1/31/20

La doctrina cristiana se compendia en un rostro: “Jesucristo resucitado”


Discurso del Papa a la Congregación Pontificia


Sres. cardenales, queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas:
Os recibo con ocasión de vuestra asamblea plenaria. Agradezco al prefecto sus amables palabras; y os saludo a todos vosotros, superiores, funcionarios y miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Os doy las gracias por todo el trabajo que desempeñáis al servicio de la Iglesia universal, en ayuda del Obispo de Roma y de los obispos del mundo para promover y proteger la integridad de la doctrina católica sobre la fe y la moral.
La doctrina cristiana no es un sistema rígido y cerrado en sí mismo, pero tampoco es una ideología que cambie con el paso de las estaciones; es una realidad dinámica que, permaneciendo fiel a su fundamento, se renueva de generación en generación y se compendia en un rostro, en un cuerpo y en un nombre: Jesucristo resucitado.
Gracias al Señor resucitado, la fe se abre de par en par a nuestro prójimo y a sus necesidades, desde las más pequeñas a las más grandes. Por lo tanto, la transmisión de la fe requiere que se tenga en cuenta a su destinatario, que se conozca y  se ame concretamente. En esta perspectiva, es significativo vuestro compromiso de reflexionar, en el curso de esta plenaria, sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida.
El contexto sociocultural actual está erosionando progresivamente la conciencia de lo que hace que la vida humana sea preciosa. De hecho, la vida se valora cada vez más por su eficiencia y utilidad, hasta el punto de considerar como «vidas descartadas» o «vidas indignas» las que no se ajustan a este criterio. En esta situación de pérdida de los valores auténticos, se resquebrajan también los deberes inderogables de solidaridad y fraternidad humana y cristiana.
En realidad, una sociedad se merece la calificación de «civil» si desarrolla los anticuerpos contra la cultura del descarte; si reconoce el valor intangible de la vida humana; si la solidaridad se practica activamente y se salvaguarda como fundamento de la convivencia.
Cuando la enfermedad llama a la puerta de nuestra vida, aflora siempre en nosotros la necesidad de tener cerca a alguien que nos mire a los ojos, que nos tome de la mano, que manifieste su ternura y nos cuide, como el Buen Samaritano de la parábola evangélica. (cf. Mensaje para la XXVIII Jornada Mundial del Enfermo, 11 de febrero de 2020).
El tema del cuidado de los enfermos, en las fases críticas y terminales de la vida, invoca  la tarea de la Iglesia de reescribir la «gramática» de hacerse cargo y de cuidar de la persona que sufre. El ejemplo del Buen Samaritano enseña que es necesario convertir la mirada del corazón, porque muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. Se me ocurre que, muchas veces, el Evangelio, al hablar de Jesús frente a una persona que sufre, dice: «se compadeció», «se compadeció»… Un estribillo de la persona de Jesús. Sin compasión, el que mira no se involucra en lo que observa y pasa de largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede.
Alrededor de la persona enferma es necesario crear una verdadera plataforma humana de relaciones que, al tiempo que fomentan la atención médica, se abran a la esperanza, especialmente en aquellas situaciones límite en las que el dolor físico va acompañado de desamparo emotivo y angustia espiritual.
El enfoque relacional –y no meramente clínico– con el enfermo, considerado en la singularidad e integridad de su persona, impone el deber de no abandonar nunca a nadie en presencia de males incurables. La vida humana, por su destino eterno, conserva todo su valor y dignidad en cualquier condición, incluso de precariedad y fragilidad, y como tal es siempre digna de la más alta consideración.
Santa Teresa de Calcuta, que vivió el estilo de la cercanía y del compartir, preservando hasta el final el reconocimiento y el respeto de la dignidad humana, y haciendo más humano el morir, decía: «Quien en el camino de la vida ha encendido incluso solo una luz en la hora oscura de alguien no ha vivido en vano».
A este respecto, pienso en lo bien que funcionan los hospices para los cuidados paliativos, en los que los enfermos terminales son acompañados con un apoyo médico, psicológico y espiritual cualificado, para que puedan vivir con dignidad, confortados por la cercanía de sus seres queridos, la fase final de su vida terrenal. Espero que estos centros continúen siendo lugares donde se practique con compromiso la «terapia de la dignidad», alimentando así el amor y el respeto por la vida.
Aprecio, además, el estudio que habéis emprendido sobre la revisión de las normas de los delicta graviora reservados a vuestro dicasterio, contenidas en el Motu proprio Sacramentorum sanctitatis tutela de san Juan Pablo II. Vuestro esfuerzo va en la dirección adecuada de actualizar la normativa con miras a la mayor eficacia de los procedimientos, para que sea más ordenada y orgánica, a la luz de las nuevas situaciones y problemáticas del actual contexto sociocultural. Al mismo tiempo, os exhorto a continuar resueltamente en esta tarea, para dar una contribución válida en un ámbito en el que la Iglesia está directamente implicada, a proceder con rigor y transparencia en la salvaguarda de la santidad de los sacramentos y de la dignidad humana violada, especialmente la de los pequeños.
Por último, me congratulo por la reciente publicación del documento preparado por la Pontificia Comisión Bíblica sobre los temas fundamentales de la antropología bíblica que profundiza una visión global del proyecto divino, comenzado con la creación y que encuentra su cumplimiento en Cristo, el Hombre Nuevo, que constituye “la clave, el centro y el fin de toda la historia humana” (Conc. Ecum. Vat. II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 10).
Os agradezco a todos, miembros y colaboradores de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el precioso servicio que prestáis. Invoco sobre vosotros la abundancia de las bendiciones del Señor; y os pido, por favor, que recéis por mí. ¡Gracias!

1/30/20

“Una vida iluminada”

