8/24/12


En torno a la Fe y la Razón
 Lluís Clavell

La fe y la teología son una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El hombre es sanado y confortado por la fe, pero además el contenido de la Revelación amplía sus horizontes

      En el décimo aniversario de un documento del queridísimo Juan Pablo II especialmente importante para todas las universidades: la Encíclica “Fides et ratio”, fechada el 14 de septiembre de 1998.

      No se trata de repetir ahora las enseñanzas de la Encíclica. Quisiera más bien desarrollar brevemente tres puntos que, como fruto de ese documento, me han acompañado en los últimos años.

      El primero se refiere a la prosecución por parte de Benedicto XVI de los temas de la Encíclica. El segundo versa sobre el posible modo de obtener una mayor colaboración entre la Fe y la racionalidad en los saberes y en las profesiones. El tercero abordará el papel de la filosofía y de la teología.

1. Benedicto XVI, continuador de “Fides et ratio”

      El pasado 17 de enero de 2008, un profesor de la Universidad “La Sapienza”, la más antigua de Roma, fundada por Bonifacio VIII como Studium Urbis, dirigía un seminario para los docentes de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

      Con un comprensible sentimiento agridulce, el prof. Daniele Guastini comenzó relatando que por la mañana había explicado a sus alumnos que con muchos meses de anticipación había sido invitado para esa tarde a dirigir una sesión de seminario para los profesores de filosofía en una universidad pontificia, precisamente el mismo día en que Benedicto XVI debía haber visitado la Universidad La Sapienza, si no lo hubiese impedido la oposición de un grupo de docentes.

      El discurso preparado por el actual Romano Pontífice, que es un profesor universitario emérito, fue leído por un miembro de la comunidad académica. En ese texto Benedicto XVI reflexiona sobre la misión de las cuatro facultades de la universidad medieval: medicina, derecho, filosofía y teología. Sus consideraciones acerca de la relación entre teoría y praxis, y entre fe y racionalidad, se mueven entre el pasado y la actualidad y revelan una característica muy acusada ya en el profesor Joseph Ratzinger: su pensar siempre al hilo de la historia. La armonía entre la reflexión racional y la fe no es algo alcanzable de una vez por todas. Es más bien una tarea a realizar en cada generación para responder a las nuevas circunstancias y a las posibles rupturas que van surgiendo.

      Recuerdo sólo algunos de los momentos de una historia tan dilatada en los siglos, que menciona en sus escritos Benedicto XVI. En el Antiguo Testamento, varios escritos proféticos razonan sobre la verdad de que el Dios del pueblo elegido es el único Dios y, por tanto, el Dios de todos los hombres, el Creador del mundo entero. El Espíritu Santo inspira a los profetas y al pueblo para ahondar en la universalidad de su Dios y surge así una reflexión racional y religiosa que se dirige a toda la humanidad. También los libros sapienciales y la traducción de la Biblia hebrea a la lengua griega a cargo de los Setenta sabios en Alejandría contienen una fecunda colaboración de la fe judía con la racionalidad helénica.

      En el Nuevo Testamento, escrito todo él en la forma común (koiné) de la lengua griega, esa armonía prosigue su camino. Es sabido que la Galilea del tiempo de Jesús estaba fuertemente helenizada, sobre todo en sus núcleos urbanos, e incluso es posible que Cristo hablase en griego en algunas ocasiones, por ejemplo con Pilatos en el proceso civil de su condena. Sin embargo le correspondió especialmente a San Pablo, hombre de tres culturas —judía, helénica y romana—, la tarea de realizar en concreto, en el ambiente de los gentiles y especialmente en Europa, la universalidad ínsita en la misma persona de Jesucristo.

      Luego ante las filosofías neoplatónicas, en las que religión y filosofía estaban unidas de modo inseparable, los Padres presentan “la fe cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que esta fe corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe es el "sí" a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se habían convertido en mera costumbre”.

