Algunos, “cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender la riqueza espiritual de una nueva vida humana”
 La cultura de la vida tiene un especial ámbito en todo lo que concierne al matrimonio y a la familia. “La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación social y cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e insustituible para promover el verdadero bien del hombre y de la mujer” (San Juan Pablo II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 30).
Nos encontramos con demasiadas voces pesimistas. “En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino también una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles” (idem).
También el egoísmo y el hedonismo se oponen a la cultura de la vida. “Otros piensan que son los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana” (idem).
Con el alejamiento humano del Dios de la vida, se abre paso la cultura de la muerte. “La razón última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los hombres, de Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y los puede vencer. Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality), como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de la vida” (idem).
Hace falta valorar la vida, a pesar de los tristes augurios, que se han difundido por doquier. “La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel «Amén» que es Cristo mismo (84). Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida” (idem).
Más que una apuesta, hay una firme postura a favor de la vida. “La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre” (idem).
Rechacemos el totalitarismo contra la vida, a escala nacional. Y también el neocolonialismo internacional, que amenaza a los pueblos más desprotegidos. “Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado” (idem).