8/31/22

¿Qué significa discernir?

 El Papa en la Audiencia General


Catequesis sobre el discernimiento 1. 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy iniciamos un nuevo ciclo de catequesis sobre el tema del discernimiento. Jesús nos lo presenta con imágenes de la vida ordinaria: el hombre que trabaja en el campo, los pescadores que seleccionan los peces. Estas parábolas nos presentan el discernimiento como ejercicio de la inteligencia y de la voluntad, en el que también se involucran los afectos. El hombre, al haber encontrado el tesoro, se llena de alegría y, por tal motivo, habiendo sopesado bien la situación, vende todo lo que tiene y compra el campo.

Es muy importante aprender a discernir, porque cada acción que realizamos, especialmente en los momentos cruciales de nuestra vida, tienen consecuencias trascendentes para uno mismo, para los otros y para el mundo. Así aprendemos a conocernos, y a conocer y amar lo que es bueno en cada momento. Dios quiere que ejercitemos la libertad que Él mismo nos ha dado, construyendo nuestra vida con cada decisión, lo que se convierte en una tarea exigente. Él nos sostiene en este camino, y quiere ser amado desde la libertad, y no imponiendo su voluntad.  


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Hay tantos mexicanos aquí; uruguayos, colombianos, salteños, argentinos. Quiero expresar mi cercanía de modo especial a todos los que el día de ayer celebraron a Santa Rosa de Lima como su patrona, particularmente a los enfermeros y enfermeras del Perú. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de saber discernir con libertad y amor, en los acontecimientos de la vida diaria. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.

Fuente: vatican.va


8/30/22

La alegría cristiana

Vicente Bosch


«Alegraos siempre en el Señor; os lo repito alegraos» (Flp 4, 4) exhorta san Pablo a los cristianos de Filipo para recordarles que son «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20).

           «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito alegraos» (Flp 4, 4) exhorta san Pablo a los cristianos de Filipo para recordarles que son «ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20) y que han de llevar «una vida digna del Evangelio de Cristo» (Flp 1, 27), «con humildad (…) buscando no el propio interés sino el de los demás» (Flp 2, 3-4). El Apóstol habla de alegría mientras él se encuentra entre cadenas, y los destinatarios de su carta tienen adversarios, padecen y sostienen el mismo combate que él (cfr. Flp 1, 28-30), y deben cuidarse de los judaizantes (cfr. Flp 3, 2-3). Para los cristianos, la alegría no es, por tanto, el resultado de una vida fácil y sin dificultades, o algo sujeto a los cambios de circunstancias o estado de ánimo, sino una profunda y constante actitud que nace de la fe en Cristo: «nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4, 16). El mensaje cristiano que se nos ha transmitido tiene como finalidad entrar en comunión con Dios «para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1, 4).

Sólo el encuentro del joven rico con jesús no desembocó en alegría, pues no supo usar su libertad para seguir al maestro

Dios desea que el hombre sea feliz, lo ha creado para la vida eterna, incoada ya en la tierra por la gracia que llegará a su plenitud en el cielo, cuando el hombre esté unido a Dios para siempre: «Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre su dicha». Por eso, la trasmisión del Evangelio es invitación a los hombres a entrar en la alegría de la comunión con Cristo: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Efectivamente, los Evangelios nos narran muchos encuentros con Cristo que son fuente de alegría: el Bautista saltó de gozo en el seno de santa Isabel al sentir la presencia del Verbo Encarnado (cfr. Lc 1, 45); a los pastores se les anuncia «una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor» (Lc 2, 11); los Magos, al volver a ver la estrella que les conducía al Rey de los Judíos, «se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10); la alegría de paralíticos, ciego, leprosos y todo tipo de enfermos que fueron curados por Jesús; la alegría de la viuda de Naín al ver resucitado a su hijo (cfr. Lc 7, 14-16); la alegría de Zaqueo se desborda en un banquete y en una profunda conversión (cfr. Lc 19, 8); la alegría del Buen Ladrón, en medio de su atroz dolor físico en la Cruz, al saber que ese mismo día estaría con Jesús en su Reino (cfr. Lc 23, 42-43); la alegría, en fin, de María Magdalena, los discípulos de Emmaús y los Apóstoles ante Jesús Resucitado. Sólo el encuentro del joven rico con Jesús no desembocó en alegría, pues no supo usar su libertad para seguir al Maestro: «se puso triste, porque era muy rico» (Lc 18, 23).

Su naturaleza

La alegría es una pasión producida por el encuentro con aquello que se ama, un sentimiento o sensación de placer que no es puramente sensible, sino que va acompañado de racionalidad. Santo Tomás de Aquino explica en el tratado sobre las pasiones de la Suma de Teología que «el término alegría se usa solo para el placer que acompaña a la razón: por eso para los animales no se habla de alegría, sino de placer». La alegría es el placer espiritual, la tercera y última etapa del movimiento concupiscible, al poseer el bien que antes ha sido amado y deseado. Puede ser una vivencia de corta duración o un estado de ánimo prolongado activo, de tono emocional positivo, que participa de racionalidad. Por eso, es posible sentir placer sin sentir alegría e, incluso, sentir placer y tristeza al mismo tiempo. Al preguntarse el Aquinate si la alegría es una virtud, responde señalando que no se encuentra entre las virtudes teologales, morales, ni intelectuales y, por tanto, «no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto de la misma. Por esa razón se la considera entre los frutos, como se ve en el Apóstol en Ga 5, 22». En efecto, la alegría cristiana es consecuencia de poseer a Dios por la fe y la caridad, es el fruto de vivir todas las virtudes. En un cristiano que vive de fe, la alegría supera el nivel del temperamento, salud, welfare, éxitos profesionales y sociales, etc., para adentrarse en la maduración de una vida interior rica: «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarse en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (Camino, n. 659).

Humildad y alegría, y dios ama a quien da con alegría

En el mensaje de san Josemaría, la alegría constituye un elemento importante en el seguimiento de Cristo, y un rasgo característico del espíritu del Opus Dei: «Quiero que estés siempre contento, porque la alegría es parte integrante de tu camino» (Camino, n. 665). Tanto en Camino como en Surco dedicó sendos capítulos a la alegría de 10 y 44 puntos de meditación, respectivamente; y en los dos volúmenes de homilías (Es Cristo que pasa y Amigos de Dios) encontramos apartados como Hogares luminosos y alegres, La alegría del Jueves Santo, Siembra de paz y de alegría, La alegría cristiana (en la Homilía La Virgen Santa, causa de nuestra alegría), Humildad y alegría, y Dios ama a quien da con alegría.

