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JOQUIVESA

Encontrado en la "red" (Mateo 13:47-50)

6/30/25

San Josemaría y la aventura de la libertad

Mariano Fazio


La aventura que Dios ofrece a todo ser humano es la de responder afirmativamente al riesgo de comprometer nuestra libertad para amarle y por Él, amar a los demás. Es de ahí, de una respuesta personal, de donde surgía la alegría de vivir de san Josemaría

Se cumplen hoy 50 años del fallecimiento de san Josemaría. Le conocí un año antes de su muerte, en 1974 en Buenos Aires, en una reunión para jóvenes durante uno de sus viajes a América. Me había invitado un amigo. Llegué a la reunión esperando encontrar una «persona importante» y salí con un nuevo horizonte existencial que inspiraba fundamentos más profundos en mi vida. Vi en aquel sacerdote español a un amigo que transmitía alegría y felicidad.

Años después, una persona me comentó que se sentía como un «aventurero sin aventura», que soñaba con algo grande en su vida y que no encontraba ese «algo». Lo que hacía no le llenaba y le parecía rutinario e insuficiente… en una búsqueda inquieta de porqués, de sentido. Entonces caí en la cuenta de que quizá, en aquel encuentro de 1974, entré como un «aventurero» y salí con «aventura». La aventura que Dios ofrece a todo ser humano es la de responder afirmativamente al riesgo de comprometer nuestra libertad para amarle y por Él, amar a los demás. Es de ahí, de una respuesta personal, de donde surgía la alegría de vivir de san Josemaría y la de todos los que, con sus límites y errores, tratan de amar a Dios.

En palabras del santo: «me gusta hablar de la aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente —como hijos, insisto, no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios» (Amigos de Dios, 35).

La humanidad de hoy sigue buscando a Dios, muchas veces a tientas. El consumismo, la ambigua identidad online, los contactos impersonales, los proyectos vitales centrados en el yo, donde convertimos a los demás en escalones para lograr un objetivo o en remedios afectivos, no dan respuestas suficientes. Algo querrá decir que en la última Vigilia Pascual se hayan bautizado 12.000 personas en Francia, unos 7.000 adultos y 5.000 adolescentes, y el fenómeno se repite cada año también en otros países.

Ante a la creencia extendida de que Dios se presenta a la mujer y al hombre contemporáneos como un adversario que desea arrebatarle la libertad, limitarle y hacerle infeliz, la realidad es que sólo en Él encontramos la plenitud de sentido y la están encontrando miles de jóvenes de una generación que ha crecido en sociedades donde Dios es, como mucho, un recuerdo del pasado o una nota a pie de página.

Antes de que con nuestra libertad amemos a Dios, Él ya nos está esperando y nos ha amado primero comprometiendo su libertad. Nos ha enviado a Jesucristo y nos ha hecho hijos de Dios. Esta es una realidad tan potente que puede llenar el corazón y la vida de cualquier persona, porque implica que nadie queda fuera de su amor. «No lo olvidéis —decía san Josemaría— el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima» (Amigos de Dios, 26).

León XIV, en su primer discurso en la Plaza de San Pedro, hablaba de la «paz desarmada y desarmante» de Cristo resucitado. Pensaba también en ese Cristo, torturado y ultrajado, mostrado por Pilatos ante el pueblo antes de ser crucificado. Es el Eccehomo, que desarma también hoy, 2000 años después, tantos corazones porque Jesús, libremente está muriendo por amor para hacernos libres a nosotros.

San Josemaría se consideraba el «último romántico», porque —afirmaba— «amo la libertad personal de todos —la de los no católicos también». Y continuaba: «Amo la libertad de los demás, la vuestra, la del que pasa ahora mismo por la calle, porque si no la amara, no podría defender la mía. Pero esa no es la razón principal. La razón principal es otra: que Cristo murió en la Cruz para darnos la libertad, para que nos quedáramos en la libertad y la gloria de los hijos de Dios».

Los 50 años del fallecimiento de Josemaría Escrivá son motivo de gratitud personal, y una invitación a redescubrir el carácter radicalmente libre y amable del ideal cristiano: el verdadero amor solo es posible desde la libertad, «sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios» (Amigos de Dios, 35).

Fuente: eldebate.com


Publicado por JOQUIVESA en 13:15

6/29/25

Los apóstoles Pedro y Pablo, junto con la Virgen María, intercedan por nosotros

 El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy es la gran fiesta de la Iglesia de Roma, nacida del testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo y fecundada por su sangre y por la de muchos mártires. Todavía hoy hay cristianos en todo el mundo a los que el Evangelio vuelve generosos y audaces incluso a costa de la vida. Existe de ese modo un ecumenismo de la sangre, una invisible y profunda unidad entre las Iglesias cristianas, que a pesar de ello no viven todavía la comunión plena y visible. Quiero por lo tanto confirmar en esta fiesta solemne que mi servicio episcopal es servicio a la unidad y que la Iglesia de Roma está comprometida por la sangre de los santos Pedro y Pablo a servir, en el amor, a la comunión entre todas las Iglesias.

La piedra, de la que Pedro recibe también su propio nombre, es Cristo. Una piedra desechada por los hombres y que Dios ha hecho piedra angular. Esta plaza y las basílicas papales de san Pedro y de san Pablo nos cuentan cómo esa lógica aún se mantiene. Ellas se encuentran en lo que eran entonces los límites de la ciudad, “extramuros”, como se dice hasta hoy. Lo que a nosotros nos parece grande y glorioso antes fue descartado y excluido, porque contrastaba con la mentalidad mundana. Quien sigue a Jesús se encuentra recorriendo el camino de las bienaventuranzas, en el que la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la misericordia, el hambre y la sed de justicia, y el trabajo por la paz encuentran oposición e incluso persecución. Y, sin embargo, la gloria de Dios brilla en sus amigos y a lo largo del camino los va modelando, cada vez que se convierten.

Queridos hermanos y hermanas, sobre las tumbas de los apóstoles, meta milenaria de peregrinaje, también nosotros descubrimos que podemos vivir en esta continua conversión. El Nuevo Testamento no esconde los errores, las contradicciones, los pecados de aquellos que veneramos como los más grandes apóstoles. Su grandeza, en efecto, ha sido modelada por el perdón. El Resucitado los fue a buscar, más de una vez, para traerlos de nuevo a su camino. Jesús no llama una sola vez. Es por esto que todos podemos esperar siempre, como también nos recuerda el Jubileo.

La unidad de la Iglesia y entre las Iglesias, hermanas y hermanos, se nutre del perdón y de la confianza recíproca, que comienza por nuestras familias y nuestras comunidades. En efecto, si Jesús confía en nosotros, también nosotros podemos fiarnos los unos de los otros, en su Nombre. Los apóstoles Pedro y Pablo, junto con la Virgen María, intercedan por nosotros, de modo que, en este mundo herido, la Iglesia sea casa y escuela de comunión.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Les aseguro mis oraciones por la comunidad del Liceo “Barthélémy Boganda” de Bangui, en la República Centroafricana, que está de luto por el trágico accidente que ha causado numerosos muertos y heridos entre los estudiantes. Que el Señor consuele a las familias y a toda la comunidad.

