Estar aquí con ustedes es sentirme en casa, a los pies de nuestra Madre la Virgen de los Milagros de Caacupé. En un santuario los hijos nos encontramos con nuestra Madre y entre nosotros recordamos que somos hermanos. Es un lugar de fiesta, de encuentro, de familia. Venimos a presentar nuestras necesidades, venimos a agradecer, a pedir perdón y a volver a empezar. Cuántos bautismos, cuántas vocaciones sacerdotales y religiosas, cuántos noviazgos y matrimonios nacieron a los pies de nuestra Madre. Cuántas lágrimas y despedidas. Venimos siempre con nuestra vida, porque acá se está en casa y lo mejor es saber que hay alguien que nos espera.
Como tantas otras veces, hemos venido porque queremos renovar nuestras ganas de vivir la alegría del Evangelio.
Cómo no reconocer que este santuario es parte vital del pueblo paraguayo, de ustedes. Así lo sienten, así lo rezan, así lo cantan: «En tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe». Y estamos hoy como el Pueblo de Dios, a los pies de nuestra Madre a darle nuestro amor y fe.
En el Evangelio acabamos de escuchar el anuncio del Ángel a María que le dice: «Alégrate, llena de gracia. El Señor está contigo». Alégrate, María, alégrate. Frente a este saludo, ella, quedó desconcertada y se preguntaba qué quería decir. No entendía mucho lo que estaba sucediendo. Pero supo que venía de Dios y dijo «sí». María es la madre del «sí». Sí, al sueño de Dios, sí al proyecto de Dios, sí a la voluntad de Dios.
Un «sí» que, como sabemos, no fue nada fácil de vivir. Un «sí» que no la llenó de privilegios o diferencias, sino que, como le dirá Simeón en su profecía: «A ti una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,35). Y ¡vaya que se lo atravesó! Por eso la queremos tanto y encontramos en ella una verdadera Madre que nos ayuda a mantener viva la fe y la esperanza en medio de situaciones complicadas. Siguiendo la profecía de Simeón nos hará bien repasar brevemente tres momentos difíciles en la vida de María.
1. El nacimiento de Jesús. «No había un lugar para ellos» (Lc 2,7). No tenían una casa, una habitación para recibir a su hijo. No había espacio para que pudiera dar a luz. Tampoco familia cercana, estaban solos. El único lugar disponible era una cueva de animales. Y en su memoria seguramente resonaban las palabras del Ángel: »Alégrate María, el Señor está contigo». Y ella podía haberse preguntado: ¿Dónde está ahora?
2. La huida a Egipto. Tuvieron que irse, exiliarse. Allí no solo no tenían un espacio, ni familia, sino que incluso sus vidas corrían peligro. Tuvieron que marcharse e ir a tierra extranjera. Fueron migrantes perseguidos por la codicia y la avaricia del emperador. Y allí podría haberse preguntado: ¿Dónde está lo que me dijo el Ángel?
3. La muerte en la cruz. No debe existir situación más difícil para una madre que acompañar la muerte de un hijo. Son momentos desgarradores. Ahí vemos a María, al pie de la cruz, como toda madre, firme, sin abandonar, acompañando a su Hijo hasta el extremo de la muerte y muerte de cruz. Y allí también podía haberse preguntado ¿dónde está lo que me dijo el Ángel? Y luego conteniendo y sosteniendo a los discípulos.
Contemplamos su vida, y nos sentimos comprendidos, entendidos. Podemos sentarnos a rezar y usar un lenguaje común frente a un sinfín de situaciones que vivimos a diario. Nos podemos identificar en muchas situaciones de su vida. Contarle de nuestras realidades porque ella las comprende.