Su fundamento

La alegría es uno de los frutos de la acción del Espíritu Santo en las almas, que consiste, sustancialmente, en identificarnos con Cristo y hacernos clamar Abbá, Padre: «porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rm, 8, 14). Reconocernos en dependencia filial de Dios es «fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza». San Josemaría lo expresaba con convencimiento: «Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar siempre alegres? –Piénsalo» (Forja, n. 266); «Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios» (Surco, n. 54).

La alegría del cristiano nace, por tanto, del saberse hijos de Dios. San Josemaría usaba la expresión “gozosa realidad” para subrayar la profunda felicidad que lleva consigo descubrirse hijo de Dios: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona» (Forja n. 332). Y, además, la alegría se alimenta del cumplimiento de la voluntad divina: «La aceptación rendida de la Voluntad de Dios trae necesariamente el gozo y la paz» (Camino, n. 758). La voluntad divina puede ser en algunos momentos dolorosa y enigmática, pero quien vive de fe intuye que es siempre lo mejor, pues sabe «que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Así lo experimentó santo Tomás Moro, cuando escribió a su hija Margarita desde su prisión en la Torre de Londres: «Hija queridísima, nunca se turbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que, sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor». Y san Josemaría le hizo eco: «Dios es mi padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Y yo, (...) siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su divino Hijo» (Via Crucis, Estación I, n. 1). La alegría, por tanto, es compatible con circunstancias dolorosas, dificultades y adversidades. Como la santidad consiste en la identificación con Cristo, la Cruz es inevitable en la vida cristiana. Más aún, san Josemaría dirá que la alegría «tiene sus raíces en forma de Cruz» (Forja, n. 28).

Su contrario

La pasión opuesta a la alegría es la tristeza, causada por no poseer el bien amado. Si el origen de la alegría es el amor –decíamos que era efecto y acto de la caridad–, el de la tristeza será, por tanto, el egoísmo. Señala santo Tomás que la tristeza «tiene su origen en el amor desordenado de sí mismo, que no es vicio especial, sino como la raíz común de todos los vicios». No es, pues, el dolor o las dificultades lo que se opone a la alegría, sino la tristeza que puede nacer de la falta de fe y esperanza ante esas situaciones. Por eso, la tristeza es vista como una enfermedad del alma, que puede provenir de una causa fisiológica (enfermedad o agotamiento) o de una causa moral: el pecado cometido y la falta de correspondencia a la gracia, que podría conducir a la acedia o tibieza espiritual.

San Josemaría prevenía ante la presencia de la tristeza, a la que considerada una “aliada del enemigo”: «¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. –Casi siempre acertarás» (Camino, n. 662). Por otra parte, el que se sabe hijo de Dios no puede permitir que los pecados personales le conduzcan a la tristeza, pues encuentra el amor misericordioso del Padre y la “fuerza” de conocer y reconocer su debilidad: «Cuando te apuren tus miserias no quieras entristecerte. –Gloríate en tus enfermedades, como san Pablo» (Camino n. 879); «La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias» (Amigos de Dios, n. 92).

El Papa Francisco advierte de un peligro que puede causar la falta de alegría: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien».

Su ejercicio

Uno de los primeros escritos cristianos afirma que «todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza. Pero el hombre triste siempre obra el mal». Al ser la alegría efecto de la caridad, quien busca la cercanía de Dios y responder a la llamada a la santidad obra el bien y, en consecuencia, su corazón desborda de paz y alegría: «Si vivimos así, realizaremos en el mundo una tarea de paz: sabremos hacer amable a los demás el servicio al Señor, porque Dios ama al que da con alegría (2Co 9, 7). El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre» (Amigos de Dios, n. 93).

Siempre alegres para hacer felices a los demás

El Papa Francisco en el texto anteriormente citado, al diagnosticar el peligro de la tristeza individualista que puede crear una exacerbada sociedad de consumo, señala indirectamente el antídoto: la atención y el servicio a los demás. La convivencia en la familia, en el trabajo y en la sociedad son ocasiones continuas para hacer el bien y sembrar alegría: «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, n. 591).

Todos estamos necesitados de ver caras alegres a nuestro alrededor. Por eso vale la pena esforzarse por vivir una consejo que era el título de un programa juvenil de televisión y de un libro todavía hoy a la venta: siempre alegres para hacer felices a los demás. La misma palabra alegría, en su expresión inglesa –JOY– nos indica el orden de nuestros intereses y amores: Jesus, Others, You.

Fuente: opusdei.org/es/

8/29/22

Choque de intereses

Juan Luis Selma


Todas estas leyes, que con tanta prisa se aprueban, son interesadas, tienen un sesgo claro

Comentaban de una persona que era muy grata porque nunca quería nada, no era interesada, no buscaba sacar tajada, su presencia era muy apreciada, se estaba a gusto con ella. En cambio, acabamos de vivir un conflicto de “derechos”, de intereses. Dice un titular de prensa: “Muere el pistolero de Tarragona después de recibir la eutanasia en el hospital de Terrassa”, “Las víctimas reclamaban parar la muerte asistida”.

En esta “progresista” situación, al margen de la clara aberración moral que supone la eutanasia, se ha desatado un choque de derechos o de intereses. El de las víctimas a que se les haga justicia y el del agresor a quitarse de en medio exigiendo que le quiten la vida. Habría que estudiar los intereses del equipo médico que le ha “sedado”, o sea, en lenguaje políticamente incorrecto, quitado la vida, eliminado, matado…, sus posibles conflictos internos; los derechos de los familiares de Marin Eugen Sabau, así se llamaba el eutanasiado, que igual querían que siguiera con ellos.

Cuando los hombres nos arrogamos las prerrogativas del Ser supremo y nos ponemos a legislar sobre lo divino y lo humano, podemos crear mucha confusión y no pocos destrozos. No es fácil tener una conducta pura, limpia, desinteresada, que busque solamente el bien de los demás. Esto solo lo puede hacer quien tiene la grandeza, el don, de no necesitar nada, de ser totalmente desinteresado, de quien tiene un compromiso natural con la verdad y con el bien. Es decir, Dios. Al margen de Él reina el egoísmo, el interés, la codicia.

Ejemplos tenemos los que queramos: el que estamos tratando, los que vemos a diario en nuestra vida casera, los de los gobernantes, para los que el mal y la delincuencia están exclusivamente en sus opositores y nunca entre sus militantes; en nosotros que condenamos en los demás lo mismo que hacemos. Para ser objetivos, para poner límites a tanta codicia suelta, para asegurar un mínimo de verdad y de bondad en nuestra vida y en la sociedad necesitamos un referente, una ayuda. El hombre abandonado a sí mismo no es de fiar, es demasiado egoísta.

“Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa”, dice el Evangelio. Es una invitación a la generosidad, al altruismo, a hacer el bien por el bien mismo. Ahora, esto solo se entiende desde Dios, desde la verdad de lo que somos. Nos lo recuerda Cristo, el hombre perfecto. Por nuestro propio bien nos interesa mirarle a Él. Las leyes, el comportamiento humano, para que sea acorde, beneficioso, justo, no pueden dictarse al margen de la ley natural, de la ley divina. No pueden dejar a Dios de lado sin que dejen de ser humanas.

Dice Chesterton: “El mundo puede resultar hermoso de nuevo, si lo vemos como un campo de batalla. Al definir y aislar lo malo, vuelven los colores a todo lo demás. Cuando las cosas malas son malas, las buenas se hacen buenas en un estallido apocalíptico. Algunos son tristes porque no creen en Dios; pero muchos más lo son porque no creen en el demonio”. El choque de intereses es la lucha entre el bien y el mal. Y, queramos o no, todas estas leyes, que con tanta prisa se van aprobando, son interesadas, tienen un sesgo claro, no buscan el bien común. Están al servicio de unos intereses concretos.

Esta batalla en defensa del hombre, de su dignidad, de la libertad, la debemos lidiar con esperanza y humildad. Con la certeza de que el bien y la verdad acaban brillando siempre. El hombre es imagen y semejanza del Creador, tiene sed de amor. Basta saberlo, recordar que Dios está con nosotros, tener la certeza de que todos los que beben de su costado alcanzan el gozo y la paz. Con suavidad, con modestia y paciencia seamos servidores de la verdad, de esa que nos libera y que nos impulsa a amar a todos.

Conscientes de que no necesitamos brillar ni recibir el aplauso del mundo, de que todo lo que tenemos lo hemos recibido y de que Dios siempre gana, dediquémonos a hacer el bien, a llenar el mundo de bendiciones. No nos hace falta la fuerza, el dinero ni el poder, para ganar esta guerra.

Aunque el demonio y sus adláteres presuman de poderío, den la impresión de que son los dueños del mundo, de que todos les siguen, no saben hacer más que el mal, no traen libertad sino sometimiento y esclavitud. Confunden. Tejen una densa telaraña en la que ellos se van enredando. En su orgullo desprecian al pobre que no hace más que amar y servir, pero que su siembra de verdad y libertad tiene una enorme eficacia.

Fuente: eldiadecordoba.es

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 Queridos hermanos y hermanas!

El Papa ayer en el Ángelus


Al final de esta celebración, nos dirigimos a la Virgen María con la oración del Ángelus.

Pero antes quiero saludar a todos los que han participado, incluso a los que han tenido que hacerlo a distancia, en casa o en el hospital o en la cárcel. Agradezco a las autoridades civiles su presencia y el esfuerzo organizativo. Doy las fgracias de corazón al Cardenal Arzobispo y a los demás Obispos, a los sacerdotes, a las consagradas, a los consagrados, a las familias, al coro y a todos los voluntarios, así como a la policía y a la Protección Civil.

En este lugar, que ha sufrido una grave calamidad, quiero asegurar mi cercanía al pueblo de Pakistán afectado por las inundaciones de proporciones desastrosas. Rezo por las numerosas víctimas, los heridos y los desplazados, y para que sea rápida y generosa la solidaridad internacional.

Y ahora invoquemos a la Virgen para que, como dije al final de la homilía, obtenga el perdón y la paz para el mundo entero. Recemos por el pueblo ucraniano y por todos los pueblos que sufren a causa de las guerras. Que el Dios de la paz reavive en los corazones de los dirigentes de las naciones el sentido humano y cristiano de piedad, de misericordia. María, Madre de la Misericordia y Reina de la Paz, ruega por nosotros.

Fuente: vatican.va


8/27/22

“Amigo, sube más arriba”

22.º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C). 

Evangelio (Lc 14,1.7-14)

Un sábado, entró él a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando.

Proponía a los invitados una parábola, al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos, diciéndoles:

—Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: «Cédele el sitio a éste»; y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Decía también al que le había invitado:

—Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos.


Comentario

Durante su ministerio público Jesús aceptó con cierta frecuencia las invitaciones de distintas personas para comer en sus casas, incluso de quienes la sociedad consideraba gente de vida poco recta. Fue tal la actitud acogedora de Jesús, que algunos hipócritas lo tacharon de “comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34). En esta ocasión, Jesús es recibido en casa de uno de los principales fariseos y, escribe san Lucas que muchos de ellos lo observaban. Pero a Jesús le mueve el afán de salvar a todos por encima de la opinión pública y las habladurías. Como dice san Cirilo, “aunque el Señor conocía la malicia de los fariseos, aceptaba sus convites para ser útil a los que asistían a ellos con sus palabras y milagros”.

Al notar Jesús cómo los fariseos iban eligiendo los primeros puestos, les propuso una parábola ambientada en un banquete de bodas. En principio, todo parece un sencillo consejo humano de etiqueta social para quedar bien ante la gente. Sin embargo, la imagen esconde un mensaje mucho más trascendente sobre la virtud de la humildad, que queda condensado en la famosa sentencia paradójica: “Todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado”.

La tradición de la Iglesia ha insistido mucho en el papel fundamental que desempeña la virtud de la humildad de la que habla Jesús en casa del fariseo. Muchos Padres de la Iglesia coinciden en definir esta virtud como hizo san Gregorio: “Madre y maestra de todas las virtudes. Jesús da a entender al fariseo que no es fácil acertar con la actitud adecuada que hemos de adoptar, según la verdad de nosotros mismos en cada situación. Es fácil creerse más de lo que uno en realidad es. Por eso sugiere Jesús considerarse siempre inferior a lo que cabría esperar; ponerse “en el último lugar”.

En realidad, Jesús es quien ha sabido ponerse en último lugar y ha sido después exaltado. Como explica Benedicto XVI, “esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De hecho, el “último lugar” puede representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo “tomó el último puesto en el mundo —la cruz— y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente” (Deus caritas est, 35)”. Jesús es quien se puso de verdad en último lugar, el del servicio a los demás y la entrega generosa hasta la cruz. Por eso luego fue exaltado a la diestra del Padre. En cierto sentido, el propio Jesús escuchó la frase de la parábola de hoy: “Amigo, sube más arriba”. La virtud de la humildad resulta por tanto una condición necesaria para que Dios nos pueda exaltar, porque “a pasos de humildad es como se sube a lo alto de los cielos”, comentaba san Agustín.

