el mismo amor, amar y comprometernos con nuestros hermanos. Amén

1/26/19

“Dame de beber”, antídoto del Papa para el “cansancio de la esperanza”

Homilía del Papa a los sacerdotes y consagrados


En primer lugar quiero felicitar al señor arzobispo que por primera vez después de casi 7 años, puede encontrarse con su esposa, con este iglesia, viuda provisoria durante todo este tiempo. Y felicitar a la viuda que deja de ser viuda hoy con el encuentro con con su esposo.
También quiero agradecer a todos los que hicieron posible esto, las autoridades y a todo el pueblo de Dios, todo lo que hicieron para que el señor arzobispo pudiera encontrarse con su pueblo no en casas prestadas sino en la suya. Muchas gracias.
En el programa estaba previsto que esta ceremonia, por falta de tiempo, tuviera dos significados: la consagración del atar y el encuentro con sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos, consagrados. Así que lo voy a decir va a estar un poco en esa línea, pensando en los sacerdotes, las religiosas, los religiosos, los laicos, los consagrados… son todos los que trabajan en esta iglesia particular.
***
«Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”» (Jn 4,6-7).
El evangelio que hemos escuchado no duda en presentarnos a Jesús cansado de caminar. Al mediodía, cuando el sol se hace sentir con toda su fuerza y poder, lo encontramos junto al pozo. Necesitaba calmar y saciar la sed, refrescar sus pasos, recuperar fuerzas para continuar la misión.
Los discípulos vivieron en primera persona lo que significaba la entrega y disponibilidad del Señor para llevar la Buena Nueva a los pobres, vendar los corazones heridos, proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, consolar a los que estaban de duelo y proclamar un año de gracia a todos (cf. Is 61,1-3). Son todas situaciones que te toman la vida y la energía; y “no ahorraron” en regalarnos tantos momentos importantes en la vida del Maestro donde también nuestra humanidad pueda encontrar una palabra de Vida.
Fatigado del camino
Es relativamente fácil para nuestra imaginación, compulsivamente productivista, contemplar y entrar en comunión con la actividad del Señor, pero no siempre sabemos o podemos contemplar y acompañar las “fatigas del Señor”, como si esto no fuera cosa de Dios. El Señor se fatigó y en esa fatiga encuentran espacio tantos cansancios de nuestros pueblos y de nuestra gente, de nuestras comunidades y de todos los que están cansados y agobiados (cf. Mt 11,28).
Las causas y motivos que pueden provocar la fatiga del camino en nosotros sacerdotes, consagrados y consagradas, miembros de movimientos laicales son múltiples: desde largas horas de trabajo que dejan poco tiempo para comer, descansar y estar en familia, hasta “tóxicas” condiciones laborales y afectivas que llevan al agotamiento y agrietan el corazón; desde la simple y cotidiana entrega hasta el peso rutinario de quien no encuentra el gusto, el reconocimiento o el sustento necesario para hacer frente al día a día; desde habituales y esperables situaciones complicadas hasta estresantes y angustiantes horas de presión. Toda una gama de peso a soportar.
Sería imposible tratar de abarcar todas las situaciones que resquebrajan la vida de los consagrados, pero en todas sentimos la necesidad urgente de encontrar un pozo que pueda calmar y saciar la sed y el cansancio del camino. Todas reclaman, como grito silencioso, un pozo desde donde volver a empezar.
De un tiempo a esta parte no son pocas las veces que parece haberse instalado en nuestras comunidades una sutil especie de fatiga, que no tiene nada que ver con la fatiga del Señor. Se trata de una tentación que podríamos llamar el cansancio de la esperanza. Ese cansancio que surge cuando ―como en el evangelio― el sol cae como plomo y vuelve fastidiosas las horas, y lo hace con una intensidad tal que no deja avanzar ni mirar hacia adelante. Como si todo se volviera confuso. No me refiero a la «particular fatiga del corazón» (cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 17; Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 287) de quienes “hechos trizas” por la entrega al final del día logran expresar una sonrisa serena y agradecida; sino a esa otra fatiga, la que nace de cara al futuro cuando la realidad “cachetea” y pone en duda las fuerzas, recursos y viabilidad de la misión en este mundo tan cambiante y cuestionador.
Es un cansancio paralizante. Nace de mirar para adelante y no saber cómo reaccionar ante la intensidad y perplejidad de los cambios que como sociedad estamos atravesando. Estos cambios parecieran cuestionar no solo nuestras formas de expresión y compromiso, nuestras costumbres y actitudes ante la realidad, sino que ponen en duda, en muchos casos, la viabilidad misma de la vida religiosa en el mundo de hoy. E incluso la velocidad de esos cambios puede llevar a inmovilizar toda opción y opinión y, lo que supo ser significativo e importante en otros tiempos parece ya no tener lugar.
El cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en el que se escondía el grito del Maestro: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Así podemos acostumbrarnos a vivir con una esperanza cansada frente al futuro incierto y desconocido, y esto deja espacio a que se instale un gris pragmatismo en el corazón de nuestras comunidades. Todo aparentemente parecería proceder con normalidad, pero en realidad la fe se desgasta y se degenera. Desilusionados con la realidad que no entendemos o que creemos que no tiene ya lugar para nuestra propuesta, podemos darle “ciudadanía” a una de las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 83). Y entonces sucede que lo que un día surgió para ser sal y luz del mundo termina ofreciendo su peor versión.
Dame de beber
Las fatigas del camino acontecen y se hacen sentir. Gusten o no gusten están, y es bueno tener la misma valentía que tuvo el Maestro para decir: «dame de beber». Como le sucedió a la Samaritana y nos puede suceder a cada uno de nosotros, no queremos calmar la sed con cualquier agua sino con ese «manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Sabemos, como bien lo sabía la Samaritana que cargaba desde hacía años los cántaros vacíos de amores fallidos, que no cualquier palabra puede ayudar a recuperar las fuerzas y la profecía en la misión. No cualquier novedad, por muy seductora que parezca, puede aliviar la sed. Sabemos, como bien lo sabía ella, que tampoco el conocimiento religioso, la justificación de determinadas opciones y tradiciones pasadas o presentes, nos hacen siempre fecundos y apasionados «adoradores en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
Dame de beber es lo que pide el Señor y es lo que nos pide que digamos. Al decirlo, le abrimos la puerta a nuestra cansada esperanza para volver sin miedo al pozo fundante del primer amor, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, nos pidió seguirlo; al decirlo recuperamos la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros, el momento en que nos hizo sentir que nos amaba y no solo de manera personal sino también como comunidad (cf. Homilía en la Vigilia Pascual, 19 abril 2014). Es volver sobre nuestros pasos y, en fidelidad creativa, escuchar cómo el Espíritu no engendró una obra puntual, un plan pastoral o una estructura a organizar sino que, por medio de tantos “santos de la puerta de al lado” ―entre los cuales encontramos padres y madres fundadores de vuestros institutos, obispos y párrocos que supieron poner fundamento a sus comunidades―, regaló vida y oxígeno a un contexto histórico determinado que parecía asfixiar y aplastar toda esperanza y dignidad.
“Dame de beber” significa animarse a dejarse purificar y rescatar la parte más auténtica de nuestros carismas fundantes ―que no solo se reducen a la vida religiosa sino a la Iglesia toda― y ver de qué forma se pueden expresar hoy. Se trata no solo de mirar con agradecimiento el pasado sino de ir en búsqueda de las raíces de su inspiración y dejar que resuenen nuevamente con fuerza entre nosotros (cf. PAPA FRANCISCO – FERNANDO PRADO, La fuerza de la vocación, 42).
“Dame de beber” significa reconocer que necesitamos que el Espíritu nos transforme en hombres y mujeres memoriosos de un paso, del paso salvífico de Dios. Y con confianza, así como lo hizo ayer, lo seguirá haciendo mañana: «ir a las raíces nos ayuda sin lugar a dudas a vivir el presente, sin miedo. Tenemos necesidad de vivir sin miedo respondiendo a la vida con la pasión de estar empeñados con la historia, inmersos en las cosas. Con pasión de enamorados» (cf. ibíd., 44).
La esperanza cansada será sanada y gozará de esa «particular fatiga del corazón» cuando no tema volver al lugar del primer amor y logre encontrar, en las periferias y desafíos que hoy se nos presentan, el mismo canto, la misma mirada que suscitó el canto y la mirada de nuestros mayores. Así evitaremos el riesgo de partir desde nosotros mismos y abandonaremos la cansadora auto-compasión para encontrar los ojos con los que Cristo hoy nos sigue buscando, nos sigue llamando e invitando a la misión como lo hizo en aquel primer encuentro, el encuentro del primer amor.
***
No me parece un acontecimiento menor que esta Catedral vuelva a abrir sus puertas después de mucho tiempo de renovación. Experimentó el paso de los años, como fiel testigo de la historia de este pueblo y con la ayuda y el trabajo de muchos quiso volver a regalar su belleza. Más que una formal reconstrucción, que siempre intenta volver a un original pasado, buscó rescatar la belleza de los años abriéndose a hospedar toda la novedad que el presente le podía regalar. Una Catedral española, india y afroamericana se vuelve así Catedral panameña, de los de ayer pero también de los de hoy que la han hecho posible. Ya no pertenece solo al pasado, sino que es belleza del presente.
Y hoy, nuevamente es regazo que impulsa a renovar y alimentar la esperanza, a descubrir cómo la belleza del ayer se vuelve base para construir la belleza del mañana.
Así actúa el Señor.
Nada de cansancio de la esperanza, sí la peculiar fatiga del corazón, del que lleva adelante todos los días lo que le fue encomendado la mirada del primer amor.
Hermanos, no nos dejemos robar la esperanza, la belleza que hemos heredado de nuestros padres, que ella sea la raíz viva y fecunda que nos ayude a seguir haciendo bella y profética la historia de salvación en estas tierras.

