8/20/13

Hacia la libertad

C. Ruiz Montoya 


 "Paradójicamente, la libertad alcanza su plenitud cuando elige servir", se dice en este texto sobre la libertad en la vida del cristiano, una libertad que madura en el amor a Dios

      Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, “no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Gal 4, 31)[1].
      Paradójicamente, la libertad alcanza su plenitud cuando elige servir. Por el contrario, la pretensión de una libertad absoluta, independizada de Dios y de los demás, sin nada que la limite, desemboca en un yo postrado ante el dinero, el poder, el éxito u otros ídolos, más o menos brillantes, pero caducos y sin valor.
      «La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros»[2].
      Necesitamos a los demás, no sólo por lo que recibimos de ellos, sino también porque estamos hechos para dar. No hay crecimiento personal con independencia de las necesidades de quienes nos rodean: el marido se realiza sirviendo a su mujer y a sus hijos, y lo mismo ocurre con la esposa; el abogado ejerce su profesión para servir al cliente y al bien común de los ciudadanos; el enfermo se pone en manos del médico y éste se tiene que acomodar al paciente...; ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve[3].
      El servicio que Cristo pide a sus discípulos no consiste sólo en dar algo, sino en darse uno mismo, en poner la libertad radicalmente en juego. Como ha escrito el Papa Benedicto XVI en su primera carta encíclica: «La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona»[4]. 
      Darme a mí mismo por completo, entregarme del todo, es sencillamente entregar mi libertad: entregarla por amor. Entregando la libertad por amor nos hacemos más capaces de amor y de entrega y, por tanto, más libres; éste es el juego de la donación personal: dar sin perder; más todavía: ganar dando. 
      Cuando la libertad se deposita enteramente en Dios, sin más garantías que buscar y hacer su voluntad, la ganancia es la identificación con Cristo, y la libertad se recupera a un nivel más profundo: como íntima libertad filial que ninguna circunstancia ni ningún poder pueden someter. Por Él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo, y vivir en Él[5]. 
Buscar a Cristo 
      «A cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida»[6]. Cada uno puede hacer de su vida una obra maestra de amor; con aciertos, errores, debilidades: no pasa nada. Lo importante es no perder de vista el faro, el sentido, Aquel en quien se alegra el corazón[7], el único que puede llenar la capacidad de amar, a quien radicalmente queremos orientar la libertad.
      Las elecciones particulares −emprender y desarrollar una profesión, establecer un horario, adquirir cualquier compromiso, grande o pequeño− apuntan, en último término, a un bien querido en sí mismo, no en función de otro. Ese bien que amamos de manera absoluta nos caracteriza más que cualquier otra cosa. 
      Este fin da sentido último a las pequeñas acciones de cada día, guía el comportamiento concreto, es el criterio que indica, en la duda, lo que conviene o no conviene hacer. 
      En definitiva, como dice Santo Tomás comentando a San Agustín, sólo hay dos bienes que pueden presentarse al hombre como absolutos y, por tanto, guiar el resto de las acciones: la gloria de Dios o la propia estima. «Como en el amor a Dios, el mismo Dios es el último fin al que se ordenan todas las cosas que se aman rectamente, así en el amor de la propia excelencia se encuentra otro último fin al que se ordenan también todas las cosas; pues el que busca abundar en las riquezas, en ciencia, o en honores, o cualesquiera otros bienes, por todo ello busca su propia excelencia»[8]
      Sólo Dios puede dar auténtica unidad de sentido a nuestros afanes y quehaceres: «nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti»[9]. Esta frase de San Agustín muestra el origen y el fin de la libertad creada, que es al mismo tiempo don y tarea. Dios nos ha dado la libertad para alcanzar la plenitud; y la plenitud es el resultado de elegir el Amor de Dios, buscando su voluntad en las grandes decisiones y en lo pequeño de cada día. 
      Uno de los lugares donde el Evangelio muestra la orientación de la existencia como fruto de las elecciones personales es el episodio del joven rico. La inquietud del corazón de ese hombre le empuja a buscar el camino de la auténtica felicidad. 
      No queriendo conformarse con menos, acude a quien tiene las respuestas definitivas, a Jesús: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?[10]. La contestación del Señor no es menos radical que la pregunta. Primero señala cuáles son los caminos incompatibles con lo que busca: no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio...[11].
      Después le indica la dirección que lleva a la paz y la alegría verdaderas: si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme[12]
      Esas palabras relativizan la importancia de todo lo que hasta entonces centraba el interés del joven. Su libertad tropieza con una alternativa no prevista, una llamada a ensanchar el horizonte de su vida. 