Por último, Jesús sugiere al fariseo vivir la caridad con los demás, que es también señal de humildad. Por eso el Maestro anima a su anfitrión a que invite a su banquete precisamente a todos aquellos que cualquiera pondría en último lugar y no en el primero, “a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos”, que no tienen para corresponder. Esta actitud generosa que da importancia y valor a los humildes, es premiada y exaltada por Dios que como dice Jesús “recompensará en la resurrección de los justos”. Porque como explica san Juan Crisóstomo, “si convidas al pobre, tendrás por deudor a Dios, que nunca olvida” Y entonces oiremos nosotros también la invitación del anfitrión: “Amigo, sube más arriba”.

Fuente: opusdei.org

8/26/22

Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia

Pedro Rodríguez


La estructura de la Iglesia

San Juan Pablo II, siendo Arzobispo de Cracovia, escribió:

"Podríamos de alguna manera decir que la doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el mismo corazón de las enseñanzas del último Concilio, y que en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo".

Estas palabras muestran una penetración inusual en las enseñanzas del Vaticano II, dirigiéndonos, en efecto, hacia el núcleo mismo de la antropología cristiana propuesta en el Concilio y de la misión que el hombre cristiano tiene en el mundo. Pero, como dice el Papa, no es sólo la existencia cristiana la que desde aquí recibe toda su luz, sino que se ilumina a la vez, inseparablemente, el ser de la Iglesia. No cabe, en efecto, una comprensión de lo que es ser cristiano que no vaya unida a una simultánea comprensión del misterio de la Iglesia. Ser cristiano y ser in Ecclesia son dos maneras de nombrar una misma y única realidad. Quizá el más grande error de la modernidad haya consistido precisamente en tratar de construir un cristianismo sin Iglesia y, como consecuencia —en los tiempos "post-modernos"—, una Iglesia desvinculada de Cristo.

En el presente trabjo —tal como aparece formulado en el título— me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la estructura de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Vaticano II llama "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial o jerárquico".

Punto de partida, pues, de cuanto me propongo decir, es el hecho mismo —atestiguado por la Escritura y la Tradición— de la doble participación y, de alguna manera, el contenido sacerdotal de esas dos formas de participar el sacerdocio, aunque este contenido deberá ser considerado y elaborado una vez y otra en orden a la reflexión estructural pretendida.


1. Comunidad y estructura en el originen de la Iglesia.

La sociedad que es la Iglesia está hecha por sus miembros, se compone de los cristianos, de los hombres y mujeres concretos que son miembros del Cuerpo de Cristo, ciudadanos del Pueblo de Dios. Pero la Iglesia no es un mero agregado o conjunto de personas que, por afinidad de ideas, se congregan en un primer momento multitudinario, para auto-donarse después una organización estructural (por su propia naturaleza, cambiante con el cambio social, permaneciendo en todo caso los elementos genéricos de toda sociedad). Ni es tampoco una comunidad de lazos invisibles que, por un proceso de asimilación de formas históricas de la cultura, adquiere estructura societaria.

Tanto en un caso como en otro estaríamos ante una concepción de la Iglesia que separa la comunidad de personas de la correspondiente estructura social, siendo aquélla la "verdadera" Iglesia y viniendo la estructura a ser, en rigor, una "superestructura", por emplear el término de la sociología (marxista).

Pertenece, en cambio, al misterio de la Iglesia el que ésta, en su fase terrena, sea a la vez comunidad y estructura social o institución. Este "a la vez" no excluye sólo la prioridad cronológica —primero la comunidad, luego la sociedad—, sino la mera yuxtaposición de ambas —la institución o estructura junto a la comunidad—, siquiera radique esa yuxtaposición en la positividad de una voluntad divina fundacional que lo ha establecido así. Por el contrario, la simultaneidad de que hablamos incluye a la comunidad y a la estructura como dimensiones de una única realidad que es el sacramento de la Iglesia. La Ecclesia in terris, en efecto, es siempre comunidad de hombres y, en la misma medida que lo es, es siempre comunidad dotada de una estructura social. Nunca se da aquélla sin ésta, y ésta sólo existe en aquélla. Esto es lo mismo que decir que ambas dimensiones son de origen divino y que lo son como dimensiones o momentos de una única realidad, no como magnitudes autónomas y sustantes. Esto se explica por el origen cristológico-pneumatológico de la Iglesia.

En efecto, la Iglesia es siempre —y no sólo en su origen histórico— una convocación-congregación que realiza Dios por Cristo en el Espíritu Santo; y las personas llamadas-congregadas lo son para formar una comunión que tiene una determinada estructura de origen igualmente divino. Dios es el que llama y congrega a los hombres, y Dios es el que establece de una vez por todas la manera propia de la convocación-congregación que Él realiza. Esa manera propia, permanente y trascendente, de llamar y congregar se patentiza en la estructura de la Iglesia, encarnada siempre en personas concretas, pero que trasciende a las personas llamadas y congregadas. Ese carácter de permanencia y trascendencia que tiene la estructura de la Iglesia respecto de las personas, sin ser en concreto distinta de ellas, es el que permite hablar de la Iglesia como institución.

La actualidad permanente del Dios que llama y congrega en Cristo por la acción del Espíritu Santo se expresa precisamente en la institución sacramental de la Iglesia, que incluye el ministerio de la predicación. La realidad Iglesia es re-creada continuamente por la acción trinitaria, que se sirve del ministerium verbi et sacramentorum. La Palabra que convoca y congrega, y los Sacramentos que realizan lo así anunciado, son radicalmente acciones divinas, que tienen a Cristo mismo en cuanto hombre como sujeto, el cual, por la misión del Espíritu, asocia a la Iglesia sacramentaliter (instrumentalmente y significativamente) para que se dé en la historia la continua convocación-congregación que es la Iglesia.

Tenemos así el siguiente cuadro en orden a la comprensión de la estructura de la Iglesia: Cristo, enviando su Espíritu en la Palabra y en los Sacramentos, hace surgir la Iglesia tanto en sus miembros como en su estructura sacramental (Ecclesia fabricata a sacramentis); y esta estructura (la Iglesia-institución) es asumida por el Espíritu de Cristo para la celebración-administración de los sacramentos. Cristo, de esta manera, a la vez que incrementa los miembros del Cuerpo y les asigna funciones, mantiene a la Iglesia en su estructura. Por otra parte, la respuesta humana a la acción trinitaria y eclesial de la predicación y los sacramentos es la fe, y con ella, esos mismos sacramentos (de la fe) en cuanto que piden la colaboración del hombre. De esta manera, los hombres "viven" en la Iglesia por los sacramentos y, en el mismo momento, se "sitúan" en la estructura de la Iglesia; y, a la vez, por esas mismas acciones sacramentales, la Iglesia se constituye de continuo en su ser de Iglesia y se mantiene, por tanto, como Iglesia.