1/25/19

“Tenemos muchas diferencias, pero, por favor juguemos a tener un sueño en común”


Primer discurso del Papa en la JMJ Panamá 2019


Queridos jóvenes, ¡buenas tardes!
¡Qué bueno volver a encontrarnos y hacerlo en esta tierra que nos recibe con tanto color y calor! Juntos en Panamá, la Jornada Mundial de la Juventud es otra vez una fiesta de alegría y esperanza para la Iglesia toda y, para el mundo, un enorme testimonio de fe.
Me acuerdo que, en Cracovia, algunos me preguntaron si iba a estar en Panamá y les contesté: “yo no sé, pero Pedro seguro va a estar. Pedro va a estar”. Hoy me alegra decirles: Pedro está con ustedes para celebrar y renovar la fe y la esperanza. Pedro y la Iglesia caminan con ustedes y queremos decirles que no tengan miedo, que vayan adelante con esa energía renovadora y esa inquietud constante que nos ayuda y moviliza a ser más alegres y disponibles, más “testigos del Evangelio”. Ir adelante no para crear una Iglesia paralela un poco más “divertida” o “cool” en un evento para jóvenes, con algún que otro elemento decorativo, como si a ustedes eso los dejara felices. Pensar así sería no respetarlos y no respetar todo lo que el Espíritu a través de ustedes nos está diciendo.
¡Al contrario! Queremos reencontrar y despertar junto a ustedes la continua novedad y juventud de la Iglesia abriéndonos a un nuevo Pentecostés (cf. SÍNODO SOBRE LOS JÓVENES, Doc. final, 60). Eso solo es posible, como lo acabamos de vivir en el Sínodo, si nos animamos a caminar escuchándonos y a escuchar complementándonos, si nos animamos a testimoniar anunciando al Señor en el servicio a nuestros hermanos; servicio concreto, se entiende.
Sé que llegar hasta aquí no ha sido nada fácil. Conozco el esfuerzo, el sacrificio que realizaron para poder participar en esta Jornada. Muchos días de trabajo y dedicación, encuentros de reflexión y oración hacen que el camino sea en gran medida la recompensa. El discípulo no es solamente el que llega a un lugar sino el que empieza con decisión, el que no tiene miedo de arriesgar y ponerse a caminar. Esa es su mayor alegría, estar en camino. Ustedes no tuvieron miedo de arriesgar y caminar. Hoy podemos “estar de rumba”, porque esta rumba comenzó hace ya mucho tiempo en cada comunidad.
Venimos de culturas y pueblos diferentes, hablamos lenguas diferentes, usamos ropas diferentes. Cada uno de nuestros pueblos ha vivido historias y circunstancias diferentes. ¡Cuántas cosas nos pueden diferenciar!, pero nada de eso impidió poder encontrarnos y sentirnos felices por estar juntos. Eso es posible porque sabemos que hay algo que nos une, hay Alguien que nos hermana. Ustedes, queridos amigos, han hecho muchos sacrificios para poder encontrarse y así se transforman en verdaderos maestros y artesanos de la cultura del encuentro. Con sus gestos y actitudes, con sus miradas, sus deseos y especialmente con su sensibilidad desmienten y desautorizan todos esos discursos que se concentran y se empeñan en sembrar división, en excluir o expulsar a los que “no son como nosotros”. Y esto porque tienen ese olfato que sabe intuir que «el amor verdadero no anula las legítimas diferencias, sino que las armoniza en una unidad superior» (BENEDICTO XVI, Homilía, 25 enero 2006). ¿Saben quién dijo esto? El Papa Benedicto. Que nos está viendo! nos está mirando por la televisión y lo vamos a aplaudir, un saludo, todos con la mano. ¡Un saludo! (Aplausos y saludos). Por el contrario, sabemos que el padre de la mentira prefiere un pueblo dividido y peleado, a un pueblo que aprende a trabajar juntos.
Ustedes nos enseñan que encontrarse no significa mimetizarse, ni pensar todos lo mismo o vivir todos iguales haciendo y repitiendo las mismas cosas, escuchando la misma música o llevando la camiseta del mismo equipo de fútbol. No, eso no. La cultura del encuentro es un llamado e invitación a atreverse a mantener vivo un sueño en común.
Tenemos muchas diferencias, hablamos idiomas diferentes, vestimos ropas diferentes pero, por favor, juguemos a tener un sueño en común, un sueño grande y capaz de cobijar a todos. Ese sueño por el que Jesús dio la vida en la cruz y el Espíritu Santo se desparramó y tatuó a fuego el día de Pentecostés en el corazón de cada hombre y cada mujer, en el tuyo y en el mío, a la espera de que encuentre espacio para crecer y desarrollarse. Un sueño llamado Jesús sembrado por el Padre con la confianza que crecerá y vivirá en cada corazón. Un sueño que corre por nuestras venas, estremece el corazón y lo hace bailar cada vez que los escuchamos: «Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes. En eso todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,34-35). ¿Cómo se llama el sueño nuestro? ¡Jesús! ¡Jesús! ¿ Cómo? ¡¡Jesús!!
A un santo de estas tierras le gustaba decir: «el cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, o de prohibiciones. Así resulta muy repugnante. El cristianismo es una Persona que me amó tanto, que reclama y pide mi amor. ¡El cristianismo es Cristo! Repitámoslo en alto: ¡El cristianismo es Cristo!» (cf. S. OSCAR ROMERO, Homilía, 6 noviembre 1977); es desarrollar el sueño por el que dio la vida: amar con el mismo amor que nos ha amado.
Nos preguntamos: ¿Qué nos mantiene unidos? ¿Por qué estamos unidos? ¿Qué nos mueve a encontrarnos? La seguridad de saber que hemos sido amados con un amor entrañable que no queremos y no podemos callar y nos desafía a responder de la misma manera: con amor. Es el amor de Cristo el que nos apremia (cf. 2 Co 5,14).
Un amor que no “patotea” ni aplasta, un amor que no margina ni calla, un amor que no humilla ni avasalla. Es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que sana y levanta. Es el amor del Señor que sabe más de levantadas que de caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva oportunidad que de condenar, de futuro que de pasado. Es el amor silencioso de la mano tendida en el servicio y la entrega, es el amor que no se pavonea, que no la juega de pavo real, ese amor humilde (…)
Les pregunto: ¿Creés en este amor? ¡¡Sí!! (Contestan los jóvenes) Les pregunto otra cosa: ¿Es un amor que vale la pena? ¡¡Sí!! (Contestan). Fue la misma pregunta e invitación que recibió María. El ángel le preguntó si quería llevar este sueño en sus entrañas y hacerlo vida, hacerlo carne. María tenía la edad de tantas de ustedes, la edad de tantas chicas como ustedes. Y ella dijo: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Cerremos los ojos todos, y pensemos en María. No era tonta. Sabía lo que sentía su corazón, sabía lo que era el amor, y respondió: Hágase en mí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu Palabra.
María se animó a decir “sí”. Se animó a darle vida al sueño de Dios. Y es lo mismo que el ángel te quiere preguntar a vos, a vos, a mí: ¿querés que este sueño tenga vida? ¿Querés darle carne con tus manos, con tus pies, con tu mirada, con tu corazón? ¿Querés que sea el amor del Padre el que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás imaginados , jamás pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y bailar a tu corazón?
¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los siervos del Señor, hágase? No contesten, cada uno conteste en su corazón. Hay preguntas que solo se contestan en silencio.
Queridos jóvenes: Lo más esperanzador de esta Jornada no será un documento final, una carta consensuada o un programa a ejecutar. No, esa no va a ser. Lo más esperanzador de este encuentro serán vuestros rostros y una oración. Eso será la esperanza. Con el corazón cambiado con el que volverán a sus casas. Cada uno volverá a casa con la fuerza nueva que se genera cada vez que nos encontramos con los otros y con el Señor, llenos del Espíritu Santo para recordar y mantener vivo ese sueño que nos hermana y que estamos invitados a no dejar que se congele en el corazón del mundo: allí donde nos encontremos, haciendo lo que estemos haciendo, siempre podremos levantar la mirada y decir: Señor, enséñame a amar como tú nos has amado —¿se animan a repetirlo conmigo?—. “Señor, enséñame a amar como tú nos has amado”. ¡Más fuerte! ¿Están roncos? ¡Señor, enséñame a amar como tú nos has amado!
No podemos terminar este primer encuentro sin agradecer. Gracias a todos los que han preparado con mucha ilusión esta Jornada Mundial de la Juventud. ¡Gracias a todos! ¡Fuerte! (Aplausos y gritos de alegría). Gracias por animarse a construir y hospedar, por decirle “sí” al sueño de Dios de ver a sus hijos reunidos. Gracias Mons. Ulloa y todo su equipo por ayudar a que Panamá hoy sea no solamente un canal que une mares, sino también canal donde el sueño de Dios siga encontrando cauces para crecer y multiplicarse e irradiarse en todos los rincones de la tierra.
Amigos y amigas, que Jesús los bendiga y Santa María la Antigua los acompañe y los cuide, para que seamos capaces de decir sin miedo, como ella: «Aquí estoy. Hágase». Gracias