Saludo hoy de manera especial a todos los fieles de Roma, en la fiesta de los santos patronos, y con gran afecto a los párrocos y a todos los sacerdotes que trabajan en las parroquias romanas, con gratitud y alentándolos en su servicio.

En esta fiesta se celebra también la Jornada dedicada al Óbolo de San Pedro, que es un signo de comunión con el Papa y de participación en su ministerio apostólico. Agradezco de corazón a todos los que con su donación sostienen mis primeros pasos como Sucesor de Pedro.

Bendigo a quienes participan en el evento denominado “Quo Vadis?”, peregrinando por los lugares romanos de la memoria de los santos Pedro y Pablo. Agradezco a todos los que han organizado con dedicación esta iniciativa que ayuda a conocer y honrar a los santos patronos de Roma.

Saludo a los fieles de varios países que han venido para acompañar a sus Arzobispos Metropolitanos, que hoy han recibido el Palio. Saludo a los peregrinos de Ucrania —siempre rezo por su pueblo—, de México, Croacia, Polonia, Estados Unidos de América, Venezuela, Brasil, al Coro Santos Pedro y Pablo, de Indonesia, así como a numerosos fieles eritreos que viven en Europa; a los grupos de Martina Franca, Pontedera, San Vendemiano y Corbetta; a los monaguillos de Santa Giustina in Colle y a los jóvenes de Sommariva del Bosco.

Doy las gracias a la “Pro Loco” de Roma Capital y a los artistas que han realizado la “Infiorata” en Via della Conciliazione y Piazza Pio XII. ¡Gracias!

Saludo a los Cooperadores Guanellianos del centro-sur de Italia, a la Asociación de Voluntarios de Chiari, a los ciclistas de Fermo y de Varese, al grupo deportivo Aniene 80 y a los peregrinos de “Connessione Spirituale”.

Hermanas y hermanos, sigamos rezando para que en todas partes se silencien las armas y se trabaje por la paz a través del diálogo.

¡Feliz domingo a todos!

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 20:07

SANTA MISA Y BENDICIÓN DE LOS PALIOS PARA LOS NUEVOS ARZOBISPOS METROPOLITANOS

HOMILÍA DEL PAPA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy celebramos a dos hermanos en la fe, Pedro y Pablo, que reconocemos como pilares de la Iglesia y veneramos como patronos de la diócesis y de la ciudad de Roma.

La historia de estos dos apóstoles nos interpela de cerca también a nosotros, que somos la comunidad peregrina de los discípulos del Señor en nuestro tiempo. En particular, viendo sus testimonios, quisiera subrayar dos aspectos: la comunión eclesial y la vitalidad de la fe.

En primer lugar, la comunión eclesial. La liturgia de esta solemnidad, de hecho, nos hace ver cómo Pedro y Pablo fueron llamados a vivir un único destino, el del martirio, que los asoció definitivamente a Cristo. En la primera lectura encontramos a Pedro que, en la cárcel, espera que se ejecute la sentencia (cf. Hch 12,1-11); en la segunda encontramos al apóstol Pablo, también él con cadenas, afirmando, en una especie de testamento, que su sangre está por ser derramada y ofrecida a Dios (cf. 2 Tm 4,6-8.17-18). Tanto Pedro como Pablo, por tanto, dan su vida por la causa del Evangelio.

Sin embargo, esta comunión en la única confesión de la fe no es una conquista pacífica. Los dos apóstoles la alcanzan como una meta a la que llegan después de un largo camino, en el cual cada uno ha abrazado la fe y ha vivido el apostolado de manera diversa. Su fraternidad en el Espíritu no borra la diversidad de sus orígenes: Simón era un pescador de Galilea, Saulo en cambio un riguroso intelectual perteneciente al partido de los fariseos; el primero deja todo inmediatamente para seguir al Señor; el segundo persigue a los cristianos hasta que es transformado por Cristo Resucitado; Pedro predica sobre todo a los judíos; Pablo es impulsado a llevar la Buena Noticia a los gentiles.

Entre ambos, como sabemos, no faltaron conflictos respecto a la relación con los paganos, al punto que Pablo afirma: «Cuando Cefas llegó a Antioquía, yo le hice frente porque su conducta era reprensible» (Ga 2,11). Y de dicha cuestión, como sabemos, se ocupará el Concilio de Jerusalén, en el que los dos apóstoles seguirán debatiendo.

Queridos hermanos, la historia de Pedro y Pablo nos enseña que la comunión a la que el Señor nos llama es una armonía de voces y rostros, no anula la libertad de cada uno. Nuestros patronos han recorrido caminos diferentes, han tenido ideas diferentes, a veces se enfrentaron y discutieron con franqueza evangélica. Sin embargo, eso no les impidió vivir la concordia apostolorum, es decir, una viva comunión en el Espíritu, una fecunda sintonía en la diversidad. Como afirma san Agustín: «En un solo día celebramos la pasión de ambos apóstoles. Pero ellos dos eran también una unidad; aunque padeciesen en distintas fechas, eran una unidad» (Sermón 295, 7).

Todo esto nos interroga sobre el camino de la comunión eclesial. Esta nace del impulso del Espíritu, une las diversidades y crea puentes de unidad en la variedad de los carismas, de los dones y de los ministerios. Es importante aprender a vivir la comunión de ese modo, como unidad en la diversidad, para que la variedad de los dones, articulada en la confesión de la única fe, contribuya al anuncio del Evangelio. Estamos llamados a seguir este caminando por esta senda, mirando precisamente a Pedro y Pablo, porque todos necesitamos de esa fraternidad. Lo necesita la Iglesia, lo necesitan las relaciones entre los laicos y los presbíteros, entre los presbíteros y los obispos, entre los obispos y el Papa, así como lo necesitan la vida pastoral, el diálogo ecuménico y la relación de amistad que la Iglesia desea mantener con el mundo. Comprometámonos a hacer de nuestras diversidades un taller de unidad y comunión, de fraternidad y reconciliación para que cada uno en la Iglesia, con la propia historia personal, aprenda a caminar junto con los demás.

Los santos Pedro y Pablo nos interpelan también sobre la vitalidad de nuestra fe. En la experiencia del discipulado, de hecho, siempre existe el riesgo de caer en la rutina, en el ritualismo, en esquemas pastorales que se repiten sin renovarse y sin captar los desafíos del presente. En la historia de los dos apóstoles, en cambio, nos inspira su voluntad de abrirse a los cambios, de dejarnos interrogar por los acontecimientos, los encuentros y las situaciones concretas de las comunidades, de buscar caminos nuevos para la evangelización partiendo de los problemas y las preguntas planteados por los hermanos y hermanas en la fe.

Y en el centro del Evangelio que hemos escuchado está precisamente la pregunta que Jesús hace a sus discípulos, y que también nos dirige hoy a nosotros, para que podamos discernir si el camino de nuestra fe conserva dinamismo y vitalidad, si aún está encendida la llama de la relación con el Señor: «Y ustedes, […] ¿quién dicen que soy?» (Mt 16,15).

Cada día, en cada momento de la historia, siempre debemos prestar atención a esta pregunta. Si no queremos que nuestro ser cristiano se reduzca a una herencia del pasado, como tantas veces nos ha advertido el Papa Francisco, es importante salir del peligro de una fe cansada y estática, para preguntarnos: ¿quién es hoy para nosotros Jesucristo? ¿Qué lugar ocupa en nuestra vida y en la acción de la Iglesia? ¿Cómo podemos testimoniar esta esperanza en la vida cotidiana y anunciarla a aquellos con quienes nos encontramos?

