9/30/18

La libertad de Jesús, del Espíritu Santo, de María y del discípulo

El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Marcos 9: 38-43.45.47-48) nos presenta uno de esos detalles muy instructivos de la vida de Jesús con sus discípulos. Habían visto que un hombre, que no formaba parte del grupo de seguidores de Jesús, expulsó demonios en el nombre de Jesús, y por lo tanto querían prohibirlo. Juan, con el celo entusiasta típico de los jóvenes, refiere el asunto al Maestro que busca su apoyo; pero Jesús, por el contrario, responde, “no se lo impidan, porque no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y que después pueda hablar mal de mí, quién no está contra mí, está por mi” (vv. 39-40 ).
Juan y los otros discípulos manifiestan una actitud de cerrazón ante un acontecimiento que no encaja en sus esquemas, en este caso la acción, aunque buena, de una persona “externa” al círculo de seguidores. En cambio, Jesús aparece muy libre, totalmente abierto a la libertad del Espíritu de Dios, que en su acción no está limitado por ningún límite ni por ninguna barrera. Y con su actitud, Jesús quiere educar a sus discípulos, incluso a nosotros  hoy, a esta libertad interior.
Es bueno para nosotros reflexionar sobre este episodio y hacer un examen de conciencia. La actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y podemos encontrarla en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, más con celo, uno quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia, especialmente carismática, protegiendo al fundador o al líder de falsos imitadores. Pero al mismo tiempo existe el temor a la “competencia”, y esto es bueno, el temor de la competencia de que alguien puede quitar nuevos seguidores, y entonces no se puede apreciar el bien que hacen los demás: no es bueno porque “no es de los nuestros” se dice. Es una forma de autorreferencialidad.
Aquí está la raíz del proselitismo. La Iglesia, decía el Papa Benedicto, no crece por proselitismo, crece por atracción, es decir, crece por el testimonio, de los demás con la fuerza del Espíritu Santo.
La gran libertad de Dios para entregarnos a nosotros es un desafío y una exhortación a cambiar nuestras actitudes y nuestras relaciones. Esta es la invitación que Jesús nos dirige hoy. Nos llama a no pensar según las categorías “amigo / enemigo”, “nosotros / ellos”, “quien está dentro / quien está fuera” “mio/tuyo”, sino ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios incluso en áreas inusuales e impredecibles y en personas que no forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar más atentos a la autenticidad del bien, de lo bello y de lo verdadero que se realiza, y no al nombre y a la procedencia de quienes lo realicen. Y, como nos sugiere el resto del Evangelio de hoy, en lugar de juzgar a los demás, debemos examinarnos a nosotros mismos y “cortar” sin comprometer todo lo que pueda escandalizar a las personas más débiles en la fe.
Que la Virgen María, modelo de dócil acogida de las sorpresas de Dios, nos ayude a reconocer los signos de la presencia del Señor entre nosotros, descubriendo en cualquier lugar en que se manifiesta, incluso en las situaciones más impensables e insólitas. Que nos enseñe a amar a nuestra comunidad sin celos ni cerrazones, siempre abiertos al vasto horizonte de la acción del Espíritu Santo.

9/29/18

Comunicado de la Oficina de Prensa de la Santa Sede



El Santo Padre ha decidido invitar a todos los fieles, de todo el mundo, a rezar cada día el Santo Rosario, durante todo el mes mariano de octubre y a unirse así en comunión y penitencia, como pueblo de Dios, para pedir a la Santa Madre de Dios y a San Miguel Arcángel que protejan a la Iglesia del diablo, que siempre pretende separarnos de Dios y entre nosotros.
En los últimos días, antes de su partida a los Países Bálticos, el Santo Padre se reunió con el P. Fréderic Fornos S.I., Director internacional de la Red Mundial de Oración por el Papa, y le pidió que difundiera su llamamiento a todos los fieles del mundo, invitándoles a terminar el rezo del Rosario con la antigua invocación "Sub Tuum Praesidium", y con la oración a San Miguel Arcángel, que protege y ayuda en la lucha contra el mal (ver Apocalipsis 12, 7-12).
La oración –afirmó el Pontífice hace pocos días, el 11 de septiembre, en una homilía en Santa Marta, citando el primer libro de Job-, es el arma contra el Gran acusador que "vaga por el mundo en busca de acusaciones". Sólo la oración puede derrotarlo. Los místicos rusos y los grandes santos de todas las tradiciones aconsejaron, en momentos de turbulencia espiritual, protegerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios pronunciando la invocación "Sub Tuum Praesidium".
La invocación "Sub Tuum Praesidium" dice lo siguiente:
“Sub tuum praesidium confugimus Sancta Dei Genitrix. Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a periculis cunctis libera nos semper, Virgo Gloriosa et Benedicta”.
[Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!].
Con esta solicitud de intercesión, el Santo Padre pide a los fieles de todo el mundo que recen para que la Santa Madre de Dios, ponga a la Iglesia bajo su manto protector,  para  defenderla  de los ataques del maligno, el gran acusador, y hacerla, al mismo tiempo,  siempre más consciente de las culpas, de los errores, de los abusos cometidos en el presente y en el pasado y comprometida a luchar sin ninguna vacilación para que el mal no prevalezca.
El Santo Padre también ha pedido que el rezo del Santo Rosario durante el mes de octubre concluya con la oración escrita por León XIII:
“Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio; contra nequitiam et insidias diaboli esto praesidium. Imperet illi Deus, supplices deprecamur: tuque, Princeps militiae caelestis, Satanam aliosque spiritus malignos, qui ad perditionem animarum pervagantur in mundo, divina virtute, in infernum detrude. Amen”.
[San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha. Sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. Que Dios manifieste sobre él su poder, es nuestra humilde súplica. Y tú, oh Príncipe de la Milicia Celestial, con el poder que Dios te ha conferido, arroja al infierno a Satanás, y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Amén].

El escándalo de los hipócritas

El Papa ayer en Santa Marta


Hay como tres grupos de personas en las lecturas de hoy (1Cor 15,1-11 y Lc 7,36-50): Jesús y sus discípulos; Pablo y la mujer pecadora, una de esas cuyo destino era ser visitada a escondidas –también por los fariseos– o ser lapidada; y los doctores de la Ley.
La mujer se deja ver con mucho amor a Jesús, sin esconder que es pecadora. Lo mismo que Pablo, quien afirma: “yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios”. Ambos buscaban a Dios con amor, pero con un amor a medias. Pablo pensaba que el amor era una ley y tenía el corazón cerrado a la revelación de Jesucristo: perseguía a los cristianos, pero por celo a la ley, por ese amor inmaduro. Y la mujer buscaba el amor, pero un amor con minúscula. Y los fariseos comentan, y Jesús explica: “sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”“Pero, ¿qué amor? Si esas no saben amar”, piensan los fariseos. Pero Jesús, hablando de ellas, una vez dijo que los precederán en el Reino de los Cielos. “¡Pero qué escándalo!”,decían los fariseos. Jesús ve el pequeño gesto de amor, el pequeño gesto de buena voluntad, lo toma y lo lleva adelante. Es la misericordia de Jesús: siempre perdona, siempre recibe.
Respecto a los doctores de la Ley, tienen una actitud que solo los hipócritas usan con frecuencia: se escandalizan. Dicen: “¡Mira qué escándalo! ¡No se puede vivir así! Hemos perdido los valores… Ahora todos tienen el derecho a entrar en la iglesia, hasta los divorciados, todos. Pero, ¿dónde estamos?”. El escándalo de los hipócritas. Ese es el diálogo entre el amor grande que perdona todo, el de Jesús, y el amor a medias de Pablo y de la mujer, y también el nuestro, que es un amor incompleto, porque ninguno de nosotros es un santo canonizado. ¡Digamos la verdad! Es la hipocresía de los “justos”, de los “puros”, de los que se creen salvados por sus propios méritos externos. Jesús reconoce que esas personas muestran exteriormente todo bonito –habla de “sepulcros blanqueados”–, pero por dentro tienen podredumbre. Y la Iglesia, cuando camina por la historia, es perseguida por los hipócritas: hipócritas por dentro y por fuera. El diablo no tiene nada que hacer con los pecadores arrepentidos, porque miran a Dios y le dicen: “Señor soy pecador, ayúdame”. Ahí el diablo es impotente, pero es fuerte con los hipócritas. Es fuerte, y los usa para destruir, destruir a la gente, destruir la sociedad, destruir la Iglesia. El caballo de batalla del diablo es la hipocresía, porque es un embustero: se deja ver como príncipe poderoso, bellísimo, pero por detrás es un asesino.
No olvidemos que Jesús perdona, recibe, usa misericordia, una palabra tantas veces olvidada cuando hablamos mal de los demás. Por tanto, ser misericordiosos, como Jesús, y no condenar a los demás. Jesús en el centro. Cristo perdona tanto a Pablo, pecador, perseguidor, pero con un amor a medias, como a la mujer, pecadora, también ella con un amor incompleto. Solo así pueden encontrar el verdadero amor, que es Jesús, mientras los hipócritas son incapaces de encontrar el amor porque tienen el corazón cerrado. Pidamos a Jesús que proteja siempre con su misericordia y su perdón a nuestra Iglesia, que como madre es santa, pero está llena de hijos pecadores como nosotros.

