12/31/22

“María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón”

 Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

Evangelio (Lc 2,16-21)

Y fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño.

Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.

Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho.

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno.

Comentario

Ser madre siempre es un plan de Dios. Pero ser la Madre de Dios estaba pensado solo para una mujer en la historia, María de Nazaret.

El evangelio de hoy nos revela algo sobre el misterio de la maternidad divina de María. No sabemos cómo Jesús fue concebido materialmente, como actuó el Espíritu Santo, pero sabemos cómo Jesús entendía lo que suponía ser su Madre: “Quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Así el Hijo de Dios aclara que María es su Madre más por ser dócil al querer de Dios que por todas las tareas naturales de una madre.

Y ¿qué hace quien hace la voluntad de Dios? En los acontecimientos de la Navidad muchos oyen palabras divinas, como los pastores el anuncio de los ángeles o Zacarías la predicción de Gabriel, pero María hace algo más, ella “guarda todas estas cosas y las pondera en su corazón”. Se trata de una actitud que encontramos otras veces en María (cf. Lc 2,51).

Algunos artistas representan la escena de la anunciación como la Palabra de Dios que entra en el oído de María. Durante siglos en la antigüedad y la Edad Media tuvo especial difusión la creencia que la Virgen habría concebido a Jesucristo por el oído.

Esta actitud específica de nuestra Madre nos invita a renovar el deseo, al principio de un nuevo año, de acercarnos a la Palabra como algo que genera vida divina en nosotros y a nuestro alrededor. A veces será una frase de una lectura de la Misa, otras veces un salmo o un versículo del Evangelio leído antes de ir a la cama.

Una vez, a una mujer que escuchaba a Jesus le brotó del corazón una alabanza al vientre que le había llevado, pero el Maestro había replicado: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28).

Si intentamos escuchar con atención lo que Dios nos dice y lo ponemos por obra, nos llenaremos de maravilla como los pastores y toda nuestra vida será para la gloria de Dios.

Fuente: opusdei.org

Fin de era

 Juan Manuel de Prada

«Quitad lo sobrenatural y no os quedará lo natural –nos advertía Chesterton–, sino lo antinatural»

A estas alturas de la película, resulta incontestable que nos aproximamos vertiginosamente al final de una era. No entraremos a enumerar los signos 'materiales' que lo delatan, que han adquirido densidad de enjambre y cualquier observador atento puede detectar por doquier; probaremos, por el contrario, a esbozar el fondo espiritual que los alimenta.

Nuestra época es la fase terminal de un largo período histórico –podríamos remontarlo, incluso, hasta el Renacimiento, aunque seguramente sea más 'manejable' hacerlo tan sólo hasta las revoluciones– caracterizado por una autoafirmación prometeica del hombre, que primero se disfrazó con las galas del 'humanismo', luego salió del armario convertido en 'iluminismo' y acabó en eufórico endiosamiento humano, antes de despeñarse y venir a parar a las fosas en que nos hallamos postrados. Todo este proceso prometía fortalecer al hombre occidental, pero el desenvolvimiento paradójico de la Historia nos ha mostrado que a la postre sólo ha logrado debilitarlo. Si en los albores de esta era el ser humano caminaba lleno de confianza en sí mismo, seguro de que sus potencias creadoras no tenían fronteras ni límites, en sus estertores se arrastra abatido y con la fe en sus propias fuerzas hecha añicos.

Aquella autoafirmación prometeica exigió una ruptura con el centro espiritual de la vida; y, al consumarla, el hombre occidental se quedó descentrado, se desligó del fondo que nutría y arraigaba su existencia y buscó otros centros engañosos en la superficie. Pero no se puede prescindir impunemente del centro que da fondo y peso a la vida: «Quitad lo sobrenatural y no os quedará lo natural –nos advertía Chesterton–, sino lo antinatural». Desarraigado de su centro espiritual, el hombre occidental se creyó sin embargo 'liberado', dueño al fin de su destino, capaz de ascender hasta cumbres hasta entonces inconcebibles; pero, una vez alcanzadas esas cumbres –materializadas en el progreso técnico, científico, político, etcétera–, el hombre occidental ha descubierto que lo gangrena un vacío horrendo. Y busca culpables rabioso, busca morfinas diversas que anestesien esa gangrena, sin aceptar que es la confianza insensata en sí mismo quien lo arrastra irremediablemente a la caída, porque ha renegado de las fuentes de la vida. Despojado de su centro, el hombre occidental diseña una vida que es pura fantasmagoría, búsqueda incesante de bienes ilusorios. Pero todo resulta tan estéril como el pataleo de un escarabajo panza arriba. El hombre occidental ha extraviado el centro de su vida, no siente profundidad bajo sus pies ni sobre su cabeza, vive en un mundo fatalmente bidimensional.

Aquella autoafirmación prometeica desarrolló hasta el paroxismo el individualismo exento de base espiritual. Pero ese individualismo aparentemente 'empoderante' ha privado de forma y consistencia nuestra personalidad, hasta aniquilarla por completo, convirtiéndonos en guiñapos. Es una ley biológica infalible que la existencia humana es fuerte y floreciente cuando afirma los vínculos comunitarios y sobrenaturales; y paralítica, vacía, marchita desde el instante que los niega. El hombre occidental, en su existencia terrenal limitada, no es capaz de crear nada verdaderamente imperecedero; necesita abrirse a otra existencia ilimitada. Cuando se conforma con su existencia limitada, su energía creadora se vuelca en la satisfacción de sí mismo, se vuelve vana y superficial. Sólo el hombre espiritual puede ser un verdadero creador, ahondando sus raíces en la vida eterna. A este fin de era, después de cegar las potencias espirituales del hombre, después de un quebrantamiento tan radical de la identidad humana, no le sucederá un nuevo Renacimiento. Las potencias creadoras del ser humano no pueden ser regeneradas, ni la identidad del hombre restablecida, sino a través de una recuperación de los orígenes espirituales.

