José Antonio García-Prieto Segura
Rememoro dos imágenes, llenas para mí de simbolismo, que han desembocado en las consideraciones que siguen
Confieso que mi corta estancia de casi un mes en Japón me ha dejado buena huella. Residí en Nagashaki, ciudad de agradecida memoria para los cristianos, por el testimonio de fe de sus mártires, casi a fines del siglo XVI, y por ser cuna del renacimiento cristiano en la segunda mitad del XIX. Pero, a la vez, ciudad de triste recuerdo porque el 9 de agosto de 1945, las radiaciones atómicas segaron la vida de unas 40.000 personas. Tres días antes, Hiroshima había corrido igual desgracia, con cerca de 66.000 muertos. Y meses más tarde esas cifras se elevarían a casi el doble en cada una de las ciudades. Me encontraba en Nagashaki en el 65 aniversario de aquella tragedia, y rememoro dos imágenes, llenas para mí de simbolismo, que han desembocado en las consideraciones que siguen.
Urakami, la catedral, construida en 1914 sobre una pequeña colina y dedicada a la Inmaculada Concepción de María, quedó completamente destruida. La bomba estalló a unos 500 metros del templo y sus dos campanas enmudecieron para siempre. Al reconstruirse la catedral en 1959, como memoria silenciosa de la tragedia se decidió dejarlas en el mismo lugar donde cayeron, en la parte inferior de la colina. Allí contemplé, sobresaliendo de la tierra, los gruesos soportes de las campanas que permanecen enterradas. Las imágenes hablan por sí solas de los terribles estragos a que pueden conducir las locuras humanas que, desgraciadamente, las seguimos viendo en nuestros días.
Estos sucesos llevan a repensar el sentido de nuestra vida y a rechazar todo tipo de violencias. La razón última del rechazo, más allá de los bienintencionados pactos políticos −por desgracia tantas veces débiles y vulnerables−, ha de fundamentarse en vernos unos a otros como hermanos, con una inviolable e idéntica dignidad recibida de Dios, el Padre común, como ha recordado Francisco en su encíclica Fratelli tutti. En otras palabras, evitaremos violencias fratricidas si conducimos nuestra vida dando un giro de 180 grados al planteamiento de vivir “como si Dios no existiese”: al “Etsi Deus non daretur” que decía Hugo Grocio en el siglo XVII. Vivir al margen del Padre común, ignorándolo, conduce tarde o temprano al enfrentamiento de los hijos; y mal que le pese al jurista neerlandés, mucho mejor nos irá si no seguimos su máxima. Y esto, no irá en menoscabo ni en modo alguno hará peligrar nuestra “adorada” democracia. Por el contrario, hacer de menos a Dios expulsándolo de nuestras relaciones y convivencia, es lo que ha llevado, desde siempre, a tantas tragedias humanas.
Decía que dos imágenes de aquella explosión me inspiraban estas líneas. A la ya mencionada del enmudecer de las campanas, hace eco la segunda, que considero inseparable porque se produjo al mismo tiempo y cabe relacionarlas desde una perspectiva trascendental y cristiana. Se trata de un busto de la Virgen María, en una capilla del interior de la Catedral; produce fuerte impresión porque su rostro refleja el impacto de la explosión atómica: las cuencas de sus ojos están vacías y completamente ennegrecidas por efecto de la radiación. La gente la conoce con el nombre de la “Virgen Quemada”, e incluso cabe apreciar un trazo oscuro que, desde el ojo izquierdo, desciende por la mejilla, como si fuese una lágrima.
Lejos de interpretaciones sentimentaloides, muchos creyentes habrán asociado fácilmente ambas imágenes: a mí, me han sugerido el hilo y trama de estas líneas. Desde 1914 las campanas que comenzaron a repicar para recuerdo del Angelus y para llamar a la celebración de la Eucaristía en la Misa dominical, no habían dejado de sonar. Aquel jueves de agosto de 1945, diríase que su silencio definitivo tuvo como una réplica humana y sobrenatural en el Cielo: en el Corazón de una Madre que, anegada por el dolor ante la muerte de millares de sus hijos, hubiera querido dejar una huella patente del mismo en su rostro de la “Virgen Quemada”: en sus ennegrecidos ojos −ventanas del alma según el decir popular− que, con la explosión, solo dejarían traslucir ya la honda amargura de su Corazón materno La simbiosis humana y espiritual tierra-Cielo y viceversa, hasta entonces alegre, había sufrido un momentáneo black out, reflejado en esas imágenes testimoniales.