No mutilar, sino unir

ENRIQUE DÍAZ DÍAZ

XXVI Domingo Ordinario

Números 11, 25-29: “Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta”
Salmo 18: “Los mandamientos del Señor alegran el corazón”
Santiago 5, 1-6: “Sus riquezas se han corrompido”
San Marcos 9, 38-43. 45. 47-48: “El que no está con nosotros, está a nuestro favor. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela”

La comunidad de Jesús experimenta las alegrías y las dificultades de todo grupo. Se entusiasma con los ideales de su Maestro pero también experimenta las limitaciones y miserias de cada uno de sus componentes. Se reconocen momentos de entusiasmo y generosidad desbordados y también momentos de desconsuelo y frustración. Así de humana es la comunidad de Jesús.
Cuando todo parece a favor, cuando hay muchas cosas que nos unen, ¿por qué tienen que aparecer esas pequeñas diferencias que vienen a obstaculizar la unión frente a los gravísimos problemas? ¿Por qué la mezquindad y el sectarismo que no permite que enlacemos los brazos y las fuerzas para afrontar las dificultades? Hay ejemplos maravillosos de lo que puede lograr un pueblo unido. Recordábamos en estos días el impresionante ejemplo que dio México en el sismo del año pasado. Se recuerda la tragedia, pero también se recuerda con emoción la entrega y generosidad de un pueblo que se une para levantarse de tan ingente desastre. Pero después aparecen los individualismos, las envidias y el egoísmo. Pasa en todos lados, lo mismo en el gobierno, en las organizaciones y hasta en la Iglesia. En el episodio que nos narra San Marcos nos revela que también sucede entre los apóstoles. En la narración se pone en evidencia un estridente contraste entre la mezquindad de los apóstoles, su puntilloso celo de grupo, y la generosidad, la tolerancia y el espíritu abierto de Jesús. Los apóstoles descalifican a aquel hombre “porque no era de los nuestros” y se lo prohíben, aunque lo que estaba haciendo era expulsar demonios como era la misión de ellos mismos.
Ahora que la crisis arrecia cómo nos vienen bien estos ejemplos. Hay muchos que están buscando el bien de nuestra patria, hay quienes se dicen dispuestos a grandes sacrificios, pero se necesita abrir el corazón y los oídos a las propuestas de los demás. Hay descalificaciones tan sólo porque no es de nuestro grupo y se cierran grandes posibilidades. La solución es la acogida, la escucha y la colaboración, más que la descalificación o el tratar de imponer nuestra idea por la fuerza. A veces es más fácil criticar que abrir el camino, descalificar que poner manos a la obra. Sin embargo hoy Jesús nos enseña que ni el sectarismo ni la intolerancia tienen sitio en la comunidad cristiana. No debe haber envidias porque otros hagan el bien ¡Lo importante es que se haga! Jesús nos hace una llamada a la tolerancia, al respeto, a la alegría por el bien hecho sin importar quién lo haga. El discípulo, de ayer y de hoy, ha de saber valorar y trabajar, hombro con hombro, con todo aquel que busque el bien y luche por un mundo más justo y fraterno. Nadie que esté en búsqueda de la justicia deberá sentirse sólo y menos en oposición con el verdadero cristiano. Quien se entrega a favor de los débiles, de los humillados y abandonados, sea quien sea, en realidad está buscando el Reino de Dios, se de él cuenta o no, pero Dios lo sabe y debemos unirnos a su tarea.
Pero Jesús quiere que quede bien clara su opción por el Reino, por una parte está abierto a todos los hombres y mujeres, sean quienes sean, vengan de donde vengan, pero exige radicalidad. Y si de momento pareció todo generosidad, después pronuncia palabras fuertes y claras sobre el escándalo de los pequeños y ser ocasión de pecado. Así como el vaso de agua y los detalles que se han tenido en favor de los pequeños, no quedarán sin recompensa; los hechos y gestos que dañen y perjudiquen a estos mismos pequeños, no quedarán impunes. Se ha visto tradicionalmente como escándalo, la descomposición y corrupción de costumbres en modas y espectáculos, sobre todo en el campo del sexo. Y tienen su importancia, pues a veces nos hemos acostumbrado a un ambiente de hedonismo, permisividad y de desprecio de la persona que ya nada nos escandaliza. En esto debemos tener mucho cuidado, pero no sólo en eso: la desigualdad y la injusticia hoy son verdaderos escándalos que nos están llevando al individualismo, a la falta de solidaridad y a la marginación de los más débiles. La violencia, los crímenes, los ataques a la libertad, son verdaderos escándalos que debemos “cortar” en nuestra sociedad.
Hay quien ha tomado en serio estas exigencias de Jesús y ha comenzado a mutilar sus miembros, como si con tan sólo con cortar el miembro tuviera asegurada la participación en el Reino. Pero Jesús no propone esto, va mucho más allá: no mutilar, sino unir. Expresa una exigencia de radicalidad en nuestra vida y una apertura a los valores del Reino que nos llevan a dejar a un lado todo lo que sea egoísmo. Miremos la misma actitud de Jesús. Abramos los ojos y descubramos la gran cantidad de personas y grupos que trabajan por la vida y siembran el Reino, que ayudan, sonríen y luchan. Acojámoslos y alegrémonos con ellos, unamos nuestros esfuerzos a los de ellos. Después miremos nuestra vida: ¿qué necesito para ampliar en mis horizontes? ¿Qué cáncer debo cortar? ¿Cómo voy a construir el Reino con los que son diferentes?
Señor Jesús, que con tu misericordia, nos das la prueba más delicada de tu amor, apiádate de nosotros, pecadores, para que seamos capaces de abrir nuestros brazos al que es diferente y no desfallezcamos en la lucha por construir tu Reino. Amén.

“El Espíritu Santo es siempre novedad. Siempre”

El Papa al Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos

Señores cardenales, queridos hermanos obispos y sacerdotes, queridos hermanos y hermanas:
Me complace daros la bienvenida y agradezco al cardenal Koch las palabras que me ha dirigido. Os saludo y os doy vivamente las gracias a todos  vosotros, colaboradores, miembros y consultores del Consejo Pontificio, porque con vuestro esfuerzo diario me ayudáis a ofrecer mi ministerio como Obispo de Roma como servicio de unidad y comunión, con diferentes modalidades y formas, para todos los creyentes en Cristo.
Recientemente, han sido de gran importancia y consuelo algunos encuentros con cristianos de diferentes tradiciones. Rezar junto con los Jefes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales en Bari, en comunión con los que sufren en el amado y atormentado Oriente Medio, nos ha recordado que no podemos permanecer indiferentes ante los padecimientos, lamentablemente todavía actuales, de tantos de nuestros hermanos y hermanas. Unirnos a los cristianos de diversas tradiciones en Ginebra, como parte del septuagésimo aniversario del Consejo Ecuménico de Iglesias, fue una oportunidad para agradecer a Dios los abundantes frutos del movimiento ecuménico y renovar nuestro compromiso irreversible de promover una unidad cada vez mayor entre los creyentes. Celebrar junto con muchos hermanos pentecostales el cincuenta aniversario de la Renovación Carismática Católica en Roma, en el Circo Máximo, en uno de los lugares donde los cristianos de los primeros siglos sufrieron más por causa Cristo, permitió a los católicos y pentecostales manifestar los dones y carismas otorgados por el mismo Espíritu en una sinfonía de alabanza al Señor Jesús, renovando el compromiso de cumplir el mandato 
misionero hasta los  extremos confines de la tierra. Estos han sido algunos momentos sobresalientes de ese camino ecuménico que todos los cristianos están llamados a realizar caminando juntos, orando juntos y trabajando juntos, a la espera de que el Señor nos guíe a la recomposición de la unidad plena. Y también me gustaría agregar la reunión anual,-Su Eminencia estuvo presente en dos de ellas- con el grupo “Juan 17” de los Estados Unidos y los pastores …: hay una gran amistad y familiaridad que ayuda mucho.