      Siglos después llegan los escritos filosóficos de Aristóteles en su integridad a las nacientes universidades medievales. Estaban presentes también las especulaciones judías y árabes continuadoras de la filosofía griega. El cristianismo establece entonces un nuevo diálogo con la razón de los demás, y lucha una vez más por su propia racionalidad.

      “Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico— el haber puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus propias fuerzas].

      En su lúcido y valiente discurso académico en la Universidad de Ratisbona, del 12 de septiembre de 2006, Benedicto XVI analiza otra fase del diálogo entre razón y fe: el programa de deshelenización del cristianismo en la Reforma del siglo XVI, en la teología liberal de los siglos XIX y XX (Adolf von Harnack) y en su fase actual.

      En su razonada conclusión reafirma la importancia decisiva del encuentro entre la fe cristiana y el helenismo. Algunos sostienen hoy que “la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es del todo falsa, pero sí rudimentaria e imprecisa (...) Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza”.

      El debate sobre la helenización del cristianismo es sólo uno de los puntos de contraste entre la fe cristiana y la razón moderna. Pero existen otros aspectos, entre los que destacan el proceso a Galileo, el encerramiento de la religión dentro de los límites de la razón pura a cargo de Kant, el enfrentamiento de la fe de la Iglesia con el liberalismo radical. Así lo expone el Santo Padre en otro importante discurso dedicado en gran parte a las relaciones entre razón y Fe, que tuvo lugar en el tradicional encuentro con la Curia Romana con ocasión de las fiestas de Navidad, el 22 de diciembre de 2005.

      También en esta reflexión de Benedicto XVI las oposiciones entre razón y Fe aparecen en la fluidez del dinamismo histórico. En concreto, después de un periodo de conflicto más fuerte, acontece un acercamiento mutuo, ya avanzada la edad moderna. Por parte de la racionalidad moderna, los cambios son: en el plano político surge otro modelo de Estado moderno fruto de la revolución de Estados Unidos, y en el campo científico, las ciencias naturales reflexionan sobre sus propios límites. Por parte de los creyentes, se desarrolla una doctrina social católica y algunos políticos católicos muestran con los hechos la posibilidad de un Estado moderno laico, pero no laicista.

      El Concilio Vaticano II opera una reconciliación de la Fe con las ciencias naturales y con el método histórico-crítico, y define de modo nuevo la relación entre Iglesia y Estado moderno, entre la libertad y la tolerancia en relación con otras religiones y sobre todo con la fe de Israel. De este modo los documentos conciliares determinan la dirección esencial para una nueva relación positiva entre razón y fe. “El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como "apertura al mundo", pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas”.

      Desde esta perspectiva se alcanza a ver cómo la Encíclica “Fides et ratio” se enfrenta a una grave amenaza para el Occidente: la aversión hacia los interrogantes fundamentales de la existencia humana y de la realidad entera, la renuncia a alcanzar la verdad, el cansancio ante el razonamiento. “En el diálogo de las culturas —dice Benedicto XVI en la universidad de Ratisbona— invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”.

      Concluyendo este primer punto, se puede afirmar que Benedicto XVI ha proseguido la reflexión de “Fides et ratio” tanto en sus aspectos históricos como en algunos puntos de gran actualidad, poniendo de relieve los elementos racionales contenidos en la fe e invitando a todos a examinarlos. A la vez en muchas ocasiones anima a las universidades a afrontar valientemente estas cuestiones fundamentales.

2. La colaboración entre la Fe y la racionalidad en los saberes y en las profesiones.

      Poco después de la publicación de “Fides et ratio”, en el ejercicio de mi labor universitaria, informada por la luz fundacional del Opus Dei de difundir la llamada universal a la santidad mediante la santificación del trabajo profesional ordinario, un grupo de profesionales —médicos, abogados, ingenieros, profesores, entrenadores deportivos, etc.— me pidió unas sesiones de comentario sobre la encíclica. Esa invitación me llevó a preguntarme de modo expreso: ¿Qué dice “Fides et ratio” a los profesionales y a los que cultivan las diversas ciencias?

