Queridos hermanos y hermanas:
Es una alegría estar juntos, para celebrar la Eucaristía dominical, que nos brinda un gozo aún más profundo. Si ya es un don estar hoy cerca y vencer la distancia mirándonos a los ojos, como auténticos hermanos y hermanas, es un don más grande vencer la muerte en el Señor. Jesús ha vencido la muerte —el domingo es su día, el día de la resurrección— y nosotros ya comenzamos a vencerla con Él. Es así, cada uno de nosotros llega a la iglesia con ciertos cansancios y miedos —a veces más pequeños, a veces más grandes— y de repente estamos menos solos, estamos juntos y encontramos la Palabra y el Cuerpo de Cristo. De esa manera, nuestro corazón recibe una vida que va más allá de la muerte. Es el Espíritu Santo, el Espíritu del Resucitado, el que hace esto entre nosotros y en nosotros, silenciosamente, domingo tras domingo y día tras día.
Nos encontramos en un antiguo santuario cuyos muros nos abrazan. Se llama “Rotonda” y la forma circular, como en la Plaza de San Pedro y como en otras iglesias antiguas y nuevas, nos hace sentir acogidos en el seno de Dios. La iglesia por fuera, como algunas realidades humanas, puede parecernos áspera; pero su realidad divina se manifiesta cuando atravesamos la puerta y encontramos acogida. Entonces nuestra pobreza, nuestra vulnerabilidad y sobre todo los fracasos por los que podemos ser despreciados y juzgados —y en ocasiones nosotros mismos nos despreciamos y nos juzgamos— son finalmente acogidos en la dulce fuerza de Dios, un amor sin asperezas, un amor incondicional. María, la madre de Jesús, es para nosotros signo y anticipación de la maternidad de Dios. En ella nos convertimos en una Iglesia madre, que genera e regenera no en virtud de un poder mundano, sino con la virtud de la caridad.
Quizás puede habernos sorprendido, en el Evangelio que acabamos de leer, lo que dice Jesús. Nosotros buscamos la paz, pero hemos escuchado: «¿Piensan ustedes que he venido a traer paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división» (Lc 12,51). Y casi le responderíamos: “Pero cómo, Señor, ¿también tú? Ya tenemos demasiadas divisiones. ¿No eres precisamente tú el que dijo en la última cena: «Les dejo la paz, les doy mi paz»?”. “Sí —nos podría responder el Señor— soy yo. Pero recuerden que esa tarde, mi última tarde, agregué inmediatamente a propósito de la paz: «Les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!» (Jn 14,27)”.
Queridos amigos, el mundo nos acostumbra a intercambiar la paz con la comodidad, el bien con la tranquilidad. Por eso, para que su paz venga entre nosotros, el shalom de Dios, Jesús debe decirnos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49). Quizás nuestros mismos familiares, como preanuncia el Evangelio, e incluso los amigos se dividirán en esto. Y alguno nos aconsejará que no arriesguemos ni nos desgastemos, porque lo importante es estar tranquilos y los demás no merecen ser amados. Jesús, en cambio, se sumergió en nuestra humanidad con valentía. Este es el «bautismo» del que habla (v. 50): es el bautismo de la cruz, una inmersión total en los riesgos que conlleva el amor. Y nosotros, cuando —como se dice— “hacemos la comunión”, nos alimentamos de este audaz don suyo. La Misa fortalece esta decisión; es la decisión de ya no vivir para nosotros mismos y de llevar fuego al mundo. No el fuego de las armas, ni tampoco el de las palabras que incineran a los demás. Esto no. Más bien, el fuego del amor, que se abaja y sirve, que opone el cuidado a la indiferencia y la mansedumbre a la prepotencia; el fuego de la bondad, que no cuesta como los armamentos, sino que renueva el mundo gratuitamente. Puede costar incomprensión, burlas, e incluso persecución, pero no hay mayor paz que la de tener su llama en nosotros.
Por eso hoy quisiera agradecer, junto vuestro obispo Vincenzo, a todos ustedes, que en la diócesis de Albano se comprometen para llevar el fuego de la caridad. Y los animo a no distinguir entre el que asiste y el que es asistido, entre el que parece dar y el que parece recibir, entre el que se presenta pobre y el que siente la necesidad de ofrecer tiempo, capacidades y ayuda. Somos la Iglesia del Señor, una Iglesia de pobres, todos preciosos, todos partícipes, cada uno portador de una Palabra única de Dios. Cada uno es un don para los demás. Derribemos los muros. Agradezco a quienes trabajan en cada comunidad cristiana para facilitar el encuentro entre personas distintas por su procedencia, por su situación económica, psicológica, afectiva. Sólo juntos, sólo siendo un único Cuerpo en el que aun el más frágil participa en plena dignidad, seremos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia de Dios. Esto sucede cuando el fuego que Jesús ha venido a traer quema los prejuicios, las cautelas y los miedos que siguen marginando a quienes llevan escrita la pobreza de Cristo en su propia historia. No dejemos al Señor fuera de nuestras iglesias, de nuestras casas y de nuestra vida. Más bien, dejémoslo entrar en los pobres, y entonces haremos paz también con nuestra pobreza, a la que tememos y negamos cuando buscamos a toda costa tranquilidad y seguridad.
