La Pascua 2025 será el 20 de abril, este año que se cumplen 1.700 años del Concilio de Nicea que fijó la fecha de la Pascua. Los astros, nunca mejor dicho, parecen alinearse para que los cristianos demos ese paso de unidad que sería celebrar todos la Pascua el mismo día.
Hoy, 29 de febrero, es un día excepcional pues no existe cada año, pero tampoco cada 4, como mucha gente cree. Lo más curioso es que su existencia está íntimamente unida al Papa cuyo retrato ilustra este artículo y a la celebración de la Semana Santa cuyo cálculo, además, puede cambiar a partir del año próximo.
El papa en cuestión es Gregorio XIII a quien debemos la puesta en marcha, en el año 1582, del calendario que se usa hoy prácticamente en todo el mundo y que, en su honor, se denomina “calendario gregoriano”. Su propósito fue el de arreglar el desbarajuste que el paso del tiempo había causado en el menos preciso calendario juliano, que se venía utilizando desde que Julio César lo promulgara el año 46 a.C.
Y es que es fijar un calendario exacto es tarea ardua pues hay que contar en días (rotaciones de la Tierra) el tiempo que tarda nuestro planeta en dar la vuelta al Sol y, obviamente, estos dos movimientos de la naturaleza no tienen por qué estar coordinados para coincidir en números enteros. Así pues, cada año no dura 365 días, sino 365,2425 días.
Los egipcios (en cuyos cálculos se basaron los matemáticos romanos) sabían que el año duraba 365 días y casi un cuarto de día, por lo que el calendario juliano preveía también, como el nuestro, cada cuatro años, los bisiestos, pero no se disponían igual. Cada cuatro años, añadía un día a los 28 del mes de febrero, aunque no existía el 29 de febrero. Lo que se hacía era repetir el día sexto antes de las calendas (primer día del mes) de marzo, de ahí la denominación de bi-sexto. En definitiva, al día 23 de febrero le seguía un 23 de febrero bis. Esta corrección cuatrienal permite reducir el error entre el año natural y el año del calendario a solo 11 minutos. En principio parece poco tiempo, pero, al acumularse a lo largo de los siglos, los minutos se transforman en horas, en días… Hasta que no se tuvo más remedio que corregir de forma drástica.
Pero ¿de dónde el interés del Papa en arreglar una organización que parecería más bien corresponder al ámbito civil? Pues de algo tan importante como es fijar la celebración de la más grande fiesta cristiana, la Pascua de Resurrección que estaba fuera de su sitio.
Resulta que en el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de acuerdo en que la Pascua se celebraría el domingo que sigue a la luna llena (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Aquel año, el equinoccio tuvo lugar el 21 de marzo, pero, pasado el tiempo, esta fecha se había ido adelantando por el efecto acumulativo del que ya hemos hablado. Nada más y nada menos que 10 días de diferencia con la fecha en la que Gregorio XIII acometió su reforma, en vez del 21, el equinoccio se produjo el 11 de marzo.
La reforma del Papa Gregorio quería corregir este desfase, estableciendo un nuevo cómputo que fue desarrollado precisamente por científicos españoles, concretamente de la Universidad de Salamanca. Este algoritmo tiene un error mínimo de tan sólo un día cada 3.323 años y establece lo siguiente: Será bisiesto cada año múltiplo de 4 —pero no siempre como casi todos creemos—; se exceptúan los múltiplos de 100 (por eso no fueron bisiestos los años 1700, 1800 o 1900) aunque sí lo mantienen los múltiplos de 400 (por lo que sí fueron bisiestos los años 1600 y 2000). Gracias a esta regla, aún nos quedan todavía casi tres milenos sin preocupaciones.
Pero ahora hay otro problema: resulta que, aunque ciertamente la Iglesia católica solucionó el desfase adoptando el calendario gregoriano, las iglesias orientales no lo hicieron y continuaron con el antiguo calendario juliano. Por lo tanto, los cristianos celebramos la Pascua en dos fechas distintas y eso es un escándalo de desunión que ya san Pablo VI insistió en que había que resolver.
Providencialmente, el año que viene los cálculos de unos y otros van a coincidir el mismo día. La Pascua 2025, no importa qué calendario se use para calcularla, será el 20 de abril. Pero es que, además, se cumplen 1.700 años de aquel Concilio de Nicea que fijó la fecha de la Pascua. Los astros, nunca mejor dicho, parecen alinearse para que los cristianos demos ese paso de unidad que sería celebrar todos la Pascua el mismo día. Pero, ¿qué día? La pelota está ahora en el tejado de las iglesias orientales que tienen que ponerse de acuerdo, puesto que el Papa Francisco ha expresado su intención de aceptar pulpo como animal de compañía.
¿Será por tanto este 2024 el último en el que sigamos el actual cálculo de la fecha de la Semana Santa? Yo creo que hay que rezar para que así sea y los cristianos podamos dar un testimonio de comunión tan necesario en un mundo tan dividido como el nuestro.
Por cierto, volviendo al tema de las curiosidades del calendario gregoriano, su implantación fue la causa de que santa Teresa de Jesús muriera un 4 de octubre y fuera enterrada al día siguiente, 15 de octubre de 1582. Sí, ha leído bien y no hay errata. Tampoco fue un fallo en la matrix. Pero eso ya lo explicaré en su fiesta. ¡Lo que da de sí el calendario gregoriano!
Para él, «esculpir la Sagrada Familia es como cultivar tomates: consiste en colaborar con la creación de Dios»
Etsuro Sotoo (Fukuoka, Japón, 1953) llegó a Barcelona en 1978 para trabajar en el templo de la Sagrada Familia. Cuarenta años después, es el escultor jefe del proyecto. Su pauta es simple: «Mirar donde miraba el maestro». Visitó la Facultad de Filosofía y Letras para hablar en el XVI Foro de Humanidades sobre su personal forma de entender el arte. Para él, «esculpir la Sagrada Familia es como cultivar tomates: consiste en colaborar con la creación de Dios».
España acababa de romper el embalaje de la Constitución cuando aquel joven japonés de veinticinco años entró por primera vez en el pórtico del Rosario ─del Roser, dice él en catalán con acento indescifrable─ de la Sagrada Familia de Barcelona. Aquella habitación estaba fría, muy fría. Congelada cincuenta años atrás. «Me sentí como si entrara en una enorme gelatina», recuerda. «Era un frío muy duro. Algo estaba helado allí, donde nadie había entrado hacía más de medio siglo».