Hermanos y hermanas, el ejercicio del discernimiento, que nace de estos interrogantes, le permite a nuestra fe y a la Iglesia que se renueven continuamente y que experimenten nuevos caminos y nuevas prácticas para el anuncio del Evangelio. Esto, junto a la comunión, debe ser nuestro primer deseo. En particular, hoy quisiera dirigirme a la Iglesia que peregrina en Roma, porque ella está llamada más que todas a ser signo de unidad y de comunión, Iglesia ardiente de una fe viva, comunidad de discípulos que testimonian la alegría y el consuelo del Evangelio en todas las situaciones humanas.

En la alegría de esta comunión, que el camino de los santos Pedro y Pablo nos invita a cultivar, saludo a los hermanos arzobispos que hoy reciben el palio. Queridos hermanos, este signo, al mismo tiempo que recuerda la tarea pastoral que les ha sido confiada, expresa la comunión con el obispo de Roma, para que, en la unidad de la fe católica, cada uno de ustedes pueda alimentarla en las Iglesias locales confiadas a ustedes.

Deseo además saludar a los miembros del Sínodo de la Iglesia greco-católica ucraniana: gracias por su presencia aquí y por su celo pastoral. Que el Señor le conceda la paz a su pueblo.

Y con viva gratitud saludo a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, que ha sido enviada por el querido hermano Su Santidad Bartolomé.

Queridos hermanos y hermanas, edificados por el testimonio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, caminemos juntos en la fe y en la comunión, e invoquemos su intercesión sobre todos nosotros, sobre la ciudad de Roma, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero.

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 20:00

6/27/25

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

Domingo 29 de Junio

Evangelio (Mt 16,13-19)

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:

—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?

Ellos respondieron:

—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.

Él les dijo:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Respondió Simón Pedro:

—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.

Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.

Comentario al Evangelio

Durante una de sus largas caminatas con los discípulos, Jesús les interrogó sobre la opinión pública acerca de su Persona. Después de ofrecer varias tentativas de respuesta, el Maestro les pregunta con gran pedagogía qué piensan ellos. Pedro se deja llevar entonces por el ímpetu amoroso y responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (v. 16). Esta confesión sobre la identidad del Maestro reveló designios divinos sobre la identidad y misión de Simón: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” y “te daré las llaves del Reino de los cielos…” (vv. 18-19).

En el mundo antiguo, era muy común aprovechar la dureza y estabilidad de la roca madre para levantar sobre ella el resto de un muro, de una fortaleza, conectando así la obra natural con la arquitectónica. Y las ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas y puertas de acceso, que se podían abrir y cerrar con llaves. Tener las llaves de una ciudad era ostentar el poder de decidir quién podía entrar o salir y cuándo. Por eso, el símbolo de la rendición de un enclave o plaza fuerte solía ser la entrega de sus llaves.

Lleno de asombro, Pedro escucharía al Mesías anunciando con solemnidad que él sería como esa roca madre, sobre la que Jesús alzaría su Iglesia; y que tendría el poder sobre las llaves del Reino, para decretar su acceso o vetarlo, influyendo así en el destino de la tierra como en el del mismo Cielo.

Este episodio y el lugar en el que sucedió quedaron grabados en la memoria de los apóstoles y consignado en los evangelios. Por voluntad del Señor, Pedro sería el líder de los doce y de la Iglesia, factor de unidad y eficacia para todos. Y los apóstoles, incluso los que habían conocido a Jesús antes que Pedro, los que quizá podrían reflejar mejor disposición o virtud a ojos humanos, asumieron con veneración y respeto esta voluntad del Maestro, como asumieron todas sus demás disposiciones y mandatos.

Más tarde, cuando Pedro negó a Jesús durante la pasión, comprobó que su liderazgo y eficacia eran prestados. Pero después de la Resurrección, esa posición de Pedro sería innegable y admitida por los cristianos, que rezaban juntos por Pedro (cfr. Hch 12). Por eso los cristianos tenemos el amoroso deber de rezar mucho por el Papa, sucesor de Pedro, y respetar su tarea al cuidado de la Iglesia como los apóstoles respetaron la primacía de Simón. A este respecto, comentaba san Josemaría: “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa. —Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre”.

Cuenta el libro de los Hechos, que Dios eligió también como Apóstol a un joven fariseo de la tribu de Benjamín: Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos. Gracias a la oración de Esteban (cfr. Hch 7,58ss.) y a la fina caridad de Bernabé (cfr. Hch 9,23), Pablo sería admitido en la Iglesia. Pablo era alguien que no conoció en vida a Jesús y que lo odió en sus seguidores. Pero también los apóstoles supieron reconocer humildemente en Saulo los designios sorprendentes de Dios y lo aceptaron como apóstol, igual que ellos, porque también él vio al resucitado y fue enviado a anunciarlo a todas las gentes.

La vida de estos dos grandes apóstoles nos enseña que, a pesar de las limitaciones propias y ajenas, Dios sabe realizar sus designios de amor; su gracia actúa siempre en los corazones. Lo que Dios pide para que haya fruto es la actitud de la Iglesia naciente: perseverar todos juntos en la oración, con María, la Madre de Jesús (cfr. Hch 1,12).“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

Fuente: opusdei.org

Publicado por JOQUIVESA en 12:57

Corazones heridos y sedientos

José Antonio García-Prieto Segura

“Uno de los soldados, con la lanza, le atravesó el costado y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).  

La fiesta del Corazón de Jesús que conmemoramos en la Iglesia en el mes de junio me ha recordado la imagen del corazón atravesado por una flecha, y reposando sobre un libro, diseñada en el escudo episcopal del Papa León XIV. Ha sido una asociación de ideas suscitada a propósito de esta gran fiesta del amor humano de Dios en Cristo, al hacerse hombre y morir en la Cruz por todos nosotros para redimirnos.

El corazón herido por una flecha ha sido icono multisecular del amor entre dos personas. ¿Quién no ha visto alguna vez, dibujado en la pared o grabado en la corteza de un árbol esa figura de un corazón asaeteado y, junto al nombre de la persona amada, el del varón enamorado? Hasta Cervantes, en el siglo XVI, destaca este universal icono al decir por boca de un cabrero, que el estudiante y pastor Grisóstomo murió de amores por la pastora Marcela, cuyo nombre aparecía legible en «casi dos docenas de altas hayas», e incluso podía observarse «encima de alguno, una corona grabada en el mesmo árbol» (El Quijote, I, 12).

Sin embargo, esa figura simbólica venía de siglos atrás porque san Agustín, aunque no se dedicara a representar corazones flechados, iba más lejos todavía, hasta llegar a la razón última y trascendente de esa iconografía: el Amor de Dios que, al vislumbrarlo e intuirlo en su mente, penetró hasta lo más íntimo de su corazón y, a modo de afilada saeta lo traspasó, provocando una sed insaciable de amor divino; esta experiencia cambió su vida, abriéndola a un horizonte de plenitud y alegría en la correspondencia a ese Amor.