JNJ 2019 en Panamá


Discurso del Papa a los obispos centroamericanos



Gracias Mons. José Luis Escobar Alas, arzobispo de San Salvador, por las palabras de bienvenida que me dirigió en nombre de todos. Me alegra poder encontrarlos y compartir de manera más familiar y directa sus anhelos, proyectos e ilusiones de pastores a quienes el Señor confió el cuidado de su pueblo santo. Gracias por la fraterna acogida.
Poder encontrarme con ustedes es también “regalarme” la oportunidad de poder abrazar y sentirmemás cerca de vuestros pueblos, poder hacer míos sus anhelos, también sus desánimos y, sobre todo, esa fe“corajuda” que sabe alentar la esperanza y agilizar la caridad. Gracias por permitirme acercarme a esa feprobada pero sencilla del rostro pobre de vuestra gente que sabe que «Dios está presente, no duerme, está activo, observa y ayuda» (S. Óscar Romero, Homilía, 16 diciembre 1979).
Este encuentro nos recuerda un evento eclesial de gran relevancia. Los pastores de esta región fueron los primeros que crearon en América un organismo de comunión y participación que ha dado —y sigue dando todavía— abundantes frutos. Me refiero al Secretariado Episcopal de América Central (SEDAC). Un espacio de comunión, de discernimiento y de compromiso que nutre, revitaliza y enriquece vuestras Iglesias. Pastores que supieron adelantarse y dar un signo que, lejos de ser un elemento solamente programático, indicó cómo el futuro de América Central —y de cualquier región en el mundo— pasa necesariamente por la lucidez y capacidad que se tenga para ampliar la mirada, unir esfuerzos en un trabajo paciente y generoso de escucha, comprensión, dedicación y entrega, y poder así discernir los horizontes nuevos a los que el Espíritu nos está llevando[1] (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235).

