Homilía del Papa en la catedral de Bangkok
El evangelio que acabamos de escuchar nos invita a ponernos en movimiento y mirar al futuro para encontrarnos con lo más hermoso que nos quiere regalar: la venida definitiva de Cristo a nuestras vidas y a nuestro mundo. ¡Démosle la bienvenida en medio nuestro con inmensa alegría y amor, como sólo ustedes jóvenes lo pueden hacer! Antes que nosotros salgamos a buscarlo, sabemos que el Señor nos busca, viene a nuestro encuentro y nos llama desde la necesidad de una historia por hacer, por crear e inventar. Vamos hacia adelante con alegría porque sabemos que allí nos espera.
El Señor sabe que, por medio de ustedes, jóvenes, entra el futuro en estas tierras y en el mundo, y con ustedes cuenta para llevar adelante su misión hoy (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 174). Así como Dios tenía un plan para el pueblo elegido, también tiene un plan para cada uno de ustedes. Él es el primero en soñar con invitarnos a todos a un banquete que tenemos que preparar juntos, Él y nosotros, como comunidad: el banquete de su Reino en el que nadie podría quedar afuera.
El evangelio de hoy nos habla de diez jóvenes invitadas a mirar el futuro y formar parte de la fiesta del Señor. El problema fue que algunas de ellas no estaban preparadas para recibirlo; no porque se hayan quedado dormidas sino porque les faltó el aceite necesario, el combustible interior para mantener encendido el fuego del amor. Tenían un gran impulso y motivación, querían participar del llamado y la convocatoria del Maestro, pero con el tiempo se fueron apagando, se les fueron agotando las fuerzas y las ganas, y llegaron tarde. Una parábola de lo que nos puede suceder a todos los cristianos cuando, llenos de impulsos y de ganas, sentimos el llamado del Señor a tomar parte en su Reino y a compartir su alegría con los demás. Es frecuente que, frente a los problemas y obstáculos, –que muchas veces son tantos, como cada uno de ustedes en su corazón lo sabe muy bien–; frente al sufrimiento de personas queridas, o a la impotencia de experimentar situaciones que parecen imposibles de ser cambiadas, entonces la incredulidad y la amargura pueden ganar espacio e infiltrarse silenciosamente en nuestros sueños, haciendo que se enfríe nuestro corazón, se pierda la alegría y que lleguemos tarde.
Por eso, me gustaría preguntarles: ¿Quieren mantener vivo el fuego capaz de iluminarlos en medio de la noche y en medio de las dificultades?, ¿quieren prepararse para responder al llamado del Señor?, ¿quieren estar listos para hacer su voluntad? ¿Cómo procurarse el aceite que los va a mantener en movimiento y los impulsa a buscar al Señor en cada situación?
Ustedes son herederos de una hermosa historia de evangelización que les fue transmitida como un tesoro sagrado. Esta hermosa catedral es testigo de la fe en Jesucristo que tuvieron sus antepasados: su fidelidad, profundamente arraigada, los impulsó a hacer buenas obras, a construir ese otro templo más hermoso todavía, compuesto de piedras vivas para poder llevar el amor misericordioso de Dios a todas las personas de su tiempo. Pudieron hacer esto porque estaban convencidos de lo que el profeta Oseas proclamó en la primera lectura de hoy: Dios les había hablado con ternura, los había abrazado con firme amor para siempre (cf. Os 2,16.21).
Queridos amigos, para que el fuego del Espíritu Santo no se apague, y puedan mantener viva la mirada y el corazón, es necesario estar bien arraigados en la fe de nuestros mayores: padres, abuelos y maestros. No para quedarse presos del pasado, sino para aprender a tener ese coraje capaz de ayudarnos a responder a las nuevas situaciones históricas. La de ellos fue una vida que resistió muchas pruebas y mucho sufrimiento. Pero en el camino, descubrieron que el secreto de un corazón feliz es la seguridad que encontramos cuando estamos anclados, enraizados en Jesús: enraizados en la vida de Jesús, en sus palabras, en su muerte y resurrección.
«A veces he visto árboles jóvenes, bellos, que elevaban sus ramas al cielo buscando siempre más, y parecían un canto de esperanza. Más adelante, después de una tormenta, los encontré caídos, sin vida. Porque tenían pocas raíces, habían desplegado sus ramas sin arraigarse bien en la tierra, y así sucumbieron ante los embates de la naturaleza. Por eso me duele ver que algunos les propongan a los jóvenes construir un futuro sin raíces, como si el mundo comenzara ahora. Porque es imposible que alguien crezca si no tiene raíces fuertes que ayuden a estar bien sostenido y agarrado a la tierra». Chicas y chicos: «Es muy fácil “volarse” cuando no hay desde donde agarrarse, de donde sujetarse» (Exhort. ap. postsin.Christus vivit, 179).
Sin este firme sentido de arraigo, podemos quedar desconcertados por las “voces” de este mundo que compiten por nuestra atención. Muchas de estas voces son atractivas, propuestas bien maquilladas que al inicio parecen bellas e intensas, aunque con el tiempo solamente terminan dejando el vacío, el cansancio, la soledad y la desgana (cf. ibíd., 277), y van apagando esa chispa de vida que el Señor encendió un día en cada uno.
Queridos jóvenes: Ustedes son una nueva generación, con nuevas esperanzas, nuevos sueños y nuevas preguntas; seguramente también con algunas dudas, pero, arraigados en Cristo, los invito a mantener viva la alegría y a no tener miedo de mirar el futuro con confianza. Arraigados en Cristo, miren con alegría y miren con confianza. Esta situación nace de saberse buscados, encontrados y amados infinitamente por el Señor. La amistad cultivada con Jesucristo es el aceite necesario para iluminar el camino, vuestro camino, pero también el de todos los que los rodean: amigos, vecinos, compañeros de estudio y de trabajo, incluso el de aquellos que están en total desacuerdo con ustedes.
¡Salgamos al encuentro de Cristo el Señor que viene! No le tengan miedo al futuro ni se dejen achicar; por el contrario, sepan que ahí en el futuro el Señor los está esperando para preparar y celebrar la fiesta de su Reino.