No dudo que a algunos, aferrados al cadáver de esta era moribunda, estos planteamientos se les antojarán 'reaccionarios'. Pero estas etiquetas han perdido todo significado para el tiempo presente y, con mayor motivo, para el porvenir. Todos los términos, todas las nociones deben ser tomadas en un sentido renovado, más profundo y ontológico. Se aproxima el tiempo en que se planteará para todos la cuestión de si el 'progreso' fue un verdadero progreso o si, por el contrario, fue una 'reacción' siniestra contra las auténticas bases de la vida. Apelar a una cristalización de los errores consagrados en esta era moribunda equivale a atarse a un cadáver que se descompone.

Fuente: religionenlibertad.com

12/30/22

Navidad: el amor, norma suprema de la vida humana

Juan Moya


Hay que reconocer que el nivel que Dios nos pide es muy alto, porque no se trata solo de amar a los que nos aman… Se trata, además, de “amar a los enemigos”, a los que nos consideren sus enemigos

Estamos en Navidad…, una ocasión muy buena para llenarnos de esperanza y confiar en que, en medio de los problemas sociales y morales que nos rodean, sin embargo, un mundo mejor es posible, si nos dejamos llenar del amor del Niño Dios con el que Él nos ama.

Ese es el motivo por el que viene el mundo. Como dice San Juan, Dios es amor (1Jn 4, 7-8), y se nos manifiesta haciéndose hombre igual a nosotros menos en el pecado, sin dejar de ser Dios. Viene para salvarnos, asumiendo todas las circunstancias humanas por las que podamos pasar los hombres, por duras, difíciles e injustas que sean, para hacerlas suyas y redimirlas pagando con su propia vida el precio que nosotros merecíamos por nuestras infidelidades y pecados.

Su amor le lleva a hacernos partícipes de su misma vida a través de la gracia que recibimos en los sacramentos, y nos enseña el programa esencial de vida que debemos seguir, la norma suprema de nuestra vida, la señal que ha de distinguirnos como cristianos: “que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34-35).

Podríamos tener muchas cosas materiales, conocimientos de muy diversas materias, ser expertos en tales o cuales áreas, conseguir una influencia social determinada…, e incluso esas grandes cualidades de las que habla San Pablo (conocimiento de las lenguas y los secretos del saber, el don de profecía, desprendimiento de los bienes y una fe que mueva montañas), si nos faltara la capacidad real de amar con obras, a Dios y a nuestros hermanos los hombres, “si no tengo amor de nada me serviría”(1Co 13, 1-7). Tal vez serían útiles para logros meramente humanos, temporales, pero no para la felicidad, la unión con Dios, hacer el bien a los demás y alcanzar la vida eterna.

Imaginemos un mundo en el que los hombres, y especialmente los cristianos, nos decidiéramos a vivir así. Ese mundo es posible, no es una utopía o un sueño irrealizable. Es posible porque Dios no pide imposibles a los hombres, y además lo que nos pide es siempre lo mejor para nosotros, aunque se requiere empeño en conseguirlo, poniendo los medios adecuados, humanos y sobrenaturales: es decir, el ejercicio de las virtudes y contar con la gracia de Dios. Ciertamente las consecuencias del pecado original y nuestras debilidades y fallos personales son un obstáculo. Y también la siembra de cizaña que Dios permite que el diablo y sus aliados difundan por el mundo (ideologías materialistas y ateas, que ignoran o niegan la dignidad del hombre, al que pretenden manipular y esclavizar). Pero Dios puede más, y no permitirá que en la lucha para alcanzar nuestro fin nos encontremos solos: El, de modos muy diversos, está siempre a nuestro lado, si queremos “verlo”, “sentirlo”, Y cuando nos parezca que no podemos, que nos faltan las fuerzas, nos dirá como a San Pablo: “te basta mi gracia” (2Co 12, 9-10), y con gran seguridad y confianza estaremos convencidos de que “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 3, 13).

Hay que reconocer que el nivel que Dios nos pide es muy alto, porque no se trata solo de amar a los que nos aman; “también los pecadores aman a los que los aman”. Se trata, además, de “amar a los enemigos”, a los que nos consideren sus enemigos. En definitiva: “tratad a los demás como queréis que ellos os traten” (Lc 6, 27.31-32).

Decíamos que no es fácil pero tampoco imposible: lo vivió el Señor perdonando desde la Cruz a los que le crucificaban. Y lo que Él ha vivido en cuanto hombre, en su humanidad santísima, podemos vivirlo nosotros. Ya decía San Ireneo de Lyon que “el Hijo de Dios (se hizo) Hijo del hombre para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1. Catecismo de la Iglesia, n. 460).

Si somos capaces de vivir así en todos los ámbitos de las relaciones humanas, empezando por la propia familia, el mundo, ¡qué duda cabe!, sería muy distinto. Llevamos veinte siglos, y quedan muchos frentes por impregnar con las enseñanzas de Jesucristo. Pero si cada uno procuramos vivir así, aún con fallos, habremos dado un paso al frente. La Navidad es, sin duda, un buen momento para empezar de nuevo. ¡Feliz Navidad!

Fuente: elconfidencialdigital.com


12/29/22

CARTA APOSTÓLICA TOTUM AMORIS EST



DEL SANTO PADRE FRANCISCO
IV CENTENARIO  DE S. FRANCISCO DE SALES


«Todo pertenece al amor» [1]. En estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada por san Francisco de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622, en Lyon. Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido obispo y príncipe “exiliado” de Ginebra. Había llegado a Lyon después de su última misión diplomática. El duque de Saboya le había pedido que acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón. Juntos habrían rendido homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo el valle del Ródano, luego de una victoriosa campaña militar en el sur de Francia. Cansado y con la salud deteriorada, Francisco se había puesto en camino por puro espíritu de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio que yo haga este viaje, tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para eximirme de él; pero, si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré atrás, sino que iré o me haré arrastrar» [2]. Este era su carácter. Finalmente, cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las Visitandinas, en la casa del jardinero, para no causar demasiadas molestias y, al mismo tiempo, ser más libre para encontrarse con quien lo necesitara.