Monseñor Enrique Díaz Díaz


Fiesta de la Presentación del Señor (2 febrero)
Mal 3,1-4: “Entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan”
Salmo 23: “El Señor es el Rey de la gloria”
Hebreros 2, 14-18: “Tenía que asemejarse en todo a sus hermanos”
San Lucas 2,22-40: “Mis ojos han visto al Salvador”
Llegó hace muchos años y ahora pertenece ya a la historia, al paisaje y familias de la región. ¿Cuántos años tiene? No lo sé, pero debe andar rondando los noventa. Encorvado, delgado a más no poder, pero con una luz y una alegría que le brotan por sus ojos, por sus palabras, por su generosidad. El Tío Lole, italiano de nacimiento, mexicano por opción, “Hermanito de Jesús”, ha hecho de estas tierras lugar de encuentro e intimidad con el Dios que le sostiene. Ermitaño, tres o cuatro cosas son toda su riqueza y le bastan para sostenerse. Su pobre “posesión” la destina a la comunidad y hace brotar de su pequeña huerta alimento generoso para quien se acerca a visitarlo. Siempre habla de Dios, siempre tiene palabras de esperanza, siempre está dispuesto, aunque la ancianidad y las enfermedades ya casi lo destruyen. “Sólo espero el día feliz de mi encuentro final con el Señor. Que sea cuando Él quiera. Que sea como Él quiera. Yo ya estoy en sus manos”, lo dice con plena convicción y mucha esperanza. Es una vida que llega al final con plenitud y me brota la pregunta: ¿Yo he encontrado también esa paz y esa felicidad?
¿Qué te gustaría hacer antes de morir? ¿Cuál sería tu sueño, que una vez realizado, podrías decir: “ahora sí, ya me voy en paz”? Sorprenden las palabras de Simeón porque revelan una paz y una armonía interior plena. Y tiene razón porque la esperanza largamente alimentada por todo un pueblo, el sueño que los ha sostenido  por los siglos, la promesa que mantuvo encendidos sus anhelos, ahora está frente a él y lo considera como plenitud de su propia vida. No necesita más, ha visto al Salvador, se siente realizado y puede morir en paz. Lo acoge no como un privilegio personal, sólo para él, sino como un don que debe compartir y se atreve a presentarlo como luz,  no exclusivamente del pueblo de Israel sino para todos los pueblos. Las esperanzas de este hombre que ha vivido en justicia y rectitud, que es temeroso de Dios y aguarda el consuelo de Israel, se encarnan en el pequeño que presentan José y María. Este encuentro, aunque es un regalo, implica un esfuerzo y una aceptación.  Interiormente ha vivido cerca del templo, en constante encuentro con Dios y en espera de la consolación. Vive orientado hacia lo que redime, hacia Quien ha de venir. Por eso su corazón se alegra al tomar en sus brazos a aquel Niño y bendice a Dios diciendo: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo”. Su corazón rebosa de alegría y en sus bendiciones nos enseña toda la verdad de Quien sostiene en sus brazos. Lo llama el Salvador, retomando las palabras de Navidad y haciéndolas actuales y precisas para ese momento. Para cada uno de nosotros se hace presente el Salvador, en nuestra historia, en nuestras dificultades y en nuestro tiempo, solamente deberemos abrir bien los ojos para descubrir al que viene a salvarnos.
Su grito de alegría descubre a este Salvador como el bien de todos los pueblos y la luz de todas las naciones. Es una nueva manifestación de Jesús como un amor y una luz capaz de atraer a los lejanos, como una llamada audible y amiga que convoca, moviliza y vincula más allá de las barreras levantadas por los hombres. Como un don universal no sujeto a los particularismos de los pueblos, de las culturas o de las religiones. Qué equivocados estamos nosotros cuando nos apropiamos de ese Jesús y lo enfrentamos a los pueblos. Qué miope nuestra mirada cuando solamente buscamos nuestros intereses y nuestros caprichos. Si pusiéramos toda nuestra vida, nuestra historia y nuestra economía, delante de esta luz que es Jesús, caerían esas torpes manipulaciones que protegen sólo a unos cuantos y a los demás los dejan sumidos en las sombras. Cristo es la luz que se anticipa y surge entre nosotros, que lo toca todo, a todos los hombres y todo el hombre. Seguir su resplandor implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional. Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de iluminar el mundo y a toda la humanidad. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Este anciano con sus palabras nos encamina en este nuevo sendero.
Simeón, con el niño en brazos, tras haber alabado a Dios, se dirige con una palabra profética a María, y en ella a todos los discípulos, en la que une a este resplandor de la luz una especie de profecía de la cruz. Primeramente le descubre la contradicción que provocará este Niño, pues mientras para unos la luz es claridad, a los otros les descubre sus mentiras y corrupción. Y aquí no se habla del pasado. Todos nosotros sabemos hasta qué punto Cristo hoy es signo de contradicción. Para muchos Cristo, Dios mismo, es una especie de límite a la ambición y libertinaje del hombre que es necesario combatir. Dios, con su resplandor y verdad, se opone a la mentira del hombre, a su soberbia y a su egoísmo. Es cierto, Dios es amor, pero también se puede odiar el amor cuando nos exige salir de nosotros mismos. El amor no es una romántica sensación de placer, el amor duele cuando es entrega, el amor duele cuando es fiel y llega a los extremos. La palabra final la dirige Simeón concretamente a María: “Y a ti, una espada te atravesará el alma”. La oposición contra el Hijo hiere también a la madre. Y afecta su corazón. La cruz de la contradicción, que se ha hecho radical, se convierte en ella en una espada que le traspasa el alma.
Fiesta de la Candelaria no es sólo una bella tradición de tamales y candelas, sino la manifestación de Cristo como nuestra luz y la presentación clara de las exigencias para el discípulo. Quien sigue a Jesús debe dejarse iluminar en el fondo de su corazón y enfrentar la contradicción. Con María aprendamos el significado de la verdadera compasión, libre de sentimentalismo alguno. Ella “padeció-con” Jesús, nosotros ahora debemos acoger el dolor ajeno como sufrimiento propio. “Padecer-con” Jesús en nuestros hermanos. Candelaria, día de la presentación de la luz en medio de nosotros y nuestras vidas.
Dios, Padre de amor y misericordia, que nos donas a tu Hijo para que sea nuestro Salvador, concede que su luz ilumine nuestras sombras y nos sostenga en los momentos de contradicción. Amén.

1/29/20

La razón de la dicha es la “nueva condición que los bienaventurados reciben”

El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos una serie de catequesis sobre las bienaventuranzas en el evangelio de Mateo (5,1-11). Este texto que abre el «Sermón de la Montaña» y que ha iluminado la vida de los creyentes y también de muchos no creyentes. Es difícil no ser tocado por estas palabras de Jesús, y es justo el deseo de entenderlas y de acogerlas cada vez más plenamente. Las bienaventuranzas contienen el «carnet de identidad» del cristiano -este es nuestro carnet de identidad-, porque dibujan el rostro de Jesús, su forma de vida.
Esta vez enmarcamos en conjunto estas palabras de Jesús; en la próxima catequesis comentaremos las bienaventuranzas individuales, una a una.
En primer lugar, es importante cómo se produjo la proclamación de este mensaje: Jesús, viendo a la multitud que le seguía, sube al suave monte que rodea el lago de Galilea, se sienta y, dirigiéndose a sus discípulos, anuncia las bienaventuranzas. El mensaje, pues,  se dirige a los discípulos, pero en el horizonte están las multitudes, es decir, toda la humanidad. Es un mensaje para toda la humanidad.
Además, «el monte» recuerda al Sinaí, donde Dios le dio a Moisés los mandamientos. Jesús empieza a enseñar una nueva ley: ser pobre, ser manso, ser misericordioso… Estos «nuevos mandamientos» son mucho más que normas. De hecho, Jesús no impone nada, pero revela el camino a la felicidad – su camino – repitiendo ocho veces la palabra “bienaventurados”·.
Cada bienaventuranza está compuesta de tres partes. Primero está siempre la palabra «bienaventurado«; luego viene la situación en la que se encuentran los bienaventurados:  la pobreza de espíritu, la aflicción, el hambre y la sed de justicia, y así sucesivamente; finalmente está el motivo de la bienaventuranza, introducido por la conjunción «porque». “Bienaventurados sean estos porque, bienaventurados sean aquellos porque…» Así son las ocho bienaventuranzas y estaría bien aprenderlas de memoria para repetirlas, para tener en la mente y en el corazón esta ley que Jesús nos dio.
Prestemos atención a este hecho: la razón de la dicha no es la situación actual, sino la nueva condición que los bienaventurados reciben como regalo de Dios: «de ellos es el reino de los cielos», «porque serán consolados», «porque heredarán la tierra», y así sucesivamente.
En el tercer elemento, que es precisamente la razón de la felicidad, Jesús utiliza a menudo un futuro pasivo: «serán consolados», «heredarán la tierra», «serán saciados», «serán perdonados», «serán llamados hijos de Dios».
¿Pero qué significa la palabra «bienaventurado«? ¿Por qué cada una de las ocho bienaventuranzas comienza con la palabra bienaventurado? La palabra original no indica a alguien que tiene el estómago lleno o que se divierte, sino una persona que está en una condición de gracia y que progresa en la gracia de Dios y que progresa por el camino de Dios: la paciencia, la pobreza, el servicio a los demás, el consuelo…Los que progresan en estas cosas son felices y serán bienaventurados.  
Dios, para entregarse a nosotros, elige a menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras lágrimas, los de nuestras derrotas. Es la alegría pascual, de la que hablan nuestros hermanos orientales, la que tiene los estigmas pero está viva, ha atravesado la muerte y ha experimentado la potencia de Dios. Las bienaventuranzas te llevan a la alegría, siempre; son el camino para alcanzar la alegría. Nos hará bien tomar hoy el Evangelio de Mateo, capítulo cinco, versículo de uno a once, y leer las bienaventuranzas -quizás algunas veces más durante la semana- para entender este camino tan hermoso, tan seguro de la felicidad que el Señor nos propone.

