8/26/22

Sacerdocio ministerial y sacerdocio común en la estructura de la Iglesia

Pedro Rodríguez


La estructura de la Iglesia

San Juan Pablo II, siendo Arzobispo de Cracovia, escribió:

"Podríamos de alguna manera decir que la doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el mismo corazón de las enseñanzas del último Concilio, y que en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo".

Estas palabras muestran una penetración inusual en las enseñanzas del Vaticano II, dirigiéndonos, en efecto, hacia el núcleo mismo de la antropología cristiana propuesta en el Concilio y de la misión que el hombre cristiano tiene en el mundo. Pero, como dice el Papa, no es sólo la existencia cristiana la que desde aquí recibe toda su luz, sino que se ilumina a la vez, inseparablemente, el ser de la Iglesia. No cabe, en efecto, una comprensión de lo que es ser cristiano que no vaya unida a una simultánea comprensión del misterio de la Iglesia. Ser cristiano y ser in Ecclesia son dos maneras de nombrar una misma y única realidad. Quizá el más grande error de la modernidad haya consistido precisamente en tratar de construir un cristianismo sin Iglesia y, como consecuencia —en los tiempos "post-modernos"—, una Iglesia desvinculada de Cristo.

En el presente trabjo —tal como aparece formulado en el título— me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la estructura de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Vaticano II llama "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial o jerárquico".

Punto de partida, pues, de cuanto me propongo decir, es el hecho mismo —atestiguado por la Escritura y la Tradición— de la doble participación y, de alguna manera, el contenido sacerdotal de esas dos formas de participar el sacerdocio, aunque este contenido deberá ser considerado y elaborado una vez y otra en orden a la reflexión estructural pretendida.


1. Comunidad y estructura en el originen de la Iglesia.

La sociedad que es la Iglesia está hecha por sus miembros, se compone de los cristianos, de los hombres y mujeres concretos que son miembros del Cuerpo de Cristo, ciudadanos del Pueblo de Dios. Pero la Iglesia no es un mero agregado o conjunto de personas que, por afinidad de ideas, se congregan en un primer momento multitudinario, para auto-donarse después una organización estructural (por su propia naturaleza, cambiante con el cambio social, permaneciendo en todo caso los elementos genéricos de toda sociedad). Ni es tampoco una comunidad de lazos invisibles que, por un proceso de asimilación de formas históricas de la cultura, adquiere estructura societaria.

Tanto en un caso como en otro estaríamos ante una concepción de la Iglesia que separa la comunidad de personas de la correspondiente estructura social, siendo aquélla la "verdadera" Iglesia y viniendo la estructura a ser, en rigor, una "superestructura", por emplear el término de la sociología (marxista).

Pertenece, en cambio, al misterio de la Iglesia el que ésta, en su fase terrena, sea a la vez comunidad y estructura social o institución. Este "a la vez" no excluye sólo la prioridad cronológica —primero la comunidad, luego la sociedad—, sino la mera yuxtaposición de ambas —la institución o estructura junto a la comunidad—, siquiera radique esa yuxtaposición en la positividad de una voluntad divina fundacional que lo ha establecido así. Por el contrario, la simultaneidad de que hablamos incluye a la comunidad y a la estructura como dimensiones de una única realidad que es el sacramento de la Iglesia. La Ecclesia in terris, en efecto, es siempre comunidad de hombres y, en la misma medida que lo es, es siempre comunidad dotada de una estructura social. Nunca se da aquélla sin ésta, y ésta sólo existe en aquélla. Esto es lo mismo que decir que ambas dimensiones son de origen divino y que lo son como dimensiones o momentos de una única realidad, no como magnitudes autónomas y sustantes. Esto se explica por el origen cristológico-pneumatológico de la Iglesia.

En efecto, la Iglesia es siempre —y no sólo en su origen histórico— una convocación-congregación que realiza Dios por Cristo en el Espíritu Santo; y las personas llamadas-congregadas lo son para formar una comunión que tiene una determinada estructura de origen igualmente divino. Dios es el que llama y congrega a los hombres, y Dios es el que establece de una vez por todas la manera propia de la convocación-congregación que Él realiza. Esa manera propia, permanente y trascendente, de llamar y congregar se patentiza en la estructura de la Iglesia, encarnada siempre en personas concretas, pero que trasciende a las personas llamadas y congregadas. Ese carácter de permanencia y trascendencia que tiene la estructura de la Iglesia respecto de las personas, sin ser en concreto distinta de ellas, es el que permite hablar de la Iglesia como institución.