Poco impresionado desde hacía bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte» [3], también había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en una sucesión de compromisos: confesiones, coloquios, conferencias, predicaciones y las últimas, infaltables, cartas de amistad espiritual. La razón profunda de este estilo de vida lleno de Dios se le había hecho cada vez más nítida a lo largo del tiempo, y él la había formulado con sencillez y precisión en su célebre Tratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre fija con alguna atención su pensamiento en la consideración de la divinidad, siente cierta dulce emoción en su corazón, que muestra que Dios es Dios del corazón humano» [4]. Es la síntesis de su pensamiento. La experiencia de Dios es una evidencia del corazón humano. Esta no es una construcción mental, más bien es un reconocimiento lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la manifestación de Dios. En el corazón y por medio del corazón es donde se realiza ese sutil e intenso proceso unitario en virtud del cual el hombre reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí mismo, su propio origen y profundidad, su propia realización en la llamada al amor. Descubre que la fe no es un movimiento ciego, sino sobre todo una disposición del corazón. A través de ella el hombre confía en una verdad que se presenta a la conciencia como una “dulce emoción”, capaz de suscitar un correspondiente e irrenunciable bien-querer por cada realidad creada, como a él le gustaba decir.

A esta luz se comprende cómo para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde encontrar a Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo. Lo había aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina atención y escrutando el corazón humano.

En el último encuentro de esos días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad habitada por Dios, había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que posteriormente había querido que fuera sellada su memoria: «He resumido todo en estas dos palabras, cuando os he dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo más que deciros» [5]. Sin embargo, no se trataba de un ejercicio de mero voluntarismo, «una voluntad sin humildad» [6], aquella sutil tentación del camino hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las propias fuerzas, con la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, «que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor» [7]. Mucho menos se trataba de un mero quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin historia [8]. Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del Hijo encarnado. Era el 26 de diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al Niño Jesús en el pesebre? Acepta todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre permite le suceda. No está escrito que haya extendido alguna vez sus manos a los pechos de su Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y previsión, sin rehusar los pequeños alivios que ella le daba. Del mismo modo nosotros no debemos desear ni rehusar nada, sino aceptar igualmente todo lo que la Providencia de Dios permita que nos suceda, el frío y las inclemencias del tiempo» [9]. Es conmovedora su atención en reconocer el cuidado de lo que es humano como indispensable. En la escuela de la encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con confianza.

El criterio del amor

Por medio de la experiencia había reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual verdadera y, al mismo tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso, recogiendo a manos llenas de la tradición espiritual que lo había precedido, había comprendido la importancia de poner constantemente a prueba el deseo, mediante un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio último para su evaluación lo había redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en la fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El amor es lo que da valor a nuestras obras. Os digo más aún: una persona que sufre el martirio por Dios con una onza de amor, merece mucho, pues la vida es lo más que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un golpe con dos onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan el valor a nuestras obras» [10].

Con sorprendente concreción había continuado ilustrando la difícil relación entre contemplación y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que la acción y la vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces es mejor que aquella. Si una hermana que está en la cocina manejando la sartén junto al fuego tiene más amor y caridad que otra, el fuego material no le quitará el mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con bastante frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad. En fin, vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor» [11]. Esta es la verdadera pregunta que disipa instantáneamente toda rigidez inútil o todo repliegue sobre sí mismo: interrogarse en todo momento, en toda decisión, en toda circunstancia de la vida dónde reside el mayor amor. No es casualidad que san Francisco de Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor divino» [12], no fue sólo porque escribió un magnífico Tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar como una teoría redactada en un escritorio, lejos de las preocupaciones del hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una escucha atenta de la experiencia. Él no hizo más que transformar en doctrina lo que vivía y leía en su singular e innovadora acción pastoral, gracias a una agudeza iluminada por el Espíritu. Una síntesis de este modo de proceder se encuentra en el Prólogo del mismo Tratado del amor de Dios: «Todo en la Iglesia es para el amor, en el amor, por el amor y del amor» [13].

Los años de la primera formación: la aventura de conocerse en Dios

Nació el 21 de agosto de 1567, en el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de Nouvelles, señor de Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las corrientes místicas» [14].

Después de la formación cultural inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y después en el de Annecy, llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había sido fundado recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por las guerras de religión, experimentó en poco tiempo dos crisis interiores consecutivas, que marcaron su vida de modo indeleble. Esa ardiente oración hecha en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen Negra de París, en medio de la oscuridad, le encenderá en el corazón una llama que permanecerá viva en él para siempre, como clave de lectura de su propia experiencia y de la de otros. «Señor, tú que tienes todo en tus manos y cuyos caminos son justicia y verdad, cualquier cosa que suceda, […] yo te amaré, Señor […], te amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y siempre cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre serás mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivientes» [15].

Eso había escrito en su cuaderno, recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus inquietudes y sus interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular camino de acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a escuchar la vida de los demás y a reconocer, con fino discernimiento, la actitud interior que une el pensamiento al sentimiento, la razón a los afectos, y que de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios del corazón humano”. Por este camino Francisco no corrió el peligro de atribuir un valor teórico a la propia experiencia personal, absolutizándola, sino que aprendió algo extraordinario, fruto de la gracia: a leer en Dios lo vivido por él y por los demás.

Aunque nunca haya pretendido elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su reflexión sobre la vida espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los rasgos esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar dos dimensiones constitutivas. La primera es precisamente la vida espiritual, porque es en la oración humilde y perseverante, en la apertura al Espíritu Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al Verbo de Dios. Los teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión es la vida eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha visto afectada por la cultura individualista, pero el teólogo cristiano elabora su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo en ella el pan de la Palabra [16]. La reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre las escuelas de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos rasgos constitutivos.

El descubrimiento de un mundo nuevo

Cuando finalizó los estudios humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de Padua. Al regresar a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no obstante las resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593. En los primeros días de septiembre del año siguiente, por invitación del obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la difícil misión en el Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había pasado nuevamente a estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años intensos y dramáticos. Aquí descubrió, junto con alguna rígida intransigencia que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y hombre de diálogo. Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como las famosas “hojas volantes”, que se colgaban en todas partes e incluso se deslizaban debajo de las puertas de las casas.