1/28/20

La alegría es fecunda

El Papa en Santa Marta



La primera lectura (2S 6,12b-15.17-19) cuenta la fiesta de David y de todo el pueblo de Israel por la vuelta del Arca de la Alianza a Jerusalén. El Arca había sido robada, y su regreso es una alegría grande para todo el pueblo, porque siente que Dios está cerca y lo celebran. Y el rey David también va, se pone en cabeza de la procesión, hace un sacrificio inmolando un toro y un animal cebado, y con el pueblo grita, canta y baila con todas sus fuerzas. Era una fiesta: la alegría del pueblo de Dios porque Dios estaba con ellos. ¿Y David? Baila. Baila delante del pueblo, expresa su alegría sin vergüenza; es la alegría espiritual del encuentro con el Señor: Dios ha vuelto a nosotros, y esto nos da tanta alegría. David no piensa que es el rey y que el rey debe estar despegado de la gente —“su majestad”—, distante… David ama al Señor, es feliz por este acto de llevar el arca del Señor. Expresa esa felicidad, esa alegría, bailando y cantando como todo el pueblo.
También a nosotros nos puede pasar esto cuando estamos con el Señor y, quizá en la parroquia o en el pueblo, la gente hace fiesta. Hay otro episodio de la historia de Israel, cuando fue recuperado el libro de la ley en tiempos de Nehemías y también entonces el pueblo lloraba de alegría (cfr. Ne 8,9).  
El texto del profeta Samuel sigue describiendo la vuelta de David a su casa donde encontró a su mujer, la hija de Saúl. Pero ella lo recibe con desprecio. Viendo al rey bailar se había avergonzado de él y le regaña diciéndole: “Te has deshonrado bailando como un vulgar, como uno del pueblo”. Es el desprecio a la religiosidad genuina, a la espontaneidad de la alegría con el Señor. Y David le explica: “Pero si era motivo de alegría, la alegría del Señor, porque hemos traído el Arca a casa”. Pero ella lo desprecia. Y dice la Biblia que esta mujer –se llamaba Mical– no tuvo hijos por eso. El Señor la castigó. Cuando falta la alegría en un cristiano, ese cristiano no es fecundo; cuando falta la alegría en nuestro corazón, no hay fecundidad.
Además, la fiesta no se expresa solo espiritualmente, sino que se comparte también materialmente. David, aquel día, después de la bendición, distribuyó “una hogaza de pan, un pedazo de carne y una torta de pasas”, para que cada uno lo celebrase en su casa. La Palabra de Dios no se avergüenza de la fiesta. Es verdad que a veces el peligro de la alegría es pasarse más de la cuenta y creer que eso es todo. No: esto es el aire de fiesta. San Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, habla de este aspecto y anima a la alegría (cfr. nn. 1 y 80). La Iglesia no irá adelante, el Evangelio no saldrá adelante con evangelizadores aburridos, amargados. No. Solo podrá avanzar con evangelizadores alegres, llenos de vida. La alegría al recibir la Palabra de Dios, la alegría de ser cristianos, la alegría de ir adelante, la capacidad de celebrar sin avergonzarse y no ser como esa mujer, Mical, cristianos formales, cristianos prisioneros de las formalidades.

1/27/20

San Enrique de Ossó y Cervelló

ISABEL ORELLANA VILCHES


Hizo vida el lema: todo por Jesús y por su gloria
Hoy festividad de santa Ángela de Merici celebramos también la vida de este santo. Era natural de Vinebre, Tarragona, España, donde nació el 16 de octubre de 1840. Su madre, que fue la que deseó verlo sacerdote, no pudo cumplir su sueño; murió, víctima del cólera, cuando Enrique era adolescente. El padre consideraba que, dada su inteligencia y otras cualidades, debía dedicarse al comercio, como Jaime, el primogénito, pero no se opuso a que ingresara en el seminario de Tortosa. Creció prendado de las vidas de santos que su progenitor le narraba cuando ambos paseaban por la rivera del río.
Había confiado a su madre que quería ser maestro, pero el sacerdocio de algún modo ya entraba en sus planes; estaba muy vinculado a la parroquia desde la infancia. Siendo adolescente, y mientras un tío suyo le enseñaba el arte del comercio en una localidad zaragozana, estuvo a punto de morir. Tanto es así que su primera comunión por fuerza tuvo que vincularse a la unción de enfermos, sacramentos que recibió a la par. Entonces curó tan repentinamente que atribuyeron el hecho a la Virgen del Pilar. Luego María, bajo la advocación de Montserrat, le concedió muchos favores.
Al perder a su madre, lleno de desconsuelo revivió su más ferviente anhelo, y se encaminó hacia el sacerdocio. Su hermano Jaime, emulando ese deseo maternal, también le animó en el empeño y se ofreció para ayudarle. Pero Enrique ya tenía sobradamente tomada la decisión. De hecho, no había dudado en dejar el trabajo que tenía en Reus, sin conocimiento de su familia, buscando el bien de su espíritu en Montserrat, y huyendo de un ambiente que no se correspondía con sus ideales. En la carta que envió a su padre no dejaba duda respecto a la autenticidad de su resolución: «Mi ausencia le causará tristeza, padre; pero es la gloria de Dios lo que me motiva. Su dolor se transformará en gozo si recuerda que pronto nos encontraremos en el cielo… Dé mi ropa y otras pertenencias a los pobres… la vida es corta y las riquezas no sirven de nada si no las usamos bien». Ese espíritu de pobreza, unido a la confianza ilimitada en la divina Providencia, le acompañó siempre. Fue ordenado en 1867, y a continuación comenzó a impartir clases de matemáticas y de física en el seminario de Tortosa, sin descuidar la catequesis, que fue una de las líneas predilectas de su acción pastoral. De hecho, organizó una escuela de catecismo en varias parroquias de Tortosa, y redactó la «Guía práctica» para los catequistas.
Los conflictos políticos, con ínfulas liberales y anticatólicas, le obligaron a recluirse con los seminaristas en el palacio episcopal así como en diversos domicilios. De ese modo pudo seguir formándoles. En 1870 creó la «Asociación de congregantes de la Purísima Concepción» pensando en los jóvenes. Desde 1871 llevó a cabo una importante labor de difusión de la doctrina de pontífices como Pío IX y León XIII. Era un gran devoto de santa Teresa de Jesús. De ella había extraído esta consigna: «Que perezca el mundo antes que ofender a Dios, porque debo más a Dios que a nadie», de la que se apropió cuando se preparaba para el sacerdocio. Mantenía vivas las hondas convicciones de la santa: «Sólo Dios basta». «Quien a Dios tiene, nada le falta». Oración e imitación de Jesús eran las claves de su acontecer, líneas maestras del plan que se trazó entonces y que no dejó de cumplir después.
En 1872 puso en marcha la publicación de una revista teresiana, que tuvo difusión internacional. Aunque la revolución seguía en su apogeo, impulsó entre las jóvenes una «Congregación mariana» para campesinos, seguida de la Asociación de «Hijas de María Inmaculada y Santa Teresa de Jesús». Ésta y el «Rebañito del Niño Jesús», que fundó en 1876, nacieron con la finalidad de contrarrestar la indiferencia religiosa que había calado entre las gentes: «Ser cristianos, auténticos cristianos en el propio ambiente».
En 1874 había publicado su obra «El cuarto de hora de oración», un libro aclamado, reeditado en numerosas ocasiones y traducido a diversos idiomas. Pero fue en 1876 cuando fundó en Tarragona, junto a Teresa Blanch, la Compañía de Santa Teresa de Jesús. Su objetivo: «Extender el reinado del conocimiento y amor a Jesucristo por todo el mundo por medio de los apostolados de la oración, enseñanza y sacrificio». La iniciaron ocho mujeres dedicadas a la docencia, y no tardaron en ver reconocida su labor por las autoridades académicas. Enrique decía: «Educar a un niño es educar a un hombre, y educar a una mujer, es educar una familia». Unos años más tarde fundó la «Hermandad Josefina», integrada por hombres. Junto a esta intensa labor apostólica dejó escritas, entre otras, las «Siete Moradas en el Corazón de Jesús», redactadas en Roma durante los meses de abril a agosto de 1894.
Fue un gran sacerdote, cercano, abnegado y lleno de fe, un hombre de oración, fidelísimo a la cátedra de Pedro, devoto de Jesús y de María, un valiente y fervoroso apóstol que no cesó de predicar el Evangelio por todos los medios posibles. La última etapa de su vida fue dolorosa. Le persiguieron las contrariedades y la incomprensión por parte de superiores y personas cercanas. Jamás se le vio quejarse. A estas pruebas se unieron sus enfermedades. Había dicho: «Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús». «Sí, Jesús mío, todo por ti y todo por tu gloria, en vida, en muerte y por toda la eternidad».
Buscando la soledad para dedicarse por completo a la oración, estuvo un tiempo con los carmelitas de Castellón y, finalmente, en el convento de los franciscanos de Gilet (Valencia). Su entrega había sido ilimitada, como la de todos los auténticos seguidores de Cristo. Y hallándose en este convento, el 27 de enero de 1896 su fatigado organismo se desplomó; el corazón no le respondía. Apenas si tuvo tiempo de pedir auxilio a los religiosos. En pocas horas murió. Fue beatificado el 14 de octubre de 1979 por Juan Pablo II, y canonizado por este mismo pontífice el 16 de junio de 1993.