Sentado en una esquina, un octogenario lloraba al contemplar la obra inacabada de Antoni Gaudí. El arquitecto e historiador del arte Isidre Puig i Boada, uno de los últimos discípulos del genio del modernismo, aquel día de 1978 seguía mirando con impotencia lo que la Guerra Civil había destruido y la desidia y el olvido habían dejado corromperse. El japonés enclenque que lo había acompañado se dijo a sí mismo que aquella puerta debió de ser extraordinaria. «Pero la mujer no tenía cara, el niño no tenía cabeza, ni brazos, ni pies. Todo agujereado, todo fusilado. Uno imaginaba que habría sido preciosa». Cuarenta años después, una de las cosas que recuerda con más fuerza es el mirar acobardado de Puig i Boada. «Para un escultor aquello era lo más triste del mundo», sentencia. Entonces el anciano levantó la cabeza de las manos:
¿Puedes restaurarla?
Él no conocía prácticamente nada de aquello: ni a Gaudí, ni las herramientas ni la piedra que se empleaban entonces en la Sagrada Familia. Pero la expresión del viejo arquitecto le obligó a responder:
Lo intentaré.
Solo tenemos dinero para pagarte dos meses de nómina. ¿Crees que podrás terminarla?
Entonces Etsuro Sotoo rio. «Era un trabajo que solo aceptaría un japonés», reconoce ahora. La restauración del pórtico del Rosario le llevó dos años. «Esa puerta fue para mí como el testamento de Gaudí».
Etsuro Sotoo viajó por primera vez a Europa en 1978 después de estudiar Bellas Artes en la Universidad de Kioto. Iba buscando piedra. «Vine aquí porque quería tocar la piedra de la vieja Europa», cuenta. Su primera parada no fue Barcelona. Antes recaló en París, pero pronto descubrió que en aquella ciudad no quedaba más roca que esculpir. «París ya estaba terminada. Si picaba piedra en París me detendría la policía. Allí siempre me hubiese sentido extranjero», asegura. Así que renunció a la idea de hacer carrera en la capital francesa y decidió dirigirse a Alemania. Pero primero tomó un tren hacia el sur de Europa para reponer fuerzas.
Entonces Gaudí no gozaba de la fama mundial que tiene ahora, y solo unos cuantos iniciados conocían su dimensión vanguardista. Sotoo era uno de ellos, así que, cuando viajó a Barcelona, se interesó por su obra. Cuando vio la Sagrada Familia supo que ese era su lugar: «Aquello era un montón de piedra. Me quedé porque ahí podía picar tanta piedra como quisiera». Entró como paleta. Tuvo que superar los obstáculos de ser un japonés en la España de los setenta y, al mismo tiempo, un intelectual y un esteta en un ámbito en el que muchos de sus compañeros tenían como rutina ir a beber alcohol a las siete de la mañana antes de entrar a trabajar. Pero consiguió abrirse paso a golpe de cincel y de años. Probablemente sea uno de los que mejor han comprendido a Gaudí y al final no quedó duda de que era uno de sus herederos. Así, en 2013 fue nombrado escultor jefe de la Sagrada Familia. Aunque él no se considera exactamente heredero, sino más bien compañero. «Gaudí es un poco mayor, un poco más adelantado, pero compañero al fin y al cabo. Caminamos el mismo camino», afirma. «Lo único que tengo que hacer es mirar donde miraba Gaudí».
¿Y dónde miraba Gaudí?
Antes debemos preguntarnos dónde estaba Gaudí. Tenemos que estar en el mismo sitio para ver lo mismo. ¿Dónde estaba Gaudí? ¿Quién es su maestro? Esta pregunta me facilitó convertirme al catolicismo, simplemente mirando donde miraba Gaudí.
Porque el maestro de Gaudí es...
Jesús. Gaudí es un gran maestro precisamente porque sabe indicar dónde está el verdadero maestro.
La historia de la conversión de Sotoo se narra ampliamente en De la piedra al Maestro, un libro-entrevista de 152 páginas editado por el arquitecto José Manuel Almuzara, presidente de la Asociación Pro Beatificación de Antoni Gaudí. La causa de beatificación se abrió en 1992 y, actualmente, Antoni Gaudí recibe en la Iglesia católica el título de siervo de Dios, reconocimiento anterior a venerable, beato y santo.
Lo único que sabía Sotoo del catolicismo antes de encontrarse con Gaudí era lo que aprendió en la guardería de monjas donde fue de niño. Se casó con Hisako un 3 de noviembre por el rito budista zen y tuvo una hija, Yuki. Su conversión no llegó hasta 1991: se bautizó el 3 de noviembre de ese año, aniversario del día que Gaudí asumió la dirección de la Sagrada Familia. Veintiocho años después él todavía se considera «novato» en la religión. «Vosotros, cuando nacéis, tenéis mucho de cristiano en el modo de entender el mundo. Yo no tenía nada», asegura. Su forma de arañar la roca cambió con su conversión. Reconoce que, de alguna manera, se parece a los pintores rusos de iconos, que se preparan para su pintura con dos años de oraciones y rezos diarios. «Cuando trabajo en una escultura, a través de ella hago algo más: estoy buscando. Siempre estoy en una búsqueda. Cuando esculpo, lo que hago es sacar la forma de la verdad», asegura.
¿Cómo se hace eso?
La forma de la verdad ya estaba ahí. La gente la estaba esperando. Hay obras antiguas que son modernas, siempre actuales: Tchaikovski, Rajmáninov... Siempre nos dan algo fresco, algo nuevo. Esto es la obra de arte: hace siglos que existe, solo había que sacarla.
Eso es muy platónico.
Sócrates es un gran maestro.
Usted es como un traductor de poesía. Hace arte, pero el arte de otro. ¿Ha tenido que renunciar a su estilo para convertirse en Gaudí?
R. El problema de hoy es que la gente no sabe lo que es el arte. Antiguamente no era así. Antes no sabíamos quién era el autor, ¡no importaba! Ahora damos por supuesto que el artista debe ser uno solo, que tiene que ser como Dios, pero eso es un invento de las últimas décadas. Gaudí es un hombre muy original, pero no se cree autor en ese sentido. Pensemos en los agricultores que producen tomates. Ellos colaboran con la naturaleza: ponen la semilla y recogen su fruto. Este es el verdadero arte, eso es lo que hace Gaudí: simplemente colabora con la creación de Dios.
Y usted cree que está haciendo eso mismo: colaborar con la creación de Dios.
Sí, y por eso no tengo miedo de que Gaudí no dejara planos. Todas mis ideas están en esta línea de colaboración.
O sea que la Sagrada Familia ya está ahí; usted solo tiene que sacarla, como los tomates...
¡Eso es! Simplemente tengo que ir con cuidado de no traicionar nada de lo que ya está ahí. Es una forma de concebir el arte muy antigua, pero que hoy aparece como nueva y necesaria.