En 1602 regresó a París, ocupado en llevar adelante una delicada misión diplomática, en nombre del mismo Granier y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después de la enésima modificación del cuadro político-religioso del territorio de la diócesis de Ginebra. A pesar de la buena disposición por parte del rey de Francia, la misión fracasó. Él mismo escribió al Papa Clemente VIII:  «Después de nueve meses, me vi obligado a dar marcha atrás sin haber concluido casi nada» [17]. Sin embargo, aquella misión se reveló para él y para la Iglesia de una riqueza inesperada bajo el perfil humano, cultural y religioso. En el tiempo libre que los negociados diplomáticos le concedían, Francisco predicó ante la presencia del rey y de la corte de Francia, estableció relaciones importantes y, sobre todo, se sumergió totalmente en la prodigiosa primavera espiritual y cultural de la moderna capital del Reino.

Allí todo había cambiado y estaba cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por los grandes problemas que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de observarlos, como por la sorprendente demanda de espiritualidad que había nacido y las cuestiones inéditas que esta planteaba. En pocas palabras, percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario responder con lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que encontraba cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la París devastada por las guerras de religión, que había visto en sus años de formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios del Chablais. Era una realidad inesperada: una multitud «de santos, de verdaderos santos, numerosos y que estaban en todas partes» [18]. Eran hombres y mujeres de cultura, profesores de la Sorbona, representantes de las instituciones, príncipes y princesas, siervos y siervas, religiosos y religiosas. Un mundo que estaba sediento de Dios.

Conocer a esas personas y tomar conciencia de sus interrogantes fue una de las circunstancias providenciales más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e infructuosos se transformaron en una escuela incomparable para leer los estados de ánimo de esa época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable controversista se estaba transformando, por la gracia, en un fino intérprete del tiempo y extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las grandes obras (Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios), la infinidad de cartas de amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros de los conventos y los monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y mujeres de la corte y a la gente común, el encuentro con Juana Francisca de Chantal y la misma fundación de la Visitación en 1610 resultarían incomprensibles sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de ese modo una síntesis fecunda, de la que derivaba la intuición de un método auténtico, maduro y listo para una cosecha duradera y prometedora.

En una de las primeras cartas de dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió a una de las comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un “método suyo”, que se diferenciaba de los demás, con vistas a una verdadera reforma. Un método que renunciaba a la severidad y confiaba plenamente en la dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante sus debilidades: «Me viene la duda de que a vuestra reforma también se pueda oponer otro impedimento: tal vez aquellos que os la han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza. […] Yo alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con respecto a espíritus nobles y bien educados como los vuestros. Creo que sea mejor limitarse a mostrarles el mal y a poner el bisturí en sus manos para que ellos mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la reforma que necesitáis» [19]. En estas palabras se trasluce esa mirada que ha hecho célebre el optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente en la historia de la espiritualidad y que ha florecido sucesivamente, como en el caso de don Bosco dos siglos después.

Cuando regresó a Annecy, fue ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de su ministerio episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores resulta inmenso. «Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del concilio de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación» [20]. Sobre todo, fue intérprete del cambio de época y guía de las almas en un tiempo que tenía sed de Dios de un modo nuevo.

La caridad hace todo por sus hijos

Entre 1620 y 1621, es decir, ya al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su diócesis unas palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a secundar su deseo de dedicarse a la escritura de textos originales, que lograran interceptar los nuevos interrogantes, intuyendo en ellos las necesidades. «Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo cada día de los estados de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente que la divina Bondad inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto de este pobre mundo» [21]. La razón de este estímulo la encontraba en la propia visión del tiempo: «El mundo se está volviendo tan delicado, que dentro de poco nadie se atreverá más a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus llagas, sino con cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y, en definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos» [22]. No era algo que se daba por sentado, ni mucho menos una rendición final frente a una derrota. Se trataba, más bien, de la intuición de un cambio que estaba en curso y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender cómo poder habitarlo.

La misma conciencia, además, la había madurado y expresado en el Prólogo, al introducir el Tratado del amor de Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en estos tiempos, y además debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición de los tiempos en que se escribe» [23]. Rogando, asimismo, la benevolencia del lector, afirmaba: «Y si encontrares el estilo un poco diferente del que he usado escribiendo a Filotea, y ambos muy diversos del que empleé en la Defensa de la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden y se olvidan muchas cosas; que el lenguaje de la guerra no es igual que el de la paz, y que de una manera se habla a los muchachos principiantes y de otra a los viejos compañeros» [24]. Pero, frente a este cambio, ¿por dónde comenzar? No lejos de la misma historia de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de su Tratado: «Mi pensamiento ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios ni aderezos de estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia, operaciones, propiedades, beneficios y excelencias del amor divino» [25].

Las preguntas de un cambio de época

En la memoria del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he preguntado sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y también por la profundización constante de sus vivencias, había tenido la nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición.

Es lo que también nos espera como tarea esencial para este cambio de época: una Iglesia no autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de compartir la vida de la gente, de caminar juntos, de escuchar y de acoger [26]. Es lo que realizó Francisco de Sales leyendo su época con ayuda de la gracia. Por eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos más bien cuáles son las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de nuestro pueblo [27]. Por tanto, releer algunas de sus decisiones cruciales es importante también hoy, para vivir el cambio con sabiduría evangélica.

La brisa y las alas

La primera de dichas decisiones fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su condición específica, la feliz relación entre Dios y el ser humano. En definitiva, la razón última y el objetivo concreto del Tratado era precisamente ilustrar a los contemporáneos el encanto del amor de Dios. «¿Cuáles son —se preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?» [28]. Partiendo sugestivamente del texto de Oseas 11,4 [29], definía tales medios ordinarios como «lazos de humanidad, o de caridad y amistad». «No cabe duda —escribía— de que Dios no nos atrae con cadenas de hierro, como a los toros y a los búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y santas inspiraciones, que son los lazos de Adán y de la humanidad, es decir, los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente está dotado de libertad» [30]. Es a través de estos lazos que Dios ha sacado a su pueblo de la esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la mano, como hace un papá o una mamá con el propio hijo. Por consiguiente, ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria, ninguna violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la libertad del hombre. «La gracia —proseguía, pensando ciertamente en tantas historias de vida que había conocido— tiene fuerza, no para obligar, sino para atraer el corazón; ejerce una santa violencia, no para vulnerar, sino para enamorar nuestra libertad; obra fuertemente, mas con suavidad tan admirable, que nuestra voluntad no queda agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona, pero no sofoca nuestra libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos consentir o resistir a sus impulsos, según nos place» [31].