1/26/20

«Jesús luz del mundo, muestra a la humanidad su cercanía y amistad»

El Papa en el Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mt 4,12-23) nos presenta el comienzo de la misión pública de Jesús. Esto ocurrió en Galilea, una tierra en las afueras de Jerusalén, y mirada con recelo por mezclarse con los paganos. No se esperaba nada bueno y nuevo de esa región; en cambio, allí mismo, Jesús, que había crecido en Nazaret de Galilea, comenzó su predicación.
Proclamó el núcleo central de su enseñanza resumido en el llamamiento: «Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (v. 17). Esta proclamación es como un poderoso rayo de luz que atraviesa la oscuridad y corta la tiniebla, y evoca la profecía de Isaías que se lee en la noche de Navidad: «El pueblo que caminaba en la oscuridad vio una gran luz; a los que habitaban en sombra de muerte una luz resplandeció sobre ellos» (9, 1). Con la venida de Jesús, luz del mundo, Dios Padre ha mostrado a la humanidad su cercanía y amistad. Estas nos son donadas gratuitamente más allá de de nuestros méritos.
La llamada a la conversión, que Jesús dirige a todos los hombres de buena voluntad, se entiende plenamente a la luz del acontecimiento de la manifestación del Hijo de Dios, sobre el cual hemos estado meditando los últimos domingos. Tantas veces es imposible cambiar la propia vida, abandonar el camino del egoísmo, del mal y del pecado porque el compromiso de conversión se centra sólo sobre sí mismo y sobre sus propias fuerzas, y no sobre Cristo y su Espíritu Santo. Pero nuestra adhesión al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, esto sería también un pecado de soberbia, nuestra adhesión al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal,sino que debe expresarse en una apertura confiada de corazón y de la mente para acoger la Buena Nueva de Jesús. Es esta, la Palabra de Jesús, la Buena Noticia de Jesús quién cambia el mundo y los corazones! Estamos llamados, por lo tanto, a confiar en la palabra de Cristo, a abrirnos a la misericordia del Padre y a dejarnos transformar por la gracia del Espíritu Santo.
Es a partir de aquí que comienza un verdadero camino de conversión. Al igual que ocurrió con los primer discípulos: el encuentro con el divino Maestro, con su mirada, con su palabra les dio el impulso para seguirlo, para cambiar sus vidas al ponerse concretamente al servicio del Reino de Dios.
El encuentro sorprendente y decisivo con Jesús dio  inició al camino de los discípulos, transformándolos en anunciadores  y testigos del amor de Dios por su pueblo. En la imitación de estos primeros anunciadores y mensajeros de la Palabra de Dios, cada uno de nosotros puede dar pasos tras las huellas del Salvador, para ofrecer esperanza a los que tienen sed de ella.
Que la Virgen María, a quien nos dirigimos en esta oración del Ángelus, sostenga estas intenciones y las confirme con su intercesión maternal.
Después del rezo del Ángelus
Hoy por primera vez celebramos el Domingo de la Palabra de Dios, instituida para celebrar y acoger cada vez mejor el don que Dios ha hecho y diariamente hace de su Palabra a su Pueblo. Agradezco a las diócesis, agradezco a las comunidades que han propuesto iniciativas para recordar la centralidad de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia.