En esa línea de colaboración, Etsuro Sotoo ha sido el primero en introducir color en la Sagrada Familia. Ha esculpido los remates de los pináculos coronados con frutas de colores «porque el alma necesita dar fruto». También ha esculpido las puertas de la fachada del Nacimiento, todas llenas de color y de insectos gigantes, para que los adultos que las vean puedan sentirse como niños, porque «nunca debemos salir de un corazón de niño». Además ha propuesto una nueva simbología que represente a los cuatro evangelistas para las gárgolas que expulsan el agua de la cubierta de las torres y otros elementos alegóricos de colores, como una gran escultura situada en la nave central de un campo de trigo que representa la eucaristía, con una gran amapola roja. Porque «en todos los campos de trigo crecen amapolas. Solo hay que observar la naturaleza». Por otra parte, está trabajando en unas campanas tubulares para el campanario. Gaudí no dejó bocetos de nada de eso, pero él está convencido de que todo guarda una íntima unión con la obra del maestro.
Sin embargo, no todos los que han continuado la obra de Gaudí comparten el mismo planteamiento. Por ejemplo, Josep Maria Subirachs (1927-2014), autor de la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia y uno de los grandes escultores que han picado la piedra del templo barcelonés. El escultor catalán recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes del Ministerio de Educación (1998), entre otras muchas distinciones, y fue miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando o de la Hispanic Society of America de Nueva York. Su visión de la catedral modernista se parece mucho más a la concepción medieval, donde un estilo sucede a otro, y en el mismo templo, que tarda doscientos años en construirse, se ven convivir puertas románicas, techos góticos y presbiterios barrocos. Él aceptó el encargo de esculpir la fachada de la Pasión con la condición de no verse obligado a seguir al pie de la letra las indicaciones de Gaudí, porque «imitarlo es ensuciar su obra y sería perjudicial para todos», como consignó en una entrevista a Vicenç Pagés en 1990.
Así pues, la fachada de la Pasión, que Subirachs realizó en estilo neofigurativo, tiene poco que ver con el resto de la obra de Gaudí. Sotoo no comparte este planteamiento y considera que hay que buscar ante todo la unidad en el conjunto, terminar lo que empezó Gaudí como Gaudí lo hubiera hecho. Como reconoció el japonés en el XVI Foro de Humanidades organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad, lo que hay que hacer en la Sagrada Familia es «mantener un mensaje correcto para que dure mil años. El estilo debería ser secundario: lo importante es el mensaje».
Junto con esto, su visión eminentemente religiosa de la obra de Gaudí le lleva a criticar con fuerza que la basílica, para muchas personas, se haya «convertido en un museo». Durante su visita al campus de Pamplona, dijo que «la Sagrada Familia es una empresa muy grande que hace mucho dinero, pero Gaudí no la pensó para eso», y su peculiar batalla es hacer que las piedras del templo sirvan no solo para ser admiradas, sino, sobre todo, para hablar con Dios.
Al escultor japonés le parece que Antoni Gaudí fue un adelantado a su tiempo, como Leonardo Da Vinci, a quien el mundo no comprendió hasta muchos siglos más tarde. «Todavía nadie sabe quién es Gaudí». Y uno de esos puntos del gaudinismo que aún no se entienden es la idea ─también muy oriental, por otra parte─ de la unidad: todo es uno.
Ni Gaudí ni Sotoo distinguen planos. Todo está unido, todo forma parte del todo de la naturaleza. Por eso Sotoo no utiliza reloj. Le parece un invento que separa y aprisiona, cuando el tiempo, por sí mismo, es infinito. Y cree que esa idea de formar parte del todo en comunión con él la aplica Gaudí a su obra. «Gaudí sabe que la arquitectura es lo que el hombre hace contra la gravedad. Dios pone la gravedad y el hombre la arquitectura. De algún modo los arquitectos han luchado durante miles de años contra Dios, y Gaudí se rebeló contra eso. Solo obedeciendo, siendo un niño fue como inventó la catenaria». Muchos dicen que este tipo de arco, que invierte la curva descrita por una cadena al sostenerse por sus dos extremos, es el más acorde con la naturaleza de las cosas, el que mejor se adapta a la fuerza de la gravedad. Y esa idea de completud atraviesa toda la obra del genio catalán.
¿Concibe Gaudí alguna diferencia entre la arquitectura y la escultura?
Ya no solo entre arquitectura y escultura. Para Gaudí no hay separación entre el techo y la columna, ¡todo continúa! Y pasa lo mismo con la escultura. La estructura es parte de la escultura y sin escultura la estructura se desvanece. ¡Eso es Gaudí! Eso es el futuro. Descartes aprendió de César aquello de «Divide y vencerás». Dice en el Discurso del método que siempre hay que dividir los problemas; cree que la solución a un gran problema es cortarlo en pedacitos más pequeños. Pero no. Si divides un problema tienes dos problemas, ¡la división es infinita! Por eso el trabajo del moderno nunca termina. Urge que el siglo XXI aprenda a sintetizar, a ver todo el conjunto.
El hecho de que Gaudí no utilice líneas rectas, ¿tiene algo que ver con eso?
Eso es un tópico. Gaudí siempre ha utilizado la línea recta. La línea siempre es recta; la superficie es curva. La recta es la mejor forma de comunicar. Y luego, sobre la recta, se construye siempre una superficie curva: hiperboloide, paraboloide... Parece complicado, pero la esencia es siempre una línea recta.
Sotoo se ha convertido en una continuación viviente del maestro modernista. En su tierra natal se le conoce como el Gaudí japonés. No ha aprendido solo su técnica escultórica, sino también su visión del arte, su religión y su forma de vivir. En la puerta de su taller tiene grabadas unas palabras que representan a la perfección la forma gaudiniana de concebir el trabajo: «Para hacer una buena obra, primero amor, luego técnica».
¿Usted también planea irse a vivir a la Sagrada Familia, como hizo Gaudí al final de su vida?
¡Si me dejaran! Me encantaría. Mi ilusión es dedicar todo el tiempo que me queda a esa obra. Cada vez que trabajo en una escultura se me ocurren otras dos que podría hacer. Y antes de morir me gustaría intentarlo.