Al descubrir después de una azarosa juventud la razón de su vida, san Agustín escribirá su famosa sentencia: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, L., 1, 1). Y refiriéndose al motivo de su conversión, afirma: “Has traspasado mi corazón con tu Palabra” (“Exposición sobre el salmo 127”); esta experiencia explica el simbolismo del icono en el escudo de León XIV, porque el corazón atravesado por la flecha reposa sobre un libro que representa la sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios, como aguda saeta iluminó la inteligencia de Agustín, su “cabeza”, e hirió de amor su “corazón”.

Fue la unión de “cabeza” y “corazón” lo que hizo que, a sus 32 años, el futuro santo se abriese a la luz de la fe y, con ella, al amor de la Palabra divina encarnada en Cristo. Es fundamental reparar en que no fue un acto exclusivo del afecto de su corazón, algo meramente sentimental por así decir; antes, su inteligencia ponderó las razones de verdad de las palabras divinas en la Escritura, y en el claro-oscuro del acto de fe, pero razonablemente motivado por los hechos históricos de la revelación, Agustín abrió su corazón al amor divino.

Pero vayamos ya al origen último del “corazón traspasado”, como icono del amor. Los cristianos lo tenemos muy claro: ese icono hunde sus raíces en el Corazón de Cristo cuando “uno de los soldados, con la lanza, le atravesó el costado y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34). El Catecismo de la Iglesia lo expresa así: “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), "es considerado como el principal indicador y símbolo del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres" (Pio XII, Enc."Haurietis aquas"). (Catecismo, n. 478).

El Señor ha querido que el agua y la sangre manadas de su Corazón traspasado, tuvieran un significado trascendente y una representación gráfica. Lo testimonia santa María Faustina Kowalska cuando revela que Cristo le pide: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y debajo: 'Jesús, en Ti confío'. Deseo que esta imagen sea venerada (…) en el mundo entero". El cuadro muestra cómo del Corazón de Cristo brotan dos rayos de luz, cuyo significado también él mismo reveló: "El rayo pálido simboliza el Agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la Sangre que es la vida de las almas (..) Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos" (Diario, 299, l. p. 13).

Esa representación nos habla del amor que el Corazón de Cristo sigue ofreciendo a toda persona; pero se trata también de un corazón igualmente sediento de amor, que anhela nuestra correspondencia. La sed fisiológica que Jesús sintió al pedirle a la mujer samaritana “dame de beber”, y en la Cruz “tengo sed”, se acompañó de una sed espiritual de amor, que Cristo como Dios y hombre sintió, deseando saciarla de nuestro amor que, en buena lógica humana y sobrenatural, espera de nosotros. Agustín lo expresa genialmente en tres palabras latinas: “Deus sitit sitiri”, que significan: “Dios tiene sed de ser deseado por nosotros”, o libremente: “Dios tiene sed de que el hombre lo ame teniendo sed de Él” (Quaest. 64, 4). En esa mutua donación permanecen los dos amores, aunque nosotros salgamos ganando, por así decir, porque en Él experimentamos la paz y serenidad que Cristo nos ha prometido: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28)

Pero vivimos con los pies en la tierra y hemos de batallar para lograr la paz. A ojos vista comprobamos la ausencia de Dios en la convivencia humana, envueltos  como estamos en un clima rampante de preocupaciones y desasosiegos, propiciados en la convivencia social por los debates en el ámbito laboral, económico y sobre todo en los enfrentamientos políticos que, con sus múltiples escándalos, hieren todo corazón mínimamente noble, que ansía menos corrupción en las instituciones del Estado, en el mundo de la política y de la economía, menos “polarización” y enfrentamientos odiosos, menos pornografía, menos manipulación del lenguaje y acosos a la libertad de  expresión y, en una palabra: menos totalitarismos que acaban destruyendo la verdad e imponiendo la mentira como forma de vida.

Hago mío el diagnóstico etiológico de tan grave enfermedad social, que formuló el premio Nobel, Solzhenitsyn, ante una situación similar en la Unión soviética de hace un siglo: “los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”. Al expulsar a Dios de la vida pública es lógico que los conflictos y las heridas e inquietudes del corazón se centupliquen colosalmente. Si san Agustín veía que “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en el Señor”, las mencionadas pretensiones totalitarias, con los frutos desasosegantes que producen, son como piedras en el camino que obstaculizan la pacífica convivencia. y también la paz divina que -se sea, o no, creyente- anhela todo corazón humano.

 Ojalá que la fiesta del Corazón de Jesús y las reflexiones apuntadas, ayuden a mirar alto para resolver pacíficamente los afanes personales de la vida diaria, y echar una mano en los de toda la comunidad, empezando por los de aquellos que tenemos más cercanos.

Fuente: elconfidencialdigital.com


Publicado por JOQUIVESA en 12:41

6/26/25

San Josemaría: al servicio del don recibido en la Iglesia

Mons. Fernando Ocáriz

(Artículo  publicado en el semanal "Die Tagespost" )

Han pasado 50 años desde el fallecimiento de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Para quienes tuvimos la gracia de vivir en Roma -en su misma casa- en 1975, este medio siglo parece muy breve. Verle dejar este mundo de un día para otro -mientras desarrollaba normalmente su misión de pastor y fundador- acrecentó el impacto de su muerte. Ya entonces nos dábamos cuenta de que el “Padre”, como solíamos llamarle familiarmente, era un apoyo sólido en la vida y en la alegría de muchos católicos de su tiempo.

Desde un apasionado amor a Cristo y una fuerte experiencia de qué significa ser hijo de Dios, redescubrió y predicó durante toda su vida algunos mensajes hoy ya ampliamente difundidos en la Iglesia y la sociedad, más allá de la institución que él fundó: la búsqueda de la santidad -el encuentro con Cristo- en las circunstancias ordinarias de trabajo, familia y relaciones sociales, la amistad personal como vía de convivencia y evangelización, el valor de la libertad y del pluralismo, el protagonismo del laicado en la misión de la Iglesia y en la vivificación de la sociedad contemporánea, entre otros.

Al valorar el tiempo transcurrido, es fácil reparar en las muchas iniciativas educativas y sociales en favor de toda clase de personas que, impulsadas por sus enseñanzas, se han materializado alrededor del mundo. Sin embargo, diría que el efecto más trascendente del ejemplo y el mensaje de san Josemaría es que ha inspirado a cientos de miles de personas a acercarse a Cristo a través de las actividades comunes y corrientes de cada día. Se reconoce en esto una sintonía con lo que el papa Francisco calificó como los “santos de la puerta de al lado”, que realizan un influjo profundo a su alrededor, muchas veces sin llamar la atención: con la naturalidad de los que están cerca de Dios e irradian su amor a manos llenas.

De la mano de los papas

En nuestro tiempo, el carisma que san Josemaría recibió de Dios se sigue multiplicando en historias de vida, actitudes, gestos, iniciativas. Para ahondar en el núcleo de su mensaje en servicio de la Iglesia, me valdré de algunas consideraciones realizadas por los últimos papas, a modo de hilo conductor. En primer lugar, el entonces Patriarca de Venecia, después Juan Pablo I, señalaba: “Escrivá, con el Evangelio, ha dicho constantemente: Cristo no quiere de nosotros solamente un poco de bondad, sino mucha bondad. Pero quiere que lo consigamos no a través de acciones extraordinarias, sino con acciones comunes” (Gazzettino di Venezia, 25-VII-1978).