La actualidad permanente del Dios que llama y congrega en Cristo por la acción del Espíritu Santo se expresa precisamente en la institución sacramental de la Iglesia, que incluye el ministerio de la predicación. La realidad Iglesia es re-creada continuamente por la acción trinitaria, que se sirve del ministerium verbi et sacramentorum. La Palabra que convoca y congrega, y los Sacramentos que realizan lo así anunciado, son radicalmente acciones divinas, que tienen a Cristo mismo en cuanto hombre como sujeto, el cual, por la misión del Espíritu, asocia a la Iglesia sacramentaliter (instrumentalmente y significativamente) para que se dé en la historia la continua convocación-congregación que es la Iglesia.

Tenemos así el siguiente cuadro en orden a la comprensión de la estructura de la Iglesia: Cristo, enviando su Espíritu en la Palabra y en los Sacramentos, hace surgir la Iglesia tanto en sus miembros como en su estructura sacramental (Ecclesia fabricata a sacramentis); y esta estructura (la Iglesia-institución) es asumida por el Espíritu de Cristo para la celebración-administración de los sacramentos. Cristo, de esta manera, a la vez que incrementa los miembros del Cuerpo y les asigna funciones, mantiene a la Iglesia en su estructura. Por otra parte, la respuesta humana a la acción trinitaria y eclesial de la predicación y los sacramentos es la fe, y con ella, esos mismos sacramentos (de la fe) en cuanto que piden la colaboración del hombre. De esta manera, los hombres "viven" en la Iglesia por los sacramentos y, en el mismo momento, se "sitúan" en la estructura de la Iglesia; y, a la vez, por esas mismas acciones sacramentales, la Iglesia se constituye de continuo en su ser de Iglesia y se mantiene, por tanto, como Iglesia.

La inseparabilidad y la simultaneidad de las dos dimensiones de la Ecclesia in terris, en cuanto comunidad de hombres y estructura consagrada, son afirmadas por el Concilio Vaticano II en esta densa expresión: "indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis". La estructura no es "superestructura", sino la índole misma de la comunidad cristiana.


2. Determinación cristológica de la Iglesia.

Las reflexiones que preceden han querido poner de relieve cómo la "comunión" de vida divina —la existencia cristiana personal y comunitaria— y la "estructura" visible no son duae res, sino dos aspectos de la única realitas complexa que es la Iglesia en este mundo, como explicó el Concilio Vaticano II. Trayendo esta reflexión más cerca a nuestro asunto, debemos decir:

1º) Que la "estructura" y la "comunión" se comportan y relacionan entre sí como el sacramentum y la res (sacramenti). El sacramentum que es la Iglesia está estructurado en orden a significar y producir la res, es decir, la Iglesia como comunión de los hombres con Dios y entre sí por Cristo en el Espíritu Santo.

2º) Que la "estructura", por su función sacramental significante, debe significar en sí misma esa communio; de ahí que la "estructura" al servicio de la comunión haya de ser una "estructura de comunión", como quise reflejar en otra ocasión al proponer esta definición de la estructura de la Iglesia: el conjunto de elementos y funciones interrelacionadas en unidad-totalidad por los cuales la Ecclesia in terris se constituye en su ser de Iglesia y opera como Iglesia.

3º) Todo ello es así porque la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Verbo Encarnado; no sólo en cuanto que tiene respecto de él una relación de origen histórico fundacional, sino en cuanto que es en sí misma un misterio de "cristificación" en el Espíritu, por el que la Iglesia pasa a ser Cuerpo de Cristo. Pero Cristo, en el núcleo de su ser divino-humano, por la unción del Espíritu que es la misma unión hipostática, es esencialmente el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, cuyo fruto es la Iglesia.

4º) La Iglesia, a su vez, no es sólo el fruto del misterio de Cristo —de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre—, sino "que es asumida por El como instrumento de redención de todos los hombres y es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra".

5º) De esta manera, tanto el "vivir redimido" de la Iglesia —existencia cristiana—, que se plenificará en el Reino consumado, como la estructura de que está dotada hic in terris para ser instrumento de redención, aparecen, en la economía histórica de la salvación, como la manifestación de esa cristificación radical, obra del Espíritu, que permite que, por Cristo, con El y en El, se dé a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.