El tema elegido para vuestra Plenaria – “Pentecostales, carismáticos y evangélicos: repercusión en el concepto de unidad”- es muy oportuno. El crecimiento constante de estas nuevas expresiones de la vida cristiana es un fenómeno muy significativo, que no puede pasarse por alto. Las formas concretas de las comunidades inspiradas por estos movimientos a menudo están vinculadas al particular contexto geográfico, cultural y social en el que se desarrollan, por lo que mi breve reflexión no tendrá en cuenta las situaciones individuales, sino que se referirá al fenómeno general.
En primer lugar, tenemos el deber de discernir y reconocer la presencia del Espíritu Santo en estas comunidades, tratando de construir con ellos lazos de auténtica fraternidad. Esto será posible multiplicando las ocasiones de encuentro  y superando la desconfianza mutua, motivada muchas veces por la ignorancia o la falta de comprensión. Y me gustaría contaros una experiencia personal y hacer un mea culpa. Cuando era [superior] provincial, prohibí a los jesuitas que entablasen relaciones con estas personas, -con la Renovación Católica-,  ¡y les dije que más que un encuentro de oración parecía una “escuela de samba”! Luego me disculpé, y como obispo tuve una buena relación con ellos, con la misa en la catedral… Pero se necesita un camino para entender. Entre las diversas actividades compartidas están la oración, la escucha de la Palabra de Dios, el servicio a los necesitados, el anuncio del Evangelio, la defensa de la dignidad de la persona y de la vida humana. Frecuentándonos mutua y fraternalmente, los católicos podemos aprender a apreciar la experiencia de muchas comunidades que, a menudo de manera diferente a las que estamos acostumbrados, viven su fe, alaban a Dios y dan testimonio del Evangelio de la caridad. Al mismo tiempo, ellos se verán ayudados a superar los prejuicios sobre la Iglesia católica y a reconocer que en el tesoro inapreciable de la tradición, recibida de los apóstoles y custodiada en el curso de la historia, el Espíritu Santo no se extingue ni sofoca en absoluto, sino que continúa su obra eficaz.
Soy consciente de que, en muchos casos, las relaciones entre católicos y pentecostales, carismáticos y evangélicos no son fáciles. La aparición repentina de nuevas comunidades, vinculada a la personalidad de algunos predicadores, contrasta fuertemente con los principios y la experiencia eclesiológica de las Iglesias históricas y puede ocultar el peligro de ser arrastrados por las ondas emocionales del momento o de encerrar la experiencia de la fe en ambientes protegidos y tranquilizadores. El hecho de que no pocos fieles católicos se sientan atraídos por estas comunidades es motivo de fricción, pero puede convertirse, por nuestra parte, en un motivo de examen personal y renovación pastoral.
De hecho, son muchas las comunidades que se inspiran en estos movimientos y viven experiencias cristianas auténticas en contacto con la Palabra de Dios y en la docilidad a la acción del Espíritu, que lleva a amar, testimoniar y servir. Incluso estas comunidades, como enseñaba el Concilio Vaticano II, no carecen en absoluto de sentido y valor en el misterio de la salvación (cf. Unitatis redintegratio, 3). Los católicos pueden recibir aquellas riquezas que, bajo la guía del Espíritu, contribuyen en gran medida al cumplimiento de la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En efecto, la Iglesia crece en fidelidad al Espíritu Santo cuanto más aprende a no domesticarlo, sino a aceptar sin temor y, al mismo tiempo, con un serio discernimiento, su fresca novedad. El Espíritu Santo es siempre novedad. Siempre. Y tenemos que acostumbrarnos. Es una novedad que nos hace entender las cosas más profundamente, con más luz y nos hace cambiar tantos hábitos, incluso hábitos disciplinarios. Pero Él es el Señor de las novedades. Jesús nos dijo que Él nos enseñaría; nos recordaría lo que Él nos ha enseñado, y luego nos enseñará. Debemos estar abiertos a esto.Por lo tanto, es necesario evitar acomodarse en posiciones estáticas e inmutables, para asumir el riesgo de aventurarse en la promoción de la unidad: con obediencia eclesial fiel y sin extinguir el Espíritu (cf. 1 Tes. 5:19). Es el Espíritu quien crea y recrea la novedad de la vida cristiana, y es el mismo Espíritu el que reconduce todo a la verdadera unidad, que no es uniformidad. Para esta apertura de corazón, las actitudes que deben caracterizar, según el Espíritu, nuestras relaciones son la búsqueda de la comunión y el discernimiento cuidadoso.
En este sentido, los diálogos que ha llevado a cabo vuestro Consejo Pontificio con los pentecostales, con los carismáticos y con los evangélicos a nivel internacional, también a través de iniciativas como el Foro Cristiano Mundial, representan una contribución significativa y un estímulo para desarrollar mejores relaciones a nivel local.

Esta semana tuve la alegría de tener experiencias ecuménicas maduras en la “Tierra Mariana”: la celebración ecuménica en la capital de Letonia, luego el encuentro ecuménico frente a la Puerta de la Virgen en Vilnius… Han sido momentos de madurez ecuménica. Nunca había pensado que el movimiento ecuménico fuera, en esos lugares, tan maduro. Con la certeza de poder contar con vuestra dedicación, así como con vuestra oración por mí, renuevo mi gratitud y os doy mi bendición.