Desde que san Josemaría comenzó a difundir su mensaje en 1928, afirmaba que para encontrar a Cristo y evangelizar el mundo no era necesario cambiar de lugar, de profesión o ambiente, ni realizar acciones extraordinarias, sino poner el amor de Dios en las acciones comunes. Se trata, sobre todo, de una transformación interior en Cristo, que implica el corazón por completo, que llena toda el alma (Mt 22, 37; Lc 10, 27). Como le gustaba repetir, “en la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria” (Conversaciones, n. 116). En continuidad con esta idea, lo que se necesita para recorrer este camino -nos animaba- “no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado” (Surco, n. 795).

Por su parte, san Juan Pablo II definió a Josemaría Escrivá, en el día de su canonización, como el “santo de lo ordinario”. En otra ocasión, añadía que había recordado al mundo contemporáneo “el valor cristiano que puede adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno” (14-X-1993).

Un ideal de servicio, un heroísmo posible

En un mundo sofisticado, en el que la interconexión digital y la inteligencia artificial imponen anónimamente sus reglas en el ámbito profesional -como destaca un reciente documento de la Conferencia episcopal alemana-, el mensaje de san Josemaría nos recuerda que ese trabajo es medio de unión con Dios y de ayuda al prójimo, como lugar en el que confluyen la caridad y la justicia. Lejos de las lógicas del éxito, el ideal cristiano del trabajo se expresa en el servicio a los demás, ese es el mejor parámetro del ejercicio profesional de un cristiano.

Durante una misa de acción de gracias por la beatificación, el entonces cardenal Ratzinger (después Benedicto XVI) afirmaba que “Josemaría Escrivá ha actuado como un despertador, clamando: (…) la santidad no consiste en ciertos heroísmos imposibles de imitar, sino que tiene mil formas y puede hacerse realidad en cualquier sitio y profesión” (19-V-1992). Santificar las circunstancias ordinarias no quiere decir que desaparecerán los defectos personales o que todo en la vida irá bien; san Josemaría decía con frecuencia que él hacía el papel de hijo pródigo muchas veces al día. Esto también es parte de la vida ordinaria: afrontar las limitaciones personales y confiar en la misericordia de Dios, evitando que el pecado nos encierre en nosotros mismos.

El servicio al prójimo a través del propio oficio se manifiesta en un personaje habitualmente inadvertido de la parábola del buen samaritano: el posadero. Su tarea queda en un segundo plano frente al gesto impresionante del viajero caritativo. El posadero sólo actúa con profesionalidad. Y, sin embargo, su aportación es fundamental. Nos recuerda que el ejercicio de cualquier tarea profesional es un servicio a quienes padecen necesidad y que todo trabajo honesto contiene, si aprendemos a descubrirla, una dimensión de caridad.

Un don recibido proyectado al futuro

En Ad charisma tuendum, el papa Francisco recordaba que “el don del Espíritu recibido por san Josemaría” impulsa a llevar a cabo “la tarea de difundir la llamada a la santidad en el mundo, a través de la santificación del trabajo y de los compromisos familiares y sociales”. Se trata de un mensaje proyectado al futuro y universal: para todas las personas, en cualquier lugar y tiempo. Todos podemos ser amigos de Dios, porque “la Trinidad se ha enamorado del hombre” (Es Cristo que pasa, n. 84). Y desde esta amistad “contribuirá a la paz, a la colaboración de los hombres entre sí, a la justicia, a evitar la guerra, a evitar el aislamiento, a evitar el egoísmo nacional y los egoísmos personales: porque todos se darán cuenta de que forman parte de toda la gran familia humana. (...) Así contribuiremos a quitar esta angustia, este temor por un futuro de rencores fratricidas, y a confirmar en las almas y la sociedad la paz y la concordia: la tolerancia, la comprensión, el trato, el amor” (Carta n. 3, n. 38a).

A cincuenta años de su fallecimiento, el mensaje de san Josemaría está vivo en nuestros corazones y nos invita a servir a Dios, a la Iglesia y a la sociedad. Ojalá sepamos custodiar este mensaje, encarnarlo con alegría y ponerlo al servicio de las necesidades de nuestros contemporáneos. Con el papa León XIV, los cristianos deseamos construir “una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad”.

Fuente: opusdei.org

Publicado por JOQUIVESA en 13:41

6/25/25

Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza.

El Papa en la Audiencia General

Ciclo de catequesis II. La vida de Jesús. Las curaciones. 11. La mujer hemorroísa y la hija de Jairo. «No temas, solo ten fe» (Mc 5,36) 

Queridos hermanos y hermanas,

hoy también meditamos sobre las curaciones de Jesús como señal de esperanza. En Él hay una fuerza que nosotros también podemos experimentar cuando entramos en relación con su Persona.

Una enfermedad muy difundida en nuestro tiempo es el cansancio de vivir: la realidad nos parece demasiado compleja, pesada, difícil de afrontar. Y entonces nos apagamos, nos adormecemos, con la ilusión que al despertarnos las cosas serán diferentes. Pero la realidad va afrontada, y junto con Jesús podemos hacerlo bien. A veces nos sentimos bloqueados por el juicio de aquellos que pretenden colocar etiquetas a los demás.

Me parece que estas situaciones puedan cotejarse con un pasaje del Evangelio de Marcos, donde se entrelazan dos historias: aquella de una niña de doce años, que yace en su lecho enferma a punto de morir; y aquella de una mujer, que, precisamente desde hace doce años, tiene perdidas de sangre y busca a Jesús para sanarse (cfr Mc 5,21-43).

Entre estas dos figuras femeninas, el Evangelista coloca al personaje del padre de la muchacha: él no se queda en casa lamentándose por la enfermedad de la hija, sino sale y pide ayuda. Si bien sea el jefe de la sinagoga, no pone pretensiones argumentando su posición social. Cuando hay que esperar no pierde la paciencia y espera. Y cuando le vienen a decir que su hija ha muerto y es inútil disturbar al Maestro, él sigue teniendo fe y continúa esperando.

El coloquio de este padre con Jesús es interrumpido por la mujer que padecía flujo de sangre, que logra acercarse a Jesús y tocar su manto (v. 27). Con gran valentía esta mujer ha tomado la decisión que cambia su vida: todos seguían diciéndole que permanezca a distancia, que no se deje ver. La habían condenado a quedarse escondida y aislada.  A veces también nosotros podemos ser víctimas del juicio de los demás, que pretenden colocarnos un vestido que no es el nuestro. Y entonces estamos mal y no logramos salir de eso.

Aquella mujer emboca el camino de la salvación cuando germina en ella la fe que Jesús puede sanarla: entonces encuentra la fuerza para salir e ir a buscarlo. Al menos quiere llegar a tocar sus vestidos.

Alrededor de Jesús había una muchedumbre, muchas personas lo tocaban, pero a ellos no les pasó nada. En cambio, cuando esta mujer toca a Jesús, se sana. ¿Dónde está la diferencia? Comentando este punto del texto, San Agustín dice – en nombre de Jesús –: «La multitud apretuja, la fe toca» (Sermones 243, 2, 2). Y así: cada vez que realizamos un acto de fe dirigido a Jesús, se establece un contacto con Él e inmediatamente su gracia sale de Él. A veces no nos damos cuenta, pero de una forma secreta y real la gracia nos alcanza y lentamente trasforma la vida desde dentro.