Poco antes había bosquejado dicha relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”: «Hay cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama “ápodos”, esto es, sin pies, porque, teniendo las piernas extremadamente cortas y los pies sin fuerza, no les sirven más que si realmente no los tuvieran. Por donde sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como clavados en ella, sin que puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose valer de sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso y lanzarse de nuevo al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir, si el viento propicio a su impotencia, soplando fuertemente sobre la faz de la tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con otras cosas; porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y primer vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles, impeliéndoles cada vez más a volar» [32]. Así es el hombre: hecho por Dios para volar y desplegar todas sus potencialidades en la llamada al amor, corre el riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo cuando cae a tierra y no acepta volver a abrir las alas a la brisa del Espíritu.

Esta es, pues, la “forma” a través de la cual la gracia de Dios se concede a los hombres: la de los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La fuerza de Dios no deja de ser absolutamente capaz de restablecer el vuelo y, sin embargo, su dulzura hace que la libertad de consentimiento no sea violada o inútil. Corresponde al hombre levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo haya tocado para despertarlo, sin él, esta no quiere que el hombre se levante sin su consentimiento. De esa manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos previenen, y antes de que hayamos pensado en ellas, experimentamos su presencia, mas después de haberlas sentido, a nosotros toca consentir, secundándolas y siguiendo sus impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se hacen sentir en nosotros y sin nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin nosotros» [33]. Por lo tanto, la relación con Dios se trata siempre de una experiencia de gratuidad que manifiesta la profundidad del amor del Padre.

Ahora bien, esta gracia nunca hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que estamos precedidos radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste precisamente en haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de cooperar en su propia realización, desplegando con confianza las propias alas a la brisa de Dios. Aquí vemos un aspecto importante de nuestra vocación humana: «El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis es ser fecundos. La humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y dominar la creación en el sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces, el futuro no depende de un mecanismo invisible en el que los humanos son espectadores pasivos. No, somos protagonistas, somos —forzando la palabra— cocreadores» [34]. Francisco de Sales lo comprendió bien y trató de transmitirlo en su ministerio de guía espiritual.

La verdadera devoción

Una segunda y gran decisión crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la devoción. También en este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos interrogantes, tal como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular requieren que sean comprendidos y revitalizados también hoy. El primero se refiere a la idea misma de devoción, el segundo, a su carácter universal y popular. Indicar, ante todo, qué se entiende por devoción es la primera consideración que encontramos al comienzo de Filotea: «Es necesario que conozcas, desde el principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues son numerosas las devociones falsas e inútiles y sólo hay una verdadera, que, si no la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a seguir alguna devoción inconveniente y supersticiosa» [35].

La descripción de Francisco de Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil reconocernos, es amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de sano sentido del humor: «El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos. Aquel perdonará a sus enemigos, pero no saldará sus deudas si no es apremiado por la justicia» [36]. Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy, por lo que el santo concluye: «Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera merecen» [37].

En cambio, la novedad y la verdad de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz profundamente unida a la vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción viva y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios, y no un amor cualquiera» [38]. En su ferviente imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una agilidad o viveza espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros actuamos en ella con prontitud y alegría» [39]. Por eso no se coloca junto a la caridad, sino que es una de sus manifestaciones y, al mismo tiempo, conduce a ella. Es como una llama con respecto al fuego: reaviva su intensidad, sin cambiar su naturaleza. «En conclusión, se puede decir que entre la caridad y la devoción no existe mayor diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad fuego espiritual, cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la devoción nada añade al fuego de la caridad fuera de la llama que la hace pronta, activa, diligente, no sólo en la observancia de los mandamientos, sino también en el ejercicio de los consejos e inspiraciones celestiales» [40]. Una devoción así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de vida, un modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e interpreta las pequeñas cosas de cada día, la comida y el vestido, el trabajo y el descanso, el amor y la descendencia, la atención a las obligaciones profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.

Aquí se intuye la raíz popular de la devoción, afirmada desde las primeras líneas de Filotea: «Casi todos los que hasta ahora han tratado de la devoción, se han dirigido a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi intención es instruir a los que viven en las ciudades, con sus familias, en la corte y, por su condición, están obligados, por las conveniencias sociales, a vivir en medio de los demás» [41]. Es por ello que está muy equivocado quien piensa en relegar la devoción a algún ámbito protegido o reservado. Esta es, más bien, de todos y para todos, dondequiera que estemos, y cada uno la puede practicar según la propia vocación. Como escribía san Pablo VI en el cuarto centenario del nacimiento de Francisco de Sales, «la santidad no es prerrogativa de una clase o de otra; sino que a todos los cristianos se les dirige esta invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en un lugar más destacado!” ( Lc 14,10); todos están vinculados por el deber de subir al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La devoción se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno”» [42]. Recorrer la ciudad secular manteniendo la interioridad y conjugar el deseo de perfección con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro que no se separa del mundo, sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo, aprendiendo también a tomar de él una justa distancia; ese era el propósito del santo, y sigue siendo una valiosa lección para cada mujer y hombre de nuestro tiempo.

Este es el tema conciliar de la vocación universal a la santidad: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial» [43]. “Cada uno por su camino”. «Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables» [44]. La madre Iglesia no nos los propone para que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a caminar por la senda única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12,7)» [45].

El éxtasis de la vida

Todo ello condujo al santo obispo a considerar la vida cristiana en su totalidad como «el éxtasis de la obra y de la vida» [46]. Pero no hay que confundirla con una fuga fácil o una retirada intimista, mucho menos con una obediencia triste y gris. Sabemos que este peligro siempre está presente en la vida de fe. En efecto, «hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias» [47].

Permitir que se despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo llevamos una vida civil, honesta y cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida, bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural» [48]. Nos encontramos aquí en las páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el desbordamiento feliz de la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera observancia: «No robar, no mentir, no cometer actos lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar; todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora, tener los oprobios, desprecios, humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y dicha, contenerse en los términos de una absoluta castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta vida mortal en oposición a todas las opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, con habitual resignación, renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto no es vivir humana, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y sobre nosotros. Y porque nadie puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le atrae, por eso este género de vida debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción y de operación» [49].