Antoni Gaudí falleció el 10 de junio de 1926 en una cama de hospital, tres días después de haber sido atropellado por un tranvía en la calle Cortes de Barcelona. Iba a ver a su confesor. Su aspecto era tan desaliñado que nadie acudió en su ayuda porque lo confundieron con un mendigo. Fue un guardia civil quien obligó a un conductor a llevarlo al hospital. Los últimos años de su vida los pasó volcado en cuerpo y alma a una obra que sabía que no iba a terminar, pero, como decía él mismo, su cliente no tenía prisa. El día anterior había dejado una nota para uno de sus discípulos: «Nos vemos mañana a las cinco y media. Vamos a hacer cosas muy bonitas». Etsuro Sotoo morirá sin ver rematada la gran obra de Gaudí a la que ha dedicado los últimos cuarenta años, y al día siguiente todavía quedarán por hacer cosas muy bonitas.
Del proceso para llegar a perdonar o pedir perdón, sale lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Está directamente relacionado con la soberbia y el orgullo que nos impiden bajarnos del pedestal donde nos hemos colocado, e íntimamente conectado al yo egoísta en que vive cada individuo. Debemos luchar con todas nuestras fuerzas para que la humildad y la generosidad del perdón, salgan siempre vencedoras de este combate.
La simiente de la humildad y generosidad, regalo de Dios que se pierde si no lo ejercitas, se ve ahogada por el dolor de la ofensa y muchas veces, aunque nos esforzamos por perdonar, no podemos. Ahí es donde empieza a gestarse el maléfico rencor que intoxicará tu corazón, porque el rencor no es una palabra fea con la que defines cierta amargura, es odio, una grave enfermedad del alma que deformará tu vida.
Dios no te pide que seas el mejor amigo de aquel que te ofendió tanto o cuanto. Te pide que dejes correr el agua contaminada y estancada que envenena tu ser. Te pide que por tu propio bien, perdones y te permitas a ti mismo abrirle la puerta al dolor que asfixia tu corazón. Que no desees nada malo a esa persona. Que reces para que encuentre la luz necesaria y comprenda que el perdón, siempre es algo que viene de Dios. Tanto si lo das como si lo recibes.
De la misma forma que el rencor corroe el corazón de quien debe perdonar y no lo hace, la soberbia va escalando peldaños en el alma de quien carece de la humildad suficiente para pedirlo.
Pregúntate, si Jesús puede perdonar tus pecados por terribles que hayan sido… ¿Qué te impide a ti seguir su ejemplo? ¿Por qué esa ofensa que te han hecho crees que no merece tu perdón? Nuestro Señor agonizante en la Cruz, nos dejó un mensaje que debería calar en lo más profundo de tu ser:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34)
¿Sabes tú lo que estás haciendo al negar el perdón a alguien? ¿Las consecuencias que ese hecho podrían tener para la vida eterna y salvación de tu alma o las de la otra persona? ¿Crees que tu sufrimiento es mayor que el padecido por Jesús en Getsemaní cuando contempló con inmenso dolor nuestro destino si Él no se sacrificaba? ¿Acaso te crees más o mejor que Dios?
Empieza por bajarte del pedestal donde te has puesto a ti mismo, de sentirte víctima incluso aunque lo hayas sido y libérate, permitiendo que te consuele quien nos enseñó qué es el amor.
“… un corazón quebrantado y humillado, tú oh Dios, tú no lo desprecias Señor” (Salmos, 51, 19)
Tú, perdona con todo tu corazón y deja que sea Dios quien juzgue el pecado que se haya cometido. No estás aquí para juzgar a nadie, estás aquí -en la prueba- para demostrarle a Dios con tu amor, que mereces volver a Casa y disfrutar del Cielo eterno a su lado.
“Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?” (Mateo 5-46)
Según avanzamos en nuestra experiencia vital, también se suelen ir complicando las cosas. El “amor” de tu vida puede transformarse en tu mayor enemigo o en un desconocido. El trabajo soñado, en tu peor pesadilla o la rutina que te mata. La familia perfecta, en el mayor infierno.
La humillación, la soledad provocada y no querida, la indiferencia de quien te ignora, la dejadez de quien supuestamente debería cuidarte, la prepotencia de quienes se creen mejores que nadie, la incomprensión por la muerte repentina de un ser querido, la maldad de la sociedad en que vivimos, los abusos. La enfermedad inesperada. La envidia, los celos. El crimen. Las deudas heredadas. La injusticia soportada. El desamor que atormenta. Los accidentes. La mentira.
Todo ese dolor con el que convivimos, ese sufrimiento que ahoga nuestra vidas, va creando una masa invisible y amorfa que no sólo afecta a nuestro comportamiento social. Se cuela en lo más profundo de nuestro ser y nos rompe por dentro.
La mayor dificultad no está en amar a quienes no nos aman, porque nuestro Señor nos hizo por y para el amor. Estamos predispuestos a ello y en algún momento -si lo trabajamos-encontraremos la forma de conciliar nuestro yo egoísta con las necesidades ajenas. Con la caridad.
El mayor desafío de todos está en perdonar y pedir perdón. Siempre huimos del sufrimiento, nos da pavor y por eso nos cuesta tanto. El dolor de la humillación para dar o recibir el perdón ahoga nuestro ego y en lugar de entenderlo como una victoria personal contra la soberbia, pensamos que nos han doblegado.
El “enemigo” disfruta con ello, porque te mantiene en la angustia y no permite que te liberes. Lo pone en tu mente y sencillamente, te dejas llevar, porque la recompensa es no sufrir y dejar las cosas como están. La sensación es que nada cambia en tu vida, pero no es verdad. El mal avanza y tú lo consientes.
Esta Cuaresma imponte (por tu bien) la santa penitencia de perdonar a todos aquellos que corroen tu corazóny de pedir perdón a quiénes en conciencia creas que se lo debes.
Te aseguro que esta Semana Santa será totalmente diferente. Cuando acudas al sacramento de la Confesión el miércoles santo -reconociéndote pecador- el Señor te abrazará y consolará con todo su corazón por haber hecho bien los deberes.
Fuente: exaudi.org
* Bajo el pseudónimo Galilea escribe una persona que está en camino para llegar a Casa. Cuando nuestro Señor resucitó ¿Qué dijo a sus apóstoles? “¡No tengáis miedo! Id y anunciad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. (Mateo 28:10-10) Galilea es siempre el origen de quien quiere propagar el mensaje, las enseñanzas y la Palabra de aquel que nos enseñó -con el ejemplo- cual es el amor más grande. Quién escribe es solamente un instrumento que intenta con todas sus fuerzas, que el amor de Cristo permanezca vivo en tu corazón y que, si Dios quiere, aumente tu fe.
El cambio, el relativismo, el considerar la libertad como poder de elección absoluto, sin la finalidad que marca el bien, nos rompe y descompone
Ahora quien no tiene una colección de másteres, o los está haciendo, no es nadie. Está muy bien lo de la maestría; hay que formarse, pero no es la Universidad la única que lo hace; la vida, la calle, también enseñan. Las vivencias son muy importantes, educan mucho. También los buenos maestros. El coaching está pegando fuerte, pero tampoco hay que recurrir a palabros extranjeros para darse impotencia. El consejo de un amigo, de un padre o de un sacerdote siempre lo hemos tenido y, además, gratis.