Que interceda por nosotros la Virgen María, quien escuchó al santo anciano Simeón que señalaba a su Hijo Jesús como «signo de contradicción» (Lc 2,34). Que sean reveladas las intenciones de nuestros corazones, y que el fuego del Espíritu Santo los cambie de corazones de piedra en corazones de carne.
Santa María de la Rotonda, ruega por nosotros.
El Papa en el Ángelus (Castel Gandolfo)
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!
Hoy el Evangelio nos presenta un texto exigente (cf. Lc 12,49-53), en el que Jesús, con imágenes fuertes y gran sinceridad, dice a los discípulos que su misión, y también la de quienes lo siguen, no es toda “color de rosa”, sino que es “signo de contradicción” (cf. Lc 2,34).
Diciendo esto, el Señor anticipa lo que deberá afrontar cuando en Jerusalén sea agredido, arrestado, insultado, golpeado, crucificado; cuando su mensaje, aun hablando de amor y de justicia, sea rechazado; cuando los jefes del pueblo reaccionen con violencia a su predicación. Por otra parte, muchas de las comunidades a las que el evangelista Lucas se dirigía con sus escritos vivían la misma experiencia. Eran, como nos dicen los Hechos de los Apóstoles, comunidades pacíficas que, aun con sus límites, intentaban vivir de la mejor manera el mensaje de caridad del Maestro (cf. Hch 4,32-33). Y, sin embargo, sufrían persecuciones.
Todo esto nos recuerda que el bien no siempre encuentra una respuesta positiva en su entorno. Es más, en ocasiones, precisamente porque la belleza de ese bien molesta a quienes no lo acogen, aquel que lo pone en práctica termina encontrando duras oposiciones, hasta sufrir maltratos y abusos. Obrar en la verdad cuesta, porque en el mundo hay personas que eligen la mentira, y porque el diablo, aprovechándose de ello, a menudo busca obstaculizar el obrar de los buenos.
Pero Jesús, con su ayuda, nos invita a no rendirnos ni a equipararnos con esta mentalidad, sino a seguir obrando por nuestro bien y el de todos, incluso de quienes nos hacen sufrir. Nos invita a no responder a la prepotencia con la venganza, sino a permanecer fieles a la verdad en la caridad. Los mártires dan testimonio de ello derramando su sangre por la fe, pero también nosotros, en circunstancias y de modos diferentes, podemos imitarlos.
Pensemos, por ejemplo, en el precio que debe pagar un buen padre, si quiere educar bien a sus hijos, con sanos principios; antes o después deberá saber decir algún “no”, hacer alguna corrección, y esto le causará sufrimiento. Lo mismo vale para un maestro que desea formar correctamente a sus alumnos, para un profesional, un religioso, un político, que se propongan realizar su misión honestamente, y para quienes se esfuercen en ejercitar con coherencia, según las enseñanzas del Evangelio, sus propias responsabilidades.
A este respecto, san Ignacio de Antioquía, mientras viajaba hacia Roma, donde sufriría el martirio, escribía a los cristianos de esta ciudad: «No quisiera que procurarais agradar a los hombres, sino a Dios» (Carta a los Romanos, 2,1), y agregaba: «Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra» (ibíd., 6,1).
Hermanos y hermanas, pidamos juntos a María, Reina de los mártires, que nos ayude a ser, en toda circunstancia, testigos fieles y valientes de su Hijo, y a sostener a los hermanos y hermanas que hoy sufren por la fe.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Quiero expresar mi cercanía a las poblaciones de Paquistán, India y Nepal que han visto afectadas por unos violentos aluviones. Rezo por las víctimas y sus familiares, y por todos aquellos que sufren a causa de estas calamidades.
Recemos para que lleguen a buen puerto los esfuerzos para hacer cesar las guerras y promover la paz; de modo que, en las tratativas, ocupe siempre el primer lugar el bien común de los pueblos.
Es este tiempo veraniego recibo noticias de muchas y variadas iniciativas de animación cultural y de evangelización, organizadas con frecuencia en los lugares de vacaciones. Es hermoso ver como la pasión por el Evangelio estimula la creatividad y el compromiso de grupos y asociaciones de todas las edades. Pienso, por ejemplo, a la misión juvenil que se ha desarrollado en estos días a Riccione. Agradezco a los promotores y a cuantos en distintos modos participan en estos eventos.
Saludo con afecto a cuantos están aquí presentes en Castel Gandolfo. En particular, me alegro de acoger al grupo AIDO de Coccaglio, que celebra los 50 años de compromiso por la vida, a los donantes de sangre AVIS que han venido en bicicleta desde Gavardo (Brescia) y a los jóvenes de Casarano y las religiosas franciscanas de San Antonio.
Bendigo además la gran peregrinación al Santuario mariano de Piekary, en Polonia.
Que tengan un feliz domingo.
Fuente: vatican.va