La inseparabilidad y la simultaneidad de las dos dimensiones de la Ecclesia in terris, en cuanto comunidad de hombres y estructura consagrada, son afirmadas por el Concilio Vaticano II en esta densa expresión: "indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis". La estructura no es "superestructura", sino la índole misma de la comunidad cristiana.


2. Determinación cristológica de la Iglesia.

Las reflexiones que preceden han querido poner de relieve cómo la "comunión" de vida divina —la existencia cristiana personal y comunitaria— y la "estructura" visible no son duae res, sino dos aspectos de la única realitas complexa que es la Iglesia en este mundo, como explicó el Concilio Vaticano II. Trayendo esta reflexión más cerca a nuestro asunto, debemos decir:

1º) Que la "estructura" y la "comunión" se comportan y relacionan entre sí como el sacramentum y la res (sacramenti). El sacramentum que es la Iglesia está estructurado en orden a significar y producir la res, es decir, la Iglesia como comunión de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el Espíritu Santo.

2º) Que la "estructura", por su función sacramental significante, debe significar en sí misma esa communio; de ahí que la "estructura" al servicio de la comunión haya de ser una "estructura de comunión", como quise reflejar en otra ocasión al proponer esta definición de la estructura de la Iglesia: el conjunto de elementos y funciones interrelacionadas en unidad-totalidad por los cuales la Ecclesia in terris se constituye en su ser de Iglesia y opera como Iglesia.

3º) Todo ello es así porque la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Verbo Encarnado; no sólo en cuanto que tiene respecto de él una relación de origen histórico fundacional, sino en cuanto que es en sí misma un misterio de "cristificación" en el Espíritu, por el que la Iglesia pasa a ser Cuerpo de Cristo. Pero Cristo, en el núcleo de su ser divino-humano, por la unción del Espíritu que es la misma unión hipostática, es esencialmente el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, cuyo fruto es la Iglesia.

4º) La Iglesia, a su vez, no es sólo el fruto del misterio de Cristo —de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre—, sino "que es asumida por El como instrumento de redención de todos los hombres y es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra".

5º) De esta manera, tanto el "vivir redimido" de la Iglesia —existencia cristiana—, que se plenificará en el Reino consumado, como la estructura de que está dotada hic in terris para ser instrumento de redención, aparecen, en la economía histórica de la salvación, como la manifestación de esa cristificación radical, obra del Espíritu, que permite que, por Cristo, con El y en El, se dé a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.

6º) Digamos finalmente que el nivel más radical y originario de esa comunión y esa estructura viene señalado por la participación del sacerdocio de Cristo: la Iglesia, en su entraña más profunda y definitiva, participa del sacerdocio único de Cristo y de esta forma tiene in aeternum acceso al Padre; y, a la vez, la estructura —que está al servicio de la misión de la Iglesia en este mundo— está determinada sacerdotalmente. Por eso la estructura de la Iglesia es la estructura de una comunidad sacerdotal, como dice el texto antes citado de Lumen gentium.


3. Determinación sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Antes, al referirme a la originación de la Iglesia, he hablado, en general, de los sacramentos, para poder comprender así el fondo de la cuestión. Ahora es el momento de decir que los sacramentos que producen la estructura originaria de la Iglesia son en concreto aquellos que "imprimen" carácter, como reza la doctrina tradicional: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden, por otra. Pero éstos son precisamente los sacramentos que dan una participación en el sacerdocio de Cristo. De ahí que la estructura nativa de la Iglesia nos presente los distintos elementos y funciones de la sociedad eclesial estructurándose como radicalmente sacerdotales.

Esos elementos originarios de la estructura sacerdotal de la Iglesia se designan tradicionalmente con los nombres de conditio fidelis —que surge del Bautismo y se potencia en la Confirmación— y sacrum ministerium, que se fundamenta en la recepción del sacramento del Orden; elementos de los que surgen las respectivas condiciones personales.

El Bautismo crea, en efecto, la cualidad de miembro del Pueblo sacerdotal de Dios, de christifidelis, y hace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: congregatio fidelium, como decían los antiguos con certera intuición. Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da la igualdad radical de todos los fieles que surge de la llamada de Dios en el Bautismo. Pero, en el seno del pueblo sacerdotal, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para ser los ministros del Señor, es decir, para representarle ante sus hermanos como el único Mediador entre Dios y los hombres, Cabeza de su Cuerpo y Jefe de su Pueblo: el Orden, en este sentido, les capacita para actuar in persona Christi. A través del sacramento del Orden, Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.

Las dimensiones "fieles" y "ministerio", que surgen de la donación sacramental del Espíritu por parte de Cristo, no agotan la acción estructurante del Espíritu en la Iglesia, si bien son el punto de partida estructural de esa ulterior y permanente acción. El resultado de la misma es una tercera dimensión de la estructura de la Iglesia que se polariza en torno al concepto de carisma: Dios enriquece a su Iglesia, dice Lumen gentium, n. 4, con dones "jerárquicos y carismáticos". Es el elemento o dimensión carismática de la estructura, del que ahora no nos ocupamos: consideramos sólo la dimensión sacramental-sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Una observación a este propósito me parece oportuna. El Concilio Vaticano II ha ligado la misión salvífica de Cristo a su triple potestad y función de sacerdote, profeta y rey, y ha visto la estructura de la Iglesia como una consagración de la misma en la que Cristo, por su Espíritu, le otorga una participación sacramental de su triple munus en orden a hacer actual en el mundo la misión salvífica del Señor. Pero esas tres funciones no se pueden distinguir adecuadamente entre sí, pues forman un "complejo orgánico" radicado en la unidad de Cristo, Mediador único de los bienes de la Nueva Alianza. Por estar su centro ontológico en el único Mediador, su núcleo más profundo es el sacerdocio (ontológico) de Cristo, que se despliega en las dimensiones cultual, profética y regia de su actividad salvífica. De ahí que deba decirse lo mismo, analógicamente, de la Iglesia, comunidad sacerdotal por razón de la estructura consagrada, sacerdotal, que la vertebra. De ahí también que la participación en el sacerdocio de Cristo sea el rasgo más definitivo de esa estructura y que desde ella se fundamente "la relación auténticamente cristiana con Dios, con el misterio de la Creación y de la Redención visto en el modo en que la conciencia de estos misterios ha sido presentada y profundizada por el Vaticano II". En este sentido —aunque el Concilio no lo haya afirmado expresamente—, responde a la eclesiología del Vaticano II el que la distinción entre "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial" —que es esencial y no solo de grado— incluya también la doble forma de participar en la Iglesia los otros dos munera de Cristo: el regio y el profético.