Quizás también hoy tantas personas se acercan a Jesús de manera superficial, sin creer de verdad en su potencia. ¡Caminamos la superficie de nuestra iglesia, pero quizás el corazón está en otra parte! Esta mujer, silenciosa y anónima, derrota a sus temores, tocando el corazón de Jesús con sus manos consideradas impuras a causa de la enfermedad. Y he aquí que inmediatamente se siente curada. Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Mc 5,34).

Mientras tanto, llevaron a aquel padre la noticia que su hija había muerto. Jesús le dice: «¡No temas, basta que creas!» (v. 36). Luego fue a su casa y, viendo que todos lloraban y gritaban, dijo: «La niña no está muerta, sino que duerme» (v. 39). Luego entra donde está la niña, le toma la mano y le dice: «Talitá kum», “¡Niña, levántate!”. La muchacha se levanta y se pone a caminar (cfr vv. 41-42). Aquel gesto de Jesús nos muestra que Él no solo sana toda enfermedad, sino que también despierta de la muerte. Para Dios, que es Vida eterna, la muerte del cuerpo es como un sueño. La muerte verdadera es aquella del alma: ¡de esta debemos tener miedo!

Un último detalle: Jesús, luego de haber resucitado a la niña, dice a los padres que le den de comer (cfr v. 43). Esta es otra señal muy concreta de la cercanía de Jesús a nuestra humanidad. Podemos también entenderlo en sentido más profundo y preguntarnos: ¿cuándo nuestros muchachos se encuentran en crisis y tienen necesidad de nutrición espiritual, sabemos dársela? ¿Y cómo podemos hacerlo si nosotros mismos no nos nutrimos del Evangelio?

Queridos hermanos y hermanas, en la vida hay momentos de desilusión y de desánimo, y hay también la experiencia de la muerte. Aprendamos de aquella mujer, de aquel padre: vamos hacia Jesús: Él puede sanarnos, puede hacernos renacer. ¡Jesús es nuestra esperanza!
_____________________________

Saludos 

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los sacerdotes y seminaristas provenientes de España, México, Puerto Rico, Ecuador, Colombia, El Salvador, Venezuela. En la vida hay momentos de desilusión, de desaliento e incluso de muerte. Aprendamos de aquella mujer y de aquel padre: vayamos a Jesús. Él puede sanarnos, puede devolvernos la vida. ¡Él es nuestra esperanza! Muchas gracias.
______________________________

Resumen leído por el Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy meditamos sobre las curaciones que Jesús realizó como signo de esperanza. El Evangelio que hemos escuchado nos presenta dos historias: la de una mujer enferma desde hace doce años y la de una niña que está por morir.

La mujer, considerada impura y condenada al aislamiento, se atreve a acercarse a Jesús en silencio, convencida de que basta tocar su manto para sanar. Aunque muchos tocaban a Cristo entre la muchedumbre, sólo ella fue curada. ¿Por qué? Porque lo tocó con fe. Quizás también hoy muchos se acercan a Jesús de manera superficial. Entramos en nuestras iglesias, pero nuestro corazón se queda afuera. Esta mujer, silenciosa y anónima, venció sus miedos y tocó el corazón de Jesús con manos que todos juzgaban impuras. Y el Señor la sanó a causa de su fe.

El padre de la niña tampoco se rinde ante la noticia de la muerte. Jesús le dice: «No temas, sólo ten fe». Entra en la casa, toma a la niña de la mano y la vida vuelve. Es inmensa la fuerza de una fe sincera, que toca a Jesús con confianza —aun desde la debilidad— porque deja que sus benditas manos actúen. Cuando la fe es verdadera, se confirma nuestra esperanza. La gracia de Cristo actúa y nos es devuelta la vida.

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 18:12

6/24/25

Natividad de San Juan Bautista

Teresa Vallés

Solemnidad de la Natividad de san Juan Bautista, Precursor del Señor, que, estando aún en el seno materno, al quedar lleno del Espíritu Santo exultó de gozo por la próxima llegada de la salvación del género humano. Su nacimiento profetizó la Natividad de Cristo el Señor, y su existencia brilló con tal esplendor de gracia, que el mismo Jesucristo dijo no haber entre los nacidos de mujer nadie tan grande como Juan el Bautista.

Origen de la fiesta
La Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte. En el caso de San Juan Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento. San Juan, el Bautista, fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María, embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según el Evangelio.
Esta fiesta conmemora el nacimiento "terrenal" del Precursor. Es digno de celebrarse el nacimiento del Precursor, ya que es motivo de mucha alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y preparar la próxima llegada del Mesías, o sea, de Jesús. Fue una de las primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a aplicar el mensaje de Juan.

El nacimiento de Juan BautistaI

sabel, la prima de la Virgen María estaba casada con Zacarías, quien era sacerdote, servía a Dios en el templo y esperaba la llegada del Mesías que Dios había prometido a Abraham. No habían tenido hijos, pero no se cansaban de pedírselo al Señor. Vivían de acuerdo con la ley de Dios.


Un día, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, quien se sobresaltó y se llenó de miedo. El Árcangel Gabriel le anunció que iban a tener un hijo muy especial, pero Zacarías dudó y le preguntó que cómo sería posible esto si él e Isabel ya eran viejos. Entonces el ángel le contestó que, por haber dudado, se quedaría mudo hasta que todo esto sucediera. Y así fue.
La Virgen María, al enterarse de la noticia del embarazo de Isabel, fue a visitarla. Y en el momento en que Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de júbilo en su vientre. Éste es uno de los muchos gestos de delicadeza, de servicio y de amor que tiene la Virgen María para con los demás. Antes de pensar en ella misma, también embarazada, pensó en ir a ayudar a su prima Isabel.
El ángel había encargado a Zacarías ponerle por nombre Juan. Con el nacimiento de Juan, Zacarías recupera su voz y lo primero que dice es: "Bendito el Señor, Dios de Israel".
Juan creció muy cerca de Dios. Cuando llegó el momento, anunció la venida del Salvador, predicando el arrepentimiento y la conversión y bautizando en el río Jordán.
La predicación de Juan Bautista
Juan Bautista es el Precursor, es decir, el enviado por Dios para prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto, es el último profeta, con la misión de anunciar la llegada inmediata del Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella. Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a Herodes: "No te es lícito tenerla". La hija de Herodías, en el día de cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la cabeza de JuanBautista que estaba en la cárcel.
¿Qué nos enseña la vida de Juan Bautista?
Nos enseña a cumplir con nuestra misión que adquirimos el día de nuestro bautismo: ser testigos de Cristo viviendo en la verdad de su palabra; transmitir esta verdad a quien no la tiene, por medio de nuestra palabra y ejemplo de vida; a ser piedras vivas de la Iglesia, así como era el Papa Juan Pablo II.
Nos enseña a reconocer a Jesús como lo más importante y como la verdad que debemos seguir. Nosotros lo podemos recibir en la Eucaristía todos los días.
Nos hace ver la importancia del arrepentimiento de los pecados y cómo debemos acudir con frecuencia al sacramento de la confesión.
Podemos atender la llamada de Juan Bautista reconociendo nuestros pecados, cambiando de manera de vivir y recibiendo a Jesús en la Eucaristía.
El examen de conciencia diario ayuda a la conversión, ya que con éste estamos revisando nuestro comportamiento ante Dios y ante los demás.