Copio: “Coaching es un proceso de acompañamiento reflexivo y creativo, a través del cual un profesional debidamente capacitado, acompaña a sus clientes a conseguir sus objetivos. El coach les inspira a maximizar su potencial personal y profesional, de un modo no directivo”. Lógicamente, un buen profesional debe tener una buena retribución, caché le llaman ahora.
Jesús es el Master por excelencia, Rabí, Maestro le nombraban. Sabe que ir a favor de la corriente es fácil, pero que no siempre es así, que llegan las cuestas, el cansancio, le enfermedad y la incomprensión: la cruz. Este domingo contemplamos la escena de la Transfiguración; en ella, los apóstoles son invitados a contemplar el rostro radiante de Jesús. Ven lo bueno y bonito que es estar con Él; esto les ayudará a llevar mejor el encontronazo con la Pasión: “Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús: Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Sabemos de sobra que en la vida hay claroscuros. El curso natural de nuestra existencia es muy variado y rico en acontecimientos. Es propio de los estados de ánimo cambiar mucho; pero nosotros siempre somos el mismo. Esta unidad de ser, de finalidad, de dirección en el obrar, es muy importante, da sentido a nuestra existencia. El cambio, el relativismo, el considerar la libertad como poder de elección absoluto, sin la finalidad que marca el bien, nos rompe y descompone. Hace añicos a la persona, como se descompone la imagen impresa en un cristal. Todo vuela.
La Iglesia, experta en humanidad, mira a Cristo, el hombre perfecto, y aprende de Él. Nos enseña a ser felices, a ser fieles a nuestro amor a pesar de las dificultades, de la contrariedad, del pecado. Nos da motivos para seguir adelante en el camino que libremente hemos elegido; también en las cuestas arriba, en los recodos y en los oscuros desfiladeros.
Enseñaba Benedicto XVI: “Para nosotros, los hombres, la potencia, el poder siempre se identifica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero concepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo contrario: en él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que Dios puede sufrir: aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede llegar hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que él es el verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el poder del amor”.
La fe en Dios, en su cuidado amoroso, no es para que nos solucione los problemas, para hacer que nuestro camino sea más plácido y andadero. El poder divino no se manifiesta en el triunfo, sino en el amor. Jesús enseñará a los suyos que su amor es un amor crucificado y que nunca muere. Que de la Cruz brota la vida. Que siempre hay esperanza, que no nos ofrece un camino fácil, sino una vida enamorada.
De todos modos, los buenos momentos son necesarios, queridos por Dios. La fiesta forma parte del camino católico, es más, somos los más festivos y, esta tierra bien que lo manifiesta. En el Evangelio de hoy, el Maestro, nos muestra el resplandor del cielo: “¡Qué bien se está aquí!”. Pero Él seguirá el camino hacia Jerusalén, al Calvario. Junto a la piedra de la crucifixión está la roca removida que cubría su sepultura, todo acaba con la gloria de la Resurrección.
Un buen coaching enseña a triunfar desde el esfuerzo, la paciencia, la perseverancia. Nos hace ver que lo que vale, cuesta. Esta misión es para todos los que tenemos responsabilidades: padres, educadores, entrenadores, sacerdotes, catequistas. El todo lo que apetece a la primera y sin dificultades no existe, no es humano y, por supuesto, cristiano.
El matrimonio, la familia, la vida cristiana es muy bonita y lo es en sus dificultades, por sus dificultades. Hay que enfrentarse a ellos con coraje, con fuerza de voluntad, con valentía, sabiendo que lograremos alcanzar nuestros sueños, metas e ilusiones a pesar de todo: de nuestras miserias y las de los otros.
Nos enseña el Papa: “Permanecer con Jesús requiere la valentía de dejar. ¿Dejar qué? Nuestros vicios y nuestros pecados, por supuesto, que son como anclas que nos sujetan a la orilla y nos impiden remar mar adentro. Pero hay que dejar también lo que nos impide vivir plenamente, como los miedos, los cálculos egoístas, las garantías de estar seguro viviendo una vida mediocre. Y también hay que renunciar al tiempo que se pierde en tantas cosas inútiles”.
Hace veinte años, en medio de una ardua polémica, llegaba a las salas del mundo entero La Pasión de Cristo, coescrita y dirigida por Mel Gibson, y protagonizada por Jim Caviezel. A fecha de hoy, este filme tan singular sigue despertando admiración y rechazo. Este artículo resume la historia de su accidentada producción y ofrece algunas claves para entender un éxito que va más allá de cualquier expectativa humana. Las dos décadas transcurridas nos permiten revisitarla de nuevo, con la serenidad y las evidencias que imprime el paso del tiempo.
La Pasión de Cristo, dirigida por Mel Gibson, se estrenó el miércoles 25 de febrero de 2004, a la sazón, Miércoles de Ceniza de aquel año. La película llegaba precedida de una contumaz polémica, en la que se cruzaban acusaciones de antisemitismo y extrema violencia. Al día siguiente al estreno,The New York Times, profetizó que este filme iba a significar el fin de la carrera profesional de Gibson y tocó al arrebato para boicotearla.
Sin embargo, la realidad fue muy distinta. En su primer día, el filme recaudó 26 millones de dólares (casi el total de lo que había costado) y, al concluir su primera semana en cartel, había superado los 125 millones.
Casi un mes después, con una recaudación que superaba ya los 200 millones de dólares. The New York Times acabó admitiendo que La Pasión había despertado en Hollywood el hambre de películas religiosas. No era para menos: al final de su recorrido en cines, este singular largometraje alcanzó los 370 millones de dólares en Norteamérica y los 251 millones en el mercado internacional, convirtiéndose en la película calificada “R” (mayores con reparos) más taquillera de la historia del cine (récord que, por cierto, todavía ostenta).
Una motivación personal
En una entrevista publicada con motivo del estreno de Hamlet (1990), dirigida por Franco Zeffirelli, Mel Gibson –que interpretaba al príncipe danés– hablaba ya de su deseo de llevar al cine la vida de Jesús e incluso de encarnarlo él mismo.