4. El "christifidelis" y su condición sacerdotal.

Como es sabido, el cap. II de la Constitución Lumen gentium es el lugar fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación. En los números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

Allí, lo que aparece en primer lugar es la "nueva criatura", es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como afirmé antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el "común denominador" de los diversos "numeradores" que pueden darse y se dan de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio Vaticano II con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de Cristo, fiel de Cristo, etc. La condición descrita en el cap. II de Lumen gentium incluye no sólo a los laicos sino a todos los miembros de la Iglesia, también a los clérigos y a los religiosos. Esto lo expresaba con toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenernos:

"Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis". "Cuando me atemorizo pensando en lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros. Porque para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy un cristiano; aquél es el nombre de mi oficio, éste es el nombre de la gracia; aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación".

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo con la palabra "cristianos" y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros —es decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen gentium— soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. San Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, "el" Obispo: vobis Episcopus. El Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido:

a) Por una parte, designa la conditio o status propio de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal, es la que San Pablo describe con estas palabras: "El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado" (Ef 1, 3-6). Cuando Agustín dice: "con vosotros soy cristiano", el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad propia de los creyentes en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: los distintos de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano —sea sacerdote, laico o religioso— es, ante todo, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

b) Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructus, la palabra christifidelis designa "el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia", su ontología radical —el nomen gratiae—, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice —por ejemplo, en Lumen gentium, n. 11—: "christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status...".

Esa doble acepción de la palabra christifidelis corresponde a la doble dimensión de la Ecclesia in terris a la que aludíamos al principio: la Iglesia peregrinante es inseparablemente comunión (existencia cristiana) y estructura (al servicio de la comunión). En efecto, el christifidelis recibe por el Bautismo el sacerdocio común: al recibirlo, adquiere su más radical posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercerlo, realiza su existencia cristiana.

El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:

"Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hb 5, 1-5), a su nuevo pueblo -lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre- (cfr. Ap 1, 6; Ap 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1P 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rm 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1P 3, 15)".

Quedémonos aquí por el momento y pasemos a considerar la otra forma de participación en el sacerdocio de Cristo —el sacerdocio ministerial—, que corresponde al otro elemento de la estructura originaria de la Iglesia: el sagrado ministerio. Una vez que lo hayamos descrito volveremos a contemplar el contenido específico del sacerdocio común de los fieles, puesto en relación con el sacerdocio ministerial. Sólo en esa "relación dialéctica" aparecen ambos en su plena significación cristiana, pues es constitutivo del ser de la Iglesia militante el que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo aparezcan "articuladas" entre sí, como los elementos primarios de la unidad-totalidad que es la estructura sacerdotal de la Iglesia.


5. El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia.

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:

"El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, -en el que no todos los miembros tienen la misma función- (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres".

De entre los fieles, pues, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento —el sacramento del Orden— y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los "ministros sagrados" ("clérigos" en la terminología tradicional canónica).

Como ya dijimos al principio, no vamos a detenernos en esta decisiva afirmación eclesiológica, que presuponemos. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros sagrados en la Iglesia, lo característico de su posición estructural en el Pueblo de Dios, y, en consecuencia, lo peculiar de su servicio, que consiste en la "re-praesentatio Christi Capitis". En palabras del Concilio:

"En los obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo, nuestro Señor, Pontífice Supremo, está presente entre los fieles". "Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en la persona de Cristo, Cabeza".

Esta consagración sacerdotal de los ministros arranca de la de los Apóstoles. San Pablo, en efecto, entendía el ministerio propio de los Apóstoles como una acción de naturaleza sacerdotal: "ministros de Cristo Jesús en medio de las naciones, ejerciendo el sagrado ministerio del Evangelio de Dios, para que la oblación de las gentes sea agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 3).

La sagrada potestad que reciben los Apóstoles, y que les adviene a sus sucesores por el sacramento, los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Podemos concluir diciendo en síntesis que el binomio "fieles-ministros" representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descritos en el n. 10 de Lumen gentium.


La dinámica de la estructura de la iglesia

El sentido de esta dinámica es lo que finalmente nos interesa. El segundo párrafo de Lumen gentium, n. 10 es normativo en este punto:

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian essentia et non gradu tantum, se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan suo peculiari modo del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa".

A partir de este texto, intentaremos profundizar, primero, en la diferencia mutua y, a continuación, en la mutua ordenación de ambos sacerdocios, para, finalmente, sacar las consecuencias "estructurales" de todo ello.


6. La diferencia entre las dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo.

Pío XII primero y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren essentia et non gradu tantum. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo en el intento de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación. No debemos ir ahora por este camino, pues no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión essentia non gradu tantum cuando inmediatamente dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo. Estimo que esto quiere decir:

1º) que, en cuanto participaciones, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da en modalidad doble.

2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que el ad invicem ordinantur del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como communitas sacerdotalis.

Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas. Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, "el hombre Cristo Jesús", es el "único Mediador entre Dios y los hombres", como dice la primera carta a Timoteo (Tm 2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes ofrecen sus vidas —"sus cuerpos", dice San Pablo con profunda expresión (Rm 15, 1)— como hostias vivas, santas, agradables a Dios. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio "existencial". Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios "sacerdote de su propia existencia". El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real entregada. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las "hostias espirituales" de que habla San Pedro (1P 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su "cuerpo" en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.

A. Feuillet, tal vez el exégeta que más ha profundizado en el patrimonio bíblico sobre el tema, ha podido concluir: "los sacrificios espirituales de que habla 1P 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente". El sacerdocio común de los fieles aparece así como la realización misma de la existencia cristiana, y todo cristiano, según la expresión de Mons. Escrivá de Balaguer, es en lo profundo de su ser un "alma sacerdotal".

Es, pues, el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, regia y profética que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Ecclesia in patria. Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: "los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo".

Esta última afirmación nos lleva a considerar el proprium del "sacerdocio ministerial o jerárquico", su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los creyentes, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que el de su propia existencia. La congregatio fidelium no se autodona la salvación que debe testimoniar, ni genera la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas "recibiendo" de Cristo en el hoy de la historia la fuerza de su palabra y de su sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es —valga la expresión— el "invento" divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles. Como dice Mons. del Portillo, "Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en El y con El, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que El quiso instituir en el seno de su Iglesia". ""El sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que, en virtud de la ordenación sacramental, continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia".

El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio "sacramental", en contraste con el sacerdocio "existencial" común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen —en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos—, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce "sacramental" (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, "sacramentales" (re-presentativos), sino, como hemos visto, "reales", pertenecen a la res de la vida cristiana santificada. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión misma con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna.

Veamos ahora la mutua relación entre ambos, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.


7. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común: prioridad "sustancial" de los "christifideles".