‘Hagamos espacio’ a la Palabra de Dios en nuestra vida diaria


«Comenzó Jesús a predicar» (Mt 4,17). Así el evangelista Mateo introduce el ministerio de Jesús. Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos, con sus palabras y con su vida. En este primer Domingo de la Palabra de Dios vayamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Nos ayuda el Evangelio de hoy (Mt 4,12-23), que nos dice cómo, dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.
1. ¿Cómo inició? Con una frase muy sencilla: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: decirnos que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué significa? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, o su modo de reinar, de relacionarse con nosotros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca, que Dios está cerca. Es la novedad, el primer mensaje: Dios no es lejano, el que habita en los cielos bajó a la tierra, se hizo hombre. Quitó las barreras, eliminó las distancias. No es merito nuestro: Él bajó, vino a nuestro encuentro. Y esa cercanía de Dios a su pueblo es una costumbre suya, desde el inicio, también en el Antiguo Testamento. Decía al pueblo: “Piensa: qué pueblo tiene sus dioses tan cerca, como yo lo estoy de ti” (cfr. Dt 4,7). Y esa cercanía se hizo carne en Jesús.
Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humanidad, porque se toma lo que se ama. Y Dios tomó nuestra humanidad porque nos ama y gratuitamente nos quiere dar esa salvación que solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.
Entonces entendemos la invitación de Jesús: “Convertíos”, o “cambiad de vida”. Cambiad de vida porque ha iniciado un modo nuevo de vivir: se acabó el tiempo de vivir para uno mismo, y comenzó el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús te repite hoy también: “¡Ánimo, estoy cerca, déjame sitio y tu vida cambiará!”. Jesús llama a la puerta. Por eso el Señor te da su Palabra, para que la acojas como la carta de amor que ha escrito para ti, para hacerte sentir que está a tu lado. Su Palabra nos consuela y anima. Al mismo tiempo provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene ese poder: de cambiar la vida, de hacer pasar de la oscuridad a la luz. Esa es la fuerza de su Palabra.
2. Si vemos donde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que inició precisamente por las regiones entonces consideradas “oscuras”. La primera Lectura y el Evangelio nos hablan de los que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes de la «tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4,15-16; cfr. Is 8,23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús empezó a predicar era llamada así porque estaba habitada por gentes diversas y resultaba una verdadera y auténtica mezcla de pueblos, lenguas y culturas. De hecho, estaba la Vía del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: no era precisamente el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo, Jesús comenzó por allí: no desde el atrio del templo de Jerusalén, sino desde la parte opuesta del País, Galilea de los gentiles, un lugar de frontera. Comenzó por una periferia.
Podemos captar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, esterilizados, seguros. Viene a nuestras complejidades, a nuestras oscuridades. Hoy como entonces Dios desea visitar esos lugares donde pensamos que Él no llega. En cambio, cuántas veces somos nosotros los que cerramos la puerta, prefiriendo tener escondidas nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros, mientras vamos al Señor con alguna oración formal, estando atentos a que su verdad no nos sacuda por dentro. Y eso es una hipocresía escondida. Pero Jesús, dice hoy el Evangelio, «recorría toda Galilea, […] proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (v. 23): atravesaba toda aquella región multiforme y compleja. Del mismo modo no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que solo su perdón nos cura, solo su presencia nos transforma, solo su Palabra nos renueva. A Él que recorrió la Vía del mar, abramos nuestras vías más tortuosas −esas que tenemos dentro y que no queremos ver o escondemos−, dejemos entrar en nosotros su Palabra, que es «viva y eficaz, […] y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12).
3. Finalmente, ¿a quién comenzó a hablar Jesús? El Evangelio dice que «pasando junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos […] que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores: no personas cuidadosamente seleccionadas según sus capacidades u hombres piadosos que estaban en el templo rezando, sino gente común que trabajaba.
Notamos lo que Jesús les dijo: os haré pescadores de hombres. Habla a pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Les atrae a partir de su vida: los llama donde están y como son, para implicarlos en su misma misión. «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente? Simplemente porque se sintieron atraídos. No fueron veloces y prontos por haber recibido una orden, sino porque fueron atraídos por el amor. Para seguir a Jesús no bastan las buenas intenciones, hay que escuchar cada día su llamada. Solo Él, que nos conoce y nos ama a fondo, nos hace salir al mar de la vida. Como hizo con aquellos discípulos que lo escucharon.
Por eso necesitamos su Palabra: escuchar, en medio de las mil palabras de cada día, sola esa Palabra que no nos habla de cosas, sino que nos habla de vida.
Queridos hermanos y hermanas, ¡dejemos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios! Leamos diariamente algún versículo de la Biblia. Comencemos por el Evangelio: tengámoslo abierto en la cómoda de casa, llevémoslo en el bolsillo con nosotros y en el bolso, veámoslo en el móvil, dejemos que cada día nos inspire. Descubriremos que Dios está cerca, que ilumina nuestras tinieblas y que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida.

‘Dios quiere la salvación de todos’

A bordo de la nave que lleva a Pablo prisionero a Roma hay tres grupos diversos. El más poderoso está compuesto por los soldados, sometidos al centurión. Luego están los marineros, de los cuales naturalmente todos los navegantes dependen durante el largo viaje. Finalmente, están los más débiles y vulnerables: los prisioneros.
Cuando la nave encalla junto a la costa de Malta, tras haber estado varios días a merced de la tempestad, los soldados piensan matar a los prisioneros para asegurarse de que ninguno escape, pero el centurión les detiene, pues quiere salvar a Pablo. De hecho, a pesar de estar entre los más vulnerables, Pablo había dado algo importante a los compañeros de viaje. Mientras todos estaban perdiendo toda esperanza de sobrevivir, el Apóstol había llevado un inesperado mensaje de esperanza. Un ángel le había tranquilizado diciéndole: «No temas, Pablo: Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo» (Hch 27,24).
La confianza de Pablo se demuestra fundada y al final todos los pasajeros se salvan y, una vez llegados a Malta, experimentan la hospitalidad de los habitantes de la isla, su gentileza y humanidad. De este importante detalle se ha tomado el tema de la Semana de oración que hoy se concluye.
Queridos hermanos y hermanas, esta narración de los Hechos de los Apóstoles habla también a nuestro viaje ecuménico, dirigido a esa unidad que Dios ardientemente desea. En primer lugar, nos dice que cuantos son débiles y vulnerables, cuantos tienen materialmente poco que ofrecer pero fundan en Dios su riqueza pueden dar mensajes preciosos para el bien de todos. Pensemos en las comunidades cristianas: incluso en las más reducidas y menos relevantes a los ojos del mundo, si experimentan al Espíritu Santo, si viven el amor a Dios y al prójimo, tienen un mensaje que ofrecer a toda la familia cristiana. Pensemos en las comunidades cristianas marginadas y perseguidas. Como en el relato del naufragio de Pablo, son a menudo los más débiles los que llevan el mensaje de salvación más importante. Porque Dios lo quiso así: salvarnos no con la fuerza del mundo, sino con la debilidad de la cruz (cfr. 1Cor 1,20-25). En cuanto discípulos de Jesús, debemos por eso estar atentos a no dejarnos llevar por lógicas mundanas, sino a ponernos más bien a la escucha de los pequeños y de los pobres, porque a Dios le gusta mandar sus mensajes por medio de ellos, que más se asemejan a su Hijo hecho hombre.
El relato de los Hechos nos recuerda un segundo aspecto: la prioridad de Dios es la salvación de todos. Como dice el ángel a Pablo: “Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo”. Es el punto en el que Pablo insiste. También nosotros necesitamos repetírnoslo: es nuestro deber realizar el deseo prioritario de Dios, el cual, como escribe el mismo Pablo, «quiere que todos los hombres se salven» (1Tm 2,4).
Es una invitación a no dedicarnos exclusivamente a nuestras comunidades, sino a abrirnos al bien de todos, a la mirada universal de Dios, que se encarnó para abrazar a todo el género humano, y murió y resucitó para la salvación de todos. Si, con su gracia, asimilamos su visión, podemos superar nuestras divisiones. En el naufragio de Pablo cada uno contribuye a la salvación de todos: el centurión toma decisiones importantes, los marineros ponen todos sus conocimientos y habilidades, el Apóstol anima a quien está sin esperanza. También entre los cristianos cada comunidad tiene un don que ofrecer a los demás. Cuanto más veamos por encima de intereses partidistas y superemos rencillas del pasado con el deseo de avanzar hacia el desembarco común, más espontáneos seremos para reconocer, acoger y compartir esos dones.
Y llegamos a un tercer aspecto, que ha estado en el centro de esta Semana de oración: la hospitalidad. San Lucas, en el último capítulo de los Hechos de los Apóstoles, dice a propósito de los habitantes de Malta: «Nos trataron con gentileza», o bien: «con humanidad poco común» (v. 2). El fuego encendido en la orilla para calentar a los náufragos es un bonito símbolo del calor humano que inesperadamente les rodea. Hasta el gobernador de la Isla se muestra acogedor y hospitalario con Pablo, que se lo compensa curando a su padre y luego a tantos otros enfermos (cfr. vv. 7-9). En fin, cuando el Apóstol y los que estaban con él partieron hacia Italia, los malteses les proporcionaron generosamente provisiones (v. 10).
De esta Semana de oración quisiéramos aprender a ser más hospitalarios, ante todo entre los cristianos, también con los hermanos de diversas confesiones. La hospitalidad pertenece a la tradición de las comunidades y de las familias cristianas. Nuestros antepasados nos enseñaron con el ejemplo que en la mesa de una casa cristiana siempre hay un plato de sopa para el amigo de paso o el menesteroso que llama. Y en los monasterios el huésped es tratado con gran respeto, como si fuese Cristo. ¡No perdamos, es más, reavivemos estas costumbres que saben a Evangelio!
Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos dirijo mis cordiales y fraternos saludos a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su Gracia Ian Ernest, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales aquí reunidos. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, en visita a Roma para profundizar su conocimiento de la Iglesia Católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí con una beca de estudio del Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas, que está junto al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, al que saludo y agradezco. Juntos, sin cansarnos nunca, continuemos rezando para invocar de Dios el don de la plena unidad entre nosotros.