A sus 34 años entonces, el actor y director neoyorkino estaba atravesado una crisis de fe y sentía la necesidad de adentrarse en la figura de Jesús y de sus padecimientos, para entender hasta qué punto era grande su amor a los hombres. “Yo siempre he creído en Dios, en su existencia. Pero a mitad de mi vida dejé algo de lado mi fe y otras cosas ocuparon su lugar. Comprendí entonces que necesitaba algo más, si quería sobrevivir. Me sentí impulsado a una lectura más íntima de los Evangelios y ahí fue donde la idea empezó a cuajar dentro de mi cabeza. Empecé a imaginarme el Evangelio con gran realismo, recreándolo en mi propia mente, para que tuviera sentido y fuera relevante para mí. Cristo pagó el precio de nuestros pecados. Entender lo que sufrió, incluso a nivel humano, me hace sentir no solo compasión, sino también sentirme en deuda: quiero compensarle por la inmensidad de su sacrificio”.
Este deseo no pudo hacerse realidad en el corto plazo. Tendrían que transcurrir doce años para que ver cumplido su sueño. En efecto, Gibson rodó La Pasión en Italia entre octubre de 2002 y febrero de 2003.
Había coescrito el guion con Benedict Fitzgerald partiendo de los Evangelios e inspirándose en las obras La mística ciudad de Dios, de la venerable María Jesús de Ágreda (siglo XVII) y en La dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo, un libro de Clemens Brentano que detalla las visiones de la beata Ana Catalina Emmerick (siglo XVII).
Ni Gibson ni su equipo imaginaban hasta qué punto iban a remar contra viento y marea. Y no solo marea: una auténtica tormenta iba a desatarse sobre ellos desde el mismo momento en que el proyecto fue anunciado a la prensa.
Primera acusación: antisemitismo
La primera campaña en contra se centró en la acusación de antisemitismo, una denuncia especialmente grave en un país como Estados Unidos y en una industria como la hollywoodiense.
El guion se filtró de manera interesada y llegó a manos de representantes oficiales del judaísmo. Gibson fue acusado de promover el odio a los judíos, retratados como responsables de la muerte de Jesús. Este temor fue recogido por una multitud de rabinos influyentes y difundido por todo el país, etiquetando la película (antes de verla) como una amenaza para el pueblo judío.
Bien es cierto que un conocido rabino, Daniel Lupin, denunció la hipocresía de sus paisanos de raza y religión: “Creo que quienes protestan públicamente contra la película de Mel Gibson carecen de legitimidad moral. Quizás no recuerden la película de Martin Scorsese, La última tentación de Cristo, estrenada en 1988. Casi todas las confesiones cristianas protestaron ante Universal Pictures por el estreno de una película tan difamatoria que, si se hubiera hecho sobre Moisés o, digamos, sobre Martin Luther King Jr., habría provocado alaridos de ira en todo el país.
Tal como estaban las cosas, los cristianos tuvieron que defender su fe completamente solos, con la excepción de algún que otro valiente judío (…). La mayoría de los estadounidenses saben que Universal estaba dirigida en aquel entonces por Lew Wasserman y conocían bien su origen étnico [judío]. Podemos preguntarnos por qué Mel Gibson no tiene derecho a la misma libertad artística que se le concede a Wasserman”.
Aunque Gibson y su equipo trataron de apaciguar los ánimos organizando pases privados para líderes de opinión judíos, la sentencia estaba dictada y no iba a ser retractada.
Un rodaje accidentado
Con este ambiente enrarecido, llegó el momento de la filmación. Gibson no tuvo más remedio que producir la película de forma independiente, ya que ningún estudio importante de Hollywood quiso involucrarse en el proyecto.
El rodaje tuvo lugar en Italia, en los conocidos estudios Cinecittà de Roma y en diversas locaciones (Matera y Craco, ambas en la región de Basilicata). El costo de producción rondó los 30 millones de dólares, a los que habría que sumar otros 15 millones de gastos de publicidad y marketing, que fueron asumidos en su totalidad por Gibson y su productora, Icon Productions.
Quien trabaja en la producción cinematográfica sabe lo que es un rodaje y, en concreto, cómo los imprevistos están a la orden del día. Sin embargo, cualquier observador perspicaz se habría dado cuenta, en el caso de este largometraje, hasta qué punto los incidentes comenzaban a ser sospechosamente frecuentes, en especial con relación a Jim Caviezel.
El actor protagonista no solo fue alcanzado por un rayo durante la filmación de la escena del Calvario (al igual que algún otro miembro del equipo), sino que sufrió varias lesiones mientras rodaban la secuencia de la flagelación e incluso una dislocación del hombro en una de las caídas mientras portaba la cruz.
Durante el rodaje llegó a perder casi veinte kilos y tuvo que someterse posteriormente a dos cirugías a corazón abierto. Más de uno se preguntó si había alguien ahí fuera empeñado en que esta película no siguiera adelante…
Segunda acusación: violencia extrema
Si la denuncia de antisemitismo no había logrado boicotear el proyecto a priori, la acusación de extrema violencia iba a intentarlo a posteriori. No fueron pocos los críticos de cine que la tildaron incluso de violencia pornográfica.
España no fue una excepción: “Deleznable película (…). Gibson convierte al que juzga su Dios en un pelele de filme de terror de los de alto y refinado negocio”, escribía Ángel Fernández Santos en las páginas de El País. “La Pasión de Cristo, que bien podría titularse La tortura o linchamiento de Cristo, por hacer honor a su verdadero contenido (…). Hay más de morbo y de sadismo que de reconstrucción de la realidad”, anotaba Alberto Bermejo en El Mundo.
No cabe duda de que La Pasión es un filme que muestra una violencia cruda, descarnada, pero no de forma gratuita, sino debidamente contextualizada. En un artículo que conmemora los veinte años de su estreno, publicado en el National Catholic Register, la guionista y crítica de cine Barbara Nicolosi comenta: “La violencia infligida a Cristo en La Pasión es, sin duda, terrible de contemplar. Cuando, en una ocasión, le comenté a Gibson que quizá la violencia reflejada en la película era demasiada, negó con la cabeza y me contestó: ‘No llega a ser tanta como lo que supondría un solo pecado mortal’. Tenía razón, por supuesto. El pecado es lo que violó el cuerpo de Cristo, y todavía hoy violenta el Cuerpo Místico de Cristo. El objetivo de toda meditación sobre la Pasión es provocar horror ante la violencia del pecado. Gibson lo hizo a su manera en esta película”. En palabras de Juan Manuel de Prada, “en este mundo podrido, el uso de la violencia resulta admisible si se emplea para ilustrar un alegato antifascista o antibélico; en cambio, produce escándalo en un alegato cristiano”.