6º) Digamos finalmente que el nivel más radical y originario de esa comunión y esa estructura viene señalado por la participación del sacerdocio de Cristo: la Iglesia, en su entraña más profunda y definitiva, participa del sacerdocio único de Cristo y de esta forma tiene in aeternum acceso al Padre; y, a la vez, la estructura —que está al servicio de la misión de la Iglesia en este mundo— está determinada sacerdotalmente. Por eso la estructura de la Iglesia es la estructura de una comunidad sacerdotal, como dice el texto antes citado de Lumen gentium.


3. Determinación sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Antes, al referirme a la originación de la Iglesia, he hablado, en general, de los sacramentos, para poder comprender así el fondo de la cuestión. Ahora es el momento de decir que los sacramentos que producen la estructura originaria de la Iglesia son en concreto aquellos que "imprimen" carácter, como reza la doctrina tradicional: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden, por otra. Pero éstos son precisamente los sacramentos que dan una participación en el sacerdocio de Cristo. De ahí que la estructura nativa de la Iglesia nos presente los distintos elementos y funciones de la sociedad eclesial estructurándose como radicalmente sacerdotales.

Esos elementos originarios de la estructura sacerdotal de la Iglesia se designan tradicionalmente con los nombres de conditio fidelis —que surge del Bautismo y se potencia en la Confirmación— y sacrum ministerium, que se fundamenta en la recepción del sacramento del Orden; elementos de los que surgen las respectivas condiciones personales.

El Bautismo crea, en efecto, la cualidad de miembro del Pueblo sacerdotal de Dios, de christifidelis, y hace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: congregatio fidelium, como decían los antiguos con certera intuición. Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da la igualdad radical de todos los fieles que surge de la llamada de Dios en el Bautismo. Pero, en el seno del pueblo sacerdotal, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para ser los ministros del Señor, es decir, para representarle ante sus hermanos como el único Mediador entre Dios y los hombres, Cabeza de su Cuerpo y Jefe de su Pueblo: el Orden, en este sentido, les capacita para actuar in persona Christi. A través del sacramento del Orden, Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.

Las dimensiones "fieles" y "ministerio", que surgen de la donación sacramental del Espíritu por parte de Cristo, no agotan la acción estructurante del Espíritu en la Iglesia, si bien son el punto de partida estructural de esa ulterior y permanente acción. El resultado de la misma es una tercera dimensión de la estructura de la Iglesia que se polariza en torno al concepto de carisma: Dios enriquece a su Iglesia, dice Lumen gentium, n. 4, con dones "jerárquicos y carismáticos". Es el elemento o dimensión carismática de la estructura, del que ahora no nos ocupamos: consideramos sólo la dimensión sacramental-sacerdotal de la estructura de la Iglesia.

Una observación a este propósito me parece oportuna. El Concilio Vaticano II ha ligado la misión salvífica de Cristo a su triple potestad y función de sacerdote, profeta y rey, y ha visto la estructura de la Iglesia como una consagración de la misma en la que Cristo, por su Espíritu, le otorga una participación sacramental de su triple munus en orden a hacer actual en el mundo la misión salvífica del Señor. Pero esas tres funciones no se pueden distinguir adecuadamente entre sí, pues forman un "complejo orgánico" radicado en la unidad de Cristo, Mediador único de los bienes de la Nueva Alianza. Por estar su centro ontológico en el único Mediador, su núcleo más profundo es el sacerdocio (ontológico) de Cristo, que se despliega en las dimensiones cultual, profética y regia de su actividad salvífica. De ahí que deba decirse lo mismo, analógicamente, de la Iglesia, comunidad sacerdotal por razón de la estructura consagrada, sacerdotal, que la vertebra. De ahí también que la participación en el sacerdocio de Cristo sea el rasgo más definitivo de esa estructura y que desde ella se fundamente "la relación auténticamente cristiana con Dios, con el misterio de la Creación y de la Redención visto en el modo en que la conciencia de estos misterios ha sido presentada y profundizada por el Vaticano II". En este sentido —aunque el Concilio no lo haya afirmado expresamente—, responde a la eclesiología del Vaticano II el que la distinción entre "sacerdocio común de los fieles" y "sacerdocio ministerial" —que es esencial y no solo de grado— incluya también la doble forma de participar en la Iglesia los otros dos munera de Cristo: el regio y el profético.