Es una vida que, ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida» [50].

A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un criterio eficaz para el discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En cuanto al criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien presume de elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás.

Volvemos a encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los cuales sale y sube encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una vida elevada y unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que todos estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar sobre sí mismo en la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser angélico en la meditación y bestial en la conversación […] es una señal cierta de que tales raptos y tales éxtasis no son más que ardides y engaños del espíritu maligno» [51]. Se trata, en definitiva, de lo que ya recordaba Pablo a los corintios en el himno a la caridad: «Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada» ( 1 Co 13,2-3).

Por tanto, para san Francisco de Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin embargo, el éxtasis no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis corre el riesgo de reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha olvidado su alegría. Por otra parte, el éxtasis sin la vida se expone fácilmente a la ilusión y al engaño del Maligno. Las grandes polaridades de la vida cristiana no se pueden resolver la una en la otra. En todo caso, una mantiene a la otra en su autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin justicia; la satisfacción, sin responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y viceversa.

Por otra parte, en cuanto al origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor manifestado por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es el primer acto y el principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos, sentimos y nos movemos» y, por otro lado, que «nuestra vida espiritual consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está claro que «un corazón que no tiene afecto, no tiene amor», como también que «un corazón que tiene amor, no puede estar sin movimiento afectivo» [52]. Pero el origen de este amor que atrae el corazón es la vida de Jesucristo: «Nada urge y aprieta tanto al corazón del hombre como el amor», y el culmen de dicha urgencia es que «Jesucristo murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte. Nosotros sólo vivimos porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en nosotros» [53].

Es conmovedora esta indicación que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la relación entre Dios y el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que unía al santo obispo con el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de la acción no es genérica, sino que se manifiesta según la forma de la caridad de Cristo, que culmina en la cruz. Este amor no anula la existencia, sino que la hace brillar de una manera extraordinaria.

Es por ello que, con una imagen muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario como «el monte de los amantes» [54]. Allí, y sólo allí, se comprende que «no se puede tener la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de allí, todo es o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en elegir bien» [55]. De esta manera puede cerrar su Tratado remitiendo a la conclusión de un discurso de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay más fiel que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En efecto, tolera todo en la vida presente, porque cree todo lo referente a la vida futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene, porque espera todo lo que allí se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el amor y, pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza que vosotros hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir, muéstrese en vuestras costumbres» [56].

Esto es lo que nos deja ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega nuevamente a cada uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo nos ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor infunda con abundancia los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo fiel de Dios.

Roma, San Juan de Letrán, 28 de diciembre de 2022.

 

Francisco


 


 

[1] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de DieuPréface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 336.

[2] Íd., Lett. 2103: A Monsieur Sylvestre de Saluces de la Mente, Abbé d'Hautecombe (3 noviembre 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, XXVI, Annecy 1932, 490-491.

[3] Íd., Lett. 1961: À une dame (19 diciembre 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, XX ( Lettres, X: 1621-1622), Annecy 1918, 395.

[4] Íd., Traité de l’amour de Dieu, I, 15, ed. Ravier – Devos, París 1969, 395.

[5] Íd., Entretiens spirituelsDernier entretien [21], ed. Ravier – Devos, París 1969, 1319.

[6] Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018), 49: AAS 110 (2018), 1124.

[7] Ibíd., 57: AAS 110 (2018), 1127.

[8] Cf. ibíd., 37-39: AAS 110 (2018), 1121-1122.

[9] S. Francisco de Sales, Entretiens spirituelsDernier entretien [21], ed. Ravier – Devos, París 1969, 1319.

[10] Ibíd., 1308.

[11] Ibíd.

[12] Carta a Mons. Yves Boivineau, Obispo de Annecy, con ocasión del IV centenario de la consagración episcopal de san Francisco de Sales (23 noviembre 2002), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (20 diciembre 2002), p. 10.

[13] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de DieuPréface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 336.

[14] Benedicto XVI, Catequesis (2 marzo 2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 11.

[15] S. Francisco de Sales, Fragments d’écrits intimes, 3: Acte d’abandon héroïque, en Œuvres de Saint François de Sales, XXII ( Opuscules, I), Annecy 1925, 41.

[16] Cf. Discurso a la Comisión Teológica Internacional (29 noviembre 2019): L’Osservatore Romano (30 noviembre 2019), p. 8.

[17] S. Francisco de Sales, Lett. 165: À Sa Sainteté Clément VIII (fines de octubre de 1602), en Œuvres de Saint François de Sales, XII ( Lettres, II: 1599-1604), Annecy 1902, 128.

[18] H. Bremond, L’humanisme dévôt: 1580-1660, en Histoire littéraire du sentiment religieux en France: depuis la fin des guerres de religion jusqu’à nos jours, I, Jérôme Millon, Grenoble 2006, 131.

[19] S. Francisco de Sales, Lett. 168: Aux religieuses du monastère des «Filles-Dieu» (22 noviembre 1602), en Œuvres de Saint François de Sales, XII ( Lettres, II: 1599-1604), Annecy 1902, 105.

[20] Benedicto XVI, Catequesis (2 marzo 2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo 2011), p. 12.

[21] S. Francisco de Sales, Lett. 1869: À M. Pierre Jay (1620 o 1621), en Œuvres de Saint François de Sales, XX ( Lettres, X: 1621-1622), Annecy 1918, 219.

[22] Ibíd.

[23] Íd., Traité de l’amour de DieuPréface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 339.

[24] Ibíd., 347.

[25] Ibíd., 338-339.

[26] Cf. Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, Bratislava (13 septiembre 2021): L’Osservatore Romano (13 septiembre 2021), pp. 11-12.

[27] Cf. ibíd.

[28] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed. Ravier – Devos, París 1969, 444.

[29] «Con afecto humano [Vulg: in funiculis Adam], con lazos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle de comer».

[30] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed. Ravier – Devos, París 1969, 444.

[31] Ibíd., II, 12, 444-445.

[32] Ibíd., II, 9, 434.  

[33] Ibíd., II, 12, 446.

[34] Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor, Conversaciones con Austen Ivereigh, Simon & Schuster, Nueva York 2020, 4.