Por su parte, Gibson sentencia: “Si hubiéramos filmado exactamente lo que pasó, nadie hubiera sido capaz de verlo. Pienso que nos hemos acostumbrado a ver cruces bonitas en la pared y nos olvidamos de lo que realmente ocurrió. Sabemos que Jesús sufrió y murió, pero no nos hacemos realmente idea de lo que esto significa. Yo tampoco me daba cuenta hasta ahora de todo lo que Jesús sufrió por nuestra redención”. Con todo, el director decidiría hacer una nueva versión eliminando cinco minutos de película, que incluían los planos más desagradables y explícitos, y que se estrenó en marzo de 2005.
Buscando apoyos
Visto que la película continuaba despertando polémica, la 20th Century Fox –estudio con el que Gibson tenía contrato y con quien había producido y distribuido sus anteriores largometrajes (entre otras, la oscarizada Braveheart, en 1995)– decidió desentenderse.
Ante tal negativa, y para no poner en un brete a las otras grandes compañías de Hollywood, el director optó por distribuirla por su cuenta en los Estados Unidos, con la ayuda de una firma menor, Newmarket Films.
Consciente de que era una película de nicho, para un público muy concreto, buscó el apoyo de grupos afines, católicos y protestantes. Muchos respondieron con entusiasmo. El productor de la película, Steve McEveety, incluso acudió al Vaticano con el fin de organizar un pase privado para el Papa (Juan Pablo II) y otras autoridades de la Curia. Sin embargo, esta iniciativa se vio parcialmente truncada, ya que no recibieron la aprobación de usar ningún comentario literal del Romano Pontífice.
Hubo pasos hacia delante y hacia atrás, y todo se enredó cuando no debía. Con gran desilusión, Gibson y McEveety comprobaron cómo aquellos que más debían apoyarles se mostraban esquivos por miedo a verse envueltos en el ojo del huracán.
Ha nacido un clásico
Tras toda esta carrera de obstáculos, la película llegó por fin a las salas de cine. La enorme afluencia de público cerró las bocas de unos y premió la audacia y el esfuerzo de otros. Más de uno pensó que lo que viene de Dios siempre logra salir a flote y demuestra a su debido tiempo su poder y eficacia.
Así como parte de la crítica respondió de manera burlesca o furibunda, no faltaron quienes reconocieron la grandeza de la película desde el punto de vista formal y de contenido.
En España, Oti Rodríguez Marchante, crítico del ABC, admitía: “Un gran cineasta que no ha incurrido ni una sola vez en la escena prevista, en la composición fácil, en el tópico visual o en la postal hecha (…). Se diga lo que se diga, La Pasión de Cristo, tal y como nos la ve y enseña Mel Gibson, es, además de dolorosamente física y profundamente espiritual, única”.
Por otro lado, en las páginas de Fila Siete, Javier Aguirremalloa profetizaba: “Cualquier gran película supone una perfecta conjunción de fondo y forma. Ciertamente, la película de Gibson tiene una factura impecable. Creo que dentro de unos años La Pasión de Cristo será tenida por una obra maestra, una de esas películas imprescindibles en la historia del cine”.
En efecto, la película es de una calidad excepcional tanto lo que narra como en el modo de hacerlo. Las imágenes y sonido transmiten de manera desnuda, realista –alejada de todo pietismo– la secuencia del prendimiento, juicio y ejecución de Jesús de Nazaret, en un logrado y difícil equilibrio entre crudeza y contemplación. No en vano, el propio Gibson prefería referirse a ella “menos como una película como tal y más como un recorrido por las estaciones del viacrucis”.
La fotografía de Caleb Deschanel pinta la pantalla de claroscuros (al modo de Caravaggio) en una paleta de ocres y tonos apagados, logrando así un bello dramatismo, al tiempo que la música de John Denby envuelve las escenas con una solvente banda sonora que lo acentúa de manera no intrusiva.
Al mismo tiempo, son las interpretaciones contenidas, a la medida de cada personaje, las más eficaces ventanas a través de las cuales el espectador revive el drama del Calvario: un Jim Caviezel que ofrece un Jesús empático, cercano y majestuoso, cuyo rostro y cuerpo se convierten progresivamente en un retablo de dolores; Maia Morgenstern que encarna a una pietá de carne y hueso, en cuyo corazón amor y dolor se funden en una aceptación conmovedora; una Monica Belluci que combina belleza y miseria, viva imagen de la naturaleza caída y redimida… Mención aparte merece el verdadero antagonista, Satanás, al que dan vida Rosalinda Celentano (demonio-adulto) y Davide Marotta (demonio-niño) en un retrato extrañamente seductor y grotesco, reflejo de la tentación y de la deformidad del pecado.
Hay que agradecer el montaje alterno –obra de John Wright– que combina los momentos más duros de la Pasión con esos flasbacks de la vida de Jesús (con su Madre en Nazaret, en la Última Cena) que alivian la dolorosa tensión dramática y actúan que como respiraderos para el sufriente espectador. Y también, cómo no, la breve coda final del filme, que relata magistralmente la Resurrección, porque la Redención, al decir de Tolkien, es la eucatástrofe primigenia, como bien señala Joseph Pierce en su valoración de esta película.
Es este mismo escritor británico quien resume: “Resulta inadecuado describir la obra maestra de Mel Gibson, La Pasión de Cristo, como una película; es mucho más que eso. Sería más exacto describirlo como un icono en movimiento. Nos llama a la oración y nos lleva a la contemplación que nos lleva a la presencia de Cristo mismo. (…) Como dice T. S. Eliot acerca de La Divina Comedia de Dante: no hay nada que hacer en presencia de tan inefable belleza excepto contemplar y guardar silencio”.
El tiempo ha demostrado que La Pasión de Cristo no solo puede ser calificada de obra maestra, sino que es algo más que otra película sobre la vida de Jesús.
Desde su estreno hace dos décadas, el torrente de catarsis individual y colectiva no ha dejado de fluir, de un modo parecido a como –en la secuencia del Calvario– fluye con fuerza el agua y la sangre sobre el soldado romano que abre el costado de Cristo muerto, y cae de hinojos bajo ese chorro de gracia. Si algo queda demostrado era que esta película no deja a nadie indiferente.
Numerosos testimonios de conversiones –grandes y pequeñas– han ido apareciendo aquí y allá… Una pléyade de historias con un denominador común: la experiencia de haber experimentado como nunca los sufrimientos que el Hijo de Dios padeció para salvarnos.
Conversiones durante el rodaje (los casos de Pietro Sarubbi, que interpreta a Barrabás y de Luca Lionello, que da vida a Judas Iscariote), y otras muchas entre el público que acudió a verla. En Estados Unidos se estrenó incluso el documental Changed Lives: Miracles of the Passion, dirigido por Jody Eldred con varios testimonios al respecto (publciado también como libro).