4. El "christifidelis" y su condición sacerdotal.

Como es sabido, el cap. II de la Constitución Lumen gentium es el lugar fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación. En los números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

Allí, lo que aparece en primer lugar es la "nueva criatura", es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como afirmé antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el "común denominador" de los diversos "numeradores" que pueden darse y se dan de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio Vaticano II con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de Cristo, fiel de Cristo, etc. La condición descrita en el cap. II de Lumen gentium incluye no sólo a los laicos sino a todos los miembros de la Iglesia, también a los clérigos y a los religiosos. Esto lo expresaba con toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenernos:

"Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis". "Cuando me atemorizo pensando en lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros. Porque para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy un cristiano; aquél es el nombre de mi oficio, éste es el nombre de la gracia; aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación".

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo con la palabra "cristianos" y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros —es decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen gentium— soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. San Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, "el" Obispo: vobis Episcopus. El Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido:

a) Por una parte, designa la conditio o status propio de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal, es la que San Pablo describe con estas palabras: "El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado" (Ef 1, 3-6). Cuando Agustín dice: "con vosotros soy cristiano", el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad propia de los creyentes en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: los distintos de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano —sea sacerdote, laico o religioso— es, ante todo, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

b) Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructus, la palabra christifidelis designa "el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia", su ontología radical —el nomen gratiae—, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice —por ejemplo, en Lumen gentium, n. 11—: "christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status...".

Esa doble acepción de la palabra christifidelis corresponde a la doble dimensión de la Ecclesia in terris a la que aludíamos al principio: la Iglesia peregrinante es inseparablemente comunión (existencia cristiana) y estructura (al servicio de la comunión). En efecto, el christifidelis recibe por el Bautismo el sacerdocio común: al recibirlo, adquiere su más radical posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercerlo, realiza su existencia cristiana.

El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:

"Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hb 5, 1-5), a su nuevo pueblo -lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre- (cfr. Ap 1, 6; Ap 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1P 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rm 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1P 3, 15)".

Quedémonos aquí por el momento y pasemos a considerar la otra forma de participación en el sacerdocio de Cristo —el sacerdocio ministerial—, que corresponde al otro elemento de la estructura originaria de la Iglesia: el sagrado ministerio. Una vez que lo hayamos descrito volveremos a contemplar el contenido específico del sacerdocio común de los fieles, puesto en relación con el sacerdocio ministerial. Sólo en esa "relación dialéctica" aparecen ambos en su plena significación cristiana, pues es constitutivo del ser de la Iglesia militante el que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo aparezcan "articuladas" entre sí, como los elementos primarios de la unidad-totalidad que es la estructura sacerdotal de la Iglesia.


5. El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia.

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:

"El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, -en el que no todos los miembros tienen la misma función- (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres".

De entre los fieles, pues, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento —el sacramento del Orden— y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los "ministros sagrados" ("clérigos" en la terminología tradicional canónica).

Como ya dijimos al principio, no vamos a detenernos en esta decisiva afirmación eclesiológica, que presuponemos. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros sagrados en la Iglesia, lo característico de su posición estructural en el Pueblo de Dios, y, en consecuencia, lo peculiar de su servicio, que consiste en la "re-praesentatio Christi Capitis". En palabras del Concilio:

"En los obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo, nuestro Señor, Pontífice Supremo, está presente entre los fieles". "Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en la persona de Cristo, Cabeza".

Esta consagración sacerdotal de los ministros arranca de la de los Apóstoles. San Pablo, en efecto, entendía el ministerio propio de los Apóstoles como una acción de naturaleza sacerdotal: "ministros de Cristo Jesús en medio de las naciones, ejerciendo el sagrado ministerio del Evangelio de Dios, para que la oblación de las gentes sea agradable, santificada por el Espíritu Santo" (Rm 15, 3).

La sagrada potestad que reciben los Apóstoles, y que les adviene a sus sucesores por el sacramento, los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Podemos concluir diciendo en síntesis que el binomio "fieles-ministros" representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descritos en el n. 10 de Lumen gentium.