      Esta pregunta me ha acompañado en mi trabajo a lo largo de estos diez años. Se trataba de releer el texto de Juan Pablo II para encontrar las claves fundamentales referentes a las ciencias particulares. Como es lógico, la encíclica trata con más extensión y detalle las relaciones entre fe y racionalidad en el plano de los saberes más universales: la filosofía y la teología. Sin embargo contiene además algunas indicaciones profundas sobre otros saberes, porque la fe no está en contacto sólo con la racionalidad filosófica, sino también con las ciencias particulares teóricas y prácticas.

      Juan Pablo II, con su rico bagaje intelectual universitario, mira a la sabiduría filosófica en su conexión con las ciencias y expone la necesidad de que “la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida” (FR 81). De este modo ejercitará la función crítica de ayudar a las diversas ramas del saber científico a conocer su fundamento y su límite. Además podrá ser la “última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos” (FR 81).

      Esta dimensión sapiencial es hoy indispensable, “en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos” (FR 81). Estas tareas requieren “una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (FR 83).

      A Juan Pablo II le preocupa la fragmentación del saber y de modo especial sus consecuencias de ruptura de la unidad interior del hombre. Está convencido de que “el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber” (FR 85) y de que éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del tercer milenio (Cfr FR 85). La mención del milenio actual indica una conciencia de que se trata de un proceso intelectual y cultural largo y difícil.

      Hacia el final de la encíclica Juan Pablo II anima a los científicos y a los filósofos. A los investigadores científicos, a los que tanto debe la humanidad por el desarrollo actual, les exhorta a “continuar en sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los valores filosóficos y éticos, que son una manifestación característica e imprescindible de la persona humana” (FR 106).

      También alienta a los creyentes dedicados a la filosofía: en este caso, para que “iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe” (FR 106).

      Estos son algunos de los estímulos de la importante encíclica, que plantean cuestiones de peso para una mejor cooperación entre Fe y razón. Uno de ellos se refiere a la dispersión de los conocimientos Pero ¿qué significa fragmentación y unidad del saber? Ciertamente, la especialización es necesaria para el progreso humano. Eso lleva consigo la multiplicación de las ciencias, con sus propios métodos y lenguajes. Cuando hablamos de fragmentación añadimos algo más. Indicamos un modo de vivir la especialización y la sectorialidad, en el que faltan instrumentos para no alejarse de la unidad variada de la realidad entera y no perder de vista un punto tan central como es la persona humana. Si se cae en el aislamiento y no se cultiva la colaboración con los saberes vecinos y con aquellos que son más universales —la filosofía y la teología—, ¿no se corre el riesgo de considerar la propia parte como si fuese el todo y de absolutizar el propio método, imaginándolo como el único o el mejor?

      Un modo importante de superar la fragmentación es tener siempre como referencia fundamental a la persona —el “derecho humano subsistente”, en la célebre fórmula de Antonio Rosmini—, a cada ser humano, mujer u hombre, niño o anciano, de cualquier raza, cultura, condición económica, sano, enfermo, discapacitado.

      Eso explica la atención concedida a la dimensión ética de las profesiones y del obrar científico y técnico. En algunos casos asistimos al nacimiento de nuevas disciplinas: además de la bioética, surgen la tecnoética, la roboética, la neuroética, etc. En muchos países se reflexiona sobre los códigos deontológicos de los diversos colegios profesionales. Junto a ellos nacen nuevas disciplinas, como el bioderecho y luego la biopolítica, que a veces quiere suplantar la ética y el derecho.

      Junto a los efectos positivos de esta reflexión ética, se plantean algunas preguntas: ¿es suficiente el planteamiento ético, jurídico y político? ¿no convendría reflexionar más sobre la naturaleza misma de cada uno de los saberes y de las profesiones, en su estatuto antropológico y epistemológico? ¿la ética de una profesión o de un saber no se deriva de lo que esa profesión es en sí misma?

