El Papa en la Audiencia General
Ciclo de Catequesis – Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra Esperanza. III. La Pascua de Jesús. 5. La Crucifixión. «Tengo sed» (Jn 19,28)
Queridos hermanos y hermanas:
En el corazón del relato de la Pasión, en el momento más luminoso y a la vez más oscuro de la vida de Jesús, el Evangelio de Juan nos ofrece dos palabras que encierran un inmenso misterio: «Tengo sed» (19,28), e inmediatamente después: «Todo está cumplido» (19,30). Estas son sus últimas palabras, pero están llenas de toda una vida, revelando el sentido de la existencia del Hijo de Dios. En la cruz, Jesús no aparece como un héroe victorioso, sino como un suplicante de amor. No se proclama, ni se condena, ni se defiende. Pide humildemente lo que él, solo, no puede darse de ninguna manera.
La sed del Señor Crucificado no es solo la necesidad fisiológica de un cuerpo torturado. Es también, y sobre todo, la expresión de un deseo profundo: el de amor, de relación, de comunión. Es el grito silencioso de un Dios que, habiendo querido compartir todo de nuestra condición humana, también se deja vencer por esta sed. Un Dios que no se avergüenza de pedir un sorbo, porque en ese gesto nos dice que el amor, para ser verdadero, también debe aprender a pedir y no solo a dar.
Tengo sed , dice Jesús, y así manifiesta su humanidad y también la nuestra. Nadie puede ser autosuficiente. Nadie puede salvarse a sí mismo. La vida se «realiza» no cuando somos fuertes, sino cuando aprendemos a recibir. Es precisamente en ese momento, tras recibir de manos desconocidas una esponja empapada en vinagre, que Jesús proclama: « Consumado es» . El amor se ha vuelto necesitado, y precisamente por eso ha cumplido su obra.
Esta es la paradoja cristiana: Dios salva no haciendo, sino dejándose hacer. No derrotando el mal por la fuerza, sino aceptando la debilidad del amor hasta el final. En la cruz, Jesús nos enseña que el hombre no se realiza en el poder, sino en la apertura confiada a los demás, incluso cuando son hostiles y enemigos. La salvación no se encuentra en la autonomía, sino en reconocer con humildad la propia necesidad y en poder expresarla libremente.
La realización de nuestra humanidad en el plan de Dios no es un acto de fuerza, sino un gesto de confianza. Jesús no salva con un giro dramático, sino pidiendo algo que no puede darse a sí mismo. Y es aquí donde se abre la puerta a la verdadera esperanza: si incluso el Hijo de Dios eligió no ser autosuficiente, entonces también nuestra sed —de amor, de sentido, de justicia— no es señal de fracaso, sino de verdad.
Esta verdad, aparentemente tan simple, es difícil de aceptar. Vivimos en una época que premia la autosuficiencia, la eficiencia y el rendimiento. Y, sin embargo, el Evangelio nos muestra que la medida de nuestra humanidad no se mide por lo que podemos lograr, sino por nuestra capacidad de dejarnos amar y, cuando es necesario, incluso ayudar.
Jesús nos salva mostrándonos que pedir no es indigno, sino liberador. Es la salida del encierro del pecado para reencontrarnos con la comunión. Desde el principio, el pecado engendró vergüenza. Pero el perdón —el verdadero perdón— nace cuando podemos afrontar nuestra necesidad y dejar de temer el rechazo.
La sed de Jesús en la cruz es, por tanto, también la nuestra. Es el grito de una humanidad herida que busca agua viva. Y esta sed no nos aleja de Dios, sino que nos une a él. Si tenemos la valentía de reconocerla, descubriremos que incluso nuestra fragilidad es un puente hacia el cielo. Es precisamente al pedir, no al poseer, que se abre un camino hacia la libertad, porque dejamos de pretender ser autosuficientes.
En la fraternidad, en la vida sencilla, en el arte de pedir sin vergüenza y ofrecer sin segundas intenciones, nace una alegría que el mundo desconoce. Una alegría que nos devuelve a la verdad original de nuestro ser: somos criaturas hechas para dar y recibir amor.
Queridos hermanos y hermanas, en la sed de Cristo podemos reconocer toda nuestra sed. Y aprender que no hay nada más humano, nada más divino, que poder decir: «Necesito». No tengamos miedo de pedir, sobre todo cuando nos parezca que no merecemos. No nos avergoncemos de extender la mano. Es precisamente ahí, en ese gesto humilde, donde se esconde la salvación.
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LLAMADA
Llegan noticias dramáticas de Sudán, en particular de Darfur. En El Fasher, muchos civiles han quedado atrapados en la ciudad, víctimas de la hambruna y la violencia. En Tarasin, un devastador deslizamiento de tierra se ha cobrado muchas vidas, dejando tras sí dolor y desesperación. Y, por si fuera poco, la propagación del cólera amenaza a cientos de miles de personas ya afectadas. Estoy más cerca que nunca de la población sudanesa, en particular de las familias, los niños y los desplazados. Rezo por todas las víctimas. Hago un ferviente llamamiento a los líderes y a la comunidad internacional para que garanticen corredores humanitarios e implementen una respuesta coordinada para detener esta catástrofe humanitaria. Es hora de iniciar un diálogo serio, sincero e inclusivo entre las partes para poner fin al conflicto y restaurar la esperanza, la dignidad y la paz en el pueblo de Sudán.
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Saludos especiales:
Saludo a todos los peregrinos de lengua española que participan en la Audiencia de hoy, en particular a los grupos procedentes de Inglaterra, Escocia, Irlanda, Irlanda del Norte, Austria, Dinamarca, Malta, Países Bajos, Suiza, Camerún, Australia, Hong Kong, Indonesia, Japón, Filipinas, Vietnam y Estados Unidos de América.
Les pido a todos que se unan a mí en oración por los afectados por los recientes deslizamientos de tierra en las montañas Marra de Sudán. Pidamos al Todopoderoso que conceda la paz eterna a todos los fallecidos, así como consuelo y fortaleza a sus seres queridos. Incluso en medio de tales tragedias, que nunca perdamos la esperanza en el amor de Dios por nosotros.
Sobre todos vosotros y sobre vuestras familias, invoco las bendiciones de Dios Todopoderoso.
Resumen de las palabras del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra catequesis sobre el tema del Jubileo, «Cristo, nuestra esperanza», continuamos reflexionando sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, considerando su disposición a depender de los demás. En el corazón de la pasión de Jesús encontramos dos expresiones que encierran un gran misterio: «Tengo sed» y «Todo está cumplido». A Jesús no le falta nada en su divinidad, pero se humilló y se hizo uno de nosotros, plenamente humano hasta el punto de depender de los demás. A través del ejemplo de Jesús, vemos que, como seres humanos, no podemos alcanzar la verdadera plenitud ni la salvación por nosotros mismos; no podemos «completar» la misión de nuestra vida simplemente acumulando poder o dinero. Necesitamos la ayuda de quienes nos aman y cuidan, especialmente del Señor Jesús. Por lo tanto, no hay vergüenza en pedir ayuda y abrirnos a los demás, ya que fuimos creados por Dios para dar y recibir amor. Comprendamos, pues, hermanos y hermanas, que no hay nada más humano, nada más divino, que pedir ayuda.
Fuente: vatican.va