La mirada de fe cristiana debería percibir frecuentes relaciones entre muchos sucesos de la tierra y la vida de los bienaventurados en el Cielo, porque la familia de Dios, su Iglesia, no está dividida ni vivimos de espaldas los de allá arriba y los de aquí abajo. Y, a la vez, acoger también la permanente paradoja por la que, en nuestra vida, caminan inseparablemente unidos el sufrimiento y la alegría. A fin de cuentas, eso es lo que recuerdan las campanas con su sonido, porque convocan a una celebración, la de la Misa, donde se dan la mano, actualizándose sacramentalmente, el dolor del Viernes Santo y la alegría del Domingo de Resurrección: todo, como vivo memorial de la muerte y resurrección de Cristo. Pero siempre priva, por encima de todo, la alegría del Señor resucitado que desea compartirla con todo el mundo. Por eso, san Josemaría compendiaba esta paradoja de la vida cristiana, diciendo que “nuestra alegría tiene sus raíces en forma de Cruz”. Recordaba así que el gozo del discípulo procede, a la vez, del amor de Cristo manifestado en el sufrimiento del Calvario, y de la alegría de su resurrección.
Las campanas de Nagashaki me han llevado lejos, aunque sin olvidar que seguimos en la tierra, porque así debemos caminar: pegados al terreno, pero como peregrinos que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera”, según la Carta a los Hebreos 13, 14. Lo recuerda igualmente la fiesta, en el ecuador de agosto, de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo; campanas de gloria sonarían entonces allí arriba para acoger a la Madre de Dios.
Termino volviendo del Oriente japonés a nuestro Continente. “Campanas de Europa” es una película sobre la relación entre cristianismo, cultura europea y futuro del Continente. Su hilo conductor es el sonido de diversos campanarios en distintas capitales de Europa, y recoge entrevistas, en 2012, con Benedicto XVI y con líderes de la religión cristiana. Confío en que el lector quede interesado por saber cómo prosigue y termina tanto repique, que nos remite al Cielo.
Ideas luminosas a la pregunta: ¿hay razones de esperanza para que los valores cristianos continúen vivificando Europa?
“Campanas de Europa”, título de una película sobre la identidad cristiana de nuestro Continente, servirá para enlazar con el mensaje trascendente del artículo anterior: la simbiosis tierra − Cielo, que suscita y simboliza el sonido de las campanas. Por eso, cuando enmudecen, ya sea en el Oriente asiático de Nagasaki, en 1945, como en el Occidente europeo de París, en 2019, algo grave ha sucedido. En Nagashaki fue la bomba atómica, y en Notre-Dame de París un pavoroso incendio; aquí, sus campanas no quedaron dañadas, pero también enmudecieron. La campana mayor, regalo de Luis XIV, llamada Emmanuel por su inscripción, no volvió a oírse hasta un año después, el 15 de abril de 2020 para recordar el primer aniversario del incendio.
Con la total destrucción de Urakami, catedral de Nagasaki, y los gravísimos deterioros de Notre Dame, se dañaban bienes artísticos e indirectamente la raíz de donde esas iglesias habían nacido: la fe cristiana. Una fe que primero se hizo vida y, como no podía ser menos por nuestra unidad de espíritu y materia, enseguida se hizo arte y cultura en sus más variadas expresiones, ya desde el principio.