      En algunos países muchos profesionales manifiestan una inquietud por la debilitación de su conciencia personal de la dignidad de su trabajo. Como ustedes, he advertido esa desazón en conversaciones con médicos, juristas, políticos, ingenieros, farmacéuticos, militares, etc. No se trata sólo de una cuestión ética en algunos casos límite, sino también de la conciencia y del reconocimiento social de la identidad de la profesión.

      A mi modo de ver, la ética presupone e incluye una reflexión sobre la naturaleza misma del propio saber y profesión. Teniendo la mirada fija en la persona, la carrera universitaria de derecho comprende en muchas facultades desde hace siglos una filosofía del derecho. En bastantes lugares también los estudios universitarios de medicina incluyen una filosofía de la medicina, hoy día a veces como parte de las llamadas “humanidades biomédicas”. En estas materias se tratan aspectos epistemológicos: ¿qué tipo de saber es el derecho? ¿es teórico y práctico a la vez? ¿qué significa “lo justo”? Pero también dimensiones antropológicas: la función de la justicia en la sociedad humana, las repercusiones educativas de la ley humana, etc. O en el caso de la medicina: ¿qué es la salud y qué es la enfermedad en el conjunto de la persona humana entera? ¿cuál es la función del médico?

      Estas preguntas llevan a delimitar bien los niveles de conocimiento. Elaborar una filosofía de la medicina, de la técnica o de la ingeniería, de la comunicación, de la formación, etc. como saber y como profesión permite encarar explícitamente cuestiones de algún modo presupuestas por la ética y puede facilitar el debate público para que no se centre exclusivamente en las posiciones éticas, cuando estas son consideradas erróneamente como elecciones subjetivas.

      En este sentido, es muy necesario defender el derecho a la objeción de conciencia, pero es también muy importante la elaboración de argumentaciones rigurosas y concretas sobre los problemas, sin limitarse a una genérica apelación a una visión humanista cristiana. Recientemente la profesora Natalia López Moratalla ha dicho con acierto que en muchos casos en realidad no es una objeción de conciencia, en nombre de una convicción individual, sino una “objeción de ciencia”, porque se basa en conocimientos científicos. Por ejemplo, la presencia de un nuevo ser humano se basa en la aparición de un nuevo DNA.

      Una filosofía del propio saber puede ser un modo de concretar las indicaciones de Juan Pablo II sobre la función crítica de la filosofía para ayudar a las diversas ramas del saber científico a conocer su fundamento y su límite —aspecto epistemológico— y la función de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos —aspecto antropológico más amplio.

      Conocer bien la especificidad del propio método científico de investigación lleva a ver sus ventajas, su campo de aplicación y sus límites, es decir aquello para lo que no está pensado ni capacitado. Reflexionar explícitamente sobre la peculiar conjunción de ciencia y de arte práctica en las diversas profesiones es también una contribución al progreso humano.

3. El papel de la filosofía y de la teología

      Entramos en el tercero y último punto, más breve. En realidad en el punto anterior he hablado casi sólo de filosofía y lo he hecho con un estilo más bien aristotélico, por cierto apreciado por pensadores como R. Carnap, J.-F. Lyotard o J. Habermas. Es decir, partiendo de las ciencias particulares ir hacia un examen responsable de los presupuestos.

      Es bien sabido que una respuesta a la fragmentación han sido los programas de investigación interdisciplinares. La rígida separación plurisecular entre las facultades universitarias ha  sido bien criticada hace pocos años por A. MacIntyre. Desde hace algunos años tiende lentamente a ser superada, pero en algunas ocasiones con escasa participación de la filosofía —especialmente en su dimensión metafísica— y muchas veces con la ausencia de la teología.

      En el ya citado discurso a la Universidad La Sapienza, Benedicto XVI recuerda que en las universidades medievales a las Facultades de filosofía y de teología “se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el sentido permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad”.

      No es fácil expresar esa misión de la sabiduría de manera más bella. Sin embargo, a renglón seguido el Santo Padre se pregunta: “¿cómo pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta particular”.