9/28/18

Mensaje del Papa a los católicos chinos y a la Iglesia universal

«Su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades» 
(Salmo 100, 5)
Queridos hermanos en el episcopado, sacerdotes, personas consagradas y todos los fieles de la Iglesia católica en China: damos gracias al Señor, porque es eterna su misericordia y reconocemos que «él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal100,3).
En este momento resuenan en mi interior las palabras con las que mi venerado Predecesor os exhortaba en la Carta del 27 de mayo de 2007: «Iglesia católica en China, pequeña grey presente y operante en la vastedad de un inmenso Pueblo que camina en la historia, ¡cómo resuenan alentadoras y provocadoras para ti las palabras de Jesús: “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino” (Lc 12,32)! Por tanto, “alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro a Padre que está en el cielo” (Mt 5,16)» (Benedicto XVI, Carta a los católicos chinos, 27-V-2007, 5).
1. En los últimos tiempos, han circulado muchas voces opuestas sobre el presente y, especialmente, sobre el futuro de la comunidad católica en China. Soy consciente de que semejante torbellino de opiniones y consideraciones habrá provocado mucha confusión, originando en muchos corazones sentimientos encontrados. En algunos, surgen dudas y perplejidad; otros, tienen la sensación de que han sido abandonados por la Santa Sede y, al mismo tiempo, se preguntan inquietos sobre el valor del sufrimiento vivido en fidelidad al Sucesor de Pedro. En otros muchos, en cambio, predominan expectativas y reflexiones positivas que están animadas por la esperanza de un futuro más sereno a causa de un testimonio fecundo de la fe en tierra china.
Dicha situación se ha ido acentuando sobre todo con referencia al Acuerdo Provisional entre la Santa Sede y la República Popular China que, como sabéis, se ha firmado recientemente en Pekín. En un momento tan significativo para la vida de la Iglesia, y a través de este breve Mensaje, deseo, sobre todo, aseguraros que cada día os tengo presentes en mi oración además de compartir con vosotros los sentimientos que están en mi corazón.
Son sentimientos de gratitud al Señor y de sincera admiración −que es la admiración de toda la Iglesia católica− por el don de vuestra fidelidad, de la constancia en la prueba, de la arraigada confianza en la Providencia divina, también cuando ciertos acontecimientos se demostraron particularmente adversos y difíciles.
Tales experiencias dolorosas pertenecen al tesoro espiritual de la Iglesia en China y de todo el Pueblo de Dios que peregrina en la tierra. Os aseguro que el Señor, precisamente a través del crisol de las pruebas, no deja nunca de colmarnos de sus consolaciones y de prepararnos para una alegría más grande. Con el Salmo 126 tenemos la certeza de que «los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares» (v. 5).
Sigamos, entonces, con la mirada fija en el ejemplo de tantos fieles y pastores que no han dudado en ofrecer su “testimonio maravilloso” (cfr. 1Tm 6,13) al Evangelio, hasta el ofrecimiento de la propia vida. Se han de considerar como verdaderos amigos de Dios.
2. Por mi parte, siempre he considerado a China como una tierra llena de grandes oportunidades, y al Pueblo chino como artífice y protector de un patrimonio inestimable de cultura y sabiduría, que se ha ido acrisolando resistiendo a las adversidades e integrando las diferencias, y que tomó contacto, no por casualidad, desde tiempos remotos con el mensaje cristiano. Como decía con gran sutileza el P. Mateo Ricci, S.J., desafiándonos a vivir la virtud de la confianza, «antes de establecer una amistad, se necesita observar; después de tenerla, se necesita confianza mutua» (De Amicitia, 7).
Tengo también la convicción de que el encuentro solo será auténtico y fecundo si se realiza poniendo en práctica el diálogo, que significa conocerse, respetarse y “caminar juntos” para construir un futuro común de mayor armonía.
En este surco se coloca el Acuerdo Provisional, que es fruto de un largo y complejo diálogo institucional entre la Santa Sede y las Autoridades chinas, iniciado ya por san Juan Pablo II y seguido por el Papa Benedicto XVI. A lo largo de dicho recorrido, la Santa Sede no tenía −ni tiene− otro objetivo, sino el de llevar a cabo los fines espirituales y pastorales que le son propios; es decir, sostener y promover el anuncio del Evangelio, así como el de alcanzar y mantener la plena y visible unidad de la comunidad católica en China.
Sobre el valor y finalidades de dicho Acuerdo, deseo proponeros algunas reflexiones, ofreciéndoos además alguna sugerencia de espiritualidad pastoral para el camino que, en esta nueva fase, estamos llamados a recorrer.
Se trata de un camino que, como la etapa precedente, «requiere tiempo y presupone la buena voluntad de las partes» (Benedicto XVI, Carta a los católicos chinos, 27-V-2007, 4), pero para la Iglesia, dentro y fuera de China, no se trata solo de adherirse a valores humanos, sino de responder a una vocación espiritual: salir de sí misma para abrazar «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos» (Gaudium et spes, 1), así como los desafíos del presente que Dios le confía. Por tanto, es una llamada eclesial para que nos hagamos peregrinos en los caminos de la historia, confiando ante todo en Dios y en sus promesas, como hicieron Abrahán y nuestros padres en la fe.
Abrahán, llamado por Dios, obedeció partiendo hacia una tierra desconocida que tenía que recibir en heredad, sin conocer el camino que se abría ante él. Si Abrahán hubiera pretendido condiciones, sociales y políticas, ideales antes de salir de su tierra, quizás no hubiera salido nunca. Él, en cambio, confió en Dios y por su Palabra dejó su propia casa y sus seguridades. No fueron pues los cambios históricos los que le permitieron confiar en Dios, sino que fue su fe auténtica la que provocó un cambio en la historia. La fe, de hecho, «es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos» (Hb 11,1-2).
3. Como Sucesor de Pedro, deseo confirmaros en esta fe (cfr. Lc 11,32) −en la fe de Abrahán, en la fe de la Virgen María, en la fe que habéis recibido−, para invitaros a que pongáis cada vez con mayor convicción vuestra confianza en el Señor de la historia, discerniendo su voluntad que se realiza en la Iglesia. Invoquemos el don del Espíritu para que ilumine la mente, encienda el corazón y nos ayude a entender hacia dónde nos quiere llevar para superar los inevitables momentos de cansancio y tener el valor de seguir decididamente el camino que se abre ante nosotros.
Con el fin de sostener e impulsar el anuncio del Evangelio en China y de restablecer la plena y visible unidad en la Iglesia, era fundamental afrontar, en primer lugar, la cuestión de los nombramientos episcopales. Todos conocéis que, lamentablemente, la historia reciente de la Iglesia católica en China ha estado dolorosamente marcada por las profundas tensiones, heridas y divisiones que se han polarizado, sobre todo, en torno a la figura del obispo como guardián de la autenticidad de la fe y garante de la comunión eclesial.
Cuando, en el pasado, se pretendió determinar también la vida interna de las comunidades católicas, imponiendo el control directo más allá de las legítimas competencias del Estado, surgió en la Iglesia en China el fenómeno de la clandestinidad. Dicha experiencia −cabe señalar− no es normal en la vida de la Iglesia y «la historia enseña que pastores y fieles han recurrido a ella sólo con el doloroso deseo de mantener íntegra la propia fe» (Benedicto XVI, Carta a los católicos chinos, 27-V-2007, 8).
Quisiera daros a conocer que, desde que me fue confiado el Ministerio Petrino, he experimentado gran consuelo al constatar el sincero deseo de los católicos chinos de vivir su fe en plena comunión con la Iglesia universal y con el Sucesor de Pedro, que es «el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de fieles» (Lumen gentium, 23). De este deseo, he recibido durante estos años numerosos signos y testimonios concretos, también de parte de los que, incluso obispos, han herido la comunión en la Iglesia, a causa de su debilidad y de sus errores, pero, además, no pocas veces, por la fuerte e indebida presión externa.
Por lo tanto, después de haber examinado atentamente cada situación personal y escuchado distintos pareceres, he reflexionado y rezado mucho buscando el verdadero bien de la Iglesia en China. Finalmente, ante el Señor y con serenidad de juicio, en continuidad con las directrices de mis Predecesores inmediatos, he decidido conceder la reconciliación a los siete restantes obispos “oficiales” ordenados sin mandato pontificio y, habiendo remitido toda sanción canónica relativa, readmitirlos a la plena comunión eclesial. Al mismo tiempo, les pido a ellos que manifiesten, a través de gestos concretos y visibles, la restablecida unidad con la Sede Apostólica y con las Iglesias dispersas por el mundo, y que se mantengan fieles a pesar de las dificultades.
4. En el sexto año de mi Pontificado, que ya desde los primeros pasos puse bajo el amor misericordioso de Dios, invito por lo tanto a todos los católicos chinos a que se hagan artífices de reconciliación, recordando con renovado empuje apostólico las palabras de san Pablo: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2Co 5,18).
De hecho, como escribí al concluir el Jubileo Extraordinario de la misericordia, «no existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. […] Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina» (Misericordia et misera, 20-XI-2016, 11).
Con este espíritu, y con las decisiones adoptadas, podemos iniciar un camino inédito, que confiamos en que ayudará a sanar las heridas del pasado, a restablecer la plena comunión de todos los católicos chinos y a abrir una fase de mayor colaboración fraterna, para asumir con renovado compromiso la misión de anunciar el Evangelio. En efecto, la Iglesia existe para dar testimonio de Jesús y del amor del Padre que perdona y salva.