Fuente: catholic.net

Publicado por JOQUIVESA en 10:30

Corpus Christi. Cristo vive en medio de nosotros

Haddy Bello D.

“El conocimiento y amor de Dios sólo se pueden ganar a través de una relación constante y confiada con él; la manera más segura es a través de una vida eucarística” (Edith Stein, Conferencia “El valor específico de la mujer en su significado para la vida del pueblo”, Obras Completas IV, 87)

Muchos sueñan con ganar la lotería o un gran premio, buscan ese golpe de suerte que les cambie la vida. Otros quisieran presenciar un milagro o ver con sus propios ojos cómo se transforma la hostia durante la consagración. Sin embargo, pocos se dan cuenta de que ya han ganado algo infinitamente más valioso que cualquier lotería, y que el milagro eucarístico más extraordinario ocurre cada día, cada domingo, en cada misa que se celebra. Ese milagro se presenta de la manera más sencilla: en un pequeño pedazo de pan. Allí, Dios se entrega una y otra vez por cada uno de nosotros cuando el sacerdote pronuncia las palabras de Jesús: “Éste es mi cuerpo… entregado por ustedes” (Lc 22,19).

El acceso a la eternidad, inaugurado con la pasión, muerte

y resurrección de Cristo, se actualiza cada

vez que celebramos la Eucaristía.

No necesitamos esperar la segunda venida de Jesús ni el Juicio Final para participar del Banquete celestial. Como nos recuerda el Catecismo, “por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna” (CEC 1326). Por lo tanto, la Eucaristía no es una acción simbólica ni un rito mágico, tampoco una promesa para el futuro. Es el sacrificio de Cristo en sentido literal, no un mero ofrecimiento de alimento espiritual (cf. Ecclesia de Eucharistia, 13). Jesús está verdadera y corporalmente presente en el sacramento del altar. Es esa presencia real la que nos transforma personalmente y nos configura cada vez más íntimamente a Él, en cuerpo y alma.

La Eucaristía no es una acción simbólica ni un rito

mágico, tampoco una promesa para el futuro. Es el sacrificio de

Cristo en sentido literal, no un mero ofrecimiento de alimento espiritual.

La Fiesta del Corpus Christi fue instituida en agosto de 1264 por el Papa Urbano IV, mediante la bula Transiturus de hoc mundo, que significa “a punto de pasar de este mundo”. El título evoca uno de los momentos más decisivos de la vida de Jesús: cuando “poco antes de su Pasión, en la Última Cena, instituyó, en memoria de su muerte, el sumo y magnífico sacramento de Su Cuerpo y Su Sangre, dándonos el Cuerpo como alimento y la Sangre como bebida” (Bula citada). Una de las ideas centrales que presenta el Papa es la manera peculiar en que Cristo eligió permanecer entre nosotros: a través del alimento. ¿No resulta sorprendente su elección?

Cinco razones que pueden ayudar a comprender la iniciativa divina son:

Primero, el pan y el vino eran alimentos sencillos y accesibles en tiempos de Jesús, como lo siguen siendo hoy. Es una opción consecuente con su estilo de vida, desde la sencillez del pesebre hasta la desnudez de la cruz.

Segundo, la comida posee una fuerza especial: une, reúne y convoca. Esa dinámica constituye la esencia misma de la celebración eucarística. La misa es, fundamentalmente, compartir el amor, tal como lo vive eternamente la comunidad divina.

Tercero, la Encarnación y la Eucaristía van de la mano como dos manifestaciones de un mismo misterio: son acciones vivas y concretas de la presencia de Dios entre nosotros, que revelan su voluntad más íntima de nutrirnos y darnos su propia vida.

Cuarto, el contexto festivo del Banquete comunica la alegría profunda del Evangelio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos invitan a sentarnos a su mesa y a participar de su vida eterna, no mañana, sino hoy.

Quinto, Jesús redime la transgresión original de Adán y Eva. Su intención es que, así como la humanidad fue sepultada en la ruina por el alimento prohibido, vuelva a la vida verdadera por un alimento bendito (cf. Bula citada). El mismo Cristo lo explica: “Yo soy el pan de vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,48-51).

El acceso a la eternidad, inaugurado con la pasión, muerte y resurrección de Cristo, se actualiza cada vez que celebramos la Eucaristía. Solo necesitamos abrir los ojos del corazón para contemplar el misterio de su presencia entre nosotros.

En cada misa, en cada comunión, el milagro más grande se repite: Dios que se hace alimento para que nosotros podamos vivir eternamente.

¿Cómo puedo cultivar una mirada más contemplativa que me permita reconocer el milagro cotidiano de la Eucaristía? ¿De qué manera mi participación en la Eucaristía transforma mis relaciones familiares, comunitarias y sociales? ¿Hay coherencia entre el amor que recibo en la comunión y el amor que ofrezco a los demás? Si Jesús eligió hacerse presente a través del alimento, ¿qué me dice esto sobre su forma de amar? ¿Qué revela esta elección sobre el estilo de vida cristiano al que estoy llamado/a?

“Cristo está presente corporalmente en el sacramento del altar y en

virtud de la Eucaristía reconfigura en su cuerpo a todo el que la

recibe, de modo que la comunidad de los creyentes unida en la

Iglesia constituye el cuerpo de Cristo en el más literal

de los sentidos”. Edith Stein, Naturaleza, libertad y gracia, 116-117.

Fuente: uc.cl


Publicado por JOQUIVESA en 10:21

6/23/25

Alimentar el amor

Juan Luis Selma

Estamos divididos, totalmente polarizados. Vemos las cosas evidentes desde ópticas muy distintas. Ya no hay diálogo ni confianza. ¿Hemos volado todos los puentes?

Hay realidades importantes que no vienen solas: hay que cultivarlas, cuidarlas, protegerlas; la falta de riego las agosta. Con el calor que está haciendo, nos puede pasar que descuidemos el riego de una maceta. Al poco tiempo -escasos días- encontraremos la planta muerta. Ha sido un pequeño descuido, sí, pero suficiente.

Mientras los católicos de este país celebramos fiestas importantes -hoy la del Corpus Christi-, vemos cómo se va caldeando el ambiente social y político. Estamos divididos, totalmente polarizados. Vemos las cosas evidentes desde ópticas muy distintas. Ya no hay diálogo ni confianza. ¿Hemos volado todos los puentes? El difunto papa Francisco afirmaba que la tercera guerra mundial ha estallado. El mundo sufre, la paz se esfuma, las claras injusticias cada vez encuentran mayores disfraces: lo justo aparece como injusto, como derecho, mientras el mal es aplaudido como bien.

Pero hay esperanza. Dios acampa entre nosotros; es como el mantenedor de un edificio que va reparando un sinfín de averías. No para, no se cansa, no tiene amor propio ni soberbia y, aunque lo echamos de nuestras vidas, hogares, espacios… sigue ahí, no se marcha. El amor no se cansa.

El pueblo hebreo, en su larga travesía por el desierto, era alimentado diariamente con el maná bajado del cielo. En su recolección había unas serias limitaciones: cada persona debía recoger solo lo necesario para un día, aproximadamente un gómer por cabeza. Si alguien intentaba guardar más de lo indicado, el maná se echaba a perder y criaba gusanos. El maná no caía en sábado (Shabat), día sagrado de descanso. Por eso, el sexto día debían recoger el doble y, curiosamente, esa porción extra no se descomponía. Y, por último, el maná aparecía con el rocío de la mañana y debía recogerse antes de que el sol lo derritiera.