En estos 75 años desde su fundación, el SEDAC se ha esforzado por compartir las alegrías y tristezas, las luchas y esperanzas de los pueblos de Centroamérica, cuya historia se entrelazó y forjó con la historia de vuestra gente. Muchos hombres y mujeres, sacerdotes, consagrados, consagradas y laicos, han ofrecido su vida hasta derramar su sangre por mantener viva la voz profética de la Iglesia frente a la injusticia, el empobrecimiento de tantas personas y el abuso de poder. Ellos nos recuerdan que «quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 107). Y esto, no como limosna sino como vocación.
Entre esos frutos proféticos de la Iglesia en Centroamérica me alegra destacar la figura de san Óscar Romero, a quien tuve el privilegio de canonizar recientemente en el contexto del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes. Su vida y enseñanza son fuente constante de inspiración para nuestras Iglesias y, de modo particular, para nosotros obispos.
El lema que escogió para su escudo episcopal y que preside su lápida expresa de manera clara suprincipio inspirador y lo que fue su vida de pastor: “Sentir con la Iglesia”. Brújula que marcó su vida en fidelidad, incluso en los momentos más turbulentos.

Este es un legado que puede transformarse en testimonio activo y vivificante para nosotros, también llamados a la entrega martirial en el servicio cotidiano de nuestros pueblos, y en este legado me gustaría basarme para esta reflexión que quiero compartir con ustedes. Sé que entre nosotros hay personas que lo conocieron de primera mano —como el cardenal Rosa Chávez— así que, Eminencia, si considera que me equivoco con alguna apreciación me puede corregir. Apelar a la figura de Romero es apelar a la santidad y al carácter profético que vive en el ADN de vuestras Iglesias particulares.
Sentir con la Iglesia
1. Reconocimiento y gratitud
Cuando san Ignacio propone las reglas para sentir con la Iglesia busca ayudar al ejercitante a superar cualquier tipo de falsas dicotomías o antagonismos que reduzcan la vida del Espíritu a la habitual tentación de acomodar la Palabra de Dios al propio interés. Así posibilita al ejercitante la gracia de sentirse y saberse parte de un cuerpo apostólico más grande que él mismo y, a la vez, con la consciencia real de sus fuerzas y posibilidades: ni débil pero tampoco selectivo o temerario. Sentirse parte de un todo, que será siempre más que la suma de las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235) y que está hermanado por una Presencia que siempre lo superará (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 8).
De ahí que me gustaría centrar este primer Sentir con la Iglesia, de la mano de san Óscar, como acción de gracias y gratitud por tanto bien recibido, no merecido. Romero pudo sintonizar y aprender a vivir la Iglesia porque amaba entrañablemente a quien lo había engendrado en la fe. Sin este amor de entrañas será muy difícil comprender su historia y conversión, ya que fue este mismo amor el que lo guió hasta la entrega martirial; ese amor que nace de acoger un don totalmente gratuito, que no nos pertenece y que nos libera de toda pretensión y tentación de creernos sus propietarios o los únicos intérpretes. No hemos inventado la Iglesia, ella no nace con nosotros y seguirá sin nosotros. Tal actitud, lejos de abandonarnos a la desidia, despierta una insondable e inimaginable gratitud que lo nutre todo. El martirio no es sinónimo de pusilanimidad o de la actitud de alguien que no ama la vida y no sabe reconocer el valor que esta tiene. Al contrario, el mártir es aquel que es capaz de darle carne y hacer vida esta acción de gracias.

Romero sintió con la Iglesia porque, en primer lugar, amó a la Iglesia como madre que lo engendró en la fe y se sintió miembro y parte de ella.
2. Un amor con sabor a pueblo
Este amor, adhesión y gratitud, lo llevó a abrazar con pasión, pero también con dedicación y estudio, todo el aporte y renovación magisterial que el Concilio Vaticano II proponía. Allí encontraba la mano segura en el seguimiento de Cristo. No fue ideólogo ni ideológico; su actuar nació de una compenetración con los documentos conciliares. Iluminado desde este horizonte eclesial, sentir con la Iglesia es para Romero contemplarla como Pueblo de Dios. Porque el Señor no quiso salvarnos aisladamente sin conexión, sino que quiso constituir un pueblo que lo confesara en la verdad y lo sirviera santamente (cf. Const. dogm.Lumen gentium, 9). Todo un Pueblo que posee, custodia y celebra la «unción del Santo» (ibíd., 12) y ante el cual Romero se ponía a la escucha para no rechazar Su inspiración (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 16 julio 1978). Así nos muestra que el pastor, para buscar y encontrarse con el Señor, debe aprender y escucharlos latidos de su pueblo, percibir “el olor” de los hombres y mujeres de hoy hasta quedar impregnado desus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y 
angustias (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1) y así escudriñar la Palabra de Dios (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 13). Escucha del pueblo que le fue confiado, hasta respirar y descubrir a través de él la voluntad de Dios que nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para la familia, 4 octubre 2014). Sin dicotomías o falsos antagonismos, porque solo el amor de Dios es capaz de integrar todos nuestros amores en un mismo sentir y mirar.