5. El Acuerdo Provisional firmado con las Autoridades chinas, aun cuando está circunscrito a algunos aspectos de la vida de la Iglesia y está llamado necesariamente a ser mejorado, puede contribuir −por su parte− a escribir esta nueva página de la Iglesia católica en China. Por primera vez, se contemplan elementos estables de colaboración entre las Autoridades del Estado y la Sede Apostólica, con la esperanza de asegurar buenos pastores a la comunidad católica.
En este contexto, la Santa Sede desea hacer lo que le corresponde hasta el final, pero también vosotros, obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos, tenéis un papel importante: buscar de forma conjunta buenos candidatos que sean capaces de asumir en la Iglesia el delicado e importante servicio episcopal. No se trata, en efecto, de nombrar funcionarios para la gestión de las cuestiones religiosas, sino de tener pastores auténticos según el corazón de Jesús, entregados con su trabajo generoso al servicio del Pueblo de Dios, especialmente de los más pobres y débiles, teniendo en cuenta las palabras del Señor: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,43-44).
En este sentido, es evidente que un Acuerdo no es nada más que un instrumento, y por sí solo no podrá resolver todos los problemas existentes. En realidad, este resultaría ineficaz y estéril si no fuera acompañado por un compromiso profundo de renovación de la conducta personal y del comportamiento eclesial.
6. A nivel pastoral, la comunidad católica en China está llamada a permanecer unida, para superar las divisiones del pasado que tantos sufrimientos han provocado y lo siguen haciendo en el corazón de muchos pastores y fieles. Que todos los cristianos, sin distinción, hagan ahora gestos de reconciliación y de comunión. En este sentido, tomemos en serio la advertencia de san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor» (Palabras de luz y de amor, 1,60).
Que, en el ámbito civil y político, los católicos chinos sean buenos ciudadanos, amen totalmente a su Patria y sirvan a su País con esfuerzo y honestidad, según sus propias capacidades. Que, en el plano ético, sean conscientes de que muchos compatriotas esperan de ellos un grado más en el servicio del bien común y del desarrollo armonioso de la sociedad entera. Que los católicos sepan, de modo particular, ofrecer aquella aportación profética y constructiva que ellos obtienen de su fe en el reino de Dios. Esto puede exigirles también la dificultad de expresar una palabra crítica, no por inútil contraposición, sino con el fin de edificar una sociedad más justa, más humana y más respetuosa con la dignidad de cada persona.
7. Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos obispos, sacerdotes y personas consagradas, que «servís al Señor con alegría» (Sal 100,2). Que nos reconozcamos como discípulos de Cristo en el servicio al Pueblo de Dios. Que vivamos la caridad pastoral como brújula de nuestro ministerio. Que superemos las contradicciones del pasado, la búsqueda de intereses personales y atendamos a los fieles, haciendo nuestras sus alegrías y sufrimientos. Que trabajemos humildemente por la reconciliación y la unidad. Que retomemos con fuerza y pasión el camino de la evangelización, como señaló el Concilio Ecuménico Vaticano II.
A todos vosotros os digo nuevamente con afecto: «Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de su comodidad. Su testimonio nos recuerda que la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida. Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante» (Gaudete et exsultate, 19-III-2018, 138).
Os ruego con convicción que pidáis la gracia de no vacilar cuando el Espíritu nos reclame que demos un paso adelante: «Pidamos el valor apostólico de comunicar el Evangelio a los demás y de renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. En todo caso, dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús resucitado. De ese modo la Iglesia, en lugar de estancarse, podrá seguir adelante acogiendo las sorpresas del Señor» (ibíd., 139).
8. En este año, en el que toda la Iglesia celebra el Sínodo de los Jóvenes, deseo dirigirme especialmente a vosotros, jóvenes católicos chinos, que atravesáis las puertas de la Casa del Señor «con himnos dándole gracias y bendiciendo su nombre» (Sal 100,4). Os pido que colaboréis en la construcción del futuro de vuestro País con los dones personales que habéis recibido y con vuestra fe joven. Os animo a llevar a todos, con vuestro entusiasmo, la alegría del Evangelio.
Estad dispuestos a acoger como guía segura al Espíritu Santo, que indica al mundo de hoy el camino hacia la reconciliación y la paz. Dejaos sorprender por la fuerza renovadora de la gracia, también cuando os pueda parecer que el Señor os pide un compromiso superior a vuestras fuerzas. No tengáis miedo de escuchar su voz que os pide fraternidad, encuentro, capacidad de diálogo y de perdón, y espíritu de servicio, a pesar de tantas experiencias dolorosas del pasado reciente y de las heridas todavía abiertas.
Abrid el corazón y la mente para discernir el plan misericordioso de Dios, que nos pide superar los prejuicios personales y antagonismos entre los grupos y las comunidades, para abrir un camino valiente y fraterno a la luz de una auténtica cultura del encuentro.
Muchas son las tentaciones de hoy: el orgullo del éxito mundano, la cerrazón en las propias certezas, la supremacía dada a las cosas materiales como si Dios no existiese. Id contracorriente y permaneced firmes en el Señor: «Él solo es bueno», solo «su misericordia es eterna», solo su fidelidad dura «por todas las edades» (Sal 100,5).
9. Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia universal: todos debemos reconocer como uno de los signos de nuestro tiempo lo que está sucediendo hoy en la vida de la Iglesia en China. Tenemos una tarea importante: acompañar con la oración fervorosa y la amistad fraterna a nuestros hermanos y hermanas en China. De hecho, ellos deben experimentar que no están solos en el camino que en este momento se abre ante ellos. Es necesario que sean acogidos y ayudados como parte viva de la Iglesia: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos» (Sal 133,1).
Que cada comunidad católica local, en todo el mundo, se comprometa a valorizar y a acoger el tesoro espiritual y cultural específico de los católicos chinos. Ha llegado la hora en que probemos juntos los frutos genuinos del Evangelio sembrado en el seno del antiguo “Reino del Medio” y que elevemos al Señor Jesucristo el canto de la fe y de la acción de gracias, embellecido con auténticas notas chinas.
10. Me dirijo con respeto a los que guían la República Popular China y renuevo la invitación a continuar el diálogo iniciado hace tiempo con confianza, valentía y amplitud de miras. Deseo asegurar que la Santa Sede seguirá trabajando sinceramente para crecer en la auténtica amistad con el Pueblo chino.
Los contactos actuales entre la Santa Sede y el Gobierno chino se están revelando útiles para superar las contraposiciones del pasado, también reciente, y para escribir una página de colaboración más serena y concreta en la certeza de que «las incomprensiones no favorecen ni a las Autoridades chinas ni a la Iglesia católica en China» (Benedicto XVI, Carta a los católicos chinos, 27-V-2007, 4).
De este modo, China y la Sede Apostólica, llamadas por la historia a una tarea difícil pero apasionante, podrán actuar más positivamente a favor del crecimiento ordenado y armonioso de la comunidad católica en tierra china, y se esforzarán en promover el desarrollo integral de la sociedad, asegurando un mayor respeto por la persona humana también en el ámbito religioso, trabajando de forma concreta en la protección del ambiente en el que vivimos y en la construcción de un futuro de paz y de fraternidad entre los pueblos.
Es de suma importancia que también en China, a nivel local, se profundicen cada vez más las relaciones entre los Responsables de las comunidades eclesiales y las Autoridades civiles, mediante un diálogo sincero y una escucha sin prejuicios que permita superar las actitudes recíprocas de hostilidad. Se tiene que aprender un estilo nuevo de colaboración sencilla y cotidiana entre las Autoridades locales y las eclesiásticas −obispos, sacerdotes, ancianos de las comunidades− de tal modo que se garantice el desarrollo ordenado de las actividades pastorales, armonizando las expectativas legítimas de los fieles y las decisiones que son competencia de las Autoridades.
Esto ayudará a comprender que la Iglesia en China no es ajena a la historia china, ni pide ningún privilegio: su finalidad en el diálogo con las Autoridades civiles es la de «llegar a una relación basada en el respeto recíproco y en el conocimiento profundo» (ibíd.).
11. En nombre de toda la Iglesia, pido al Señor el don de la paz, a la vez que os invito a todos a invocar conmigo la protección maternal de la Virgen María.
Madre del cielo, escucha la voz de tus hijos, que humildemente invocan tu nombre.
Virgen de la esperanza, a ti confiamos el camino de los creyentes en la noble tierra de China. Te pedimos que presentes al Señor de la historia las tribulaciones y las fatigas, las súplicas y las esperanzas de los fieles que te rezan, oh Reina del cielo.
Madre de la Iglesia, te consagramos el presente y el futuro de las familias y de nuestras comunidades. Protégelas y ayúdalas en la reconciliación fraterna y en el servicio hacia los pobres que bendicen tu nombre, oh Reina del cielo.
Consoladora de los afligidos, nos dirigimos a ti para que seas refugio de los que lloran en la hora de la prueba. Vela sobre tus hijos que alaban tu nombre, haz que lleven juntos el anuncio del Evangelio. Acompaña sus pasos por un mundo más fraterno, haz que todos lleven la alegría del perdón, oh Reina del cielo.
María, Auxilio de los cristianos, te pedimos para China días de bendición y de paz. Amén.
Vaticano, 26 de septiembre de 2018
Francisco