Un corazón transparente

El Papa el 24 en Santa Marta 


En la primera lectura (1S 24,3-21) vemos cómo se desinflan los celos del rey Saúl hacia David. Los celos del rey nacen del canto de victoria de las jóvenes —lo leímos ayer— por Saúl que mató a mil enemigos, mientras David a diez mil. Comienza así la inquietud de los celos, como una carcoma que te corroe por dentro. Y Saúl sale con el ejercito para matar a David. Los celos son criminales, siembre intentan matar. Y a quien dice: “sí, estoy celoso por esto, pero no soy un asesino”, habría que contestarle: “ahora. Pero si sigues puedes acabar mal”. Porque se puede matar fácilmente con la lengua, con la calumnia.
Unos celos que crecen murmurando por dentro, interpretando las cosas en clave de celos. En esa murmuración interior, el celoso e incapaz de ver la realidad, y solo un hecho muy fuerte puede abrirle los ojos. Así, en la imaginación de Saúl, los celos lo llevan a creer que David era un asesino, un enemigo. También nosotros, cuando nos viene la envidia, los celos, hacemos eso. Que cada uno piense: “¿Por qué esa persona me es insoportable? ¿Por qué a aquella otra no la puedo ni ver?”. Que cada uno piense porqué. Muchas veces buscaremos el porqué y veremos que son fantasías nuestras, fantasías que crecen en esa murmuración interior. Y al final, es una gracia de Dios cuando el celoso encuentra la verdad, como le pasó a Saúl, y los celos explotan como una pompa de jabón, porque los celos y la envidia no tienen consistencia.
La salvación de Saúl está en el amor de Dios que le había dicho que si no obedecía le quitaría el reino, pero lo quería mucho. Y por eso le da la gracia de explotar aquella pompa de jabón sin fundamento. Saúl entra en la caverna donde David y los suyos están escondidos. Los amigos dicen a David que aproveche para matar al rey, pero él se niega: “El Señor me libre de obrar así contra mi amo, el ungido del Señor”. Se ve la nobleza de David en comparación con los celos asesinos de Saúl. Y, en silencio, corta solo un trozo de tela del borde del manto del rey, y se va. David sale de la caverna y llama a Saúl con respeto, “¡oh, rey, mi señor!”, aunque aquel intentara matarlo. Y le dice: “¿Por qué haces caso a las palabras que dice la gente: David busca tu desgracia?”. Entonces le enseña la orla del manto, diciendo: “He podido matarte, y no lo he hecho”. Esto hace explotar la pompa de jabón de los celos de Saúl, que reconoce a David como si fuese su hijo y vuelve a la realidad diciendo: “Eres mejor que yo, pues tú me tratas bien, mientras que yo te trato mal”.
Es una gracia cuando el envidioso, el celoso, se halla ante una realidad que hace explotar esa pompa de jabón que es su vicio de celos o de envidia. Cuando somos antipáticos con una persona, o no la queremos, preguntémonos: “¿Qué hay dentro de mí? ¿Está el gusano de los celos que crece, porque él tiene algo que yo no tengo, o hay una rabia escondida?”. Debemos proteger nuestro corazón de esa enfermedad, de esa murmuración interior, que hace crecer la pompa de jabón que luego no tiene consistencia, pero que hace mucho daño. Y también cuando alguno nos viene a criticar de otro, debemos hacerle entender que, a menudo, no está hablando con serenidad, sino con pasión, y en esa pasión está el mal de la envidia y el mal de los celos. Estemos atentos, porque eso es un gusano que entra en el corazón de todos —¡de todos!—  y nos lleva a juzgar mal a la gente, porque por dentro hay una oposición: él tiene una cosa que yo no tengo. Y comienza la pelea que nos lleva a descartar a la gente, nos lleva a una guerra; una guerra doméstica, una guerra en el barrio, una guerra en el lugar de trabajo. Y está precisamente en el origen, es la semilla de una guerra: la envidia y los celos.
Estemos atentos cuando sintamos esa antipatía por alguno y preguntémonos: “¿Por qué siento esto?”. Y no permitamos que esa murmuración interior nos haga pensar mal, porque eso hace crecer la pompa de jabón. Pidamos al Señor la gracia de tener un corazón transparente como el de David. Un corazón transparente que solo busca la justicia, busca la paz. Un corazón amigable, un corazón que no quiere matar a nadie, porque los celos y la envidia matan.