¿Hasta qué punto esta obra cinematográfica actúa como un instrumento de gracia? Mel Gibson apunta una explicación desde su propia experiencia: “Esta película es lo más difícil que he hecho. Verla es aún más arduo, porque la Pasión de Cristo lo fue. Pero al hacerla, descubrí que, en realidad, me había purgado. De alguna manera, me sanó (…). Mi objetivo es que quien la vea experimente un cambio profundo. El público tiene que experimentar esta dura realidad para entenderla. Quiero llegar a la gente con un mensaje de fe, esperanza, amor y perdón. Cristo nos perdonó incluso cuando fue torturado y asesinado. Ese es el máximo ejemplo de amor”.
Precisamente esto es lo que experimentaron Gabriela y Antonio. Ella es diseñadora de moda en Valencia, y este es su testimonio: “A los 13 años dejé de practicar mi fe. Dejé a Dios en el Cielo; no me atrevía a mirarlo mucho, porque así podía hacer lo que me daba la gana. Pero como Dios es muy bueno, la tele cambió mi vida”. Sucedió unos días antes de Semana Santa. Estaba sola en casa, aburrida, y se sentó frente al televisor. Al encenderlo, se encontró con que comenzaba la película de La Pasión. Mientras la veía, recuerda, “el Señor cambió mi corazón y mi mente; me hizo entender lo que me quiere, lo que ha hecho por mí, y darme cuenta de cómo yo le estaba volviendo la cara desde los 13 años”. Decidió confesarse después de varias décadas y volver a ir a misa los domingos. “Viví mi primer Domingo de Ramos después de mucho tiempo, con el sentimiento de volver a casa y con una alegría tremenda”, recuerda.
El caso de Antonio es muy similar. Profesor universitario en Sevilla, agnóstico y anticlerical, acudió al cine con su esposa para ver algún filme en versión original (ella es profesora de inglés). Aquel día no ofrecían ninguno, pero sí proyectaban La Pasión. “Entramos sin que tuviéramos idea de qué era la película, ni que la dirigía Mel Gibson”, recuerda. No había más de quince personas y según arrancó la película, con la escena de la oración agónica de Jesús en el Monte de los Olivos, quedó completamente absorto. “Empecé a sentir mucho dolor por mis pecados y luego el don de lágrimas…. No era un llanto histérico, sino lágrimas calientes, que me empaparon toda la camisa y me llegaban hasta el pantalón. Cuando acabó la película me sentí transformado y pensé: ‘todo esto fue verdad, ¡lo sufriste por mí!’”.
La lista de testimonios sería interminable. Se entiende que Barbara Nicolosi, estableciendo una relación ente las dificultades que la película experimentó en su producción y el impacto entre personas del mundo entero, concluya: “La Pasión es un milagro”.
Balance final
Las dos décadas transcurridas confirman la peculiar naturaleza de esta película, que puede definirse como icono cinematográfico (obra de arte que lleva a la contemplación) e incluso en un ejemplo de “cine sacramental” (canal o vehículo de gracia). De ahí que Barbara Nicolosi afirme sin ambages: “Al cabo de veinte años, una vez asentado el polvo levantado por la guerra cultural, cabe afirmar, de modo claro e indiscutible, que La Pasión de Cristo es la mayor obra de cine sagrado jamás realizada”.
¿Mereció la pena? Mel Gibson y Jim Caviezel, al igual que el productor, Steve McEveety, no se arrepienten. Más bien, todo lo contrario. Por supuesto, eran conscientes del riesgo que asumían. En efecto, las carreras del actor y del director se vieron truncadas a partir de esta producción. Gibson, que había alcanzado la gloria con Braveheart, no volvería a paladearla; y Caviezel, cuya prometedora trayectoria parecía afirmarse tras La delgada línea roja (1998) y La venganza del conde de Montecristo (2002) vería su nombre relegado a títulos de segunda fila (hasta la reciente Sound of Freedom, 2023).
Quizá sus nombres no vuelvan a aparecer en grandes películas, pero motivos tienen para pensar que están escritos en el Cielo…
Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:
— Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:
— Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle.
Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.
Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.
Comentario
El evangelio de Marcos sitúa esta escena en un momento delicado para los apóstoles. Justo antes Jesús les había dicho con toda crudeza, que “si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará” (Mc 8,34-35). Es comprensible el desconcierto y temor de sus discípulos ante una advertencia tan grave.
Por eso, ahora quiere alimentar su esperanza, manifestando su gloria ante Pedro, Santiago y Juan. Sube a un monte alto, acompañado en primer lugar por tres discípulos, de modo análogo a como Moisés subió al monte Sinaí acompañado por Aarón, Nadab y Abihú, seguidos por los ancianos del pueblo (Ex 24,9). Estos mismos tres apóstoles serían aquellos a los que llamaría en Getsemaní para que lo acompañasen más de cerca, mientras los demás quedaban algo más retirados del lugar donde Jesús rezaba en agonía (Mc 14,33). Contrastan las escenas de esplendor gozoso y sufrimiento angustiado en las que Pedro, Santiago y Juan lo acompañan, pero, a la vez, ambas están inseparablemente relacionadas. No hay gloria sin cruz.
Elías y Moisés, que habían contemplado la gloria de Dios y recibido su revelación en el monte llamado Horeb o Sinaí (cf. 1 R 19,8 y Ex 24,15-16), estaban junto a Jesús en este monte alto cuando “se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos” (vv. 2-3). Ahora contemplan la gloria y hablan con aquel que es la revelación de Dios en persona.
Pedro no puede acallar su alegría y exclama: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (v. 5). Su petición expresa el deseo de todo corazón humano de permanecer para siempre contemplando con gozo la gloria de Dios. A eso hemos sido llamados, a la bienaventuranza. Con esos mismos sentimientos clamaba San Josemaría haciendo oración mientras predicaba: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!”.
Desde la nube de luz que los envuelve se oyen unas palabras llenas de significado: “Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle” (v.7). La expresión “mi Hijo, el Amado”, es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22,2). De este modo se establece un paralelo entre la dramática escena del Génesis en la que Abrahán está dispuesto a sacrificar a Isaac, que lo acompaña sin resistencia, y el drama que se consumó en el Calvario donde Dios Padre ofreció a su Hijo en sacrificio asumido voluntariamente para la redención del género humano. Por su parte, el añadido “escuchadle” tiene resonancias claras de las palabras que el Señor dirige a Moisés en el Deuteronomio: “el Señor, tu Dios, suscitará de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo; a él habéis de escuchar” (Dt 18,15). Aquel que es el Hijo al que su padre Dios entrega a la muerte, Jesús, es a la vez aquel profeta como Moisés al que hay que escuchar.
“De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos –decía el Papa Francisco–, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a ‘bajar de la montaña’ y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida”.