La eucaristía es nuestro maná, nuestro alimento. Es la que conserva el amor, lo acrecienta y alimenta. Sin ella, todo se torna desértico, sin vida. Es también quien realiza la unidad. Decía san Juan Pablo II que la Iglesia vive de la eucaristía. La imagen de un pan compuesto por la suma de muchos granos de trigo estimula a sumar, a unir fuerzas, a desaparecer personalmente en pos de un bien mayor.

Nos dice san Pablo: “Hermanos: yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que, a mi vez, os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Por nuestras ciudades y pueblos hoy procesiona no una imagen, sino el mismo Jesús, escondido bajo la apariencia de pan. Él es nuestro alimento, su presencia es una bendición: pasa mirándote, amándote, redimiéndote.

Correspondamos a su amor acompañándole en la procesión, visitando el sagrario. Decía san Josemaría: “Y Él se esconde viniendo bajo el aspecto del Pan y del vino, se esconde en las especies sacramentales. Decidle muchas veces, con un acto de fe que os salga de dentro: Señor, creo que estás ahí realmente presente, con tu cuerpo, con tu sangre, con tu alma, con tu divinidad. Señor, sé que vives, que estás ahí escondido por Amor. Yo vendré a hacerte un rato de compañía todos los días”.

El pan bajado del cielo -la eucaristía, Cristo entregado por amor- es el maná que alimenta nuestro corazón, que lo ablanda, purifica y renueva. Es puro amor entregado. Vamos a alimentarnos de Él; así seremos capaces de amar y perdonar, de encontrar y valorar lo que nos une, de dialogar.

Gracias a Dios -decía Benedicto XVI-: “Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una primavera eucarística: ¡cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento”. De esa presencia escondida surgen nuevos matrimonios cristianos abiertos a la vida, se recomponen otros que estaban agrietados, nacen propósitos de perdón, de entrega a los demás, de reconciliación.

Si nos cuesta amar, si tenemos un corazón endurecido por el egoísmo y el pecado, acudamos a la fuente del amor: a Jesús sacramentado.

Fuente: eldiadecordoba.es

Publicado por JOQUIVESA en 17:55

6/22/25

Corpus Domini

El Papa en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Hoy, en muchos países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Domini, y el Evangelio narra el milagro de los panes y los peces (cf. Lc 9,11-17).

Para dar de comer a las miles de personas que acudieron a escucharlo y a pedirle curación, Jesús invita a los Apóstoles a que le presenten lo poco que tienen, bendice los panes y los peces y les ordena que los distribuyan entre todos. El resultado es sorprendente, no sólo cada uno recibe comida suficiente, sino que sobra en abundancia (cf. Lc 9,17).

El milagro, más allá del prodigio, es un “signo” y nos recuerda que los dones de Dios, incluso los más pequeños, crecen cuanto más se comparten.

Sin embargo, al leer todo esto en el día del Corpus Domini, reflexionamos sobre una realidad aún más profunda. Sabemos, en efecto, que en la raíz de todo compartir humano hay uno más grande que lo precede: el de Dios hacia nosotros. Él, el Creador, que nos dio la vida, para salvarnos pidió a una de sus criaturas que fuera su Madre, para asumir un cuerpo frágil, limitado, mortal, como el nuestro, poniéndose en sus manos como un niño. Así compartió hasta sus últimas consecuencias nuestra pobreza, eligiendo valerse, para redimirnos, precisamente de lo poco que podíamos ofrecerle (cf. Nicolás Cabásilas, La vida en Cristo, IV, 3).

Pensemos en lo bonito que es, cuando hacemos un regalo —quizás pequeño, acorde con nuestras posibilidades— ver que es apreciado por quien lo recibe; lo contentos que nos sentimos cuando comprobamos que, a pesar de su sencillez, ese regalo nos une aún más a quienes amamos. Pues bien, en la Eucaristía, entre nosotros y Dios, sucede precisamente esto, el Señor acoge, santifica y bendice el pan y el vino que ponemos en el altar, junto con la ofrenda de nuestra vida, y los transforma en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacrificio de amor para la salvación del mundo. Dios se une a nosotros acogiendo con alegría lo que le presentamos y nos invita a unirnos a Él recibiendo y compartiendo con igual alegría su don de amor. De este modo —dice san Agustín—, como el “conjunto de muchos granos se ha transformado en un solo pan, así en la concordia de la caridad se forma un solo cuerpo de Cristo” (cf. Sermón 229/A, 2).

Queridos hermanos, esta noche haremos la Procesión Eucarística. Celebraremos juntos la Santa Misa y luego nos pondremos en camino, llevando el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad. Cantaremos, rezaremos y, finalmente, nos reuniremos en la Basílica de Santa María la Mayor para implorar la bendición del Señor sobre nuestros hogares, nuestras familias y toda la humanidad. Partiendo desde el altar y el sagrario, que esta celebración sea un signo luminoso de nuestro compromiso de ser cada día portadores de comunión y paz los unos para los otros, en el compartir y en la caridad.

____________________

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Continúan llegando noticias alarmantes desde Oriente Medio, sobre todo desde Irán. En este escenario dramático, que incluye a Israel y Palestina, corre el riesgo de caer en el olvido el sufrimiento diario de la población, especialmente de Gaza y los demás territorios, donde la necesidad de una ayuda humanitaria adecuada es cada vez más urgente.

Hoy más que nunca, la humanidad clama y pide la paz. Es un grito que exige responsabilidad y razón, y no debe ser sofocado por el estruendo de las armas ni por las palabras retóricas que incitan al conflicto. Todo miembro de la comunidad internacional tiene la responsabilidad moral de detener la tragedia de la guerra, antes de que se convierta en una vorágine irreparable. No existen conflictos “lejanos” cuando está en juego la dignidad humana.

La guerra no resuelve los problemas, sino que los amplifica y produce heridas profundas en la historia de los pueblos, que tardan generaciones en cicatrizar. Ninguna victoria armada podrá compensar el dolor de las madres, el miedo de los niños, el futuro robado.

¡Que la diplomacia haga callar las armas! ¡Que las naciones tracen su futuro con obras de paz, no con la violencia ni conflictos sangrientos!

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos. Me complace saludar a los Parlamentarios y a los Alcaldes aquí presentes con ocasión del Jubileo de los Gobernantes y de los Administradores.

Saludo particularmente a los fieles de Bogotá y Samupués, Colombia; también a aquellos venidos de Polonia, en especial a los alumnos y profesores de un Instituto técnico de Cracovia; a la banda musical de Strengberg, Austria, a los fieles de Hannover, Alemania; a los jóvenes de Confirmación de Gioia Tauro y a los chicos de Tempio Pausania.

A todos les deseo que pasen un feliz domingo. Y bendigo a aquellos que hoy participan activamente en la fiesta del Corpus Domini, ya sea con el canto, la música, los homenajes floreales, las artesanías y, sobre todo, con la oración y la procesión.

Muchas gracias a todos y feliz domingo.

Fuente: vatican.va

Publicado por JOQUIVESA en 21:25
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