Para él, en definitiva, sentir con la Iglesia es tomar parte en la gloria de la Iglesia, que es llevar en sus entrañas toda la kénosis de Cristo. En la Iglesia Cristo vive entre nosotros y por eso tiene que ser humilde y pobre, ya que una Iglesia altanera, una Iglesia llena de orgullo, una Iglesia autosuficiente, no es la Iglesia de la kénosis (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 1 octubre 1978).
3. Llevar en las entrañas la kénosis de Cristo
Esta no es solo la gloria de la Iglesia, sino también una vocación, una invitación para que sea nuestra gloria personal y camino de santidad. La kénosis de Cristo no es cosa del pasado sino garantía presente para sentir y descubrir su presencia actuante en la historia. Presencia que no podemos ni queremos callar porquesabemos y hemos experimentado que solo Él es “Camino, Verdad y Vida”. La kénosis de Cristo nosrecuerda que Dios salva en la historia, en la vida de cada hombre, que esta es también su propia historia y allí nos sale al encuentro (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 7 diciembre 1978). Es importante, hermanos, que no tengamos miedo de tocar y de acercarnos a las heridas de nuestra gente, que también son nuestras heridas, y esto hacerlo al estilo del Señor. El pastor no puede estar lejos del sufrimiento de su pueblo; es más, podríamos decir que el corazón del pastor se mide por su capacidad de dejarse conmover frente a tantas vidas dolidas y amenazadas. Hacerlo al estilo del Señor significa dejar que ese sufrimiento golpee y marque nuestras prioridades y nuestros gustos, el uso del tiempo y del dinero e incluso la forma de rezar, para poder ungirlo todo y a todos con el consuelo de la amistad de Jesucristo en una comunidad de fe que contenga y abra un horizonte siempre nuevo que dé sentido y 
esperanza a la vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). La kénosis de Cristo implica abandonar la virtualidad de la existencia y de los discursos para escuchar el ruido y la cantinela de gente real que nos desafía a crear lazos. Y permítanme decirlo: las redes sirven para crear vínculos pero no raíces, son incapaces de darnos pertenencia, de hacernos sentir parte de un mismo pueblo. Sin este sentir, todas nuestras palabras, reuniones, encuentros, escritos serán signo de una fe que no ha sabido acompañar la kénosis del Señor, una fe que se quedó a mitad de camino.

La kénosis de Cristo es joven
Esta Jornada Mundial de la Juventud es una oportunidad única para salir al encuentro y acercarse aún más a la realidad de nuestros jóvenes, llena de esperanzas y deseos, pero también hondamente marcada por tantas heridas. Con ellos podremos leer de modo renovado nuestra época y reconocer los signos de los tiempos porque, como afirmaron los padres sinodales, los jóvenes son uno de los “lugares teológicos” enlos que el Señor nos da a conocer algunas de sus expectativas y desafíos para construir el mañana (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 64). Con ellos podremos visualizar cómo hacer más visible y creíble el Evangelio en el mundo que nos toca vivir; ellos son como termómetro para saber dónde estamos como comunidad y sociedad.
Ellos portan consigo una inquietud que debemos valorar, respetar, acompañar, y que tanto bien nos hace a todos porque desinstala y nos recuerda que el pastor nunca deja de ser discípulo y está en camino. Esa sana inquietud nos pone en movimiento y nos primerea. Así lo recordaron los padres sinodales al decir: «los jóvenes, en ciertos aspectos, van por delante de los pastores» (ibíd., 66). Nos tiene que llenar de alegría comprobar cómo la siembra no ha caído en saco roto. Muchas de esas inquietudes e intuiciones han crecido en el seno familiar alimentadas por alguna abuela o catequista, o en la parroquia, en la pastoral educativa o juvenil. Inquietudes que crecieron en una escucha del Evangelio y en comunidades con fe viva y ferviente que encuentra tierra donde germinar. ¡Cómo no agradecer tener jóvenes inquietos por el Evangelio! Esta realidad nos estimula a un mayor compromiso para ayudarlos a crecer ofreciéndoles más y mejores espacios que los engendren al sueño de Dios. La Iglesia por naturaleza es Madre y como tal engendra e incuba vida protegiéndola de todo aquello que amenace su desarrollo. Gestación en libertad y para la libertad. Los exhorto pues, a promover programas y centros educativos que sepan acompañar, sostener y potenciar a susjóvenes; “róbenselos” a 
la calle antes de que sea la cultura de muerte la que, “vendiéndoles humo” y mágicassoluciones se apodere y aproveche de su imaginación. Y háganlo no con paternalismo, de arriba a abajo, porque eso no es lo que el Señor nos pide, sino como padres, como hermanos a hermanos. Ellos son rostro de Cristo para nosotros y a Cristo no podemos llegar de arriba a abajo, sino de abajo a arriba (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 2 septiembre 1979).

