Mons. Javier Echevarría
Cuando el 27 de septiembre Álvaro del Portillo sea proclamado beato, resonará con fuerza en la Iglesia la llamada de todos a la santidad, recordada por san Josemaría Escrivá y reafirmada por el Concilio Vaticano II. Así lo expresa el autor de este artículo, sucesor de Mons. Álvaro del Portillo al frente del Opus Dei
Artículo de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, incluido en el número especial de la Revista Palabra sobre la beatificación de Álvaro del Portillo, obispo prelado del Opus Dei y primer sucesor de San Josemaría Escrivá, que tendrá lugar el 27 de septiembre en Madrid.
¿Cuál es el sentido, la importancia de una beatificación o de una canonización? La próxima elevación a los altares de Mons. Álvaro del Portillo, primer Prelado del Opus Dei y sucesor de San Josemaría al frente de esta institución de la Iglesia, sugiere una vez más esta pregunta. El Papa Francisco, refiriéndose a los santos, responde así: “El Señor elige a algunas personas para hacer ver mejor la santidad, para hacer ver que Él es quien santifica […]. Ésta es la primera regla de la santidad: es necesario que Cristo crezca y que nosotros disminuyamos” (Homilía, 9-V-2014).
Cuando la Iglesia declara la santidad de una hija o un hijo suyo, pone de manifiesto con especial evidencia la misión a la que ha sido llamada: conducir al Cielo a quienes engendró a una vida nueva en el Bautismo, por la acción del Espíritu Santo. Por eso, toda beatificación o canonización es ocasión de fiesta para el Pueblo de Dios que peregrina en la tierra. Al acercarse el momento en que don Álvaro será contado en el número de los bienaventurados, resulta muy lógico que nuestra alegría se manifieste en gratitud a Dios, de quien procede toda santidad.
Con motivo de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer, el Cardenal Ratzinger explicaba que en ocasiones se tiene un concepto equivocado de la santidad, como si las personas beatificadas o canonizadas fueran superhombres o supermujeres. “Virtud heroica −escribía entonces− no quiere decir que el santo sea una especie de ‘gimnasta’ de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales […]. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos ‘grandes’ de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores”. Y concluía el Cardenal Ratzinger: “Esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido corregida −y esto me parece un punto central− precisamente por Josemaría Escrivá” (Card. Joseph Ratzinger, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002).
Estas palabras expresan certeramente el contenido de la beatificación de Mons. del Portillo. Don Álvaro fue, ciertamente, un hombre al que Dios concedió dotes humanas y sobrenaturales de primera categoría; sin embargo, su existencia se desarrolló en un clima de vida ordinaria, afrontada con una fidelidad fuerte y alegre. Nunca pretendió brillar con luz propia, sino que −en todo momento− procuró reflejar la luz divina siguiendo lealmente el espíritu del Opus Dei, que aprendió directamente de la palabra y del ejemplo de san Josemaría. Don Álvaro se santificó, con la gracia de Dios y con su correspondencia generosa,poniendo en práctica de modo extraordinario la vida cristiana ordinaria.
Su beatificación nos recuerda −y aquí reside el significado de este acto de la Iglesia− que la santidad es efectivamente asequible a todos los bautizados, si corresponden con total generosidad a la vocación cristiana. Esta llamada impulsa a la identificación con Cristo, cada uno en las circunstancias propias de su estado y condición. Y requiere esforzarse por llevar la Cruz todos los días: no hay identificación con Cristo si no se ama la Santa Cruz. Para la gran mayoría de las personas, se trata de una cruz ordinaria, posible de tomar y que han de portar con gozo, en la existencia cotidiana: en el seno de la familia, en el ambiente social y deportivo, en la salud y en la enfermedad, en el trabajo y en el descanso. No se trata, por tanto, de realizar acciones extraordinarias, ni de poseer carismas excepcionales; consiste −siguiendo el ejemplo del Maestro− en saber recibir cotidianamente lo que cueste.
Éste era el consejo de san Josemaría −buscar a Dios en la vida ordinaria−, que don Álvaro puso en práctica con constancia diaria. En una ocasión, el fundador del Opus Dei puntualizaba: “No hay otro camino: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca […]. Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres”(Conversaciones, 114 y 113).
El ejemplo de los santos y de los beatos suscita en nosotros el deseo de ser como ellos: el afán de gozar eternamente de la Santísima Trinidad, de pertenecer para siempre a la gran familia de Dios, muy cerca de Jesús y de la Virgen María. “Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz” (Card. Joseph Ratzinger, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002).
La beatificación de Álvaro del Portillo nos invita a ver en cada jornada una llamada a recomenzar con nuevo impulso nuestra vida cristiana, y a experimentar así más intensamente la alegría del Evangelio. Esta vocación universal a la santidad, recordada incansablemente por san Josemaría Escrivá de Balaguer, y reafirmada con vigor por el Concilio Vaticano II, se nos propone una vez más en la ceremonia del próximo 27 de septiembre.