1/23/20

Entre padres e hijos anda el juego



A raíz de la polémica suscitada por el 'pin parental', el autor recuerda que la Constitución exige respetar las convicciones de los padres, al margen de cuál sea la finalidad del sistema público de enseñanza
La globalización en el Derecho es una suerte de impulso que lleva a un proceso de unificación, comenzando por los derechos humanos. Pensemos en el derecho a la educación y su incidencia en la relación padres/hijos, que hoy contempla un interesante debate político. El centro en torno al que gira el universo globalizador, en este caso, es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Su artículo 26.3 reconoce que «los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos».
Y como ocurre con la nieve de las grandes cumbres, su deshielo ha ido fertilizando −globalizando− muy diversos ámbitos. Así, el Primer Protocolo al Convenio Europeo de Derechos Humanos ((1952) reconoce el derecho de los padres a que la educación de sus hijos se lleve a cabo de acuerdo con sus «convicciones religiosas o filosóficas» (art. 2). El art. 18.4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas (1966) enuncia el derecho de los padres o tutores legales a garantizar «la educación religiosa y moral de sus hijos conforme a sus propias convicciones». Algo similar establece el art. 13. 3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. En fin, la Constitución (art.27.3) proclama: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».
Todas estas declaraciones han tenido, a su vez, reflejo en la legislación y jurisprudencia mundiales. Por ejemplo, en Estados Unidos, más de 40 Estados han aprobado leyes o reglamentos administrativos que conceden a los padres la posibilidad de solicitar para sus hijos la exención del programa sobre educación sexual o de ciertas actividades sobre la materia si lo consideran contrario a sus convicciones morales. Con ello reconocen lo que el Tribunal Supremo dijo hace años: «Los niños no son meras criaturas del Estado» (Pierce v. Society of Sisters of the Holy Names of Jesus and Mary, 268 U.S. 510 (1925).
Así las cosas, tiene razón Norberto Bobbio cuando afirmaba que «el problema de fondo de los derechos humanos es no tanto justificarlos, como protegerlos». Sin duda, según jurisprudencia constante del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, está proscrito el «adoctrinamiento religioso o moral» por parte del sistema público de enseñanza en contra de las convicciones de los padres. Sin perjuicio de volver sobre este tema más adelante, parece razonable intentar encontrar un punto de equilibrio entre las competencias del Estado y los derechos de los padres. La judicialización de bastantes de los conflictos entre conciencia y ley podrían ser prevenidos siguiendo procedimientos sensibles, en la elaboración de los currícula y en su aplicación práctica, de modo que las minorías puedan ser tuteladas. Este principio es el que ha llevado, por ejemplo, al Tribunal de Estrasburgo a inclinarse por hacer optativa la enseñanza religiosa. Implícitamente, lo acaba de reiterar en Papageorgiou y otros c. Grecia (27 noviembre de 2019). Los problemas emergentes nunca pueden solventarse con actuaciones del poder civil encaminadas a imponer modos uniformes de proceder. Veamos la jurisprudencia más representativa de este tribunal en materia de discrepancia de los padres hacia contenidos o métodos docentes. Me refiero a los casos Folgero (29 junio 2007) y Zengin (9 octubre 2007). Las dos sentencias mencionadas abordan un problema análogo, aunque en hábitats diversos: Noruega y Turquía. En ambas se abordan situaciones en las que los padres se oponen a las clases de educación religiosa obligatoria impartida a sus hijos en colegios públicos. El tribunal dio la razón a los demandantes.
En Folgero, el tribunal hacía notar que, no obstante el empeño del Gobierno por garantizar la neutralidad, el cristianismo recibía un trato preferente. Solo un sistema de exenciones totales dotado de viabilidad real podría respetar las convicciones de los padres en el sentido del artículo 2 del citado protocolo. En Zengin, el tribunal rechaza que los padres seguidores de una determinada rama del Islam (los alevitas) no pudieran beneficiarse del sistema de exención de la enseñanza religiosa. Para el TDH los derechos de los padres en esta materia proceden de sus deberes naturales (es el adjetivo literal utilizado por la Corte) hacia sus hijos. Si pueden exigir del Estado el respeto de sus convicciones es porque ellos son los que primordialmente tienen la responsabilidad de la educación y enseñanza de sus hijos. No es una cuestión de propiedad (de quién son los hijos), sino de responsabilidad. A su vez −recalca la Corte− el término respeto referido a las convicciones de los padres ha de entenderse en toda su fuerza, y no como sinónimos de simplemente reconocer o tener en cuenta.
Esa necesidad de respeto profundo por las convicciones de los padres ya había sido establecida desde antiguo por el Tribunal de Estrasburgo (sentencia Kjeldsen, 1976), que hacía esa obligación extensiva a todo el entorno escolar, aunque no se tratara de actividades académicas (sentencia Campbell y Cosans, 1982). Kjeldsen afirmaba también que sólo es imprescindible respetar esas convicciones de los padres cuando el Estado persigue una finalidad de adoctrinamiento con las actividades objetadas. Lo cual, desde mi punto de vista, supone interpretar de manera incorrecta el artículo 2 del Protocolo, en el que no existen indicios de que prohíba exclusivamente el fin de adoctrinamiento en la actividad educativa estatal. Como decía uno de los jueces (Verdross) en su voto particular contrario a la sentencia: «El artículo 2 exige que se respete las convicciones de los padres, sin la menor referencia a la finalidad perseguida por la organización publica del sistema de enseñanza».
Esta interpretación se opone el criterio seguido por nuestro Tribunal Supremo en varias sentencias de la misma fecha (11 febrero 2009), que rechaza la objeción de conciencia de un grupo de padres contra una asignatura establecida por el Estado denominada Educación para la Ciudadanía, y que, de algún modo, podría compararse a lo que con curiosa denominación se llama hoy pin parental. De ahí que me permita hacer un análisis de las mencionadas sentencias.
Su desenfoque incide en no haber analizado detenidamente la lesión que la inseguridad jurídica de los contenidos objetados produce en el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones. El TS se centra en dictaminar si existe en las normas examinadas un afán «adoctrinador» por parte del Estado. Al concluir que no es posible demostrarlo, entiende que no se conculca el art. 27 de la Constitución española ni el art. 2 del Protocolo del Convenio sobre Derechos Humanos. Lo que exige el Convenio Europeo y la Constitución es respetar las convicciones de los padres, al margen de cuál sea la finalidad perseguida por la organización pública del sistema de enseñanza. Incluso aceptando la doctrina del TEDH, que circunscribe el art 2 del Protocolo a la prohibición de adoctrinamiento religioso o moral, hubiera sido deseable poner el acento no en el fin pretendido −muy difícil de demostrar en la práctica− sino en el efecto adoctrinador.
Tal vez por ello, el TS elude sorprendentemente analizar en el caso los criterios de las sentencias Folgero y Zengin, aduciendo «que no son de gran utilidad para el presente caso, porque contemplan supuestos de enseñanza obligatoria de una determinada religión». Olvida el TS que el art. 2 equipara las convicciones filosóficas con las religiosas. Probablemente, este olvido puede estar motivado porque esas dos decisiones fueron favorables a la objeción de conciencia de los demandantes, y pusieron alto el listón que el Estado debe superar para demostrar que una asignatura y el modo de impartirla son verdaderamente neutrales.
A la luz de estas reflexiones, me parece que las preocupaciones de los padres acerca del contenido de algunas asignaturas merecen protección a la luz de los deberes naturales, de los que proceden los derechos de los padres sobre los hijos, como dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Rafael Navarro-Valls, académico, catedrático y autor, junto a J. Martínez Torrón, del libro Conflictos entre conciencia y ley.
Fuente: elmundo.es.