9/27/18

“¡Fuera la intolerancia en nuestra vida!”

Antonio Rivero, L.C. 

DOMINGO 26º DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo B
Textos: Nm 11, 25-29; St 5, 1-6; Mc 9, 37-42 
Idea principal: Cuidemos en nuestra vida la intolerancia, los celos y la intransigencia, pues no son evangélicos. Nadie tiene el monopolio del Espíritu, pues Él sopla donde quiere y cuando quiere.
Síntesis del mensaje: No es propio del Cristianismo el ser intolerante, tajante y radical. Basta ver a Jesús manso y humilde de corazón que tuvo paciencia con los apóstoles, que predicaba el Reino con respeto, exigía desde los valores de la justicia, verdad y solidaridad, y valoraba las cosas positivas de los maestros de la ley y fariseos.
 Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Moisés no se puso celoso porque Eldad y Medad profetizasen. “Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos el espíritu del Señor”. Es un preludio de lo que nos dirá el Espíritu Santo en el concilio Vaticano II: “El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza…Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios…sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”(Lumen Gentium, 12).
En segundo lugar, ahora es el apóstol Juan, quien se definía “el discípulo amado”, el que parece intolerante y prohíbe a uno expulsar demonios en nombre de Jesús. Cree que sólo ellos, los apóstoles, tienen el monopolio y la exclusiva de estos ministerios. Intolerante, tajante y radical, porque un hombre de pueblo se mete a exorcista y despacha a los demonios. Ya vimos en la primera lectura cómo Moisés paró los pies a esos intolerantes que le pedían que les prohibiese profetizar. La intolerancia es cerrilismo, ignorancia y pecado. La tolerancia es cortesía, inteligencia y virtud. Ahora entendemos mejor al Papa Francisco. La intolerancia es un escándalo. Y escandalizar, según nuestra moral y el evangelio, no es dar que hablar, sino incitar, colaborar…con el pecado. En este caso la intolerancia es virtud porque su objetivo es lo malo. Las palabras de Jesús hoy son una exhortación a la tolerancia y a la magnanimidad. La exclusión sectaria, la mirada narcisista, la pretensión monopolizadora, son actitudes extrañas al espíritu de Jesús. Eliminando toda cerrazón ortodoxa, el cristianismo ha de saber acoger, apoyar y estimular a todos los hombres que defiendan una causa noble, aunque no estén inscritos en su comunidad ni pertenezcan a su confesión. A éstos, por mínima que sea su acción humanitaria, no se les negará la recompensa divina. ¡Cuánto menos la acogida humana!
Finalmente, habría que preguntarnos si realmente somos tolerantes o intolerantes. Tolerantes en qué. Intolerantes en qué y cuándo. Ya sabemos lo que nos vendrá. La intolerancia de los intolerantes es tan grave, que Jesús les cuelga hoy al cuello una rueda de molino ¡y al mar!; los mutila –ojo, brazo, pierna- ¡y al tostadero!; les cierra a cal y canto la puerta del cielo ¡y a la calle! Naturalmente, es un decir de decires, una hipérbole, pero no un decir por decir. La intolerancia religiosa es las ganas fracasadas de alzarse con el santo y la peana, es decir, con Dios en exclusiva y eso es un sacrilegio. La intoleranciadivide a los hombres, les amarga la existencia y eso es un pecado contra el amor y su unidad. La intolerancia fastidia a los hombres, y los hombres por eso se enemistan con Dios. La intolerancia es intolerable. Punto. ¿Con qué y con quién debemos ser, entonces, intolerantes? ¡Con el pecado y con quien me proponga o me invite a pecar! ¡Fuera el pecado en nuestra vida! ¡Dios se merece mi amor y respeto!
Para reflexionar: ¿Con quién soy intolerante: con los demás, conmigo? ¿A qué o a quién debo ser intolerante: a mi hermano que piensa o cree distinto que yo, al pecado y al que me invita a ofender a Dios? ¿Por qué creo que yo tengo el monopolio de la verdad y la salvación? ¿Creo que “mi” verdad es “la” verdad?
Para rezarSeñor, te pido, que me liberes de mi mal carácter, agresividad e intolerancia. La inestabilidad de mi carácter, el mal trato hacia los que se me acercan o se relacionan conmigo, así como con mis familiares, parroquianos, amigos y vecinos… gobierna, tristemente mi vida, y el daño que les causo a los demás, al prójimo, a los que en general tratan conmigo, es excesivamente doloroso, y el que me infiero a mi mismo es también insoportable y me produce una inevitable y gran culpa, al punto que me paralizo, y veo pasar los días en una secuencia interminable. Me arrepiento de haber incurrido en esta actitud y conducta, pero necesito de tu celestial y poderoso auxilio para liberarme definitivamente de la intolerancia. Te doy gracias Señor porque tú siempre escuchas al que te invoca. Amén.

Su viaje a los Países Bálticos

El Papa ayer en la Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En los últimos días he efectuado un viaje apostólico a Lituania, Letonia y Estonia, con motivo del centenario de la independencia de estos Países llamados Bálticos. Cien años, cuya mitad han vivido bajo el yugo de las ocupaciones, primero la nazi, después  la soviética. Son pueblos que han sufrido mucho, y por esta razón el Señor los ha mirado con predilección. Estoy seguro de ello. Agradezco a los Presidentes de las tres Repúblicas y a las Autoridades civiles la exquisita acogida que recibí. Doy las gracias a los obispos y a todos aquellos que han colaborado en la preparación y realización de este evento eclesial.
Mi visita tuvo lugar en un contexto muy diferente al que encontró  San Juan Pablo II; por eso mi misión era anunciar de nuevo a esos pueblos la alegría del Evangelio y la revolución de la ternura, de la misericordia, porque la libertad no es suficiente para dar sentido y plenitud a la vida sin el amor, amor que siempre viene de Dios El Evangelio, que en el momento de la prueba da fuerza y ​​alma a la lucha por la liberación, en el tiempo de la libertad es luz para el camino cotidiano de las personas, de las familias, de las sociedades y es sal que da sabor a la vida ordinaria y la preserva de la corrupción de la mediocridad y de los egoísmos.
En Lituania, los católicos son la mayoría, mientras en Letonia y Estonia prevalecen los luteranos y ortodoxos, pero muchos se han alejado de la vida religiosa. El desafío era, pues, fortalecer la comunión entre todos los cristianos, ya desarrollada durante el duro período de la persecución. En efecto, la dimensión ecuménica era intrínseca en este viaje y se manifestó en el momento de la oración en la catedral de Riga y en el encuentro con los jóvenes en Tallin.
Al dirigirme a las respectivas Autoridades de los tres países, he puesto el acento en la contribución que brindan a la comunidad de las naciones y especialmente a Europa: contribución de valores humanos y sociales pasada por el crisol de la prueba. He incentivado el diálogo entre la generación de los ancianos y la de los jóvenes, para que el contacto con las “raíces” pueda continuar fertilizando el presente y el futuro. He exhortado a combinar siempre la libertad con la solidaridad y la acogida de acuerdo con la tradición de esas tierras.
Dos encuentros específicos estuvieron dedicados a los jóvenes y los ancianos: con los jóvenes en Vilnius, con los ancianos en Riga. En la plaza de Vilnius, llena de chicos  y chicas, era palpable el lema de la visita a Lituania: “Jesucristo, nuestra esperanza“. Los testimonios han demostrado la belleza de la oración y del canto, donde el alma se abre a Dios; la alegría de servir a los demás, dejando los recintos del “yo” para estar en el camino, capaces de levantarse después de las caídas. Con los ancianos, en Letonia, hice hincapié en el estrecho vínculo entre la paciencia y esperanza. Aquellos que han pasado  a través de duras pruebas  son las raíces de un pueblo, que hay que custodiar  con la gracia de Dios, para que los nuevos brotes puedan arraigarse, florecer y dar fruto. El desafío para los que envejecen es no es endurecerse por dentro, sino permanecer abiertos y tiernos en la mente y el corazón; y esto es posible con la “savia” del Espíritu Santo, en la oración y escuchando la Palabra.
También con los sacerdotes, las personas consagradas y los seminaristas,encontrados en Lituania, se demostró esencial para la esperanza la dimensión de la constancia: estar centrados en Dios, firmemente enraizados en su amor. ¡Qué gran testimonio han dado y todavía dan muchos sacerdotes, religiosos y religiosas ancianos! Han sufrido calumnias, cárceles, deportaciones… pero se mantuvieron firmes en la fe. Les exhorté a no olvidar, a guardar la memoria de los mártires, a seguir sus ejemplos.
Y hablando de memoria, en Vilnius rendí homenaje a las víctimas del genocidio judío en Lituania, exactamente 75 años después del cierre del gran gueto, que fue la antecámara de la muerte de decenas de miles de judíos. Al mismo tiempo, visité el Museo de las Ocupaciones y de las Luchas por la  Libertad: me detuve en oración precisamente en las habitaciones donde los opositores del régimen eran  detenidos, torturados y asesinados. Mataban a unos cuarenta cada noche. Es conmovedor ver hasta dónde puede llegar la crueldad humana. Pensémoslo.
Pasan los años, pasan los regímenes, pero desde lo alto de la Puerta de la Aurora en Vilnius, María, Madre de la Misericordia, sigue velando por su pueblo, como una señal de esperanza cierta y de consuelo (cf. Vaticano II. Ecum. IVA. II de la Constitución dog. Lumen Gentium, 68).
Signo viviente del Evangelio es siempre la caridad concreta. Incluso donde la secularización es más fuerte, Dios habla con el lenguaje del amor, de la atención, del servicio gratuito a los necesitados. Y luego se abren los corazones y ocurren los milagros: en los desiertos brota una nueva vida.
En las tres celebraciones eucarísticas – en Kaunas, Lituania, en Aglona, ​​Letonia, y en Tallin, Estonia – el santo pueblo fiel de Dios en su camino a esas tierras ha renovado su “sí” a Cristo nuestra esperanza; lo renovó con María, que siempre se muestra Madre de sus hijos, especialmente de los que  más sufren; lo renovó como pueblo elegido, sacerdotal y santo, en cuyo corazón Dios despierta la gracia del bautismo.
Recemos por nuestros hermanos y hermanas de Lituania, Letonia y Estonia. ¡Gracias!

