El Papa en Santa Marta el 31-10
El Apóstol de las gentes, como acabamos de leer en la primera lectura (Rm 8,31b-39) podría parecer hasta un poco soberbio, demasiado seguro de sí al afirmar que ni la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada podrán a separarnos del amor de Cristo.
“Pero en todo esto vencemos”, sigue el Apóstol, con el amor del Señor. San Pablo lo era porque, desde que el Señor lo llamó en el camino de Damasco, comenzó a comprender el misterio de Cristo, se había enamorado de Cristo, prendado por un amor fuerte, grande, no un asunto de telenovela. Un amor en serio, hasta el punto de sentir que el Señor lo acompañaba siempre en las cosas buenas y en las malas. Eso lo sentía con amor. Y yo me pregunto: ¿amo al Señor así? Cuando vienen momentos malos, cuántas veces siento ganas de decir: “El Señor me ha abandonado, ya no me quiere” y querríamos dejar al Señor. Pero Pablo estaba seguro de que el Señor nunca abandona. Entendió en su propia vida el amor de Cristo. Ese es el camino que nos muestra Pablo: la senda del amor, siempre, en las buenas y en las malas, siempre, y adelante. Esa es la grandeza de Pablo.
El amor de Cristo no se puede describir, es algo grande. Es Él quien fue enviado por el Padre a salvarnos y lo hizo con amor, dio la vida por mí: no hay amor más grande que dar la vida por otro. Pensemos en una madre, el amor de una madre, por ejemplo, que da la vida por su hijo, lo acompaña siempre en la vida, en los momentos difíciles, y eso aún es poco… Es un amor cercano a nosotros, no es un amor abstracto el amor de Jesús, es un amor yo-tú, yo-tú, a cada uno, con nombre y apellidos.
En el Evangelio (Lc 13,31-35) se nota algo del amor concreto de Jesús. Hablando de Jerusalén, Jesús recordó las veces que intentó recoger a sus hijos, “como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas”, y se le impidió. Entonces lloró. El amor de Cristo lo lleva al llanto, al llanto por cada uno de nosotros. ¡La ternura que hay en esa expresión! Jesús podía condenar a Jerusalén, decir cosas feas... Y se lamenta porque no se deja amar como los polluelos de la gallina. La ternura del amor de Dios en Jesús. Y eso lo entendió Pablo. Si no llegamos a sentir, a entender la ternura del amor de Dios en Jesús por cada uno, nunca jamás podremos comprender qué es el amor de Cristo. Es un amor así, espera siempre, paciente, el amor que juega esa última carta con Judas: “Amigo”, le da una vía de escape, hasta el final. También con los grandes pecadores, hasta el final los ama con esa ternura. No sé si pensamos en Jesús tan tierno, en Jesús que llora, como lloró ante la tumba de Lázaro, como lloró aquí, viendo Jerusalén.
Preguntémonos si Jesús llora por nosotros, Él que nos ha dado tantas cosas mientras nosotros a menudo elegimos ir por otro camino. El amor de Dios se hace lágrima, se hace llanto, llanto de ternura en Jesús. Por eso, San Pablo se había enamorado de Cristo y nada podía separarlo de Él.