      No es que viviera mal; al contrario, tenía un prestigio social y moral que seguramente proporcionaba satisfacción a sus padres y educadores. Pero esto le parecía insuficiente, aspiraba a más..., y por eso se dirigió al Maestro. Sin embargo, ante el nuevo panorama que Jesús le abre, calla; sabe que el Maestro bueno tiene razón, más aún tras escuchar las misteriosas palabras que revelan de algún modo su divinidad: ¿Por qué me llamas bueno?, nadie es bueno sino uno solo, Dios.
      A pesar de todo, no es suficientemente libre para ponerse a disposición del Señor. La prudencia humana, el temor a perder algo valioso y quizá el afán de seguridad, le llevan a conformarse con lo que ya tiene; con la vana esperanza de que, sin aspirar a tanto como Jesús le propone, sin arriesgar su posición, su fama, su dinero y en definitiva su propio yo, tal vez podrá estar bien.
      Cuando se busca hacer el bien con poco amor difícilmente se encuentra el camino. En palabras de San Juan de la Cruz,«quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará»[13]; entonces la razón se complica en razonadas sinrazones[14] y el bien deja de hacerse o se retrasa. 
      Si el amor es muy débil la lucha se hace torpe, enredada por la maraña de muchas pequeñas ataduras, indecisa: cuando las razones de amor no son suficientes para hacer lo que Dios quiere, se buscan otras sinrazones para no hacerlo. 
      El corazón del joven no quedó satisfecho: a nadie satisface una respuesta a medias, ningún corazón humano se conforma con medianías; por eso se marchó triste[15].
Volver a Cristo 
      Perseverar en el amor no consiste en una lucha tensa por no fallar nunca. De ordinario ningún velero llega a puerto en línea recta, sino que trata de aprovechar los vientos que encuentra y corrige constantemente las desviaciones que detectan los instrumentos de navegación.
      Lo importante es saber a dónde se quiere llegar y permanecer vigilantes. Es necesario volver a entregar la libertad muchas veces, sobre todo si nos damos cuenta de que hemos comenzado a servir a otros señores[16]
      Para no perdernos, debemos examinar la actuación concreta a la luz de la vocación; ésta es como el faro divino que orienta la libertad. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar −en las nuevas situaciones de nuestra vida− la luz, el impulso de la primera conversión. Y ésta es la razón por la que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si hemos de convertirnos de nuevo[17]
      La falta de alegría es uno de esos indicadores que permiten descubrir cuándo la voluntad está perdiendo la orientación a Dios. Con la luz del Espíritu Santo podremos ver dónde está puesto el corazón, para rectificar lo que sea menester. 
      La parábola del hijo pródigo es la auténtica guía en el itinerario hacia la conversión. El punto de partida es el momento en el que el hijo advierte su indigencia material, y sobre todo espiritual −la falta de alegría−; pues toma conciencia de haber abusado de su libertad filial. 
      Comienza entonces a examinar su situación con objetividad. Mira dentro de sí, in se autem reversus[18], sin miedo a reconocer la dura verdad de los hechos. El panorama es de hambre, soledad, tristeza, falta de cariño... ¿Cómo he llegado a esta situación?, se preguntaría. Podría haber echado la culpa a la mala fortuna o al periodo de carestía que atravesaba la región. Sin embargo, se atreve a asumir sus decisiones anteriores sin esquivar la responsabilidad. 
      Ha sido él mismo, libremente, quien ha cambiado la fidelidad a su padre por el espejismo de una felicidad irreal. Fue madurando en él la idea de que los bienes que le correspondían, en este caso la herencia paterna, tendrían la capacidad de saciar sus ansias de bienestar, de realización personal. Su voluntad se había ido replegando hacia su pequeño tesoro: sus ambiciones, su diversión, su tiempo, su sensualidad, su pereza. 
      Fue la viva percepción de su penuria lo que le hizo reaccionar y darse cuenta de lo poco que valía por sí solo, de las crueles servidumbres a las que se había visto abocado sin su padre: ¡cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre![19]. 
      La casa del Padre: la Iglesia Santa de Dios, esta partecica de la Iglesia que es la Obra... Ha perdido el miedo a llamar a las cosas por su nombre, y el contacto con la verdad sobre sí mismo le encamina hacia la libertad: la verdad os hará libres[20].Ante la realidad de las cosas toma cuerpo la nostalgia del amor del Padre; es el viaje de regreso a casa. 