"Nuestro sacerdocio sacramental —escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados— constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles". La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la congregatio fidelium. Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen gentium:

"Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonia, es decir, ministerium (cfr. Hch 1, 17.25; Hch 21, 19; Rm 11, 13; 1 Tm 1, 12)".

La razón formal de ese servicio —según vimos en su momento— es la "re-praesentatio Christi". Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la sacra potestas, como afirma el Concilio:

"Los Obispos rigencomo vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también auctoritate et sacra potestate, la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad... porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás". "Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestas spiritualis, que se da ciertamente para edificación".

En consecuencia, decir que la ordinatio del ministerio a los fieles es esencialmente diaconía, servicio, es lo mismo que decir que la "ontología" de la estructura de la Iglesia señala la prioridad sustancial —¡no cronológica!— de la conditio fidelis, del sacerdocio común —"vobiscum christianus, vobis episcopus"—, respecto de la cual el elemento "ministerio sacerdotal" tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: "Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico en función del común".

Esta prioridad de que hablamos es "sustancial" —decimos—, y esto nada tiene que ver, por tanto, con una concepción del ministerio eclesiástico que lo hiciera derivar del sacerdocio común, postura ésta explícitamente condenada por la Iglesia. Ambas formas de sacerdocio son "originarias", como hemos visto ya suficientemente, y "esencialmente" distintas.

Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece a la esencia de la concepción católica de la Iglesia, y la trascendencia ecuménica de esta doctrina no se oculta a nadie.

Lo que indica en rigor esa prioridad sustancial que reconocemos en los "fieles" y en el sacerdocio bautismal es: a) la radicalidad y la permanencia in Patria de la condición de fiel transformado en comprehensor; es la primacía de lo cristiano, simpliciter: este nivel, como decía San Agustín, es el nomen gratiae; b) el carácter de servicio a la congregatio fidelium que es propio de los ministros sagrados y la razón de ser de su "ministerio sacerdotal": de ahí su nombre, nomen officii.

Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué la potestad de representar a Cristo, que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros. Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de los más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, la dimensión estructural fideles representa el momento sustantivo de lo cristiano. Por eso, la dimensión ministerium es estructuralmente relativa. Relativa a Cristo y a la congregatio fidelium. Es relativa a Cristo, en cuanto que su servicio al Señor es ser signo e instrumento de su don salvífico a la comunidad. Es relativa a la congregatio, en cuanto que, a través de su ministerio sacerdotal, enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium, en orden a que ésta ponga en ejercicio su "alma sacerdotal", viviendo la sustancia de la fe y ejerciendo en el mundo la caridad que Cristo mismo —no los ministros— le ha otorgado en el Espíritu.


8. Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad "funcional" del sagrado ministerio.

Pero el misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo ahora desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la congregatio fidelium respecto del ministerio sólo se hace inteligible del todo al captar la prioridad funcional de este último en el seno de la estructura. Pero esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos ad invicem ordinantur. Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.

La sustancia cristiana, el nomen gratiae, está radicalmente, como dijimos, en los fieles: todos, en la Iglesia, están en camino de salvación y santidad por su condición de creyentes. Pero esa sustancialidad no se la da la congregatio fidelium a sí misma —decíamos—, sino que es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la congregatio los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una "posibilidad" que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la congregatio, sino una radical condición de existencia: "usar" ese ministerio —en la economía de la salvación instaurada por Cristo— es esencial para que en la congregatio fidelium quede hincada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, prioridad funcional en el seno de la estructura. Esta prioridad testifica que Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.

Por aquí puede verse cuál es la peculiar ordinatio del sacerdocio común al ministerio. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada en la necesidad de ser servida: los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental y profético de los ministros para ser y vivir como cristianos, necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial para poder ejercer las que son propias de su sacerdocio común. Sin la "ayuda" del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:

"El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Ef 4, 11 ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para -ofrecer sacrificios espirituales- (cfr. 1P 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1P 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote -por la potestad sagrada de que goza..., realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo- (Const. dogm. Lumen gentium, n. 10)".

Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de ministerio "estructurante" de la comunidad. En efecto, si la estructura fundamental de la Iglesia surge de la convocación-congregación que Cristo hace por la Palabra y el Sacramento, y a través de la cual se entrega a los fieles, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la congregatio fidelium, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: "Os rogamos, hermanos, reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan ("proistaménous") en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan" (1Ts 5, 12-13). La razón es "estructural", no "personal": la "obra" que realizan.


9. La mutua ordenación de ambas magnitudes como dinámica originaria de la estructura de la Iglesia.

La consideración conjunta del binomio "fieles-ministros", con su ordinatio ad invicem, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, pone de relieve la unidad-totalidad de la estructura fundamental de la Iglesia, que, a través de ambos elementos, se configura en sus más primarias dimensiones. La Iglesia, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo.

Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos dos elementos.

Digamos, como síntesis de todo lo expuesto, que la razón de la estructura de la Iglesia, tal como emerge de la Revelación divina, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos —los "fieles"— para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. El ministerio sacerdotal existe para "la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil". La dinámica de este doble servicio escalonado es escatológica: la misión, la edificación del Cuerpo de Cristo. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el "ministerio" eclesiástico: "Siervo de los siervos de Dios". En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad —sustancial y funcional— que hemos expuesto.

Fuente: es.romana.org/

8/25/22

“Para atender en zonas remotas, hay que tener vocación de servicio”

Celina Abud Fuente y Marcela Saravia

Curan cuando se puede y cuidan siempre. Son aquellos que con los pies en el barro le dan sentido a una profesión milenaria

Desde hace 13 años la Dra. Marcela Saravia está instalada en Villa Minetti, una localidad santafesina en el límite con Santiago del Estero. Está agradecida con el “ida y vuelta” de la gente, pero le gustaría que llegara más formación a los pueblos.

No siempre el valor y la fama coinciden; ni los médicos más dedicados son los más visibles. Valoran el agradecimiento de quienes los necesitan más que algunos minutos en televisión. Forman parte de sus comunidades y están comprometidos con ellas. No tienen nada para vender; más bien comparten lo que tienen, lo que saben. Atienden en localidades remotas a familias humildes, no quieren dejar huérfana a ninguna enfermedad. Curan cuando se puede y cuidan siempre. Son aquellos que con los pies en el barro le dan sentido a una profesión milenaria. IntraMed quiere homenajearlos con este ciclo de entrevistas que se propone darles visibilidad a los “Invisibles”.

La doctora Marcela Saravia supo que quería ser médica desde el jardín de infantes. Ya desde su salita, le decía a sus compañeros que ella iba a ser “doctora de niños”. Hoy, en su rol de médica generalista, atiende a pacientes de todas las edades, incluso los chicos, así como lo había vaticinado. Se desempeña de forma exclusiva en el Hospital SAMco, de Villa Minetti, Santa Fe, una localidad de entre 10.000 y 12.000 habitantes a 70 kilómetros de Tostado.