      Sobre la filosofía he intentado decir algo de lo que puede significar ese “mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes”. Pero ¿y la teología? ¿cómo puede hacerlo?

      Porque el filosofar sigue un camino ascendente, o si se quiere hacia abajo examinando los fundamentos, pero siempre partiendo de la experiencia ordinaria y de las ciencias particulares. Por eso he propuesto “pensar junto a los científicos”, como deseaba Karl Jaspers. Luego se puede volver al punto de partida con una nueva luz. En Sant’Ivo alla Sapienza, la Iglesia de la primera universidad de Roma, hay una bellísima y singular cúpula de Borromini, que asciende en movimiento espiral hasta el punto más alto, en el que está la Cruz que corona toda iglesia. Una representación magnífica de la sabiduría: volar como las águilas en un camino circular siempre hacia arriba y luego descender. Ese recorrido se puede subir y bajar. Lo específico de la filosofía es la ascensión ardua.

      En cambio la teología cristiana, como participación de la misma ciencia divina, considera la realidad creada desde Dios. Sigue por tanto de suyo un orden descendente e ilumina desde lo alto. Sin embargo esa participación de la Sabiduría, a causa de la limitación de la inteligencia humana, necesita del ejercicio de la racionalidad, especialmente de los argumentos de razón a nivel filosófico.

      La gran novedad de la teología se concentra en Cristo, Hijo Unigénito del Padre que ha asumido la naturaleza humana para salvarnos sobre todo con el máximo “exceso” del amor divino, que es la Cruz, seguida de la Resurrección a la Vida gloriosa. Especialmente con la Cruz y la Eucaristía se nos hace manifiesta la realidad sublime de la Filiación divina. Cristo crucificado y glorificado y presente en la historia revela plenamente qué es la persona humana y la verdad profunda de todo lo creado. Con palabras de la liturgia: lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce! «¡claridad en la Cruz, descanso en la Cruz, alegría en la Cruz!»]. La Cruz ilumina toda la realidad. Todos los saberes en su conjunto necesitan esta luz.

      Pero Dios no destruye el orden natural de la realidad que Él ha creado con amorosa sabiduría. La teología proyecta su luz en todo con la mediación de la filosofía. Como decía antes, no se trata de un defecto de la Revelación, sino de que la gracia no destruye la naturaleza sino que la sana y eleva a un estado más alto.

      Pero la sabiduría natural debe tener conciencia de los propios límites. Sabiduría es también apertura al misterio. “La filosofía, que por sí misma es capaz de reconocer el incesante trascenderse del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la “locura” de la Cruz la auténtica crítica de los que creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema. La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas pueden encontrarse” (FR 23).

      Benedicto XVI lo ha expresado con una fórmula feliz y profunda: “Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre sí "sin confusión y sin separación"” .

      "Sin confusión" significa que ambas deben conservar su identidad propia. "Sin separación" implica que la filosofía no es fruto del sujeto pensante aislado, sino que se desarrolla en el gran diálogo de la sabiduría histórica, sin “cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino”.

      La fe y la teología son una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El hombre es sanado y confortado por la fe, en cuanto sujeto que nace con la vocación a la verdad. Pero además el contenido de la Revelación amplía sus horizontes con la filiación divina y la identificación con Cristo, y le aclara también un panorama no inaccesible para la razón humana, pero difícil: el que se refiere a las realidades espirituales y personales, como quiso formularlo Romano Guardini.

      He mencionado la necesidad de la mediación filosófica para una eficaz iluminación de la teología en todos los campos científicos. Termino con el auspicio de que crezca en los nos dedicamos a la teología y a la filosofía la modestia y la apertura para escuchar a los que cultivan las ciencias particulares. También así se puede facilitar a los científicos que no se cierren a los niveles no empíricos de la realidad sino que vivan esa ampliación de la racionalidad que Benedicto XVI propone a todos, pero especialmente a las universidades como una gran aventura.