La dinámica de la estructura de la iglesia

El sentido de esta dinámica es lo que finalmente nos interesa. El segundo párrafo de Lumen gentium, n. 10 es normativo en este punto:

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian essentia et non gradu tantum, se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan suo peculiari modo del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa".

A partir de este texto, intentaremos profundizar, primero, en la diferencia mutua y, a continuación, en la mutua ordenación de ambos sacerdocios, para, finalmente, sacar las consecuencias "estructurales" de todo ello.


6. La diferencia entre las dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo.

Pío XII primero y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren essentia et non gradu tantum. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo en el intento de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación. No debemos ir ahora por este camino, pues no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión essentia non gradu tantum cuando inmediatamente dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo. Estimo que esto quiere decir:

1º) que, en cuanto participaciones, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da en modalidad doble.

2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que el ad invicem ordinantur del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como communitas sacerdotalis.

Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas. Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, "el hombre Cristo Jesús", es el "único Mediador entre Dios y los hombres", como dice la primera carta a Timoteo (Tm 2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes ofrecen sus vidas —"sus cuerpos", dice San Pablo con profunda expresión (Rm 15, 1)— como hostias vivas, santas, agradables a Dios. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio "existencial". Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios "sacerdote de su propia existencia". El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real entregada. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las "hostias espirituales" de que habla San Pedro (1P 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su "cuerpo" en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.

A. Feuillet, tal vez el exégeta que más ha profundizado en el patrimonio bíblico sobre el tema, ha podido concluir: "los sacrificios espirituales de que habla 1P 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente". El sacerdocio común de los fieles aparece así como la realización misma de la existencia cristiana, y todo cristiano, según la expresión de Mons. Escrivá de Balaguer, es en lo profundo de su ser un "alma sacerdotal".

Es, pues, el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, regia y profética que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Ecclesia in patria. Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: "los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo".

Esta última afirmación nos lleva a considerar el proprium del "sacerdocio ministerial o jerárquico", su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los creyentes, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que el de su propia existencia. La congregatio fidelium no se autodona la salvación que debe testimoniar, ni genera la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas "recibiendo" de Cristo en el hoy de la historia la fuerza de su palabra y de su sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es —valga la expresión— el "invento" divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles. Como dice Mons. del Portillo, "Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en El y con El, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que El quiso instituir en el seno de su Iglesia". ""El sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que, en virtud de la ordenación sacramental, continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia".

El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio "sacramental", en contraste con el sacerdocio "existencial" común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen —en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos—, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce "sacramental" (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, "sacramentales" (re-presentativos), sino, como hemos visto, "reales", pertenecen a la res de la vida cristiana santificada. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión misma con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna.

Veamos ahora la mutua relación entre ambos, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.


7. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común: prioridad "sustancial" de los "christifideles".

"Nuestro sacerdocio sacramental —escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados— constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles". La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la congregatio fidelium. Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen gentium:

"Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonia, es decir, ministerium (cfr. Hch 1, 17.25; Hch 21, 19; Rm 11, 13; 1 Tm 1, 12)".

La razón formal de ese servicio —según vimos en su momento— es la "re-praesentatio Christi". Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la sacra potestas, como afirma el Concilio:

"Los Obispos rigencomo vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también auctoritate et sacra potestate, la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad... porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás". "Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestas spiritualis, que se da ciertamente para edificación".

En consecuencia, decir que la ordinatio del ministerio a los fieles es esencialmente diaconía, servicio, es lo mismo que decir que la "ontología" de la estructura de la Iglesia señala la prioridad sustancial —¡no cronológica!— de la conditio fidelis, del sacerdocio común —"vobiscum christianus, vobis episcopus"—, respecto de la cual el elemento "ministerio sacerdotal" tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: "Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico en función del común".

Esta prioridad de que hablamos es "sustancial" —decimos—, y esto nada tiene que ver, por tanto, con una concepción del ministerio eclesiástico que lo hiciera derivar del sacerdocio común, postura ésta explícitamente condenada por la Iglesia. Ambas formas de sacerdocio son "originarias", como hemos visto ya suficientemente, y "esencialmente" distintas.

Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece a la esencia de la concepción católica de la Iglesia, y la trascendencia ecuménica de esta doctrina no se oculta a nadie.