      Al hogar se debe tornar y retornar muchas veces en la vida porque es el lugar del reencuentro con nosotros mismos, donde redescubrimos lo que somos: hijos de Dios. La casa es también la conciencia, sagrario íntimo de la persona. Y el hijo pródigo, que con tanta determinación había exigido sus derechos, a la vista de la desnuda verdad sobre sí mismo, renuncia ahora a todo derecho. Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre[21].
      En la vuelta ya está incoada la alegría de la conversión. El arrepentimiento ha abierto la puerta a la esperanza y, en la decisión de regresar, la libertad ha recuperado su disposición hacia el amor. Pero además, el encuentro con el padre supera las mejores expectativas.
      El pobre corazón humano, humillado por sus faltas, se verá desbordado por la infinita misericordia del Amor: cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos[22].
      La libertad madura en el amor a Dios; la libertad filial no se contabiliza en un balance de aciertos y errores; los errores se convierten en aciertos, en ocasión de amar más, cuando sabemos rectificar y pedir perdón, con plena confianza en la misericordia de Dios. 
      Aprendamos a recomenzar de la mano de nuestro Padre: habréis observado en vuestro examen −a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma−, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz[23]
      No me perdáis la paz: este conmovedor ruego paterno va unido a una llamada a la contrición, que es lo más importante del examen de conciencia. San Josemaría abría su alma para darnos el alimento de su experiencia de trato con Dios.
      Ahora su experiencia es la bienaventuranza, y su participación en la paternidad de Dios es más intensa. Acudamos a su intercesión para alcanzar una contrición serena y filial; para que nos enseñe a hacer un examen contrito, que no quita la paz sino que la da. Cada acto de contrición es un recomenzar. ¡Qué paz confiere saber que, mientras hay vida, no hay fracasos definitivos! 
Vivir en Cristo 
      San Juan describe en el Apocalipsis a una multitud incontable ante el trono y ante el Cordero, vestidos de blanco y con palmas en las manos[24]. La palma es símbolo de la alegría y del triunfo: de la alegría de honrar a Dios y de la victoria de quienes le dan gloria para siempre. Podríamos decir, siguiendo esta imagen, que la palma de la libertad está en su orientación a Dios hasta llegar al triunfo definitivo de la santidad alcanzada.
      ¿Cómo lograremos tan preciosa conquista? El Concilio Vaticano II enseña que «la libertad del hombre, herida por el pecado, no puede conseguir esta orientación hacia Dios con plena eficacia si no es con la ayuda de la gracia»[25]
      Por eso Dios envió a su Hijo, que ha venido en nuestra ayuda para hacernos partícipes de su victoria en la Cruz y para que recibamos el don del Espíritu Santo. Nuestra libertad ha sido liberada en el Calvario: «para ser libres nos libertó Cristo. En Él participamos de la verdad que nos hace libres. El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el Apóstol, donde está el Espíritu, allí está la libertad. Ya desde ahora nos gloriamos de la libertad de los hijos de Dios»[26]
      Dios había prometido a su Pueblo un principio nuevo de vida, una ley escrita en el corazón que no sólo indicase la dirección sino que diese también las fuerzas para caminar por la senda del amor a Dios: os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un espíritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis según mis preceptos, y guardaréis y cumpliréis mis normas[27]. 
      Esta promesa se hizo realidad con el envío del Espíritu Santo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado[28]. Sólo sobre este principio nuevo podremos construir una vida liberada de la esclavitud del egoísmo, una vida de hijos libres. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios[29].
      Que la voluntad se apoye sobre la roca sobrenatural de la filiación divina, y no sobre la arena de las propias fuerzas. Entonces se pueden vencer las propias limitaciones, superando los obstáculos desde la humildad, con la fuerza de Dios. 
      La voluntad sobrenaturalmente buena vive así endiosada, buscando hacer en todo la Voluntad de Dios. ¿Cómo? Mediante el olvido de sí, con la fortaleza de Cristo. Por eso −dice San Pablo−, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte[30]
      El sentido de la filiación divina es un fundamento realista para la libertad; enseña a recomenzar desde la verdad de la propia pequeñez, que es a la vez la grandeza de ser hijo amadísimo de Dios; es fuente de serenidad y de optimismo para la lucha. 
      El hijo de Dios se siente sostenido por la omnipotencia de un Padre que le quiere con sus defectos, al mismo tiempo que le ayuda a luchar contra ellos y le impulsa hacia la libertad.