[35] S. Francisco de Sales, Introduction à la vie dévote, I, 1, ed. Ravier – Devos, París 1969, 31.

[36] Ibíd., 31-32.

[37] Ibíd., 32.

[38] Ibíd.

[39] Ibíd.

[40] Ibíd., 33.

[41] Ibíd.Préface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 23.

[42] Epíst. ap. Sabaudiae gemma, en el IV centenario del nacimiento de san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia (29 enero 1967): AAS 59 (1967), 119.

[43] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.  Lumen gentium, 11.

[44] Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 11: AAS 110 (2018), 1114.

[45] Ibíd.

[46] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed. Ravier – Devos, París 1969, 682.

[47] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 6: AAS 105 (2013), 1021-1022.

[48] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed. Ravier – Devos, París 1969, 682-683.

[49] Ibíd., 683.

[50] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2: AAS 105 (2013), 1019-1020.

[51] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 7, ed. Ravier – Devos, París 1969, 685.

[52] Ibíd., 684.

[53] Ibíd., VII, 8, 687.688.

[54] Ibíd., XII, 13, 971.

[55] Ibíd.

[56] Discursos, 350, 3: PL 39, 1535.

Mirando el pesebre, mirando la cruz...

El Papa ayer en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, buenos días y ¡Feliz Navidad de nuevo! Este tiempo litúrgico nos invita a hacer una pausa y reflexionar sobre el misterio de la Navidad. Y como hoy se cumple el cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia, podemos inspirarnos en algunos de sus pensamientos. Escribió mucho sobre la Navidad. En este sentido, tengo el gusto de anunciar que hoy se publica la Carta Apostólica conmemorativa de este aniversario. El título es “Todo pertenece al amor”, recogiendo una expresión característica de San Francisco de Sales. En efecto, así escribió en el Tratado sobre el amor de Dios: «En la Santa Iglesia todo pertenece al amor, vive en el amor, se hace por amor y proviene del amor» (Ed. Paulinas, Milán 1989, p. 80). Y ojalá todos podamos ir por ese camino del amor, tan hermoso.

Tratemos ahora de profundizar un poco en el misterio del nacimiento de Jesús, “en compañía” de san Francisco de Sales, y así unimos las dos conmemoraciones.

San Francisco de Sales, en una de las muchas cartas dirigidas a santa Juana Francisca de Chantal, escribe así: «Me parece ver a Salomón sobre el gran trono de marfil, dorado y tallado, que no hubo igual en ningún reino, como dice la Escritura (1Re 10,18-20); ver, en definitiva, a ese rey que no tuvo igual en gloria y magnificencia (cfr. 1Re 10,23). Pero prefiero ver al querido Niño en el pesebre antes que a todos los reyes en sus tronos» (A la madre Chantal, Annecy, 25-XII-1613, Epistolario, vol. II, 402-403): es bonito lo que decía. Jesús, el Rey del universo, nunca se sentó en un trono, nunca: nació en un establo –así lo vemos representado–, envuelto en pañales y recostado en un pesebre; y al final murió en una cruz y, envuelto en una sábana, fue puesto en el sepulcro. De hecho, el evangelista Lucas, al relatar el nacimiento de Jesús, insiste mucho en el detalle del pesebre. ¿Quiere decir que es muy importante no solo como detalle logístico, sino como elemento simbólico para entender qué? Para entender qué clase de Mesías es el que nació en Belén, qué clase de Rey: quién es Jesús. Mirando el pesebre, mirando la cruz, mirando su vida de sencillez, podemos entender quién es Jesús. Jesús es el Hijo de Dios que nos salva haciéndose hombre, como nosotros, despojándose de su gloria y humillándose (cfr. Flp 2,7-8). Este misterio lo vemos concretamente en el punto focal del pesebre, es decir, en el Niño acostado en un pesebre. Esa es la “señal” que Dios nos da en Navidad: lo fue entonces para los pastores de Belén (cfr. Lc 2,12), lo es hoy y lo será siempre. Cuando los ángeles anuncian el nacimiento de Jesús: “Id y verlo”; la señal es: encontraréis un niño en un pesebre. Esa es la señal. El trono de Jesús es el pesebre o el camino, durante su vida cuando predicaba, o la cruz al final de su vida: ese es el trono de nuestro Rey.

Esa señal nos muestra el “estilo” de Dios. ¿Y cuál es el estilo de Dios? No lo olvidéis nunca: el estilo de Dios es la cercanía, la compasión y la ternura. Nuestro Dios es cercano, compasivo y tierno. En Jesús vemos ese estilo de Dios. Con ese estilo suyo, Dios nos atrae hacia sí. No nos toma a la fuerza, no nos impone su verdad y su justicia, no hace proselitismo con nosotros, no: quiere atraernos con amor, con ternura, con compasión. En otra carta, San Francisco de Sales escribe: «El imán atrae el hierro y el ámbar atrae la paja y el heno. Pues bien, ya seamos hierro por nuestra dureza, o paja por nuestra debilidad, debemos dejarnos atraer por este Niño celestial» (A una religiosa, Paris, 6-I-1619, Epistolario, vol. III, 10). Nuestras fuerzas, nuestras debilidades, se resuelven sólo ante el pesebre, ante Jesús, o ante la cruz: Jesús despojado, Jesús pobre; pero siempre con su estilo de cercanía, compasión y ternura. Dios ha encontrado una manera de atraernos como somos: con amor. No un amor posesivo y egoísta, como por desgracia es tan a menudo el amor humano. Su amor es puro don, pura gracia, es todo y sólo para nosotros, para nuestro bien. Y así nos atrae, con ese amor desarmado y que también desarma, porque cuando vemos esa sencillez de Jesús, también nosotros nos despojamos de las armas de la soberbia y vamos allí, humildes, a pedir salvación, a pedir perdón, a pedir luz para nuestras vidas, para poder seguir adelante. No olvidéis el trono de Jesús: el pesebre y la cruz, ese es el trono de Jesús.