Lo que indica en rigor esa prioridad sustancial que reconocemos en los "fieles" y en el sacerdocio bautismal es: a) la radicalidad y la permanencia in Patria de la condición de fiel transformado en comprehensor; es la primacía de lo cristiano, simpliciter: este nivel, como decía San Agustín, es el nomen gratiae; b) el carácter de servicio a la congregatio fidelium que es propio de los ministros sagrados y la razón de ser de su "ministerio sacerdotal": de ahí su nombre, nomen officii.

Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué la potestad de representar a Cristo, que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros. Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de los más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, la dimensión estructural fideles representa el momento sustantivo de lo cristiano. Por eso, la dimensión ministerium es estructuralmente relativa. Relativa a Cristo y a la congregatio fidelium. Es relativa a Cristo, en cuanto que su servicio al Señor es ser signo e instrumento de su don salvífico a la comunidad. Es relativa a la congregatio, en cuanto que, a través de su ministerio sacerdotal, enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium, en orden a que ésta ponga en ejercicio su "alma sacerdotal", viviendo la sustancia de la fe y ejerciendo en el mundo la caridad que Cristo mismo —no los ministros— le ha otorgado en el Espíritu.


8. Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad "funcional" del sagrado ministerio.

Pero el misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo ahora desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la congregatio fidelium respecto del ministerio sólo se hace inteligible del todo al captar la prioridad funcional de este último en el seno de la estructura. Pero esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos ad invicem ordinantur. Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.

La sustancia cristiana, el nomen gratiae, está radicalmente, como dijimos, en los fieles: todos, en la Iglesia, están en camino de salvación y santidad por su condición de creyentes. Pero esa sustancialidad no se la da la congregatio fidelium a sí misma —decíamos—, sino que es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la congregatio los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una "posibilidad" que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la congregatio, sino una radical condición de existencia: "usar" ese ministerio —en la economía de la salvación instaurada por Cristo— es esencial para que en la congregatio fidelium quede hincada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, prioridad funcional en el seno de la estructura. Esta prioridad testifica que Cristo es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.

Por aquí puede verse cuál es la peculiar ordinatio del sacerdocio común al ministerio. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada en la necesidad de ser servida: los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental y profético de los ministros para ser y vivir como cristianos, necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial para poder ejercer las que son propias de su sacerdocio común. Sin la "ayuda" del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:

"El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Ef 4, 11 ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para -ofrecer sacrificios espirituales- (cfr. 1P 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1P 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote -por la potestad sagrada de que goza..., realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo- (Const. dogm. Lumen gentium, n. 10)".

Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de ministerio "estructurante" de la comunidad. En efecto, si la estructura fundamental de la Iglesia surge de la convocación-congregación que Cristo hace por la Palabra y el Sacramento, y a través de la cual se entrega a los fieles, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la congregatio fidelium, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: "Os rogamos, hermanos, reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan ("proistaménous") en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan" (1Ts 5, 12-13). La razón es "estructural", no "personal": la "obra" que realizan.


9. La mutua ordenación de ambas magnitudes como dinámica originaria de la estructura de la Iglesia.

La consideración conjunta del binomio "fieles-ministros", con su ordinatio ad invicem, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, pone de relieve la unidad-totalidad de la estructura fundamental de la Iglesia, que, a través de ambos elementos, se configura en sus más primarias dimensiones. La Iglesia, aquí en la tierra organice exstructa, no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella —la Iglesia— el Cuerpo de Cristo.

Esta estructura es originaria en cuanto los dos elementos que la componen señalan las más radicales posiciones estructurales —no las únicas— que se dan en la Iglesia. Desde ella se comprenden teológicamente las entidades históricas en las que esa estructura se expresa, tanto a nivel universal como a nivel particular; y esta articulación esencial diferencia, a su vez, a esas entidades de las otras formas de comunidad cristiana en las que sólo se pone teológicamente en juego uno de esos dos elementos.

Digamos, como síntesis de todo lo expuesto, que la razón de la estructura de la Iglesia, tal como emerge de la Revelación divina, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos —los "fieles"— para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. El ministerio sacerdotal existe para "la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil". La dinámica de este doble servicio escalonado es escatológica: la misión, la edificación del Cuerpo de Cristo. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el "ministerio" eclesiástico: "Siervo de los siervos de Dios". En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad —sustancial y funcional— que hemos expuesto.

Fuente: es.romana.org/