9/24/18

Claves para una propuesta pastoral sobre la santidad, a partir de la ‘Gaudete et exsultate’

En la exhortación apostólica ‘Gaudete et Exsutalte’, el Papa Francisco ha recordado la llamada a la santidad y señalado el modo de acogerla en el mundo actual. Ahora bien, ¿cómo ha de proponerse ese objetivo?
Hoy la santidad debe presentarse en relación con la vida ordinaria, en el marco de la vida eclesial, como vocación-misión en Cristo, como algo esencialmente abierto a Dios y a los demás.
La perfección a la que nos aproximamos, obra progresiva de la gracia en nosotros con nuestra colaboración, es la perfección del amor de Dios, y no la de un perfeccionismo centrado en los propios esfuerzos.
A la luz de ese documento, el profesor Ramiro Pellitero examina las claves para una propuesta pastoral de la santidad.
Una lectura atenta de la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (19-III-2018, GE) permite extraer algunas claves para la propuesta pastoral sobre la santidad en el mundo actual.

Visión general: el objetivo y el mensaje

Un primer elemento es el objetivo que se propone. El Papa declara que no es “un tratado sobre la santidad” (n. 2), sino que humildemente pretende “hacer resonar una vez más la llamada a la santidad”, lo que tiene que ver más bien con una catequesis (hacerse eco de la fe cristiana). Y una indicación sobre el modo o la forma: “procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades”, lo que corresponde al género de una teología pastoral o evangelizadora.
—Qué es la santidad
Vayamos al mensaje: la santidad. La santidad se presenta aquí de muchas formas: como llamada (lo que figura en el título) o vocación, como camino (término que aparece más de 40 veces en el documento, con frecuencia unido al de santidad) y como acción del Espíritu Santo (que ilumina y guía, da vida e impulsa, enciende y fortalece con su gracia especialmente a los cristianos) en la Iglesia y en el mundo.
La santidad aparece también e inseparablemente como misión y palabra o mensaje que el cristiano pronuncia en el mundo con su vida en unión con Cristo (cfr. 20).
La santidad (cfr. Lumen gentium, 11) es también una propiedad característica y fundamental de la Iglesia, propiedad que puede manifestarse en diversos modos también fuera de sus márgenes visibles. Más aún, “la santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (9). Un rostro que ni siquiera nuestras faltas y pecados, que ciertamente lo afean, pueden destruir (cfr. 15). En todo caso la santidad no se puede buscar de un modo individualista sino “en comunidad” (140ss.), pues tiene, en efecto, lo que podríamos llamar una dimensión social, familiar y eclesial.

El “contenido” de la santidad: Cristo y la caridad

¿Cuál es el contenido preciso de la santidad? Podría expresarse con un binomio: Cristo y la caridad. Cristo es el centro de la santidad: la santidad es imitación o mejor identificación con Cristo, con su entrega y su misión (es “misión en Cristo”), participación de su vida resucitada, seguimiento y testimonio de Cristo, empeño por anunciar su mensaje y por edificar su reino de amor, justicia y paz. La santidad es participar, en unión con Cristo, de los misterios de Su vida, que son misterios de revelación, de redención y de recapitulación (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 515ss.).
—“Cristo amando en nosotros”
En ese contexto (nuestra vida participando la de Cristo) la santidad es designio de Dios Padre que desea que amemos con el amor de Cristo. Y por eso, el contenido de la santidad es la caridad“En último término, es Cristo amando en nosotros, porque ‘la santidad no es sino la caridad plenamente vivida’ [Benedicto XVI]” (GE, 21).
Y esto no tiene nada de romanticismo popular; pues la santidad pide, a partir del encuentro y de la contemplación de Cristo, “tocar la carne sufriente de Cristo en los otros”(37). También por eso se equivocan los que interpretan la vida cristiana buscando “un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo” (37).
El santo −el que busca la santidad− ha de reflejar a Cristo. “Un santo no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos” (93). Al contrario, el santo procura vivir según la humildad y la paz señaladas por las Bienaventuranzas, que reflejan precisamente el rostro de Cristo y, por eso, son, en cierto sentido, el corazón vivo de la santidad.
La santidad requiere abrir la puerta del corazón a Cristo, que golpea y llama (cfr. 136), que nos pide salir de nosotros mismos, abandonar la autorreferencialidad, el bienestar y la “modorra”, liberarnos de la inercia (cfr. 137).
Por esos motivos la santidad necesita del trato personal con Cristo en la oración (cfr. 151). El encuentro con Jesús en las Escrituras y en la oración se alimenta especialmente de la comunión eucarística y necesita el sacramento de la Reconciliación (cf. 157). Así vamos participando de la libertad de Cristo. Esto no nos saca de la realidad, sino al contrario, nos pide continuamente el combate espiritual y el discernimiento para actuar conforme a esa libertad (cfr. 168).
Y todo ello, añade el Papa, no solo en momentos extraordinarios, sino continuamente en todo lo que miramos, valoramos y decidimos. Un momento personal del discernimiento es el “examen de conciencia”. Francisco aconseja que se haga diariamente, en diálogo sincero con el Señor, para reconocer los medios concretos que Él nos proporciona en el camino hacia la santidad, y para no quedarnos solo en “buenas intenciones”.
—Malinterpretar a Cristo: neo-gnosticismo y neo-pelagianismo
La centralidad de Cristo en la santidad −que es vocación y misión en Cristo− es también la clave para comprender las enseñanzas del Papa argentino acerca de dos errores que afectan profundamente a la vivencia y a la interpretación de la vida cristiana. Se trata del pelagianismo y del gnosticismo en sus formas actuales.
Un documento reciente de la Congregación para la Doctrina de la Fe señala precisamente el núcleo de la cuestión, al advertir que estos errores desconocen el auténtico sentido del misterio de Cristo y de su Encarnación en relación con la vida cristiana: “Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal” (Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, 1-III-2018, 4).
Ya en 1989, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Ratzinger, publicó la carta Orationis formas, donde advertía del riesgo de confundir la oración cristiana con algunos métodos de meditación transcendental, y aludía a los gnósticos de los primeros siglos. En todas las épocas y con múltiples variantes, el gnosticismo viene proponiendo una salvación por medio de un conocimiento reservado solo a algunos (cfr. GE, 37).
La mentalidad gnóstica prescinde de la Encarnación, y, por tanto, tiende a infravalorar la materia y las condiciones concretas de las personas. Van por este camino los que pretenderían agotar con sus explicaciones toda la fe y todo el Evangelio (cfr. 39). Se trata de una espiritualidad desencarnada que intenta “domesticar el misterio”: el misterio de Dios, de la gracia y de la vida cristiana. Con su actitud de quien tiene “respuestas a todas las preguntas”, manipulan la religión para el propio beneficio.
En efecto, esto supone desconocer las limitaciones de la razón (concretamente de la razón llamada moderna, cerrada en sus dimensiones empíricas, como explicó muy bien Benedicto XVI), así como desconocer también la pluralidad de posibles interpretaciones (dentro de la tradición cristiana) de la realidad y de la fe, y la necesidad de permanecer abiertos a los problemas de las personas.
Pero además la actitud gnóstica tiene consecuencias morales en forma de soberbia intelectual y afán de dominio sobre los demás. El creerse “perfectos” y mejores que la “masa ignorante” (en la que se encuentran muchas personas sencillas con auténtica fe y caridad) está suficientemente perfilado en las críticas que Jesús dirige a los fariseos en los Evangelios. La perfección que busca la santidad está en las antípodas de esta actitud ideológica.
Si el gnosticismo cifra la salvación en los meros conocimientos o en las ideas, por elevadas que parezcan, el pelagianismo pone la salvación en la voluntad y en el “hacer”. Surgido posteriormente, en el siglo IV, contra él tuvo que luchar San Agustín.
Ni el gnosticismo ni el pelagianismo son un tema nuevo en las enseñanzas de Francisco, que recoge y amplía las enseñanzas de su predecesor. Ya hemos recordado la carta Orationis formas en su época de Prefecto de la Congregación de la fe, en relación con algunas tendencias gnósticas. Tres años antes (1986), en unos ejercicios espirituales cuyo texto se publicó luego con el título Mirar a Cristo, el mismo cardenal se refería al pelagianismo en una doble modalidad: “pelagianismo burgués” de los que pretenden no necesitar de Dios, y “pelagianismo de los piadosos” que cultivan una falsa oración carente de humildad y que estarían, estos últimos, representados por los fariseos del Evangelio.
Francisco expresa así el núcleo común a ambos errores, gnosticismo y pelagianismo en sus versiones actuales: uno y otro se corresponden con un “inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad católica” (35), que nos pueden afectar y nos afectan ad intra. Esto intenta compaginarse con la fe cristiana, pero es precisamente el vivir la fe impregnada de esa óptica lo que impide que Cristo pueda vivir y verse en ella.
No se trata, por tanto, de los grandes errores fuera de la fe (materialismo individualista, relativismo, nihilismo, etc.), tan extendidos en nuestra sociedad. Al Papa le preocupa sobre todo un hecho de experiencia: que, entre los cristianos y más concretamente los católicos, el hombre puede cerrarse en sí mismo, negándose a un apertura auténtica hacia Dios y a los demás, aferrándose a sus seguridades materiales (cfr. 108: consumismo hedonista despreocupado por los más pobres y necesitados), morales (más bien habría que decir moralistas, en el sentido ratzingeriano de voluntaristas, o incluso espirituales(cfr. 165 lo que aquí se llama “corrupción espiritual”, y, en otros lugares de la predicación de Francisco, “mundanización espiritual”).
Las formas actuales de pelagianismo y gnosticismo suponen, pues, errores (o tipos generales de errores) que olvidan la primacía de Dios, de su gracia y de su amor, pero que no llevan a las personas a oponerse a la fe y a la vida cristiana o abandonarlas; sino que esos cristianos a menudo son poco conscientes de sus actitudes, permanecen dentro de la Iglesia y actúan en ella con buena intención. Pero las buenas intenciones no bastan. De ahí la importancia de detectarlos y contrarrestarlos con una adecuada formación y un sabio acompañamiento espiritual y eclesial, que harán posible una participación eficaz en la misión evangelizadora de la Iglesia.