Otro aspecto que destaca en el pesebre es la pobreza –realmente hay pobreza allí–, entendida como la renuncia a toda vanidad mundana. Cuando vemos el dinero que se gasta en vanidad: mucho dinero para vanidad mundana; tantos esfuerzos, tanta búsqueda de vanidad; mientras que Jesús nos muestra humildad. San Francisco de Sales escribe: «¡Dios mío! ¡Cuántos santos afectos despierta en nuestros corazones este nacimiento! Pero sobre todo nos enseña la renuncia perfecta a todos los bienes, a todas las pompas [...] de este mundo. No sé, pero no encuentro otro misterio en el que se mezclen tan suavemente la ternura y la austeridad, el amor y el rigor, la dulzura y la dureza» (A una religiosa de la abadía de Santa Catalina, Annecy, 25 o 26-XII-1621, Epistolario, vol. III, 615): todo eso lo vemos en el pesebre. Eso sí, atentos a no caer en la caricatura mundana de la Navidad. Y esto es un problema, porque la Navidad es eso. Pero hoy vemos que también hay “otra Navidad”, entre comillas, es la caricatura mundana de la Navidad, que reduce la Navidad a una fiesta empalagosa, consumista. Hay que celebrar, tenemos que hacerlo, pero que eso no sea la Navidad, la Navidad es otra cosa. El amor de Dios no es meloso, el pesebre de Jesús nos lo demuestra. El amor de Dios no es un buenismo hipócrita que esconde la búsqueda de placeres y comodidades. Bien lo sabían nuestros mayores que conocieron la guerra y hasta el hambre: la Navidad es alegría y fiesta, ciertamente, pero en la sencillez y austeridad.

Y concluimos con un pensamiento de San Francisco de Sales que también cito en la Carta Apostólica. Se lo dictó a las Hermanas Visitandinas –¡pensadlo!– dos días antes de morir. Y dijo: «¿Veis al Niño Jesús en el pesebre? Recibe todas las injurias del tiempo, el frío y todo lo que el Padre permite que le suceda. No rechaza los pequeños consuelos que le da su Madre, y no está escrito que extienda nunca sus manos al seno de su Madre, sino que lo deja todo a su cuidado y previsión; así que no debemos desear nada ni rechazar nada, soportando todo lo que Dios nos mande, el frío y los embates del tiempo» (Entretenimientos espirituales). Y aquí, queridos hermanos y hermanas, hay una gran enseñanza que nos viene del Niño Jesús a través de la sabiduría de San Francisco de Sales: no desear nada ni rechazar nada, aceptar todo lo que Dios nos envía. ¡Pero cuidado! Siempre y sólo por amor, porque Dios nos ama y quiere siempre y sólo nuestro bien.

Miremos el pesebre, que es el trono de Jesús, miremos a Jesús en las calles de Judea, de Galilea, predicando el mensaje del Padre y miremos a Jesús en el otro trono, en la cruz. Eso es lo que Jesús nos ofrece: el camino, pero ese es el camino de la felicidad.

A todos vosotros y a vuestras familias, ¡feliz Navidad y buen comienzo del nuevo año!

Saludos

Doy la bienvenida a todos los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy, especialmente a los grupos de los Estados Unidos de América. A todos y a vuestras familias os deseo de nuevo una feliz Navidad y un nuevo año lleno de alegría y de paz. ¡Dios os bendiga!

Saludo cordialmente a las personas de lengua francesa, en particular a los jóvenes del Seminario San Pablo VI con su obispo. Hermanos y hermanas, en estos días en que contemplamos el misterio de Dios hecho hombre, pidamos la gracia de saber privarnos de algo para ofrecerlo al prójimo necesitado, para que todos puedan experimentar la alegría de la Navidad. ¡Dios os bendiga!

Queridos hermanos y hermanas de lengua alemana, hoy, en la fiesta de los Santos Inocentes, pensemos en los más pequeños, en todos los niños que sufren la explotación, el hambre y la guerra. Que el Señor nos ayude con su bendición a protegerlos y apoyarlos. ¡Felices fiestas!

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que cada familia, especialmente aquellas que más sufren por las carencias y la aspereza del frío, encuentren en las comunidades cristianas “un portal” en el que sientan la calidez que la Navidad nos trae con la llegada del Niño Dios. Feliz Navidad y próspero año nuevo. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

Queridos fieles y amigos de lengua portuguesa, en esta santa Navidad, os deseo la plenitud de los consuelos y gracias del Niño Dios: que brille en vuestros corazones, en vuestras familias y en vuestras comunidades la luz del Redentor, que nos revela el rostro tierno y misericordioso del Padre Celestial. Y que bendiga a todos con un Año Nuevo sereno y feliz.

Saludo a los fieles de lengua árabe. Confiemos en Dios, porque Él nos ama y quiere siempre y sólo nuestro bien. Deseo a todos un sereno Año Nuevo, lleno de paz y de todas las gracias celestiales.

Saludo cordialmente a todos los polacos. Al acercarse el final de este año, os invito a dar gracias a Dios por su bondad y misericordia. Que el amor de Dios que se ha revelado en Belén traiga consuelo a nuestros corazones, turbados por el drama de la guerra en Ucrania y en otras partes del mundo. También quiero agradecer al pueblo de Polonia toda la ayuda que brinda al pueblo ucraniano. Recordemos que en la historia de la humanidad Dios tiene la última palabra, porque “todo pertenece al amor”. A cada uno de vosotros, a las familias polacas y ucranianas que se encuentran actualmente en vuestra patria, mi bendición.

Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, saludo a los diversos grupos parroquiales y los animo a ser testigos gozosos del amor de Dios en sus respectivas comunidades. Saludo a los adolescentes del Movimiento de los Focolares de diferentes países y los animo a encomendarse con confianza a Jesús, el amigo fiel que nunca traiciona. Me alegra dar la bienvenida a los profesores de religión de la diócesis de Trani-Barletta-Bisceglie y a la Banda de Ceccano.

Me gustaría pediros a todos una oración especial, por el Papa emérito Benedicto, que en silencio está apoyando a la Iglesia. Acordaos de él –está muy enfermo– pidiéndole al Señor que lo consuele y lo sostenga en este testimonio de amor a la Iglesia, hasta el final.

Por último, como siempre, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, enfermos, ancianos y recién casados. Que el Niño de Belén os dé su luz y su consuelo. Que conceda a la atormentada Ucrania, oprimida por la brutalidad de la guerra, el anhelado don de la paz. Os bendigo de corazón.

Fuente: vatican.va