«Fiestas patronales»: Expresión de fe sólida y de solidaridad

Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas 


VER
Mi pueblo natal está celebrando sus fiestas a la Virgen de Belén, nuestra patrona. Con tal motivo, hay cosas bellísimas, que no se deben perder, y otras muy lamentables.
La fiesta del pueblo es ocasión para celebrar la fe de nuestros padres y para que las familias se reúnan y convivan alegremente. Vienen los paisanos que radican en los Estados Unidos y refuerzan sus raíces culturales y religiosas. Se espera esta fiesta para bautismos y otros sacramentos. Todo el pueblo coopera con los gastos para cohetes, música, alimentos para los visitantes, celebraciones religiosas y espectáculos. Sobra comida para todos durante cinco días. Vienen los pueblos vecinos en peregrinaciones, como signo de comunión en la fe. El templo de adorna en forma espléndida con orquídeas, tulipanes, anturios y una gran variedad de flores naturales, cultivadas aquí y en otras partes del país por una familia del lugar. Hay mayordomos encargados de organizar todo, elegidos por el pueblo y que asumen su servicio como una forma de pertenencia afectiva al pueblo, aunque radiquen fuera del país. Hay castillos pirotécnicos, jaripeos, conjuntos musicales, artistas que le cantan a la Virgen, bandas de música y mariachis, danzas, mucha participación en las Misas, presencia del obispo diocesano, visita de sacerdotes nativos del lugar y anteriores párrocos, juegos mecánicos, ventas de todo tipo, etc. Se nota que hay dinero, que hay trabajo, que hay estrenos, que hay recursos económicos. Todo esto es muy hermoso y ojalá no se pierda.
Por el lado contrario, ¡cuántos borrachos! Es triste ver a muchos paisanos que se exceden en bebidas embriagantes, que presumen de ofrecer a los visitantes las mejores marcas, que insisten a todos que beban cuanto quieran. Duele mucho ver a jovencitas tomando sin control, junto con muchachos con no siempre buenas intenciones. Presumimos de que la nuestra es una de las mejores fiestas de la región, por la cantidad de cohetes y por los conjuntos musicales. Sin embargo, muchos no se confiesan y su vida no cambia. Cuando pedimos que se destinen algunos de los recursos recaudados para alguna obra social, para ayudar a personas pobres, hay rechazo e incomprensión. Como cuando pedí, en otra parte, a los encargados de las fiestas a la Virgen de la Merced que nos ayudaran con una pequeña cantidad de diez o quince mil pesos para pagar la fianza de un preso y saliera libre, durante años se me criticó y nada hicieron, pero con el tiempo lo asumieron y en la Misa del 24 de septiembre participaban los presos liberados.
Es muy laudable la decisión tomada por la diócesis venezolana de San Cristóbal, con su obispo Mario Moronta, de suspender las tradicionales fiestas en honor del mártir San Sebastián, por los suntuosos gastos que hacen instancias gubernamentales con el pretexto religioso, siendo que hay gravísimas carencias de alimentos, medicinas, electricidad, gas doméstico e incluso de gasolina, siendo un país petrolero, pero mal administrado. Son decisiones extremas, pero dignas de aplauso. Eso es profético; es una denuncia contra el sistema, contra la manipulación de las fiestas religiosas.
PENSAR
El Papa Francisco, en su Carta Aperuit illis sobre el Domingo de la Palabra de Dios, nos advierte: “Es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad… Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas” (Nos. 12 y 13).
Ya antes, en Evangelii gaudium, nos había dicho: “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral” (No. 93).
ACTUAR
Apreciemos las expresiones populares de nuestra fe, respetémoslas y acompañémoslas, pero ofreciendo siempre la Palabra de Dios en su integridad, para que las fiestas patronales no sean expresión de mundanidad, sino de fe sólida y de solidaridad con los más necesitados.

1/22/20

Vivir la “hospitalidad ecuménica” para ser “un pueblo cristiano más unido”

El Papa en la Audiencia General


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy se enmarca en  la semana de oración por la unidad de los cristianos que este año tiene como tema la hospitalidad, partiendo del pasaje de los Hechos de los Apóstoles que narra cómo las comunidades de Malta y Gozo trataron a san Pablo y a sus compañeros de viaje, cuando naufragaron.  A este episodio me referí precisamente en la catequesis de hace dos semanas.
Por lo tanto, recordemos de nuevo la dramática experiencia de ese naufragio. El barco en el que viaja Pablo está a merced de los elementos. Llevan catorce días en el mar, a la deriva, y como no se ven ni el sol ni las estrellas, los viajeros se sienten desorientados, perdidos. El mar se estrella con violencia contra el barco que temen que se rompa por la fuerza de las olas. También les  azotan el viento y la lluvia. La fuerza del mar y de la tormenta es terrible e indiferente al destino de los navegantes: ¡eran más de 260 personas!
Pero Pablo, que sabe que no es así, habla. La fe le dice que su vida está en manos de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, y que lo llamó a él, a Pablo, para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Su fe también le dice que Dios, según lo que Jesús reveló, es un Padre amoroso. Por eso Pablo se dirige a sus compañeros de viaje e, inspirado por la fe, les anuncia que Dios no permitirá que pierdan ni un solo cabello.
Esta profecía se cumple cuando el barco encalla en  la costa de Malta y todos los pasajeros pisan la tierra firme sanos y salvos. Y allí experimentan algo nuevo. En contraste con la violencia brutal del mar tempestuoso, reciben el testimonio de la «humanidad poco común» de los isleños. Esta gente, para la que son extranjeros, se muestra atenta a sus necesidades. Encienden un fuego para que se calienten, les dan refugio contra la lluvia y comida. Aunque todavía no han recibido la Buena Nueva de Cristo, manifiestan el amor de Dios en actos concretos de bondad. Efectivamente, la hospitalidad espontánea y la amabilidad comunican algo del amor de Dios. Y la hospitalidad de los isleños malteses se ve recompensada por los milagros de curación que Dios obra a través de Pablo en la isla. La gente de Malta fue, pues, un signo de la Providencia de Dios para el Apóstol; también él fue testigo del amor misericordioso de Dios por ellos.
Queridísimos: la hospitalidad es importante; y es también una importante virtud ecuménica. Significa reconocer, ante todo, que los demás cristianos son verdaderamente nuestros hermanos y nuestras hermanas en Cristo. Somos hermanos. Alguien os dirá: “Pero ese es protestante, ese es ortodoxo…”. Sí, pero somos hermanos en Cristo. No es un acto de generosidad en un solo sentido, porque cuando somos hospitalarios con otros cristianos los acogemos como un regalo que nos han hecho. Como los malteses, – buenos, estos malteses- somos recompensados porque recibimos lo que el Espíritu Santo ha sembrado en estos hermanos y hermanas nuestros, que se convierte en un regalo también para nosotros porque el Espíritu Santo siembra también su gracia por doquier. Acoger a los cristianos de otra tradición significa, en primer lugar, mostrar el amor de Dios por ellos, porque son hijos de Dios, -hermanos nuestros-  y también recibir lo que Dios ha realizado en sus vidas. La hospitalidad ecuménica requiere la voluntad de escuchar a los otros cristianos, prestando atención a sus historias personales de fe y a la historia de su comunidad, comunidad de fe con otra tradición diferente de la nuestra. La hospitalidad ecuménica implica el deseo de conocer la experiencia que otros cristianos tienen de Dios y la expectativa de recibir los dones espirituales que la acompañan. Y esto es una gracia, descubrir esto es una gracia. Pienso en los tiempos pasados, en mi tierra por ejemplo. Cuando vinieron algunos misioneros evangélicos, un grupito de católicos iba a quemarles las tiendas. Esto no: No es cristiano. Somos hermanos, todos somos hermanos, y debemos ser hospitales unos con otros.
Hoy, el mar en el que naufragaron Pablo y sus compañeros vuelve a ser un lugar peligroso para la vida de otros navegantes. En todo el mundo, los hombres y las mujeres migrantes  enfrentan viajes arriesgados para escapar de la violencia, para escapar de la guerra, para escapar de la pobreza. Como Pablo y sus compañeros experimentan la indiferencia, la hostilidad del desierto, de los ríos, de los mares… Muchas veces no les dejan desembarcar en los puertos. Pero, desgraciadamente, a veces también encuentran la hostilidad mucho peor de los seres humanos. Son explotados  por traficantes criminales: ¡Hoy! Son tratados como números y como una amenaza por algunos gobernantes: ¡Hoy! A veces la inhospitalidad los arroja de nuevo como una ola hacia la pobreza o hacia los peligros de los que han huido.
Nosotros, como cristianos, debemos trabajar juntos para mostrar a los migrantes el amor de Dios revelado por Jesucristo. Podemos y debemos testimoniar que no hay solamente hostilidad e indiferencia, sino que cada persona es preciosa para Dios y amada por Él. Las divisiones que existen todavía entre nosotros nos impiden ser plenamente el signo del amor de Dios por el mundo. Trabajar juntos para vivir la hospitalidad ecuménica, particularmente con aquellos cuyas vidas son más vulnerables, hará de todos nosotros, los cristianos –protestantes, ortodoxos, católicos, todos los cristianos-  mejores seres humanos, mejores discípulos y un pueblo cristiano más unido. Nos acercará más a la unidad, que es la voluntad de Dios para nosotros.