”Campanas de Europa”, decía, testimonia la multisecular realidad cristiana: la presencia de una fe vivida, en medio de los afanes del mundo, por los discípulos de Cristo. Los tañidos de sus campanarios convocan a la celebración dominical del más grande misterio del amor divino: la Misa, donde el amor del Cielo “toca” de nuevo la tierra, al actualizarse el Sacrificio de Cristo en la Cruz, por las palabras del mismo Cristo que, ahora, pronuncia el sacerdote. Por eso, lo importante no es una presencia de la fe solo desde sonoros campanarios, sino desde el amor de Dios en y a través de la vida de quienes nos decimos cristianos. Ha sido este testimonio de fe, inseparable de las obras, lo que ha contribuido a forjar lo mejor de nuestro Continente.
Vivimos en Europa momentos muy tensos y conflictivos; vale la pena preguntarnos, ya desde ahora, por su futuro: ¿hay razones de esperanza para que los valores cristianos continúen vivificando Europa? En este sentido, Benedicto XVI aporta ideas luminosas en una de las entrevistas recogidas en el film “Campanas de Europa” (cf. Entrevista al Santo Padre Benedicto XVI. De la película "Bells of Europe - Campanas de Europa: un viaje en la fe a través de Europa" 15 de octubre de 2012).
El Papa había dejado traslucir en sus Encíclicas una antropología de raíces trascendentes, con una humana racionalidad abierta y ampliada por la fe, y con su proyección en la vida social fruto del dinamismo del amor divino en el hombre. Por eso, el entrevistador de Benedicto XVI, le recordaba que, desde esas premisas, había afirmado que el redescubrimiento del rostro humano de los valores evangélicos y su presencia en las raíces profundas de Europa, era una fuente que le permitía mirar al futuro con esperanza. Y al pedirle una explicación de esas razones, Benedicto XVI ofrece hasta tres, que vale la pena trascribir, a pesar de su extensión:
“La primera razón (…) consiste en que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo, Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín, que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a Dios. Esta preocupación también existe en la actualidad…”
Si esta primera razón de esperanza mira a las exigencias de amor del corazón, la segunda apelaba a nuestra cabeza: a la sed de verdad que, a pesar de todo, late en el hombre: “La segunda razón (…) consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo es simplemente verdad. Y la verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda.”
La tercera razón de su esperanza se inspiraba en los jóvenes y sus manifiestas inquietudes donde, de algún modo se dan cita y la mano las dos razones anteriores: la sed de amor y de verdad: “Los jóvenes han visto tantas cosas −las ofertas de las ideologías y del consumismo− pero perciben el vacío de todo esto, su insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo lo finito es demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones más jóvenes, esta inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en camino; así hay nuevos descubrimientos de la belleza del cristianismo; un cristianismo que no es barato, ni reducido, sino radical y profundo. Por lo tanto, me parece que la antropología, como tal, nos indica que siempre habrá nuevos despertares del cristianismo y los hechos lo confirman con una palabra: cimiento profundo. Es el cristianismo”.
Esas tres razones laten y perviven en la “simbiosis tierra – Cielo”, simbolizada por el sonido de las campanas. Los cristianos rememoramos, dentro de unos días, la fiesta de María cuando, al cerrar sus ojos a la luz de este mundo, fue llevada en cuerpo y alma al Cielo. En Notre Dame, además de la campana Emmanuel que significa Dios con nosotros, hay hasta nueve más: entre ellas, una, llamada María por la inscripción que tiene grabada, y otra llamada Gabriel por su inscripción. Todo un simbolismo teológico y nueva simbiosis Cielo-tierra: si hoy tenemos al Hijo de Dios con nosotros, es porque María dijo que “sí” al anuncio de Gabriel para ser la Madre de Dios.
Desde Nazaret, con el “sí” de María al plan divino sonarían campanas de gloria en el Cielo. Las mismas que volverían a repicar cuando fue Ella quien llegó allí. Y entonces, quizás, la campana celestial de Gabriel sonaría con más fuerza y alegría que todas las restantes de los coros angélicos. Los cristianos también nos sumamos a las del Cielo en la Asunción de la Virgen, y a cuantas resuenen en la tierra, deseando que la de María de Notre Dame suene también muy pronto entre todas ellas; y que nuestras vidas no desafinen en ese concierto.