Ella es mujer de fe, es la Madre de la Iglesia, ella creyó. Su vida, es testimonio de que Dios no defrauda, que Dios no abandona a su Pueblo, aunque existan momentos o situaciones que parecen que Él no está. Ella fue la primera discípula que acompañó a su Hijo y sostuvo la esperanza de los apóstoles en los momentos difíciles. Estaban cerrados con no sé cuántas llaves, de miedo, en el Cenáculo. Fue la mujer que estuvo atenta y supo decir –cuando parecía que la fiesta y la alegría se terminaba–: «no tienen vino» (Jn 2,3). Fue la mujer que supo ir y estar con su prima «unos tres meses» (Lc 1,56) para que no estuviera sola en su parto. Esa es nuestra madre, así de buena, así de generosa, así de acompañadora en nuestra vida.
Todo esto lo sabemos por el Evangelio, pero también sabemos que, en esta tierra, es la Madre que ha estado a nuestro lado en tantas situaciones difíciles. Este Santuario, guarda, atesora, la memoria de un pueblo que sabe que María es Madre y ha estado y está al lado de sus hijos.
Ha estado y está en nuestros hospitales, en nuestras escuelas, en nuestras casas. Ha estado y está en nuestros trabajos y en nuestros caminos. Ha estado y está en las mesas de cada hogar. Ha estado y está en la formación de la Patria, haciéndonos Nación. Siempre con una presencia discreta y silenciosa. En la mirada de una imagen, estampita o medalla. Bajo el signo de un rosario, sabemos que no vamos solos, que ella nos acompaña.
¿Por qué? Porque María quiso estar en medio de su Pueblo, con sus hijos, con su familia. Siguiendo siempre a Jesús, desde la muchedumbre. No quiso, como buena madre abandonar a los suyos, sino por el contrario, siempre se metió en donde un hijo pudiera estar necesitando de ella. Tan solo, porque es Madre.
Una Madre que aprendió a escuchar y a vivir en medio de tantas dificultades de aquel: «No temas, el Señor está contigo» (cf. Lc 1,30). Una madre que continúa diciéndonos: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). Es su invitación constante y continúa: «Hagan lo que Él les diga». No tiene un programa propio, no viene a decirnos nada nuevo, más bien, le gusta estar callada, tan solo su fe acompaña nuestra fe.
Ustedes lo saben, han hecho experiencia de esto que estamos compartiendo. Todos ustedes, todos los paraguayos tienen la memoria viva de un Pueblo que ha hecho carne estas palabras del Evangelio. Y quisiera referirme de modo especial a ustedes mujeres y madres paraguayas, que con gran valor y abnegación, han sabido levantar un País derrotado, hundido, sumergido por una guerra inícua. Ustedes tienen la memoria, la genética de aquellas que reconstruyeron la vida, la fe, la dignidad de su Pueblo. Como María, han vivido situaciones muy pero muy difíciles, que desde una lógica común sería contraria a toda fe. Ustedes al contrario, al igual que María, impulsadas y sostenidas por la Virgen, siguieron creyentes, inclusive «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18). Cuando todo parecía derrumbarse, junto a María se decían: No temamos, el Señor está con nosotras, está con nuestro Pueblo, con nuestras familias, hagamos lo que Él nos diga. Y allí encontraron ayer y encuentran hoy la fuerza para no dejar que esta tierra se desmadre. Dios bendiga ese tesón, Dios bendiga y aliente la fe de ustedes, Dios bendiga a la mujer paraguaya, la más gloriosa de América.
Como Pueblo, hemos venido a nuestra casa, a la casa de la Patria paraguaya, a escuchar una vez más, esas palabras que tanto bien nos hacen: «Alégrate, el Señor está contigo». Es un llamado a no perder la memoria, a no perder las raíces, los muchos testimonios que han recibido de pueblo creyente y jugado por sus luchas. Una fe que se ha hecho vida, una vida que se ha hecho esperanza y una esperanza que los lleva a primerear en la caridad. Sí, al igual que Jesús, primereen en el amor. Sean ustedes los portadores de esta fe, de esta vida, de esta esperanza. Ustedes paraguayos sean forjadores de este hoy y mañana.
Volviendo a mirar la imagen de María los invito a decir juntos: «en tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe». Todos juntos. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas y gracias de nuestro Señor Jesucristo. Amén.