P.P. Francisco
«No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial»
Continuamos nuestro camino de reflexión sobre San José. Tras haber ilustrado el ambiente en que vivió, su papel en la historia de la salvación y su ser justo y esposo de María, hoy quería examinar otro aspecto importante de su figura: el silencio. Tantas veces hoy hace falta el silencio. El silencio es importante; a mí me llama la atención un versículo del Libro de la Sabiduría que se ha leído pensando en la Navidad y dice: “Cuando la noche estaba en el más profundo silencio, allí bajó tu palabra a la tierra”. En el momento de más silencio Dios se manifestó. Es importante pensar en el silencio en esta época en la que parece que no tenga tanto valor.
Los Evangelios no recogen ninguna palabra de José de Nazaret, nada, no habló nunca. Eso no significa que fuera taciturno, no, hay un motivo más profundo. Con su silencio, José confirma lo que escribe san Agustín: «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (Discurso 288, 5: PL 38, 1307). En la medida en que Jesús —la vida espiritual— crece, las palabras disminuyen. Eso que podemos definir como el “papagayismo”, hablar como papagayos, continuamente, disminuye un poco. El mismo Juan Bautista, que es «la voz que clama en el desierto: preparad del camino del Señor» (Mt 3,1), dice sobre el Verbo: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3, 30). Eso quiere decir que Él debe hablar y yo estar callado y José con su silencio nos invita a dejar espacio a la Presencia de la Palabra hecha carne, a Jesús.
El silencio de José no es mutismo; es un silencio lleno de escucha, un silencio activo, un silencio que hace emerger su gran interioridad. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo —comenta san Juan de la Cruz— y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» (Dichos de luz y amor, 417, n. 99).
Jesús creció en esa “escuela”, en la casa de Nazaret, con el ejemplo diario de María y José. Y no sorprende el hecho de que Él mismo busque momentos de silencio en sus jornadas (cfr. Mt 14, 23) e invite a sus discípulos a experimentarlos, por ejemplo: «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6, 31).
Qué bonito sería si cada uno, siguiendo el ejemplo de san José, lograra recuperar esa dimensión contemplativa de la vida abierta de par en par precisamente por el silencio. Pero todos sabemos por experiencia que no es fácil: el silencio nos asusta un poco, porque nos pide entrar dentro de nosotros mismos y encontrar la parte más verdadera de nosotros. Y mucha gente tiene miedo del silencio, debe hablar, hablar, hablar o escuchar, radio, televisión…, pero el silencio no puede aceptarlo porque tiene miedo. El filósofo Pascal observaba que «toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación» (Pensamientos, 139).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de san José a cultivar espacios de silencio, en los que pueda emerger otra Palabra, es decir, Jesús, la Palabra: la del Espíritu Santo que habita en nosotros y que lleva a Jesús. No es fácil reconocer esa Voz, confusa entre las mil voces de preocupaciones, tentaciones, deseos, esperanzas que albergamos; pero sin ese entrenamiento que viene precisamente de la práctica del silencio, puede enfermarse también nuestra habla. Sin la práctica del silencio se enferma nuestra habla. Esta, en lugar de hacer que brille la verdad, se puede convertir en un arma peligrosa. De hecho, nuestras palabras pueden convertirse en adulación, vanagloria, mentira, maledicencia, calumnia. Es un dato de experiencia que, como nos recuerda el Libro del Eclesiástico, «muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como los caídos por la lengua» (Si 28, 18). Jesús lo dijo claramente: quien habla mal del hermano y de la hermana, quien calumnia al prójimo, es homicida (cfr. Mt 5, 21-22). Mata con la lengua. No nos lo creemos, pero es la verdad. Pensemos un poco en las veces que hemos matado con la lengua: ¡nos avergonzaremos! Pero nos hará muy bien, muy bien.
La sabiduría bíblica afirma que «muerte y vida estarán en poder de la lengua, el que la ama comerá su fruto» (Pr 18, 21). Y el apóstol Santiago, en su Carta, desarrolla este antiguo tema del poder, positivo y negativo, de la palabra con ejemplos deslumbrantes y dice así: «Si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo. […] también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. […] Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición» (Pr 3, 2-10).
Este es el motivo por el cual debemos aprender de José a cultivar el silencio: ese espacio de interioridad en nuestras jornadas en el que damos la posibilidad al Espíritu de regenerarnos, de consolarnos, de corregirnos. No digo caer en un mutismo, no, sino cultivar el silencio. Que cada uno mire dentro de sí: muchas veces estamos haciendo un trabajo y cuando terminamos enseguida buscamos el móvil para hacer otra cosa, siempre estamos así. Y eso no ayuda, eso nos hace caer en la superficialidad. La profundidad del corazón crece con el silencio, silencio que no es mutismo, como he dicho, sino que deja espacio a la sabiduría, a la reflexión y al Espíritu Santo. A veces tenemos miedo de los momentos de silencio, ¡pero no debemos tener miedo! Nos hará mucho bien el silencio. Y el beneficio del corazón que tendremos sanará también nuestra lengua, nuestras palabras y sobre todo nuestras decisiones. De hecho, José unió la acción al silencio. Él no habló, pero hizo, y nos mostró así lo que un día Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). Palabras fecundas cuando hablemos; acordarnos de aquella canción “Parole, parole, parole…”, y nada de sustancial. Silencio, hablar lo justo, alguna vez morderse la lengua, que hace bien, en vez de decir tonterías.
Concluyamos con una oración:
San José, hombre del silencio,
tú que en el Evangelio no has pronunciado ninguna palabra,
enséñanos a ayunar de las palabras vanas,
a redescubrir el valor de las palabras que edifican, animan, consuelan, sostienen.
Hazte cercano a los que sufren a causa de las palabras que hieren,
como las calumnias y las maledicencias,
y ayúdanos a unir siempre a las palabras los hechos. Amén.
Fuente: vaticannews.va