Son muchos los jóvenes que dolorosamente han sido seducidos con respuestas inmediatas que hipotecan la vida. Nos decían los padres sinodales: por constricción o falta de alternativas se encuentran sumergidos en situaciones altamente conflictivas y de no rápida solución: violencia doméstica, feminicidios—qué plaga que vive nuestro continente en este sentido—, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, explotación sexual de menores y de no tan menores, etc., y duele constatar que en la raíz de muchas de estas situaciones se encuentra una experiencia de orfandad fruto de una cultura y una sociedad que se fue “desmadrando”. Hogares resquebrajados tantas veces por un sistema económico que no tiene comoprioridad las personas y el bien común y que hizo de la especulación “su paraíso” desde donde seguir “engordando” sin importar a costa de quién. Así nuestros jóvenes sin hogar, sin familia, sin comunidad, sinpertenencia, quedan a la intemperie del primer estafador.
No nos olvidemos que «el verdadero dolor que sale del hombre, pertenece en primer lugar a Dios» (Georges Bernanos, Diario de un cura rural, 74). No separemos lo que Él ha querido unir en su Hijo.
El mañana exige respetar el presente dignificando y empeñándose en valorar las culturas de vuestros pueblos. En esto también se juega la dignidad: en la autoestima cultural. Vuestros pueblos no son el “patio trasero” de la sociedad ni de nadie. Tienen una historia rica que ha de ser asumida, valorada y alentada. Lassemillas del Reino fueron plantadas en estas tierras. Estamos obligados a reconocerlas, cuidarlas y custodiarlas para que nada de lo bueno que Dios plantó se seque por intereses espurios que por doquier siembran corrupción y crecen con la expoliación de lo más pobres. Cuidar las raíces es cuidar el ricopatrimonio histórico, cultural y espiritual que esta tierra durante siglos ha sabido “mestizar”. Empéñense ylevanten la voz contra la desertificación cultural y espiritual de vuestros pueblos, que provoca una indigencia radical ya que deja sin esa indispensable inmunidad vital que sostiene la dignidad en los momentos de mayor dificultad.

En la última carta pastoral, ustedes afirmaban: «Últimamente nuestra región ha sido impactada por la migración hecha de manera nueva, por ser masiva y organizada, y que ha puesto en evidencia los motivos que hacen una migración forzada y los peligros que conlleva para la dignidad de la persona humana» (SEDAC, Mensaje al Pueblo de Dios y a todas las personas de buena voluntad, 30 noviembre 2018).
Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien mayor para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor. En estono basta solo la denuncia, sino que debemos anunciar concretamente una “buena noticia”. La Iglesia,gracias a su universalidad, puede ofrecer esa hospitalidad fraterna y acogedora para que las comunidades de origen y las de destino dialoguen y contribuyan a superar miedos y recelos, y consoliden los lazos que las migraciones, en el imaginario colectivo, amenazan con romper. “Acoger, proteger, promover e integrar”pueden ser los cuatro verbos con los que la Iglesia, en esta situación migratoria, conjugue su maternidad en el hoy de la historia (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 147).
Todos los esfuerzos que puedan realizar tendiendo puentes entre comunidades eclesiales, parroquiales, diocesanas, así como por medio de las Conferencias Episcopales serán un gesto profético de la Iglesia que en Cristo es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Const. dogm. Lumen gentium, 1). Así la tentación de quedarnos en la sola denuncia se disipa y se hace anuncio de la Vida nueva que el Señor nos regala.

Recordemos la exhortación de san Juan: «Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,17-18).
Todas estas situaciones plantean preguntas, son situaciones que nos llaman a la conversión, a la solidaridad y a una acción educativa incisiva en nuestras comunidades. No podemos quedar indiferentes (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 41-44). El mundo descarta, lo sabemos y padecemos; la kénosis de Cristo no, la hemos experimentado y la seguimos experimentando en propia carne por el perdón y la conversión. Esta tensión nos obliga a preguntarnos continuamente: ¿dónde queremos pararnos?
La kénosis de Cristo es sacerdotal
Es conocida la amistad y el impacto que generó el asesinato del P. Rutilio Grande en la vida de Mons. Romero. Fue un acontecimiento que marcó a fuego su corazón de hombre, sacerdote y pastor. Romero no era un administrador de recursos humanos, no gestionaba personas ni organizaciones, sentía con amor de padre, amigo y hermano. Una vara un poco alta, pero vara al fin para evaluar nuestro corazón episcopal, una vara ante la cual podemos preguntarnos: ¿Cuánto me afecta la vida de mis curas? ¿Cuánto soy capaz de dejarme impactar por lo que viven, por llorar sus dolores, así como festejar y alegrarme con sus alegrías? El funcionalismo y clericalismo eclesial —tan tristemente extendido, que representa una caricatura y una perversión del ministerio— empieza a medirse por estas preguntas. No es cuestión de cambios de estilos, maneras o lenguajes —todo importante ciertamente— sino sobre todo es cuestión de impacto y capacidad de que nuestras agendas episcopales tengan espacio para recibir, acompañar y sostener a nuestros curas, tengan “espacio real” para ocuparnos de ellos. Eso hace de nosotros padres fecundos.
En ellos normalmente recae de modo especial la responsabilidad de que este pueblo sea el pueblo de Dios. Están en la línea de fuego. Ellos llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12), están expuestos a un sinfín de situaciones diarias que los pueden dejar más vulnerables y, por tanto, necesitan también de nuestra cercanía, de nuestra comprensión y aliento, de nuestra paternidad. El resultado del trabajo pastoral, la evangelización en la Iglesia y la misión no se basa en la riqueza de los medios y recursos materiales, ni en la cantidad de eventos o actividades que realicemos sino en la centralidad de la compasión: uno de los grandes distintivos que como Iglesia podemos ofrecer a nuestros hermanos. La kénosis de Cristo es la expresión máxima de la compasión del Padre. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de la compasión, y eso empieza por casa. Siempre es bueno preguntarnos como 
pastores: ¿Cuánto impacta en mí la vida de mis sacerdotes? ¿Soy capaz de ser padre o me consuelo con ser mero ejecutor? ¿Me dejo incomodar? Recuerdo las palabras de Benedicto XVI al inicio de su pontificado hablándole a sus compatriotas: «Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad con Él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica» (Benedicto XVI, Discurso a los peregrinos alemanes, 25 abril 2005).