Allí está desde hace 13 años, lejos de los grandes avances tecnológicos. “Al ser un centro de atención primaria tenemos un laboratorio y un equipo de rayos con sus años. Además somos pocos, dos médicos, un pediatra, psicóloga, odontóloga, asistente social y agentes sanitarios”, dice. Y agrega: “Me gustaría que tanto la tecnología, como también la formación de médicos y enfermeros llegaran más a los pueblos, porque esa falta de acceso cuesta cuando uno está alejado”.

Saravia, desde sus comienzos, sabe lo que es trabajar de lunes a lunes y reconoce que en el pueblo a veces no puede ir de compras tranquila en el supermercado porque la gente la para para hacerle consultas. “Al buscar solucionar problemas con tanta pasión, tengo a los pacientes ‘malacostumbrados’”, bromea. Más allá de la entrega, le pesa cuando los recursos faltan. Pero sabe que para sostenerse en regiones remotas, se debe tener “mucha vocación de servicio”.  En sus propias palabras, la historia que compartió con IntraMed. 

Trayectoria y llegada a Villa Minetti. Soy oriunda de Villa Guillermina, al norte de Santa Fe, pero me formé en Corrientes Capital. Allá trabajaba en un centro de atención primaria y los fines de semana hacía guardias en Villa Guillermina. Trabajaba de lunes a lunes, de enero a enero.  Después salieron unos cargos de dedicación exclusiva, me anoté en distintas zonas y elegí Villa Minetti. Nos embarcamos a un puesto seguro, en el que también me pudiera quedar un poco más con mis hijos y con mi familia.

Días típicos de rutina. Realizo guardias dos veces a la semana y el resto de los días hago consultorio. Con la pandemia tenemos turnos dados cada 10 o 15 minutos. Antes elegíamos días específicos para hacer paps, pero después de la pandemia los hacemos cualquier día. Suelo colocar y quitar chips anticonceptivos, asistir a púerperas, pero también atiendo a adultos mayores y a niños. Cubrimos desde la hipertensión y la diabetes a la planificación familiar. Pero también tomamos casos sociales, que trabajamos con una psicóloga que viene una vez por semana o cada 15 días. Son por ejemplo, de chicos con problemas de adicciones, drogas o barbitúricos. Ahí hacemos todo un seguimiento para ver quiénes comercializan esas sustancias en el pueblo. Los hay de otros chicos con problemas familiares, con anorexia, en situaciones de abandono, por la falta de aseo o por una patología de la piel o porque se queman.

Vemos un poco para atrás, miramos un poco la casa, como viven. También abordamos con la asistente social el tema de maltrato de mujeres y la interrupción del embarazo.

Principales problemas de salud en Villa Minetti. Son variados. Sobre todo existe hipertensión, diabetes, crecen los problemas de tiroides, problemas de piel. No tenemos desnutrición en niños, y en los pacientes pediátricos tenemos problemas respiratorios de acuerdo a la época. Acá también hay mucho Chagas, en gente adulta que no pudo hacer el tratamiento y que monitoreamos con el cardiólogo en Tostado.

Cómo se transitó la pandemia.

El teléfono no paraba de sonar, vos te ibas a tu casa, pero los llamados seguían: los pacientes se sentían mal, les faltaba el aire

Ya por suerte la población completa está vacunada con dos y tres dosis. Pero la pandemia fue muy dura. Nosotros pensamos que estábamos lejos de pasar por lo que pasamos, pero llegamos a tener 10 internados por COVID dentro del hospital y somos solo dos médicos y otros más que viene de guardia. Nuestro trabajo, como el de los enfermeros y el personal de limpieza fue agotador. Además a los pacientes más graves, que derivábamos porque necesitaban atención de mayor complejidad, terminaban falleciendo, no volvían. Eso pasaba cuando todavía no había muchas vacunas. Hoy tenemos problemas con la gente que no se quiso vacunar, pero al momento en que empezó la pandemia pensábamos que estábamos en una guerra. El teléfono no paraba de sonar, vos te ibas a tu casa, pero los llamados seguían: los pacientes se sentían mal, les faltaba el aire. Fue muy duro, pero gracias a Dios lo transitamos. A lo mejor quedan heridas porque se fue gente querida. Un compañero nuestro falleció de COVID, un enfermero, que no se contagió dentro del hospital sino estando de vacaciones y solo tenía una sola dosis.

Anécdotas con pacientes. Siempre me están buscando y me digo, “eso es bueno”, porque sos como un referente para ellos: siempre traté de solucionarle los problemas a la gente que vive en el campo y no puede llegar. Me involucro mucho. Ahora al estar la asistente social me separé un poquito de eso, de solucionarle todo a la gente, los “malacostumbré”, digamos.  Por fuera de consultorio, no soy de juntarme mucho, de ir a sus casas. Sí lo hacía al principio, ni bien llegué. Ahora nos juntamos con dos o tres amigos. Pero la gente es buena, siempre está al servicio de una también. Cuando tuvimos que atravesar un problema de salud de mi marido, todo el pueblo rezó, nos acompañó. Nos adoptaron como hijos del pueblo.

Recompensas profesionales y personales de atender en Villa Minetti. Si te llaman, si te vienen a buscar debe ser porque hacés lo que hacés con tanta pasión y tanto amor, que esa es la recompensa. También el hecho de que hayan estado con mi familia cuando los necesitamos: no solo rezaron sino que donaron sangre, viajaron, estuvieron pendientes de ver que necesitaban mi mamá y mis hijos, porque ella tuvo que venir a cuidarlos desde Villa Guillermina. Porque con mi marido nos tuvimos que ir. Todo eso que te da la gente es la recompensa, además de que vivís es un pueblo tranquilo, sin la vorágine de una gran ciudad.

Pero sí me gustaría seguir formándome, aprender un poco más. Porque acá uno está muy solo, para formarte en vivo tenés que recorrer al menos 400 o 500 kilómetros. Ahora la virtualidad permite hacer cursos a distancia, pero no es lo mismo que hacer un curso de ecografía o de pediatría y estar palpando todo de cerca. Por eso me gustaría, desde la parte gubernamental, que se llegara más a los pueblos, para la formación y actualización de los médicos y los enfermeros. Eso cuesta mucho cuando uno está alejado. 

¿Qué no le tiene que faltar a un médico que atienda en una zona remota? Vocación de servicio. Porque al estar en un pueblo, en el que no llegan los últimos avances tecnológicos, tenés que apelar mucho al ojo clínico. Y, sobre todo, amar lo que hacés.

Fuente: intramed.net/