El método (discernimiento) y la propuesta sobre la santidad

Como en otras ocasiones, el Papa Francisco utiliza aquí, flexiblemente, el método teológico-práctico del discernimiento. Es decir, el método propio de la fe cuando entra en diálogo con la razón práctica a la hora de actuar. Las etapas de este método (que cabe realizar de un modo flexible y de formas diversas) pueden sintetizarse así: 1) mirada a la realidad desde la fe; 2) valoración y juicio sobre la situación volviendo siempre a la mirada de la fe; 3) decisión y actuación siempre de acuerdo con la fe, con la vocación a la santidad y con la misión de cada uno en la Iglesia y en el mundo. Aunque el Papa solo habla del discernimiento en el último capítulo, puede verse cómo él mismo lo emplea a lo largo de todo el documento.
—Discernir la realidad desde la fe
Esto se puede analizar en una mirada retrospectiva a la estructura del texto. Comienza (capítulo primero) por la mirada a la realidad desde la fe. Ahí descubre que hoy la santidad debe presentarse en relación con la vida ordinaria, en el marco de la vida eclesial, como vocación-misión en Cristo, como algo esencialmente abierto (nos abre a Dios y a los demás; nos hace “más vivos, más humanos”, más felices y alegres).
Ciertamente, se trata de aspectos que están desde el principio en el Evangelio, que vivieron ejemplarmente los primeros cristianos y que los Padres de la Iglesia pusieron claramente de relieve. Pero que en gran parte quedaron olvidados hasta el siglo XX. Todavía hoy, el diccionario del castellano dice que “santo” significa “perfecto y libre de toda culpa”; lo cual, por cierto, es propio solo de Dios. Pero entonces se puede olvidar que cuando Jesús dijo “sed perfectos como mi Padre celestial” (Mt 5, 48), lo que antecede es: “Mi Padre […], que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? […] Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?” (vv. 45-47). La perfección a la que nos aproximamos, obra progresiva de la gracia en nosotros con nuestra colaboración, es la perfección del amor de Dios, y no la de un perfeccionismo centrado en los propios conocimientos o capacidades, realizaciones y esfuerzos.
En esa línea debe entenderse lo que San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: “Ya que [… Dios Padre]) en Él [Cristo] nos eligió ante de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor” (Ef 1, 4).
Por tanto, es lógico que en el siguiente capítulo (segundo), el Papa se centre en valorar como errores u obstáculos las malas interpretaciones que desea destacar, precisamente para contrarrestar una falsa idea o una falsa búsqueda de la santidad: el neopelagianismo y el neognosticismo.
Vuelve después, como en espiral, a lo central de las enseñanzas de Jesús según los Evangelios: las Bienaventuranzas y el “gran protocolo” (la parábola del juicio final en Mt 25) (tercer capítulo). Enseñanzas que, hay que reconocer, con frecuencia no han ocupado, en los últimos siglos, el lugar que merecen en relación con la santidad de todos los bautizados.
Luego Francisco propone algunas manifestaciones de la santidad (“notas”: alegría, paciencia y humildad, audacia y fervor evangelizador), incluyendo la oración y la vida eclesial (capítulo cuarto). Termina, también en línea de proposición, explicando la necesidad, para colaborar con la acción del Espíritu Santo en la propia santidad, del combate espiritual y del discernimiento (quinto).
—Proponer (y buscar) la santidad aquí y ahora
¿Qué propuesta pastoral sobre la santidad se deduce de todo ello? Además de los análisis y valoraciones en los que nos hemos detenido −que forman parte de esa propuesta−, quizá lo más interesante sea, precisamente, tanto para los educadores como para los demás, la proposición del discernimiento a la hora de plantear o plantearse la santidad. Esto significa hacerlo “aquí y ahora”, teniendo en cuenta la cultura que nos rodea y las personas que nos escuchan.
Respecto al discernimiento, el Papa destaca algunos puntos decisivos: 1) el discernimiento es hoy, para todos, también para los jóvenes, una “necesidad imperiosa”(hay que enseñar a vivirlo); 2) debe realizarse siempre a “la luz del Señor” (necesita una vida de oración y de fe); 3) es un “don sobrenatural” sobre la base de la sabiduría humana (la razón y la prudencia o sabiduría práctica) y de las sabias normas de la Iglesia (hay que pedirlo y precisa de la reflexión, del diálogo y del acompañamiento espiritual); 4) requiere una “disposición para escuchar” a Dios, a los demás, a la realidad; de modo que se haga posible superar nuestra visión parcial e insuficiente, nuestros esquemas tal vez cómodos y rígidos ante la novedad que viene con la vida del Resucitado; 5) ha de seguir “la lógica del don y de la cruz”, por lo que pide generosidad, no dejarse anestesiar la conciencia y vencer el miedo.
Concluye Francisco −y esto vale, insisto, tanto para los formadores como para los jóvenes−: “El discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos” (175).
En definitiva, como claves de esta propuesta de la santidad en el mundo actual cabría señalar: 1) una adecuada comprensión de la santidad, enfocada no desde la “perfección” ni la autosalvación, sino desde la iniciativa de la gracia y la centralidad de Cristo; 2) un crecimiento en la santidad buscando la coherencia humana y cristiana, por medio de las virtudes, la oración y los sacramentos; 3) un adecuado acompañamiento en el combate espiritual contra las tentaciones y un sabio discernimiento espiritual y eclesial.