Sabemos que nuestra labor, en las visitas y encuentros que realizamos ―sobre todo en las parroquias― tiene una dimensión y componente administrativo que es necesario desarrollar. Asegurar quese haga sí, pero eso no es ni será sinónimo de que seamos nosotros quienes tengamos que utilizar el escasotiempo en tareas administrativas. En las visitas, lo fundamental y lo que no podemos delegar es “el oído”.Hay muchas cosas que hacemos a diario que deberíamos confiarlas a otros. Lo que no podemos encomendar, en cambio, es la capacidad de escuchar, la capacidad de seguir la salud y vida de nuestros sacerdotes. No podemos delegar en otros la puerta abierta para ellos. Puerta abierta que cree condiciones que posibiliten la confianza más que el miedo, la sinceridad más que la hipocresía, el intercambio franco y respetuoso más que el monólogo disciplinador.
Recuerdo esas palabras de Rosmini: «No hay duda de que solo los grandes hombres pueden formara otros grandes hombres […]. En los primeros siglos, la casa del obispo era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su prelado, resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en asiduas ocupaciones pastorales. Y así se veía crecer a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros» (Antonio Rosmini, Las cinco llagas de la santa Iglesia, 63).
Es importante que el cura encuentre al padre, al pastor en el que “mirarse” y no al administrador que quiere “pasar revista de las tropas”. Es fundamental que, con todas las cosas en las que discrepamos einclusive los desacuerdos y discusiones que puedan existir (y es normal y esperable que existan), los curas perciban en el obispo a un hombre capaz de jugarse y dar la cara por ellos, de sacarlos adelante y ser mano tendida cuando están empantanados. Un hombre de discernimiento que sepa orientar y encontrar caminos concretos y transitables en las distintas encrucijadas de cada historia personal.
La palabra autoridad etimológicamente viene de la raíz latina augere que significa aumentar, promover, hacer progresar. La autoridad en el pastor radica especialmente en ayudar a crecer, en promover a sus presbíteros, más que en promoverse a sí mismo —eso lo hace un solterón—. La alegría del padre/pastor es ver que sus hijos crecieron y fueron fecundos. Hermanos, que esa sea nuestra autoridad y el signo de nuestra fecundidad.
La kénosis de Cristo es pobre
Hermanos, sentir con la Iglesia es sentir con el pueblo fiel, el pueblo sufriente y esperanzador de Dios. Es saber que nuestra identidad ministerial nace y se entiende a la luz de esta pertenencia única y constituyente de nuestro ser. En este sentido quisiera recordar con ustedes lo que san Ignacio nos escribía a los jesuitas: «la pobreza es madre y muro», engendra y contiene. Madre porque nos invita a la fecundidad, a la generatividad, a la capacidad de donación que sería imposible en un corazón avaro o que busca acumular. Y muro porque nos protege de una de las tentaciones más sutiles que enfrentamos losconsagrados, la mundanidad espiritual: ese revestir de valores religiosos y “piadosos” el afán de poder yprotagonismo, la vanidad e incluso el orgullo y la soberbia. Muro y madre que nos ayuden a ser una Iglesia que sea cada vez más libre porque está centrada en la kénosis de su Señor. Una Iglesia que no quiere que su fuerza esté —como decía Mons. Romero— en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se desprende con nobleza para caminar únicamente tomada de los brazos del crucificado, que es su verdadera fortaleza. Y esto se traduce en signos concretos y evidentes, esto nos cuestiona e impulsa a un examen de conciencia sobre nuestras opciones y prioridades en el uso de los recursos, influencias y posicionamientos. La pobreza es madre y muro porque custodia nuestro corazón para que no se deslice en concesiones y compromisos que debilitan la libertad y parresía a la que el Señor nos llama.
Hermanos, antes de terminar pongámonos bajo el manto de la Virgen, recemos juntos para que ella custodie nuestro corazón de pastores y nos ayude a servir mejor al Cuerpo de su Hijo, el santo Pueblo fiel de Dios que camina, vive y reza aquí en Centroamérica.
Que Jesús los bendiga y la Virgen María los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Muchas gracias.
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[1] Quiero hacer presente la memoria de pastores que, movidos por su celo pastoral y su amor a la Iglesia, dieron vida a este organismo eclesial, como Monseñor Luis Chávez y González, arzobispo de San Salvador, y Monseñor Víctor Sanabria, arzobispo de San José de Costa Rica, entre otros.