JESÚS EDIFICÓ UNA IGLESIA PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS
Jesús Álvarez SSP
“Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Ellos le dijeron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Él les dijo: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo. Jesús le respondió: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos.” (Mt 16, 13-19).
Jesús hace un sondeo sobre la opinión que de Él tiene la gente y sobre la que ellos tienen. Pedro, con decisión, toma por primero la palabra para confesar, ante sus condiscípulos, la fe en la divinidad y en la misión salvadora de Jesús. Más tarde, en previsión de las negaciones de Pedro en la noche de la pasión, Jesús le dijo: “Y tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos”.
La autoridad en la Iglesia no se identifica con el poder, los privilegios, el prestigio, los atuendos, al estilo de las autoridades políticas, sino que se realiza en el amor de gratitud a Dios y en el amor salvífico para con el prójimo. Por eso Jesús dijo a Pedro: “¿Me amas, Pedro?... Apacienta mis ovejas y mis corderos”. Solamente en unión con Cristo resucitado presente, la autoridad eclesiástica --como también los simples fieles--, puede realizar la obra de salvación.“Separados de mí, no pueden hacer nada”.
Los puestos de servicio en la Iglesia deberían ocuparlos, no los que tienen más títulos y más prestigio, sino quienes mejor viven en unión real con Cristo, Cabeza de la Iglesia, y en el amor salvífico al pueblo de Dios, a imitación del Buen Pastor. Jesús constituye a Pedro como príncipe y servidor de su Iglesia, sin más privilegios que el de ser el primero en hacerse el último y servidor de todos, y en dar la vida por la salvación de los hombres, como el Maestro. El “Siervo de los siervos de Dios”.
Cristo le asegura a Pedro y a sus sucesores que las fuerzas del mal no prevalecerán contra su Iglesia, porque Él permanece con ellos y con nosotros hasta el fin del mundo, a pesar de los escándalos e infidelidades de algunos pastores y fieles, pues nuestra fe no se fundamenta ni en los sacerdotes, ni en los obispos, ni en los cardenales, siquiera y tampoco en el papa, sino solo en Cristo resucitado presente en su Iglesia, guiada infaliblemente por Él mediante los pastores.
La Iglesia sufrió, sufre y sufrirá persecuciones, martirios –como los que sufren hoy los cristianos en muchas naciones--, calumnias, divisiones internas y escándalos --que son lo más doloroso--, y que hoy tal vez más que nunca, está soportando con esperanza.
La opinión pública suele considerar como Iglesia solo a la jerarquía y al clero; modo de pensar que comparten, por ignorancia, muchos católicos. La verdadera Iglesia fundada por Jesús sobre Pedro, la constituyen el pueblo de Dios que, guiado por sus pastores en nombre del Salvador, camina hacia el Reino eterno, con Cristo resucitado a la cabeza. Si se excluye aunque sea una sola de esas tres realidades, ya no hay Iglesia de Jesús, sino otro ente ajeno a la Iglesia.
Cristo concede a Pedro, y en él a los demás apóstoles de entonces y de todos los tiempos, la misión de la misericordia: o sea, el poder de perdonar los pecados. La Iglesia católica no es la Iglesia del pecado, sino la Iglesia del perdón de los pecados y de los pecadores convertidos, como Pedro y Pablo. San Pablo decía: “Como Pedro fue capacitado para evangelizar a los judíos, así yo he sido capacitado para evangelizar a los paganos”. Ambos asumieron la misma misión de Cristo y con Él: la salvación de los hombres para gloria del Padre, aunque en distintos campos y con estilos diferentes. Si bien con algún desencuentro, superado ejemplarmente por la valentía de Pablo y la humildad de Pedro. Ambos grandes amigos entre sí, fieles seguidores de Cristo, y columnas de la Iglesia.