8/12/14

La esperanza del Cielo

Pedro Beteta 

 
De fondo lo que ansiamos, en realidad, es la felicidad más que la vida
¿Cómo ven hoy muchos la muerte? Hay gente, también en la élite intelectual, que enseñan doctrinas que rezuman la duda. Son quizás eslabones de esa larga cadena que lo niega todo por sistema para justificar su falta de respuestas. En una gran parte del pensamiento moderno, ateo, agnóstico, secularizado, se afirma con insistencia que la interrogación suprema de la vida tras la muerte es sólo una enfermedad del hombre, algo así como una patología psicológica y sentimental, de la que hay que curarse, afrontando audazmente el absurdo, la muerte, la nada. La esperanza del Cielo, del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, “por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero”.
¿Está de moda preguntar por la verdad? La moda pasa y la verdad no. Por tanto la pregunta es incorrecta al cien por cien. No obstante, el clima de pasotismo, así se llama vulgarmente hoy al escepticismo de otras épocas decadentes, es descomunal. Es muy relativo… hasta ni existe. ¡Es tremendo tener a estas alturas teniendo que demostrar lo obvio! Si la verdad es verdad que no existe es su no existencia ya es verdad y si existe… ¿a qué seguir? En el repaso filosófico de la modernidad que hace el Papa en su reciente Encíclica, deja patente cómo el desprecio para alcanzar la verdad mediante la razón, y el vano afán −tan antiguo comoAdán y Eva− de ser dioses y creadores de la verdad, da al traste con la realidad de su humana y limitada naturaleza. Si no hablo de esperanza ésta no existe porque la esperanza la creo yo; si no nombro el más allá sólo hay más acá; yo doy el ser a la realidad nombrándola, pensándola, etc. La gran mentira inmanentista.
Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha representado magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en su libro Cartas del diablo a su sobrino. Se trata de una serie de cartas ficticias que el demonio, Escrutopo, escribe a un principiante para enseñarle “el oficio” de seducir al hombre. Ante la preocupación del aprendiz de que los hombres inteligentes leyesen los libros de los sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la verdad, Escrutopo le tranquiliza. Los espíritus infernales han conseguido, desde el punto de vista histórico afortunadamente, persuadir a los eruditos del mundo occidental esto: “que la única cuestión que con seguridad nunca se planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del respectivo escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones análogas”. La verdad no se escribe ni es en sí misma sino que es muy opinable; depende de quien lo escribe, de su vida, de la influencia mediática que se le dé, etc.
El hombre aleja de su horizonte la inexorable verdad de la muerte, la angustiosa certeza de que hemos de morir tarde o temprano. Nos aferramos tanto a la vida que siempre nos parecerá “temprana”. ¿Acaso queremos vivir eternamente? Sí y no. Unos temen tanto la muerte como la vida. Los primeros porque asocian dolor a muerte y los segundos porque lo unen con cansancio o aburrimiento. ¿Estamos en condiciones de conocer el sentido de la muerte del hombre, del porqué de su vida, de su para qué en la historia? ¿Puede alguien certeramente responder a los interrogantes sobre el dolor, la muerte o al más allá? ¿Se trata de una osadía sin fundamento? No es fácil responder a estas preguntas que se hace el filósofo y el hombre corriente. Encontrar algo que sea último y fundamento de todo lo demás, que dé explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya que hacerse nuevas preguntas es para, quizá muchos, una quimera. “Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente”.
“A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo”. ¿Es lícito pretender salir de la duda, del interrogante que todo hombre se hace sobre el sentido de la vida? ¿Qué sentido tiene la vida? y, por consiguiente, ¿qué sentido tiene la historia humana? Estas son preguntas humanas, ciertamente dramáticas, pero bien nobles y que caracterizan al hombre en su dignidad de persona. Desde luego el hombre no puede encerrarse en los límites del tiempo, como en una especie de jaula de la materia, caer en la trampa de una existencia inmanente y autosuficiente. Pero puede intentar hacerlo, puede también afirmar, con palabras y con gestos, que su patria es el tiempo, y que su hogar sólo es el cuerpo. Dicho de manera muy sencilla: “el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza”.
No queremos morir pero tampoco vivir sin calidad de vida y tanto la ancianidad como la enfermedad incluyen con el deterioro esa carencia. No olvidemos que la vejez es la enfermedad crónica más incurable que existe. Es una paradoja. “Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva”. El Papa se pregunta en la Encíclica dos cuestiones; por una parte ¿qué es realmente la vida? Y de otra ¿qué significa verdaderamente eternidad? Sabemos que la vida es un don que dura cierto período de tiempo en el que cada uno de nosotros afronta el desafío que ésta implica: el de tener un objetivo, un destino, y el de luchar por él. Necesitamos tener esperanzas que día a día nos mantengan en camino. “Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar”.
Para unos la vida “de esta tierra” lo es todo y para otros esta vida “no vale la pena” vivirla. Frente a este hecho desconcertante Benedicto XVI se pregunta: “¿De verdad queremos esto: vivir eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre −sin fin− parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable”.
De fondo lo que ansiamos, en realidad, es la felicidad más que la vida. Si a la felicidad que no empalaga, ni aburre, se le llama vida eterna, entonces sí. Entonces eso es lo anhelamos. Deseamos, por tanto, algo que no sabemos qué es y en cuyo “no-saber” tiene su existir. El Obispo de Hipona lo llama “sabia ignorancia” de una manera muy elocuente. “No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta verdadera vida y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados”.
Lo que desea el hombre es “la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte”, esa que desconocemos pero a la que “nos sentimos impulsados”. “La expresión vida eterna trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; vida nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos”. Jesucristo da la respuesta a todos los interrogantes, también dice qué es la vida eterna: “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría”. San Agustín dice que en el Paraíso “descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin sin fin”.